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El Catoblepas, número 140, octubre 2013
  El Catoblepasnúmero 140 • octubre 2013 • página 6
Filosofía del Quijote

Lledó y el Quijote como dramatización
del Cogito, ergo sum

José Antonio López Calle

La aproximación panegirista de carácter alegórico a la filosofía del Quijote (I)
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (16)

Cogito, ergo sum

Cabe preguntarse por qué en el terreno del abordamiento panegirista del magno libro cervantino junto al panegirismo filosófico, pero no alegórico, se ha desarrollado una corriente de panegirismo filosófico de carácter alegórico, que incluso ha llegado a ser el dominante. Los partidarios de esta corriente han pensado que es más fructífera la vía alegorista que la vía literalista, en la medida que autoriza, más fácilmente que el acceso literalista, a interpretar el Quijote como una obra que encierra un significado filosófico profundo y de gran trascendencia. De hecho, salvo Patricio de Azcárate y Campoamor, los demás autores que han tendido a exaltar la alta significación filosófica de Cervantes y de su obra han preferido adoptar la línea alegorista de acercamiento a la novela, empezando por Benjumea, el primero, en realidad, en practicar una exégesis de esta laya, pues sus «Comentarios filosóficos» arrancan exaltando a Cervantes como un gran pensador visionario que habría anticipado las ideas maestras del pensamiento moderno. Otro tanto cabe decir de Federico de Castro cuyo ensayo Cervantes y el pensamiento español arranca igualmente con un elogio a Cervantes ensalzando su grandeza filosófica, lo que respalda apelando a la autoridad de Patricio de Azcárate y de Campoamor; por ello podría igualmente haber sido tratado bajo este epígrafe, aunque hemos optado por abordar su contribución en el espacio dedicado a los krausistas por la profunda impronta que su adscripción filosófica, como ya vimos, ha dejado en su exégesis del Quijote.

La huella de esta forma de acercarse a éste que se mueve entre la exaltación panegírica de la categoría filosófica de Cervantes o del Quijote y el alegorismo filosófico se advierte en La filosofía del derecho en el «Quijote», de Carreras Artau, quien, según vimos, veía en el libro un tesoro de conocimientos de filosofía jurídica y política, si bien el autor catalán estaba más interesado en utilizar éstos como un medio para explorar la psicología colectiva del pueblo español; y hasta en la Vida de don Quijote y Sancho y otros escritos de Unamuno se nota también este enfoque, pues insistentemente canoniza el Quijote por su trascendental contenido filosófico, que encierra nada menos que la filosofía de España, que en la práctica viene a ser, como pudimos comprobar, una mezcla de metafísica de la religión y de apología de un cierto tipo de religiosidad y de ahí que incluyésemos su estudio entre las interpretaciones religiosas del Quijote y no entre las filosóficas.

No pretendemos hacer una lista exhaustiva de los críticos, estudiosos y comentaristas del Quijote que han cultivado el panegirismo alegorista en su aproximación a éste, sino sólo señalar la importancia de esta corriente recordando algunos de sus principales hitos. Clarificado esto y habida cuenta de que todos los autores traídos a colación ya los hemos estudiado, nos disponemos a examinar la contribución de un estudioso aún no tratado que encarna a la perfección esta corriente exegética: se trata de «Interpretación y teoría en don Quijote» (1957), de Emilio Lledó, pues en su ensayo de interpretación filosófica se integran a la vez el panegirismo puro al estilo de Azcárate y Campoamor con el alegorismo de los otros. En realidad, Lledó viene a continuar la labor de Azcárate y de Campamor, si bien ignora su contribución, en el ensalzamiento de Cervantes como un artista pensador que en el Quijote habría expresado una interpretación de la realidad cuya significación filosófica sería comparable a la de Descartes, al que se anticipa varios años, pero va más lejos que ellos en la medida en que ya no se trata como en aquéllos de hallar una idea filosófica aislada o de descubrir en un pasaje un principio filosófica relevante, sino de interpretar el libro en su totalidad como la expresión de una filosofía del mismo género que la cartesiana.

