Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 150, agosto 2014
  El Catoblepasnúmero 150 • agosto 2014 • página 9
Artículos

España, la Patria y La Constitución de 1812
La constitución escrita y la constitución material de una sociedad política

Emmanuel Martínez Alcocer

Analizamos la Constitución de Cádiz de 1812 y principalmente su Discurso preliminar como perfecto ejemplo de la génesis de una constitución jurídica, y, a partir de ello, se muestra cuál es la diferencia entre la Constitución jurídica y la constitución material de una sociedad política y la importancia de esta distinción para la Idea de Patria.

La Constitución de 1812

Introducción

En estos días «pre-refendum» de amarga incertidumbre para España, en los que la sociedad política que llamamos España está seriamente amenazada y puesta en cuestión por diversas facciones sediciosas, se oye a menudo la necesidad de respetar la Constitución, que determinadas acciones no se pueden realizar (o sí) porque no cumplen (o sí) la Constitución. Incluso hay quien apela al «patriotismo constitucional». Pero ante estas cuestiones habría que plantearse un asunto primordial: ¿qué es una Constitución?, y, no menos importantes ¿es ésta la que estructura por sí misma una sociedad política, o más bien ésta tiene otro origen y puede ser preexistente a la Constitución (escrita o jurídica)?, y, si es así, ¿cómo debemos entender esto?

La respuesta afirmativa a esta penúltima pregunta llevaría, por ejemplo, a plantear el sentido que tendría hablar de «patriotismo constitucional», pues si así se hiciese, tendríamos que decir, se estaría hipostasiando a la constitución jurídica de un país sin tener en cuenta que dicho país podría tener un recorrido histórico así como una constitución interna o material distinta y previa, que es lo que justificaría el patriotismo de los individuos componentes de esa sociedad política, la nación. La sociedad política, tendríamos que responder también, estaría basada, desde su propio origen, en el territorio ocupado, apropiado, y en las riquezas del mismo (por lo que sólo a partir de ese momento podría hablarse de propiedad y de lucha de clases). Esta, la capa basal, sería la plataforma sobre la que se asentaría la sociedad política, el Estado, y a partir de ella se organizarían el resto de sus capas (la cortical, para su defensa y relación con otros Estados, y la conjuntiva, para la administración y regulación de la propia capa basal en función de las necesidades de la sociedad política). A esto habría que añadir que, dado que esta capa basal siempre es heredada en todo o en parte, el nombre tradicional que se le ha dado a esta capa basal es el de Patria (tierra de los padres). De ahí que el patriotismo no signifique, tendríamos que decir, otra cosa que la voluntad objetiva de los miembros pertenecientes a dicha Patria de mantenerla en todo momento o, a ser posible, de aumentarla (lo que supone la necesidad de entender la Patria como una idea histórica más bien que geográfica). De este modo, el patriotismo constitucional se nos presentaría como un patriotismo formalista (jurídico), sobreentendiendo con ello que sería la Constitución escrita o jurídica el origen de la Patria y no la Patria (su systasis o constitución material) el origen y fundamento de la Constitución escrita o jurídica.

En este artículo analizaremos las dos posibles formas de entender la constitución de una sociedad política, tomando como punto de apoyo el análisis de la primera constitución española, la Constitución de Cádiz de 1812 y sobre todo su Discurso preliminar, y sus consecuencias para la nación española, con el objetivo de que el lector tenga en cuenta dichas consideraciones a la hora de plantearse y/o responder a las cuestiones planteadas. (Para un análisis más detallado de la idea de patriotismo constitucional ver el artículo de Gustavo Bueno La idea del «patriotismo constitucional»).

Aproximación histórica, la Guerra de Independencia y la Constitución de Cádiz

La marcha de Carlos IV y de Fernando VII y la presencia muy abundante de las supuestas tropas amigas francesas, pero que obviamente resultaron ser de ocupación, crearon en 1808 un vacío de poder en España, en el Imperio. El lógico descontento y la tensión creciente que esta situación produjo dio lugar a que el día 2 de mayo de ese mismo año se produjera una insurrección popular en Madrid conocida como el Levantamiento del 2 de Mayo, hecho que significó el inicio de la guerra y que fue retratado por artistas como Goya. Pero supuso también un hecho a mi parecer mucho más importante, la nación española (todavía nación histórica, en unos años ya nación política) se unió ante un enemigo común. La ya clara resistencia a la invasión se estructuró en las juntas populares, tanto provinciales como locales. Muchas de estas juntas, no todas, adoptaron posiciones revolucionarias y, entre otras cosas, van a suponer un auténtico «poder paralelo» que se encargará del cúmulo de problemas que España debió de afrontar. (Al fin y al cabo, el pueblo era el depositario de la soberanía que Dios le había dado y que el pueblo cedía al rey, ahora simplemente la estaba ejerciendo sin la figura del rey). Aún más, y esto es lo importante, las juntas supusieron que la soberanía monárquica diera paso a la soberanía popular, a la soberanía nacional.

