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El Catoblepas, número 157, marzo 2015
  El Catoblepasnúmero 157 • marzo 2015 • página 6
Filosofía del Quijote

La moral de Cervantes: la libertad de amar y de matrimonio

José Antonio López Calle

Octava parte del examen crítico de la interpretación de Castro del pensamiento moral de Cervantes. La interpretación de Américo Castro del pensamiento del Quijote y de Cervantes en general (XIII)
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (33).

La moral de Cervantes: la libertad de amar y de matrimonio

En este asunto anda Castro más acertado. Concedemos de buen grado que Cervantes aboga por la libertad de la mujer tanto de amar como de casarse, aunque no nos satisfacen algunos de los fundamentos sobre los que se apoya para atribuir a Cervantes la defensa de la libertad de la mujer para casarse. Nuestro propósito aquí no es, pues, como en tantos otros lugares, impugnar las tesis de Castro sino poner de manifiesto las deficiencias de su análisis, reforzar su argumentación e introducir más claridad en el tratamiento del asunto. Empecemos por esto último.

Castro habla indistintamente de libertad de amar o de libertad de casarse y ciertamente se trata de dos cuestiones estrechamente vinculadas entre sí en la realidad de la época cervantina: la libertad de amar como libertad de escoger el hombre a quien amar venía a equivaler a elegir al hombre con quien casarse, pues era impensable una relación que se agotase en el amor entre una mujer y un hombre al margen de o sin matrimonio como su consecuencia inmediata; no cabía el amor sin matrimonio. Sin embargo, Cervantes, aunque aborda principal y abundantemente la libertad de amar como libertad de escoger marido, también se ocupa de una cuestión previa, que es la libertad de amar o no amar, esto es, la libertad, no ya de, colocada en el trance de tomar estado, de amar a quien se quiera para casarse, sino la libertad de no amar en absoluto y, por tanto, de no casarse. Esto es, Cervantes no sólo defiende, contra lo que sugiere Castro, que la mujer escoja a quien ame en vista del matrimonio, sino también la libertad de la mujer de vivir como soltera, una posibilidad abierta en su tiempo sólo para las mujeres que o bien tomaban los hábitos de monja o que, por diversas circunstancias de la vida, se quedaban solteras.

Pues bien lo que Cervantes defiende es que la mujer pueda elegir una forma de vida al margen del matrimonio, sin necesidad de hacerse monja para ello o de que le venga impuesto por hechos perentorios que escapan a su control o decisión. Quien mejor representa este género de libertad es, sin duda, el personaje del Quijote Marcela. Castro, como tantos otros, insiste correctamente en que ella se yergue como adalid del amor voluntario y no forzado por nadie, ni por los padres ni por quienes se presentan como amantes, por el amor libremente correspondido, de forma que la mujer no tenga por qué amar a quien dice amarla, como le sucede a Marcela con Grisóstomo, quien la censura por no corresponderle como si ella estuviera en la obligación de amarlo por el simple hecho de que él la ama y que porfía en seguir queriéndola a pesar de que ella le ha advertido que no le quiere; hasta aquí Marcela se muestra como buena discípula de su tío cura, quien, habiéndose quedado huérfana su sobrina desde su temprana niñez, se ocupó de su educación y le había inculcado la idea de que no habían de casar los padres a sus hijos contra su voluntad, e incluso intentó, acomodándose a su propia doctrina, casarla contando con su consentimiento, aunque sin éxito, alegando como justificación, cada vez que su tío le rogaba que se casase y escogiese a su gusto marido, que «por entonces no quería casarse y que, por ser muchacha, no se sentía hábil para poder llevar la carga del matrimonio» (I, 12, 107).

Pero Castro no percibe que Marcela desborda el marco precedente para plantear algo más radical: no ya el que una mujer no tenga que estar obligada o forzada a corresponder al amor de un hombre, sino el hecho de que una mujer no tenga por qué amar a alguien, el que una mujer, en definitiva, no ame a ningún hombre («No quiero ni aborrezco a nadie», dice la propia Marcela) y pueda llevar una vida libre de soltera. Tal es el camino elegido por Marcela, quien, luego de proclamar, en un magnifico discurso que nació libre, nos anuncia que escogió la soledad de los campos para vivir libre como pastora y recuerda a su auditorio, del que forma parte don Quijote, que a todos sus pretendientes les dijo que su intención no era la de escoger marido sino la de «vivir en perpetua soledad» (I, 13, 127).

