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El Catoblepas, número 158, abril 2014
  El Catoblepasnúmero 158 • abril 2015 • página 10
Artículos Cine

«La misión» y «Manto negro»: Teología de la liberación, relativismo cultural e indigenismo

Miguel Ángel Navarro Crego

Presentamos un análisis filosófico de la mitología representada en ambas películas y de las ideologías que se ejercen.

La Misión

En memoria de los recientes mártires Cristianos

“En el principio existía la Palabra
y la Palabra estaba con Dios,
y la Palabra era Dios.
Ella estaba en el principio con Dios.
Todo se hizo por ella
y sin ella no se hizo nada de cuanto
existe.
En ella estaba la vida
y la vida era la luz de los hombres,
y la luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la vencieron”.
(Evangelio según San Juan. Capítulo 1º, versículos 1-5).

«Los antropólogos ponen un gran énfasis en el punto de vista conocido como relativismo cultural, lo que significa que se hallan comprometidos en la tarea de intentar comprender cómo se les representa el mundo a las gentes de diferentes culturas sin permitir que interfieran sus propias creencias y preferencias. Esto no significa que los antropólogos sean igualmente tolerantes con todas las culturas y subculturas.

Como todo el mundo, los antropólogos también se forman juicios éticos sobre el valor de las diferentes clases de pautas culturales. No hay por qué considerar el canibalismo, la guerra, el sacrificio humano y la pobreza como logros culturales valiosos para llevar a cabo un estudio objetivo de estos fenómenos. Nada hay de malo en tratar de estudiar ciertas pautas culturales porque se desee cambiarlas. La objetividad científica no tiene su origen en la ausencia de prejuicios -todos somos parciales-, sino en tener cuidado de no permitir que los propios prejuicios influyan en el resultado de la investigación.« (Marvin Harris. Introducción a la antropología general. Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 168).

Cardenal Altamirano: ¡Y tenéis el valor de decirme que esta matanza era necesaria!...

Hontar: No tenías elección Eminencia,…Tenemos que trabajar en el mundo,… y el mundo es así.

Cardenal Altamirano: No, señor Hontar. Nosotros lo hemos hecho así… Yo lo he hecho así…

Cardenal Altamirano: Así pues, vuestra Santidad, ahora vuestros sacerdotes están muertos y yo sigo vivo, pero en verdad soy yo quien ha muerto y ellos son los que viven. Porque como ocurre siempre, el espíritu de los muertos sobrevive en la memoria de los vivos. (La Misión. Roland Joffé).

Chomina: Ropa Negra, ¿qué ver en sus sueños?

Padre Laforgue: No puedo soñar.

Chomina: ¡Sueñe!, sino ¿cómo ve el camino?

Padre Laforgue: Pongo mi confianza en Dios. Él me guiará hasta el Paraíso.

Chomina: Tu no ver Paraíso. No hay que rendirse a la muerte. Mundo ser sitio cruel. Pero es la luz del sol…

Annuka: Eres un gran guerrero.

Chomina: Soy tan estúpido y codicioso como hombre blanco. --¡Vete!-- El Manitú hembra me está esperando…

Padre Laforgue: Chomina, ¡me oyes!, mi Dios te ama… (Manto Negro. Bruce Beresford).

Manto negro

Introducción metodológica

Mostramos aquí un comentario crítico de un par de excelentes películas para el gusto de quien esto escribe. Se trata de dos obras creo que bastante conocidas por el público español, pues la primera tuvo mucha notoriedad cuando se estrenó y tal vez, entre nosotros, no tanto la segunda.

Ambos filmes tienen como característica semejante el abordar un mismo horizonte histórico y una misma problemática, a saber: los primeros intentos de colonización y por ende de asimilación cultural y religiosa (aculturación), con referencia explícita en este contexto a la obra misionera católica de la orden jesuita.

Mas, y esta es nuestra primera tesis, cometeríamos un grave error de perspectiva si pensásemos que se trata de cine histórico o con pretensiones de ilustración histórica, y esto, precisamente, porque como ya hemos reflexionado en otros artículos publicados en esta revista, el cine es, entre otras cosas no menos complejas, Mitología. ¡Si señor!, Mitología con mayúsculas.

