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El Catoblepas, número 136, junio 2013
  El Catoblepasnúmero 136 • junio 2013 • página 1
Artículos

¿Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo? Wittgenstein y el alma de los brutos

Iñigo Ongay

Comunicación defendida ante los
XVIII Encuentros de Filosofía, Oviedo 22-23 de marzo de 2013
 

Presentación

En la proposición 5.6 de su obra Tractatus Logico-Philosophicus Ludwing Wittgenstein afirmó que «los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo» («Die Grenzen meiner Sprache bedeuten die Grenzen meiner Welt»). La proposición, cuya profundidad ha sido encarecida tantas veces ante todo después de lo que Richard Rorty denominó «giro lingüístico» de la filosofía del siglo XX, resultaría sin embargo enteramente confusa dada la indeterminación total respecto de los parámetros a los que estaría ajustada (¿qué se entiende aquí por «lenguaje»?, ¿qué idea de «mundo» estaría manejando Wittgenstein, y en todo caso, ¿puede un lenguaje si es que este ha de ser significativo- es decir, si es que ha de ser ciertamente un «lenguaje» y no un conjunto arbitrario de flati vocis, ser «mío»), algo a lo que en cierto modo estaría coadyuvando el propio método aforístico, entre sapiencial y enteramente dogmático (no dialéctico) que Wittgenstein habría empleado para construir su gran obra («Una proposición debe comunicar un sentido nuevo con expresiones viejas», «Del darse efectivo de un estado de cosas determinado no puede deducirse, en modo alguno, el darse efectivo de un estado de cosas totalmente distinto», «La lógica es trascendental», «la ética es trascendental», «Ética y estética son una y la misma cosa», «De lo que no se puede hablar hay que callar», &c.). Esta ambigüedad explica sin duda, entre otras cosas, las múltiples interpretaciones que el propio Tractatus pudo recibir desde el principio por manos de figuras como puedan serlo B. Russell o el primitivo Círculo de Viena. En general, parecería que esta proposición, como otras anejas a ella situadas en sus proximidades en el contexto del plan general de la obra, apuntarían a una suerte de «solipsismo» lingüístico, que a juicio del propio autor coincidiría plenamente en su límite con el realismo más radical puesto que «Se ve aquí como llevado a sus últimas consecuencias, el solipsismo coincide con el puro realismo. El yo del solipsismo se contrae hasta convertirse en un punto inextenso y queda la realidad con él coordinada.». Según un tal planteamiento, el «sujeto» y «su» lenguaje –«Que el mundo es mi mundo se muestra en que los límites de mi lenguaje (del lenguaje que sólo yo entiendo) significan los límites de mi mundo»– quedaría por decirlo de alguna manera absolutamente desvanecido dado que más que un contenido del mundo representable a través de las proposiciones significativas –recordemos en este sentido que según la llamada teoría pictórica de la proposición, toda verdadera proposición sería una imagen de la realidad susceptible de corresponder o no fielmente con la misma–, aparecería como los mismos límites de la representación, a su vez no representables a la manera como el propio ojo que limita el campo visual no es un contenido del mismo. Desde esta perspectiva, cabe en efecto postular como de hecho lo postula Wittgenstein que «yo soy mi mundo». Bertrand Russell en su célebre «Introducción» a la edición de 1919 del Tractatus se muestra del todo de acuerdo con semejante interpretación del solipsismo-realismo wittgensteiniano:

«Esto, dice Wittgenstein, da la clave del solipsismo. Lo que el solipsismo pretende es ciertamente correcto, pero no puede decirse, sólo puede mostrarse. Que el mundo es mi mundo se muestra en el hecho de que los límites del lenguaje (el único lenguaje que yo entiendo) indican los límites de mi mundo. El sujeto metafísico no pertenece al mundo, es un límite del mundo.»