En efecto, el Quijote se nos presenta ahora como un símbolo del subjetivismo moderno o, como decía Campoamor, del «psicologismo» moderno, de un tipo de idealismo en el que, como en Descartes, el Cogito se erige en un principio epistemológico dominante en la configuración de la realidad. Y quien encarna en la novela este pensamiento no es otro que don Quijote cuyo cogito o yo pienso es el símbolo alegórico del Cogito filosófico de tipo cartesiano, de forma que la supremacía del cogito o yo quijotesco en la novela no es sino la expresión en clave alegórica en el terreno del arte literario de la idea de la supremacía del yo en la intelección e interpretación de la realidad. Si Campoamor había afirmado que Cervantes compartía con Gómez Pereira el honor de ser los verdaderos fundadores del psicologismo moderno por ser «los primeros que intentaron certificarse de su existencia para partir en sus investigaciones de un principio», bien es cierto que luego se limita a consignar el hallazgo del Pienso, luego existo en el pasaje comentado, pero incoherentemente con su propia tesis nunca muestra que tal principio tenga relevancia alguna en la historia de don Quijote, Lledó, en cambio, va a llevar hasta el final lo que Campoamor debió hacer y nunca hizo: mostrar que la clave de la historia entera de don Quijote está en el Cogito, ergo sum, de forma que Cervantes habría hecho en el terreno literario, algunos años antes, la misma faena que Descartes en el de la filosofía a través de don Quijote, quien, según Lledó, había dado a todas sus pensamientos o cavilaciones una base semejante a la del filósofo francés, siendo la única diferencia entre don Quijote y Descartes el que mientras éste último abordó esa tarea en un plano especulativo y abstracto y expresado esa base en una fórmula, don Quijote la abordó en un plano vital y práctico al lograr que su propia existencia sea la viva expresión o materialización de esa abstracta fórmula. ¿Cómo ha podido ser esto así? Veámoslo.

El ensayo de Lledó adopta como punto de partida la declaración de que las grandes obras literarias llevan implícita una interpretación de la realidad no literaria a la que remite la realidad literaria y el Quijote es un buen ejemplo de ello. Este libro incluye una interpretación de la realidad que se va organizando como una auténtica teoría, por la cual no entiende en este contexto una teoría en su sentido estricto, sino en su sentido etimológico, esto es, como el ángulo desde el que la mirada se proyecta no sólo sobre la realidad literaria sino sobre la realidad española de la última parte del siglo XVI, una realidad que no se nos ofrece sociológica o históricamente interpretada, sino simplemente reflejada. Ahora bien, este reflejo de la realidad extraliteraria está coloreado precisamente por esa mirada proyectada desde un ángulo que el intérprete identifica con el ángulo o perspectiva de don Quijote. Por tanto, la interpretación organizada como teoría, en el sentido esclarecido, que la novela de Cervantes nos ofrece de la realidad es la interpretación teórica de don Quijote y, por tanto, la reconstrucción del esquema conceptual que organiza la novela pasa por la reconstrucción del esquema conceptual de la «teoría» de don Quijote.

En el proceso de elaboración de la trama conceptual de la teoría quijotesca del mundo el exegeta distingue dos etapas: una primera etapa en que se gesta la transformación de Alonso Quijano en don Quijote y una segunda etapa, que se inicia cuando, convertido ya en caballero andante, traspasa el portón de su casa. Estas etapas son a la vez fases en la evolución intelectual de don Quijote y en el proceso de elaboración de su concepción de la realidad, en el que ésta se va enriqueciendo con la incorporación de nuevos elementos a su esquema conceptual organizativo.

La clave de la primera etapa, en la que, como queda dicho, asistimos a la gestación del protagonista, se encuentra en el primer capítulo de la primera parte del Quijote, pues es aquí donde se plantean no sólo gran parte de los temas sino también el tema capital en lo que respecta al arranque de la puesta en marcha de la «teoría» de don Quijote. Y ese tema capital y, en el fondo clave fundamental para entender a don Quijote y su actitud ante el mundo, no es otro que la presentación de la figura de Alonso Quijano como la de un «intelectual», pero en el sentido general de este término, esto es, la de un «contemplador», puesto que emplea su tiempo de ocio en la lectura de libros de caballerías hasta el punto de hacer de ella su principal ocupación. Pues bien, aunque los libros que son objeto de su devoción no son «teóricos», ni plantean a Alonso Quijano problemas abstractos, sino que le ofrecen a través de su lectura un mundo de acción que no es otro que el mundo caballeresco pintado como un cosmos armónico, a él su condición de intelectual contemplativo le incita a desentrañar las ideas de ese mundo caballeresco, la concepción del mundo que lo enmarca y le da sentido. Y precisamente es este afán de desentrañar las ideas o, si se quiere, la cosmovisión caballeresca al que le empuja su vocación de contemplador intelectual el que comienza a poner en peligro la salud mental del hidalgo. Y a medida que la va perdiendo y, por tanto, el hidalgo Alonso Quijano se transforma en don Quijote se produce una «supremacía del yo de don Quijote» en virtud de la cual éste va perdiendo su comportamiento usual con la realidad cotidiana, de forma que a esta sobrepone su «realidad interior», configurada por las ideas caballerescas que sus lecturas han introducido en su cerebro.