Frente a la pluralidad de juntas, se formaría, no sin cierta resistencia, la Junta Central. Esta Junta Central procedería a la convocatoria de Cortes, las cuales se transformarían poco después en constituyentes. Aunque, debido a algunos conflictos, se produjo la renuncia de los poderes correspondientes por parte de la Junta Central y la creación en enero de 1810 de una Regencia más moderada. El 24 de septiembre de ese mismo año se establecen las Cortes en Cádiz; y ese mismo día aprueban un Decreto en el que aparecen ya los principios básicos del posterior texto constitucional: la soberanía nacional y la división de poderes. La labor de esas cortes fue de indudable importancia, como veremos. Como se apreciará, el contexto en el cual la Constitución de 1812 surge no permitía tener demasiadas esperanzas en cuanto su aplicación efectiva: se encontraba en un marco bélico, el país estaba en medio de la Guerra de Independencia. Es fácil suponer por tanto que las condiciones en que España estaba influyeron de forma determinante en la gestación de la Constitución gaditana. Cádiz era una ciudad fuertemente asediada, pero aun así tenía una poderosa vida comercial y financiera, lo que facilitaba la existencia de un «espíritu» burgués y de un liberalismo latente (la segunda generación de izquierda se estaba ya gestando). Si bien, la situación de asedio supuso una importante dificultad para la llegada de los diversos diputados a la ciudad, así como la elección previa de estos.

Como decimos, en un país vigilado y ocupado por un ejército invasor no resultaba fácil realizar ese tipo de elecciones, como tampoco era fácil el desplazamiento de esos diputados una vez elegidos. Ello provocó que, ante determinadas ausencias, esas plazas fuesen cubiertas por personalidades afincadas en la ciudad de Cádiz o que, procedentes de las provincias externas a la península, estaban de paso antes del inicio del asedio, personalidades por supuesto con inclinaciones políticas del todo variadas. A pesar de todo, la Constitución de 1812 tendrá un cierto carácter de compromiso entre las iniciativas liberales y absolutistas. En definitiva, las corrientes liberales fueron, de algún modo, las vencedoras iniciales en esta dialéctica parlamentaria de Ideas sobre la Nación; no obstante, y aunque ya todo habría cambiado para la Nación española, dicha victoria sería más bien de corta duración. (Para un análisis detallado de lo ocurrido durante la guerra y posterior ver el artículo de Javier Delgado Palomar, sobre todo en su primera parte: Nacionalidad y nacionalidades en la España del siglo XIX (1808-1850)).

Las cortes

Aunque más adelante trataremos el tema,antes de hablar de la obra de las Cortes, sería conveniente hablar de ellas. Así pues, las Cortes de Cádiz se establecieron como un Parlamento unicameral, donde el sistema de elección de diputados estaba regulado de forma muy detallada. Dicha elección era llevada a cabo por medio de sufragio indirecto en cuatro categorías: de la primera de ellas se podría decir que el sufragio era casi universal, eso sí, restringido a varones mayores de edad, y así se iban restringiendo de forma gradual hasta quedar transformado en censitario el sufragio pasivo. Las provincias de todo el Imperio —que no colonias— eran las encargadas de amparar los gastos de los diputados, aunque, a pesar de esto, los diputados debían tener además rentas provenientes de bienes propios.

El período legislativo de las Cortes, esto es, el plazo de tiempo de su mando, estaba estipulado en dos años. Respecto a la convocatoria de las Cortes regía un principio de automaticidad, es decir, que su funcionamiento era independiente del Rey. Las reuniones se realizaban todos los años, por previsión constitucional, durante tres meses consecutivos y con posibilidad de prórroga. Era también tenida en cuenta la posibilidad de convocatoria de Cortes extraordinarias. En lo que respecta a la estructura de la Cámara, en el artículo 118 se instituye la figura de un Presidente (que debe ser elegido por mayoría absoluta de votos), un Vicepresidente y cuatro Secretarios. Se contempla también el establecimiento de una Diputación Permanente de las Cortes, que tenía como objetivo custodiar los poderes de la Cámara cuando no estuviese reunida y que, además, suponía una garantía constitucional de continuidad de las Costes. Se daba también a la Cámara la posibilidad de elaborar y aprobar su propio reglamento de organización y funcionamiento. Además de esto, se establecía la inviolabilidad de los diputados por sus opiniones, así como una inmunidad que consistía en que las causas criminales contra ellos debían de ser juzgadas por un Tribunal de las Cortes y de acuerdo con lo que estipulase el reglamento —hoy hablaríamos de diputados aforados.

En cuanto a las funciones de las Cortes hay que decir que ejercía (conjuntamente con el Rey) la función reglamentaria de todo Parlamento, esto es, el ejercicio de la potestad legislativa. La iniciativa legislativa se atribuía, además de al Rey, al diputado individual. La función financiera también se encuentra recogida en el texto gaditano, donde se otorgaba a las Costes la facultad de fijar los gastos de la Administración y aprobar el reparto de las contribuciones. También se recogen una serie de funciones político-constitucionales muy importantes como recibir juramento del Rey, nombrar a la Regencia, etc. Y otras dirigidas al campo de la Administración y del Fomento. Las Cortes de Cádiz desarrollaron y legislaron, como podemos ver perfectamente, una serie de funciones amplísimas e importantísimas para la reorganización y el mantenimiento o duración del Estado español{}.

