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El Catoblepas, número 152, octubre 2014
  El Catoblepasnúmero 152 • octubre 2014 • página 6
Filosofía del Quijote

El pensamiento de Cervantes no es fatalista

José Antonio López Calle

Tercera parte del examen crítico de la interpretación de Castro del pensamiento moral de Cervantes. La interpretación de Américo Castro del pensamiento del Quijote y de Cervantes en general (VIII)
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (28).

Fatalismo

Carece de toda base sostener que el determinismo inexorable de la vida humana o fatalismo sea un rasgo fundamental del pensamiento cervantino. Cervantes admite ciertamente el determinismo inexorable en la esfera del mundo natural (y aun esto con ciertos límites, como la intervención sobrenatural de Dios como providencia que puede decretar la suspensión de alguna ley natural, como sucede en los milagros), pero no en la esfera de lo humano. La referencia de Castro a pasajes como el del prólogo de la primera parte del Quijote en el que se menciona la ley biológica de que los progenitores de una especie sólo generan descendientes de la misma especie («No he podido yo contravenir el orden de la naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante») o al de El retablo de las maravillas en que se afirma la inevitabilidad de que cada espécimen vegetal produzca los frutos propios de la especie de que forma parte («La encina da bellotas, el pero, peras; la parra, uvas, y el honrado, honra, sin poder evitar otra cosa») no se pueden alegar como prueba de la supuesta convicción general cervantina de que cada ser está dotado por la naturaleza de una esencia que fatalmente se cumple, pues Cervantes no está hablando de que todo ser tenga una esencia o naturaleza que fatalmente se cumple, sino sólo de que eso ocurre así en el caso de la esencia de los seres vivos. No es correcto extrapolar, pues, el determinismo natural de tipo biológico ahí formulado al hombre, que sólo como especie biológica está sometido a ese mismo determinismo biológico.

Es cierto que en el segundo pasaje se hace una referencia a la vida humana como vida ética o moral, al decir que el hombre honrado da sin poderlo evitar honra. Pero esto no tiene por qué entenderse como signo de una interpretación determinista de la vida humana. Primeramente debe tenerse en cuenta que el pasaje del que forma parte no es sino la respuesta aduladora de la Chirinos al gobernador, quien antes ha llamado honrado a Chanfalla al dirigirse a él. El pasaje citado viene seguidamente de estas palabras de Chirinos: «Honrados días viva vuesa merced, que así nos honra» (Teatro completo, Planeta, 2003, pág. 800). La pretensión de Chirinos y Chanfalla es halagar a las autoridades del lugar para atraerlas a ver el embeleco del retablo de las maravillas. Chirinos, que no conoce de nada al gobernador, lo halaga exaltando el valor del hombre honrado, y se supone que el gobernador lo es, recalcando que este produce honra como la encina bellotas, etc. No pretende con ello Chirinos formular ninguna interpretación determinista de la vida humano, en cuyo caso debería expresarse de otra manera, pues, aunque ciertamente el honrado produce honra, previamente se tiene que haber llegado a ser un hombre honrado y esto ya no es un proceso inexorablemente determinista, sino un resultado de decisiones y acciones libres. La existencia del hombre honrado producto de la libertad humana no es equiparable, pues, a la de las especies vegetales citadas en la enumeración de Chirinos que son a su vez, y no sólo sus frutos, resultado de un proceso natural totalmente determinado.

Ahora bien, una vez que se es honrado, mientras no se deje de serlo, éste hace cosas honradas, pero esto tampoco es un producto determinista a la manera de un producto natural, pues mientras es imposible que la encina, si no ha perdido su fertilidad, no dé bellotas, no es imposible que el honrado deje de hacer la próxima vez algo honrado. Podemos decir que Chirinos, con el fin de adularlo, está exagerando la grandeza de la honradez del hombre honrado al afirmar que tan inexorablemente como los seres naturales genera buenos frutos, pero no puede llevar esta naturalización de la virtud hasta el final, pues si se fuese hombre honrado como se es bellota, carecería de mérito la virtud de la honradez y de sentido elogiar al que las posee. Por tanto, el propio elogio de la honradez del gobernador por parte de Chirinos, aun de forma halagadora, sólo puede tener sentido bajo el supuesto de que quien es honrado lo es por haberlo querido libremente ser y haber puesto su empeño en serlo y no por serlo como resultado de un proceso natural, independientemente de la libertad humana.

