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El Catoblepas, número 144, febrero 2014
  El Catoblepasnúmero 144 • febrero 2014 • página 1
Artículos

Reconstrucción gnoseológica del significado del «Canon de Morgan» en las ciencias de la conducta

Íñigo Ongay de Felipe

Se ofrece un análisis gnoseológico-crítico de una figura clásica de las ciencias de la conducta y la psicología animal y comparada.

¿Jugando al ajedrez?

Presentación: un principio basal muy citado… y muy mal-comprendido.

Se ha insistido en muchas ocasiones, y desde perspectivas muy variadas, en la importancia histórica del establecimiento del llamado «Canon de Morgan» en el desenvolvimiento de la psicología comparada. Acaso una manera como otra cualquiera de comenzar a calibrar tal influencia, insistimos que generalmente reconocida por la mayor parte de los estudiosos, sea trayendo aquí a primer plano el conocido diagnóstico de Donald A Dewsbury quien en su libro de 1984 Comparative Psychology in the twentieth century señalaba que el tal canon representaría «perhaps the most quoted statement in the history of comparative psychology» (Dewsbury, 1984, p.187), un diagnóstico efectivamente certero al que acaso haríamos bien en añadir, de la mano de Roger K. Thomas con quien el propio Dewsbury habría mantenido una controversia muy sonada a cuenta del dichoso canon, que al mismo tiempo «perhaps the most misinterpreted statement in the history of comparative psychology is Lloyd Morganīs canon» (Thomas, 1998, p 156). De hecho, autores como puedan serlo Alan Costall, con su artículo, ya clásico, «How Lloyd Morganīs canon backfired» publicado en 1993 en la Journal of the History of Behavioral Sciences habrían convertido esta supuesta «mal-interpretación» de la regla metodológica presentada por Morgan en 1894 en un verdadero tópico de la historiografía de la psicología comparada, un tópico con todo, al que aquí nos apresuraríamos por reconocer como certero (a veces ocurre). Y es que en efecto, es sin duda verdad que el «Canon» de Morgan habría sido mal-interpretado muchas veces tal y como lo sostienen tantos historiadores de la psicología, sólo que, y esto resulta de suyo bien interesante, es precisamente por razón de dichas interpretaciones, por así decir desviadas (esto es, a su vez, no canónicas) que el propio canon habría ejercido su papel preponderante en la historia de las ciencias de la conducta tal y como lo apalabra Dewsbury. En este sentido, no se tratará tanto de lamentar la infidelidad de tales interpretaciones respecto de las intenciones originarias de Lloyd Morgan (pues bien pudiera suceder que sean más bien dichas intenciones originarias las que se trataría de denunciar, por ejemplo, por su antropomorfismo, o por su carácter mentalista, etc, etc, con lo que la interpretación desviada del canon habría podido cumplir un papel histórico benéfico para la psicología), ni tampoco de evaluar desde un punto de vista interno a la psicología animal y comparada la idoneidad metodológica del canon mismo, en un sentido o en otro, cuanto de clasificar crítico sistemáticamente las múltiples interpretaciones que el canon habría recibido en diversos contextos de las ciencias de la conducta (psicología del aprendizaje, conductismo, etología, cognición animal, etc,) así como calibrar la influencia que cabe asignar a tales interpretaciones –ya sean, a su vez, canónicas o desviadas– del canon de Morgan sobre el desenvolvimiento del propio campo categorial de la psicología animal.

Que non est philosophicum pluratitatem rerum ponere sine causa, frustra enim fit per plura quod fieri potest per pauciora: alcance gnoseológico del principio de simplicidad respecto al cuerpo de las ciencias categoriales.

La primera formulación del llamado «Canon» de Morgan apareció en su trabajo «The limits of animal inteligence» presentado ante el International Congress of Experimental Psychology celebrado en Londres el año 1892. Este texto, publicado este mismo año en forma de carta al editor en el número 46 de la la revista Nature, ofrece una versión de una norma metodológica para el estudio psicológico de la conducta de los animales que el propio Morgan conceptúa no tanto como un «canon» de parsimonia, cuanto a título de lo que el zoólogo de Briston denomina «principio basal» de la psicología comparada. Véamos:

«In no case is an animal activity to be interpreted as the outcome of the exercise of a higher psychical faculty if it can be fairly interpreted as the outcome of one which stands lower on the psychological scale.» (Dixon, 1892, p 393).