Redacción y autoría del Discurso preliminar a la constitución de 1812

Tradicionalmente se ha aceptado que la redacción del Discurso preliminar de la constitución de 1812 es obra de Agustín de Argüelles. Es cierto que fue así, pero esto requiere de matizaciones. Podríamos afirmar que el principal fundamento para esta consideración es el hecho de que fuese el mismo Agustín de Argüelles el que realizase la lectura del Discurso preliminar ante las Cortes, por acuerdo de la propia Comisión de Constitución. Esto lo pone de manifiesto la lectura de las Actas de Comisión, pero también lleva a matizarlo el silencio en obras posteriores que guardaría el propio Argüelles sobre la redacción de este Discurso preliminar, así como las discrepancias que el mismo Argüelles tendría con algunas de las ideas expresadas en el texto del Discurso —lo que abre también la interpretación de una coredacción. Estas Actas, como se ha dicho, confirman la autoría del Discurso por parte de Argüelles, pero no hay que olvidar que no expresa su pensamiento, sino un pensamiento colectivo, el de la Comisión, y que lo redactó con ayuda de José de Espiga—. El motivo de la redacción del Discurso fue decidido por la Comisión en su sesión del 22 de Julio para que fuese un discurso o preámbulo razonado a la Constitución{2}, adquiriendo por ello tanta importancia como la Constitución misma. Fue en esta sesión donde se acordó que los encargados de realizarlo serían Agustín de Argüelles y José de Espiga.

El Discurso se redactó en tres partes, y fue leído asimismo en tres momentos distintos. La redacción del documento es sencilla y clara, cuenta con numerosos argumentos históricos que tratan —y este es el punto que más nos interesa a nosotros— de confirmar la tesis nada extraña de que nada hay que sea totalmente nuevo ni de copia de otras Constituciones, sino que al contrario recoge leyes ya existentes anteriormente en España. Además, realiza un recorrido muy detallado de la Constitución, casi título por título —nosotros veremos sólo los que creemos más relevantes—. Se habla siempre de forma impersonal y con insistencia respecto a los objetivos de la Comisión, sus razones, sus dudas, y su pensamiento —como la defensa por parte de los liberales de la comisión de que el núcleo de la Constitución, esto es, la soberanía nacional y la representación no estamental, no son algo nuevo ni de exterior a la nación, sino que entronca con la constitución histórica medieval de España—. Pero, aunque se dé primacía a la pluma de Argüelles, tiene que quedar patente que, como no podía ser de otra forma, se trata de una obra de carácter colectivo, y que José de Espiga también tuvo parte en su elaboración. Esto explica que Argüelles en sus obras posteriores no haga ninguna referencia a este Discurso preliminar como obra de producción propia, y que, en ocasiones, sus ideas no se ajustasen con algunas de las expuestas en el Discurso. Por tanto, podemos afirmar que no hay inconvenientes en que se le conceda la autoría del Discurso, pero con la salvedad de que lo redactó con colaboraciones y expresando un «pensamiento colectivo». No fue tampoco un proyecto anterior sobre el cual se redactase la Constitución, sino un razonamiento o justificación argumentada para legitimarla. Además, fue escrito conforme la Constitución se redactaba.

El Discurso preliminar a la Constitución de 1812

Como se ha dicho, el Discurso recoge un «pensamiento general», y como es normal, lo mismo ocurre en la Constitución misma. Y es que, como bien es sabido, los redactores de un texto constitucional en muchas ocasiones se limitan a dar forma jurídica a ideas que «están en el ambiente» y a hechos que han anticipado su formulación, como fue el levantamiento nacional producto de la invasión francesa. Este levantamiento produjo una identificación de la nación (que llevaría a una holización de la misma), que pedía la independencia y soberanía propia. Esta reivindicación tomó forma en las Juntas Provinciales, después, en la Junta Central y, finalmente, en las Cortes, producto de las cuales fue la Constitución, y, consecuentemente el Discurso preliminar. Las Cortes, además de dar expresión a estos requerimientos, reafirmaron otros principios como la división de poderes, la libertad de imprenta y la seguridad personal. Las Cortes no dieron ningunas directrices a la Comisión, pero con sus decisiones ya habían dado las bases sobre las que se fundamentaría el proyecto constitucional: soberanía nacional, división de poderes, monarquía moderada (o constitucional) y libertad de los ciudadanos. Estos son los puntos más importantes en los que se centra el Discurso preliminar, aunque trata muchos otros, y eso mismo haremos nosotros.

