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El Catoblepas, número 164, octubre 2015
  El Catoblepasnúmero 164 • octubre 2015 • página 1
Artículos

La filosofía de Antonio Hernández Fajarnés.
Su confrontación al positivismo y su defensa de la Iglesia católica y de España.

José Luis Pozo Fajarnés

(Esbozo de una tesis doctoral sobre el autor)

Antonio Hernández Fajarnés

La prensa española de finales del siglo XIX hablaba de Antonio Hernández Fajarnés en estos términos:

[…] D. Antonio Hernández y Fajarnés nació en Zaragoza el año 1851. Fue discípulo de primeras letras y latinidad de las Escuelas Pías de dicha capital, dedicando á los estudios de segunda enseñanza, entre aquel período y el del grado de Bachiller, siete años, lo cual le permitió adelantar en las Facultades de Filosofía y Letras y Derecho, que cursó en la Universidad de la misma población, alcanzando en ambas el grado de Doctor. Al año siguiente de terminar la primera de estas dos carreras literarias, fue encargado de la cátedra de Historia de la Filosofía, vacante en la citada Universidad por defunción del sabio Profesor Dr. Andreu, y nombrado luego Auxiliar para la clase de Griego, por traslación a Madrid del insigne arabista Sr. Codera. Hizo el Sr. Hernández Fajarnés sus primeras oposiciones en 1872 para la cátedra de Psicología de la Universidad de Granada, y al año siguiente actuó en las que se celebraron con motivo de la provisión de la clase de Metafísica, vacante en la Universidad de Zaragoza, obteniendo la plaza mencionada cuando sólo contaba poco más de veintidós años de edad. Sus ejercicios llamaron poderosamente la atención de los hombres de ciencia y fueron elogiados por el eminente Moreno Nieto, Presidente de aquel Tribunal de oposiciones. Tomó posesión de su cátedra el año 1874, y en ella continúa en la actualidad, sin que se le vea nunca desmayar en su noble tarea de la enseñanza, demostrando además la decidida vocación que tiene por los estudios metafísicos con la publicación de diferentes obras que han sido todas favorablemente juzgadas por críticos de tanta valía como Couture, De Vorges, Caminero, P. Zeferino, y otras eminencias del saber. El fin que nuestro biografiado persigue en sus trabajos científicos no es otro que el de denunciar y refutar los errores del positivismo con las mismas armas que éste emplea y mantener los principios fundamentales de la Metafísica cristiana, probando de una manera clara y evidente su concordia con los de la ciencia experimental… En 1890 fue nombrado Rector de la Universidad de Zaragoza y en 1893 se le ha vuelto á confiar nuevamente dicho alto puesto, desde el cual ha contribuido poderosamente a la instalación e inauguración del nuevo edificio para las Facultades de Medicina y Ciencias y de la Escuela de Artes y Oficios… Es Académico corresponsal de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Ni pertenece ni ha pertenecido jamás a ningún partido político; se limita solamente a ser Profesor y a la mejor enseñanza de sus discípulos. Es católico de verdad, y sus escritos se aprecian mucho por la Iglesia, como se demostró de una manera evidente en la audiencia privada con que le distinguió en su visita á Roma el Sumo Pontífice León XIII… M. L. T. A. (La Gaceta de Instrucción Pública, 23 de enero de 1896).

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La obra de Antonio Hernández Fajarnés consta de media docena de libros, de algunos discursos y de unos cuantos artículos. La lectura de sus discursos le dio la fama de gran orador que tuvo en vida, e hizo que se le tuviera en gran consideración en distintas esferas políticas nacionales e internacionales, estás últimas enmarcadas por los congresos de católicos desarrollados por esos años. Esa fama es la que provoco que el Papa León XIII lo recibiera en audiencia privada, como hemos podido leer en la noticia de La Gaceta con la que introducimos este artículo. En su obra destacamos, por un lado, un ataque frontal a un positivismo que se ha propuesto, en última instancia, anular el papel de Dios del mundo civilizado y, por otro lado, el análisis de la crítica situación por la que pasan tanto la Iglesia católica, que está perdiendo su influencia doctrinal y política de forma paulatina, como la nación española, que en los días que él escribe pierde las últimas provincias ultramarinas. Si hemos elegido estos dos importantes asuntos, como foco de estudio de la obra de Fajarnés, no es ni más ni menos que por el hecho de que consideramos que son los problemas más relevantes tratados en su obra. El primero de sus libros lleva por título Estudios críticos sobre Filosofía positivista. I. La Psicología celular, que es uno de sus textos más importante con relación a la crítica del positivismo. No es «primero» porque en el título señalado aparezca el primero de los números romanos. Que este ordinal aparezca en el tomo que traemos a colación, señala el propósito frustrado que Fajarnés tenía de seguir la crítica a la filosofía positivista desde la perspectiva de los saberes de la época. Este primer tomo tiene que ver con el de la ciencia más pujante en esos años o, al menos, la que más parecía que daba que hablar.

