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El Catoblepas, número 152, septiembre 2014
  El Catoblepasnúmero 152 • octubre 2014 • página 2
Rasguños

El derecho natural al «puesto de trabajo» en la época de los millones de parados

Gustavo Bueno

La cuestión del derecho natural al «puesto de trabajo», suscitada en nuestro presente de millones de parados, suele plantearse, sin perjuicio de su aspecto positivo inmediato y urgente, en términos puramente metafísicos y, en el fondo, teológicos.

Puestos de trabajo

1. El derecho al «puesto del trabajo» es un derecho cultural o histórico, no un derecho natural

Quienes reclaman al Estado, y son muchos, el reconocimiento y el logro de un «puesto de trabajo» como un «derecho natural» (o como un derecho del hombre) —que les permita tener asegurado, para ellos y sus hijos, alimentos, seguridad, indumentos, viviendas, educación, medicamentos…, es decir, una denominada «vida digna»— olvidan, ignoran o no tienen en cuenta que todos quienes reclaman, en nombre de los derechos humanos, y, por supuesto, también los que no reclaman ese título («sujeto de los derechos humanos», o, al menos, de los derechos fundamentales reconocidos por una Constitución política), proceden del pitecántropo.

Y no es extemporánea esta mirada a la prehistoria del Género humano, en el momento de ocuparse del «derecho al puesto de trabajo», dado que esta mirada es la única manera de escapar del horizonte metafísico (ideológico, llamado también filosófico) en el que están atrapados quienes justifican sus reclamaciones de los puestos de trabajo a la escala de los metafísicos derechos humanos. O bien a la escala de los derechos históricos de los ciudadanos que se atienen a los documentos promulgados por una Asamblea Nacional que extralimitaba los dominios de su jurisdicción, la Asamblea de 1789. O bien, en nombre de las decisiones de una Asamblea internacional como la de 1948, cuya Declaración de Derechos Humanos carecía de toda fuerza de obligar o de imponer sus decisiones.

En realidad, tanto la Asamblea francesa de 1789 como la Asamblea de las Naciones Unidas de 1948, hablaban en nombre del Género humano, en nombre del Hombre, como si esta «entidad» existiera como una unidad de acción en un éter transhistórico, por no decir eterno. Es decir, como si esa «entidad», o sus elementos formales, fuera la responsable de la catastrófica situación en la que se encuentra el «Género humano» o sus representantes. Quienes así lo creen, al exigir de inmediato un «puesto de trabajo», confunden el hombre de carne y hueso con el Género humano, o con la Asamblea general de las Naciones Unidas.

Y, por ello, se equivocan quienes hoy siguen apelando a los «derechos del hombre» a la manera como cualquier ciudadano de una Nación política invoca a las leyes de su país, garantizadas por los tribunales de justicia, siempre que ellos estén asistidos por una fuerza coactiva, dependiente del poder ejecutivo, capaz de hacer cumplir las sentencias. Porque las normas de una Declaración universal sólo podrían compararse con las leyes positivas de un Estado si fuese posible un Tribunal universal de justicia que fuera capaz de hacer cumplir las sentencias ajustadas a aquellas normas. Es cierto que una y otra vez se ha invocado la necesidad de ese Tribunal universal y de la asistencia de la fuerza coactiva que le corresponde. Pero tal invocación no podrá apoyarse en un supuesto Género humano ya existente, sino en la misma Asamblea internacional (y no por ello necesariamente universal) que dice representarlo. Pero este Tribunal universal no es Dios, aunque asume las funciones que eran propias de la divinidad omnipotente, aunque tantos hombres desesperados sigan creyendo que el mal (el desempleo, el hambre, la miseria…) es efecto de un Genio maligno que inspiró el «pecado objetivo», es decir, el capitalismo, a quien el Dios omnipotente debiera aniquilar por decreto. Y sin duda, por este motivo, la historia de los derechos humanos (confrontada necesariamente con la historia de la evolución de los primates presapiens, el homo sapiens, y el homo sapiens sapiens) resulta tan embarazosa, por no decir imposible: ¿cuándo aparecieron los derechos humanos?, ¿con el hombre neandertal o con el hombre cromañón?, y los «contemporáneos primitivos», considerados en principio como reliquias prehistóricas del hombre presapiens, y transformados hoy en indígenas no contactados, ¿son sujetos de los derechos humanos que habría que añadir a los derechos de los simios? En el verano de 2000 se le rindieron honores militares al «negro de Bañolas» cuando fue «repatriado» por Botsuana como connacional suyo. La extensión de los derechos humanos a las reliquias de cromañón y de neandertal vaciaría los museos antropológicos y obligaría a su conversión en cementerios (civiles o religiosos, según los casos).