Marcela no es el único personaje que se plantea una forma de vida libre e independiente al margen del amor y del matrimonio. Se trata de un tema muy del gusto de Cervantes que abordó ya al comienzo de su carrera literaria en su primera novela, La Galatea, donde crea un personaje del mismo género que Marcela, de la que constituye un precedente. Se trata de la desamorada pastora Gelasia, quien, como luego repetirá Marcela en su discurso, canta un soneto ante una audiencia de pastores y pastoras en el que reivindica la libertad de amar o, mejor dicho, de no amar de la mujer y de organizar su vida libre y bucólicamente en los campos fuera del cauce del amor y del matrimonio: «Libre nací, y en libertad me fundo» (VI, pág. 615). Tal es su proclama frente a quienes la acusan de ser desdeñosa e incluso cruel con sus pretendientes. Sin embargo, fuera de esa proclama, la defensa del amor voluntario y libremente correspondido se pone curiosamente no sólo en la boca de Gelasia, sino también de un varón, del discreto pastor Damón, quien utiliza fórmulas, como la de que el amor, el verdadero amor, «ha de ser voluntario y no forzoso» (III, pág. 370), que literalmente volverá a emplear Marcela.

Es legítimo plantear hasta qué punto esta extrema defensa de la libertad de la mujer de amar o no amar, de casarse o no casarse, es una pura fantasía literaria de su autor, un mero juego literario o una verdadera reivindicación. La reiteración del tema en momentos muy distintos de la carrera literaria de su autor, en su juventud y en la madurez vecina ya a la vejez, y la fuerza de convicción de la argumentación tanto en La Galatea como especialmente en el extraordinario discurso de Marcela en el Quijote, invitan a pensar que hay en ello algo más que un mero juego literario. Por otro lado, el ambiente campestre, conforme a los tópicos de la novela pastoril, en que Cervantes sitúa el planteamiento reivindicativo de Gelasia, así como el proyecto de ambas mujeres de entregarse a una existencia bucólica y solitaria, son tan fantásticos e inverosímiles en relación con la realidad de la vida de las mujeres en el tiempo de Cervantes, que nos hacen dudar del real alcance de las pretensiones de libertad reclamadas por Gelasia y Marcela, tan extremas para la época cuando transitan de la mera reivindicación de la libertad de elegir pretendiente para el matrimonio a la libertad previa de casarse o no casarse materializada en el mantenimiento del estado de soltera, sin por ello hacerse monja, la única posibilidad permitida a una mujer en aquel tiempo de esquivar el prácticamente obligado destino matrimonial que aguardaba a casi todas.

Pasemos de la libertad de casarse o no a la libertad de elección de pretendiente para marido y al rechazo de la costumbre de que los padres se encarguen de dar estado a los hijos. Sobre esto Castro, como ya vimos, alega varias citas bien traídas en que personajes diversos cervantinos expresan su opinión de que la mujer elija marido a su gusto. Pero lo que queremos discutir es el uso que hace Castro de las bodas de Camacho el rico con Quiteria la pobre en defensa de esa idea. Es un error, a nuestro juicio, intentar deshacerse de la apología de don Quijote de los matrimonios convenidos por los padres como un caso de ironía cervantina y pensar que el sedicente caballero manchego es, en realidad, partidario de que quede a voluntad de las hijas escoger los maridos por el simple hecho de que, cuando los partidarios de Camacho y los de Basilio el pobre, quien gracias a una ingeniosa treta consigue casarse con Quiteria y arrebatársela así a su rival rico, están en un tris de entablar batalla, don Quijote interviene para impedirlo declarando a grandes voces que no se puede tomar «venganza de los agravios que el amor nos hace».

Por lo que respecta a lo primero, no hay ironía alguna en las palabras de don Quijote; lejos de eso, se trata de un discurso en que expone con seriedad y convicción las razones que podría esgrimir cualquier persona de la época cervantina partidaria de los matrimonios arreglados, un discurso en que don Quijote da réplica a la opinión contraria de Sancho que éste acaba de expresar en que se manifiesta como defensor de que el matrimonio debe basarse en el amor mutuo de quienes libremente quieren casarse y en la paridad de condición, lo que le lleva a expresar su deseo, en congruencia con esta ideas, de que sea Basilio el que se case, y no Camacho, con la bella Quiteria. Don Quijote no desprecia o se burla de la opinión de Sancho, sino que se la toma en serio y frente a ello ofrece la suya que considera más sólida y acreditada