Esta idea nosotros ya la hemos estudiado en el Western, y no sólo en el de John Ford, y la desarrollamos en nuestra reciente conferencia sobre «El Western como mitología del Imperio estadounidense», en lo que éste tiene de generador y sustentador de Occidente después de la IIª Guerra Mundial. Aunque, dicho sea de paso, su capacidad de «generar» se asiente sobre la eliminación de los restos del imperio español en Norteamérica y sobre la despiadada depredación y destrucción de un montón de tribus y culturas indígenas, que se vieron sometidas en primer lugar a una política de deportación más allá de la Frontera Civilizada (hacia la Wilderness), luego simplemente exterminadas en el Oeste (el mítico Far West) en un sinfín de desiguales «Guerras Indias», y por último, los pocos supervivientes confinados en estériles reservas. Hay que recordar también que el Western como mitología explora, como uno de sus temas estrella, este legado, «acicalándolo», presentándolo ideológicamente (y muchas veces de forma crítica e incluso hipercrítica), para mayor gloria y eutaxia de dicho Imperio.

Pero las obras que ahora nos ocupan son dos trabajos de tesis, pues sus guionistas y directores buscaron elaborar productos con una carga de reflexión teórica notable e incluso superior a las de creaciones cinematográficas parecidas. Recuérdense «Bailando con lobos» (Kevin Costner, 1990), «El nuevo mundo» (Terrence Malick, 2005), o «Apocalypto» (Mel Gibson, 2006). Decimos esto porque así lo reconocen sus autores en las crónicas y entrevistas periodísticas hasta ahora escritas, pero sobre todo lo sostenemos porque desde las coordenadas del Materialismo Filosófico, las mismas que empleamos en nuestro libro «Ford y el «Sargento negro» como mito. (Tras las huellas de Obama)», las relaciones entre Mitología e Ideología en el ámbito de la Cinematografía son precisas pero a la vez fluidas y pueden (y deben) ser reconstruidas.

Nos acogemos pues a los santos patronos de la Filosofía: Platón y Aristóteles. Pues ellos fueron los primeros que pusieron nombre al Mito y por ende los primeros que reflexionaron sobre la Mitología, como desde enfoques distintos nos recuerdan Marcel Detienne y Luc Brisson.

Así pues los mitos, como relatos inverificables pero verosímiles en ciertos aspectos, no se asientan sobre la Historia con mayúsculas (la ciencia Histórica académica), y esto aun suponiendo que guionistas y directores la hayan estudiado (como le pasaba a Ford cuando preparaba sus westerns), para mejor calibrar dicha «·verosimilitud» y para, complementando ello con una excelente producción (atrezzo realista, excelente dirección de actores y puesta en escena, espléndida banda sonora que subraya los momentos más emocionales del film, etc.), llevar a los espectadores a las «aguas» de la ideología que se pretende ejercer. Pues la Mitología es representación como realidad segundogenérica y la Ideología se ejerce como realidad terciogenérica, y en este sentido esencial (siguiendo a Frege y Husserl reconstruidos desde los Ensayos materialistas de Gustavo Bueno).

Pero la cuestión es aún más compleja, pues en las películas a las que nos referimos los mecanismos platónicos de la «mimesis» y de la «participación», que hacen que el espectador sea conducido sin estridencias a una «anagnórisis» y por último a una «catarsis» que tan bien estudió Aristóteles en su Poética, se elaboran con la suficiente maestría como para que un público vulgar pero cultivado pueda identificarse en principio con la fábula, es decir con el mito que se nos representa.

Pero por eso también filosofar, que como a veces se ha dicho supone primero la vida (Descartes) y por ende las «vivencias» (Dilthey), implica necesariamente poner en entredicho el mundo del «pathos». O lo que es lo mismo, que es necesario buscar las ideas que operan en las películas y detrás de ellas a partir de las junturas naturales de las mismas (diríamos sus «partes formales»), y esto por no salirnos del ideario platónico.

