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El Catoblepas, número 143, diciembre 2013
  El Catoblepasnúmero 143 • enero 2014 • página 11
Libros

Ética, religión y etología

Íñigo Ongay de Felipe

En torno al libro de Frans de Waal, The Bonobo and the Atheist. In search of Humanism among Primates, Norton, Nueva York, 2013.

1. El bonobo y los orígenes de la (contra)cultura

The Bonobo and the Atheist El año 1925, el psicólogo comparado de la Universidad de Yale Robert Mearns Yerkes (1876-1956), quien para entonces había tenido ocasión de poner en marcha, bajo los auspicios financieros de la Fundación Rockefeller, el despegue de la etología primatológica estadounidense previa a la segunda Guerra Mundial además de sacar adelante, durante los años de la Primera Guerra, los llamados test de inteligencia alfa y beta tal y como nos informa Stephen Jay Gould en su La falsa medida del hombre, publica el libro Casi humanos (Almost Human, J. Cape, 1925). La obra consistía en la descripción de la conducta de dos ejemplares de chimpancés, muy adecuadamente llamados Chim y Panzee que se habían criado en la casa del propio psicólogo de Pennsylvania, llegando incluso a compartir –del modo más literal– mesa, mantel y cubiertos con el mismo Yerkes. En el libro, Robert Yerkes tiene ocasión de hacerse eco de las diferencias, por así decir, temperamentales, entre la conducta de ambos primates toda vez que mientras que Panzee en efecto, exhibía los patrones etológicos propios de su especie mendeliana, Chim, por su parte, parecía comportarse de un modo incomparablemente más «sensible», «empático» e «inteligente» que su compañero, algo que parecía hacerle acreedor por parte del mismo Yerkes, de rótulos ponderativos tales como puedan serlo los de «genio antropoide» o primate «casi humano».

Ahora bien, lo interesante del caso reside en que Yerkes, sin perjuicio desde luego de que el científico norteamericano no pudiese entonces hacerse cargo de la situación de este modo, estaba certificando- por la vía del descubrimiento material{1}, la entrada en escena de una nueva especie de primates en la historia de la psicología comparada, y ello puesto que, tal y como quedaría establecido tras las descripciones en 1928 del llamado cráneo de Tervuren por parte del anatomista norteamericano Harold Coolidge y sobre todo tras las aportaciones del zoólogo alemán Erns Schwartz, sólo Panzee –pero no Chim– era un verdadero chimpancé (Pan Troglodytes), toda vez que el individuo que tanto había sobrecogido a Yerkes constituía en realidad un bonobo ( Pan Paniscus) , especie que, sin embargo, sólo habría quedado formalmente descubierta por Schwartz en 1929.

Pues bien, justamente desde este momento los bonobos estarían llamados a experimentar una rutilante carrera en el despliegue histórico de las ciencias primatológicas, precisamente en cuanto que su estructura social aparentemente «matriarcal», así como sus desinhibidos patrones conductuales de cortejo y conducta sexual, les haría figurar, a ojos de muchos, frente a los más agresivos y notablemente menos promiscuos, chimpancés comunes, a la manera de una suerte de referente primatológico del hedonismo pacifista característico de las comunidades contra-culturales humanas propias de la segunda mitad del siglo XX.

En resumen –así al menos parecen hacerse cargo muchos de la situación– mientras que el chimpancé organizaría su repertorio conductual según la máxima «born to kill», los bonobos harían por su parte, bueno el eslogan «make love, not war.». Y es que, dado el conjunto de evidencias sobre la conducta bonobo de las que disponemos desde los informes pioneros de Yerkes, lo que haría de estos primates unos verdaderos «genios antropoides» consistiría en la siguiente sabiduría «política»: ante el trámite de organizar la cooperación social de la que todas las especies de simios dependen para su supervivencia, siempre será mejor recurrir a los masajes genitales (Pan Paniscus es de venus) que a las exhibiciones de fuerza tan características de los machos chimpancés (Pan Troglodytes es de marte).