El primer punto que se trata en el Discurso tiene como título Las raíces tradicionales, lo que ya indica cuál va a ser el empeño de Argüelles y de la Comisión en este apartado, que no será otro que la defensa y confirmación de las ideas plasmadas en la Constitución, las cuales habían sido tachadas de extranjeras y de demasiado novedosas{3}. Esta defensa se ve desde el primer momento, pues como muestra el propio texto «nada ofrece la Comisión en su proyecto que no se halle consignado del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la legislación española»{4}. Se muestran además numerosos ejemplos como pueden ser el Fuero Juzgo, la Unión aragonesa, el Justicia, la Partidas, el Fuero Viejo, el Fuero Real, etc. Es decir, que desde el primer momento, en el Discurso se está negando taxativamente la «novedad absoluta» de las leyes constitucionales, se niega en definitiva que la Nación se «esté dando la ley o la Constitución a sí misma», porque todas esas leyes están fundamentadas necesariamente en la tradición legislativa española. O, dicho de otra forma, que para hacer la prolepsis legislativa o constitucional y nacional que suponía la Constitución de 1812, se requería previamente hacer una anamnesis de las leyes previas existentes en España y de la constitución material de la misma.

En el segundo punto, no menos interesante, el Discurso entra de lleno al estudio de la soberanía de la nación. Un punto fundamental en la Constitución, y, por supuesto, en el Discurso preliminar. La soberanía, como explica el Discurso, reside en el Congreso, que representa a la Nación (ahora ya interpretada como nación política) y expresa su voluntad general, inclusive la autoridad del Rey y la potestad de sus actos se fundan en consentimiento de la Nación. La afirmación de la independencia de la Nación, «que no es ni puede ser patrimonio de ninguna persona ni familia»{5}, es la justificación y legitimación de la Guerra de Independencia y de la transformación del Imperio. De tal forma que Napoleón no podía «obligarnos a admitir la Constitución de Bayona, ni a reconocer el gobierno de su hermano»{6} ya que «un Estado se llama libre cuando es dueño de sí mismo y tiene el derecho de hacer sus propias leyes»{7}. La soberanía nacional es un derecho que es proclamado por la misma Nación española, contra el resto de naciones.

Esta proclamación de la soberanía nacional también incluye otro tema muy importante, aunque no demasiado ahondado en el Discurso, que no es otro que la libertad de imprenta. La libertad de imprenta y la libertad de discusión constituían, dice Argüelles, la manifestación de la fuerza de la «opinión pública», sujeto de la revolución y «expresión» de la soberanía de la nación. La libertad de escribir y publicar supone la eliminación de la licencia, de la revisión y aprobación antes de la publicación, es decir, suprime la censura. Pero esta suspensión no se hace sin que quede sujeta a responsabilidades, que sería exigida después de la publicación. Una excepción serían los escritos religiosos, que sí que estaban sujetos a previa revisión. Pero sobre todo, esta libertad de imprenta y expresión supone «un freno a la arbitrariedad del gobierno», y también «un medio de ilustrar a la nación en general», la única forma de establecer «una verdadera opinión pública.»{8}

En los tres puntos siguientes se habla de la necesidad de la separación de poderes (con una tendencia a centrarse sólo en los relativos a la capa conjuntiva: legislativo, ejecutivo y judicial y dejando sin tratar en su justa medida los correspondientes a la capa basal y cortical, esenciales para toda sociedad política y para la Patria, llegando a caer así en una concepción formalista (conjuntiva) de la sociedad política), estableciendo cada uno a un organismo distinto. Se atribuyó la potestad de hacer las leyes a las Cortes Generales junto con el Rey, que podía ejercer el veto de leyes hasta dos veces en años sucesivos. El poder ejecutivo recaería sólo en el Rey, aunque con limitaciones, y el poder judicial quedaría en manos de los tribunales y justicias establecidos en el reino. El primer objetivo concerniente a las Cortes era el establecimiento de representación no estamental y unicameral. No es otra la razón para estas medidas que el hecho de «que los brazos, que las cámaras o cualquiera otra separación de los diputados en estamentos provocaría la más espantosa desunión, fomentaría los intereses de cuerpos, excitaría celos y rivalidades», esas «fueron las principales razones porque la Comisión ha llamado a los españoles a representar a la nación sin distinción de clases ni estados.»{9}

Se desestima también dar diputados a las ciudades con voto en las Cortes, ya que estas son «la verdadera representación nacional», de igual forma se suprimen los diputados de juntas. Y se introducen dos importantes contribuciones, la primera es la de no exigir para ser diputado provincial «la naturaleza material», la segunda es exigir al diputado el tener una renta anual proporcionada, procedente de bienes propios. Pues «nada arraiga más al ciudadano y estrecha tanto los vínculos que le unen a su patria como la propiedad territorial o la industria afecta a la primera»{10}. Se establece a su vez una reducción de diputados —algo que hoy día debería plantearse con seriedad, dado que la disciplina de voto de los partidos hace casi inútil la cantidad de diputados existentes en el Parlamento y de senadores en el Senado—, y un sistema de alternancia de los mismos, renovándose éstos cada dos años. Junto con el establecimiento de reuniones anuales de las Cortes, lo cual «es el único medio legal de asegurar la observancia de la Constitución sin convulsiones»{11}, y también contribuye a acercar los vínculos «con los españoles de ultramar»{12} —vínculos que, en el caso de que se hubiese dado en España, habrían justificado en mayor medida que en el caso francés una declaración universal de derechos humanos.