Sin embargo, creemos aun más acertada la interpretación ofrecida por Allan Janick y Stephen Toulmin en su clásico La Viena de Wittgenstein (Taurus, Madrid 1998) quienes habrían avanzado la posibilidad de considerar a Wittgenstein, junto a una variopinta nómina de protagonistas tales como Adolf Loos, Gustav Klimt, Sigmund Freud o Karl Kraus, como una figura enteramente inserta en la muy peculiar, muy rococó y muy decadente atmósfera de la Viena fini-secular. Los últimos años del doble Imperio del Danubio, sostienen estos autores, habría consagrado como tema nuclear el del lenguaje, un tema sin duda que diferentes autores abordarán desde perspectivas disciplinares igualmente diversas. El Tractatus según el juicio de Janick y Toulmin no habría consistido en otra cosa que en una vuelta más de tuerca del idealismo trascendental kantiano, aunque esta pulsión del kantismo pudiese desde luego fundarse en una teoría modélica de la proposición que luego aprovecharían pro domo los positivistas lógicos vieneses. Como lo dicen Janick y Toulmin:

«Esta teoría de “los límites de la razón” tiene una importancia directa respecto a lo que estamos tratando ahora, por cuanto fue el punto de partida de todo el debate relativo al lenguaje y los valores que se enseñoreó de la Viena de 1890-1914. A fin de que nos percatemos de ello de una manera más completa, debemos reparar en la distinción que Kant hace de de límites y confines (Schranken y Grenzen). «Los confines (en los seres extensos) siempre presuponen la existencia de un espacio exterior a un cierto lugar definido al que comprenden”, dice Kant; por otro lado, “los límites no presentan esta exigencia sino que son meras negaciones que afectan a una cantidad en tanto en cuanto no está absolutamente completada.” De aquí que “en matemáticas y en filosofía natural la razón humana admite limites pero no confines; a saber, admite que algo se encuentra ciertamente fuera de ella, a lo cual no puede llegar nunca pero no admite que en alguno de los puntos vaya a hallar la consumación de su progreso interno.” Las matemáticas y la física seguirán para siempre explicando las apariencias. Por naturaleza carecen de pertrechos capaces de descubrir la naturaleza de las cosas en cuanto tales. Estas ramas del saber están restringidas a lo que puede ser conocido sobre los objetos de la experiencia sensorial. Nada pueden llegar a explicar de tal manera que pueda trascender a la experiencia. Una ciencia metafísica (si tal cosa pudiera darse) llevaría no a los límites de la razón especulativa, sino a sus confines; en tal caso llegaríamos a los confines de lo concebible, en cuanto que se oponen a los límites de lo real.» (pág. 187.)

1. El sistema del «idealismo trascendental» de Kant visto desde el materialismo filosófico

Pues bien nosotros vamos a proceder aquí comenzando por acogernos a un tal diagnóstico que percibiría a Wittgenstein como a alguien muy próximo, aunque sin duda a su manera, al Kant de las grandes Críticas. Con ello, y operando ahora desde los parámetros críticos del materialismo filosófico ejercitado por Gustavo Bueno, nos fundaríamos en el esquema de ordenación básica de las ideas filosóficas capitales de la tradición que recorrería el idealismo trascendental moderno. Este idealismo sin perjuicio de subsumir o subordinar el mundus adspectabilis al ego trascendental (según el signo de una «revolución copernicana» que Gustavo Bueno ha considerado más bien a la manera de una «contra-revolución ptolemaica») acabaría por subordinar, a su vez, el propio ego en una idea límite regresiva (el noumeno) que se opondría al propio mundo desde fuera como una suerte de terra incognita metamérica. En este sentido, Kant, aun partiendo del dualismo sujeto-objeto tallado en el terreno psicológico empírico, habría procedido a regresar a una plataforma – doctrina de la «unidad trascendental de apercepción»– tal que la misma dualidad psicológica de partida habría quedado difuminada, ocultado, por no poder representarse como un contenido proporcionado al idealismo trascendental. Según esto, la dualidad sujeto/ objeto tal y como se configura en el terreno de la psicología empírica habría servido a Kant de fundamento para, desde ella, remontarse a la idea de un sujeto incorpóreo que, justamente por serlo, ya no pertenecerá propiamente al terreno de la psicología empírica. Este sujeto metafísico, al que en modo alguno podrá atribuírsele «sensibilidad», se corresponderá a su vez con un objeto, no menos metafísico, que tampoco podrá ser «intuido» y sí sólo «pensado» y que representará una suerte de «reverso» puramente intencional (no efectivo) del sujeto puro. En otras palabras, Kant habría postulado, a partir de la consideración de la dualidad psicológica empírica entre sujeto y objeto, un super-sujeto espiritualista que aunque opere distributivamente respecto de la pluralidad de los sujetos empíricos casi a la manera del Entendimiento Agente del aristotelismo medieval de tradición islámica, no permitirá a Kant progresar al terreno psicológico-empírico del que partió. (véase para estas ideas: Gustavo Bueno, «Confrontación de doce tesis características del sistema del Idealismo trascendental con las correspondientes tesis del Materialismo filosófico.», El Basilisco 35, Segunda Época, pps 3-40)

