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El Catoblepas, número 150, julio 2014
  El Catoblepasnúmero 150 • agosto 2014 • página 4
Los días terrenales

La tragedia de la grandeza

Ismael Carvallo Robledo

Señal y noticia del libro de John J. Mearsheimer, The tragedy of great power politics, W.W. Norton & Company, Nueva York y Londres, 2001, 555 páginas.

Toma de Berlín por el Ejército RojoToma de Berlín por el Ejército Rojo. Primavera del cuarenta y cinco. Tras la victoria, el imperio soviético no se podía detener.

Para mi amigo Antonio Hernández Curiel,
que llamó mi atención sobre este libro
por mí hasta entonces desconocido.

Epimeteo- ¿Hasta dónde llega tu imperio?
Prometeo- Hasta donde llega mi acción. Ni más arriba, ni más abajo.

Goethe, Prometeo, acto I.

Hemos elegido este epígrafe inicial porque queremos encadenar con él nuestro argumento a la introducción que Alfonso Reyes hizo a las Reflexiones sobre la Historia Universal de Jacob Burckhardt, firmado en agosto de 1943 para la correspondiente edición del Fondo de Cultura Económica.

Reyes, en efecto, cerró con el Prometeo de Goethe su introducción. Y sus palabras finales, las de don Alfonso, no son menos elocuentes: «Sólo en los cuentos de hadas nos dice- la felicidad se equipara a la estabilidad. La verdadera y definitiva redención está en el conocimiento. Desde esta cumbre, la pesadilla de la historia es tan majestuosa como una tempestad en los mares. Por encima de nuestra miseria, el espíritu de la humanidad sigue renovando su morada» . Y entonces viene Goethe.

Y con él es que dio Reyes en la diana para situar en altura propicia una lectura como la de Burckhardt. Porque solamente es una la forma justa para entrar en asuntos de historia universal. Y Alfonso Reyes, profundo lector de los clásicos, lo sabía. Esa forma es la tragedia. Gustavo Bueno dice que el imperio es la figura central de la historia universal. Es el sistema por excelencia de la Historia. Cuando se llega a cierta escala de interpretación de una gran tendencia, de una entidad política o de un antagonismo, al margen de la dialéctica de imperios nada se entiende, siendo lo cierto que la energía resultante de sus colisiones tectónicas es lo que en realidad mueve a la dialéctica de clases y lo que, poniéndolas a prueba, ilumina las grandes ideas filosóficas que en tales colisiones se fraguan y definen. Sus límites llegan hasta donde llega su acción, dice el Prometeo de Goethe para expresar lo que, de otra forma, podría abreviarse diciendo simplemente esto: es que no se puede detener. Un imperio, una gran potencia, sencillamente no se puede detener. Y en esto descansa el contenido trágico de su estructura y la magnitud histórica de su despliegue político, que a la distancia puede ser visto levantando la majestuosidad de una tempestad, como dice Reyes. Todo lo demás es como un cuento de hadas, es decir, como un aburrido y tedioso discurso de político profesional -que no es lo mismo que un genuino líder, o que un estadista- en la ONU.

¿Pero cuál es el ámbito donde se configura el núcleo esencial, el contenido político de la acción imparable de un imperio o de una gran potencia? ¿La asamblea de la ONU? Desde luego que no. ¿La diplomacia? Tampoco. Es la guerra. Y la guerra, lo tiene dicho Clausewitz, «es un acto de fuerza, y no hay límite para la aplicación de dicha fuerza. Cada adversario fuerza la mano del otro y esto redunda en acciones recíprocas teóricamente ilimitadas». Se trata del plano de la guerra. Ahí es donde se fragua la trama de la tragedia de las grandes potencias. Y el trazo continuo del destino se quiebra con nombres de batallas, como decía Michel Wassiltchikov, el biógrafo de Napoleón.

En correspondencia con esta suerte de Escuela de Clausewitz, y en una tónica cuyas resonancias nos han hecho pensar en el Reyes lector de Burckhardt, John J. Mearsheimer ofreció al público angloparlante hace ya más de diez años su provocadora teoría de las relaciones internacionales, que tituló elocuentemente The tragedy of great power politics. La tragedia de la política de las grandes potencias, traduciéndolo literalmente. La edición, de 2001, corrió a cargo de la editora W.W. Norton & Company, con sedes en Londres y Nueva York.