Si estas dos películas, como en general todo el cine, no son Historia ni Historiografía (Historia de la Historia), que son géneros del saber propios de la Academia Universitaria, es porque se articulan sobre guiones novelísticos que son un híbrido entre «historias de la historia» (relatos que remiten a la oralidad primaria como fuente de ficción) e «historias de la Historia o partir de la Historia» (aquí lo que en literatura se clasifica como «Novela histórica»). Híbridos pues, que como fábulas que son (el Mythos propiamente dicho en el sentido que le da el estagirita), remiten y apelan a las imágenes (aisthesis, eikasía) y a las creencias (pístis), primer y segundo grado en la escala del saber según la platónica alegoría de la caverna. Pues en el cine late, tanto en su narratividad mimética como diegética, la «semilla inmortal» (como con certeza han matizado Jordi Balló y Xavier Pérez). Y esa semilla es la semilla del «Érase una vez…» o, por poner el ejemplo más clásico posible, del «Canta, oh diosa, la cólera del pélida Aquiles…» Y es que el mundo de lo fílmico es sobremanera el mundo de las imágenes arquetípicas que nos apasionan y que podemos evocar e iluminar desde nuestras opiniones, como en un «eterno retorno» en mutua realimentación (como ya así lo reconocía el propio Nietzsche tratando sobre el origen de la tragedia).

Más allá del contexto

Es muy cierto que hubo misiones jesuitas en tierras guaraníes, una Guerra Guaraní en 1756, también llamada Guerra de las Siete Reducciones, entre las tribus de las mismas y las fuerzas conjuntas luso-españolas. Y ello como resultado del Tratado de Madrid, que establecía una nueva línea de demarcación entre el territorio colonial español y el portugués en América del Sur. El límite instaurado entre las dos naciones era el río Uruguay, poseyendo ahora Portugal la tierra al este del mismo. Las siete misiones que allí se encontraban, conocidas como la Misiones Orientales, iban a ser desmanteladas y vueltas a poner en el lado occidental, el español. Dichas misiones tenían por nombre San Miguel Arcángel, Santo Ángel Custodio, San Lorenzo Mártir, San Nicolás, San Juan Bautista, San Luis Gonzaga y San Francisco de Borja. En 1754 los jesuitas rindieron el control de las misiones, pero los guaraníes dirigidos por Sepé Tiarayú se negaron a cumplir la orden de traslado. Resultaron fallidos los intentos realizados por la fuerza y por el ejército español en 1754 para mover a los guaraníes. En febrero de 1756 un ejército combinado de 3.000 soldados españoles y portugueses atacó los asentamientos. El resultado fue la muerte de 1.511 guaraníes mientras que los europeos sufrieron sólo 4 bajas. En el conflicto se ocuparon las siete misiones. Más tarde España y Portugal anularon el tratado de 1750 en el Tratado de El Pardo (1761) y España recuperó el control de las siete misiones y su territorio circundante. Pero la política regalista de Carlos III, en el marco de un absolutismo inspirado en el Despotismo Ilustrado, era incompatible con el proyecto de vida y evangelización jesuita. A los jesuitas se les percibía como un contrapoder, un Estado dentro del Estado y como los instigadores de la resistencia indígena. Así, tanto España como Portugal (con el Marqués de Pombal) expulsaron a los jesuitas de sus dominios e insistieron a la Santa Sede para que la Orden fuera disuelta. El papa Clemente XIV accedió a ello en 1773.

Todo esto, grosso modo, no lo ponemos en duda. Cualquier persona puede leerlo en una enciclopedia digital. Pero nosotros estamos tratando de analizar una película, una realidad cinematográfica con su mitología y su ideología.

Así La Misión es una fábula en la que se aúna el tesón evangelizador de los jesuitas, con el Padre Gabriel a la cabeza (Jeremy Irons) que se crece ante las adversidades, como el martirio de un compañero con el que se abre el filme, subrayando también míticamente su labor pedagógica de acercamiento a los nativos. Es el clásico mito de Orfeo que amansa a las fieras y tranquiliza a los hombres. Ya tenemos aquí, y para decirlo desde la Antropología filosófica del Materialismo de Bueno, una comunión perfecta entre el «eje circular» (relación de hombres con hombres) y el «eje angular» (relación de hombres con númenes, que dicho sea de paso pueden ser otros hombres que no se perciben en principio como tales).

Pero hay más, la figura de Rodrigo Mendoza (Robert De Niro), el cazador de indígenas para venderlos como esclavos (trasunto de los famosos bandeirantes portugueses), contribuye a dar el tono melodramático que necesita todo buen relato si ha de llegar y conmover el alma irascible del espectador. Su amor por Carlota, la traición de su hermano Felipe, la muerte de éste en un arrebato que casi no llega a ser un duelo, forman parte de la peripecia personal de quien ha de expiar su pasado de traficante y fratricida, abrumado por la culpa y redimido en su nuevo rol de jesuita fiel pero aguerrido. Es ahí, y como no podía ser de otra forma, donde la película se transmuta en un canto a lo universal. Pues lo universal, recordémoslo, «consiste en que a determinado tipo de hombre corresponde decir o realizar determinada clase de cosas según la verosimilitud o la necesidad. Tal es la meta a la que aspira toda poesía, aunque imponga nombres a sus personajes. Lo particular, en cambio, consiste en narrar lo que hizo o lo que le ocurrió a Alcibíades» (Aristóteles. Poética, 1451b). Y claro, Alcibíades es un personaje histórico real como lo es el Borbón Carlos III, pero Rodrigo Mendoza sólo es un ente de la ficción literaria y fílmica, aunque bien verosímil dentro de nuestra apasionada y desgarrada imaginería católica.