Ahora bien, estas ideas comenzarán a quedar rectificadas desde el Materialismo filosófico desde el momento en que nos resistamos de entrada a aceptar el planteamiento dualista de partida. No se tratará tanto de partir de una distinción dilemática de signo metamérico entre un sujeto y un objeto, que luego se procurarán «puentear» mediante las metáforas epistemológicas consabidas, ya sea en una dirección realista sea en un sentido idealista («ojo-agua», «ojo-fuego»), como si el dilematismo inicial se atenuará lo más mínimo a través de tales metáforas «rurales», cuanto de comenzar desbordando este planteamiento introduciendo una pluralidad de objetos (O1, O2, O3,… On) entreverados diaméricamente con una multiplicidad de sujetos (S1, S2, S3… Sn) de diferentes especies zoológicas. Por eso, el materialismo filosófico no podrá sin duda limitarse a aceptar las tesis del realismo metafísico, sin por ello necesitar recaer en un idealismo igualmente metafísico, puesto que lo que hará será despejar la situación a través de un hiper-realismo que hace pie en la consideración totalmente en serio de la intercalación de sujetos animales dotados de diferentes filtros perceptivos organolépticos capaces de «perforar» fenoménicamente de diferentes modos la continuidad paratética entre los tejidos del plenum energético. Esta salida, sin embargo, sin perjuicio de aparecer totalmente expedita por las investigaciones más recientes de la etología y de la psicología comparada, habría estado bloqueada para Kant en la medida en que este se habría movido, si no nos equivocamos demasiado, en las proximidades del llamado «humanismo moderno» cartesiano, esto es, una concepción de los animales pre-darwiniana y que tampoco estaría demasiado distante de la doctrina del automatismo de las bestias como solución, tradicional, del problema del alma de los brutos.

2. El idealismo lingüístico de Wittgenstein como modulación del idealismo trascendental kantiano.

Pues bien. Precisamente nos parece que proposiciones como la mencionada 5.6 del Tractatus («Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo», Wittgenstein estaría recorriendo una dirección en todo análoga –en el bien entendido de que analogía no dice identidad– de la propia del idealismo trascendental kantiano. De hecho, así como el de Köningsber hubiese procedido a operar una totalización del mundus adspectabilis fenoménico (Mi) a la escala de un sujeto trascendental interpretado de un modo enérgicamente espiritualista (E) de suerte que a este mismo se le proporcionase el concepto de un objeto de la intuición intelectual que Kant pudo conocer como «cosa en sí» (M), así Wittgenstein, si no marramos el disparo, estaría tratando de subsumir el propio mundo de los fenómenos en cuanto que «figurado» por las proposiciones stricto sensu bajo el hondón de un sujeto lingüístico que, mediante su lenguaje de palabras, conmesurase los límites de lo «decible». Desde esta perspectiva el mundo sería sin duda «todo lo que es el caso», esto es, «todo» lo que resulta susceptible de ser dicho con sentido cognitivo genuino mediante proposiciones con valor veritativo funcional. Sin embargo, tales límites mundanos, establecidos por así decirlo por la propia conciencia lógica del sujeto lingüístico presupondrían sin duda un «reverso» del propio mundo, «algo» que «en efecto existe», y «que se muestra» aunque desde luego permanezca soplando «fuera de lo decible» en enunciados genuinos (y en este contexto cabría recordar aquí la famosa segunda parte del Tractatus, una parte que no existiría ni siquiera pintada, por así decir, precisamente porque según el propio Wittgenstein no podría si quiera comenzar a escribirse).

