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El Catoblepas, número 145, marzo 2014
  El Catoblepasnúmero 145 • marzo 2014 • página 11
Libros

El vacío y la palabra.
Sobre la posibilidad y riesgo de una poesía materialista

José Sánchez Tortosa

Reseña de Campos, de Raúl Fernández Vítores, Editorial Vitruvio, Madrid, 2013, texto basado en la presentación celebrada en el Café Comercial de Madrid, la tarde del 7 de febrero de 2014.

Campos, de Raúl Fernández Vítores En cierto memorable texto, titulado Parménides, Platón imagina el encuentro de un Parménides anciano, acompañado del genial Zenón, con un Sócrates casi adolescente. Se trata de un diálogo en el que el padre de la Filosofía juguetea con su propia teoría de las formas sometiéndola a las sacudidas, a menudo irónicas y hasta malvadas, de Parménides, en acto público, defendida con inocente vehemencia por el joven Sócrates. El texto contiene un momento que resulta fundacional para el pensamiento griego y occidental: ¿hay idea del pelo, del barro, de la basura...? ¿Hay conocimiento del horror, del mal? Sócrates lo niega y se ruboriza. Parménides (Platón), sonríe, o se sonríe. Eres muy joven, muy ingenuo. Auschwitz aún no ha tenido lugar.

Para ofrecer la noticia de esta irrupción extraña que es la obra poética de Fernández Vítores, con la que logra ceñir la palabra sobre el Holocausto a la métrica del jaiku, es ineludible referirse a la fórmula de Adorno: «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie». Campos, su último libro, que dilata la apuesta de Res Nata{1}, nos obliga más bien a pensar que escribir poesía tras el Holocausto, que como una sombra persistente acecha la calma autosatisfecha de las democracias occidentales y la Europa cómplice, es un acto de racionalidad elemental, es una necesidad, una exigencia política y académica. No hay victoria sobre el nacionalsocialismo, además de la militar, que no se construya sobre el rigor del dato y del análisis, sobre la potencia del lenguaje. La Shoá exige hablar, aferrarse al relato. Callar, esa derrota tentadora, banalidad de impostura mística, reitera el silencio del exterminio, lo corona victorioso. En el exterminio no había resquicio para la poesía, para la palabra. Se mataba por sistema, y no había más que hablar. Una poesía racional, materialista, si se puede decir así, constituye una posibilidad inexplorada de sacudir la inercia del olvido y de la condena retórica y autoexculpatoria. Es una heroicidad literaria, que raya lo imposible y lo blasfemo, acaso la única razón por la cual renunciar a la pureza del enmudecimiento, limpia pero estéril, puro colaboracionismo literario o estético. De hecho, la estrechez, la rigidez y la economía estilística que el jaiku impone, sitúan estos poemas en la frontera misma de la verdad del silencio, que es ajeno a la mentira, pero también al conocimiento. Es preciso escribir, ceñirse con la palabra al silencio, a la tenacidad escrupulosa del silencio, pero sin renunciar a decir. La meticulosa y matemática estructura del jaiku aviva el poema al impedir que se estire o dispare incurriendo en la logorrea de la retórica, en la obscenidad sin medida de los adjetivos calificativos. Su ascetismo poético reduce al mínimo el riesgo de banalización psicologista.

Itsjok Katzenelson, en El canto del pueblo judío asesinado{2}, se pelea con este agujero negro que es el enmudecimiento recurriendo al instrumental de la poesía, dando voz al exterminado, al reducido a la nada:

«¡Ay, los callados! ¡Son los que más desaforadamente gritan!» (3, 10).

Katzenelson escribe desde el corazón del exterminio. El primer canto del libro está fechado los días 3 al 5 de octubre de 1943. El último, los días 15, 16 y 18 de enero de 1944. En ese intervalo de tiempo tiene lugar la más cuantiosa producción de muerte del exterminio. Katzenelson está escribiendo cuando el proceso del asesinato masivo está en marcha: del gueto de Varsovia, donde son asesinados su mujer y dos de sus hijos, y de donde salen él y su hijo mayor con la ayuda de la resistencia que organizó el levantamiento del 19 de abril del 43, pasando por el campo de Vitel, en Francia, donde escribe el poema, hasta llegar, en abril del 44, a Auschwitz, fin de trayecto. El testimonio, cadena de versos clandestinos verbalizando el Holocausto en marcha, muestra toda la carga de verdad que contiene el silencio (la palabra de todos los exterminados), que colma la voz sin la que el silencio sólo sería olvido, vacío absoluto, esa nada a la que el exterminio reduce (Vernichtungslager: campo de nihilización).