Fajarnés es un filósofo católico que se incardina en la corriente filosófica de la neoescolástica, de la que son firmes representantes en España Jaime Balmes y Fray Zeferino González, y que tiene como su original y más importante referente a Francisco Suárez. A grades rasgos señalamos en esta introducción que Fajarnés critica la filosofía racionalista, la cual derivaría en el monismo articulador de la ideología de muchos científicos de su tiempo. Fajarnés destruye el fundamento del racionalismo que se ha ido desarrollando a lo largo de los últimos siglos, y que ha impulsando y multiplicado el mecanicismo y el relativismo, impregnado a la ciencia, y paralelamente a otros ámbitos como el de la ética y el de la política; se muestra beligerante contra el positivismo, que desprecia los principios de la metafísica que nuestro neoescolástico, y muchos otros filósofos en todo el mundo, continúan defendiendo; se opone al ateísmo que racionalistas y positivistas enarbolan como bandera, un ateísmo que tiene muchas caras, una de ellas la del panteísmo, cuya más firme defensa se da en la España de la época con los seguidores de Carlos Krause, que tenían una visión del mundo panteísta, la del «panenteísmo», y en el ámbito de las ciencias se definían como defensores del positivismo. Los profesores españoles krausistas se enfrentaron a los neoescolásticos no solo en el terreno teórico sino en el político, un frente, este último, muy transitado por Fajarnés cuando ejerció como tribunal en las oposiciones a cátedras universitarias, y cuando desarrolló distintos cargos en el Ministerio de Instrucción Pública.

Como vamos a ver en adelante, los intereses que mueven a Fajarnés van a hacer que focalice su crítica contra la visión del mundo que impregna la ciencia, la política y la religión de su época. Los dos últimos ámbitos –religioso y político– los tratará en sus discursos y la crítica al positivismo en sus libros. Respecto de esta última, señalaremos que, tras publicar aquella primera entrega de su proyecto (la de los Estudios críticos sobre Filosofía positivista I), lo abandonó para dirigir la tarea por otra vía. En las publicaciones que siguieron, continuó la tarea crítica mediante una estructura más eficaz, la de las tres ideas de la metafísica. Para Fajarnés la realidad es múltiple y se vertebra en base a tres ejes, a las tres ideas de la metafísica: Dios, Alma y Mundo. Cada una de las Ideas desarrollada en sendos textos de Principios de Metafísica: Ontología, Psicología y Cosmología, que se publicaron en ese orden en los años 1887, 1889 y 1893 respectivamente, y algunos años después los Principios de Lógica. Con este nuevo planteamiento editorial aprovechaba también para que sus escritos fueran tanto de dominio público como de lectura y estudio por parte de sus alumnos de las Universidades donde departió docencia, las de Zaragoza y Madrid.

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Fajarnés no reniega de los progresos de la ciencia experimental, algo que puede constatarse cuando leemos sus alabanzas por las invenciones de instrumentos, o sus elogios a los procedimientos ingeniosos que se desarrollan, lo que no acepta es que las conclusiones que expresan sus artífices deriven en la negación de los principios de la Metafísica. Fajarnés opone a lo que los científicos positivistas defienden las opiniones de otros especialistas en la materia, tan prestigiosos como los primeros, pero que derivan de sus investigaciones conclusiones diametralmente opuestas. Para Fajarnés, la razón ha dejado de fundamentar la teología y ha pasado a fundamentar el saber de los hombres, por otra parte, la ética cristiana se ha dejado de lado. Una y otra eran la base de una sociología verdadera, que era la única que podía contrarrestar la falsa sociología que nos ha traído ateísmo y materialismo. Esta trayectoria es la que ha terminado en el encumbramiento del positivismo que pone el acento en la ciencia, apartando lo que el neotomista considera verdadero. La crítica al positivismo, y todo lo que conlleva, es el asunto tratado más extensamente aquí, pues es a lo que más páginas escritas ha dedicado Fajarnés y lo que más pormenorizadamente a estudiado. Las cuestiones religiosas, sociales y políticas, que tienen una relevancia tan importante para él como la primera, son sin embargo tratadas de forma menos sistemática. En los discursos sobre La cuestión religiosa y La cuestión romana, trata el problema de la desmoralización de un mundo imbuido del racionalismo y de las que considera perniciosas doctrinas de la Reforma. En los discursos en que focaliza estas mismas cuestiones pero preocupado más por la situación de España en el cambio de siglo – Discurso escrito para la solemne inauguración de la Escuela de Artes y Oficios, La Universidad ante la Patria y Alfabetismo analfabeto–, se deja ver que lo que sucede en España no se puede descontextualizar de lo tratado tanto en los dos discursos anteriores como en lo que trata cuando critica el positivismo. El problema acuciante es el ateísmo que está extendiéndose por el mundo civilizado siglo tras siglo, y que va a derivar en la destrucción de todo lo conseguido por la Iglesia.