Por lo que respecta a lo segundo, la intervención de don Quijote para evitar la contienda entre los partidarios de Camacho y los de Basilio no se puede esgrimir como prueba de que aquél sea partidario de la libertad de elección de marido por las mujeres, ya que su intervención no tiene que ver nada con esta opinión. En efecto, don Quijote hace todo lo posible para impedir la refriega simplemente porque como caballero andante que se considera, su deber es actuar para impedir la batalla, una actuación legitimada además por el hecho de que, según su modo de pensar, en el amor o en las contiendas amorosas es legítimo recurrir al embuste, como ha hecho Basilio, para conseguir su objetivo de casarse con la mujer a la que ama, con tal de que ello no vaya en menoscabo de la honra de la mujer amada. Si Camacho hubiera sido el que utilizando o no un engaño el que hubiera conseguido casarse con Quiteria y los del bando de Basilio, despechado éste, se hubieran molestado por ello hasta el punto de sacar las armas contra Camacho y los suyos, don Quijote hubiera intervenido igualmente para abortar la pendencia, aun cuando en ese caso se tratara de un matrimonio concertado por el padre de Quiteria y aceptado por la hija más por obediencia a su padre que por consentimiento propio. Puesto que el amago de pendencia entre los partidarios de uno y de otro nada tiene que ver en su origen con el hecho de si la mujer ha de elegir o no marido a su voluntad, carece de sentido presentar a don Quijote como abogado de esta opinión, en contradicción con la propia previamente expresada en sentido contrario; el amago de batalla tiene su origen en que Basilio utiliza el embuste (finge haberse herido mortalmente para exigir en ese trance unirse en matrimonio con Quiteria, a lo que ella accede como último consuelo a quien se supone que está al borde de la muerte) para conseguir casarse con Quiteria, cuando ésta estaba a punto de desposarse con Camacho, y en que éste, que se tiene por burlado y agraviado, cree, y también el cura, lo que refuerza la opinión de Camacho, que un casamiento celebrado con engaño carece de validez. Don Quijote cree, como hemos visto, lo contrario, que en el amor vale todo, siempre que no se atente contra la honra de la persona amada, y de ahí su inmediata intervención para impedir el enfrentamiento entre los contendientes.

Así, pues, no cabe inferir de la actuación de don Quijote blandiendo la punta de su lanza para apaciguar los ánimos entre los contendientes de uno y otro bando que él o Cervantes sean partidarios del derecho de la mujer a elegir marido. Tampoco cabe inferirlo de la opinión expresa de don Quijote contraria a ello. Y tampoco ayuda la opinión de Sancho, que por cierto es bastante confusa por cambiante, por no decir contradictoria. Ya hemos dicho más arriba que su salida, nada más conocer la historia de Camacho, Quiteria y Basilio, en defensa de la libertad de elección de marido de la mujer según su gusto o voluntad y de que Basilio se case con Quiteria por el hecho de ser pariguales y de que bien se quieren, sin contar con más consentimiento que el de los que bien se quieren (II, 19, 691), provoca el pronunciamiento en sentido opuesto de don Quijote. Pero después de esto cambia de parecer y se declara a favor de Camacho: «El rey es mi gallo; a Camacho me atengo» (II, 20, 705), influido sin duda, según su propia confesión, por pensar que había de sacar más provecho de las ollas de Camacho que de las de Basilio, esto es, más beneficio de las riquezas del primero que de la pobreza del segundo.

Sancho es incluso incoherente aun medido con su opinión favorable al matrimonio libremente consentido entre iguales, sin injerencias paternas, pues cuando se trata, no ya del matrimonio de Basilio con Quiteria, sino de casar a su propia hija, ya no importa ni la libertad de los hijos, cuyo matrimonio ha de ser amañado por los padres, ni que su futuro marido sea de desigual condición social, sino que es deseable, contra lo que sostiene su mujer, que sea de alta condición social. La necesidad de que los padres arreglen el casamiento de las hijas y de casarlas con alguien de elevada posición social es lo que Sancho afirma en una inequívoca declaración en respuesta a su mujer: «A buena fe que si Dios me llega a tener algo qué de gobierno, tengo de casar, mujer mía, a Mari Sancha tan altamente, que no la alcancen sino con llamarla ‘señora’» (II, 5, 583). Por si esto último no estuviera claro, más adelante le anuncia a su mujer que «Sanchica ha de ser condesa» (II, 5, 584). Y por lo que respecta a lo primero, que es lo que más nos importa, el casamiento libremente consentido de los hijos sin interferencias paternas, Sancho pone énfasis en la primacía de la voluntad de los padres, en este caso la suya, sobre la de los hijos, de forma que éstos han de casarse con quienes los padres quieran y tal es lo que piensa hacer Sancho con su hija: «Y cásese a Mari Sancha con quien yo quisiere» (ibid.).

