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El Catoblepas, número 138, agosto 2013
  El Catoblepasnúmero 138 • agosto 2013 • página 3
Artículos

La identidad vacía

José Sánchez Tortosa

Sobre La Sinagoga vacía de Gabriel Albiac,
reedición en la Editorial Tecnos, Madrid 2013
 

Samuel Hirszenberg, Espinosa niño en las rodillas de Uriel da Costa, 1888

“Su vida ha sido su libro.”
La Sinagoga vacía, p. 14

Para Jorge Luis Borges, espinosiano al modo lúdico de lo literario, no hay acontecimiento mayor que un libro, combinatoria de signos de potencia compleja y enigmática{1}. La vida, o más bien, lo que la pereza mental engulle bajo la simplificación denotativa de vida, viene a ser poco más que el material fungible, en combustión perpetua e inmanente –como sabía el de Éfeso–, con el que presumen estar hechos algunos libros o del que permiten huir otros. La vida es un pretexto para la literatura, desplazamiento placentero y virtual que exime, en la letra, de la mugre cotidiana. Los libros, cosas que no son cosas añadidas a las cosas que fatigan el mundo, difieren la vida, la cancelan fantasmalmente en la precariedad eterna de las palabras y sus redes. Era inevitable que Espinosa, esa suma de libros que es, a su manera borgiana, todos los libros, ejerciera fascinación en Borges y que éste lo convirtiera, como solía, en literatura fantástica, de la cual la teología es una curiosa variante:

“Las traslúcidas manos del judío
Labran en la penumbra los cristales
Y la tarde que muere es miedo y frío.
(Las tardes a las tardes son iguales.)
Las manos y el espacio de Jacinto
Que palidece en el confín del Ghetto
Casi no existen para el hombre quieto
Que está soñando un claro laberinto.
No lo turba la fama, ese reflejo
De sueños en el sueño de otro espejo,
Ni el temeroso amor de las doncellas.
Libre de la metáfora y del mito
Labra un arduo cristal: el infinito
Mapa de Aquel que es todas Sus estrellas.”
(J. L. Borges, Spinoza, 1964)

Demasiados tópicos borgianos en una obra inquietante y despiadada, gélida y majestuosa, la Ética demostrada según las costumbres de los geómetras, como para que el genio argentino se resistiera a absorberlos para su mundo literario en el cual Espinosa es ya un personaje de Borges{2}: el infinito, los cristales o espejos, la sombra de la cábala, un alma que es cuerpo y un cuerpo que es alma, la ceguera de la Natura naturans, como la de Homero o la del mismo Borges, el laberinto, que es la urdimbre dinámica e inagotable en orden necesario que la jerga filosófica conoce como Substancia única, un Dios que no es Dios, ajeno a Voluntad y Entendimiento, libre de finalidad, esa distorsión ilusoria que no es más que servidumbre ontológica.

En 1987 tuvo lugar uno de esos acontecimientos que el bibliotecario trivialmente argentino celebraría. Como el olvido es pertinaz y acaba triunfando, ha hecho falta recordarlo, a pesar de que será silenciado, o precisamente por ello. Ese acontecimiento fue la culminación de un descomunal trabajo de erudición y de una lucidez analítica implacable puesta en marcha. Pero, sobre todo, supuso la osadía sin concesiones de enfrentarse de cara al abismo de la identidad, forjada por la modernidad y por la inercia de la llamada condición humana. Ese acontecimiento límite que ha sido revivido ahora tiene un nombre: La Sinagoga vacía. La reedición del libro capital de Gabriel Albiac es un acontecimiento de tal magnitud que, sin duda, será ocultado o ignorado. Salvo marginalmente, no será comprendido. Pero su incomprensión no compromete ignorar aspectos eruditos de cuestiones para especialistas en el siglo XVII. La invisibilidad de estos análisis implica someter al olvido aspectos esenciales del espacio económico, tecnológico, político y cultural de hoy, espacio en fase de reajuste y nacido de esa modernidad cuya constitución el libro va delineando.