Lo que ocurre es que los «derechos del hombre» se apoyan en la misma Declaración de la Asamblea que dice representar al Género humano, a la vez que la existencia de ese Género humano se apoya en las mismas declaraciones de la Asamblea. Este círculo vicioso nos recuerda al barón de Münchhausen, cuando intentaba frenar su caída de la torre agarrándose a sus propios cabellos. Walter Lippmann, en el famoso debate sobre la deslegitimación de la guerra, que en los años veinte del siglo XX abrió el presidente Wilson, al presentar sus catorce puntos (inspirados en la Paz perpetua de Kant), demostró que un Tribunal universal de justicia, y no meramente internacional, sólo podría subsistir si tuviera el apoyo de todos los Estados. Pero sería imposible si la sentencia del tribunal afectase seriamente, en detrimento de su poder, a alguna de las Potencias hegemónicas acopladas a ese Tribunal.

El argumento que Lippmann formuló antes de la Segunda Guerra Mundial cobra más fuerza hoy cuando a cualquiera de las cinco grandes Potencias, que se sientan en el Consejo de Seguridad de la ONU, les asiste el derecho de veto.

En resumidas cuentas: todo aquel que apela a esos derechos humanos como fundamento de su reclamación de un puesto de trabajo está filosofando —por no decir, delirando— como hombre, y no sólo reivindicando como ciudadano, un derecho positivo histórico, en un Estado solvente.

Esta es la razón por la cual es necesario recordar al reclamante ideólogo (o teólogo, o filósofo) que él procede del pitecántropo. Un recuerdo que no tiene ningún propósito «erudito», sino una motivación esencialmente práctica, es decir, orientada a subrayar que los «derechos del hombre» no son derechos naturales grabados en los genomas del pitecántropo, del neandertal o del cromañón, sino derechos históricos. Lo que significa, en la práctica, que el derecho a un puesto de trabajo, para cada hombre individual, sólo pudo surgir cuando las sociedades humanas se organizaron políticamente, reconociendo personalmente a sus ciudadanos. Y en una época en la cual podía decirse que se institucionalizaba el concepto mismo de puesto de trabajo, al que podrían optar diversos individuos.

Las sociedades prepolíticas primitivas, la «comunidad primitiva» invocada una y otra vez por anarquistas y marxistas, está compuesta por individuos que no pueden tener en modo alguno derecho a un puesto de trabajo, por la sencilla y principal razón de que esos puestos de trabajo no existen como tales. Pero no por descuido o desatención de sus legisladores, sino porque, de hecho, las bandas o tribus primitivas ya tienen tareas encomendadas o habitáculos mejor o peor definidos. Y los tienen antes como hechos, o como deberes, que como derechos.

Cuando las sociedades prepolíticas (clanes, tribus, jefaturas) comienzan a transformarse en sociedades políticas, es cuando confluyen, pacífica o violentamente, en territorios de los que solidariamente se han apropiado, sin más derecho que el de la fuerza de la que dispongan para resistir las eventuales entradas o invasiones de otras sociedades que pudieran cruzar sus fronteras. En todo caso, la apropiación originaria del territorio del futuro Estado no podrá considerarse como un robo, porque el robo supone la propiedad que alguien tiene sobre aquello que es robado. (Por ello la célebre sentencia de Proudhon, «la propiedad es un robo», es contradictoria cuando se la interpreta en absoluto, porque el robo ya supone la propiedad que se intentaba deducir de aquél.)

El Estado no podrá surgir, por tanto, como resultado de un pacto de propietarios que buscan consolidar su dominio sobre la clase de los desposeídos. Las clases sociales, en el sentido marxista, sólo pueden comenzar a tener existencia después de constituido el Estado, a saber, en el proceso del reparto desigual del territorio apropiado, entre las familias o individuos que viven dentro del territorio basal del Estado (de la Patria). La sociedad política se organiza precisamente como un ordenamiento establecido entre los propietarios particulares, ya reunido en su territorio. Ordenación que afecta tanto a las relaciones internas mutuas, como a las relaciones con otros territorios externos, separados de él por una capa cortical, a través de la cual será preciso comerciar, pero también guerrear, atacando o defendiéndose de los ataques de los demás.

2. El derecho de propiedad territorial no es un derecho natural sino un derecho histórico que presupone la apropiación de un territorio por una sociedad política

Según esta concepción teórica materialista de la génesis del Estado (una teoría que pretende dar la vuelta del revés a la concepción del Estado de Marx y de Engels, que es, en el fondo, la que sigue operando en las cabezas de quienes se llaman a sí mismos comunistas), el Estado aparece originariamente no para proteger a los propietarios particulares, o para atender a las familias o individuos que hubiesen quedado al margen del reparto constituyente, sino para constituirse en propietarios, como tales, y para ordenar las relaciones (contratos, comportamientos, herencias) entre los propietarios efectivos que se han repartido el territorio apropiado.