Si, pues, ni la opinión de don Quijote ni la de Sancho ni su actuación en el episodio de la bodas de Camacho nos ofrecen nada a que agarrarnos para poder decir si Cervantes era partidario o no de la libertad de la mujer para elegir marido, cabe plantearse si, aun a pesar de todo, queda algo en el relato de las bodas de Camacho en que apoyarnos para decidir la cuestión. Nuestra respuesta es que sí lo hay. Y lo hay en en la misma historia en su conjunto de Camacho, Quiteria y Basilio, en la manera como el narrador la conduce y en el desenlace que le da. Recordemos que la historia arranca del matrimonio concertado entre Camacho y el padre de Quiteria, sin el consentimiento de ésta, que ella, desde su más tierna infancia, ha correspondido al amor de Basilio, también enamorado desde la infancia de ella, que el padre de ella no hizo otra cosa que estorbar la relación entre ellos impidiéndole la entrada en su casa, pues prefería casarla con alguien, como Camacho, poseedor de una buena fortuna que con alguien pobre, como Basilio, aunque bien dotado por la naturaleza (posee excelentes cualidades físicas, agilidad y rapidez, es buen deportista y hábil en los juegos locales y un buen espadachín, amén de hábil e industrioso, como revelará con su artimaña para salirse con la suya y casarse con Quiteria teniéndolo todo en su contra), y que termina con el triunfo de Basilio. Parece evidente que lo que con este desenlace quiere mostrar el narrados es su preferencia por el amor libremente correspondido y el matrimonio basado en él que Basilio representa frente al matrimonio concertado representado por Camacho y el padre de Quiteria. Y el hecho de que, aun para triunfar sobre su rival, se vea obligado Basilio a una estratagema tan extrema que el narrador, a través de don Quijote da por buena, para conseguir su objetivo, revela hasta qué punto el narrador está dispuesto a defender el fuero del amor libremente correspondido, a pesar de la oposición paterna, contra los casamientos arreglados.

Además, esta argumentación se halla respaldada por el gusto de Cervantes por el relato de otras historias similares, en las que al autor le gusta mostrar la victoria del matrimonio contraído como fruto de un amor libremente correspondido frente a la imposición de los padres o los males a que conducen los intentos de los padres de arreglar los matrimonios de los hijos sin su asentimiento. Así, sin salir del Quijote y por mencionar casos que no menciona Castro, la historia de Luscinda y Cardenio es bien ilustrativa al respecto: la pretensión del padre de ella de casarla con don Fernando, sin contar con la voluntad de su hija que está enamorada de Cardenio, casi le cuesta la vida a Luscinda, que antes está dispuesta a morir que casarse con quien no quiere, y todo termina con el reencuentro de Luscinda y Cardenio y la victoria de su amor voluntario sobre el error del padre de ella de intentar imponerle un matrimonio no querido.

Otro tanto sucede con la historia de don Luis y Clara, aunque en este caso quien tiene problemas para casarse con quien libremente ama no es la chica, sino su pretendiente, hijo de un noble aragonés que se opone al matrimonio de su hijo con una plebeya, aunque hija de un magistrado; ante la oposición paterna los dos jóvenes amantes huyen, pero al final terminan saliéndose con la suya y sus padres aprobando su unión. No es ésta la única vez que Cervantes aborda el tema de los jóvenes amantes que, ante la oposición paterna, deciden huir para lograr su objetivo matrimonial. Así en El trato de Argel los enamorados Aurelio y Silvia se marchan de España dada la negativa repetidamente expresada por el padre de ella a autorizar el casamiento con su hija y se casan en el viaje, aunque ello les costará un cautiverio en Argel, del que lograrán salir libres; una historia parecida se cuenta en La gran sultana, donde los enamorados de turno son Clara y Lamberto (o Alberto), el cual la demandó por esposa al padre de ella y, como no salió con éxito de su intento, decidieron salir huyendo de sus casas, pero, con tan mala fortuna, que ella cayó cautiva de los turcos; él viaja en su busca hasta la capital del Imperio turco y, después de muchas peripecias, conseguirán allí, gracias a la mediación de la gran sultana, casarse y su liberación.

También vale la pena referirse a los amores de Ricardo y Leonisa en El amante liberal, novela en la que a Leonisa sólo la salva de casarse con Cornelio, el pretendiente elegido por sus padres para ella, el rapto que sufren ella y Ricardo por los turcos; pero tras las peripecias vividas por ambos entre los turcos, que les da la oportunidad de conocerse mejor y estrechar sus lazos, y su liberación, Leonisa, con la licencia de sus padres que por fin le reconocen la libertad de escoger, terminará eligiendo a Ricardo como marido, después de haber reconocido, al final de la novela, que en su inicial actitud hacia Cornelio había actuado guiada por la voluntad y orden de sus padres; a la postre, una vez más triunfa la libre elección de la hija sobre la voluntad de los padres, que también han aprendido la lección y se pliegan a la voluntad de su hija, hasta entonces sujeta a la de ellos.