Respecto al poder ejecutivo, es decir, a la Corona, se establece por ley al Rey como jefe de Gobierno y Primer Magistrado de la Nación, y es que ahora todo su poder se lo concede la nación por medio de la Constitución. Se le concede además al Rey la facultad de declarar la guerra, y de hacer y ratificar la paz. Esto, a pesar de parecer una excesiva cesión de funciones —que no de soberanía— que deberían residir en la nación, se concede así con la justificación de que en un momento de guerra, si hubiese que esperar «a la lenta e incierta resolución de un congreso numeroso»{13} el atacante tendría superioridad. Como restricciones se establece la edad mínima del Rey en dieciocho años, y en caso de minoría de edad el gobierno lo llevará a cabo una Regencia que será elegida por las Cortes, habiendo una Regencia provisional presidida por la reina madre por si se tardase en elegir a una. Se reserva al heredero del trono el título de príncipe de Asturias, el cual debe además jurar ante las cortes defender la religión católica, apostólica, romana, guardar la Constitución y obedecer al Rey. También serán las Cortes las que fijen una dotación anual para el Rey para una «decorosa sustentación de su familia»{14}. Todo lo cual muestra cómo la soberanía, antes residente en el Rey como es propio del Antiguo Régimen, ha pasado ahora a ser, tras la holización hecha por la revolución y la Constitución liberal, propiedad de la Nación (política) española.

En cuanto al poder ejecutivo y la libertad civil, un punto un tanto extenso, el Discurso habla de la necesidad de que todas las personas de la Nación se rijan por una misma ley, la Constitución, y por eso es de gran importancia, como veremos en un momento, que la Constitución establezca las bases y el canon del poder judicial. Señala también que es en la Constitución donde se deben establecer, para que se deriven de ella, los principios y toda otra disposición que, recibiendo el nombre de Ordenanza o Reglamentos, dirijan las transacciones públicas y privadas, a la vez que anuncia la necesidad de reformar las llamadas leyes criminales, pero explicita que la Comisión deja abierta la puerta a las Cortes sucesivas, ya que estas serán capaces de hacer las mejoras necesarias y oportunas en punto tan importante como pueda ser la administración de justicia. También, debido a los abusos y desigualdades que generaban los fueros privilegiados, la Comisión decidió reducir a un fuero o jurisdicción dichos fueros, con la excepción del fuero eclesiástico y el militar, para establecer «el respeto debido a las leyes y a las autoridades»{15}. También con la intención de buscar una mayor unidad que esos diversos fueros dificultaban y para asegurar la eficacia e impedir que los jueces abusen de la autoridad de la ley. Por ello la duración de su cargo dependería de su conducta, calificada gracias a la publicidad de los juicios. Debido a que la Constitución da a los tribunales el poder de aplicar las leyes, el Discurso muestra que es necesario el establecimiento de un centro donde se reúnan todas particularidades del poder judicial, este centro será el Supremo Tribunal de Justicia, establecido por las Cortes, y cuya función será la inspección de todos los jueces y tribunales. Añade además, que todas las causas civiles y criminales deben resolverse dentro del territorio de las Audiencias.

Respecto a la España de ultramar el Discurso afirma, cosa que también se ve en la Constitución, que es necesario el final de los abusos que se estarían cometiendo en esos convulsos momentos por las luchas entre las juntas constitucionalistas y absolutistas en las provincias americanas, pues «las intolerables vejaciones, los crecidos gastos y otros innumerables prejuicios que experimentan los naturales y habitantes de aquellas importantes provincias preciso es que tengan ya término». Reafirma también la necesidad de la igualdad de los derechos, de la protección y de las mejoras que establece el Congreso, lo cual ayudará a sellar heridas producidas por el rechazo «de la revolución de la madre patria»{16}. Es más, para estrechar más las relaciones, se establece que las Audiencias de ultramar deben acudir al Supremo Tribunal de Justicia en los casos en que los jueces faltasen a la observancia de las leyes. Pues, como se dice en el Discurso, nada estrechará más los lazos, ni nada los dispondrá más como iguales que el hecho de que sean ellos, el Supremo Tribunal, quien termine sus diferencias.

El punto siguiente refiere también a la justicia, penal en este caso. Cabría señalar puntos comentados en el Discurso como la concluyente afirmación de que «la primera diligencia con que se anuncia un juicio criminal se dirige […] a privar a un ciudadano de su libertad», a lo que le sigue muy de cerca «la pérdida de la vida y de la reputación»{17}. También se habla utópicamente de la posibilidad de que algún día los mismos ciudadanos puedan elegir los jueces «de entre sus iguales»{18}. Menciona además la posibilidad de establecer el sistema de juicio de jurados, pero se deja abierto para Cortes posteriores, pues, como se dice en el Discurso, es un tema demasiado delicado como para que pueda implantarse en una situación tan urgente y complicada como en la que se encontraban, esto es, en plena revolución y bajo los cañones franceses.