En sus textos más extensos focaliza sus argumentos en destruir el monismo defendido por Ernesto Haeckel, en contrarrestar el ateísmo en el terreno de la ciencia. El monismo queda anulado al contraponerle la realidad plural que defiende. Esto es lo que apreciamos en grado sumo, pero con todo y con ello, ese reconocimiento no es óbice para que, desde los parámetros del materialismo filosófico, neguemos sus premisas espiritualistas y lo que conllevan, como la consideración de un plan prefijado en la naturaleza, dependiente de la tesis de la existencia de una «causa primera», de la existencia de Dios; o la afirmación de que se da en la naturaleza una finalidad que también depende del designio divino. Todas esas afirmaciones son tan metafísicas como la «unidad del mundo» que desecha, es por ello que no podemos aceptarlas.

Fajarnés aprovecha los estudios experimentales de los autores espiritualistas para implementar la potencia del razonamiento tomista, esa es la tarea que se propone. Cuando en 1889 presentó en el Congreso de católicos de París su Proyecto de Reforma de la Cosmología, expuso el programa de su tercer tomo de Principios de Metafísica, un proyecto incoado en su primer libro y que no era ni más ni menos que adaptar a la lógica de Aristóteles –a la metafísica también, pues no considera que sea diferente de aquella– los nuevos descubrimientos científicos, mostrando que ciencia y filosofía no eran incompatibles. Las premisas espiritualistas no pueden ser aceptadas por el materialismo filosófico pero, pese a que las desechemos, no dejamos de reconocer que en la crítica de Fajarnés hay algo que era, y sigue siendo, eficaz para contrarrestar el monismo defendido por Haeckel y por otros muchos científicos.

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El Positivismo tiene su origen en Augusto Comte, aunque no solamente. Fajarnés incide también en el que considera el más importante de los que se dedicaron a propagar las ideas positivistas del anterior, Emilio Littré. Ambas figuras fueron las que impelieron esta nueva forma de hacer filosofía, cuya máxima preocupación es la supresión de la indagación sobre las causas, pero también sobre otra importantísima parcela de la Metafísica, los fines. En el ámbito de la ciencia, el positivismo fue calando con fuerza a finales del siglo XIX, por las traducciones al español de las obras de Darwin y de otros biólogos como Haeckel (aunque la primera traducción al Español de los Ensayos de Haeckel, criticados por Fajarnés, es seis años posterior a la publicación de su libro Estudios críticos sobre Filosofía positivista). El positivismo consideraba la experimentación como la metodología que hacía alcanzar la verdad científica: el conocimiento científico es el único «verdadero» conocimiento. Negaban el papel que una divinidad creadora pudiera tener, postulándose un mecanicismo materialista. Los racionalistas con su mathesis universalis quieren dirigir a la verdad, quieren saberlo todo. La filosofía positivista continúa ese modo de ver del racionalismo y ha consolidado un fundamentalismo científico que se jacta de tener la patente de toda verdad. La cuestión es que, en este sentido, no podemos hacer una separación suficientemente drástica de lo que defiende Fajarnés, que expresa como fundamento de todo lo que pueda ser dicho, lo que hemos visto que niegan los positivistas. La verdad de la causa primera, del plan de la creación y de los fines, además de principios metafísicos como el de no contradicción o el de identidad, son para él las verdades inamovibles de la «verdadera ciencia». Fajarnés defiende esas verdades con igual vehemencia. Su fundamentalismo religioso está apuntalado mediante otro fundamentalismo científico más antiguo, el que inauguró la lógica de Aristóteles y que desarrolló Euclides en sus Elementos.