2. Historia natural de la cooperación. Del jardinero de T.H Huxley a la ayuda mutua del Príncipe Kropotkin

Pues muy bien. Como es bien conocido, precisamente el origen de la cooperación representa según todos los indicios disponibles una de las más significativas quaestiones disputatae de la teoría de la evolución por selección natural tal y como el propio Charles Darwin pudo reconocerlo en su obra de 1859 El origen de las especies en relación al problema ( percibido precisamente como tal «problema», crucial –es decir in crucis– desde las propias premisas seleccionistas de Darwin) de la eusocialidad de diversas especies de artrópodos (particularmente algunos insectos himenópteros sociales como puedan serlo las hormigas o las abejas), dado que, descontada la posibilidad –que sin embargo muchos biólogos y filósofos de la biología como puedan serlo Richard C. Lewontin, Samir Okasha o Elliott Sober y David Sloan Wilson parecen estimar como permanentemente abierta en el horizonte{2}– de la selección grupal (una posibilidad, todo hay que decirlo, que Darwin reconocía ampliamente{3} sin perjuicio de la ortodoxia neordarwinista de genetistas como George c. Williams quienes razonan como si tal hipótesis representase una suerte de cantidad despreciable de la teoría de la selección natural, esto es, una fórmula vacía y no tanto un error factual), parecería que la cooperación, y todavía más el altruismo constituyesen fenómenos conductuales situados enteramente al margen de los principios selectivos cuando estos operan a escala de los individuos ( o incluso de los replicadores egoístas a la manera de R. Dawkins{4}).

Sencillamente sucederá que tales principios, cuando se entienden adecuadamente, habrían eliminado por entero la posibilidad misma de cualquier conducta altruista a la manera como los principios de la termodinámica eliminan rigurosamente la posibilidad del móvil perpetuo, de suerte que, todo comportamiento considerado como tal hubiese de quedar a su vez reducido, a la manera de una apariencia falaz (altruismo psicológico), al más vigoroso egoísmo genético ya sea por la vía de la hipótesis de la selección familiar de W.H. Hamilton, sea por la vía del altruismo recíproco de Robert Trivers o Robert Axelrod.

Y si esto es así, entonces también se seguirá que incluso los mecanismos de «ayuda mutua» de los que nos hablaban evolucionistas tan señalados como el mismo Príncipe Piotr Kropotkin en su libro de 1902 Mutual Aid. A factor of Evolution, estarían de hecho sometidos, sin perjuicio de las apariencias falaces en contra, al egoísmo de los replicadores. Algo que sin duda parecería corroborar a la postre las posiciones del «Bulldog de Darwin», Thomas Henry Huxley en su ensayo Evolution and Ethics según las cuales, la ética con sus imperativos altruistas y desinteresados operaría respecto de la condición animal del hombre a la manera de un jardinero que tratase de regular, de una manera siempre inestable y efímera, el crecimiento descontrolado de las malas hierbas del egoísmo evolutivo a la que nos empuja incesantemente nuestra naturaleza biológica.

3. Bonobos firmes y generosos: la ética de los chimpancés pigmeos

Pues bien, el etólogo y primatólogo holandés Frans de Waal, ya había tenido ocasión en algunos de sus libros anteriores –muy señaladamente en su Primates y filósofos de cuyos contenidos dábamos cuenta en las páginas de esta revista en abril de 2008– de arremeter con toda contundencia contra las coordenadas de concepciones de la ética como las mantenidas por Huxley. Y ello, en la medida ante todo en que sin perjuicio de figurar en la mayor parte de las revisiones historiográficas sobre el evolucionismo bajo el sonoro rótulo de «Bulldog de Darwin», no parece que suponer, como lo hace Huxley, que la ética representa un contenido sobre-añadido a la lógica del evolucionismo, e incluso una anomalía enteramente ininteligible desde el punto de vista de la selección, se aleje demasiado que digamos de la especulación metafísica más crasa (todo hay que decirlo: un género de especulación, en todo caso, lindante con el espiritualismo en el que sin embargo también habrían incurridos, en su condición de adalides del espiritismo kardeciano, darwinistas tan probos como puedan serlo Alfred Russell Wallace o William Thorpe). Mucho más plausible, y ciertamente, incomparablemente más coordinable con la teoría de la evolución que la señalada teoría de la capa será sostener que los rudimentos mismos de los principios éticos aparecen extendidos en el repertorio conductual de otras especies mendelianas y, muy en particular, en aquellas más cercanas filogenéticamente a la humana. Precisamente en el último de sus libros, The Bonobo and the Atheist. In search of Humanism Among the Primates, de Waal formula explícitamente una tal hipótesis, de la mano además de un nutridísimo conjunto de evidencias etológicas que el lector interesado hará muy bien en tener en cuenta. Afinemos una tal hipótesis de la mano de las conclusiones mismas que el etólogo holandés alcanza en el último capítulo del libro: lo que el bonobo le dice al ateo ( privativo) del título, desde su particular «sabiduría primate» es que, aunque no exista Dios –por lo menos el Dios terciario, lo que no descarta la presencia numinosa siempre renovada de la mirada del mismo bonobo{5}–, y frente al consabido nihilismo dostoyevskiano, «no todo estará permitido», pues los orígenes del bien y del mal ético aparecerán en todo caso contenidas en nuestra herencia filogenética. Ahora bien, si esto es así, tampoco se entiende demasiado bien las razones que estarían impulsando a Frans de Waal a «buscar» el «humanismo» entre los bonobos –y aquí no podemos evitar acordarnos de la célebre sentencia de Marx según la cual «la anatomía del hombre nos da la clave de la anatomía del mono»–, en lugar de proceder, a sensu contrario, localizando en los «hombres» al antepasado común con los bonobos. Algo que, de todas maneras, el investigador que nos ocupa había ensayado en un ensayo previo como pueda serlo Our Inner Ape publicado con el sonoro subtítulo de A Leading Primatologist Explains Why we are Who we are. Nótese en todo caso en que el vector reductivo intragenérico recorrería en ambos casos idénticas direcciones, aunque fuera en sentidos contrarios.