Sin embargo, no será hasta 1894 que Morgan oferte la versión, a su vez canónica, de su principio basal. Así, en su An introduction to comparative psychology, C. Lloyd Morgan ofrece la formulación más conocida de su regla metodológica:

«In no case may we interpret an action as the outcome of the exercise of a higher psychological faculty if it can be interpreted as the outcome of the exercise of one which stands lower on the psychological scale.» (Morgan, 1894, p 53).

Ahora bien, así las cosas, y dejando por un momento de lado el hecho, ya de por sí problemático de que Morgan parece estar dando por supuesta la existencia de una «escala psicológica» unívoca que pudiera servir como patrón de ordenación de las «facultades psíquicas»- algo que visto desde la perspectiva de las ciencias de las conductas de nuestros días parecería estar exactamente tan justificado como la ley de la recapitulación de Ernst Haeckel (Richards, 2008; Gould, 2010), el mesmerismo (Cohen, 1989. Fuentes y Quiroga, 1998) o el axioma de María de los alquimistas (Bueno, 1972), la primera cuestión que se dibuja en el horizonte es ante todo la siguiente: ¿cuáles son las razones de fondo, razones que a su vez deberían figurar como internas desde el punto de vista de la disciplina psicológica, que autorizarían a sostener un principio basal como este que nos presenta Morgan? De otro modo: ¿por qué, nos preguntamos, deberíamos «interpretar una acción» o, para decirlo en términos de la teoría del aprendizaje instrumental, una «respondiente» (lo mismo, suponemos, animal o humana) a la luz del canon de Morgan y no, por ejemplo, desde el canon opuesto tal y como parece hacerlo el propio Darwin en sus escritos sobre las lombrices de 1881 (Darwin, 1881), pero también, y acaso muy sorprendentemente, en sus trabajos sobre las orquídeas silvestres (Darwin, 2007) o las plantas trepadoras (Darwin 2008a, Darwin, 2008b)?.

Se dirá efectivamente, que el canon de Morgan no constituiría otra cosa que una modulación del principio de parsimonia a la escala de la psicología animal y comparada, es decir, algo así como una suerte de Navaja de Occam aunque fuese bajo la forma de lo que el filósofo de la ciencia norteamericano Elliott Sober ha conocido como «conservatismo», (Sober, 2001. Sober, 2009. Fritzpatrick, 2009) pero esto, dejando al margen el hecho muy significativo de que el propio Morgan no consideraba su propia regla como una aplicación del principio de simplicidad (y de hecho excluyó tal interpretación en su libro de 1894), sería tanto como tratar de explicar obscurus per obscurius puesto que no está en efecto nada claro cuál pueda ser el alcance gnoseológico del propio principio de parsimonia en la teoría de la ciencia (Fritzpatrick, 2008). Y no se trata sólo de que no parezca en absoluto hacedero determinar con claridad cómo evaluar la simplicidad de una teoría científica, de un modelo o de un teorema determinado (algo que, de todos modos, no deja de resultar bastante cierto), sino, y acaso sobre todo, que resulta extraordinariamente confuso determinar cuál pueda ser la conexión interna, de orden semántico para decirlo con Gustavo Bueno (1992), entre la simplicidad, se defina esta como se defina, de una teoría científica y su verdad. Y es que en efecto, dando por supuesto que la consideración del principio de simplicidad en cualquiera de sus múltiples formulaciones (entre las que desde luego se cuenta ésta, debida clásicamente a Johannes Clauberg en su Logica vetus et nova de 1654: entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem, pero también la de Pedro Auriol: non est philosophicum pluralitatem rerum ponere sine causa, fustra enim fit per plura quod fieri potest per pauciora) como un principio ontológico absoluto sólo podría justificarse desde unas premisas monistas metafísicas –del tipo «la naturaleza es simple antes que compleja», etc, etc– que aquí nos apresuramos a recusar (véase también Sober, 2000), resultará evidente que la «simplicidad» a la que el canon de Morgan aludiría, comparecerá como circunscrita a la inmanencia del campo categorial de la psicología comparada y en manera alguna como dada con independencia del cierre de tal recinto positivo. Ahora bien, como advierte Gustavo Bueno (1992) el propio principio de parsimonia, si es que ha de tener una significación gnoseológica semántica (es decir, conectada internamente con la idea de verdad de una teoría científica) y no ya sólo un alcance meramente pragmático –como habría pretendido Popper (1959) desde su teoreticismo al postular de manera enteramente ad hoc y sin que verdaderamente se sepa por qué, que las teorías más parsimoniosas resultarían más «improbables» y por ende más «falsables»– o incluso sintáctico a la manera de una requisitoria de signo estético, &c, tendrá que ser a su vez redefinido a la escala de las conexiones entre lo que el filósofo español tipifica como los fenómenos (los datos empíricos ) y las esencias (i.e: las estructuras teóricas objetivas) del campo de una ciencia categorial en marcha. Como lo señala G. Bueno:

«En efecto, desde el punto de vista de los contextos de justificación el principio de simplicidad habría que fundarlo en el eje semántico. No cabría fundarlo en el eje pragmático –en cuyo caso, el principio de simplicidad se transformaría en un «principio de economía» exógeno a la ciencia–, ni en el eje sintáctico en donde el principio de simplicidad se transformaría en un principio estético, «de elegancia», cifrada en el precepto mismo que orienta a reducir, por ejemplo, el número de axiomas de una teoría hipotético deductiva. Y todo esto sin perjuicio de que, por su forma, el principio sea pragmático, aunque tenga un fundamento semático.» (Bueno, 1992, 124-125).

En este terreno, y desde la perspectiva ejercitada por la Teoría del Cierre Categorial defendida por G. Bueno, el propio principio de simplicidad, en atención a su valor semántico interno, deberá ser reconstruido como la misma re -exposición, aunque en sentido normativo (y de ahí el innegable formato pragmático que atribuimos al principio), de los engranamientos semánticos, ellos mismos operatorios, entre las esencias y los fenómenos del campo de una ciencia . Una re-exposición en efecto, tal que aquellas estructuras esenciales (mutatis muntandis: teoréticas) que carezcan de toda contra-partida fenoménico-referencial, esto es, aquellas estructuras gratuitas o puramente especulativas, quedarán en principio prohibidas terminantemente por la norma de referencia, pero ya no tanto a título de teorías falsas, y esto lo consideramos como extraordinariamente relevante, cuanto a título de falsas teorías científicas. Así:

«El principio no sería otra cosa que la misma definición semántica de la estructura o esencia, en cuanto coordinación de fenómenos y referencias, en forma de norma prohibitiva de las eventuales desviaciones o degeneraciones, virtualmente posibles que tienden hacia la construcción de «teorías especulativas» (y aquí «especulativo» significará, según un uso por lo demás corriente, «gratuito», hipotético, pero sin «contrapartida fenoménica», como les ocurre al decir de Lebesgue, a aquellos conceptos científicos «ciertamente nuevos, pero que no sirven para otra cosa que para ser definidos».) Si la teoría científica está, por naturaleza, orientada a la organización de los fenómenos y de las referencias, todas las partes de la teoría que no tengan “respaldo fenoménico” y “contrapartida referencial” serán “especulativas” y transgredirán el principio de simplicidad.» (Bueno, 1992, 125).

Ahora bien, lo que importa subrayar con toda contundencia crítica es que si esto es así, se seguirá también que tal principio no representará en todo caso, tanto un principio absoluto cuanto un principio relativo a una multiplicidad fenoménica ya dada y ella misma enclasada de antemano de diversos modos en función de las operaciones propias del recinto categorial de referencia. Por ende, se seguirá que el principio de simplicidad adquiere en la gnoseología materialista de G. Bueno el formato que es propio a un análogo de proporcionalidad de suerte que su significado no podrá en modo alguno ser el mismo en la química clásica de Mendeleyev- Lothar Meier que en la química-física, como tampoco podrá ser el mismo en la psicología conductista del aprendizaje que en la etología clásica o la primatología de nuestros días.

Morgan by himself. El Canon de Morgan desde el punto de vista de los fines operantis.

El llamado «Canon de Morgan» se ha venido en todo caso interpretando –por mucho que esto en efecto, suponga para muchos más bien una tergiversación desde el punto de vista filológico– a la manera de una aplicación del principio de parsimonia a la psicología animal y comparada. Tal sin ir más lejos la tesis mantenida por autores de la solvencia de E. G Boring (1950) en su clásica A History of Experimental Psychology pero también por Manning y Dawkins en su influyente manual , Animal Behavior, de 1998 del que extraemos, a título de botón de muestra, las siguientes palabras: «Morganīs canon has enabled us to approach the analysis of behavior sensibly and to avoid the anthropomorphism which led to many absurdities in the past». Desde un tal punto de vista, insistimos que generalmente compartido por la mayoría de tratadistas, la parsimonia del canon consistirá antes que otra cosa en un principio de cautela metodológica frente a sonados excesos antropomorfistas que habrían quedado de manifiesto en casos como el de «Hans el listo», o por supuesto, mediante el uso abundantísimo durante la segunda mitad del siglo XIX, del denominado «método anecdótico» puesto a punto por pioneros como George John Romanes en esa obra maestra de la proto-etología titulada Animal Inteligence (Boakes, 1989. Leahey, 2005). Sin embargo, lo que se haría preciso matizar en este punto es ante todo lo siguiente:

1. En primer lugar que Romanes no era desde luego el único pionero de la psicología comparada que se había servido de tal metodología anecdotista. Y puestos a buscar anecdotólogos en modo algunovergonzantes haríamos bien en apuntar al propio Charles Darwin en su obra de 1872, The Expression of Emotions in man and animals, libro del que no ya Romanes, sino también Morgan pueden reputarse herederos en muy buena medida.

2. Que según lo han puesto de manifiesto investigaciones históricas relativamente recientes como las de Gegory Radick (2000), el principio basal de Morgan no estaría, por su génesis, dirigido tanto contra Romanes, cuanto contra el programa de investigación sacado adelante en psicología comparada y zoolingüística por el norteamericano Richard Lynch Garner, con su «fonógrafo», sobre el lenguaje de los simios.

3. De hecho, y contra algunas de las más socorridas apariencias falaces historiográficas, si tuviésemos que acusar a Romanes de antropomorfismo ello, sería sólo en el sentido de lo que Frans de Waal ha llamado “animal-centered antropomorphism”, y que en todo caso vendría a coincidir, muy paradójicamente, con el “theromorphism” del que nos habla William Timberlanke: es decir, con el resultado de negar, nos parece que muy razonablemente frente a todo mecanicismo posible, que los animales sean simplemente máquinas reactivas si es que nosotros no lo somos.

Desde este punto de vista, es de reseñar, tal y como Allan Costall (1993) lo ha advertido con ojo clínico, que la adopción del canon no representaría tanto, respecto a la puesta en marcha del programa naturalista psicológico morganiano, el momento de ruptura con Romanes, cuanto precisamente el momento de la aceptación del proyecto darwiniano del autor de Animal Inteligence por parte de C.Lloyd Morgan. De hecho, en un trabajo posterior titulado «Lloyd Morgan and the rise and fall of Animal Psychology», Costall (1998) nos recuerda hasta qué punto el canon vendría a suponer el canal metodológico por el que el proyecto de estudio naturalista de las «mentes» animales, esto es, de sus expresiones conductuales raciomorfas (y de ahí la herencia del Darwin de 1872) podría llegar a consumarse de modo no desquiciado o incluso meramente especulativo.

Nos importa considerar la medida en que, en este sentido, tiene efectivamente toda la razón A. Costall, al diagnosticar con extraordinaria pericia historiográfica que el canon de Morgan terminó, a la postre, por «disparar contra sí mismo», pues éste mismo, sean cuales sean los fines operantis del psicólogo de Briston y precisamente en lo que se refiere a sus consecuencias para la historia de la disciplina de referencia, habría sido considerado las más de las ocasiones a título de paso adelante en la senda del conductismo mecanicista, justamente ahí donde el propio Morgan estaba convencido de que la conducta animal sólo podía interpretarse inteligiblemente en términos intencionales y no automatistas. De hecho –y en este punto la paradoja no podría ser más explícita– sin perjuicio de la sistemática utilización de su principio basal por lo que Costall tipifica como neo-cartesianismo (sea en psicología, sea en la propia biología evolutiva), importa subrayar que tanto Morgan como Romanes siempre compartieron con Charles Darwin el supuesto, anti-reactivista, de que los animales en manera alguna pueden ser considerados a la manera de meras marionetas en manos de las circunstancias. Algo, en efecto, en lo que a su manera también habría insistido R. Richards (1987) con su competencia habitual al inscribir a Morgan en la misma tradición darwinista (puesto que en el fondo, habrá que reconocer, «el darwinismo se dice de muchas maneras»… y no todas ellas neo-sintéticas) de la que pudieron alimentarse G. J Romanes o James Mark Baldwin, esto es, justamente aquella tradición, que con mayor contumacia habría señalado la necesidad de contemplar a los animales como sujetos operatorios dotados de vis appetitiva y de vis intelectiva (Bueno, 2002, Fernández, 2005). Una tradición, tan exquisitamente darwiniana o acaso incluso más al menos en lo atinente a su pertinencia histórica como pueda serlo la de Skinner o Thorndike, y que en nuestros días estaría siendo desarrollada a pleno pulmón por tantos etólogos y primatólogos que operarían, para decirlo con palabras tinbergenianas, con los animales en su mundo (Animals in their world), es decir en el preciso contexto ecológico en el que la conducta manifiesta un valor de supervivencia muy determinado, &c. Realmente las investigaciones de N. Tinbergen sobre las configuraciones oceladas de las mariposas o sobre la conducta de nidificación de las gaviotas reidoras resultan suficientemente significativas a este respecto (Tinbergen, 1986).

