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El Catoblepas, número 160, junio 2015
  El Catoblepasnúmero 160 • junio 2015 • página 6
Filosofía del Quijote

La reacción a Américo Castro (II)

José Antonio López Calle

Basave Fernández del Valle y la interpretación axiológica del Quijote
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (36).

La reacción a Américo Castro (II)

En una tendencia similar a la del padre Rubio cabe encuadrar la interpretación filosófica del Quijote que nos ofrece el mejicano Agustín Basave Fernández del Valle en su Filosofía del Quijote (1959). Aunque de pasada y sin someterlo a un escrutinio crítico, el cervantista mejicano toma posiciones contra la interpretación de Castro del pensamiento de Cervantes. Rechaza expresamente la presentación de éste como abogado del relativismo perspectivista (op. cit., Espasa- Calpe Mexicana, 2ª ed. 1968, pág. 86), como valedor de una moral naturalista y estoica, o que don Quijote sea erasmiano, ni siquiera renacentista, sino un caballero cristiano encendido por una moral inconfundiblemente cristiana (cf. op. cit., pág. 152).

Partícipe de la concepción filosófico-romántica del Quijote que nos retrata a su protagonista como poseído de una «excelsa locura del idealismo» y en lucha esforzada contra la adversidad (op. cit, págs. 71, 152, 171 y 273)), trata de aproximarse a la novela desde la perspectiva de la filosofía fenomenológica de los valores. En el capítulo principal de libro, titulado precisamente «La filosofía de los valores y el Quijote», luego de ofrecernos un resumen de la germánica filosofía de los valores y de una crítica de la misma desde un punto de vista realista, el autor llega a la conclusión de que en el Quijote hay una axiología, que la estructura de la novela descansa sobre la noción de valor y que lo esencial de ella y de su protagonista, el núcleo de donde diman toda su acción, es el valor de lo caballeresco, a la vez ideal que sirve de guía, de estrella polar, a don Quijote:

«Impulso hacia lo heroico, sentimiento del honor, sed de gloria, amor idealizado, lealtad acrisolada y fervor religioso, son notas esenciales o ingredientes constitutivos del valor de lo caballeresco, tal como lo realiza don Quijote. Todo el afán de ejercitar su voluntad sobre su contorno, todas sus esperanzas de reformador, provienen de su intuición de los valores espirituales en cuyo favor sacrifica todo valor vital. Op. cit., pág. 151.

De acuerdo con esta perspectiva, el autor llega a afirmar, parafraseando a Nicolai Hartmann, que en don Quijote el deber-ser de los valores se transforma en un deber-hacer, lo que en don Quijote se verifica especialmente en la medida en que el valor de lo caballeresco se erige en rector de su vida, al señalarle, como ideal que es, un rumbo para seguir. Como bien se ve, la interpretación que nos ofrece el cervantista mejicano no es más que la interpretación filosófico-romántica pero reexpuesta a la luz de la filosofía de los valores. La concepción filosófico-romántica del Quijote adquiere una tonalidad axiológica, en virtud de la cual la categoría del valor de lo caballeresco y la constelación de valores asociados constituyen el núcleo esencial del cual depende la comprensión del sentido de la novela y el ideal que gobierna el pensamiento y acción de su protagonista.

Lo verdaderamente asombroso es que Basave Fernández del Valle necesite remitirse a la teoría de los valores para desayunarse con la conclusión obvia de que el valor fundamental de don Quijote es el valor caballeresco. ¿Acaso se añade siquiera un átomo más de luz a la comprensión del Quijote por el hecho de que el autor se entregue a elucubraciones filosóficas sobre la existencia, naturaleza, conocimiento y realización de los valores como preludio de su proclama de que el valor de lo caballeresco es el valor a la luz del cual adquiere sentido la novela y la historia de su protagonista?

Como todos los exegetas filosófico-románticos de Quijote, el cervantista mejicano, luego de insistir en ver en don Quijote la reivindicación del valor del esfuerzo, del mérito del sacrificio, la fe en el ideal y en el triunfo de la justicia final, la lucha contra la adversidad para moldear la vida material conforme al orden ideal, se ve obligado a abordar el fracaso de don Quijote y lo hace atribuyéndole la idea de que a don Quijote no le interesaba el éxito (op. cit., pág. 27).