El materialismo de Espinosa, que es el fondo filosófico en el que el libro se adentra, se construye sobre un armazón conceptual que proporciona el instrumental quirúrgico imprescindible para diseccionar críticamente las bases de toda identidad al mostrar la inconsistencia de la visión teleológica de la realidad. La finalidad proporciona al sujeto, hecho de una precariedad insoportable, la certeza y la consistencia simbólica de la que ontológicamente carece, insuflando sentido a una existencia de la que nada sabe y de la que nada desearía saber. Pero es esa misma inconsistencia ontológica lo que, sin embargo, permite al reino de la finalidad afianzarse en el campo de lo simbólico donde los afectos de los sujetos hablantes construyen identidad, esa realidad consolidada por los lazos de lo imaginario y, por ello, persistente, inmortal, como lo es la estupidez. La ignorancia, efecto necesario de afectos no menos necesarios que simulan ser elecciones, es desconocimiento del orden paciente, minucioso e inexorable que conforma la realidad y que determina a los sujetos. Combinado con la consciencia de los propios deseos, característica específica de los sujetos hablantes, genera la ilusión del libre albedrío, consolador refugio, ilusión inevitable, patología psiquiátrica común, sin cura y, por tanto, ontológica, que marca las líneas maestras del comportamiento humano en grupo y, por tanto, a escala política (ontológico-especial) en sus diferentes modulaciones. No hay conciencia subjetiva ni identidad individual. Cada nudo de la red causal es efecto del entrecruzamiento material y conflictivo del orden necesario de lo real y no se constituye más que en función de esa red y en relación e interacción conflictiva con otros sujetos y contextos que lo envuelven. Por eso el sujeto no es simple ni homogéneo, sino multiforme y en constante mutación. Se construye amalgamado con otros sujetos inmersos en la misma dinámica y producto también de esa confluencia de causas. Toda identidad (el yo, la conciencia, el alma…) es un constructo material que lo simbólico forja por la suma de elementos formando un todo pletórico (de pléthos: masa, multitud) revestido retóricamente de una categorización que simula perennidad, que suelda esos componentes produciendo un conjunto atributivo que se afirma en el enfrentamiento necesario con otro conjunto atributivo (u otros), plétora de sujetos amalgamados por la inercia gregaria y servil de la ceguera de los afectos, impermeable a la racionalidad libre. El yo, por ello, es un monstruo metafísico parapetado tras el vacío opaco de una mera pieza sintáctica y, por tanto, formal: el pronombre personal, que oculta un amasijo de afectos aferrados a la ilusión monolítica de un puñado de consignas fáciles de recordar y de repetir.

La emergencia de una maquinaria crítica como es la ontología espinosiana, que pone en funcionamiento la munición teórica con la que demoler geométricamente los soportes sobre los que se erige todo un mundo hegemónico de identidades, creencias, dogmas y actos, se da en condiciones muy concretas: económicas, sociales, políticas, religiosas, culturales. Esas condiciones son las que el libro recorre y analiza. Pero hay precedentes que conducen silogísticamente a la obra de Espinosa y marcan la dirección vectorial que desemboca en ella. Hay, al menos, dos particularmente significativos. Muy cercanos al propio Espinosa en tiempo, lugar y contexto cultural: Uriel da Costa y Juan de Prado. En ambos se produce un vaciado de la identidad (un vaciado de la sinagoga) por el cual las referencias y los soportes existenciales se tambalean y desaparecen. El ecosistema cultural sacudido por esos sucesos va a hacer posible el surgimiento de un materialismo filosófico peculiar. Del marranismo hispano, desarraigado y disperso, nace el materialismo de Benedictus de Espinosa:

“De la crítica, pues, del judaísmo, a la crítica de toda religión, a la crítica misma del hecho religioso. Y de ésta a la crítica de la ilusión, a la analítica de los mecanismos a través de los cuales forjo un mundo imaginario en el cual enajeno para siempre mi potencia autónoma, mi libertad. Contra toda religión, pues, contra toda teología, contra –lo que es lo mismo, al fin– toda teleología, la apuesta espinosiana es a favor de la razón intransigente, a favor de la filosofía como arma emancipadora. Y es ahí, precisamente, donde la herencia, no judía en general, sino específicamente marrana, del espinosismo puede ser, con precisión situada. Herencia del desarraigo subsiguiente a la apoteosis del teleologismo mesiánico que hemos visto cristalizar en la figura modélica de Sabatai Zeví y en la obra literaria de un Menasseh ben Israel o un Yshac Cardoso. Tras la borrachera mesiánica, los tiempos están listos parea la resaca anti-teleologista. La soteriología exasperada cede el puesto a esa paciente práctica de la desesperanza que es la filosofía.”{3}

