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El Catoblepas, número 151, septiembre 2014
  El Catoblepasnúmero 151 • septiembre 2014 • página 8
El mundo no es suficiente

Las tres caídas del mundo contemporáneo

Grupo Promacos

La geopolítica de nuestro presente se define en función de tres caídas simbólicas. Del correcto dimensionamiento de la última de ellas depende, más que el orden mundial, el futuro del racionalismo occidental.

Nueva York, zona cero

Fueron muchos quizá los que pensaron, con Fukuyama, que con la caída del muro de Berlín, símbolo y realidad del colapso de la Unión Soviética con el que encontraba su fin la guerra fría, el mundo, o –quizá mejor– la historia, había entrado en una última y definitiva fase: aquélla en la que la libertad, la democracia, el desarrollo capitalista correctamente implantado (es decir, replicando el procedente «clima de negocios» aquí y allá) y el diálogo habrían de erigirse en los dispositivos ideológico-políticos y económicos supremos a los que el planeta entero habría de ceñirse en el futuro por delante tanto para la resolución de sus problemas fundamentales como para la confección y conducción de las sociedades políticas del mundo.

Se trataba del célebre «fin de la Historia», entendiéndolo como el fin de los conflictos ideológicos tras del cual se levantaba victoriosa la democracia liberal como única alternativa de organización de las sociedades políticas de nuestro presente. Desde entonces han pasado más o menos veinticinco años. Fue el segundo gran colapsoo caída –el de la Unión Soviética– que define la geopolítica de nuestro mundo. El primero tuvo lugar hace más o menos siete décadas.

Fue en abril de 1945. En los últimos días de la Batalla de Berlín, Adolfo Hitler se suicidaría junto con su esposa Eva Braun para evitar su detención y humillación por parte del Ejército Rojo, que recién había logrado tomar definitivamente Berlín, precipitando con ello la rendición incondicional de la Alemania Nazi ante los generales soviéticos. En 2004, el director de cine alemán Oliver Hirschbiegel reproduciría los detalles de tan aciagos momentos finales bajo el inequívoco título de Der Untergang. La caída, en efecto.

Por esas mismas fechas, el cuerpo sin vida de Benito Mussolini pendía, colgado boca abajo y ultrajado y humillado por la cólera popular en la Plaza de Loreto de Milán. Bajo su gobierno, en junio de 1940, la Italia fascista había entrado en la Guerra en alianza con Alemania. Pero para julio del cuarenta y tres, las tropas aliadas (Montgomery, Patton) habían tomado con éxito Sicilia, prefigurando con ello la derrota italiana. El cuerpo ondulante de Mussolini en esa tétrica e inolvidable imagen de la Piazzale Loreto di Milano era el símbolo elocuente del fin del otro brazo del totalitarismo: el brazo fascista. Desde entonces han pasado, en efecto, más o menos setenta años.

Estas dos caídas o colapsos simbólicos, del totalitarismo nazi y fascista a mitad del siglo XX por un lado y del comunismo soviético cincuenta años después por el otro, habrían de ser interpretadas a la distancia como el triunfo del racionalismo occidental, fundamentalmente en su modulación democrático-liberal, sin perjuicio de que ambos totalitarismos: el germánico-italiano y el soviético, podrían ser puestos –muchos así lo hicieron– en una línea de desarrollo evolutivo filosófico e ideológico también y precisamente occidental, que podría quizás encontrar en Hegel su matriz de configuración. La teleología de la historia y la teoría del Estado de cuño hegeliano, en efecto, habría sido el motor que estaba trabajando detrás tanto del sistema totalitario fascista, a través, por ejemplo, de la interpretación de un Giovani Gentile, o del nazi, a través tanto de Rosenberg como de una cierta interpretación de Nietzsche, cuyas obras completas fueron regaladas por Hitler a Mussolini, y también las de Heidegger, como luego habría de hacerse público tras los análisis de Víctor Farías.

Y por el lado del comunismo soviético, la cristalización histórica que hubieron de poner en práctica Lenin y Stalin podía ponerse también en correspondencia con la transformación que del sistema de Hegel hiciera Carlos Marx en sus tesis sobre el motor de la historia, y en su poderosa arquitectura teórica en donde, además de la filosofía clásica alemana, quedaron sintetizados también el socialismo francés y la economía política inglesa. Desde este punto de vista, con quien tuvo el siglo XX que hacer su ajuste de cuentas fue con la herencia de Hegel y su filosofía del espíritu absoluto. Y esto fue quizá, precisamente, lo que quiso hacer Fukuyama, sin perjuicio del poco rigor en la utilización de los textos que tanto de Hegel como de Marx haya hecho. Porque lo que importó fue la propagación urbi et orbi de la ideología en cuestión.

Pero vino luego una tercera caída, que acaso tomó a todos, de alguna manera, por sorpresa. El 11 de septiembre de 2001 caían las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York, símbolos –la ciudad y las torres– del capitalismo, la democracia y la libertad. Nada más ni nada menos. La imagen dio, al instante, millones de vueltas por el mundo. Imposible olvidarla también.