No más acertada es la pretensión de Castro, basada en su lectura de citas del Persiles, de que Cervantes traslada el determinismo natural de orden biológico al mundo moral. La primera de ellas, en la que la lasciva Rosamunda declara que «el día que Clodio fuere callado, seré yo buena; porque en mí la torpeza y en él la murmuración son naturales» (Persiles, II, 18, pág. 248) no tiene por qué entenderse en un sentido determinista, como si de nacimiento Rosamunda estuviese condenada a ser necesariamente lasciva y Clodio, maledicente. Más bien, debe entenderse en el sentido de que en ellos tales conductas han llegado a ser tan habituales que se han convertido para ellos en naturales en el sentido en que se dice que la costumbre es una segunda naturaleza. Lo que es en alguien un hábito adquirido, consolidado y ya permanente decimos que es algo natural en esa persona, sin que por ello queramos decir que esa persona no pudo ser de otra manera porque así se lo impuso su naturaleza.

Pues bien, así debe entenderse la frase de Rosamunda. Una prueba de que así debe entenderse nos la proporciona la propia Rosamunda, quien inmediatamente manifiesta, en la primera frase que sigue a la cita: «Puesto que más esperanza puedo yo tener de enmendarme que no él…», su creencia en la posibilidad que el hombre tiene de enmienda, lo que entraña admitir que se puede obrar de otra manera y que, por tanto, puede elegir libremente ser bueno o malo. Otra cosa es que ella tenga realmente la voluntad de enmendarse, pero lo que sí está claro es que admite que esto depende de ella y cree además tener una ventaja para corregirse en el hecho de que, dado que la hermosura se pierde con los años, y ella ya no es joven, ha entrado en una edad en que se está menos expuesto a los torpes deseos o son más débiles.

Lo mismo cabe decir de la frase que le dedica el astrólogo Soldino a la también lasciva Luisa cuando se entera de que se ha marchado con Bartolomé, después de haber estado antes con otros hombreas a los que ha ido dejando: «La moza es más del suelo que del cielo, y quiere seguir su inclinación, a despecho y pesar de vuestros consejos [los de Aursitela y Periandro]» (III, 18, pág. 604). Pero las inclinaciones, de acuerdo con el modo de pensar de Cervantes, no arrastran y Luisa ha elegido seguirlas en vez de contrariarlas.

Si analizamos el retrato moral de ambos personajes, Rosamunda y Luisa, las destinatarias de sendas citas, veremos que desautoriza la lectura determinista de la vida humana en el terreno moral. Rosamunda, mujer de torpes apetitos que durante años ha sido manceba o concubina del rey de Inglaterra y a la que ya la edad le he hecho perder sus pasados encantos, situada en el umbral de la muerte hace un balance moral de su vida en que reconoce la mala vida que ha llevado, producto ciertamente de su temprana inclinación al mal, alentada por su inmadurez y por su belleza y que no encontró freno en las circunstancias de la vida que le ha tocado vivir, sino un estímulo (la libertad demasiada y la riqueza abundante) y el resultado ha sido que los vicios han conquistado su alma. Pero ello no niega la libertad para oponerse a tales vicios y reconoce su culpa por no haberles hecho resistencia y haber preferido regirse por sus gustos, el último de ellos el haberse encaprichado del joven Antonio el bárbaro. Vale la pena citar las propias palabras de Rosamunda:

«Yo, desde el punto que tuve uso de razón, no la tuve, porque siempre fui mala. Con los años verdes y con la hermosura mucha, con la libertad demasiada y con la riqueza abundante, se fueron apoderando de mí los vicios, de tal manera, que han sido y son en mí como accidentes inseparables… Mas, como los vicios tienen asiento en el alma, que no envejece, no quieren dejarme; y, como yo no les hago resistencia, sino que me dejo ir con la corriente de mis gustos heme ido ahora con el que me da el ver siquiera a este bárbaro muchacho [lo llama así y también el narrador por haberlo tenido su padre del mismo nombre con la bárbara Ricla, luego cristianizada, a la que conoció en la isla de los bárbaros]». Persiles, I, 20, pág. 260.

Después de esto, Rosamunda pide perdón al mozo Antonio, lo que implica arrepentimiento y disposición a rectificar, aunque ya no tendrá oportunidad para ello, pues morirá poco después de esta petición de perdón, que será el último acto de su vida.