La tesis central del libro es, pues, la historia de la pérdida de identidad y cómo lleva a la singularidad filosófica que designamos con el rótulo Espinosa. Ese desgarramiento cultural y existencial de un pueblo peregrino y en diáspora eterna (esto es, necesaria, si acatamos con rigor la terminología espinosiana) constituye el caldo de cultivo dramático que la hace gozosamente posible.

El libro recorre con precisión y de manera exhaustiva los pormenores de la secuencia lógica que concluye en la eclosión de un sistema de pensamiento de tal onda expansiva que tras las primeras reacciones de escándalo y censura vino el silencio y el olvido y, más tarde, la incomprensión y la malinterpretación, en medio de la fascinación de las mentes más brillantes. Del desgarro de los judíos sefardíes en España y Portugal al desgarro de algunos de sus miembros en la Holanda del XVII. Del trágico Uriel da Costa a Juan de Prado, víctimas ambos de herem (expulsión de la comunidad) como Espinosa, de Adriaan Koerbagh, que no era judío, a Baruch Spinoza, que dejó de serlo. Sólo en un lugar como el Amsterdam de entonces pudo darse un fenómeno como el de la obra de Espinosa:

“Indudable resulta que su doble exilio holandés pudo darle las condiciones en las cuales plantear una palabra que en su patria de origen habría sido literalmente inaudible –y esto es tanto como indecible–.”{4}

“Esta es mi hipótesis: Espinosa como cristalización teórica de una pérdida absoluta de identidad, la del marrano hispano-portugués, que compromete los cimientos de toda concepción tradicional de la consistencia del sujeto, para remitir su horizonte de planteamiento al de una teoría de lo imaginario deseante. La teorización del carácter imaginario de toda identidad subjetiva (…). De la conjunción histórica de la libertad holandesa y la memoria trágica del marranismo, sedimentada a lo largo de dos tercios de siglo, ha nacido la revolución espinosiana, una de las dos o tres únicas mutaciones verdaderamente radicales que ha sufrido la historia de ese estático campo de batalla llamado filosofía.”{5}

El autor disecciona y muestra al lector los vericuetos de la tragedia de Uriel da Costa atendiendo al contenido de sus escritos, que reflejan los términos en los que el sujeto portugués dos veces converso, sometido a la esquizoide condición de cristiano hijo de cristiano y de judía, y judío expulsado después del judaísmo, soporta su condición insoportable. La ingenuidad de su crítica a las religiones positivas en general, su negación de la inmortalidad del alma, poco refinada conceptualmente, sus palabras finales (que recuerdan al testimonio literario de otro suicida: Pavese), su disparo de arcabuz, fallido y aun grotesco, contra uno de los parientes que le habían delatado, su suicidio. En él se habría dado una curiosa confluencia de dos corrientes que, de manera intuitiva o abiertamente inconsciente, da Costa incorpora: saduceísmo y epicureísmo.

“Una tal tradición de intelectualismo inmanentista, con reducción de premios y castigos a este solo mundo presente, y atenimiento estricto a la única Ley Escrita, rechazando como espúrea toda tradición oral o ley de boca, existe en la historia del judaísmo: es el temido y aristocratizante saduceísmo, a cuya refutación y condena han dedicado su tiempo y su obra generaciones de rabinos.”{6}

Pero se trata de un saduceísmo que es resultado del apego a la letra escrita en la Biblia, calado tras sucesivas generaciones, no de una sistemática negación del valor de la oralidad judía:

“Yo me siento, más bien, inclinado a suponer la existencia de una especie de saduceísmo espontáneo, difuso y, desde luego, ignorante de sí mismo. Alejados de los textos que cristalizan la tradición oral, sin acceso (o muy difícilmente) a la Mishná, el Zohar y los escritos cabalísticos, los marranos hispanoportugueses se han forjado, a lo largo de varias generaciones, una ortodoxia hecha del único texto sagrado al que tenían libre acceso: aquel que compartían con los cristianos, de los que oficialmente formaban parte, la Biblia. Y la Biblia, desde luego, en su versión cristiana, hegemónicamente asentado sobre el Nuevo Testamento, no han tenido más defensa, más arma de supervivencia, que su aferrarse a la literalidad del Testamento Viejo. Han sido literalistas (y, como tales, sin saberlo, parte de una tradición teñida de saduceísmo) porque no podían ser otra cosa. No es preciso buscar iniciadores ocultos, misteriosos intelectuales saduceos que hubieran oficiado de introductores de Gabriel da Costa en el mundo de la heterodoxia. La simple enseñanza de su madre, Branca, no podía, en buena lógica, ser de muy distinto tenor.”{7}

Y de ese saduceísmo latente que niega la verdad de la Ley Oral, Uriel da Costa desemboca en la negación de toda Ley Divina apuntando a una suerte de Religión natural que reduce toda religión positiva al plano de la superstición:

“Del cuestionamiento de la Ley Oral a la final supresión del carácter divino de la Ley Escrita, el camino ha debido de ser largo y tortuoso.”{8}

La negación saducea de la inmortalidad del alma (“Que a alma do homem está no sangue”) está ya en un texto de Uriel (antes Gabriel) que sólo era conocido por la cita de Semuel da Silva en su réplica, Tratado da immortalidade. Del libro de da Costa, Examen das tradiçoens Phariseas conferidas con a Ley escrita por Vriel Jurista Hebreo cum resposta a hum Semuel da Silva seu falso Calumniador, de 1624, no se conocía más que el título y las partes citadas para su escarnio por da Silva, dado que los ejemplares impresos, aún sin distribuir, fueron entregados a las autoridades religiosas y civiles y quemados. Milagrosamente, uno de esos ejemplares se salvó de la quema y fue encontrado hace unos diez años, en la Biblioteca Real de Copenhage, por H. P Salomon e I. S. D. Sassoon, dentro de la encuadernación de otro libro.{9}

La afirmación de la mortalidad del alma ocasiona el anatema tópico de la época, epicureísmo. He aquí la segunda corriente que completa con el saduceísmo ese singular cruce de tradiciones malditas en la figura de Uriel da Costa:

“De lo que Semuel da Silva parece, en todo caso, darse cuenta mejor que el propio Uriel da Costa es de que la fundamentación justa de sus tesis pasa, muy precisamente, no por una relectura de los textos bíblicos (que, por otra parte, no puede realizar a fondo, por falta de conocimientos suficientes de la lengua sagrada), sino por la apuesta decidida a favor de un explícito ateísmo filosófico. Y eso tiene un nombre para un espíritu religioso del siglo XVII: epicureísmo.”{10}

“En 1623, Uriel da Costa es un epicúreo que es ignora.”{11}

En cuanto al epicureísmo como marca de exclusión característica de la época y de la religiosidad tanto judaica como cristiana, cabe una precisión. Aparece mencionado en la Mishná en contubernio con los lectores de “libros extraños”, o raros, cabría decir, recordando las palabras finales de la Ética de Espinosa. Albiac fija la cuestión en los términos en los que se juega el destino de esas dos figuras ejemplares, especulares:

“Tal vez porque, más allá del cínico escepticismo del medico sevillano o del tormentoso ateísmo trágico del canonista de Oporto, sólo él, Espinosa, haya a fin de cuentas, acometido la tarea que la Escritura sanciona con eterna separación del pueblo de los justos e irreversible condenación: «Estos son –dice el Texto Sagrado– los que no tienen parte en la vida futura: el que dice: no hay resurrección de los muertos según la Torá; el que la Torá no viene del cielo y los epicúreos… [y] también el que lee libros extraños».”{12}

La cita del Texto Sagrado corresponde a Mishná, Sanedrín X, 1. La referencia a los epicúreos y a los libros extraños no deja de ser enigmática. ¿A qué puede referirse el texto exactamente? Según Gustavo Daniel Perednik:

“Este capítulo, titulado “Jélek” (“parte”), destaca porque no versa sobre cuestiones legales (como la Mishná en general) sino que se limita a enumerar quién merece ser salvo, o “quién tiene parte en el mundo venidero”. El “Jélek” comienza con la frase: “No tienen parte en el mundo venidero quienes… niegan la revelación de la Torá, y los epicúreos”. A estas categorías Rabí Akiba agrega “al que lee de los libros externos” (no “raros”), alusión que en general se entiende como los "apócrifos", es decir los que quedaron fuera del Canon judío de la Biblia. Una exégesis tradicional de “libros externos” también refiere a los “sifrei minim” o “libros heréticos”, interpretados por algunos como los Evangelios. Para dejar claro que no se refiere a literatura secular, el Talmud de Jerusalén (Sanedrín 50a) especifica que “no se habla de la literatura homérica”.
En cualquier caso, la cuestión de los libros apócrifos no es inequívoca, ya que el mismo Talmud cita del libro de Ben Sira. En cuanto a por qué Epicuro, la Mishná no define a quién se refiere. Hay quienes opinan que debido a la censura eclesiástica, se evitaba poner “libros heréticos” para que la Iglesia no se sintiera aludida, y en lugar de ello se mencionaba a Epicuro (que tampoco era aceptado por el cristianismo) aun si en la práctica querían referirse a todo libro opuesto a la fe judaica. Como la raíz hebrea de Epicuro (P, K, R) en hebreo talmúdico significa “desprecio o rechazo”, el nombre de Epicuro podía significar, como por ejemplo en la explicación de Maimónides: “quien rechaza a los profetas”, o aún “quien desprecia a los sabios de la Torá”. Hoy en día la voz talmúdica “epikoros” se refiere a un judío que rechaza los principios de la fe.”

El caso de Prado constituye el paso siguiente en el que la secuencia se prolonga. Es un caso distinto. De Prado no es un personaje atormentado por su condición, sino más bien un cínico descreído dotado de humor y de cierta habilidad para el arte de injuriar. Además, conoció personalmente a Espinosa y compartió tertulia con él. Sin embargo, no hay tampoco en él un soporte filosófico de rigor que lance sus ejercicios de provocación hacia las cuestiones fundamentales que Espinosa sí afrontará en la Ética, principalmente. Del precartesiano aut Deus aut Natura de Juan de Prado, que anuncia o sugiere la reducción de Dios a lo Sobrenatural, la Gracia, que será, según la tesis del profesor Bueno, asimilada a la Cultura como negación ilustrada y postmoderna de la Naturaleza, al Deus sive Natura anticartesiano de Espinosa, exactamente su opuesto, es decir, la identificación de cuanto pueda llamarse Dios con el orden inflexible de lo natural, de lo necesario, y no a su infracción:

“Un Dios frío, redondo e impotente, campa en el cadavérico olimpo del doctor Juan de Prado. No es la Naturaleza; persiste frente a ella y, en el plano ontológico, la precede. El compañero de herem de Baruch de Espinosa no lo ha precedido, en modo alguno, por la vía revolucionaria del monismo. Él, que probablemente nunca habría comprendido el Deus sive Natura espinosiano, tal vez no habría sentido muy traicionado su pensar en una fórmula que le es estrictamente opuesta: aut Deus aut Natura?
No es un moderno, en materia teológica, Juan de Prado. Heredero radical de un dualismo heterodoxo e irreconciliable, su mundo es, como el de sus predecesores escépticos, decididamente precartesiano.”{13}

Merece la pena recordar aquí que una de las claves del sistema ontológico de Espinosa es, justamente, la denuncia desesperanzada del equívoco según el cual el hombre se cree investido del poder para alterar, y no meramente seguir, el orden de las cosas. La Ética no puede ser más tajante: no hay Imperium in imperio. El hombre no es una anomalía dentro de la naturaleza. Está determinado por sus leyes como cualquier otro ente finito. No hay un Reino privilegiado (el Libre Albedrío, la Gracia, la Cultura, la Humanidad…), santificado por leyes especiales, ajenas al discurrir inexorable de lo real:

“Plerique, qui de Affectibus, & hominum vivendi ratione scripserunt, videntur, non de rebus naturalibus, quae communes naturae leges sequuntur, sed de rebus, quae extra naturam sunt, agere. Imo hominem in natura, veluti imperium in imperio, concipere videntur. Nam hominem naturae ordinem magis perturbare, quam sequi, ipsumque in suas actiones absolutam habere potentiam, nec aliunde, quam a se ipso determinari, credunt.”{14}

De Prado es, en fin, una figura asimilable a lo que se dará en llamar libertinismo erudito{15}, denunciado por plumas como las de Garasse o el padre Mersenne.