Fue un tiro a la línea de flotación del optimismo democrático liberal o socialdemócrata de posguerra desde el que se consideraba –y se considera– que con el fin de la guerra fría y el colapso de la Unión Soviética las instituciones democráticas, tanto nacionales como internacionales, y la metodología idealista de la libre discusión pública y la argumentación racional desplazarían el centro de gravedad de los antagonismos político-ideológicos al terreno de la burguesa competencia económica. Unos antagonismos que gradualmente irían matizándose y diluyéndose, a golpes de tolerancia multicultural, derechos humanos para todos y todas y acciones comunicativas, para desembocar en una paradisíaca alianza de civilizaciones.

Error garrafal, diría Mearsheimer. Y profundamente irresponsable, si quien lo afirma es el jefe de estado de una gran potencia. El ciclo de sangrienta violencia internacional que caracterizó al siglo XX continuará sin duda en el nuevo milenio, arranca diciendo en el prefacio del libro.

«Las esperanzas de paz no serán muy seguramente realizadas, porque las grandes potencias que moldean el sistema internacional se temen mutuamente y compiten por el poder como resultado. De hecho, su objetivo último es lograr una posición de poder dominante sobre otros, porque tener poder dominante es la mejor forma de asegurar la propia sobrevivencia. La fuerza garantiza la seguridad, y cuanto mayor es la fuerza mayor será esa garantía. Los estados que se encuentran en situación semejante están destinados fatalmente a colisionar con otros estados en función directa de la competencia por adquirir ventaja sobre los demás. Y esta es una situación trágica, pero no hay forma de evadirse de ella a menos que los estados que conforman el sistema convengan en constituir un gobierno mundial. Pero una transformación tan vasta es difícilmente una alternativa realista, de modo tal que el conflicto y la guerra habrán de mantenerse con firmeza y perdurabilidad como componentes fundamentales de la política mundial.» (The tragedy of great power politics, Prefacio, pp. xi y xii, traducción libre, IC)

Mearsheimer ha denominado su teoría como realismo ofensivo, y se inserta polémicamente, según él mismo nos indica, en la tradición de los grandes pensadores realistas anglo-británicos del siglo XX como E. H. Carr, Hans Morgenthau y Kenneth Waltz.

El propósito de su libro no es otra cosa que comprender las fuerzas centrales que guían el comportamiento de las grandes potencias. No importa la configuración interna, la morfología política de un régimen al interior de un estado. Totalitario o democrático, autoritario o liberal, comunista o fascista, monárquico o republicano: es igual. Para Mearsheimer eso no importa. Si es una gran potencia, como Estados Unidos, China, la Unión Soviética o Rusia, lo que importa es la lógica de comportamiento en el plano de la geopolítica mundial, y la fuerza con la que imprime su sello en la marcha de la historia. Y ahí lo que se busca y se buscará siempre es la también siempre progresiva acumulación de poder, pues de eso depende crucial y agónicamente la sobrevivencia estratégica de la potencia en cuestión. Y la sobrevivencia estratégica implica la concepción de un esquema del futuro dentro del cual se inserta su propia estructura política.

A la luz de la lógica de argumentación de Mearsheimer, todos los analistas y entusiastas que derramaron lágrimas de emoción cuando lo del triunfo de Obama contra el «malvado y belicista» George W. Bush se nos confirman en toda su ingenuidad y adolescencia política. Porque Obama no podía más que continuar con la estrategia de despliegue imperial del estado al que se debe. Sólo un imbécil pudo haber pensado que, por ser del partido demócrata, Obama retiraría, pongamos por caso, algunas de las bases militares norteamericanas dislocadas alrededor del planeta, o que se replegaría, al instante y pidiendo perdón, de los territorios ocupados en Irak o en Afganistán. Era imposible que lo hiciera, porque un imperio, sencillamente, no se puede detener. El mundo está condenado a una perpetua competencia entre grandes potencias. Y si no es Estados Unidos, será entonces China o Rusia, o Irán, los que tendrán bases militares en uno y otro sitio.

Desde una interpretación general, podemos decir que con la Paz de Westfalia de 1648 quedó configurado a nivel estructural el orden geopolítico mundial moderno, organizado alrededor de los Estados soberanos como las unidades básicas de organización tanto en el plano político institucional como en el plano de la producción y la economía política. Primero, dentro del Antiguo Régimen, como monarquías absolutistas con soberanía real, y luego, tras la Revolución de 1789, partera del Nuevo Régimen, como naciones políticas soberanas o de soberanía democrático-popular de régimen republicano o de régimen monárquico-constitucional.