Pero la verdad científica no es algo dado desde siempre sino que es algo que se da in medias res, algo que se ejercita. Definimos pues la verdad como una «identidad sintética» entre contenidos que son siempre materiales. Por todo ello, afirmamos que las verdades se alcanzan por mor de procesos cerrados que manejan términos materiales (conceptos, leyes). Solo pueden aparecer por tanto cuando se constituyen, para cada una de las ciencias, sus campos gnoseológicos particulares. Las ciencias de las que estamos hablando son las que derivan de cierres operatorios, las ciencias «positivas», que no son otras que las ciencias en el sentido moderno en que decimos «ciencia». Solo cuando una ciencia está cerrada es cuando ésta puede considerar las verdades que busca. En cada cierre de cada una de esas categorías, de esas ciencias, se da la confluencia de una multiplicidad de cursos, operatorios también, que conllevan la neutralización de las operaciones del sujeto para incidir en el establecimiento de la verdad. Una verdad que no es la del subjetivismo sino la que expresamos como «identidad sintética». Así, y solo así, se puede afirmar que la objetividad del conocimiento científico está asegurada.

La metafísica no puede ser corrompida por los argumentos falsos de la filosofía que combate, y que no es otra que la filosofía del evolucionismo, que es según Fajarnés la filosofía que profesa Ernesto Haeckel. Para el primero, «evolucionismo» es una cosa y «evolución» otra muy distinta, mientras que debe denostarse la filosofía perniciosa del evolucionismo, la evolución es un hecho irrenunciable. Ambos conceptos se diferencian al atender a que la evolución es la historia del desarrollo de un individuo desde que nace, desarrollo que está sujeto a un plan de creación y a una finalidad, según reza su espiritualismo. El evolucionismo sin embargo es la filosofía que estructura el mecanicismo defendido por Darwin y Haeckel, inaceptable para Fajarnés pues anula sus verdades inamovibles de una «causa primera» y de un plan y una finalidad prefijados por ella. Frente al evolucionismo como la herramienta más conspicua de ese materialismo que niega el alma humana y que es enemigo acérrimo de las tesis creacionistas, está situado un Espiritualismo ortodoxo armado racionalmente con las verdades infalibles del fundamentalismo religioso que tiene en su base el fundamentalismo científico antes señalado, y que Fajarnés lo expresa diciendo que los dogmas católicos derivan de la inteligencia que los conoce, aunque también del corazón. Así es como puede derrocar, según señala él mismo, los errores del evolucionismo: el Espiritualismo tiene dos herramientas más, aparte de su dogmática, en primer lugar, la Metafísica con sus principios evidentes y, en segundo lugar, la «verdadera ciencia» cargada de hechos, leyes y teorías. En la realidad espiritual, en el alma y su esencia, es donde el materialismo ateo focaliza sus ataques. Los positivistas niegan los hechos psicológicos por derivarse de ellos el conocimiento de los atributos específicos de la esencia del alma humana. Y si no los niegan los reduce.

La Biología todavía no era, a finales del siglo XIX, una ciencia cerrada, solo cuando esa ciencia se consolidó, la mayoría de los que se dedicaban a ella no se ocuparían de cuestiones filosóficas, como Haeckel, sino a desarrollarla. La «nueva Biología» de Haeckel quería inaugurar una Psicología acorde con ella, pero sin percatarse de que, al proponerse tal tarea, estaban saliéndose del campo de la ciencia que querían desarrollar. Dejaban de manejar conceptos de su disciplina, dejaban de operar en su seno. Lo que estaban haciendo era filosofía, pues al sacar los conceptos del lugar en el que estaban bien definidos perdían la claridad, y se convertían en ideas filosóficas. Sintetizaban nuevas construcciones, como la de «psicología celular», y suponían que con ello se estaban refiriendo a una realidad, a la cual nombraban. Estos nuevos biólogos no atendían al oxímoron que implicaba el concepto a causa de su monismo, reducían lo que la psicología estudiaba hasta la fecha a las mismas cuestiones que trataba la zoología, o la biología en último término. Pero tal unión es imposible, las realidades expresadas en uno y otro son irreductibles las unas a las otras. Nosotros las expresamos como contenidos de dos distintos géneros de materialidad: la célula a M1 y lo que estudia la Psicología a M2. Gustavo Bueno ha puesto muchas veces el ejemplo de conceptualizaciones imposibles muy similares, como el que surge de unir el sustantivo «dodecaedro» y el adjetivo «regular». Cuando estos dos se ponen juntos –«dodecaedro regular»– la entidad que quiere ser expresada no existe, es imposible su construcción. Que esta figura es imposible lo sabemos desde que Platón explicó que solo hay cinco, y nada más que cinco, poliedros regulares. Con «psicología celular» estamos en una situación similar pues tal articulación terminológica no es un concepto, es indefinible, una construcción lingüística absurda, como los apuntados más arriba o como el «círculo cuadrado».

