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El Catoblepas, número 137, julio 2013
  El Catoblepasnúmero 137 • julio 2013 • página 5
Voz judía también hay

No es banal; es astuto

Gustavo D. Perednik

La tesis de Hannah Arendt sobre «la banalidad del mal», medio siglo después

Hannah Arendt

Los libros memorables de la politóloga Hannah Arendt son dos: su obra cumbre Los orígenes del totalitarismo (1951) y su gran derrumbe: Eichmann en Jerusalén (1963).

El primero la transformó en una celebridad durante los años de la Guerra Fría; constituye un magistral rastreo de las tiranías del siglo XX y de cómo éstas dañaron a la civilización Occidental y a la esencia misma del ser humano. Un daño así es precisamente producido por su segundo libro, que atenta de por sí contra la dignidad humana.

La tesis de Arendt sobre el totalitarismo es que éste es una novedad sin precedentes, montada por los sistemas nazifascista y comunista, en base de la ficción política y del terror. Hitler y Stalin compartieron el uso de la ideología (a partir de la lucha de razas o de clases) para modificar brutalmente las estructuras de la sociedad y generar una homogeneidad social controlada en todos sus aspectos.

La equiparación de esas dos vertientes, usualmente consideradas contrapuestas, ya había sido anunciada por Friedrich Hayek. Arendt lo complementó mostrando cómo se generan masas obedientes, cómo la propaganda fue el medio de comunicación totalitario con el mundo libre, y cómo el factor esencial para gobernar fue el terror.

El libro comienza con una sección titulada Antisemitismo, sin ofrecer al respecto explicaciones: el uso y abuso de la judeofobia eran otro sustrato del totalitarismo.

Arendt sabía del nazismo no sólo por los libros. Había estudiado filosofía en la Universidad de Marburg bajo Martín Heidegger, con quien, a pesar de las simpatías nazis del profesor, mantuvo un romance fugaz pero significativo.

En los comienzos del poder nazi, Arendt contribuyó con la Organización Sionista Alemana presidida por Kurt Blumenfeld. Arrestada por la Gestapo, logró escapar a París, donde trabajó para inmigración de jóvenes judíos a Éretz Israel; de allí fue a EEUU, donde fue contratada para un proyecto llamado «Reconstrucción Cultural Judía».

Una vez famosa gracias al primer libro, se produjo un inesperado evento que cambió el foco de su dedicación, y motivó una de las polémicas más virulentas que recuerde el mundo intelectual.

Adolf Eichmann fue capturado por el Mossad en Buenos Aires (11-5-60) y llevado a un ejemplar juicio en Israel. De este modo, un Estado judío soberano, en nombre del pueblo judío, enjuiciaba en Jerusalén al máximo ejecutor de la «Solución Final». Pocos eventos podrían competir con él en intensidad y emoción.

El proceso vino a complementar los juicios de Núremberg –en los que la Shoá casi no había ocupado lugar–, y facilitó que la magnitud de ésta penetrara en la conciencia del mundo. Este logro se debió en buena medida al brillante desempeño del fiscal Guidón Hausner, quien puso el énfasis en los testimonios de las víctimas. Más de cien de ellas se sucedieron durante meses, con sus desgarradores relatos acerca de inconcebibles atrocidades.

Arendt propuso al New Yorker ser enviada como corresponsal para cubrir el histórico juicio, y permaneció un tiempo en Israel. Eichmann fue ejecutado (1-6-62) en la única ocasión en que el Estado hebreo aplicó la pena de muerte.

El corolario de la corresponsalía de Arendt fue la publicación de su libro, muy difundido y detestado: Eichmann en Jerusalén (1963), en cuyo subtítulo acuñó el degradante concepto de «la banalidad del mal». (Según el reciente libro de Débora Lipstadt sobre el juicio a Eichmann, Arendt creó el concepto aún antes de llegar a Jerusalén).

En síntesis, sostiene Arendt que la maquinaria genocida nazi había sido una mera aberración oficinesca. Los asesinos, más que sádicos o psicópatas, habían sido personas comunes enredadas en una enorme burocracia.

Efectivamente, la línea de defensa de Eichmann (como la de los jerarcas juzgados tres lustros antes en Núremberg) fue que «cumplía órdenes».

El problema de Arendt es que creyó a pie juntillas en la pose de Eichmann, y por ello lo presentó, no como un infame, sino como un funcionario incapaz de pensar. El mal sería banal, porque resulta de frases pegadizas y fácilmente internalizadas socialmente, que terminan impidiendo que la gente piense.