Pero la pérdida de identidad, que es la constante en este recorrido necesario hacia la singularidad del materialismo moderno de Espinosa, tiene un coste inasumible. Por eso, la abyección y la sumisión acaban siendo buscadas, no rechazadas, deseadas, no eludidas. Con los vínculos que hacen soportable la existencia se refuerzan las cadenas de todo sometimiento, pues no otra cosa, en distintos grados de intensidad, es la identidad:

“cualquier cosa mejor que el infinito abismo de vacío, cualquier cosa: sumisión, humillaciones, servidumbre y aun provisionales abandonos de Yaveh para con su pueblo…”{16}

La ontología de Espinosa que, como indica Albiac, es una guerra contra la identidad, el sentido y la finalidad, fructifica, precisamente, a raíz de esas experiencias en las que se desmorona la identidad, esto es, la pertenencia a grupos que garantizan no ya seguridad o sosiego, en un sentido groseramente psicologista, sino respaldo objetivo en los ámbitos económicos, jurídicos, y políticos a cambio del seguimiento de un puñado de convenciones rituales sin las que no hay posibilidad de institución:

“el planteamiento urieliano (al igual, en esto, que el de Prado) es el antípoda exacto de lo que será el espinosista. La contraposición de un mundo natural de la verdad a otro artificioso del engaño, ambos mutuamente excluyentes, forma parte de un dualismo gnoseológico, la denuncia de cuya rotunda inoperancia hemos visto como el punto mismo de partida de la teoría espinosiana de la producción de consciencia moral y del conocimiento. Una y la misma ha de ser, en un modelo monista estricto (y, avant la lettre, materialista), como lo es el de Espinosa, la necesidad interna que rige la aparición de los efectos que denominamos de verdad o de error.”{17}

He aquí apuntado el carácter estrictamente antiilustrado de Espinosa. La noción misma de religión natural es absurda en el sistema de la Ética. Tan natural, a escala ontológico-general de la substancia única, es el cristianismo como el judaísmo como el islam o como el deísmo ilustrado. Pretender una religión racional auténtica contra las religiones positivas, supuestas meros artificios, convenciones o supersticiones, constituye incurrir en un idealismo análogo. Y eso es lo que Espinosa supo ver, y aun antes Maquiavelo, más allá del anticlericalismo ingenuo de Uriel y de Juan de Prado. Y de muchos contemporáneos nuestros, habría que agregar, presos de un anticlericalismo convencional y un cientifismo acrítico y pernicioso.{18} La religión es una institución política cuyos ceremoniales desempeñan una función material imprescindible como procedimientos sin los que su poder se diluye. Y es imposible para los sujetos dotados de consciencia y habla prescindir absolutamente del entramado de supersticiones y convenciones que la liturgia consagra. Se sustituirán unas por otras cuando incurran en obsolescencia. Pero ni en la época ilustrada más pura que quepa soñar podría darse gestión de actos públicos sin ceremonial alguno.

Que esa abolición tendencial –pero prácticamente definitiva en el caso de Uriel– de la identidad suceda en el seno del judaísmo no puede sorprender, dado su cosmopolitismo forzado, que obliga a que, en buena medida, su identidad sea paradójicamente fundada sobre su pérdida de identidad. La diáspora, la dispersión, las persecuciones compondrían una identidad insólita alimentada por la constante precariedad de la pertenencia a un grupo elegido para el dolor. El mesianismo imposible del judaísmo sólo puede entenderse en esta clave. Y, en este sentido, es ilustrativo el fenómeno soteriológico de Sabatai Zeví en el año 1666, que el libro muestra en sus detalles más cruciales y paradójicos. La espera eterna del Mesías simboliza la identidad en el aire de un conjunto inestable sin Estado. La fundación del Estado de Israel antes de su llegada, mero avatar temporal desde el enfoque de la eternidad sagrada, es, precisamente por ello, una blasfemia para la ortodoxia rabínica fundamentalista.