Lo que es tanto como decir que el Estado se constituye como un Estado de derecho, antes que como un Estado social. O, con otra terminología, como un Estado policía, o, como decimos hoy, como un Estado de bienestar, en tanto este bienestar incluye la definición precisa de los puestos de trabajo. El Estado aparecerá a escala del ordenamiento jurídico entre los propietarios internos, pero también en el ordenamiento con los Estados exteriores o con los bárbaros.

Todo cuanto vaya referido a la producción de bienes económicos «sociales» comenzará a ponerse a cargo de los propietarios particulares, es decir, de la «sociedad civil» constituida precisamente por esos ciudadanos. En la democracia ateniense de Pericles la Asamblea (el Estado) se ocupará de los asuntos públicos propios del Estado de derecho y del ejército; las cuestiones relativas al trabajo, o a la vivienda, o a la alimentación, correrán a cargo de los propietarios privados (por ejemplo, los esclavos y su alimentación correrán a cargo de la economía doméstica). Solamente al cabo de los siglos, y sobre todo cuando los Estados ciudad se transformen en Imperios, que disputan a muerte su «derecho a la existencia», aparecerá una población o plebe flotante, compuesta por individuos no propietarios, muchas veces hambrientos y peligrosos, porque están decididos, por ejemplo, a aliarse con los bárbaros (como ocurrió en el caso de Espartaco). El Estado, es decir, cada economía satrápica o basilical, tendrá que atender cada vez más a esta plebe, que amenaza con retirarse de la ciudad, para marcharse, por ejemplo, al Monte Sacro, a pequeña distancia de Roma. Los plebeyos consiguieron ya, en 493 a.C., el derecho a ser tribunos de la plebe. De una plebe que recibirá regularmente el pan y el circo (hoy diríamos, la «cultura liberal»), y podrá ser educada, o domesticada, es decir, integrada, en el orden político y social establecido.

Con la transformación del Imperio romano, ya en el siglo IV después de Cristo, en un imperio cristiano, la Iglesia católica, es decir, la Ciudad de Dios, se hará cargo, en nombre de la virtud teologal de la caridad, del cuidado de los individuos o familias no propietarias (hospitales, limosnas, «sopa de los conventos»), mientras que la ciudad terrena, en nombre de la virtud cardinal de la justicia, atenderá ante todo a las relaciones entre los propietarios.

Fue en la época moderna, a partir del siglo XV, cuando las ampliaciones territoriales y los avances tecnológicos (navegación, armas de fuego) y científicos (astronómicos, geográficos) hicieron posible la consolidación de nuevos imperios universales, empezando por el Imperio español y el Imperio portugués, e inmediatamente continuado por el Imperio inglés y por el Imperio holandés. Es en esta época cuando aparecerá la posibilidad de consolidación del sistema capitalista y de la revolución industrial. Y, con ello, de la emigración masiva del campo feudal a las ciudades, en las que se redefinirán, pero a escala estadística, los «puestos de trabajo».

A escala de los Estados imperialistas de la Edad Moderna tuvo que replantearse de nuevo la disyuntiva —formulada en términos actuales— entre la concepción de los Estados como Estados de derecho y la concepción del los Estados como Estados sociales, es decir, la disyuntiva entre el concepto de Estado consagrado a la justicia pública en función del derecho establecido, o el Estado concebido en función de la caridad privada. Y es en este momento cuando la oposición tradicional entre las dos concepciones acerca de las relaciones entre el Estado capitalista y la Sociedad civil, que vive en su ámbito, se enfrenta en torno a la oposición entre el Capitalismo y el Comunismo.

3. La oposición entre el capitalismo y el comunismo en función del Estado moderno

Pero habría que tener en cuenta que la oposición entre el capitalismo y el comunismo es una oposición entre dos ideas que están situadas en diferentes planos.

El capitalismo, esencialmente vinculado a la revolución industrial, propia de una nueva cultura, se dibuja en un plano histórico específicamente antropológico. Aunque envuelto por ideas que no son propiamente históricas, sino más bien genéricamente zoológicas, como pueda serlo la idea del comunismo, en la medida en la cual él necesita seguir invocando la idea de una propiedad común de los bienes. Idea zoológica, puesto que se aplica también a los búfalos que «conviven» junto a la manada de leones y de los buitres que comparten su espacio. Y el plano generalista zoológico en el que se dibuja de la idea del «comunismo», permite involucrar confusamente la idea de igualdad de los organismos individuales que van a participar, tras la disputa a muerte, de los bienes comunes. En todo caso, la idea del reparto implica necesariamente la desigualdad de los individuos que lo reciben, como condición para evitar que un mismo individuo no reciba, dos o más veces, un lote destinado a otros.