Fajarnés veía en esa propuesta de Haeckel una total falta de rigor científico, y señalará punto por punto la debilidad de las justificaciones haeckelianas. En el Positivismo, desde lo más externo a lo más interno, todo queda explicado por la mera conexión de fenómenos –aquí se está considerando el movimiento mecánico de las células, el cual explica, como vimos mucho más arriba, todo lo que pueda relacionarse con las nuevas ciencias, la Biología y la Psicología, que Haeckel desarrolla- y, además, sin atender en ningún momento a una causa distinta de tal conexión. Esa conexión, con esos caracteres, solo puede ser producida por un mecanismo ciego que el neotomista rechaza, pues implica un determinismo que es fatal y, lo que todavía considera que es mucho peor, un determinismo que no deja lugar para la causalidad eficiente que impuso el creador. Para el positivismo solo hay una causa, la materia, y solo ésta es origen de la causalidad eficiente. La materia es omnipotente, pues lleva a cabo su acción con ocasión de cualquier acto que podamos considerar en la naturaleza. Fajarnés niega tal mecanismo causal y da una respuesta diferente a la pregunta por el origen de la vida, concretamente que éste es efecto de la causa creadora, de la «causa primera».

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Las últimas afirmaciones de Fajarnés tienen que ser contrarrestadas, igual que el monismo de los positivistas era contrarrestado por él. El monismo implica una relación de «todo con todo» que anula toda causalidad y todo finalismo que no podía aceptar un escolástico. Fajarnés considera el ser como plural, y en ese contexto defiende una causalidad primera para la Naturaleza y un finalismo que se desarrolla en su seno. Ya hemos señalado que reivindicamos su crítica efectiva al monismo decimonónico, pero ello no justificaría que contrarrestáramos las afirmaciones derivadas de su espiritualismo. De entrada, que el pluralismo defendido por los neoescolásticos no es el de nuestro sistema, pues no consideran la symploké platónica. El mundo, el mundo real –que nosotros denominamos Mi, mundus spectabilis– contiene una pluralidad de materialidades en las que actúa la symploké. Este principio hace que se solvente también el mismo problema que solventó Fajarnés, pero desde una perspectiva distinta, más efectiva y completa, pues nos libera totalmente de considerar la pluralidad originaria como una totalidad interconectada por un monismo armónico, además de no recurrir a otras ideas metafísicas, como son las defendidas por el espiritualismo del neoescolástico. Además, si atendemos a la causalidad, expresada tanto por el criticado como por el crítico, debemos señalar que ni una ni otra son aceptadas en nuestro sistema materialista, que tiene en consideración un mecanismo causal efectivo. En la causalidad debe ser considerado un tercer factor que es material, Bueno lo llama «esquema de identidad». La causalidad pasa de tener dos factores a tener tres.

Por otra parte, la finalidad defendida por Fajarnés y denostada por Haeckel (cuando reniega de la finalidad, se alinea no solo con Darwin sino con muchos otros autores –Bacon, Galileo, Descartes…– que comparten lo que Bueno denomina «la cruzada contra las causas finales»), tendrá que ser clarificada en su justa medida. Bueno señaló una importante diferencia entre finalidad y teleología que no reconocemos en Fajarnés ni en ningún otro autor. La primera es relevante para muchas ciencias y la segunda para la biología. Los fines no son puestos por ningún creador o diseñador, aparecen en los sujetos operatorios, cuando se «proponen» cualquier acción. Y la teleología tampoco es «puesta», o creada, para marcar el rumbo de la vida (rechazamos tanto la finalidad externa, creada, como la que derive de unas «fuerzas» inmanentes, las derivadas del vitalismo, que tanto predicamento tuvieron en el XIX, y que el mismo Fajarnés había rechazado), sino que la teleología debe tomarse como una idea que expresa el tipo de relaciones definitorias de los organismos vivientes, la teleología está dada en el desarrollo del ser vivo.

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De la lectura que vamos a hacer de sus discursos queremos recuperar algunos aciertos expresados en sus diagnósticos y poner luz en algunos de sus análisis que, al confrontarlos con nuestro sistema, toman un sentido más claro y completo. Las preocupaciones políticas que muestra en los distintos discursos, y que tratan sobre temas que pueden parecer inconexos a la luz de nuestra crítica, aparecen coordinados en algunos importantes aspectos. Las problemáticas tratadas son relativas a cuestiones que versan sobre la vapuleada religión católica, sobre la «reclusión» papal dentro de una pequeña parcela de la ciudad de Roma (lo que más adelante será el Estado Vaticano) o sobre el denostado Imperio español y sobre su futuro. Desde estas páginas podrá atenderse a que todos estos ataques son inferidos por unos enemigos muy diversos pero que muestran una marcada armonía de intereses.