El povernir perfecto del canon de Morgan. El canon interpretado por Thorndike (1898) y Skinner (1938).

Con todo, y sea de esto lo que sea, resulta que por razón de su eficiencia histórica, al menos si es verdad que la historia como tal disciplina categorial, incluida en este punto desde luego la historia de la ciencia, ha de ser concebida como referida principalmente a las consecuencias de los acontecimientos de los que se ocupa respecto del porvenir perfecto (esto es: per-hecho, ya realizado) de los mismos, y no ya tanto sólo a sus antecedentes por importantes e incluso imprescindibles que estos puedan ser (Bueno, 2008. Bueno, 2010), es lo cierto que al canon de Morgan le cupo representar, en cuanto a la concatenación de sus efectos en el porvenir perfecto de la historia de la psicología comparada, esto es en cuanto a lo que Tomás R. Fernández Rodríguez y J.C Sánchez han denominado la «herencia objetiva» de Morgan (Fernández Rodríguez et al, 1994) un papel verdaderamente muy destacado en la conformación de aquel tipo de mecanicismo reactivista que el propio Morgan se habría apresurado a impugnar del modo más enérgico. Para el caso de Lloyd Morgan y su principio basal, este porvenir histórico podría, a nuestro juicio, cifrarse muy señaladamente en el nombre de E.L Thorndike. Y es que ciertamente, hacia 1896 (Thorpe, 1979; Lafuente, 2004) un Thorndike todavía muy joven –¡de 22 años de edad!– habría tenido ocasión de asistir como oyente a las conferencias impartidas por Morgan en la Universidad de Harvard. Y en efecto, a resultas de una tal asistencia, la perspectiva de Morgan es ciertamente considerada en la construcción de esa obra seminal que lleva por título Animal Intelligence –hagámoslo notar de pasada: no es en modo alguno caprichoso que este título sea justamente el mismo que el del estudio pionero publicado décadas antes por Romanes, y ello por no hablar de la obra morganiana titulada Vida e Inteligencia Animal– y que vio la luz a título de número monográfico de Psychological Review el año 1898.

Justamente lo que más nos interesa sacar a colación en este contexto es el hecho de que tal perspectiva «morganiana» es tomada en consideración por parte de Thorndike precisamente frente al «anecdotismo» de Romanes en cuanto que este pudiese estar alimentando una supuesta «teoría de la razón» de los animales con todos los consabidos resabios antropomorfistas que esto llevaría aparejado. Tal y como lo resume Enrique Lafuente en un interesante trabajo titulado «Asedio a Inteligencia Animal, de Thorndike (1898); un estudio de su significación en la psicología de finales del siglo XIX.»:

«Romanes constituye un ejemplo eminente de lo que Thorndike en cierto momento llama la «teoría de la razón», esto es, la idea según la cual los animales actúan en virtud de las inferencias que realizan sobre las consecuencias de sus actos. Acciones supuestamente inteligentes, como la del gato que descorre con una pata el pestillo de una puerta, serían así el resultado de una «imitación racional» de un comportamiento humano. A esta interpretación Thorndike responde con sus propias observaciones experimentales, los gatos no salen de las cajas por observación racional, sino por casualidad, por efecto del “enloquecido revoltijo” de movimientos instintivos que realizan para salir. El descenso gradual de la curva de su aprendizaje resulta bien expresivo de que, en todo el proceso, el «intelecto» del animal no interviene en absoluto.

La crítica a Romanes tiene, pues, también una profunda carga metodológica porque los “hechos” aducidos por los “teóricos de la razón” son mucho menos dignos de confianza que los observados directamente en el laboratorio. Puede adivinarse fácilmente la alusión a Romanes en las críticas que hace Thorndike a los métodos empleados en los trabajos anteriores al suyo propio, a los que les reprocha la escasa fiabilidad de las anécdotas que les sirven de fundamento. La tendencia de esa “metodología anecdótica” a consignar sólo lo inteligente, lo infrecuente y lo singular a expensas de lo simplemente normal o lo decididamente estúpido, no puede dar lugar sino a una psicología anormal o supranormal de los animales». (Lafuente, 2004, 43).