Sin embargo, tampoco se trata en modo alguno sólo de bonobos. Al contrario, puede que el «primate» predilecto de generaciones enteros de especialistas ( de Robert Yerkes a Takeshi Furuichi) ocupe en efecto muchas páginas del libro que nos ocupa, pero ello no es óbice para que la obra se detenga morosamente en la exposición de conductas prosociales en chimpancés sometidos a test de elección múltiple, en el cuidado anegado de individuos de macaco Rhesus víctimas de aberraciones cromosómicas u otras deficiencias congénitas por parte de otros individuos de su especie, agresiones moralistas entre miembros de diferentes comunidades de simios, altruismo en ratas de laboratorio que ayudan a sus co-específicas a escapar de las jaulas de experimentación, &c, &c.

Y no se trata desde luego, entiéndase este punto central, de despreciar tales evidencias, en el nombre de la interpretación más usual del llamado canon de Morgan, por su « anecdotismo antropomórfico» puesto que el verdadero principio de parsimonia evolutiva, tal es el punto de vista que de Waal ha defendido en muchas otras ocasiones, consiste justamente en esperar que individuos de especies relacionadas entre sí por vínculos filogenéticos compartan asimismo eto-caracteres tales como los señalados –de otro modo: lo que resultaría del todo sorprendente y en absoluto «parsimonioso»–, al menos desde la perspectiva del evolucionismo darwiniano en la que de Waal se mantiene instalado en todo momento, es pretender que la ética hubiese venido directamente «de lo alto».

«I personally adhere to a different law of parsimony, according to which if two closely related species act the same under similar circumstances, the mental processes behind their behavior are likely the same, too. The alternative would be to postulate that in the short time since they diverged, both species evolved different ways of generating the same behavior . From an evolutionary standpoint, this is a convoluted proposal. Unless it can be proven that if an ape comforts another its motivation differs from that of a person doing the same, I prefer the more elegant assumption that both species follow the same urges.» (p. 145)

Simplemente, la selección natural habría fomentado un conjunto de emociones vinculadas a la empatía en aquellos individuos de especies dependientes de complejísimas redes de interacciones sociales como es el caso de la mayor parte de primates ( entre otros los bonobos y los humanos), de modo que tales «sentimientos morales» –muy cercanos, adviértase, a los contemplados por miembros tan distinguidos de la ilustración escocesa como A. Smith o David Hume– no podrán en manera alguna reputarse de enteramente nuevos respecto de terceras especies. Tampoco podrá decirse –mal que le pese a sociobiólogos al estilo calvinista de R.Dawkins o de E.O Wilson que de Waal en su condición de neerlandés católico sabe reconocer tan finamente dicho sea de paso– que la conducta altruista constituya una carga luctuosa para los sujetos involucrados en ella (pues como resume de de Wall, procediendo en el nombre de un cierto «hedonismo altruista»: «Doing good feels good»). Frans de Waal, acierta a interpretar de este modo la masiva cantidad de materiales que la investigación etológica más vanguardista ofrece a manos llenas, incluyendo aquí los «espectaculares» experimentos sobre aversión a la desigualdad sacados adelante por de De Waal junto con Sarah Brosnan y otros miembros de su equipo del Centro de Investigación con primates de la Universidad de Emory en Atlanta: en ellos, un mono capuchino que había desempeñado una tarea tras recibir pepino como reforzador, se negaba sencillamente a continuar ejecutándola tras advertir que los etólogos ofrecían a otro sujeto co-específico suyo una recompensa de mayor valor como pueda serlo las uvas. De Waal, curiosamente, encuentra en conductas como estas los análogos etológicos más precisos de movimientos sociales como puedan serlo Occupy Wall Street.