Ahora bien, el plano genérico es precisamente aquel en el cual se dibujan las figuras mitológicas de la edad de oro («aquella dichosa edad en la cual no existía lo tuyo y lo mío», que evocaba don Quijote). Pero también la idea mítica de la comunidad primitiva. El plano genérico es el plano mitológico metafísico en el que se mueven los doctrinarios del derecho natural católico (de Santo Tomás o Vitoria) y protestante (de Grocio o de Wolff). Pero el derecho positivo que se dibuja en el plano específicamente histórico, envuelve ya la figura del Estado.

La oposición entre el capitalismo y el comunismo, tal como todavía hoy rige como idea fuerza en el ideario de los partidos comunistas o anarquistas, es, por tanto, desde este punto de vista, una oposición mitológica basada en la conjunción del principio de igualdad entre los hombres y del principio de la comunidad de los bienes de producción.

Ahora bien, la idea de Estado de Marx y Engels se basó en el supuesto mitológico-metafísico de la alienación surgida en el seno de la comunidad primitiva, a consecuencia de la división de esta comunidad en dos clases sociales genéricas, la clase constituida por los individuos propietarios que poseen los medios de producción y la clase de los desposeídos o explotados. El Estado se entenderá como un aparato inventado por los explotadores (inspirados por el Genio maligno) para consolidar su posición de dominio frente a sus víctimas, los explotados. Y aun cuando a lo largo de la historia vayan cambiando los modos de producción (esclavismo, feudalismo, capitalismo), sin embargo la relación genérica constitutiva, según el mito (de la sociedad política), se mantendrá invariable. Y sólo podrá traspasarse este horizonte mítico tras la demolición, no menos mítica, del Estado, y la recuperación ampliada de la comunidad primitiva en el Paraíso socialista, bendecido por la Naturaleza, y en funciones de Padre omnipotente.

Pero aquello que ni Marx ni Engels tuvieron en cuenta (es decir, aquello que confundieron) fue en la idea de la apropiación pública de un territorio por una sociedad que tenía ya muy poco de primitiva. Porque, de hecho, la sociedad dispuesta a apropiarse del territorio era el resultado de una confluencia de bandas y de jefaturas, previamente establecidas.

Se trataba de una apropiación a la que «nadie tenía derecho», por cuanto la Tierra, entonces, no es que fuera de nadie, sino que, de hecho (no de derecho), era de todos. Todos podían, de hecho (no de derecho, aún inexistente), entrar en cualquiera de los territorios que iban a ser apropiados. Una apropiación del territorio que se llevaba a efecto sin más derecho, ni menos, que la fuerza de resistir la entrada en ese mismo territorio de cualquier otro grupo.

La propiedad privada (individual, familiar o grupal), como derecho positivo de los individuos o de sus familias, vendrá después de la apropiación del territorio, y derivará del reparto, desigual o asimétrico, de una gran parte del territorio público apropiado. Hay argumentos muy serios para afirmar que la propiedad estricta, derivada del reparto del territorio apropiado, correspondió antes a las familias que a los individuos; una de las pruebas más fehacientes podría ser la del «derecho de herencia» vinculado generalmente al derecho de propiedad, puesto que la herencia implica que el titular de una propiedad la asume como miembro de su familia, y no como sujeto absoluto que podría legar incondicionalmente sus bienes a individuos enteramente ajenos a su familia.

En principio podemos concluir que, dado el Estado (ya constituido, frente a otros Estados), nadie tendría por qué quedar sin las propiedades necesarias para subsistir. Pero en el curso de la evolución de los Estados, sobre todo cuando estos comienzan a fundar colonias o a organizar Imperios, habría comenzado a crecer la población flotante (es decir, sin propiedades, sin puestos de trabajo), dentro de cada Estado. Y entonces será cuando aparezcan nuevos problemas, así como nuevas y apremiantes necesidades. La más importante será, acaso, la necesidad de redistribuir los bienes necesarios a estos individuos o grupos de individuos flotantes. Esta necesidad, ¿correrá a cargo del Estado, es decir, será una misión pública? O bien, ¿correrá a cargo de los propietarios particulares, acaso de los más ricos, es decir, de los que puedan desprenderse de parte de su riqueza? O bien, ¿será el Estado quien ordene a los propietarios (directamente o a través del impuesto) a proporcionar a los desposeídos de los bienes necesarios para su subsistencia?