En este proceso de constitución de la supremacía del yo quijotesco, que no implica una negación de la realidad, sino que la afirma, bien es cierto que al precio de subordinarla a la idea, Lledó discierne dos pasos. El primer paso de esta supremacía del yo quijotesco se caracteriza por ser puramente especulativo, por entregarse durante sus largas horas de lectura a cavilaciones teóricas en su aposento, de las cuales el primer ejemplo que, según él, nos ofrece Cervantes es la especulación del naciente don Quijote sobre la bondad de dos caballeros, la del Cid Ruy Díaz y la del Caballero de la Ardiente Espada, comparación en la que, a los ojos de don Quijote, sale triunfante éste último, el caballero ficticio frente al caballero histórico. La supremacía del yo quijotesco no se ejerce todavía hasta el punto de convertir los molinos en gigantes, de sustituir la realidad por la idea, pero se supedita la primera a la segunda, de suerte que la historia se subordina a la ficción literaria caballeresca y la objetividad queda así doblegada ante la subjetividad. En efecto, don Quijote admite la realidad histórica del Cid y que fue buen caballero, pero sobre ésta impone la ficción caballeresca en cuyo plano el Caballero de la Ardiente Espada es mucho mejor. A nuestro parecer, subestima Lledó en este punto el grado de imposición por don Quijote de sus ideas sobre la realidad. En realidad no hay esa diferencia que señala entre percibir gigantes donde hay molinos y la comparación de la bondad de los mentados caballeros, pues al hacer esta comparación don Quijote, de forma paralela a esa percepción en la que se erige como realidad una fantasía extraída de los libros de caballerías, dota de realidad a una ficción igualmente proveniente de éstos. ¿Qué diferencia hay entre percibir como reales gigantes y percibir reales caballeros andantes como el Caballero de la Ardiente Espada, cuya hazaña más formidable igualmente fantástica por la que don Quijote lo considera muy superior al Cid consiste en haber partido de un solo revés y por medio a dos descomunales gigantes, por más que admita la realidad histórica del Cid? No meramente subordina la historia al mito caballeresco, como sostiene Lledó, en el caso de la comparación entre los dos caballeros, sino que a la vez se la inventa al tratar a un caballero de la ficción caballeresca y sus proezas como realidades históricas. Lo que importa es que en ambos casos hay invención de realidad.

Mas sea de esto lo que sea, el hecho es que lo que el comentarista presenta como el primer ejemplo de la supremacía del yo quijotesco es, en realidad, un caso particular de un rasgo más general de la ya desquiciada mente del hidalgo, producido por la sequedad de su cerebro, a su vez causada por tanta lectura de libros de caballerías. El primer efecto de la pérdida del juicio es que el hidalgo, que todavía es Alonso Quijano y no don Quijote, aunque este es el primer paso para adquirir su nueva identidad, es que toma los libros de caballerías como libros de historia, de forma que todo lo que en ellos se lee es verdad histórica y hasta está dispuesto a colocar por encima la veracidad de los libros de caballerías de la de los libros de historia:

«Y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo». I, 1, 29-30       

Así se explica que en el caso de la comparación entre el Cid y el Caballero de la Ardiente Espada Alonso Quijano, en trance de convertirse en don Quijote, conceda más crédito como verdad histórica a las ficticias hazañas de un caballero imaginario que las reales de un caballero histórico, estimando incluso al primero como incomparablemente superior al Cid.