Como decimos el libro resulta extraordinariamente interesante, en razón ante todo de su abundantísima documentación y del talento «divulgador» del que siempre ha hecho gala el autor de La Política de los chimpancés. Nos parece, ello no obstante, que las coordenadas generales entre las que nuestro autor se mueve en todo momento adolecen de una indudable genericidad etologista; y ello, desde luego, sin perjuicio de su pertinencia indudable a la hora de analizar una ingente masa de cuestiones que agradecen el cono de luz irradiado por prisma del etólogo. Expliquemos esto, re-exponiendo por nuestra cuenta nada más que un ejemplo al que nos acabamos de referir en el que el reduccionismo etologista de Frans de Waal se hace, según creemos, particularmente llamativo.

«This became an immensely popular experiment in which one monkey received cucumber slices while another received grapes for the same task. The monkeys had no trouble performing if both of them received identical rewards of whatever quality, but rejected unequal outcomes with such vehemence that there could be little doubt about their feelings. I often show their reactions to audiences, who almost fall out of their chairs laughing– which I interpret as a sign of surprised recognition. Until then, they hadn't realized how closely their emotions resembled those of monkeys . The monkeys receiving a cucumber contentedly munches on her first slice, yet throws a tantrum after she notices that her companion is getting grapes. From then on, she ditches her measly cucumber slices and starts shaking the testing chamber with such agitation that it threatens to break apart. The underlying motivation is not so different from human street protests against unemployment or low wages. Occupy Wall Street is all about how some people roll in grapes while the rest of us live in cucumber land.» ( p232)

Pues bien, desde la perspectiva del materialismo filosófico, nos parece evidente que de Waal estaría procediendo aquí a delinear los principios característicos de un análisis formalista de signo psicologista incapaz, sin perjuicio de su abundante luminosidad, de dar cuenta, en la línea del progressus, de los fenómenos de referencia desde los que se comenzó por proceder a quo. Y no es que las motivaciones de base entre la conducta experimental desplegada por los capuchinos del Centro de Investigación de Primates de Emory sean de un orden enteramente diferente a la de los cátaros indignados de Wall Street o de la Plaza del Sol, dado ante todo que de Waal sin duda tiene razón cuando advierte que ambos repertorios conductuales mantienen semejanzas enteramente puntuales. Ni siquiera afirmamos –pues esto, adviértase, no explicaría absolutamente nada fuera de la petición de principio– que las capacidades cognitivas de los demócratas fundamentalistas que se manifestaban en la primavera de 2011 supere netamente la inteligencia práctica de un mono platirrino Cebus. Entiéndase esto bien: aunque dicha inteligencia fuese superior, la apelación a semejante atributo de formato autotético seguiría dejando intacta la cuestión de fondo de la reductibilidad de unos fenómenos a otros. El problema fundamental lo haríamos situar más bien, en que unas tales motivaciones psico-etológicas, llámense «aversión a la desigualdad», «empatía», «contagio emocional» o como se llamen, sin dejar de operar sin duda, e incluso a «pleno pulmón» entre los manifestantes indignados, algo que comenzamos por presuponer, quedan en todo caso subordinadas como tales rutinas comunes a diversas especies de simios, a unas determinadas legalidades histórico-institucionales que incluyen a título de contenidos constitutivos suyos, entre otras muchas cosas, las propias murallas que entre los años 1652 y 1699 rodearon Nueva Amsterdam, protegiendo esta ciudadela holandesa del ataque proveniente tanto de los indios Lenape como de los colonos de Nueva Inglaterra. Al margen de la referencia a estas murallas en la calle que en nuestros días lleva su nombre, así como a las instituciones financieras situadas a orillas del East River, el movimiento Occupy Wall Street no podría en absoluto quedar reconstruido en su especificidad, por mucho que en efecto sea lo cierto (al menos fuera del espiritualismo) que las legalidades etológico-primatológicas que regulan la conducta de los macacos no se hayan desvanecido en la praxis de los indignados.

De hecho, adviértase, sin perjuicio de que de Waal haya captado, aunque fuese del modo confuso que caracteriza al etólogo, la circunstancia central de que el carácter de indignado que al parecer define a tales grupos no está demasiado alejado de la escala psico-etológica a la que se ajusta la conducta agonística de un Pan Paniscus o de un Cebuscon «aversión a la desigualdad» que golpea los barrotes de su jaula, no podrá tampoco desconocerse que las texturas a las que esa indignación se dirige son específicamente diferentes en cada caso, según vaya referida a uvas y pepinos o a complejos de instituciones históricas, económico-políticas o arquitectónicas como el New York Exchange o el Federal Hall.