En los puntos sucesivos, el Discurso pasa por los temas de forma más ligera, aunque bien presentes en la larga Constitución, tales como el gobierno provincial, el ejército y la milicia nacional, los impuestos, la educación, o la reforma constitucional. Para el ejército, debido a que el servicio militar es una contribución personal, se exige que sean las Cortes las que fijen el número de las tropas cada año, tanto de mar como de tierra. También queda a cargo de las Cortes la formación de ordenanzas, escuelas militares «y todo lo que corresponda a la mejor organización, conservación y progresos de los ejércitos y armadas que se mantengan en pie para la defensa del Estado». Pero además se necesita para defensa de la nación «un suplemento de fuerza que la haga invencible»{19}, este suplemento no es otro que la milicia nacional. Cada provincia establecerá una milicia proporcional a su población como medio de refuerzo en caso de invasión, refuerzo que solo podrá ser utilizado por el Rey con consentimiento de las Cortes.

En su penúltimo punto, referente a la educación, el Discurso señala que la nación «necesita de ciudadanos que ilustren a la nación y promuevan su felicidad con todo el género de las luces y conocimientos», por ello se exige que sean las Cortes las que aprueben y vigilen los planes y estatutos de enseñanza, y «todo lo que pertenezca a la erección y mejora de establecimientos científicos y artísticos»{20}. Finalmente, en lo que respecta a las posibilidades de reforma de la Constitución, se fija que las Cortes encargadas de la inspección y vigilancia de la Constitución deberán examinarla en sus primeras sesiones. Se reconoce, pues, la necesidad de la reforma «de lo que debiera ser invariable»{21} —en el artículo 375 se establece que hasta pasados ocho años de la proclamación de la Constitución no era posible cambiar nada— ya que lo principal de la Constitución debe ser la solidez y la estabilidad, es decir, debe tener como objetivo la eutaxia del Estado, pero ante la necesidad de reforma en determinadas circunstancias debe quedar abierta la posibilidad para la nación de «decretar reformas en su ley fundamental.»{22}

Constitución escrita y constitución material

De todo lo expuesto, podemos concluir que el proceso revolucionario de corte liberal que se produjo en España a inicios del siglo XIX comportó una holización de la nación, que sufrió una importantísima transformación, pasando a ser una Nación política en la que la soberanía no residía en un Rey o una familia, sino en la Nación española en su conjunto. Además, la proclamación de la Constitución del 1812, que se encarga de legislar prácticamente todos los aspectos de la Nación —aunque haciendo más hincapié en unos que en otros— lo que hace es remodelar o reorganizar unas realidades ya existentes. Es decir, no es que en las Cortes se proclamase la soberanía nacional como una iniciativa política espontánea, sino que la Nación española mostraría con la Constitución su voluntad objetiva de independencia y gobierno propio frente al intento de dominio de Napoleón. El proceso de la Constitución supuso pues una racionalización holótica producto de los hechos y vindicaciones de la Nación española frente al francés invasor. De ahí también que se buscase en el pasado de España para fundamentar y hacer la Constitución, como bien se muestra en el Discurso. Y es que tampoco se podía hacer de otra forma, ¿a qué realidades e instituciones se iba a recurrir si no?

Es por ello que la Constitución de 1812 pretendió inspirarse en las leyes tradicionales del reino, aunque, de hecho, sus dictados suponían una ruptura con los principios del Antiguo Régimen. Como bien dice Gustavo Bueno, «la Constitución de 1812 se redactó de hecho, muerto ya Jovellanos, no como mero trasunto de la Constitución Francesa revolucionaria, sino en gran medida a título de refundición de las tradiciones de los reinos de Castilla o de Aragón, del Fuero Juzgo, de las Partidas o del Ordenamiento de Alcalá, como explícitamente podemos constatarlo leyendo el Discurso preliminar, escrito por Argüelles. (Se ha subrayado muchas veces, además, cómo la Constitución de Cádiz fue modelo, no sólo de las Constitución de Portugal y de la de algunos Reinos de Italia, sino también de las Constituciones de las repúblicas americanas)»{23}. Es decir, la Constitución de Cádiz no se hizo sólo haciendo anamnesis de las leyes históricas españolas, sino que recibió también influencias directas de la Constitución francesa de 1792 y de la Constitución americana de 1787, sobre todo de la primera. Esto nos permite ver que las constituciones, ni en general nada, no caen por mandato divino del cielo, ni salen de una supuesta y metafísica «voluntad general» del «pueblo» que «se dé la ley a sí mismo», sino que requieren de un proceso de transformación en el que los códigos legales previamente existentes experimentan una serie de cambios necesarios que los hacen adecuados para la ordenación y gobierno de las sociedades políticas en las que se implantan esas nuevas Constituciones, que a su vez también habrán cambiado.