Pero precisamente si Thorndike adopta el «canon de Morgan», por así decirlo, como eficaz estrategia inmunológica frente a las exageraciones anecdotistas de Romanes, esto, a la postre supondrá en efecto hacer uso del propio canon contra sí mismo (queremos decir: no ya sólo contra la primera Animal Inteligence sino también, y en no menor medida, contra la propia Introduction to comparative psychology) al hacerlo engranar en la construcción, en psicología del aprendizaje, de las leyes «del efecto» y «del ejercicio», a título sin duda de leyes fundamentales de lo que se vendría a llamar condicionamiento instrumental (Leahey, 2005). De hecho, precisamente aquel psicólogo de cuya mano este «paradigma instrumental» conocerá su desarrollo más acabado y desde luego más radical (y nos referimos obviamente a B.F Skinner) dará testimonio de su propia deuda de gratitud con el canon de Morgan en términos que no podrían resultar más elocuentes:

«The anti-mentalism of the behaviorist camp came about by two steps: (1) Morganīs law of parsimony which “dispased with“ the need to refer to mental abilities in animals. (2) Watsonīs efforts to “reestablish” Darwinīs desired continuity without hypothesizing mind anywhere.» (Skinner, 1938, 4).

Nótese de paso que estos autores sin perjuicio de su mecanicismo radical (y a estos efectos resulta indiferente que este mecanicismo reciba el nombre, más bien grandilocuente, de anti-mentalismo) estarían reclamando su puesto en una tradición darwinista muy determinada, coordinable desde luego con el neo-darwinismo sintético formulado por aquellos mismos años. Una tradición, advirtamos esto, en la que, irónicamente, el mismo Darwin (el Darwin de 1872) tendría que comenzar por quedar excluido.

Y es que, ciertamente, siguiendo las pistas ofrecidas por filósofos de la psicología tan exitosos como puedan serlo Juan Bautista Fuentes, cuando hablamos de mecanismo conductista nos referimos principalmente a lo siguiente: s e trataría de una metodología de construcción científica en psicología que, sin perjuicio de comenzar tomando formalmente en cuenta las operaciones de los organismos animales –palomas, ratas de laboratorio, gatos, etc– cuya conducta «operante» se pretende controlar «por sus efectos», terminará por disolver terminantemente, bajo las estrictas condiciones experimentales propias de la «caja problema», toda consideración posible de los animales como sujetos operatorios dotados de vis appetitiva y de vis intelectiva esto es, de «inteligencia» y de «voluntad» (y de ahí las enormes dosis de ironía que, si no juzgamos mal, Thorndike habría inyectado en el título de su trabajo pionero), bloqueando con ello el curso mismo de la tradición darwiniana (no ya exclusivamente romaniana o incluso morganiana) en psicología comparada. Sencillamente –tal y como lo sostiene Lafuente (2004)– «titular su tesis Inteligencia Animal no podía constituir sino una provocación deliberada, una enérgica declaración de guerra a toda una tradición investigadora en la que, por otro lado, él mismo había decidido instalarse.» Y es que tal como psicólogos comparados «tradicionales» (i.e: darwinianos en este sentido preciso) como puedan serlo Wesley Mills o incluso el Wolfgang Kôhler de 1917 habrían detectado desde el inicio, metodologías científicas tan exquisitamente asépticas como la puesta en marcha por Thorndike, estarían demostrando con toda nitidez que es puro antropomorfismo esperar conducta racional o raciomorfa alguna en un gato sometido a privación alimenticia y encerrado en una caja de 15*20*12 pulgadas. Simplemente ocurre que en casos como este es la metodología misma la que ha producido, en virtud de una circularidad pragmática muy característica del conductismo radical, los resultados (Fuentes y Quiroga, 2004).

El momento del contra-canon. El antopomorfismo como regla operatoria en la etología contemporánea.