Pero es evidente que no todos los estados nacionales son iguales. Hay una escala todavía más alta de configuración de grandes plataformas, que unos llaman imperiales o imperialistas, desde Lenin, en su Imperialismo, fase superior del capitalismo, a Gustavo Bueno, en su España frente a Europa o su Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas; otros las llaman hegemónicas, como Henry Kissinger en su Diplomacia, Susan Strange en su States and Markets,o Robert Cox en su Approaches to world order. Y para otros más, como Mearsheimer, de lo que se trata es simplemente de grandes potenticas. Y es esta, en definitiva, la escala en la que se definen los grandes mapas de poder geopolítico e ideológico, y es ahí donde se trazan también las líneas fundamentales de organización de la economía política internacional tanto en lo que atañe a las fuerzas productivas, a las relaciones de producción y a la división internacional del trabajo, como en lo que atañe a la creación ideológica de necesidades y mercados de consumo. Es también la escala, lo tenemos dicho, en donde se deciden y definen las grandes guerras y las grandes batallas de la historia.

John J. Mearsheimer (1947) es profesor de ciencia política y relaciones internacionales en la Universidad de Chicago. Formó parte activa en las Fuerzas Armadas norteamericanas, conjugando su actividad militar con una sólida formación teórica (Academia Militar de West Point) que luego le permitió incorporarse de tiempo completo al circuito más alto de la academia norteamericana (USC, Cornell, Harvard, Council on Foreign Relations).

Su teoría del realismo ofensivo se opone tanto al realismo clásico de Hans Morgenthau, al así llamado realismo defensivo de Kenneth Waltz y al sistema teórico liberal, pacifista y democrático de las relaciones internacionales conformado por la teoría de la interdependencia económica, la teoría idealista de la paz democrática (dos sistemas democráticos no pueden hacerse la guerra) y la teoría del arbitraje de las instituciones internacionales. A su juicio, ninguna de estas teorías es capaz de dar cuenta a cabalidad de la compleja dialéctica de estados que constituye el nervio central de la marcha de la historia, que lo único que nos ofrece son ejemplos, uno tras otro, de guerras y conflictos. Porque, en efecto, el trazo continuo del destino se quiebra con nombres de batallas.

Como hemos apuntado ya, el alineamiento teórico de Mearsheimer lo acerca más a las teorías de un E.H. Carr (desarrolladas en su espléndida obra de 1939 The Twenty Years Crisis), de un Clausewitz o de un Maquiavelo, para quienes las relaciones internacionales, téngase el régimen que se tenga en cualesquier Estado, es una guerra de todos contra todos, y la guerra, lejos de las interpretaciones idealistas que la consideran como la negación o suspensión de la política, es más bien su más alta, intensa y trágica expresión. En esta línea de pensamiento se inserta también, y de cuerpo entero, Carl Schmitt, para quien la posibilidad efectiva de la guerra es lo que tiene que estar siempre dado como premisa para que pueda hablarse de política.

La espina dorsal de la teoría del realismo ofensivo de Mearsheimer se sostiene por el principio según el cual lo que rige el mundo en su plano de configuración geopolítica es la anarquía. A diferencia de la organización interna de un Estado determinado, en donde puede señalarse un orden concreto por más inestable o injusto que sea, con sus instituciones, sus leyes y su sistema de fuerza de obligar, en el plano internacional es imposible hablar de un &rlaquo;super-Estado», con una única soberanía, un único sistema de leyes y, sobre todo, con un único sistema de fuerza de obligar. La ausencia de ese hipotético &rlaquo;super-Estado» es lo que los sistemas idealista-democrático-liberales han querido solucionar con las teorías de la interdependencia y la cooperación económica, y con las del arbitraje de las instituciones internacionales. Pero a juicio de Mearsheimer lo único que la realidad histórica ofrece son ejemplos del hecho de que, en momentos de definición crítica, lo que decanta y precipita siempre las coyunturas fundamentales es el poder y la fuerza. Porque la paz es una tregua para la guerra, y la guerra una forma algo mejor o algo peor de lograr una paz determinada y siempre precaria y temporal, decía más o menos Lenin.

Es entonces esta anarquía la que conduce a las grandes potencias a buscar siempre y en todo momento la mayor acumulación de poder económico y militar posible, y es esta también la razón por la que, en palabras de Mearsheimer, el mundo está condenado a presenciar, en todo momento de la historia, la perpetua competencia entre las grandes potencias por la dominación (o la mayor dominación posible) mundial. En esto estriba el carácter trágico de la política de las grandes potencias: una potencia mundial no puede hacer otra cosa más que buscar siempre mantenerse como tal, eclipsar a sus rivales y no cesar nunca de acumular poder. Pero esto no se debe a una supuesta «maldad» humana o estatal, sino a la anarquía que intrínsecamente define al sistema internacional.