En el Persiles tenemos varias historias de amor y matrimonio en que los jóvenes amantes triunfan frente a la imposición de los padres. Así la doncella Feliciana de la Voz logra casarse con un pretendiente escogido por ella, Rosanio, hijo de un hidalgo rico, contra la voluntad de sus padres que le imponen casarse con Luis Antonio, hijo de un noble, pero no tan rico (cf. op. cit., III, págs. 453-483). Lo mismo le sucede a Isabela Castrucho, quien, contra la voluntad de su tío que pretende desposarla con un primo suyo para que la hacienda se quede en casa, consigue casarse, aunque para ello tenga que utilizar la treta de fingirse endemoniada, con Andrea Marulo, un mozo de su gusto (op. cit. págs. III, págs. 614-624).

Para cerrar este argumento, no está de más traer a colación las historias en las que la censura del casamiento de las hijas sin su consentimiento o el aceptar casarse más por obediencia a los padres que por consentimiento propio van unidos a la desigualdad de edades y naturalmente terminan mal. Tal es el tema en obras ya citadas por otros motivos como la novela El celoso extremeño y el entremés El viejo celoso donde a los problemas provocados por el matrimonio arreglado por los padres y la enorme diferencia de edades se suma el grave problema de los celos de unos maridos ciegos que no reparan ante las dificultades inherentes a una matrimonio tan incongruente que les arrastra al desastre. Parece así que el ideal de matrimonio para Cervantes es el libremente consentido por los hijos sin imposición o intervención paterna y de edades parejas; la paridad de condición social es menos relevante para Cervantes, en cuyo obra salen adelante también las relaciones entre jóvenes pertenecientes a estamentos distintos, como el ya mentado caso de don Luis y Clara o el de Dorotea, plebeya, y don Fernando, noble, bien es cierto que las diferencias sociales en estos casos no son significativas, pues, aun cuando tanto Clara como Dorotea son villanas, pertenecen a un sectores sociales de gente bien situada y educada, en la medida en que el padre de Clara es un alto funcionario del reino, un oidor o magistrado, y los padres de Dorotea son agricultores ricos, lo que allana la comunicación con los miembros de la nobleza.

Así, pues, aunque Cervantes curiosamente nunca se pronuncia como narrador a favor de la libertad de las mujeres o de los hijos en general de casarse a su gusto, con entera libertad, sino que coloca esa opinión en boca de algunos de los personajes de sus obras, es innegable que del tratamiento de historias como la de Camacho, Quiteria y Basilio y otras historias similares, en las que los amores libremente correspondidos de los jóvenes amantes acaban venciendo sobre las interferencias o imposiciones de los padres, cabe inferir razonablemente que Cervantes rechaza la jurisdicción de los padres en ese asunto y que aboga porque los hijos se casen según su gusto y voluntad. Sin embargo, no se debe pensar que Cervantes concede una libertad absoluta a lo hijos de casarse, sino que más bien defiende una especie de equilibrio entre el gusto de los hijos y la voluntad de sus padres. Esto se revela en el hecho de que se muestra respetuoso con la costumbre de pedir licencia a los padres de la novia para que den su aprobación. No parece que sea concebible para él el que, como sucede en nuestro tiempo, los hijos puedan casarse incluso contra la voluntad de los padres. Todo esto se pone de manifiesto en la narración que hace el autor del comportamiento de Arnaldo, cuya petición de licencia a su padre, el rey de Dinamarca, para casarse con la infanta Eusebia, hermana de Sigismunda, suscita esta interesante observación de parte del narrador para justificarla: «En los casamientos graves, y en todos, es justo se ajuste la voluntad de los hijos con la de los padres» (Persiles, IV, 14, págs. 712-3).