Todo esto obliga, o lleva al límite la obligación, de establecer las fronteras que marcan el exceso de bienes de los propietarios. Es aquí donde se requieren criterios para el reparto, diversificados según sus consecuencias. Y no deja de sorprender que, en nuestros días, las reivindicaciones políticas de los llamados partidos de izquierda se mantengan a una escala muy similar a aquella en la que, en el siglo XVI, se plantearon problemas similares a los nuestros. Los más radicales, en la edad moderna, fueron los anabaptistas de Juan de Leyden, a los que se enfrentó Luis Vives. En nuestros días los «colectivistas» (como el alcalde de Marinaleda, el sindicalista Cañamero o el dirigente izquierdista Cayo Lara) comparten el proyecto, de intenciones también colectivistas, ofrecido por la Junta de Andalucía, consistente en crear un banco de tierras, no ya con fines de concentración parcelaria entre propietarios, sino orientado al reparto de tierras entre quienes la trabajan, aunque no sean propietarios de ella. El esquema de la comunidad primitiva de la Edad de Oro sigue inspirando este programa colectivista.

Pero el colectivismo tiene vocación universal, y debe extenderse también más allá de sus fronteras iniciales. Y esta posibilidad estaba presente en los debates acerca de si el comunismo podía llevarse a cabo en un solo país, o si la revolución comunista debía ser no sólo permanente sino universal. Los más radicales tendieron a suponer la posibilidad de una sociedad globalizada universal, distinta de las sociedades políticas delimitadas en un territorio de fronteras definidas. Pero, ¿cómo podría establecerse esta sociedad universal más allá del Estado? ¿No podríamos llevarla a cabo desde las comunidades de fieles y, sobre todo, desde las comunidades reformadas? Así lo creyeron los valdenses, los anabaptistas o los calvinistas. En el siglo XVI se vivió la idea de una sociedad comunista, unida al sentimiento del fin del mundo. En los siglos XIX y XX, Bakunin, Marx o Lenin confiaron en que la supuesta progresiva tendencia a la extinción del Estado capitalista despejase el campo y facilitase la refundación de una sociedad comunista, en la cual se reintegrasen las múltiples comunidades primitivas, formando una nueva comunidad humana universal, la sociedad comunista.

Ahora bien, cuando aparece la necesidad de poner un límite al concepto de «exceso de bienes atribuibles a los individuos, familias o asociaciones», aparecen también los problemas relativos a la determinación de estos límites. En efecto, según los parámetros, se llegarían a borrar las mismas líneas que constituyen el derecho de propiedad.

¿Qué significa la propiedad positiva, atribuida al individuo, familia o asociación particular? ¿Significa que el propietario puede usar y abusar de sus propiedades, puesto que es dueño de ellas? (O, lo que es equivalente, desde la perspectiva del sistema «capitalista»: ¿significa que quienes poseen un capital, que lo han acrecentado con avaricia, pueden guardarlo o despilfarrarlo, en lugar de ponerlo a circular para que los demás puedan aprovecharse de sus beneficios?)

Pero entonces, «el rico» dejará de ser antisocial, y se convertirá en un prohombre que ha hecho germinar las riquezas colectivas. Los protestantes, como nos dijo Max Weber, tendieron a reinvertir o resembrar sus ganancias, fuera como ordalía destinada a sondear el destino que Dios les había concedido, fuera objetivamente como un reconocimiento de la capacidad de un capital para incrementarse. Los católicos, en cambio, cuando estuvieron inspirados por Aristóteles, y no se guiaron por el ascetismo capitalista protestante, sino que reconocieron el derecho a incrementar los bienes siempre que estuvieran dispuestos a ponerlos al alcance de círculos más amplios, aunque no fuese más que por liberalidad o por magnificencia.

4. El «estado de bienestar»

Los planteamientos escolásticos de las cuestiones relativas a la redistribución de los territorios y bienes apropiados (Santo Tomás, Cayetano, Vitoria, Vives, Suárez) se hicieron no tanto desde una perspectiva política, sino desde una perspectiva ética o moral. Una perspectiva que apelaba, ante todo, a las virtudes o vicios cuasi psicológicos de los propietarios (caridad, avaricia, liberalidad, magnanimidad, prodigalidad), que eran considerados, por cierto, como cuestiones filosóficas de «menor cuantía» (comparadas con las cuestiones propias de la filosofía política o de la metafísica).