Tampoco la historia de la vida de Luisa respalda una visión fatalista de la vida humana. Luisa no vive su vida como si ésta tuviera una trayectoria prefijada por un hado inexorable de forma que no le cupiese otra actitud que limitarse a contemplar su cumplimiento sin poder hacer nada para modificarla. Su vida es una historia de malas acciones, arrepentimiento, propósito de enmienda y de recaída en el mal como resultado de sus libres elecciones. El vicio principal de Luisa, como en el caso de la cortesana Rosamunda, es el de la lascivia, que va a ser la clave de lo que la propia Luisa va a describir como «la desvergonzada historia de mi vida»: se casa con un polaco y comete adulterio con su primer novio, y luego se amanceba sucesivamente, primero con un soldado y posteriormente con un criado, Bartolomé, con el que se casa, para finalmente terminar mal ambos, por haber, según el narrador, vivido mal, aunque no nos dice exactamente cómo acabaron, pero se da a entender que muertos.

Pues bien, lo esencial es que Luisa cree en su capacidad de rectificar su vida y por tanto en su poder de elegir libremente lo que quiere ser. Y también lo creen los personajes principales de la novela. Cuando se encuentra con el escuadrón de peregrinos presidido por Periandro y Auristela, se muestra arrepentida y en disposición de cambiar de vida, después de haber ya cometido adulterio y andar amancebada con un soldado, y para ello se pone en las manos de Periandro y Auristela, quienes, creyendo como cristianos en el libre albedrío y por tanto en la facultad humana de regeneración, se propone remediar la degradada situación moral de Luisa y, para lograrlo, le dan buenos consejos, que ella, la «moza arrepentida», como la llama el propio narrador, acepta seguir y que, para empezar, requieren una firme voluntad de practicar el bien («Sed vos buena», le dice Periandro), pues sin ese cimiento nada sólido cabe lograr, dejar su estado de amancebamiento e incorporarse al grupo de peregrinos que se dirige a Roma, sin desviarse de éste, se supone que para evitar tentaciones que puedan malograr su propósito de rectificar su vida. Luisa está tan arrepentida y conmovida por las palabras de Periandro que buscan el remedio de su vida, que se echa a llorar.

Pero poco le duró a Luisa el arrepentimiento y el propósito de regeneración; no hacía falta que se desviase del grupo para volver al pecado; en el séquito de peregrinos conoce a Bartolomé, que trabaja como criado del selecto grupo de peregrinos encabezado por Periandro y Auristela, y huyen juntos, dando al traste con el arrepentimiento y los planes de enmienda moral de Luisa. Es entonces cuando Soldino, enterado de la huida de Luisa con Bartolomé, en la cita alegada por Castro, dice de ella que «quiere seguir su inclinación», a pesar de los consejos de Periandro y Auristela. Pero ni el contexto precedente, como acabamos de ver, ni las palabras de Soldino autorizan una lectura en la línea del determinismo fatalista. Soldino, que también es cristiano y vive retirado en la cueva de una ermita como ermitaño y estudioso, no dice que Luisa estuviese determinada a obrar como lo hizo, sino que quiso seguir su inclinación, y decir esto equivale a decir, en boca de un cristiano como Soldino, quien también por cierto, haciendo uso de esa misma libertad, mudó la vida mundana por la milicia divina, que quiso libremente seguir su inclinación, la cual no arrastra y se puede vencer. La propia Luisa, tras su precipitada marcha con Bartolomé, aunque eligió seguir su gusto, no perdió nunca el deseo de cambiar su vida, como se revela en el mensaje que dejó escrito en un mesón: «Más quiero ser mala con esperanza de ser buena, que buena con propósito de ser mala» (Persiles, IV, 1, pág. 632; para la historia entera de Luisa, cf. III, 6, págs. 494-6; 7, 499-502; 16, 584-6; 18, 599-600; 19, 607-8; IV, 1 632; 2, 636; 5, 652-5; 8, 679; y 14, 713).