Reparemos brevemente en la siguiente circunstancia histórica, dotada a nuestro juicio del mayor interés crítico: las premisas mecanicistas que sin duda hemos atribuído al conductismo en sus versiones más radicales (léase: más coherentes con sus propios presupuestos gnoseológicos) en modo alguno quedarían comprometidas en la etología clásica lorenziana toda vez que esta misma, sin perjuicio de su confrontación directa con el conductismo skinneriano, estaría ejercitando unos presupuestos maquinistas igual de expresos . Y es que ciertamente el modelo psico-hidráulico del instinto estaría a nuestro juicio muy cerca de una fisiología ficción en el fondo cartesiana en la que los animales sólo comparecen a título de recipientes de la energía de acción específica. Es verdad que, en el caso de Konrad Lorenz, nos encontraremos ante un mecanicismo de signo antes innatista que reactivista, pero en todo caso ello sólo querrá decir que no será el mecanicismo animal –que en absoluto se niega– el lugar donde habrá que buscar los verdaderos motivos gnoseológicos del enfrentamiento etología-conductismo (Ongay, 2006), puesto que simplemente estos motivos habrá que ponerlos en otro lugar: por ejemplo en el propio innatismo lorenziano en la medida en que este, supuesta su rigidez mecanicista, pudo entrar en contraposición frontal con un ambientalismo conductista no menos mecanicista bien que de signo contrario.

Esta tendencia suo modo cartesiana sólo comenzará a romperse efectivamente con la instauración de una «segunda etología» en la post-guerra mundial tras la hibridación de los planteamientos netamente «centro-europeos» que habían sido característicos de la primera etología con algunas de las más razonables críticas «conductistas» de Daniel Stanford Lehrman al modelo del desencadenante innato puesto a punto por K. Lorenz. No hace falta recordar que ello ha llevado a numerosos tratadistas (Font et al, 1998) a referirse a una suerte de «segunda etología» o «etología americana. Nos referimos obviamente la etología de N. Tinbergen (pero también de D. Lack o de E. Cullen) tras su traslado al Reino Unido y el arranque de sus estudios sobre el valor de supervivencia de la conducta de los animales en su medio ecológico (Tinbergen 1979,. Tinbergen, 1986). Un enfoque, según lo ha analizado R.W Burkhardt (2005) tan alejado del conductismo radical skinneriano (debido, principalmente, a su escasa «validez ecológica») como del innatismo fisiologista de K. Lorenz (pues que el innatismo de partida defendido por el austríaco frente al etólogo holandés siempre se movió en las proximidades de una fisiología ficción (energía de acción específica, modelo termo-hidráulico, etc, etc) bajo cuyo peso la subjectualidad operatoria de los animales parecía quedar enérgicamente asfixiada en virtud de las conexiones maquinales a cuya cartesiana luz se pretendía hacer justicia a la «conducta» de los animales). (Ongay, 2010).

Y justamente tras el colapso histórico del conductismo después del «Proyecto Paloma» (Fernández, 1980), y ello sin perjuicio de sus extraordinarios éxitos propiamente tecnológicos de primera hora –éxitos en los que, dicho sea de paso, Juan Bautista Fuentes (2002) habría hecho residir la verdadera clave gnoseológica del conductismo radical, supuesta la ausencia de una inmanencia categorial psicológica que fuese a su vez independiente de la biología–, la llamada etología cognitiva haría su aparición de la mano de autores como D. Griffin con su ya clásico The Question of Animal Awareness: evolutionary continuity of mental experience publicado en 1978. Estas investigaciones, pese a su indudable sabor mentalista cuya ingenuidad ha sido certeramente puesta de manifiesto por Clive D. L Wynne (Wynne, 2007) estarían, así y todo, recuperando, tras el encallamiento del enfoque conductista, aquel programa naturalista inaugurado por Darwin en 1872 que se cifraba en el estudio de las «mentes animales» por la mediación de sus «expresiones conductuales». Un programa –esta es la verdadera cuestión histórica– en el que precisamente habríamos de situar al propio C.Lloyd Morgan según los fines operantis de su canon. Sin embargo, esta recuperación contemporánea del programa morganiano, sólo pudo llevarse a cabo, y esta es la circunstancia que nos parece central a efectos dialécticos, mediante la reivindicación, «anti-morganiana», de un principio de parsimonia evolutiva que nos pondría muy lejos del Canon de Morgan en sus interpretaciones históricas (visto ahora desde la perspectiva de su fines operis).