Desde la distancia del tiempo y con el bagaje del estudio, con la vergüenza acaso de pertenecer a un tiempo sin grandeza que se entrega a la amnesia patológica de la Historia, sepultada o distorsionada, Fernández Vítores se aferra a la lucha contra la idiocia hecha institución con el armamento de su escritura, de una lengua extraña:

«Es lengua no sólo diferente, sino extraña, la de la verdad; es amarga, óyese, y en vez de aprenderse, se teme.» (Francisco de Quevedo, Defensa de Epicuro contra la común opinión).

El asesinato programado y consentido no queda abolido, sino casi repetido, confirmado por la lectura patética, por el lenguaje convencional, por la consolación del monumento, por la Historia sepultada bajo la piedra, al borrar lo único valioso que queda: la posibilidad de su estudio. Los memoriales convierten en piedra lo innominable, traicionan la investigación bajo el olvido institucionalizado:

«Llevo una lágrima petrificada en la pupila...» (1, 6).

El memorial impone un sepulcro de barullo sentimental y cacofónico, la algarada de la ignorancia, el tumulto informe de los afectos y las buenas intenciones. La petrificación de la lágrima (expresión contundente que recuerda las palabras finales del replicante de Blade Runner) desvía el Horror y el acto de su pronunciamiento hacia regiones que la civilizada Europa pueda gestionar sin riesgo.

Con inquietante rentabilidad dramática, los lugares del exterminio han sido sepultados bajo monumentos y buenos sentimientos. Anuncian, desde el exterminio en acto y fuera de la consciencia abotargada del lector, el vaticinio de esa inevitable traición.

El libro de Fernández Vítores es un entretejimiento asombroso de varias vías, como arterias en que la realidad se empecina y que se muestran, en estas páginas, a modo de radiografía, como en despliegue geométrico, anudadas unas con otras (he ahí su fuerza, su potencia) componiendo un desgarrón por cuyo encuadre atisbamos la substancia infinita de Espinosa, en su maniobrar ciego, minucioso en su espesor inexorable, necesario e implacable. Este entretejimiento de corrientes, de campos de fuerza que se entrecruzan como un pulso latiendo bajo la piel de las letras, bombeando a ritmo dialéctico la sangre de un lenguaje verdadero, llamado por cierto griego symploké, es literatura en estado puro, reconstrucción artesanal que teje con palabras la secuencia desnuda de lo real. Es la sintaxis, la trabazón de los guerreros, y aquí el guerrero es el poeta, trabado con la idiotez de la realidad y de lo humano, esa patología incurable, de las que desprenderse a duras penas en heroica pugna verbal. Es la colisión incesante de los cuerpos y los procesos multicausales, las llamaradas de la combustión esencial (la ekpirosis de Heráclito, invocada por el verso del autor: p. 94), la conflagración ontológica, incesante o eterna, que fulmina ad infinitum cada elemento y bajo la cual todo perece (p. 25):

«Uno tras otro
se suceden los jaikus
como traviesas.» (p. 45)

Esa trabazón, esa constante explosión geométrica se hace visible en las vías del tren, las vías que fijan la muerte en el encuentro de las líneas paralelas (coincidentia oppositorum), ese infinito que es la nada, el horizonte que, estando, como la muerte, nunca está{3}. Las vías del tren, como todas, son vías muertas:

«La vía muerta
humo de barbacoa
desde la rampa.» (32)

El estallido de la muerte a fuego y ruido, la aniquilación de los cuerpos y de su recuerdo, de la historia y de su conocimiento. Encuentro entre Heráclito y Shakespeare:

«Hervor y gritos
en la fosa regada
con agua y cal.» (p. 39)

El autor pone el ojo en ese intersticio que la mirada de los hombres tiende a evitar, y donde pone el ojo pone la palabra. La palabra exacta, como quería Juan Ramón Jiménez{4}, en medidos jaikus que, en lugar de celebrar la naturaleza, como suele la tradición oriental, proclaman su estupidez eterna y crónica, su crueldad pueril. Y, acaso lo más desasosegante, la afirmación lúcida de la naturalidad no menos estúpida y cruel del hombre, la constancia de que el hombre es un producto no menos natural que la piedra, la tormenta, los parásitos o la muerte, que sus victorias sobre la inercia ciega de lo natural son de una fragilidad morbosa, necesaria, extrema, de una precariedad incurable, que, como sabía el judío sefardí de Amsterdam, el hombre no es un imperium in imperio, un reino dentro del reino de la naturaleza. Tal evidencia aparece en los versos del libro, rindiendo el tributo del relato, de la historia y del estudio a quienes padecieron tal axioma en sus carnes, convertidas en ceniza («en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.»{5}) ya antes de entrar en las cámaras de gas de los campos.