Aunque nos referimos a sus discursos como «obras menores», lo que en ellos se trata es de una relevancia equiparable a la de sus obras mayores en extensión, por lo que solo serán menores atendiendo a este aspecto cuantitativo. Fajarnés aquí se preocupa por las mismas cuestiones de fondo que trata en sus libros, aunque de una forma más directa, pues están dirigidos a un público más abierto. La preocupación última es, sin embargo, contrarrestar el ateísmo en todos los ámbitos (como pasaba en su crítica al positivismo), y en los discursos leídos a lo largo su intensa vida pública (congresos de católicos, inauguraciones de cursos académicos, de Escuelas y Facultades universitarias u otras instituciones) de una forma mucho más contundente y agresiva. Pese a que su preocupación última sea derrotar el ateísmo, en los discursos no incide en el ámbito de la ciencia, siendo su temática central la situación de la religión católica y de España, ambas fueron focos de gran preocupación para él a lo largo de toda su vida, y se dieron en un ambiente intelectual y político muy complejo, en el que nuestro autor desarrolló un importante protagonismo. Lo primero que debemos reconocer, sin embargo, es que, pese a su insistencia, los problemas del catolicismo no se resolvieron de la manera propuesta por Fajarnés sino de otra muy diferente, la política irenista comenzada por el papa Juan XXIII y que hoy día se ha consolidado. Respecto de España tampoco se solventó nada, sino todo lo contrario, las dificultades se multiplicaron, e incluso surgieron otras nuevas, por ejemplo el cuestionamiento de España como nación política que, en aquellos años, todavía no era un problema definido. La potente beligerancia expresada por Fajarnés fue infructuosa, y lo peor de todo, es que argumentos similares a los que quiso derrotar, tienen una muy mala defensa, dado que la nematología dominante los clasifica como si fueran de una «derecha recalcitrante», por no utilizar otros epítetos más comunes que como son tan sonoros como erróneos, no merece la pena aquí repetirlos.

La situación tan delicada de la Iglesia y de España era producto del triunfo de la visión del mundo a la que se oponía, que era heredera de los planteamientos racionalistas y que derivó en el positivismo y en el ateísmo, este último, según Fajarnés, el peor de los males para la humanidad. Esa perniciosa visión del mundo está, por tanto, en la base de los idearios de los gobernantes de unos estados modernos reluctantes al catolicismo. En todo occidente, las corrientes religiosas cristianas opuestas al catolicismo, las distintas iglesias reformadas, se iban haciendo más influyentes. En el ámbito universitario, las cátedras de filosofía desarrollaban sistemas filosóficos que querían anular la escolástica. Pero no solo en el racionalismo de origen cartesiano ve Fajarnés el origen de esta peligrosa situación, sino también en las ideas introducidas paulatinamente por los seguidores de la reforma protestante.

Fajarnés quiere demoler la «bondad» individualista que impregna las ideologías políticas que estaban minando los pilares doctrinales del catolicismo. El conjunto de naciones protestantes opone a la moral católica ese individualismo rampante que la está constantemente minando, y que en connivencia con el racionalismo están haciendo que en el mundo civilizado el ateísmo crezca sin medida. La filosofía de Kant, en la que protestantismo y racionalismo alcanzaban altas cotas de sofisticación, fue impregnando de forma paulatina, pero imparable, la nematología aceptada por las naciones pujantes en Europa y en Norteamérica. Fajarnés denuncia esta ideología perniciosa que impregna el nuevo orden mundial que se está fraguando, observando que el motor de los cambios depende de un choque de intereses políticos, o como nosotros denominamos desde nuestros parámetros, de una la dialéctica de los imperios. Pero, además de esto, Fajarnés ve todavía un mal aún mayor, el socialismo, que está calando en grandes grupos humano, de manera que cada vez más y más hombres están abrazando el ateísmo.

La época que le toco vivir fue la del ascenso del cada vez más importante imperialismo estadounidense, el cual se aplicó en infringir la derrota definitiva del extenuado imperio español y católico. La hegemonía mundial que España había tenido años atrás, hacía mucho que se había perdido, dejando paso a la posibilidad de que otras naciones la hicieran suya. Potencias occidentales, como Inglaterra, Francia y Estados Unidos pugnaban por ella, pero no todas consiguieron sus propósitos, pues desde hace casi un siglo los norteamericanos son los que se mantienen a la cabeza del orden mundial. Pese a todos estos avatares, la impronta del Imperio Católico Español continuaba presente –y podemos comprobar que hoy día también–, aunque no en el territorio de la vieja España sino en los territorios ultramarinos de América española. La España peninsular, lejos de estar en armonía sufre unos problemas políticos internos que podrían derivar en su atomización futura.