Es decir, como cuestiones más propias de «moralistas», que los filósofos de la política o los metafísicos creían poder mirar desde lejos. Pero ocurría que las cuestiones involucradas en las virtudes teologales (por ejemplo, la caridad) o en las virtudes cardinales (por ejemplo, la liberalidad), que, sin duda, solían ser tratadas por los moralistas desde perspectivas psicológicas (muy cercanas a lo que en nuestros días tiene que ver con los llamados libros de «autoayuda»), arrastraban también cuestiones políticas y, desde luego, metafísicas. Por ejemplo cuando se debatía la cuestión del origen del poder político, y se atribuía a Dios. Y esto sin olvidar el alcance antropológico de estos debates, incluyendo aquí lo que se llamaría más tarde «filosofía de la historia».

Con razón se ha reivindicado la figura de Luis Vives, quien desde la misma Holanda («Batavia») publicó, a modo de las relecciones escritas por Vitoria los dos famosos «informes» De subventione pauperum (1525) y De communione rerum (1535). Relecciones en las cuales prefigura, mejor que Vitoria (pero tan distante de él como lo estaba respecto de Grocio), los debates de nuestros días en torno al enjuiciamiento económico político del comunismo, por un lado, o de los debates sobre el «estado de bienestar», por otro.

Está ya muy extendida la tesis del papel que las «virtudes protestantes» tuvieron en el origen del capitalismo. De la virtud que impulsaba a los calvinistas a reinvertir las ganancias en los negocios y a un ascetismo que tenía mucho que ver con la condenación del vicio de la prodigalidad.

Y, como última «pulsación» de la oposición entre el comunismo y la propiedad privada podemos reconocer el enfrentamiento, en nuestros días, entre las teorías del estado de bienestar, un concepto vecino al de la «ciudad terrena», y los teóricos del liberalismo económico, vecino de la tradición anarquista o antiestatista, propia de la «ciudad de Dios» agustiniana.

5. El estado de bienestar no es una creación ex-nihilo del Estado moderno

La idea del Estado de bienestar, en cuyo marco se acoge el derecho a un puesto de trabajo «dignamente remunerado» (sin que puedan establecerse los parámetros de esta dignidad), suele ser considerada como una idea relativamente reciente. Al menos su expresión verbal (the Welfare State) habría sido acuñada por el arzobispo de Canterbury, William Temple, en los primeros años de la «guerra fría», para enfrentarlo al «estado de guerra» de los nazis, e incluso a los axiomas de la «política keynesiana». Fue otro inglés, Willian Beveridge, quien, ya en 1942, en plena guerra caliente, habría reivindicado el bienestar como un derecho fundamental de los ciudadanos.

La idea de un estado de bienestar llega a presentarse, como un «derecho» que tiene que ser atendido por un «Estado social». Un Estado que, por tanto, no podría replegarse al circuito jurídico del «Estado de derecho», puesto que tendría que incluir, entre sus programas, la gestión de la economía política, de la «policía», en la acepción tradicional (la que Covarrubias define, en su Tesoro, de este modo: «Consejo de policía: el que gobierna las cosas menudas de la ciudad [menudas, para el Antiguo Régimen] y el adorno de ella y limpieza [lo que implica atender a los mercados de abastos, a los mendigos, a los enfermos]»). La novedad de Luis Vives, respecto de los tratadistas clásicos del derecho, en su relección De subventione pauperum, consistía principalmente en atribuir, como fin propio de la república (del Estado), la obligación de atender a las necesidades primarias de los ciudadanos y de sus familias, en lugar de dejarles «abandonados a su suerte» (por ejemplo, a la caridad de una iglesia o de un prócer).

Sin duda encontramos abundantes restos de estas atenciones de «beneficencia» de hecho en ciertas instituciones municipales, o en las cofradías medievales y modernas, fundadoras de hospitales, residencias, a impulso de las peregrinaciones, que ejercían en su época el papel de las «vacaciones pagadas por la empresa». Pero de derecho habría que esperar al siglo XIX, a la época de la producción industrial, a gran escala, que atraía a miles de campesinos y de población flotante en busca de un «puesto de trabajo» definido con precisión por los gerentes de la fábrica. Se cita a Bismarck, al Estado soviético (que asumió efectivamente, como funciones políticas primarias, la producción y distribución de alimentos, la educación, la sanidad pública, los seguros de vejez). Se cita también el New Deal de Roosevelt, y por supuesto el Estado totalitario (como denominación asumida por el fascismo mussoliniano) opuesto al Estado de derecho kantiano.

Sin embargo, conviene tener en cuenta que el llamado Estado benefactor, o de bienestar, fue visto con gran recelo tanto por los anarquistas y los marxistas como por los liberales. Los anarquistas y los marxistas objetaron al proyecto de un estado de bienestar, antes que sus intenciones subjetivas orientadas a la atención del pueblo trabajador, a la perspectiva del estado burgués (capitalista), desde el cual se interpretaba el significado objetivo del proyecto como un instrumento para disimular la explotación capitalista.