Desmarcándose primero, entonces, de las teorías liberales, Mearsheimer destaca luego las tres más importantes teorías realistas en las relaciones internacionales, sosteniendo, además, que el realismo –y el materialismo, añadiríamos nosotros– es la única manera que tenemos para entender el mundo, no el idealismo. Estas teorías son la teoría de la naturaleza humana, el realismo defensivo y el realismo ofensivo. Cada una se constituye y desarrolla alrededor o en función de dos cuestiones clave, a saber: a) ¿qué hace que los estados compitan por el poder? y b) ¿qué tanto poder buscan los estados? De las respuestas a estas dos preguntas se deriva la fecundidad y potencia explicativa de cada una de las teorías.

Naturaleza Humana Realismo defensivo Realismo
ofensivo
¿Qué hace que los estados compitan por el poder? La ambición de poder inherente a los Estados La estructura (anárquica) del sistema La estructura (anárquica) del sistema
¿Qué tanto poder quieren los Estados? Todo el que se pueda. Los estados maximizan el poder relativo, con la hegemonía como su fin último. No mucho más del que ya se tiene. Los Estados se concentran en el mantenimiento del equilibrio de poder. Todo el que se pueda. Los Estados maximizan su poder relativo, con la hegemonía como su fin último.

El libro se organiza en nueve capítulos más la introducción, que es el primero. Anarquía y la lucha por el poder es el segundo; Riqueza y poder el tercero; La primacía del poder terrestre viene después; en el quinto desarrolla Mearsheimer sus consideraciones sobre las Estrategias para la sobrevivencia; y en el sexto sobre las Grandes potencias en acción. El capítulo siete se titula algo así como Los balanceadores a distancia (The Offshore Balancers), y el octavo es de no menos difícil traducción, pues se titula algo así como Balanceo vs. Desentendimiento (Balancing vs. Buck-Passing; 'to pass the buck' es una expresión coloquial para referirse a quienes nunca aceptan sus errores o responsabilidades para, desentendiéndose de los mismos, adjudicárselos a un tercero). El capítulo nueve se titula Las causas de la guerra de grandes potencias, que se presenta como antesala del cierre del libro, en el que Mearsheimer ofrece sus consideraciones finales cobre la Política de las grandes potencias en el siglo XXI.

Es un cierre de alerta y pesimista, es decir, realista y no ingenuo. Mientras muchos pensaron que, terminada la guerra fría, la cooperación, y no la seguridad, estaba llamado a ser el concepto maestro o guía de la conducta de las grandes potencias, la realidad ha demostrado que es más bien el segundo principio, la seguridad nacional e internacional, lo que seguirá rigiendo el flujo de fuerzas a escala planetaria.

El recorrido histórico que se nos ofrece, y la sólida y solvente polémica que se desarrolla contra las teorías alternativas, hacen de The tragedy of great power politics una obra de indiscutible valor intelectual e histórico, y de obligada consulta para la objetiva comprensión del mundo contemporáneo. El mundo real, nos dice Mearsheimer, sigue siendo un mundo realista. Y la anarquía internacional sigue y seguirá siendo el escenario de acción. Y si tal es el caso, entonces no puede perderse nunca de vista el hecho de que ese escenario no es otra cosa, en realidad, que un campo de batalla. Los actores fundamentales seguirán siendo las grandes potencias, que no podrán hacer otra cosa más que seguir avanzando hasta donde su acción llegue. Por eso es ofensivo su realismo. No es un pesimismo realista de repliegue o defensa. La gran potencia tiene solamente una única opción para sobrevivir: atacar. Literalmente, la mejor defensa es el ataque.

La edición del libro se cerró alrededor del 2001. Todo indica que fue antes de los ataques del 11 de septiembre de ese año. En ningún momento hace Mearsheimer mención del Islam, en ninguno. Pero sí de Israel.

En sus palabras finales, hay solamente una obsesión, una sola gran potencia que se advierte en el horizonte de despliegue de poder imperial norteamericano. Y su poderío y potencial de crecimiento militar, económico y demográfico es tal, que puede convertirse a su juicio en el enemigo más grande que jamás haya tenido Estados Unidos, por encima incluso de la Unión Soviética y la Alemania Nazi. Esa gran potencia es China.

 

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