Mas lo que da sentido al filme desde nuestro presente, el presente en el que se rueda éste, es la ideología que se ejerce y que le da forma. Y ésta no es otra que la de la Teología de la Liberación. Sólo desde estas coordenadas se entiende el subrayado del «comunismo evangélico» que predica uno de los jesuitas que es preguntado por el Cardenal Altamirano, admirado ante la prosperidad de las misiones. Sólo quien ya simpatiza con la Hispanoamérica sometida y que se enfrenta en desigual batalla a los poderes militares y políticos títeres --repúblicas bananeras-- de los intereses del Gran Capital estadounidense y sus agencias de inteligencia, espionaje y extorsión, puede, admirando la labor de los jesuitas en este mundo terrenal, resaltar la trágica conciencia de quien sometido a los «arcana imperii» se siente último responsable de aquellas matanzas; en este caso el propio Cardenal Altamirano.

Yo pienso que esta es la composición de lugar que se hacen los realizadores de esta extraordinaria película. Pues seguro que no encuentran objeción (subrayando precisamente lo «universal» como afirmó Aristóteles), en cotejar la muerte en la ficción de los jesuitas con el martirio de tantos sacerdotes que en los años setenta y ochenta del siglo XX fueron asesinados en las naciones Hispanoamericanas (como el sacerdote asturiano Gaspar García Laviana en su enfrentamiento armado con las huestes somocistas en Nicaragua).

Pero también es evidente que el hecho de que este mensaje sea entendido como oscurantista o esclarecedor dependerá de la propia ideología de quien vea el filme. En todo caso tanto la fábula o argumento, los caracteres, el lenguaje, el pensamiento, la música (un sublime Ennio Morricone) y el espectáculo, cooperan al unísono para elaborar un excelente mito, una excelente película en sentido platónico-aristotélico.

Asimismo y por referirnos ahora al Manto Negro, también es históricamente verdadera la fundación en tierras canadienses y a orillas del río San Lorenzo de Quebec, en 1608 por el viajero y explorador francés Samuel de Champlain (entre 1567 y 1580 - 1635). Como también son ciertas sus alianzas con las tribus Hurón, Montagnais y Algonguina, y su enfrentamiento, arcabuz de mecha en mano, con los belicosos iroqueses. Y lo son los intentos de cristianización de dichos pueblos por parte de los jesuitas. Unas culturas que se encontraban en el Salvajismo Medio, para decirlo en los términos de la clásica antropología evolucionista (Tylor, Morgan y Engels).

Ahora bien, lo que nos interesa desde la óptica filosófica desde la que afrontamos el cine es el esfuerzo narrativo por parte del director y del guionista (Brian Moore, que además escribió la novela que sirve de base al largometraje). Narración en la que se nos presentan unos carismáticos personajes llamados en principio a un total desencuentro.

El padre Laforgue (Lothaire Bluteau) que ha dejado a su madre, a su Francia natal y una carrera civil o eclesiástica en la metrópoli mucho menos esforzada y riesgosa, es llamado por su vocación a predicar el mensaje del Dios cristiano: de su amor, su perdón y su paraíso. Por eso no comprende la ambición de sus paisanos en esos nuevos parajes, que codician las pieles de los animales con las que enriquecerse en un incipiente comercio con los indios de índole mercantilista (lo que serían los inicios de un Imperio colonial depredador en manos de franceses y más aún de los holandeses).