La pérdida de influencia de la religión católica fue paralela al declive del Imperio católico por excelencia, y la pérdida de poder del Imperio español fue paralela a la pérdida de poder terrenal del Pontificado. En 1870 se produjo su mayor debacle política, pues la Unificación italiana bajo Víctor Manuel II se hizo en detrimento del poder terrenal del Papa. La hegemonía española había ido de la mano de la religión católica, era la hegemonía de un Imperio que quiso ser universal, como universal pretende ser el catolicismo por propia definición. No fue por tanto coincidencia que la pérdida de los Estados Pontificios solo tuviera 28 años de diferencia con el último gran episodio de la pérdida del Imperio español al tener que abandonar Cuba, Puerto Rico y las Islas Filipinas tras la guerra de 1898. El nuevo Imperio norteamericano fue el más beneficiado por la pérdida de los Estados Pontificios. A Fajarnés esta cuestión le preocupó mucho, dedicando uno de sus más importantes escritos a la situación de la Iglesia católica en su centro neurálgico de poder, en Roma Nuestro autor elaboró en 1890 su enfervorecido discurso sobre La Cuestión Romana, un discurso que, pese a tener su carácter y temática particular, continuaba la argumentación esgrimida en el primero de sus discursos, La Cuestión Religiosa, cuestión que, a grandes rasgos, es para él la cuestión social por excelencia, la cual conectará con los discursos posteriores, más focalizados, la situación política y moral de España. La pérdida del Imperio español y la del poder terrenal del papado parecen dos asuntos muy distintos, pero solo aparentemente, pues guardan estrechas conexiones. El hecho de que se dieran ambas pérdidas derivó en que desapareciera la hegemonía de los católicos en un mundo. Una hegemonía que fue la primera hegemonía global, ya que lo fue de todo el orbe. Hoy también el imperialismo estadounidense es global, pero lo es en base a otros principios nematológicos, los del protestantismo y el individualismo.

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La cuestión religiosa es analizada por Fajarnés en el primero de sus discursos, escrito en 1876 (y que dada su extensión, unas 35.000 palabras en más de 80 páginas, suponemos que no lo leyó completo en el acto de inauguración del curso académico para el que fue escrito). En él focaliza su crítica contra el que considera el mayor enemigo de la religión católica, el protestantismo y el racionalismo ateo. Pone en su punto de mira en el interés que muestran las naciones en las que son pujantes esas religiones para anular al catolicismo. Las mismas naciones que se sobrepusieron a la España imperialista y católica En el discurso sobre La cuestión romana se tratan también las mismas cuestiones que en el primero, aunque desde la perspectiva de la nueva situación en que se encuentra el Papado, cima de una estructura racional que a lo largo de muchos siglos ha marcado la pauta del desarrollo de nuestra civilización.

El discurso sobre La cuestión religiosa está dirigido, en su mayor parte, a analizar las causas de que han llevado a la Iglesia y sus fieles a estar en una situación tan desventajosa respecto de sus detractores. Denomina la cuestión religiosa como la «cuestión social», debido a que la pérdida de fuerza doctrinal del catolicismo ha derivado en una situación para toda la población europea de desorden y de conflictos, que han traído a la mayoría de los hombres desesperación e infelicidad. La problemática cuestión social es un efecto pernicioso de la cuestión religiosa, y para que el problema se solvente será necesaria una regeneración moral que contrarreste la nueva moral individualista. Fajarnés no menciona las tesis agustinistas de La ciudad de Dios, pero es un hecho que lo que sucede es una debacle de esta respecto de la ciudad terrena. Que no cite a san Agustín es entendible dado el desarrollo de Europa occidental, donde la ciudad «única», la Roma que conoció san Agustín se dividió en las naciones conocidas, herederas a su vez de los reinos sucesores en que se había desgajado el Imperio. La ciudad de Dios agustiniana que podemos reconocer en este discurso de Fajarnés, y en los que le siguen, está repartida por las distintas naciones católicas, de Europa y de América. Al menos eso deja entender en su discurso de 1892, La Universidad ante la patria.