Pero no era Hegel lo que estaba detrás de ese ataque. Tampoco era en absoluto Carlos Marx o la lucha de clases como motor histórico. Era el problema religioso como plano de configuración de un antagonismo fundamental. El liberalismo democrático en occidente, heredero del racionalismo ilustrado, supeditaba la cuestión religiosa, por un lado, al ámbito de la vida privada y a la elección individual, y a la tolerancia liberal de la diversidad religiosa como fundamento del estado laico por el otro. Ha sido un error de rango ontológico, inadvertido por muchos, quizá demasiados, incapaces, por no tener un aparato filosófico con la potencia para ello, de advertir los límites internos de la crítica ilustrada, que «pretende destruir la divinidad ignorándola, en lugar de concederle un sentido ontológico ateo en M3», como señalaron Gustavo Bueno y otros, en la década de los ochenta del siglo XX, en un manual de filosofía para bachillerato, Symploké. Para quienes son ajenos al materialismo filosófico (MF), valga la aclaración siguiente: en la ontología del MF, M3 denota el tercer género en el que las materialidades o «contenidos» del mundo se organizan o clasifican. En M1 se sitúan los contenidos del mundo físico «externo» (rocas, edificios o campos magnéticos), en M2 los procesos «internos» (sueños, pensamientos, dolores, afectos), y en M3 las entidades abstractas pero reales (distancias, trayectorias, números primos, númenes, la idea de Dios).

Del lado soviético, el ateísmo científico marxista reducía la religión o a superstición o a vil opio del pueblo, de fácil solución a través de la revolución y la educación socialista y atea. Se trataba del mismo límite interno, tributario del dualismo hegeliano, «cuya herencia ha hipotecado y bloqueado el desarrollo del materialismo marxista», como señala también Bueno, otra vez, en Symploké.

En todo caso, durante la guerra fría el problema quedó subordinado a la dialéctica fundamental configurada en el terreno económico y político-institucional. Nadie previó, al parecer, la emergencia de una nueva magnitud: el fundamentalismo islámico. Estaban todos pensando que, al ignorarla, se destruiría la divinidad. ¿Con quién se tenía y se tiene que hacer el ajuste de cuentas filosófico-ideológico para procesar esta nueva, violenta y sorpresiva variable geopolítica?

Recientemente, Barak Obama ha informado al mundo sobre la decisión norteamericana de intervenir nuevamente en Irak para evitar un posible «genocidio» de una minoría religiosa, principalmente cristianos y chiítas, como consecuencia del avance de la plataforma radical, heredera de al Qaeda, del Estado Islámico de Irak y Levante (EIIL), estructurado como convergencia ideológica del islam suní, el yihadismo y el takfirismo anti-chií. Y luego vinieron las decapitaciones de periodistas occidentales que han dado la vuelta al mundo, con sus uniformes color naranja en conexión directa con los uniformes «imperialistas» de Guantánamo, y los mensajes de amenaza directa contra Obama y la política exterior norteamericana en Irak y, en general, en toda la región de Medio Oriente.

Algunas voces de alarma han surgido, en el sentido de advertir el riesgo que comporta el hecho de «tomar partido» por un grupo religioso, cristiano o chiíta en este caso, frente a otro, so pena de provocar la ira del bando contrario –de los cientos de miles de musulmanes sunitas, muchos de ellos terroristas en potencia, y muchos de ellos también, he aquí la cuestión, distribuidos ya en territorios occidentales, en Francia, en Gran Bretaña, en Italia y en España– y provocar un daño mayor del que se quiere prevenir. La ecuación es, simplemente, devastadora: porque para que exista el terrorismo se necesitan dos cosas, a saber, los terroristas y, sobre todo, las sociedades o estados aterrorizados. ¿No es el terror lo que está detrás de esas señales de alarma que piden prudencia por no pronunciarse por uno de los bandos religiosos en disputa?

Es el callejón sin salida en el que se encuentra la posición ideológica que se supuso triunfadora tras las dos caídas simbólicas que hemos comentado: el liberalismo democrático; una posición desde la que se consideraba que la religión es un problema privado y de elección individual (tratan, en efecto, digámoslo una vez más, de destruir la divinidad ignorándola), y que tomar partido por una frente a la otra significaría un retroceso conservador, refiriéndose críticamente a la «cruzada» asumida por Bush y los republicanos en su campaña contra Irak II y Afganistán, a la que se considera una «narrativa destructiva». Es el maniqueísmo estúpido izquierda-derecha, según sus versiones europeas continentales, o liberal-conservador (demócrata-republicano), según sus versiones norteamericanas.

Se trata, en todo caso, de una nueva variable, que delimita una nueva morfología en la geopolítica mundial y que pone en entredicho los presupuestos mismos de una de las interpretaciones de la racionalidad occidental: la liberal democrática. Su incapacidad para entender el problema es señal de su decadencia.

Y es que lo que verdaderamente está en juego es precisamente nuestro sistema de racionalidad, pero para comprenderlo a cabalidad es necesario incorporar más siglos hacia atrás. Esa es la clave que nos aporta la tercera caída simbólica. La clave no está en el racionalismo liberal e ilustrado del siglo XVIII. Tampoco está en Hegel. Está más atrás: en los fundamentos escolásticos de occidente, que se perfilaron y delimitaron dialécticamente contra el islam. Este es uno de los pilares que soportan la compleja estructura teórica de, por ejemplo, la Divina Comedia de Dante, ese poeta tomista. Y cómo él supo verlo muy bien, la plataforma fundamental de configuración racional de lo que hoy es nuestro mundo fue la cristiandad. El baluarte, la iglesia católica, dentro de cuyas paredes tuvo lugar el arduo trabajo intelectual de Occidente durante siglos, una de cuyas principales floraciones fue ni más ni menos que la transformación, a través de Santo Tomás en disputa contra el averroísmo, de la filosofía griega, posibilitando con ello, more tomista, el desarrollo de los conceptos de la ciencia moderna. Del correcto dimensionamiento de esto depende nuestro futuro. ¿Qué jefe de Estado tendrá la capacidad para decirlo con solvencia y con todas sus letras, sin temer con ello parecer un conservador o reaccionario sino más bien un racionalista, que entre otras cosas ha leído, y entendido, a Dante?

 

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