El segundo paso de la «supremacía del yo» del hidalgo comienza en el instante en que Alonso Quijano cesa de especular en su aposento sobre los libros de caballerías y las ideas que le suscitan y de cavilar sobre la bondad comparativa entre caballeros para dejar empujarse por éstas a la acción, lo que no quiere decir que lo especulativo quede definitivamente arrinconado, sino que a partir de ahora en la vida activa que el hidalgo va a adoptar se integran lo teórico y lo práctico, de suerte que cada momento de la actividad del que ya es don Quijote va a estar impregnada por su ideal y su teoría, conformados por los libros de caballerías. Ese tránsito de lo especulativo a lo activo y práctico en la vida de don Quijote se produce en el instante en que el que todavía es Alonso Quijano abraza «el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo» que es el de pensar en la conveniencia y necesidad de hacerse caballero andante así para aumentar su honra como para el servicio de su república, y salir por todo el mundo con sus armas y caballo en busca de aventuras ejercitándose, siguiendo el modelo de los caballeros andantes cuyas historias había leído, en deshacer agravios y así cobrar eterna fama y renombre. De este modo su interpretación teórica de la realidad, conformada por el pensamiento caballeresco, se completa con un componente práctico, en la medida en que, convencido don Quijote de la necesidad que el mundo tiene de él como caballero andante, esto es, que sus años de meditaciones y de aprendizaje, de teoría, tienen que encontrar salida en un ejercicio continuo de la justicia, esa interpretación del mundo sólo puede hacerse realidad actuando sobre esta y así transformarla mediante el ejercicio de la profesión de la caballería con la mira puesta de imponer la justicia en el mundo. El fruto de esta empresa de permanente práctica de la justicia es la continua afirmación de la personalidad del héroe, el cobrar «eterna fama y renombre». En conexión con este lado práctico de la representación caballeresca del mundo por parte de don Quijote que le mueve a irse por el mundo para luchar con la mira puesta en que en éste prevalezca la justicia, lo que redunda en la afirmación de la posición del yo quijotesco, aparece otro elemento esencial de la cosmovisión caballeresca, la necesidad del caballero de una dama de quien estar enamorado, Dulcinea, la cual desempeña el papel de impulsar, a través del amor, a don Quijote a trascenderse echándose al mundo para realizar empresas exitosas y de ese modo tiene a la vez el efecto de reforzar la afirmación de la personalidad del héroe.

Pues bien, cuando, adoptada la decisión de hacerse caballero andante, da por finalizadas sus cavilaciones especulativas en el sosiego de su aposento y montado sobre Rocinante sale de su casa es cuando Alonso Quijano comienza a ser don Quijote, se cierra la primera etapa de contemplador meditabundo y empieza la segunda etapa de su trayectoria vital, en que predomina la acción, pero la vida de don Quijote no se reduce a puro activismo, ya que en esta nueva etapa el protagonista, lejos de disociar lo ideal de lo real o la teoría de la vida lo que hace es, por decirlo así, incrustar sus ideas como un nervio en la madera de su lanza, lo que equivale a decir que la activa segunda etapa no queda desconectada de la contemplativa primera etapa, pues, dado que en la primera etapa de contemplador meditativo se conformaron el ideal y la teoría de don Quijote, un ideal y teoría caballerescos, se puede afirmar que su vida y su realidad durante la segunda etapa va a ser la proyección del ideal y la concepción caballeresca de la realidad abrazados en su primera etapa de contemplador meditativo.

Y están dados los elementos indispensables de la representación quijostesca del mundo, en su doble aspecto teórico y práctico, para que don Quijote, años antes que Descartes, cuya primera intuición del Cogito, ergo sum es de 1619 -el embrión, como dice Lledó, de una idea del hombre y de una concepción de la realidad-, pueda formular, según este intérprete, con un espíritu semejante al del filósofo francés ese principio en términos prácticos y concretos en referencia a la materia de su propia vida como caballero andante:

«Pienso, luego existo; pienso y me represento estas innumerables aventuras caballerescas, encaminadas por la nobleza, el valor y la justicia, luego existo; luego estos pensamientos son mi existencia, y, en consecuencia, la realidad no es otra cosa que la representación que de ella tengo». Op. cit., pág. 117