No es sólo que la voluntad de los hijos, según Cervantes, deba ajustarse a la de los padres; es que además a los padres se les reconoce en la obra cervantina la potestad de casar a los hijos buscándoles esposa o marido siempre y cuando respeten el gusto de los hijos. En algunas historias cervantinas los hijos encuentran a quien amar y con quien emparejarse y luego se limitan a pedir el consentimiento paterno, de forma que los padres se limitan a ser receptores pasivos de la decisión previamente tomada por aquéllos de casarse con quien les peta; pero otras veces son los padres los que toman la iniciativa de buscar estado a sus hijos eligiéndoles posibles candidatos, lo que Cervantes parece aprobar siempre y cuando sean los hijos los que tengan la última palabra en la elección de esposa o marido. Puede decirse que los padres proponen y los hijos prestan o no su conformidad a las propuestas paternas de candidatos. Un buen ejemplo de ello es lo sucedido en la novela La fuerza de la sangre, en la que doña Estefanía, la madre de Rodolfo, le informa a su hijo de que ella y su padre le han escogido para esposa una mujer virtuosa, noble y medianamente rica, pero carente de belleza. Rodolfo no cuestiona el derecho de los padres de dar estado o procurar casar a los hijos; lo que cuestiona es que lo hagan sin tener en cuenta el gusto de éstos. Y esto es lo que le reprocha a su madre en su caso particular, que no ha tenido en cuenta sus propios criterios de mujer adecuada para él con la mira puesta en el matrimonio. Para Rodolfo es irrelevante que la mujer sea noble, pues ya lo es él, o que sea rica, pues también lo es él, e incluso que sea de inteligencia muy aguda (se conforma con que no sea ni necia, tonta o boba ni que despunte por aguda, sino con que sea medianamente discreta e inteligente); lo que le importa es que sea bella, honesta y de buenas costumbres. Su madre, que, en realidad, ha fingido ofrecerle a su hijo esa propuesta simplemente para tantearlo, pues, desde el principio tenía muy claro a quién ofrecerle como candidata a esposa, le contesta que procurará casarlo conforme su deseo y así lo hace habiéndole escogido por esposa a Leocadia, quien reúne los criterios de Rodolfo y que resulta ser la mujer que ocho años atrás Rodolfo había raptado, forzado y que le había dado un hijo.

Hay muchos otros ejemplos en la obra cervantina en que los padres o, en su lugar, otros parientes o tutores, con o sin acierto, toman la iniciativa para dar estado de casados a sus hijos. El tío de Marcela, cura de pueblo, viéndola ya en edad casadera, hace todo lo posible para casar a su huérfana sobrina con su consentimiento, aunque ella rechaza todas las propuestas de su tío porque en el fondo no tiene intención de casarse:

«Y en lo demás sabréis que aunque el tío proponía a la sobrina y le decía las calidades de cada uno en particular, de los muchos que por mujer la pedían, rogándole que se casase y escogiese a su gusto, jamás ella respondió otra cosa sino que por entonces no quería casarse y que, por ser tan muchacha, no se sentía hábil para poder llevar la carga del matrimonio» (I, 12, 107).

Del mismo modo, el padre de Leandra, según el relato de Eugenio el cabrero, toma parte activa en el casamiento de su hija. No sólo es el destinatario de la petición de mano de los muchos pretendientes de ésta, sino que además se la atribuye la facultad de hacer una valoración de los pretendientes, aunque no tiene claro aún a quién entregársela de los muchos que se la pedían por mujer; el propio Eugenio y su rival Anselmo van a sufrir en sus carnes la indecisión del padre de Leandra, pues, aun habiendo superado la primera criba y haber sido aceptados por sus buenas cualidades como posibles maridos por aquél, «a quien parecía que con cualquiera de nosotros estaba su hija bien casada», no cesa de entretenerlos a entrambos alegando la poca edad de su hija y palabras generales, que a nada le obligaban. El padre de Leandra admite que sea su hija la que lo saque de su indecisión siendo ella la que escoja a su gusto, pero entre los pretendientes previamente seleccionados por el padre, pues no se discute que es a él a quien toca «disponer de tan rica joya». El padre de Leandra sigue, pues, el modelo ya señalado de que los padres proponen y los hijos escogen dentro del repertorio disponible previamente cribado por aquéllos. Eugenio da su aprobación a esta estrategia de selección de esposo, cuando, luego de poner como ejemplo para imitar al padre de Leandra en cuanto al respeto a la voluntad de su hija de escoger a su gusto entre los candidatos autorizados por su padre, como él mismo y su rival, termina advirtiendo: «No digo yo que los dejen [a los hijos] escoger en cosas ruines y malas, sino que [los padres] se las propongan buenas, y de las buenas, que escojan a su gusto» (I, 51, 516).

A veces los padres se empeñan en poner en estado a sus hijos, ignorando la voluntad de éstos. Así el padre de Luscinda o de Quiteria en el Quijote,o el de los padres de los dos pescadores que se casan con sendas hermanas pescadoras o el tío de Isabela Castrucho en el Persiles, pero, si bien en estos casos acaba triunfando la voluntad de los hijos de casarse a su gusto, el narrador no cuestiona, en absoluto, la potestad de los padres de tomar parte activa en la misión de dar estado a los hijos; lo único que se censura es el desdén por los padres del derecho de éstos de escoger pareja a su gusto.

