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El Catoblepas, número 153, noviembre 2014
  El Catoblepasnúmero 153 • noviembre 2014 • página 8
El mundo no es suficiente

9N: La imposible unanimidad

Grupo Promacos

Se analiza la situacion política en España a partir de los sucesos acaecidos el 9N de 2014 en Cataluña.

Jorge Pujol votando el 9N

Fue Ángel Ganivet, reformulando el famoso adagio de San Agustín, «Noli foras ire: in interiore homine habitat veritas», quien clamó en su Idearium español por que España mantuviera su identidad histórica de espaldas al exterior, es decir, en contra de su pasado imperial, por culpa del cual España se habría salido de su verdadero cauce. In interiore Hispaniae habitat veritas, sentenció el granadino.

Y, en efecto, hay algo en ese antecedente del famoso Cogito cartesiano –«pienso luego existo»– que es el de San Agustín –«si me engaño, existo»–, que creemos tiene una aplicación política curiosa, tanto en tiempos de Ganivet, cuando España perdió las últimas provincias de su Imperio, como en los nuestros, en donde parece que es la misma España peninsular la que haya de perder alguna parte de su territorio.

Veamos.

La «interioridad» que constituye el territorio delimitado por las fronteras de un país no es una unidad de simplicidad, como creen los secesionistas, –cuya traición política está sostenida filosóficamente por su espiritualismo–, sino una unidad compleja, compuesta de partes físicas, pero también legales, sociales y económicas. La nación política, así, acoge en su seno, necesariamente, la divergencia entre sus partes, hasta el punto de que gobernar es, en el límite, mantener el equilibrio entre tales divergencias. Y todo ello sin dejar de contar con la acción de otras naciones, fuera de sus fronteras, entre cuyos intereses a lo mejor se encuentra el de desestabilizar dicho equilibrio.

Pues bien, es un hecho que en la «interioridad de España» se debate la «opinión pública» entre la idea de que una parte del territorio del país debe convertirse, mediante la secesión, en un Estado independiente, frente a la idea de que debe mantenerse la unidad de España. Y no se dividen estas posturas ideológicas según el ámbito territorial de las respectivas partes que pretenden separar los secesionistas, sino que, al modo de las estructuras fractales, el debate está «todo él, en todas partes».

Ahora saquemos la conclusión agustiniana correspondiente ante el simulacro de referéndum celebrado el 9 de noviembre: la «duda» en España acerca de qué tipo de realidad deba corresponder a Cataluña, si el de nación independiente o el de región de España, es la confirmación de la existencia de España misma, aunque sea por la vía de la misma discordia que anida en su «interior». Y de ahí que, sea lo que fuere del caso, Cataluña, para conseguir su independencia, deba renunciar a la situación de «parte» respecto de ese «todo» que es España. O lo que es igual, que Cataluña, de querer existir dogmáticamente, sin duda ninguna que recuerde el «pecado original» de ser una parte de España, lo sería al precio de renunciar a su «conciencia».

Ahora bien, ¿es que no es eso lo que se lleva practicando desde hace más de, por lo menos, 30 años en dicho territorio? Así es.

Nos referimos al conocido y consentido exterminio, en sentido literal –sacar del término de Cataluña como región de España– o figurado –hacerles callar o impedirles hablar– de todo aquel habitante de Cataluña que no esté a favor del secesionismo; a la marginación política, social, educativa, económica, etc. de todos los catalanes que no quieren dejar de ser españoles; hasta el punto de poder llegar, como culminación de los planes secesionistas, a la situación en que, en un hipotético referéndum acerca del llamado «derecho a decidir», no quedasen votos disidentes con la ideología impuesta por la fuerza. Una fuerza institucional, recordemos, dirigida desde los organismos del Estado contra la población, complaciente en su mayoría, aunque no totalmente. Y aquí está la debilidad de la operación de «desespañolización»: la minoría divergente. Una minoría, por supuesto, cuando se recorta el «ámbito de decisión» desde el punto de vista de los planes de secesión de Cataluña, que, pidiendo el principio, dejan de contar con el resto de la población española cuya soberanía, como el debate, está «toda ella, en todas partes».

Una minoría, con todo, que es el obstáculo teórico insalvable de la misma secesión. Y decimos «teórico» en el sentido de que quiebra el principio fundamental de los catalanistas, a saber, el de que ellos representan a Cataluña, esa unidad de simplicidad que es el «espíritu del pueblo», una traducción directa del «Volkgeist» del nacionalismo alemán en el que se inspiran y cuya Idea–fuerza en el presente se canaliza mediante el mito de la Unión Europea; espíritu al fin, es decir, una sustancia simple, sin partes.

Eppur si muove…pero hay partes en divergencia, el pueblo no es una unidad simple, y por eso el voto en un referéndum por el «derecho a decidir», al ser individual, al margen de si es legal o no, es una pantomima en sí mismo, porque debiera ser unánime, como el «tercer estado» de los Estados Generales del Antiguo Régimen. En efecto, para que el presupuesto de la existencia del «pueblo catalán» tenga cumplimiento, se ha de convertir a todo catalán que no esté a favor de la secesión en un «déficit» de «educación ciudadana», sólo salvable aplicándole la máxima del fundamentalismo nacionalista, o sea, «más Cataluña».