El comentarista es consciente de que va demasiado lejos en su atribución a don Quijote de la tesis de que la realidad no es otra cosa que la representación que de ella tiene, lo que literalmente parece querer decir que confunde la realidad con su representación o incluso que la realidad es un producto de la actividad del sujeto y por tanto a asignarle al caballero una epistemología idealista o antirrealista. Y de ahí que inmediatamente se defienda contra un posible objetor advirtiéndonos de que él no quiere decir que don Quijote dude de la realidad objetiva, menos aún que niegue su existencia o que la reduzca a su representación, pues el caballero jamás negó la realidad o la identificó con su representación ni tan siquiera dudó de ella, sino que la supedita a su propia representación, mediante la cual sin duda pretende conformar la realidad externa. Y termina admitiendo el realismo de don Quijote, en el sentido de que cuenta constantemente con la realidad extrasubjetiva, bien es cierto que, una vez que las cosas despiertan en él su representación, en lugar de aceptarla, la intercepta, la saca de su lugar usual y la transforma en función del pensamiento y literario mundo caballeresco. Es así como las realidades vulgares e intrascendentes de la vida cotidiana, al ser percibidas desde la perspectiva caballeresca de los libros andantescos, pierden su fisonomía habitual y adquieren una nueva y extraordinaria al entrar en contacto con la mente de don Quijote que las percibe y comprende según lo que se lee y se piensa en los libros de caballerías. Los cueros de vino se transmutan ahora en gigantes y la bacía de barbero en el yelmo de Mambrino. La realidad extracaballeresca parece ser una materia inexpresiva y asignificativa que sólo deja de serlo cuando don Quijote la contempla y, en definitiva, la interpreta.

Clarificado el género de representación del mundo que debe ser atribuido a don Quijote frente al que se debe excluir el idealismo, volvamos sobre el Cogito, ergo sum quijotesco para decir que, según la exégesis de Lledó, el Quijote es, pues, una dramatización de este principio a través de la historia de su protagonista, de suerte que la primera parte de este principio, el Cogito, se alegoriza en el primer capítulo del libro, donde el hidalgo se erige como un Yo pienso caballeresco que se representa las innumerables aventuras como proyecto que planea realizar en nombre de la justicia, y la segunda parte del principio, el ergo sum, en el resto del libro, donde, a partir y a través de sus aventuras, don Quijote intenta una tarea más difícil, que es la de afirmar su existencia, pues para afirmar su existencia como yo quijotesco no basta con imaginarse un proyecto caballeresco. Para poder proferir el «luego existo» es menester afirmarse como existente en el choque con la realidad, la cual se le resistirá tenazmente en la misma medida en que pretenda conformarla según su ideal y proyecto caballeresco.

Así, a la postre, la interpretación del Quiote según el esquema del Pienso, luego existo cartesiano o, si se quiere, cervantino, en tanto en esto el alcalaíno se adelanta al filósofo francés, termina modulándose según el principio fundamental de la hermenéutica romántica de la novela. Como para los románticos, la novela se nos presenta como la oposición entre don Quijote, portador del ideal caballeresco, y el mundo no quijotesco, entre la subjetividad y la extrasubjetividad, de la que él espera salir triunfador. El mundo con el que va a entrar en conflicto se le ofrece como fuente de aventuras, las cuales, en caso de victoria, confirmarían la seguridad y supremacía del yo quijotesco. Pero el hecho es que las aventuras suelen terminar como desventuras, es decir, como fracasos y que, por tanto, en la contienda entre la realidad y don Quijote, es ésta la que vence haciendo pedazos la supuesta supremacía del caballeresco yo quijotesco, en las aspas de los molinos, en los cueros de vino tinto, en los galeotes…

Pero ¿es esto así? ¿Los fracasos aniquilan el esfuerzo de don Quijote por imponerse sobre la realidad, por mantener la supremacía de su yo? La respuesta de Lledó es que don Quijote dispone de un esquema teórico como parte de su representación de la realidad que le permite interpretar los datos de la realidad que contradigan sus figuraciones, un artificio teórico que hace posible eliminar la contradicción y así restaurar la armonía entre esa realidad objetiva y sus subjetivas figuraciones, de manera que don Quijote pueda seguir afirmando la supremacía del yo contra los embates que el mundo le lanza en forma de peligrosas aventuras. Ese artificio no es otro que el del encantamiento operado por algún maligno encantador, gracias al cual don Quijote puede evitar la mengua de su voluntad y venirse abajo su yo porque esos fracasos con que el mundo aniquila sus esperanzas no son tales, sino, en realidad, meras apariencias de fracasos obrados por el «maligno encantador que me persigue y me ha puesto nubes y cataratas en mis ojos». Lledó habla siempre en singular del maligno encantador y así ciertamente se expresa don Quijote unas veces, pero otras afirma que son muchos, en realidad, los encantadores envidiosos que le persiguen buscando su ruina: «Perseguido me han encantadores, encantadores me persiguen, y encantadores me perseguirán hasta dar conmigo y con mis altas caballerías en el profundo abismo del olvido» (II, 32, 779).