La obra de Espinosa, que barre filosóficamente todo atisbo de esperanza al quedar ésta reducida a mecanismo de dominación y servidumbre deseada, vendría a ser, según Albiac, la culminación paradójica del judaísmo de la esperanza:

“el espinosismo, esa acabada teoría de la supresión teórica de la esperanza, como base de asentamiento de una ética materialista, vendría, extrañamente, a aparecer como la culminación de un cierto paradigma oculto del judaísmo, que enmascara su rostro en la esperanza misma: una especie de judaísmo a rostro descubierto. Judaísmo trágico. Una hipótesis, digo, paradójica. Pero no absurda. Porque Espinosa –miembro amputado de un pueblo de amputados– sabrá muy bien (y su vida y su memoria no son ajenas a este saber) que esperanza es carencia.”{19}

Esa carencia de suelo identitario resulta ser caldo de cultivo del ambiente intelectual del Amsterdam que eclosiona en el fenómeno Espinosa. Se estaría, así, abriendo la rendija por la que un pensamiento como el de Espinosa se hace posible consumando la huida del mundo judío y del mundo cristiano. El desgarramiento de la conciencia, en expresión de Gebhardt (Spaltung), prepara el camino para el conocimiento que sabe que no modifica nada.

Por eso mismo, los que hoy reivindican a Espinosa para celebrar los movimientos de indignados (Movimiento 15M),{20} presos de un idealismo voluntarista que olvida esta máxima (que el conocimiento no altera el orden conocido), acaban celebrando sus fuegos de artificio consoladores y políticamente estériles, y conspirando de ese modo (consciente o inconscientemente) a favor del orden que afirman, o fingen, repudiar y combatir. Conviene recordar que la posición política de Espinosa en el plano práctico puede medirse, principalmente, en función del caso de los hermanos de Witt. Él apoyó el gobierno de Jan de Witt, como gestor de un sistema político próspero política y económicamente, basado en la libertad de religión, imprescindible para la libertad de comercio. Pero el 20 de agosto de 1672, los hermanos de Witt fueron linchados y despedazados públicamente en La Haya por las masas de indignados orangistas. Espinosa ve con claridad el suicidio político que se está consumando con el asesinato personal de Jan y Cornelius de Witt, hasta el punto de que según se cuenta, escribe en una placa la expresión Ultimi Barbarorum, que sus amigos, siguiendo el lema del propio Espinosa, Caute, le impiden colocar en el lugar del asesinato. No es descabellado arriesgar la hipótesis, sugerida por Albiac, de que la teoría política de Espinosa es la analítica de los modos de conducta política de los grupos humanos, de las multitudes, en distintos grados de barbarie. La política es, en palabras de Albiac, artesanía de los afectos y, en consecuencia, represión o canalización de las pulsiones bárbaras de las multitudes.

De modo que entretenerse con ensoñaciones acerca de cuál sería hoy la posición política de Espinosa es mero anacronismo o recurso propagandístico. Carece de sentido filosófico y de rigor académico. Y, por otra parte, en cuanto a la base filosófica que pueda enlazar estos movimientos, ya de por sí suficientemente vagos y heterogéneos ideológicamente, con la obra de Espinosa, se suele omitir que tanto en la Ética como en el Tratado Teológico-Político y en el Tratado Político, no hay, porque no puede haber, contenido programático ni utopías de ningún tipo. Espinosa sabe que el hombre y, por extensión, la política, es irremediable (y no sólo el peronismo, como entendió Borges), y que la celebrada noción de multitudo, en particular por la interpretación de Negri, carece por entero de connotación positiva en su filosofía. La lucidez de Espinosa, sin embargo, le lleva a no engañarse con respecto a las posibilidades de cualquier modelo de régimen del Estado y, por ello, ajeno a cualquier idealismo, se limita a describir los mecanismos técnicos más adecuados para la estabilidad del Estado en sus tres formas canónicas (Monarquía, Aristocracia y Democracia), mostrando las tendencias ciegas de la multitud (o vulgo) así como las de los gobernantes, también sometidos a la ignorancia generada por sus pasiones. Las ilusiones, esperanzas y consuelos políticos quedan reducidos a cenizas bajo la maquinaria de demolición crítica que es la ontología de Espinosa. Soñar con “transformar el mundo”, como si el “mundo” no estuviera en transformación por sí mismo, es caer en las inercias de la finalidad y el sentido que de la Escolástica a la Ilustración mienten al hombre e imponen el olvido de Espinosa. De hecho, Espinosa es ese momento de fulgor crítico y transitorio, el momento de la quiebra de los postulados de la Escolástica que, casi de inmediato, es sucedido por un reajuste por el cual los cimientos de la finalidad y del sentido en la realidad y en la Historia, sacudidos por el materialismo espinosiano, consiguen mantenerse en pie bajo las pantallas retóricas de la Ilustración. Sólo es posible evitar ese estallido de la identidad que la ontología de Espinosa provoca entregándose a la comodidad de eludir su contenido riguroso y buscando en su obra los referentes descontextualizados que mejor parezcan ajustarse a las credulidades y dogmas propios, afianzando la identidad, justo lo que esa obra imposibilita. La Ilustración es la continuación de la Escolástica por otros medios, y la postmodernidad indignada, bajo las apariencias y la debilidad conceptual generalizada, no consigue sacudirse los dogmas de esa tradición que Espinosa, esa rareza, trató de combatir críticamente.