El autor, que juega con la idea de que don Quijote es a la vez símbolo universal de la humanidad y símbolo particular de los países hispánicos, no duda en atribuir semejante idea también a éstos: «La generosidad del alma y el desprecio del éxito es algo muy quijotesco e hispánico» (op. cit., pág. 148). Lo que verdaderamente importa para don Quijote y para las gentes hispánicas es la obra y el esfuerzo producido, aunque estos se vean coronados con el fracaso. De este modo don Quijote queda justificado como héroe esforzado a pesar de sus fracasos.

Pero no es verdad que don Quijote piense de esa manera: a él le importa el éxito y lo aprecia. Aunque loco, don Quijote conoce muy bien, por decirlo a la manera de Basave Fernández del Valle, el sistema de valores caballeresco y sabe muy bien que entre ellos está el aprecio del éxito. Es consustancial a un caballero andante la realización de grandes hazañas; parafraseando al propio don Quijote, para quien un caballero andante sin amores era incomprensible, se puede decir igualmente que un caballero andante sin hazañas es como un árbol sin hojas o cuerpo sin alma. En su excelente disertación sobre la trama argumental de los libros de caballerías don Quijote manifiesta que sólo la realización exitosa de aventuras o hechos podrá cobrar nombre y fama suficiente para llegar a ser conocido por sus obras por algún gran monarca que lo acoja en su corte y al servicio del cual, como Amadís al servicio del rey Lisuarte, pueda acabar nuevas aventuras o culminar nuevos grandes hechos, que lo convertirán en merecedor de importantes recompensas (cf. I, 21, 193-6). No es de extrañar que el propio don Quijote, que ocasionalmente duda de sus propias realizaciones, se tome más en serio su creencia de que verdaderamente es un caballero andante cuando es acogido en el palacio de los Duques a la manera de los caballeros andantes de la literatura caballeresca.

Más acertado está Basave cuando, al hablar de la epistemología de don Quijote, sin dejar de reconocer que éste inviste a la realidad de imaginación, que suplanta la realidad por la fantasía o que la interpreta transfigurándola, declara que nada tiene que ver aquélla con el idealismo de Berkeley o de Kant. Con buen criterio afirma que el sedicente caballero no es «ningún subjetivista que niegue la realidad extramental o la considere incognoscible» (ob. cit., pág. 87).

Asimismo el autor trata de trazar una analogía entre el pensamiento de don Quijote y el de Fichte y Maine de Biran. La propia autoconcepción de don Quijote como un caballero de esforzada voluntad, de un ánimo inextirpable («Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible»), le facilita la tarea, en la cual se inspira además en el trabajo de Francisco Romero «Don Quijote y Fichte» (cf. la revista argentina de Buenos Aires Realidad. Homenaje a Cervantes, Septiembre y Octubre, 1947), aunque el primero que llamó la atención sobre ello fue Ortega en su «Meditación del Escorial» (1915), como ya vimos en su momento (véase El Catoblepas, nº. 99, Mayo de 2010). El autor admite el paralelismo entre la concepción cervantina de don Quijote como un centro de esforzada voluntad para quien no hay otro modo de existencia que la contienda con el mundo y la doctrina de Fichte sobre el yo que se afirma también en lucha con el no-yo. «En ambos, afirma Basave, el no-yo se ofrece como motivo o campo propicio para que el yo obre y sea» (op. cit., pág. 98). Basave no quiere extremar, sin embargo, el paralelismo y señala dos importantes diferencias entre el pensamiento de don Quijote y el de Fichte: la primera es que mientras en Fichte el yo es un yo puro, en don Quijote se trata de yo de carne y hueso; y la segunda es que, mientras en el filósofo alemán el yo es la base de una metafísica idealista, en que el yo es la raíz de toda realidad, no sucede lo mismo en el caso de don Quijote. En palabras de Basave:

«Entre don Quijote y Fichte median capitales diferencias. Para don Quijote, individualista hasta los tuétanos, no hay ningún yo puro sino millones de personas de carne y hueso. Aunque su locura forje un mundo ‘ad hoc’, no se puede decir que sienta que su yo empírico es la raíz del ser y resuelva en sí todo el ser». Ibid.