Pero el jesuita, el «ropa negra» como lo identifican los nativos, comprende aún menos a unas tribus que, viviendo en pleno animismo y totemismo, adoran a los animales que cazan y a las indómitas fuerzas de una naturaleza con la que conviven en difícil equilibrio ecológico (según el «Materialismo Cultural» de Marvin Harris). Estos pueblos, que son cazadores-recolectores, están en constante gresca, practican los sacrificios humanos, las luchas y torturas (como la primitiva forma de la «carrera de baquetas»). Y ello en el contexto de un «comunismo primitivo» incomprensible e inaceptable para el padre Laforgue y que corriendo el tiempo será exaltado por tantos viajeros (los famosos «coureur des bois», tramperos, muchos de ellos mestizos), que tanto influirán en el incipiente romanticismo de Rousseau y su mítico pero falaz «buen salvaje».

Para los indígenas también es incomprensible el mundo de la palabra escrita (algo diabólico), y que tras la muerte en el paraíso cristiano no haya solaz sexual con las mujeres ni un buen tabaco que fumar.

Mas la presencia de lo numinoso se matiza de forma magistral en el filme, pues el jesuita queda sobrecogido, casi aterrorizado, en la plenitud del bosque, con sus luces, sombras y brumas, su soledad y sus sonidos montaraces. Y ello lo mismo que si estuviera ante la esplendidez de la catedral de Chartres. Además los algonquinos a los que acompaña y que se han comprometido ante Champlain y sus regalos a guiarlo en su labor predicadora hasta los poblados hurones de estas tierras, sienten su presencia como la de un mal espíritu, como la de un demonio al que no saben cómo conjurar. El mundo religioso del chamán de la tribu (Mestigoit) y el del padre Laforgue es en principio incompatible y no hay ni un solo elemento de intersección. Y aunque Chomina, el líder tribal, abandona momentáneamente a su suerte al jesuita, sabe de la honorabilidad que implica la palabra dada y de las represalias de Champlain y sus armas de fuego por no cumplirla. Cuando por ir al rescate del padre son atacados por los iroqueses y muere la esposa de Chomina y su hijo pequeño es asesinado una vez hechos prisioneros, comienza a imponerse un acercamiento más allá de las creencias.

En la película se igualan desde el Relativismo Cultural y ante la inminencia de la muerte, los cantos fúnebres del guerrero indio y el «Ave María» de Tomás Luis de Victoria que entona el jesuita. Este proceso dialéctico y por ende trimembre, se ve complementado de forma también muy clásica por el vínculo de amor interracial que, tras la atracción sexual, surge entre Annuka, la joven hija de Chomina, y Daniel, el acompañante del religioso. Se produce además un contacto cultural que influye incluso en las formas de practicar el coito (la posición del «misionero» frente a la más primitiva «a tergo»).

Finalmente, en la huida de sus captores iroqueses y tras la muerte de Chomina que espera con sosiego a Manitú, en un extraño paraje que ya ha tiempo que ha visto en sus sueños, el padre Laforgue va rompiendo su rígido etnocentrismo religioso y cuando llega al gélido poblado hurón no promete nada que de forma inherente implique la aceptación acérrima del Dios cristiano. Así, informa a los hurones que el bautismo no los curará de la epidemia de viruela (que los propios blancos llevaron a América). Pero ellos, con su cabecilla al frente, consienten, porque por fin comprenden que son amados por este extraño ser de «ropa negra», que es reconocido como humano cuando llora…, cuando siente aflicción.

Por nuestra parte sólo nos queda atestiguar que estamos ante otra gran película, que en este caso apuesta por el relativismo frente al rígido esencialismo cultural, pero con un claro mensaje abierto al multiculturalismo o mejor aún al relacionismo cultural y a la posibilidad de un interculturalismo con guiños indigenistas, asentado en la valoración común (lo «universal» de nuevo) de la dimensión afectivo-sentimental de la existencia humana.

Bibliografía

NOTA: Nos remitimos principalmente a los libros y artículos ya mencionados por nosotros en otros trabajos publicados sobre Filosofía del Cine en esta revista. Pero también citamos las siguientes obras de forma orientativa:

Aristóteles. Poética. Editorial Bosch, edición bilingüe. Barcelona, 1996. (Texto, Noticia Preliminar, Traducción y Notas de José Alsina Clota).

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Navarro Crego, Miguel Ángel. «Las relaciones interpersonales en Sergeant Rutledge (El sargento negro), de John Ford: una visión platónico-aristotélica». Cuadernos de Información y Comunicación (CIC), Vol 14. Director. Felicísimo Valbuena de la Fuente. Facultad de Ciencias de la Información. Universidad Complutense de Madrid. Madrid. 2009, pp. 233-250.

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