La monumental obra de Albiac nos sitúa frente a la aporía en la cual nos encierra el pensamiento de Espinosa: callar o fingir. Callar, pues decir no es más que reproducir o seguir el orden necesario de las cosas, sin posibilidad de infringirlo. Fingir, pues decir no es más que evitar el reto de afrontar la inutilidad de lo que se dice. De ese callejón sin salida sólo se sale mintiéndose, ese modo imperecedero con que los humanos acostumbran a sobrevivir, o sabiendo que se habla acerca de la imposibilidad de hablar y sin pretensión alguna de ser escuchado.

Jan de Baen, Los cadáveres de los hermanos De Witt, 1672

Notas

{1} Lo que propiamente llamamos libro no puede ser el armazón cosido de papel y manchas de tinta en él, irrepetible en cada uno de sus ejemplares, ni lo que cada sujeto lector imagina, delira o sueña que es, sino la combinación de contornos lingüísticos con significado, definidos institucionalmente, que es la misma para todas las repeticiones corpóreas.

{2} Yendo un poco más allá en el juego de espejos y personajes, se podría fabular con Espinosa convertido en una suerte de Funes el memorioso: “solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso.” (Borges, Funes el memorioso).

{3} Gabriel Albiac, La Sinagoga vacía. Un estudio de las fuentes marranas del espinosismo, Editorial Tecnos, Madrid 2013, pp. 238-239.

{4} Ibid., p. 58.

{5} Ibid., pp. 58-59.

{6} Ibid., p. 289.

{7} Ibid., pp. 289-290.

{8} Ibid., p. 300.

{9} Uriel Da Costa, Examination of Pharisaic Traditions, facsimile of the unique copy in the Royal Library of Copenhagen, supplemented by Semuel DA SILVA’S Treatise on the Inmortality of the Souls, translation, notes and introduction by H. P Salomon e I. S. D. Sassoon, Ed. J. E. Brill, Leiden, 1993.

{10} La Sinagoga vacía, o. c., p. 314.

{11} Ibid., p. 315.

{12} Ibid., p. 13.

{13} Ibid., p. 390.

{14} B. Espinosa, Ética, parte III, prefacio.

{15} Cfr. José Sánchez Tortosa, “El Pueblo o La Voz de Dios. Libertinismo erudito del s. XVII”, Suplemento de Libros de Libertad Digital, 13-05-2010:

{16} Ibid., p. 388.

{17} Ibid., p. 443.

{18} Cfr. José Sánchez Tortosa, “El exterminio sistemático. Ciencia sin Platón.”, Suplemento de Libros de Libertad Digital, 29-10-2009:

{19} Ibid., p. 177.

{20} Un par de ejemplos recientes en España, que, de un modo u otro, recurren a Espinosa vía Negri: Juan Pedro García del Campo, Spinoza y la multitud (el resto falta), Editorial Hiru, Hondarribia, 2012, en particular la introducción, y el artículo de Juan Domingo Sánchez Estop, mucho más consistente filosóficamente, “Spinoza perroflauta. Sobre los “significantes spinozistas” en el contexto del 15M, en Youkali, núm. 12, p. 37.

 

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