Los liberales, por su parte, veían en el Estado de bienestar un proyecto que ponía en peligro la libertad de elegir o la libertad de decidir. Kelsen, por su parte, desde su perspectiva democrática, subrayó que los objetivos del estado de bienestar incluyen su entendimiento en un sentido igualitario y que podían cumplirse más rápidamente y mejor en un Estado distante de la democracia, porque el socialismo, que ponía en peligro la libertad, sin embargo la sacrificaba a la igualdad de un estado de bienestar socialista. En este sentido se pronunciaron los principales representantes de la llamada «Escuela austriaca de economía»: Hayek, en su famoso libro Camino de servidumbre (1944), advirtió que la justicia social propugnada por las corrientes comunistas y aún por la socialdemocracia, llevaba a la dictadura. Y Milton Friedman, en su Libertad de elegir (1980), subrayó que sólo en el mercado libre el consumidor es el auténtico soberano total.

6. El «Estado liberal»

En cuanto al «Estado liberal», acaso lo principal fuera subraya el hecho de que él buscó (y busca) definirse, ante todo, por oposición al comunismo. O, si se prefiere, al capitalismo de Estado, sistema al que se había ajustado la Unión Soviética tras los planes quinquenales y tras su intento de reconocer como un hecho ya cumplido la transformación de la dictadura del proletariado en una república socialista democrática, en la que habrían desaparecido las clases sociales antagónicas.

Y es esto lo que nos permite subrayar que la crítica del liberalismo a la socialdemocracia y al comunismo mantiene una gran afinidad con las críticas que Luis Vives, en las relecciones citadas, y principalmente en la de 1535, dirigió contra el colectivismo místico de los anabaptistas (Müntzer o Juan de Leyden, «El profeta»).

7. Interpretación ética e interpretación política del derecho al puesto de trabajo

Los cuatro, cinco o seis millones de desempleados en la España de 2013, vistos (sobre todo por obra de los medios de comunicación) como encarnación de la «famélica legión», representan el punto de partida para explicar las manifestaciones, huelgas, concentraciones masivas de quienes reclaman un puesto de trabajo. ¿Dónde quedan los tiempos en los cuales los trabajadores reclamaban aquello que Lafargue, el yerno de Carlos Marx, llamó el «derecho al ocio»?

Estas manifestaciones, huelgas o concentraciones masivas no sólo tienen lugar en España. También en otros países de Europa o del mundo. El mismo papa Francisco proclama una y otra vez, desde el Vaticano, el «derecho natural al trabajo» que tiene cada uno de los millones de individuos que constituyen el conjunto (o el «colectivo») de los «pobres del mundo».

Podría afirmarse que, en general, quienes se movilizan indignados por su situación desesperada y exigen «un puesto de trabajo» en nombre de su derecho dentro del estado de bienestar lo hacen movidos antes por razones éticas o psicológicas que políticas. No sólo reclaman su derecho al trabajo, sino también el castigo de los poderosos corruptos que, al parecer, se lo han robado. Su actitud reproduce casi literalmente la actitud mítica de quienes consideran la corrupción (el pecado) de Adán y Eva en el Paraíso, y esperan el justo castigo de su pecado original.

Sin embargo, la ideología de la corrupción de los poderosos, vinculados al capitalismo (como causa del desempleo y de la pérdida de los puestos de trabajo) se presenta en dos versiones distintas:

La primera versión (preferida por los socialdemócratas, cuando buscan ante todo atacar al gobierno de los populares democristianos) tiene un coloración ética, la que atribuye la corrupción a la ambición de los poderosos que buscan asegurarse un porvenir confortable cuando tengan que abandonar sus plataformas políticas o bancarias, o empresariales.

La segunda versión (preferida por los comunistas) es la que añade a esta coloración ética un matiz económico-político todavía más repugnante: la corrupción de los poderosos capitalistas no es sólo el efecto de una enfermedad psicológica (la ambición, la inseguridad) sino de un designio mucho más taimado, propio del capitalismo, porque busca directamente el incremento del «ejército de reserva» que permita en lo sucesivo disponer de mano de obra cada vez más barata, y con ello elevar su tasa de ganancia. Esto explicaría que el incremento de los pobres contribuirá al incremento de los ricos. Los ideólogos comunistas desempolvan hoy la cartilla del marxismo anterior a la caída de la Unión Soviética (por ejemplo los catecismos de Marta Harnecker, en los que aprendieron los secretos de la historia los dirigentes de IU y del PCE).