Finalicemos: si esto es efectivamente así –y nos parece que así es, en gran medida–, entonces, la sospecha que se abre en el horizonte puede acaso formularse del modo siguiente: cierto que el reduccionismo etologista de de Waal resuena de un modo bien diferente al que sacaron adelante en los años setenta del siglo pasado sociobiólogos tan afamados como Dawkins, Wilson o R. Alexander desde sus concepciones, por así decir, secamente calvinistas de la naturaleza humana vista a la luz del egoísmo genético –ya se sabe: homo homini lupus–: y ello ante todo, puesto que es obvio que no será lo mismo afirmar que nuestros genes egoístas nos dirigen interesadamente incluso cuando nos hacemos la ilusión de comportarnos de manera altruista (y no creemos que haga falta insistir demasiado en la profusión de anacolutos metafísicos que atraviesan semejantes prosopopeyas acerca de lo que «hacen» los «genes» con sus «vehículos») que sostener, como lo hace de Waal, que nuestra naturaleza genérico-animal en tanto que primates prosociales, emparentados tan estrechamente con los pánfilos bonobos, contiene una cierta «preprogramación» a la conducta altruista. La diferencia de énfasis es notable, sin duda, (aunque también es cierto que Dawkins y socios podrán siempre argumentar que ese altruismo conductual del que habla de Waal –y que la socibiología no niega– no es otra cosa que la estrategia que los replicadores egoístas utilizan para maximizar su fitness) y el lector rousseauniano se inclinará satisfecho, con la sonrisa propia de un benevolente bon-vivant encantado de haber conocido a los bonobos , por la visión de de Waal frente a la de los adalides de la Nueva Síntesis. Pero el determinismo genético no habría, según nos parece, retrocedido un milímetro con ello, aunque ahora arrostremos un determinismo de signo opuesto. Contraria sunt circa eadem.

Notas

{1} Para la distinción entre «descubrimientos materiales» y «descubrimientos formales», véase Gustavo Bueno, «La teoría de la esfera y el descubrimiento de América», El Basilisco Nº1 ( Segunda Época) (1989). Véase también el trabajo «Descubrimientos materiales y descubrimientos formales a la luz del fonoautógrafo», El Catoblepas 74 (2008) en el que el propio Bueno hace uso de la distinción de referencia para reconstruir la introducción del fonoautógrafo por parte de Eduardo León Scott de Martinville.

{2} Vid, en este sentido, en ya clásico estudio de Elliott Sober y David Sloan Wilson, The Unto-Others. The Evolution and Psychology of Unselfish Behavior, Harvard University Press, 1999.

{3} Sobre este tema: Elliott Sober, «Darwin y la selección de grupo», Ludus Vitalis Vol XVII, N32 (2009). Remitimos asimismo a Íñigo Ongay de Felipe, «Interview with Elliott Sober on his book Did Darwin Write the Origin Backwards?», en Ludus Vitalis, nº 40 (2014). En prensa.

{4} Cfr. Richard Dawkins, The Extended . The Gene as the Unit of Selection, W. H. Freeman and Co., Oxford, 1971.

{5} Una presencia numinosa de los sujetos primates en tanto que dotados de vis apetitiva tanto como de vis intellectiva que Frans de Waal no deja en todo caso de constatar, entre otras muchas maneras, de la siguiente: «For one, itīs imposssible to look an ape in the eye and not see oneself. There are other animals with frontally oriented eyes, but none that give you the shock of recognition of the apeīs. Looking back at you is not so much an animal but a personality as solid and willful as yourself. This is a familiar theme among ape experts, who will tell you how their very first eye contact radically changed not only how they viewed their subjects but also their own place in the world. It is precisely this impact that upset Queen Victoria. Staring into the apeīs mirror, she felt the methaphysical ground shifting underneath her royal feet. Seeing the same orangutan and chimpanzee at the same zoo, Darwin reached quite a different conclusion; he invited anyone convinced of manīs superiority to come take a look. Darwin felt connection where the queen felt a threat.» (p. 107). ¿Acaso no certifican estas dos actitudes tan diferentes –de hecho opuestas– del naturalista Ch.Darwin y la Reina Victoria (que sin embargo, nótese, llegaría a amadrinar a finales del siglo XIX la Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals), «experiencias» numinosas del todo análogas como la expresada inmejorablemente por San Agustín: «Et inhorresco et inardesco. Inhorresco, in quantum dissimilis ei sum; inardesco in quantum similis ei sum»?

 

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