El cervantista mejicano encuentra una mayor similitud entre don Quijote y Maine de Biran, en la medida en que, según el filósofo francés, el yo que se afirma en un esfuerzo de resistencia frente a las cosas es una persona concreta y no un yo puro como en Fichte:

«El yo de que habla Biran –y que se intuye inmediatamente como esfuerzo voluntario- no es una entidad universal (como el yo puro de Fichte) sino actividad de la persona concreta, que tiene un tono interior, que se vive. El espíritu es actividad… Por el esfuerzo voluntario adquirimos conciencia de nuestro yo y sentimos la resistencia que nuestro organismo (no-yo) opone al yo. Don Quijote no podría conocerse como fuerza espiritual si no actuara sobre una realidad que se le resiste; la conciencia de la propia espiritualidad le es dada a su yo por la resistencia que le presenta lo material». Op. cit., págs. 98-99

Se pueden buscar todos los paralelismos que se quieran entre don Quijote y Fichte o Maine de Biran. Pero lo que no cabe es buscar en don Quijote la personificación de una filosofía del yo afín a la de Fichte o a la de Biran. El hidalgo manchego no encarna una filosofía del yo activo porque sea un centro de voluntad esforzada; simplemente lo es porque su creador ha de dotarle de semejante rasgo de personalidad para poder parodiar mejor los héroes de los libros de caballerías, los cuales eran arquetipos de un ánimo esforzado. ¿Qué mejor burla cabría hacer de unos héroes de tan poderosa voluntad que podían acometer exitosamente hazañas descomunales que la voluntad esforzada, pero inútil de un sedicente caballero incapaz de realizar hazaña alguna? Además, es ridículo pretender ver en la voluntad de esfuerzo de don Quijote la expresión simbólica de la doctrina del yo activo de Fichte o de Biran, cuando el motor de esa voluntad es la locura y su resultado el fracaso. Se trataría, en todo caso, de una parodia de semejante doctrina.

En una línea de reacción más potente contra la interpretación del pensamiento de Cervantes en el Quijote podemos situar a Anthony Close en La concepción romántica del Quijote (1978 y 2005). Es curioso que mientras en el campo historiográfico la obra de Castro ha sido objeto de atención crítica por parte de muy diferentes autores, en cambio nadie se ha ocupado de emprender un examen crítico sistemático de las tesis de Castro sobre la interpretación del pensamiento de Cervantes. Sí había suscitado reacciones adversas el supuesto erasmismo de Cervantes en el ámbito del pensamiento religioso. Pero nadie se había molestado en estudiar críticamente el conjunto del ensayo de Castro sobre el pensamiento de Cervantes, al que también cabe atribuir una posición determinada en poética o filosofía de la literatura, en epistemología, una visión cosmológica y un pensamiento moral.

El primero en hacerlo, aunque de una forma sintética, ha sido el cervantista británico Close, quien dedica a ello precisamente un capítulo de su libro (cf. op. cit., págs. 225-250, especialmente págs. 237-248). Por lo que respecta a lo primero, le reconoce a Castro el mérito de haber entendido que Cervantes conocía la poética del Renacimiento italiano y que hizo un uso provechoso de ésta, pero le reprocha el haber utilizado la dicotomía aristotélica entre poesía e historia como base de una reexposición de la concepción romántica del Quijote, sin más que sustituir el simbolismo filosófico-romántico de lo ideal y lo real por el de la poesía y la historia.

Más duro, si cabe, es en lo demás. Rechaza totalmente la interpretación relativista del pensamiento de Cervantes, así como el retrato epistemológicamente subjetivista e idealista de éste. Asimismo impugna la atribución a Cervantes de una idea de la naturaleza supuestamente panteísta e inmanentista, para adjudicarle más bien una idea trascendentista en que la naturaleza aparece como una extensión o instrumento del poder de Dios, muy afín, por lo demás, a la de autores españoles del siglo XVI, como la de fray Luis de Granada en su Introducción del símbolo de la fe. Finalmente, recusa con la misma contundencia la consideración del naturalismo determinista e incluso fatalista como base del pensamiento moral de Cervantes.

En fin, Close tiene por desacertado buena parte de lo que Castro afirma sobre el pensamiento de Cervantes, sobre el Renacimiento español y el Renacimiento en general, lo que no le impide admitir que El pensamiento de Cervantes ha ejercido una influencia enorme, que califica de «arrasadora», sobre los críticos posteriores, una influencia que se debe, según él, en parte a la razón negativa de que los críticos literarios no tienen un buen conocimiento de la historia de las ideas filosóficas, pues no suelen ser también historiadores de las ideas, y, en parte, a la razón positiva de que Castro empleó de forma pionera varios procedimientos críticos que resultaron ser fructíferos (cf. sobre esto último op. cit., págs. 227-230).

 

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