Las naciones protestantes, ávidas de territorio y de riquezas, eran las que estaban interesadas en que el Papa fuera despojado de su poder temporal. Y fueron las mismas que se enfrentaron al Imperio español, acelerando su debacle. En su discurso sobre La Cuestión Romana trata los avatares relativos al poder terrenal de un Papado que ha llegado a la situación precaria en que se encuentra porque los estados enemigos del catolicismo eran los más fuertes a finales del siglo XIX. El Imperio dominante hasta ese momento, y tras la pérdida de poder de España en el siglo XVII, era el anglosajón, y comenzaba su andadura, con cierto continuismo del que decaía, el Imperio de Estados Unidos. En esta dialéctica de estados no podemos dejar de señalar otros que pese a intentarlo no consiguieron consolidar el poder deseado, son los casos de Francia, de Portugal o de Holanda. Pero quizá la caída imperial que más afectó al devenir del papado fue la de España, pues de todos sus baluartes fue el más importante. Hoy día ni siquiera se considera la impronta de la confrontación que tuvo España con los Estados que estaban en puja con ella. Por un lado porque lo Españoles parecen no querer saber nada de su historia imperial, por otro lado, porque tal confrontación ha ido quedando desplazada por la fuerza de otros enfrentamientos, como el que se dio con el surgimiento de las naciones socialistas. Pero que la confrontación no se revele claramente no quiere decir que haya desaparecido del todo, como tampoco ha desaparecido la confrontación entre Estados Unidos y Rusia, pese a la caída del socialismo real. De manera que nos preguntamos: ¿Quién sabe qué deparará el futuro para las naciones de habla hispana? ¿Quizá la resistencia a la visión del mundo racionalista e individualista no se vea anulada? Quién sabe si en el futuro España tendrá un protagonismo que ahora se hace impensable.

Lo tristemente relevante es que la oposición de Fajarnés a la corriente política de la época, inmersa en esa dialéctica de Estados, no fue efectiva y está totalmente olvidada. Fue derrotado por los intereses políticos a los que se opuso. Con la crítica que desarrolló en sus discursos trató de sacar a la luz la ideología de sus enemigos políticos, además de tratar de mostrarnos las malas artes que les caracterizaban. Con todo, el enemigo era más fuerte y venció. El olvido de lo que nuestro autor defendía va de la mano de la situación política española que hoy vivimos. Una economía que, no ha dejado de tener grandes altibajos y una situación política que, desde dentro y sin necesidad de enemigos terceros, se esfuerza por la autodestrucción nacional. Autodestrucción que solo puede entenderse por una nematología que está constantemente actuando, la de una «leyenda negra» que ha calado de tal manera en los españoles que se hace muy difícil pensar que, en un futuro cercano, la tendencia autodestructiva pueda cambiar de sentido. Es por ello que le preocupan las cuestiones relativas a la Educación, paralelamente a las de la Patria. España se encuentra en el peor momento de su historia y debe rehacerse. La Universidad debe cumplir una función regeneradora y renovadora, debe moralizar a los españoles. El ámbito que mejor conoce Fajarnés es el universitario y por ello es allí dónde carga las tintas para que se dé un revulsivo que permita a España recuperarse, para que comience así a retomar el pulso de la Historia.

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En conclusión, la filosofía de Fajarnés ha resultado de gran interés, en los dos importantes aspectos que hemos señalado; la crítica al positivismo y el análisis de la situación del catolicismo y de España. En primer lugar, por el hecho de contrarrestar desde una visión del mundo pluralista, el monismo cientifista que estaba comenzando a imponerse en el tiempo que le toco vivir. El hecho de que sus planteamientos fueran espiritualistas era necesario contrarrestarlo oponiendo nuestro sistema, de manera que se aclarasen cuestiones que su filosofía no podía clarificar:

— Una definición materialista de la realidad alejada de su espiritualismo, pero mucho más del materialismo grosero que él mismo había destruido

— Lo que es la verdad, lejos del fundamentalismo científico de los científicos decimonónicos, como del fundamentalismo religioso de Fajarnés.

— El mecanismo realmente operativo de la causalidad, que tampoco es el de ninguno de los dos

— La clarificación de lo que es la finalidad desde los parámetros del materialismo filosófico.

Y en segundo lugar, el interés que para nosotros tiene este autor se hace relevante cuando hemos leído sus discursos, en los que hemos reconocido una filosofía de la historia que lejos de chocar en todos sus aspectos con los de nuestro sistema, tienen muchos rasgos comunes, los cuales hemos tratado de sacar a la luz. Antonio Hernández Fajarnés, como una ingente cantidad de filósofos españoles debe tener el lugar y el reconocimiento que merece, por lo que lo reivindicamos como una de las personalidades que deben ilustrar el elenco de la historia de la filosofía española.

 

El Catoblepas
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