Es posible que, como señala Castro, en el tiempo de Cervantes «nadie ha expuesto con tanta profundidad ideal y artística la doctrina de la libertad de amar en la mujer», aunque conviene recordar que algunos de sus contemporáneos más ilustres, como Lope de Vega, en La dama boba, o Tirso de Molina, en varias de sus comedias, defendieron también esa doctrina. No entramos ahora en si Cervantes lo hizo con más talento que los dos grandes dramaturgos. Lo que sí queremos apostillar brevemente es la pretensión de Castro de que la doctrina cervantina de la libertad de amar de las mujeres nos descubre, al igual que su posición ante el adulterio, una moral nueva y revolucionaria en su tiempo. Si con ello quiere decir que Cervantes es el autor o principal introductor de esta moral, nos parece que exagera, pero si lo que quiere decir es que Cervantes se erige en portavoz de una doctrina que ya estaba en marcha en la sociedad, entonces estamos conformes. Porque Cervantes, al igual que sucedía con el castigo del adulterio, no es un revolucionario moral en este asunto del matrimonio libremente concertado por los hijos, sino que se trata de una idea que ya había prendido entre ciertos sectores sociales y que formaba parte del debate público.

De hecho el propio Cervantes, que, como dijimos más arriba, siempre se oculta tras sus personajes o sus historias sin expresar directamente su propio punto de vista, en cierto modo viene a reconocer este hecho de la propagación social de semejante doctrina, pues él elige, no por casualidad, como portavoces de ésta a personajes socialmente muy distintos, curas, como el tío de Marcela, labradores ricos, como los padres de Dorotea, o a personajes muy cualificados, como el astrólogo Mauricio, o a simples pescadores, como los enamorados de sendas hermanas en una historia secundaria del Persiles, y además en su obra refleja perfectamente el debate existente en su época, dando, pues, por sentado que la nueva idea sobre el matrimonio de los hijos había calado ya entre muchos padres pertenecientes a los estratos sociales más diversos.

En cuanto a la preferencia o encandilamiento de Cervantes por los matrimonios secretos en tanto exponente o manifestación de un amor libre y espontáneo, sin fórmulas legales ni religiosas, nos parece que Castro exagera y no da pruebas suficientes, más bien endebles, de tal supuesta preferencia, que él da por innegable. Como vimos, como principal punto de apoyo de su tesis cita el matrimonio secreto entre Leocadia y don Rafael en la novela ejemplar Las dos doncellas, en que los dos se entregan a una mutua posesión nocturna luego de una recíproca promesa de casamiento. Sin embargo, Castro no tiene en cuenta que Cervantes sitúa la acción evidentemente en una época anterior a la prohibición eclesiástica de los matrimonios clandestinos, sin ministro eclesiástico y sin testigos. Por otro lado, omite decir que del mismo modo que estos dos personajes se esposan del modo indicado, la pareja principal de la novela, Teodosia, hermana de don Rafael, y Marco Antonio se desposan, según nos informa el narrador, por mano de un clérigo (op. cit., en Novelas ejemplares, II, Cátedra, pág. 233). Y al final de la novela, cuando las dos parejas ya matrimoniadas, bien secreta o públicamente, regresan a su tierra natal, un lugar de Andalucía, se celebran las solemnes y magnificentes bodas de ambas. ¿Por qué pensar entonces que a Cervantes le encantaban los matrimonios clandestinos, supuesto fruto de un amor más espontáneo y libre?

No le sirve de mucho alegar como elementos de prueba adicionales la alusión en el Persiles a otros dos casos de matrimonios secretos presentados por el autor con satisfacción, el de Ruperta y Croriano, y el de Feliciana de la Voz y Rosanio, pues estas historias, como la acción del Persiles, se sitúan hacia 1555, unos años antes de la prohibición tridentina de los matrimonios secretos. Además, en esta misma novela hay historias secundarias en las que aparecen sacerdotes para sancionar la validez del matrimonio, como en el caso del casamiento de Isabela Castrucho y Andrea Marulo y la propia novela concluye con el matrimonio público de los protagonistas mismos, Auristela-Sigismunda y Periandro-Persiles, ante el hermano de éste moribundo, Maximino, y los amigos que los rodean; y seguidamente, para cerrar la novela, se nos anuncia el casamiento de Arnaldo, príncipe de Dinamarca, con la infanta Eusebia, hermana de Sigismunda y el de otros personajes del entorno de los protagonistas, que desde casi el principio les han acompañado como peregrinos a Roma, como Antonio el bárbaro y Constanza.