No sorprende que Mario Vargas Llosa, quien suele asociarse a las agresiones contra el pueblo judío, llegó a opinar en un reciente artículo en El País, que «todo hombre común y corriente, en ciertas circunstancias, puede convertirse en un Eichmann».

La biografía novelada de Arendt Una mujer admirable (1985), de Arthur Cohen, recoge ingeniosa y críticamente el inapropiado uso del adjetivo «banal» para definir los peores crímenes de lesa humanidad. También la reciente película alemana Hannah Arendt (2012), dirigida por Margarethe von Trotta, ronda en torno de la ácida polémica.

Para Arendt, Eichmann no habría sido un monstruo moral sino más bien un payaso. Ni siquiera era judeofóbico; era «aterradoramente normal» y «nunca se dio cuenta de lo que hacía».

Curiosamente, los inesperados villanos del reporte de la Arendt son el «histriónico» fiscal Hausner y los cuerpos administrativos de judíos que los nazis habían obligado a establecer. A estos «Consejos» Arendt presenta como colaboracionistas con su propio asesinato.

Marie Syrkin, una de las críticas del libro, concluye: «Después del texto, el único que sale mejor parado de los que entró, es el acusado

La feroz controversia que siguió a la publicación tuvo dos partes: en la revista Partisan Review, y en un panel organizado por la revista Dissent coordinado por su editor Irving Howe.

Según éste, lo que más chirria del libro de Arendt es el desprecio con el que trata al fiscal y a los testigos, desde un pedestal de suprema arrogancia intelectual para descalificar al hombre israelí «áspero e inculto».

En el mismo tono despectivo Arendt descalificó más tarde a quienes criticaron su libro en numerosos medios estadounidenses y europeos.

La denuncia del fraude

Uno de los primeros en arremeter contra la «banalidad del mal» fue el juez católico Michael A. Musmanno, quien se preguntó: «Arendt sostiene que Eichmann fue mal juzgado, mal representado, mal entendido, y víctima de la mala suerte. ¿No es eso simpatizar con él?»

En ese contexto, es arduo no volver a recordar el amorío de Arendt con Heidegger, de quien Emanuel Levinas sentenció (en uno de sus discursos talmúdicos) la dificultad de perdonarlo. Heidegger vivió durante tres décadas más después de la guerra, sin ningún acto de genuina contrición por su pasado. (Vale mencionar que Levinas introdujo el pensamiento heideggeriano en Francia). Arendt sí perdonó cabalmente y testificó a favor de Heidegger en una audiencia de desnazificación.

Musmanno se preguntó también qué sentido tenía debatir con quien «proclama salvajemente que los judíos deberían haber resistido a sus asesinos… ¿Qué clase de mentalidad es la que aduce que estos hombres, mujeres y niños desnudos, ellos, debían sobreponerse a sus asesinos, atestados de armas de fuego?».

Norman Podhoretz agregó en Commentary: «Hicieron lo que hicieron, y eran lo que eran, y cada uno fue diferente. Nada de eso importó con respecto al resultado final. Asesinos con el poder de asesinar se arrojaron sobre un pueblo indefenso, y masacraron a una buena parte. ¿Qué más hay para decir al respecto?»

El gran criticado por Arendt, el fiscal Guidón Hausner, de paso por Nueva York cuando se desató la polémica, supo enfrentar a Arendt: «Hay algunos historiadores, afortunadamente pocos en número, que por una u otra razón, cruel y falsamente acusan a los judíos y a sus líderes de dejarse masacrar… Descaradamente distorsionan los hechos y la evidencia».

Otra enojosa «prueba» de Arendt fue que los informes psiquiátricos de Eichmann lo diagnosticaron como normal. Respondió Gertrude Ezorsky que «la única certificación requerida por la corte es si Eichmann era legalmente cuerdo para ser juzgado» (no si era «normal»), y que en una prueba psiquiátrica (omitida por Arendt) Eichmann fue diagnosticado como «obsesionado con un impulso de matar insaciable y peligroso, que derivaba de su deseo de poder».

En suma, Eichmann no representaba la banalidad del mal sino la astucia del mal.

El debate más amplio tuvo lugar en Partisan Review. El crítico literario Lionel Abel señaló que en Rusia no hubo Consejos Judíos ni organizaciones (ya que éstas habían sido destruidas por Stalin mucho antes del estallido de la guerra) y sin embargo cientos de miles de judíos fueron asesinados por los Einsatzgruppen. Si Arendt hubiera revisado esas matanzas, habría debido abandonar su tesis.