Y es que si toda sociedad política es una «sociedad de conocimiento», pocos ejemplos hay tan buenos como un proceso constitucional para verlo. Todos los miembros de una sociedad política, y más en concreto una nación política, «deben conocer los planes y programas de sus conciudadanos en cuanto constituyen un círculo del presente; han de conocer los principales proyectos de sus antecesores (por cuanto éstos influyen continuamente en ellos, sin que a su vez éstos no puedan influir en aquéllos) y han de conocer (o mejor, prefigurar o anticipar el conocimiento) en la medida de lo posible, aquello que se proyecta para sus sucesores (en quienes influyen plenamente, sin que puedan en cambio percibir influencia alguna de ellos). En suma, una sociedad política es una sociedad que viviendo en su presente conoce de algún modo, por anamnesis, su pretérito, y anticipa mediante prolepsis propias, su futuro»{24}. De este modo, la sociedad política llamada España, en 1812, haciendo uso de su conocimiento de la tradición de las leyes fundamentales del reino (y de otros textos constitucionales extranjeros, aunque estos tendría una influencia mucho más leve), ofreció una serie de prolepsis a las generaciones siguientes cristalizadas en la Constitución gaditana, sin pretender además agotar, lo que habría sido un error, con dichas prolepsis la realidad de la vida política española, como muestra la posibilidad abierta de la reforma constitucional (una vez pasados los prudenciales primeros ocho años).

Vemos así cómo el conocimiento político terminó —y termina, por supuesto, en cada proceso constitucional y en todo establecimiento de leyes escritas— estableciendo un código legal, porque éste era el modo en que las normas por las que debía regirse la Nación podía adquirir un significado eutáxico a escala secular, rebasando con ello la escala de las vidas individuales. Y esto es así porque «las leyes escritas, emanadas del poder capaz de establecerlas de hecho (un Rey divino, una asamblea), no sólo incorporan las costumbres de un pueblo sino que las reinterpretan desde la perspectiva de la eutaxia»{25}. Si bien, no es sólo esto lo que establece la constitución material o systasis de una sociedad política, sino que además de las leyes la systasis requiere del concurso de todas las demás instituciones políticas y sociales normalizadas (como son por ejemplo las relativas al gobierno o a la propiedad), que serán previas a la Constitución escrita. Y cuando todo ello se integra en un cuerpo político dotado de una estabilidad eutáxica, es cuando podemos hablar de una systasis o constitutio de la sociedad política. Dicho de otra forma: la systasis de una sociedad política —nosotros hemos tomado como referencia la España de 1812, aunque se podrían elegir otras referencias— debe incorporar no sólo una Constitución escrita y su «constitución interna» —esto es, sus normas estén ya escritas o no lo estén—, sino que los componentes basales, que estarán tratados en la Constitución escrita, como ocurren en la Constitución gaditana, son también esenciales. Por tanto, se hace necesario distinguir entre la systasis o constitución material de las sociedades políticas y la Constitución jurídica, y, por tanto, del «Estado de derecho» —un concepto, propuesto por el jurista alemán Roberto von Mohl en su obra Die deutsche Polizeiwissenschaft nach den Grundsätzen des Rechtsstaats (La ciencia de la policía alemana de acuerdo a los principios del Estado constitucional), totalmente redundante según lo que decimos puesto que todos los Estados, sean del tipo que sea, son ya Estados de derecho.

Para entender esta diferencia sería muy útil acudir, como hace Gustavo Bueno, a una analogía entre una lengua y la gramática de la misma y una sociedad política y la Constitución jurídica de la misma. La gramática de una lengua no da lugar a las normas de dicha lengua, sino que lo que trata es de fijar un sistema de normas, bien frente a otras lenguas bien frente a la propia variación histórica de la lengua misma, con el objetivo de asentar y hacer perdurar los elementos fundamentales de dicha lengua y de establecer un canon —por lo que la propia gramática de la lengua a su vez es normativa, pues nos estaría dando la estructura de una lengua, que es ya ella misma normativa. Esto permite, junto con otros aspectos, hablar de la cientificidad de la gramática—. De la misma manera, la Constitución jurídica de una sociedad política no da lugar a la systasis de la misma —es más bien al revés—, sino que lo que pretende, como lo pretendía la Constitución de 1812, es fijar un sistema de normas frente a otras (en este caso, se enfrentaba principalmente a la Francia napoleónica y frente al propio pasado español, aunque se «nutriese» de él, caracterizado por el Antiguo Régimen).