Los jaikus del libro estallan en su inmediatez, acaso repitiendo en la letanía crepuscular de un lenguaje que nunca será ya inocente, la fugacidad instantánea en que los seres se precipitan al vacío, que los constituye esencialmente. Es un acto de depuración del lenguaje, fatalmente infectado de tópicos y flatus vocis. Los tres versos que los forman dejan al lector sin aliento, sacudido por el espasmo que entorpece las rutinas cotidianas, que las neutraliza momentáneamente, revelando su sinsentido, hasta que cierra el libro y recupera su existencia, cancelada durante la lectura.

La circulación arterial que constituye la obra, se teje en las siguientes vías principales anudadas a la potencia literaria del jaiku materialista:

Catálogo de arterias:

—El anhelo de inmortalidad: pp. 13, 16, 26, 31.

«tejiendo el olvido y, en el pueblo,
no lejos, al pie de los campanarios,
la vida reproduce sus furores
a modo de un estribillo folclórico.» (p. 13)

Es la repetición cíclica, ritual, que construye el ser del colectivo, del Pueblo (Volk), el folclore que, bajo la impostura de la inmortalidad, se alimenta de la muerte negándola. La identidad, hecha de costumbres repetidas que ocultan o anulan la certeza de la mortalidad, es el anhelo metafísico de eternidad del ser ontológicamente inconsistente (Res nata: la cosa nacida, la cosa muerta), que pertenece al ecosistema usurero de la muerte, del tiempo, de la nada, y que produce aniquilación, olvido, vacío (Vernichtungslager), los nombres de la nada que son los nombres del Absoluto.

«En esta lengua
de rezos y perdones
desapareces.» (p. 16)

La ceremonia ritual que el lenguaje escenifica consagra la ausencia y el olvido bajo la solemnidad amable de los sentimientos. La liturgia sostiene en vilo el ansia de inmortalidad, que es ceguera de la mortalidad:

«La base de su ciega persecución del infortunio se halla en la esperanza sin freno en una vida sin fin» (Semónides de Amorgos, frag. 29).

Las normas, las costumbres y tradiciones quedan como el único asidero al que aferrarse para negar, eludir o desplazar la inminencia de la muerte.

—La ceguera de lo natural: pp. 15, 22, 27, 30, 31, 35, 58.

«Hasta el paisaje
(verde llama al verdor)
quiere olvidarte.» (p. 15)

El recurso al verde de la naturaleza se repite (27b). Es imagen de esperanza, que es olvido del presente, anhelo de futuro, de eternidad vacía, de sometimiento actual, voluntario o consentido, pero tan necesario, despiadado e implacable como el crecimiento de la hierba («escritura de hierba», en p. 27).

«Entre pinares
y color de esperanza
mudos tus restos.» (p. 30)

La ceguera vegetal de la naturaleza (lo verde) aparece envuelta en el espejismo de la esperanza. El silencio, única aspiración digna del que escribe, como la inmutabilidad plena del Acto puro aristotélico, a la que todo mutante aspira, obliga aquí al escriba a ejercer el acto de la escritura como búsqueda, siempre sólo búsqueda, del silencio, cuya verdad, la del cero o el infinito, nunca alcanza pues no le pertenece. Así, el poeta aspira al silencio hablando: p. 83a, 50b y 55b. Y, de entre esa calma geológica del campo o del bosque, surge abrupta la violencia de la muerte. Como de ente la calma aparente, simbólica, cotidiana, fantasmal de las ciudades, irrumpe la muerte, la guerra, el asesinato en masa por parte de los Estados de la Europa civilizada.

—La traición del superviviente: pp. 17, 56, 57, 57.

«Saber que el vivo
siempre queda en el lado
de los verdugos.» (p. 17)

Estar vivo es haber consentido. No hay héroes vivos, vivos inocentes. Hay víctimas. Y ésta es la rotunda verdad. Sobrevivir es una inevitable y dolorosa traición que los supervivientes reconocen en sus testimonios{6} y que, a menudo, les impidió soportar su vida, pues, en cierto sentido, era una traición a sí mismos. Qué menos que saber eso. En la página 24, el último verso da con la fórmula: «no muerto aún.» Es un modo preciso, por vía negativa, de definir lo vivo. En Shoá, de Lanzmann, uno de los supervivientes de Auschwitz declara que en los campos eran «muertos en prórroga». Es un morituro, en expresión que Primo Levi emplea en el prólogo a la edición italiana del texto de Katzenelson, es decir, un moribundo, cuando todo ser vivo lo es; pero es que el rutinario instinto de supervivencia impele al sujeto humano a desplazar de la vida cotidiana esa certeza que el gueto o el campo imponen sin posibilidad de desplazamiento ni engaño. El muerto, que habla aún, se encuentra abierto en canal a la presencia de la muerte, de la nada, conserva el aliento justo para decir el Horror en medio de la muerte presente, irrevocable, que lo colma todo de un vacío inexpresable.