El encantamiento es así un recurso psicológico, un mecanismo de defensa en el sentido freudiano que le permite negar sus fracasos y echarle la culpa de éstos a la nefasta o infausta influencia del malvado «mago encantador». Ni siquiera propiamente es el mundo la fuente del fracaso, aunque el mundo se impone, sino la alteración que el mago encantador produce en su percepción trastornando la correcta visión de las cosas («Me ha puesto nubes y cataratas en mis ojos»), bien es cierto, y esto lo pasa por alto Lledó, que en otras ocasiones de lo que culpa al encantador no es de que trastorne la percepción verídica de las cosas, sino de que opere mutaciones de unas cosas en otras de manera que parezcan distintas de como realmente son para engañarle y hacerle fracasar. En cualquier caso, funcione de un modo o de otro el encantamiento según don Quijote, éste es su último esfuerzo, según el intérprete, para seguir afirmando la supremacía del yo.

En realidad, esto último no es así y el comentarista ha pasado por alto que don Quijote dispone de más recursos para erradicar cualquier posibilidad de que le invada la conciencia de fracaso. Además de la enemistad o envidia del mago encantador que bien encanta las cosas sobre las que ha de actuar el caballero produciendo mutaciones en ellas o bien encanta su percepción para engañarle y arrastrarlo a la derrota, don Quijote recurre a tres explicaciones más que le dejan a salvo a él y pueda seguir alimentando la esperanza en la victoria y, en definitiva, de acuerdo con Lledó, la fe en la supremacía de su yo. Una segunda explicación de sus desventuras es el incumplimiento del código caballeresco o que no se ha actuado según lo establecido en los libros de caballerías. Así es como se explica don Quijote el revés sufrido en la desgraciada aventura de los yangüeses, en la que amo y escudero terminan en el suelo molidos a estacazos por haber transgredido las leyes de la caballería, al haber puesto mano a la espada contra hombres que no están armados caballeros (I, 15, 132). Una tercera explicación es que se ha emprendido una aventura que no le corresponde a él acometer, sino que está reservada a otro caballero. Eso es lo que don Quijotea alega, por ejemplo, tras su desventura en la aventura del barco encantado (II, 29, 778). Y hay una cuarta explicación, un tanto desesperada por lo que tiene de incompatible con la fe cristiana de don Quijote, que es la que apela al destino como causa de sus derrotas y así afirma que todas o las más cosas que le me suceden van encaminadas por el querer inescrutable de los hados» (II, 32, 801); e incluso existe una quinta y última tentativa, aún más desesperada, que es la renuncia a toda explicación, pues, en realidad, lo que a él le sucede es inexplicable, se sale del curso ordinario de las cosas: «Todas o las más cosas que a mí me suceden van fuera de los términos ordinarios de las que a los otros caballeros andantes acontecen» (ibid.). Estas cinco formas de conjurar cualquier tentación de cultivar la conciencia de fracaso no son incompatibles, sino que se pueden combinar entre sí para reforzar su negación del fracaso, el afán de victoria y, en suma, la voluntad de afirmación de su existencia en el mundo sobre el que aspira a someter al imperio de la justicia. De hecho, el propio don Quijote menciona varios de tales mecanismos de defensa contra el fracaso y de fortalecimiento de la supremacía de yo.

Estas observaciones sobre los recursos adicionales con que cuenta don Quijote para cancelar las colisiones entre la realidad objetiva y su representación y así restaurar la armonía entre ambas, no impugnan, sino que completan la indagación de Lledó. Y queda claro que, después de su análisis de la representación quijotesca de la realidad que se cierra y culmina en la doctrina del encantamiento, poco puede extrañar que Lledó concluya con la declaración de que «la figura de Don Quijote es en la literatura la afirmación más sostenida y más enérgica que el hombre ha hecho de su propio yo» (op. cit., pág. 122).

 

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