Cabría objetar que para la exégesis de los pasajes en cuestión nos hemos regido por el punto de vista de los personajes implicados y que aunque ellos no interpreten el rumbo de sus vidas en términos de determinismo fatalista, Cervantes sí lo hace. Pero esta objeción tiene poco recorrido, porque el narrador se nos revela a menudo como un convencido defensor del libre albedrío humano y sus personajes frecuentemente hablan de éste. Pero esto lo dejamos para más adelante. De hecho, en toda la obra de Cervantes sólo hay un pasaje en que parece admitir el determinismo fatalista. Se trata de un breve texto del final del Persiles en que, hablando del primer marido de Luisa, el polaco Ortel Banedre, que había muerto en Roma acuchillado por Luisa, dice, en referencia al hecho de que «halló en Roma a quien no tenía intención de hallar [la muerte]», que «no pudo estorbar su destino, aunque no le fabricó por su voluntad» (IV, 8, pág. 679). Pero sería un espejismo ver aquí una afirmación de determinismo fatalista o en todo caso no se trataría de un determinismo fatalista de la vida humana entendida ésta en un sentido moral, que es lo que aquí se debate, puesto que no depende de la voluntad humana cómo y cuándo haya que morir, sino más bien de un determinismo diferente, que no se discute y que no es incompatible con la libertad humana.

Fijémosnos en que en el texto se afirma que Ortel Banedre halló la muerte sin más, que no depende de la voluntad de uno, por lo cual efectivamente no pudo impedir su destino, porque nadie puede impedir el destino de morir y fabricarlo a voluntad; si en el texto se dijese que halló un género de muerte en particular, el morir acuchillado por su esposa, eso ya depende en parte de la libertad de Ortel, quien, hallándose también como peregrino en Roma, casualmente se encuentra con su esposa Luisa en compañía de su más reciente pareja, Bartolomé, y nada más toparse con éste empieza a apalearlo por la espalda, pero al ver esto, Luisa, temiendo que, una vez que terminase con Bartolomé, la emprendiese con ella en castigo por haberle agraviado con su adulterio, preventivamente se adelanta y le clava mortalmente un cuchillo en los riñones. Pero no es esto último lo que se transmite en el pasaje.

Otra forma de interpretarlo, en coherencia con la indiscutible afirmación del libre albedrío por parte de Cervantes y con el resto de su pensamiento, sobre todo, con el carácter providencialista de éste, es entender que el destino de que habla Cervantes, en realidad, como no puede ser de otro modo para un cristiano, está sometido a Dios, no siendo sino una forma de providencia, cuando ésta tiene un sentido negativo para los seres humanos, y que por tanto la muerte en Roma del peregrino polaco fue un designio de la providencia. De hecho esta fue la forma como el pensamiento cristiano, desde una tradición muy antigua que se remonta a san Agustín, había procurado reconciliar la doctrina estoica del hado con el cristianismo, algo que sin duda Cervantes no podría ignorar, dada la facilidad de acceso al conocimiento del estoicismo en su tiempo. San Agustín, en su discusión de la definición estoica del destino o hado, argüía que el hado no usurpa el poder de Dios, sino que más bien es la expresión de la voluntad de Dios (cf. La ciudad de Dios, 5, 8). Y esta es la idea que inspiró a los introductores del estoicismo en la Europa cristiana en las postrimerías de la Edad Media y durante el Renacimiento, como bien se ve en las obras de Séneca traducidas por Alonso de Cartagena, quien en sus notas a los textos traducidos busca a todo trance conciliar el estoicismo con la doctrina cristiana. Y ese fue también el camino seguido por el máximo representante del neoestoicismo renacentista, Justo Lipsio, quien, en la línea de san Agustín, modificó la idea estoica del hado y la reinterpretó en conformidad con la teología cristiana, lo que le llevó a distinguir entre el falso hado de los estoicos del verdadero hado de los cristianos y subsecuentemente admitir que lo que los estoicos llaman destino es lo sucedido o realizado en virtud del orden fijado por Dios, lo que convierte al destino en un aspecto de la providencia divina (cf. Justo Lipsio, El libro de la constancia, I, 19 (edición facsímil de la de 1616), Ollero y Ramos, Editores, 1999, págs. 54-8) .

O quizá se trata de una mera licencia literaria del mismo tenor que la que se permite otro adalid del libre albedrío, Calderón, considerado incluso por muchos el mayor poeta del libre albedrío de la España de Sigo de Oro, a quien en el acto tercero de su comedia El conde Lucanor se el escapó escribir:»…y pues ninguno/ resistir al hado puede…». ¿A alguien se le ocurriría en serio cuestionar por ello la reputación de Calderón como poeta del libre albedrío?

Otra cosa es el problema de la compatibilidad entre la providencia divina y la libertad humana, pero ese es un asunto que no nos concierne aquí, pues Cervantes no se lo plantea, sino sólo el de entender lo que Cervantes realmente quiso decir a la luz de los rasgos generales esenciales de su pensamiento marcadamente cristiano.

 

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