—Exterminio/Olvido/Nada/: pp. 17, 20, 49, 53, 92, 94.

«Lo que está siendo:
el tránsito a la nada
tal acontece.» (p. 17)

El presente absoluto heraclíteo, su reverso parmenídeo. Ser es estar en la nada. Rilke: «No hay permanecer en parte alguna.»

«Olor de gas
los cuerpos sin aliento
y el excremento.» (p. 40)

La carne, el residuo de lo que fue persona o individuo, refutado por el gas, la química al servicio del Estado, o ciencia sin Platón.{7}

«Se llevó el Ner
tus huesos triturados
y tus cenizas.» (p. 40)

La aniquilación completa es consumada por lo natural. La precaria, ficticia victoria sobre la barbarie de lo salvaje, de lo ecológico, es la del logos, el acto de decir la muerte (Platón, Parménides). Es hermoso decir lo horrible. El bien consiste en decir (conocer) el mal.

«Ein Tag ein Tausend
y tierras semovientes
cuando el verano.» (p. 43)

Los cadáveres en descomposición removiendo las tierras bajo las que se encuentran simulan el último acto de rebeldía ante la aniquilación: pp. 49 y 64.

«Grasa de hombres
las llamas del olvido
reavivando.» (p. 60)

—La traición de la memoria: pp. 26, 33, 35, 87.

«Por el de hierro
Fuiste tú: yo me acerco
Por el de asfalto.» (p. 26)

El asfalto es aquí la capa que recubre y oculta el hecho. La memoria niega el conocimiento. El ritual mata el análisis, bloquea el diagnóstico. Sólo celebra, onanismo pernicioso que desvía la mirada.

«El memorial
el conducto del gas
la metafísica.» (p. 33)

Dios, muerte, hombre, los nombres del Absoluto, de la Nada, entretejidos en el acto del exterminio, esa Teología del Mal. Lo Absoluto resultó ser el Mal, no el Bien. Una poesía materialista se la juega con la Nada, no con el Ser en sentido neoplatónico (monista). La negación materialista de Dios no invita al triunfo del hombre, sino a reconocer que lo real no emana del Bien pleno, sin resquicios ni fronteras, sino del Mal, dicho a la escala de lo humano, o con mayor precisión, del sinsentido, de la nada a la que todo pertenece{8}. En el límite, el ser y la nada se confunden, se identifican, como la recta y el círculo de circunferencia infinita. En los grados de curvatura, in media res, entre el cero y el infinito, se agita la escritura del poeta contra las inercias del lenguaje humano que lo empujan a soñar la totalidad, fuera de su rango.

La conmemoración es el triunfo final del asesino, pues condena el hecho al lamento estéril, al psicologismo obsceno y autocomplaciente de la enunciación litúrgica, de la acusación exculpatoria, del juicio moral, y bloquea el análisis, neutralizando la posibilidad de un acercamiento racional al Horror y, con ella, el conocimiento. El velo de la ignorancia hecho monumento y ceremonia cubre el rostro desnudo de la horrible verdad:

«Tu sufrimiento
los mayores horrores
quedan ignotos.» (p. 95)

Notas

{1} Editorial Vitruvio, Madrid, 2008. Reseña del libro en José Sánchez Tortosa, Res Nata de Raúl Fernández Vítores: http://blogs.periodistadigital.com/epicuro.php/2009/02/18/res-nata-de-raul-fernandez-vitores

{2} Itsojk Katzenelson: El canto del pueblo judío asesinado, Editorial Herder, Madrid, 2008. http://www.libertaddigital.com/opinion/libros/el-dolor-sepultado-1276237836.html

{3} Epicuro, Carta a Meneceo, 124-127.

{4} «¡Inteligencia!, dame/el nombre exacto de las cosas!» (Eternidades)

{5} Luis de Góngora, Soneto CLXVI.

{6} Por ejemplo, uno de los testimonies más duros es el de S. Venezia, Sonderkommando. Por supuesto, también la obra de Primo Levi, Elie Wiesel, Thomas Toivi Blatt, Rudolf Reder, etc.

{7} Cf. José Sánchez Tortosa, «El exterminio burocrático. Ciencia sin Platón», en Libertad Digital, Suplemento Libros, 29 de octubre de 2009: http://www.libertaddigital.com/opinion/libros/el-exterminio-burocratico-ciencia-sin-platon-1276237120.html

{8} «Cuando se levantó del suelo [San Pablo], con los ojos abiertos, nada veía y esa nada era Dios. (…) al ver a Dios veía todas las cosas como una nada. (…) quien con nada habla de Dios lo hace correctamente.» (Eckhart, El fruto de la nada).

 

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