En todo caso, ambas versiones de la idea fuerza que conduce a reclamar el pleno empleo, el estado de bienestar y el puesto de trabajo coinciden en denunciar a la corrupción de los poderosos como causa de la crisis. Por ello sus reclamaciones van unidas a la petición de procesamiento y castigo de los corruptos. Podríamos aquí advertir una suerte de terror de los socialistas y de los comunistas ante las contradicciones objetivas de las sociedades humanas históricas o de la misma naturaleza cósmica. Comunistas y socialistas (por no citar también a los anarquistas), en cuanto creyentes en el «progreso universal», sólo pueden barruntar, aterrorizados, que es la Realidad misma la que impide recurrir al progreso. Por ello prefieren cargar la responsabilidad de las crisis a los desmanes promovidos por los capitalistas insaciables y corruptos: el mal procede del Hombre y no de la Naturaleza. También proceden del Hombre corrompido —y no de la Madre Naturaleza— los desastres ecológicos que nos acechan: calentamiento global, deforestación, sequías, lluvias ácidas, &c.

Parece que, en el fondo de sus reivindicaciones, los desempleados piensan que si no hubiera habido corrupción (comenzando por la «corrupción originaria», la alienación, que dio origen, según el esquema marxista, a la división de la sociedad humana en clases antagónicas) no hubiera tampoco habido crisis. Que las crisis económicas o políticas tienen siempre responsables, y que por ello el único remedio adecuado, necesario y suficiente para detener las crisis y para lograr reflotar los puestos de trabajo, es arremeter contra los corruptos, insultarles, acosarles, procesarles, confiando en que los jueces incorruptos los metan en la cárcel, y, desde luego, derriben al gobierno que, según creen ver, contempla el escenario en actitud especulativa y sin voluntad de cambiarlo.

Ahora bien, a nuestro entender, esta ideología de la corrupción como causa de la crisis y de la pérdida de los puestos de trabajo, y esta apelación a los derechos humanos que lleva aparejado el castigo de los corruptos, es fruto de la ignorancia. Es decir, tanto quienes mantienen la versión socialdemócrata como quienes mantienen la versión comunista son ignorantes profundos, porque desconocen los mecanismos reales, materiales, históricamente desplegados, de la conformación de los puestos de trabajo, de los derechos, y por tanto los mecanismos de la corrupción y de la crisis. Y por ello apelan a un puro voluntarismo, de cuño idealista, que invoca a ideas dadas ya en el siglo XVI, a escala metafísica («humanidad primitiva», «igualdad de todos los hombres», «derechos humanos»); voluntarismo que pretende que sean creados los puestos de trabajo por un gobierno incorrupto, en nombre de los derechos humanos y del Estado de bienestar.

Con esto no pretendemos exculpar a los corruptos, ni siquiera atenuar su culpa. Sólo queremos denuncian la imposibilidad de remontar la crisis del empleo invocando el derecho al trabajo de los desempleados. Pues no se trata de que los desempleados, por creer tener derecho al trabajo, logren recuperar un puesto de trabajo cuando los poderes corruptos sean removidos. Pues lo que hay realmente no es tanto una conculcación del derecho al puesto de trabajo, porque lo que no hay es trabajo. Y no lo hay porque las llamadas «crisis del capitalismo» son sobre todo crisis de superproducción (visibles claramente en las «burbujas inmobiliarias»), sin contar con las crisis «basales» vinculadas a la «Naturaleza».

Quien tiene hambre, no por proclamar su derecho natural a los alimentos puede esperar que, de ese derecho, surja la comida. Debe buscarla él, y si se encuentra en estado de necesidad, tendrá que buscarla incluso recurriendo a la «violencia del robo» (o de la incautación de productos acumulados por el capitalismo en supermercados), puesto que lo contrario equivaldría a elegir el camino del suicidio por inanición. Y con esto volvemos al De subventione pauperum de Vives: la comunidad de los bienes está comprendida en el mismo derecho de propiedad, y todos los «desheredados» tienen «derecho» (si tienen poder) para cruzar las fronteras de las naciones a fin de buscar allí el trabajo que no encuentran en su propia nación, en un intervalo de tiempo proporcionado. Pero este derecho no garantiza el hecho de un futuro «estado de bienestar». Ni siquiera su posibilidad, al menos si nos atenemos a la idea de posibilidad que definió Diodoro Cronos: la posibilidad de un hecho o de un proceso es una idea retrospectiva, porque sólo se abre cuando este hecho o proceso ya se ha realizado. La posibilidad es una modalidad del ser que hay que ponerla más que en el futuro, en el pasado, en cuanto idea retrospectiva. César sólo pudo saber que le era posible pasar el Rubicón cuando de hecho lo pasó.

 

El Catoblepas
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