Y es que desde el punto de vista de los más distinguidos etólogos de nuestros días el antropomorfismo supondrá precisamente la única forma de parsimonia evolutivamente viable en el estudio de la conducta de los animales si es que el continuismo darwinista entre los hombres y los restantes animales ha de mantenerse como horizonte necesario de las ciencias de la conducta. Justamente a este presupuesto continuista se estaría refiriendo sin ir más lejos Frans de Waal (1997,1999, 2001) al proponer un «animal-centered anthropomorphism» como regla constructiva en el campo de la etología. Algo, sin duda, en la que también coinciden investigadores tan señalados como Timberlake (1999) (theromorphism), Gordon Burghardt (1991) (Critical Antropomorphism) o Marc Bekoff (2000) (Bio-centrical antropomorphism).

Insistamos a modo de conclusión del presente apartado en el hecho de que tales interpretaciones etológicas del antropomorfismo como verdadero canon de las ciencias de la conducta (y este canon se modula en ocasiones expresamente frente al de Morgan: véase al respecto Fritzpatrick, 2008) estarían en el fondo subrayando la evidencia darwinista de que los animales no son robots puesto que tampoco nosotros lo somos, y de que, en efecto, conceptuarlos como robots a la manera de tantos «hiper-darwinistas» dennetianos (Dennet, 1999 ) es tanto como postular un abismo ontológico entre hombres y animales. Para decirlo de otro modo: fingir hipótesis tan mecanicistas como parsimoniosas en las que la inteligencia operatoria y raciomorfa de los animales que los etólogos de nuestros días no cesan de reconocer hayan quedado enteramente disuelta supone en realidad apartarse del único tipo de «simplicidad» semánticamente pertinente en el campo de la psicología animal una vez el automatismo cartesiano aparece como definitivamente arrumbado por la marcha triunfal del darwinismo.

Coda: el canon como un caso ejemplar de ironía historiográfica del campo de la psicología comparada, o de como una norma puede terminar aconsejando lo contrario de sí misma.

Retomemos para finalizar los diagnósticos complementarios de Dewsbury-Thomas con los que comenzábamos este trabajo en vistas a aquilatar una conclusión que, suponemos, ha quedado ya perfilada con suficiente nitidez a lo largo de las páginas que anteceden. La historia de la recepción del canon de Morgan, sin perjuicio de sus interpretaciones desenfocadas á la Costall y precisamente por ellas, es la historia de un éxito tan rotundo (aquí resuenan las palabras de Dewsbury: «perhaps the most quoted statement») como extraordinariamente irónico (para decirlo con Thomas: «perhaps the most mis-interpreted statement») en lo que se refiere a la historiografía de las ciencias de la conducta. Una ironía historiográfica, efectivamente, que haría pie sobre la circunstancia de que el principio basal que Lloyd Morgan acertó a ofrecer en su libro de 1894 sólo aparecería como una norma dotada de eficacia histórica en lo que respecta al campo de la psicología animal y comparada, en cuanto que necesariamente mal-interpretado por los teóricos del aprendizaje desde sus premisas mecanicistas, esto es, en cuanto que la esfera de sus fines operis habría desbordado ampliamente a todo lo largo del siglo XX los propios fines operantis morganianos, bloqueando cualquier acercamiento naturalista a la temática de la conducta racional de los organismos animales. Y ello, en función de una lógica material que habría convertido el canon, por sus consecuencias respecto de la propia historia de la psicología animal, en un episodio fundamental de la construcción de la ley del efecto.

Pero, y esta es la dialéctica a la que pretendíamos hacer justicia en estas páginas, cuando las «intenciones» de Morgan engranadas ellas mismas en una tradición darwinista más amplia se recuperen, es decir, cuando queden reivindicados los mismos fines operantis que habrían alimentado el establecimiento de su canon desde el punto de vista de su genésis (esto es, el objetivo general de ofrecer una metodología que permita incorporar las mentes animales a una construcción científica no especulativa), ello sólo será justamente contra el propio canon, es decir, tal recuperación sólo se llevará a término a precio de reconocer irónicamente que, para decirlo haciendo uso de la diáfana fórmula de W. Thorpe (1982, pp 48), el principio basal de la etología y la psicología contemporánea es justamente el contrario del Canon de Morgan. Terminemos levantando acta de la siguiente muestra de teatral justicia poética concerniente al desenvolvimiento contemporáneo del campo categorial de las ciencias de la conducta: puede que el canon de Morgan haya quedado insertado, malgre lui, en la construcción sistemática de una teoría psicológica mecanicista de la conducta animal en la que, paradójicamente, las operaciones animales se han visto sometidas a un lifting muy drásticamente adelgazante, pero ello no obstante, y en el reflujo de su propia historia, Morgan habría terminado por triunfar… contra sí mismo.

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