¿Qué hace Arendt con la feroz declaración de Eichmann de que «saltaré a mi tumba riendo, por el hecho de que me da una satisfacción extraordinaria tener en mi conciencia la muerte de cinco millones de judíos»? La relativiza: «Eichmann padecía del vicio común de la pedantería».

La respuesta de Abel fue directa: «¿Cuántas personas en la historia del mundo se jactaron de haber matado a cinco millones de personas?»

Aun cuando notables autores como Raul Hilberg y Bruno Bettelheim salieron en defensa de Arendt, más numerosas y coherentes fueron las voces asqueadas por su tesis. Algunas librerías alemanas llegaron al extremo de boicotear el libro, y el parisino Le Nouvel Observateur publicó dos páginas de cartas tituladas «¿Es Hannah Arendt nazi?».

El mentado Norman Podhoretz escribió un ensayo titulado «Estudio sobre la perversidad de la brillantez», en el que se refiere a la supuesta falta de judeofobia en Eichmann: «El hombre en una esquina que hace chistes feos sobre los judíos es un antisemita, pero no lo es Adolf Eichmann, quien envió a varios millones de ellos a la muerte. Esto no nos revela nada sobre la naturaleza del totalitarismo».

Por su parte, la amiga de Arendt, Mary McCarthy, agravó el debate cuando arguyó en defensa de su compañera que los comentarios hostiles venían de judíos, y los favorables de no-judíos, salvo algunas excepciones.

En los casos de no-judíos en contra de Arendt, como el del diputado laborista Richard Crossman, McCarthy señaló (como si debiera despertar sospechas) que Crossman había viajado varias veces a Israel (de vacaciones), y remató el ardid con una referencia al sionismo bajo el epíteto de «Solución Final judía».

McCarthy tuvo un socio en Dwight MacDonald, ex editor del Partisan Review, quien opinó que «los críticos hostiles escriben más como judíos que como críticos» y llegó a ironizar que «no-judíos como Crossman y Musmanno podrían denominarse Semitas Honorarios». (Salteaba la obvio judeidad de la propia Arendt).

Finalmente, en 1965 fue publicado un libro demoledor de 400 páginas, enteramente dedicado a refutar a Arendt, bajo el título de Y lo torcido se enderezará (metáfora tomada del capítulo 40 de Isaías).

Su autor, Jacob Robinson, muestra en cada renglón de Arendt que estaba errada en sus cinco opiniones: en cuanto a Eichmann, en cuanto al Derecho internacional, en cuanto a los líderes judíos, en cuanto a la resistencia judía, en cuanto al colaboracionismo. Equivocada en todo, Hannah Arendt era un fraude.

Cuando el historiador Walter Laqueur publicó una recensión positiva al libro de Robinson, Arendt respondió duramente, insinuando que había una campaña mundial en su contra, que incluía «al Gobierno de Israel y a algunas poderosas organizaciones judías». Laqueur repuso: «Puedo asegurarle que los Sabios de Sión aún no están persiguiéndola».

También el epistolario de Arendt durante el juicio, la revela como una personalidad contradictoria y compleja, rayana en el racismo. A su amigo Karl Jaspers escribió: «Arriba los jueces, lo mejor de la judería alemana. Y debajo de ellos los fiscales, galizianos aunque aún europeos. Todo es organizado por una fuerza policial que me pone la piel de gallina, hablan sólo hebreo y parecen árabes… obedecerían cualquier orden. Y afuera está la masa oriental, como si uno estuviera en Estambul u otro país medio asiático. Además, muy visibles en Jerusalem, los judíos de flecos y caftanes, que hacen la vida imposible para toda la gente razonable de aquí».

Adicionalmente, una célebre amistad de Arendt se terminó debido a la polémica: la que la había unido al académico Guershom Scholem, quien la acusó de «utilizar un lenguaje despiadado, un tono frecuentemente despectivo y malicioso». Se trataba de la aniquilación de una tercera parte del pueblo judío, y el tono de arrogancia de Arendt era inimaginablemente inapropiado. Por ejemplo, en una edición temprana del libro (posteriormente corregida) Arendt se refería al rabino alemán Leo Baeck como «el Führer judío». Para Scholem, el uso del término nazi en este contexto era suficientemente revelador de una actitud insultante.

Hoy, medio siglo después de la tesis, la banalización arendtiana de la maldad resulta degradante. No sólo para el pueblo judío, sino para la humanidad en su conjunto.

 

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