A pesar de que no haya que confundir sendos tipos de constituciones, tampoco hay que concebir las constituciones jurídicas como algo «externo», sino que al ser constituciones formales, también son «internas», ya que este tipo de constituciones sólo pueden establecerse a partir de las propias condiciones de la sociedad política en la que se establecen, es decir, sólo pueden establecerse a partir de una Patria previa. Además, aunque una Constitución escrita no puede agotar todas las normas que componen una sociedad política, pues ya hemos visto que una sociedad política se compone también, en su systasis, por diversas partes integrantes (las capas del Estado y sus correspondientes poderes) y también por partes determinantes (los momentos tecnológico y nematológico) —de ahí que resulte un formalismo reduccionista jurídico hablar del Estado como «Estado de derecho»—; aunque la Constitución no puede agotar la sociedad política, decimos, sí tiene la virtualidad de fijar un canon para el resto de leyes jurídicas que deberán regir la organización de la sociedad política —así, la diferencia entre la gramática de la lengua y la «gramática de una sociedad política» habría que ponerla en que esta última tiene unas instituciones que, coactivamente, procuran el cumplimiento del canon que impone, instituciones coactivas con las que no cuenta una lengua ni su gramática. Su coacción vendría más bien por vías familiares, educativas, literarias, etc.—.

Por tanto, concluimos, no puede decirse que porque una sociedad política no cuente con una Constitución jurídica no pueda contar o no cuente ya con una constitución material, constitutio o systasis,con su estructura y sus propias normas internas, aunque estas no sean constitucionales de ahí, insistimos, que todo Estado sea necesariamente un Estado de derecho. Es esta gran cercanía, entre la systasis o constitutio y la Constitución escrita o jurídica lo que puede dificultar la diferenciación entre ambas. Pero no por ello la diferencia deja de ser relevante, pues efectivamente, la España previa a 1812 contaba con una systasis diferente a la España posterior a 1812. Es precisamente en este paso, en esta transformación del Imperio, en el que España deja de ser una nación histórica, con una muy larga tradición, para convertirse en un Estado moderno, esto es, para convertirse en una Nación política, pero sin dejar de ser por ello nuestra Patria, pese a quien pese. Por ello, debemos dejar de lado como idea totalmente desenfocada lo que se ha venido a llamar patriotismo constitucional, puesto que el fundamento del patriotismo es tanto «preconstitucional» como «postconstitucional». Es así que debemos decir de nuevo junto a Gustavo Bueno que: «España no comenzó como sociedad política con la democracia de 1978, ni siquiera con la Constitución de 1812. La Nación española, como sociedad política, si no ya como Nación política, existía mucho antes, por lo menos desde los tiempos en los cuales el bachiller Sansón Carrasco puede decirle a Don Quijote: Sois honor y espejo de la nación española{26}

Notas

{1} Aunque los tradicionalistas o realistas deseaban restar poder al sujeto nacional, y que las Cortes únicamente se dedicasen a restaurar y mejorar la constitución histórica (systasis). Defendían las antiguas leyes fundamentales, en las que gracias a su carácter orgánico veían un obstáculo para el despotismo. Es decir, los tradicionalistas veían en la representación estamental la mejor forma de defender las libertades.

{2} El mismo propósito legitimador tendrían los trabajos realizados por personalidades como el párroco liberal Francisco Martínez Marina, considerado el fundador de la Historia del Derecho Español, y que publicaría obras teóricas relacionadas tan importantes como sus Principios naturales de la moral, de la política y de la legislación o su Teoría de las Cortes y también participaría, entre otras acciones políticas, en la redacción del Código Penal de 1822.

{3} Argüelles, o la comisión, apela a las leyes históricas fundamentales como el Fuero Juzgo para fundamentar esta tesis, es decir, se «intenta sobre todo deducir la soberanía nacional de la histórica protección de las libertades del pueblo por las cortes y fueros de Aragón, Castilla y Navarra». (Antonio Rivera García, Reacción y revolución en la España liberal, Madrid, BN, 2006, pág. 47).

{4} A. de Argüelles, Discurso preliminar a la constitución de 1812, Madrid, CEC, 1989, pág. 67.

{5} Constitución de Cádiz, 1812, Título 1, Capítulo 1, Art. 2.

{6} A. de Argüelles, Discurso preliminar a la constitución de 1812, Madrid, CEC, 1989, pág. 44.

{7} Ibídem, pág. 45.

{8} Ibídem, pág. 49.

{9} Ibídem, pág. 84.

{10} Ibídem, pág. 85.

{11} Ibídem, pág. 86.

{12} Ibídem, pág. 85.

{13} Ibídem, pág. 90.

{14} Ibídem, pág. 93.

{15} Ibídem, pág. 100.

{16} Ibídem, pág. 106.

{17} Ibídem, pág. 109.

{18} Ibídem, pág. 111.

{19} Ibídem, pág. 124.

{20} Ibídem, pág. 125.

{21} Ibídem, pág. 126.

{22} Ibídem, pág. 127.

{23} Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, La Esfera de los Libros, 2004, p. 97.

{24} Gustavo Bueno, Op.cit., p. 91.

{25} Gustavo Bueno, Op.cit., p. 92.

{26} Gustavo Bueno, El Fundamentalismo Democrático, Temas de Hoy, 2010, p. 152.

 

El Catoblepas
© 2013 nodulo.org