Pues bien, qué fue lo que «pasó» el 9N: la realidad es que mientras algunos españoles esperábamos una respuesta del Gobierno de España que impidiera la celebración del referendum, y acaso la aparición en la televisión pública del propio Presidente anunciando la suspensión de la Autonomía de Cataluña, en lugar de semejante ensoñación, mientras los periodistas destacados a pie de urna nos hablaban de una «jornada de tranquilidad», apareció como de prestado Esteban González Pons. Y no para «tranquilizar» al conjunto de toda la ciudadanía española, sino sólo a esa parte divergente que lleva sufriendo el acoso del Estado en Cataluña desde hace décadas. Con las siguientes palabras: "mientras gobierne el PP, nadie, ningún español se tendrá que ir de Cataluña".

Nada menos que el vicesecretario general de Estudios y Programas del Partido Popular y jefe de la delegación española en el Parlamento Europeo formuló inconscientemente, el mismo día de autos, este proceso de exterminio civil ya en marcha, sólo que confundiendo el pasado con el futuro, amenazando con lo que puede ocurrir cuando de hecho ya está ocurriendo. Y así, «nombrando la soga en casa del ahorcado», certificó la fatal abulia del Gobierno para defender a la Nación española; repetimos, dijo: «ningún español se tendrá que ir de Cataluña».

No podemos por menos de preguntarnos, ante semejante muestra de irresponsabilidad, si es que acaso nuestro Gobierno no considera que sean españoles aquellos que están, insistimos, de hecho, expulsando a sus compatriotas del territorio que gobiernan como si fuera suyo. O si es que no serían los que dicen «no sentirse españoles» los que consecuentemente debieran irse de España. ¿Es que no se están yendo ya, españoles no secesionistas, hispanos, e, incluso, extranjeros que detestan la simple estupidez? Pero ¿y los que no podemos entrar? Como funcionarios, o padres de familia, o profesionales que no quieren renunciar a hablar en español, la lengua común a todos los españoles, porque la ley debería protegerles y no lo hace, ¿es que no nos está vedada de hecho la «entrada»?

Y con todo, en el caso de que González Pons haya formulado sin querer la profecía inversa, una vez que se hubieran marchado de Cataluña los españoles que no quieren dejar de serlo, ¿encontraría la paz del silencio, de esa «unanimidad popular», la «nueva» sociedad catalana exespañola?

Nunca mejor se podría decir en este caso que aquí «hablarían» hasta las piedras…porque la Nación, además de los hombres vivos, y de los que están por venir, incluye a los antepasados, y a la tierra donde están enterrados, nombrada por primera vez en la historia por quienes la circundaban –al parecer «español» es un término provenzal–, esas naciones extranjeras en donde Ganivet no creía que pudiera encontrarse la verdad.

Pero Ganivet estaba equivocado… Al menos en cuanto a la verdad de España, en cuyo interior hoy por hoy anidan los planes y programas en marcha de su fragmentación, es precisamente en el exterior de nuestras fronteras donde mejor nos encontramos. Un exterior cuya configuración en el presente exige contar con la acción de España, gracias a la cual tenemos una lengua que hablan unos 500 millones de habitantes y más de una veintena de países en los que cualquier español puede vivir de hecho sin ser extranjero. Y eso sin contar con los países cuya comunidad hispana, como ocurre en Estados Unidos, es ya superior a la misma población española.

Para qué seguir: la inabordable tarea de dejar de tener «conciencia» en la que se han embarcado tantos españoles en Cataluña, especialmente miembros de sus clases dirigentes, se nos antoja tan absurda, que, empeñados en conseguirlo, acaso fortifiquen la salud de España, a la que necesitan recordar constantemente, aunque sea para tacharla. Como una sombra, les acompaña mientras buscan deshacerse de ella, y el resto de españoles acaso les tendremos que agradecer el habernos obligado a tener que salir del común estado de ensimismamiento en que se nos quiere mantener al margen de la realidad.

Justo cien años después de que Ganivet escribiera su Idearium español, en 1998 Gustavo Bueno dio la «vuelta del revés» al adagio agustiniano con el que hemos comenzado nuestro artículo. Y fue en la conferencia titulada España, en la que el filósofo español ofreció su Idea de lo que constituye hoy el problema de nuestra nación, donde quedó definitivamente perfilada la idea de que España es, antes que una «democracia de mercado» o un «Estado de Derecho», una parte formal de la Historia Universal: In exteriore Hispaniae habitat veritas. En ella sentó las bases para poder dar la batalla en el presente a todos los que, dentro o fuera, españoles o extranjeros, gobernantes o gobernados, pretenden hacer de España un país condenado al fracaso.

Recientemente, además, en la conmemoración de la Constitución de Cádiz, el propio Bueno, de acuerdo con esta Idea de España, terminaba un magistral artículo con las claves desde las que atenernos al futurible Estado independiente de Cataluña. Con sus palabras queremos terminar, en quebranto de la euforia con la que algunos celebraron el pasado día 9 de noviembre y a pesar de la inacción, de momento, del Gobierno español:

«En cualquier caso, la secesión de Cataluña o del País Vasco significará antes la jibarización de Cataluña o del País Vasco que la destrucción o balcanización de la Nación española. Significará sólo la mutilación de miembros gangrenados suyos (gangrenados, en gran parte, por los miasmas emanados del fantasma de la Unión Europea). Pero la Nación española seguirá, aún en pleno naufragio, manteniendo su historia propia, que es una Historia universal que se hace presente en los quinientos millones que hoy hablan español.» (Gustavo Bueno, «Adiós a Cádiz»)

 

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