Y fuera del Persiles abundan las referencias al matrimonio públicamente contraído, como, por ejemplo, en el Quijote el que está a punto de contraer Quiteria con Camacho el rico y que termina contrayendo arteramente con Basilio o el matrimonio frustrado de Luscinda con don Fernando o el de Preciosa, en realidad Costanza, y don Juan de Cárcamo en La gitanilla, cuyas peripecias terminan felizmente en celebración de bodas multitudinarias, en que se involucra a toda la ciudad, y cuyo desposorio va precedido incluso de las preceptivas amonestaciones, aunque por licencia del arzobispo éstas se reducen a una sola o el de los protagonistas de El amante liberal, desposados nada menos que por el obispo o arzobispo de la ciudad en el templo, o el de los protagonistas, Leocadia y Rodolfo, en La fuerza de la sangre, a los que casa un cura por expreso deseo de la madre de Rodolfo, doña Estefanía, incluso a pesar de que, según hace constar el propio narrador, los hechos relatados sucedieron en «tiempo cuando con sola la voluntad de los contrayentes, sin las diligencias y prevenciones justas y santas que ahora se usan, quedaba hecho el matrimonio» (op. cit., en Novelas ejemplares, II, pág. 94), esto es, antes de la prohibición tridentina de 1563 de tales matrimonios secretos, y, por tanto, hubiera bastado con la mera voluntad afirmativa de los desposados sin necesidad de sacerdote.

Castro intenta sacudirse del hecho incómodo del respeto cervantino de las fórmulas legales y religiosas del matrimonio canónico con el arbitrario argumento de que Cervantes acataba como católico las prescripciones eclesiásticas, pero que como filósofo las infringía con su preferencia por el matrimonio pretridentino como ayuntamiento de un hombre y una mujer que libre y amorosamente desean vivir juntos (cf. El pensamiento de Cervantes, pág. 312, n. 57). Pero, después de lo que hemos visto, ¿dónde queda la supuesta preferencia de Cervantes por los matrimonios ocultos basados en la mera voluntad de los contrayentes? Castro, con malas artes hermenéuticas una vez más, exagera hasta el paroxismo cualquier presunto indicio de heterodoxia moral por parte de Cervantes y cree ver un filón en la presunta aprobación cervantina de los desposorios secretos, pero, en cambio, desprecia toda suerte de referencias de Cervantes a los matrimonios celebrados conforme a las normas eclesiásticas.

Y ya que Castro alude a Cervantes como filósofo, conviene recordar que, en su calidad de filósofo moral o incluso de teólogo moral, habla, como ya establecimos más atrás, del matrimonio como una institución sacramental de origen divino, «el divino sacramento del matrimonio» en el Quijote (I, 33, 339), y en La Galatea del «santo yugo del matrimonio» y parece más natural pensar que quien habla en esos términos de la institución matrimonial como sacramento religioso, divino y santo, la está colocando bajo el cuidado de la Iglesia más que como algo dependiente tan sólo de la mera voluntad subjetiva de los contrayentes.

Por otro lado, como filósofo moral, Cervantes, como ya se ha tratado más arriba, no se cansa de señalar los peligros que encierran los matrimonios contraídos en secreto, que no pocas veces, so capa del anonimato, se prestaban para el abuso, que típicamente consistía en que el varón prometía ser su esposa a la mujer de turno y, luego, tras haberla poseído y gozado, aprovechándose del secreto y la ausencia de testigos, la dejaba abandonada negando haber dado promesa de matrimonio. Tal es el drama de Dorotea en el Quijote o de Leocadia en Las dos doncellas, aunque en estos casos se resuelve felizmente, pero en otros casos, como el de la hija de doña Rodríguez en la segunda parte del Quijote, la historia se cierra dramáticamente, con el abusador, el hijo de un labrador rico protegido del Duque, saliéndose con la suya, y la hija de doña Rodríguez ni siquiera se casa con Tosilos, quien estaba dispuesto a ello, por impedimento del Duque, sino que termina encerrada en un convento.

En vista de toda la argumentación precedente nos parece, pues, más razonable pensar que Cervantes, sin perjuicio de la referencia ocasional, no hace ascos al matrimonio secreto cuando la acción se sitúa antes de la prohibición tridentina, pero veía con mejores ojos el contraído públicamente de acuerdo con la preceptiva canónica de la Iglesia.

 

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