Ahora bien, no se tratará tanto de recusar semejantes planteamientos por su carga metafísica –con ser esta, sin embargo, indudable– cuanto de comenzar por dar cuenta del grado en el que estos mismos no proceden tampoco de una «revelación» que hubiese advenido a L. Wittgenstein desde lo alto. Cuando se habla del misticismo del Tractatus se olvida a nuestro juicio el hecho, elemental desde el punto de vista materialista, de que las fuentes de la oscura sabiduría de Wittgenstein procederían en realidad de instituciones tecnológicas tan vulgares como puedan serlo los propios lenguajes de palabras así como su análisis mediante los procedimientos de la lógica de enunciados de primer orden (mucho más que, por caso, la lógica de predicados o, también, las disciplinas gramaticales o filológicas tradicionales que Wittgenstein ignora totalmente). De este modo, y por hipótesis, Lüdwing Wittgenstein habría partido de una distinción tan rupestre como enteramente psicologista entre el «sujeto lingüístico» capaz de llevar su «pensamiento» a proposiciones, sean atómicas sean moleculares, y el «objeto» constituido por los «hechos» del mundo que serían expresables mediante dichas proposiciones. Así las cosas, podrá efectivamente el filósofo austríaco, clausurar la totalidad de los hechos enunciables («El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas») a la escala del sujeto «cuyo» lenguaje conmesura el «mundo». Desde esta perspectiva, ciertamente, cabrá ecualizar el solipsismo y el realismo a la manera como también Kant asimilaba el realismo empírico y el idealismo trascendental hasta hacerlos coincidir.

Sin embargo, es obvio que el sujeto cuyo «lenguaje» establecer los «límites del mundo», aunque no sea un espíritu al menos positive, no está tratado aquí como un sujeto corpóreo, sería más bien incorpóreo abstractive –como queda claro, a nuestro juicio, en la reivindicación wittgensteiniana del solipsismo como una doctrina «plenamente correcta » aunque sea «inexpresable»–, algo que también querría decir que este sujeto no es sin duda el hablante de ninguna lengua determinada. En efecto, los lenguajes de palabras aparecen como instituciones muy complejas y aun como complejos de instituciones histórica y políticamente mediadas en su desarrollo que dejarían totalmente en ridículo, a nuestro juicio, sentencias como la proposición 5.6 dado que de ningún lenguaje real de palabras –de ninguna lengua nacional por ejemplo, como pueda serlo el español, el francés, el alemán o el inglés– puede decirse que sea en modo alguno «mía» (si se quiere incluso cabría afirmar que la recíproca es mucho más justa: es el propio individuo el que aparece, como persona, envuelto institucionalmente por el idioma en el que habla a terceras personas) así como tampoco puedo decir, fuera de la metafísica monadológica más descontrolada, que «mi mundo» sea «mío», por cuanto dicho «mundo» si es algo más allá de un mero delirio hipostático, estará necesariamente entreverado con los «mundos» de aquellos otros sujetos operatorios que me rodean inevitablemente sea en coexistencia pacífica, sea en coexistencia polémica.

De este modo lo que Wittgenstein estaría planteando es una hipostatización mutua de las ideas de «lenguaje» y de «mundo» de suerte que uno conmesurase al otro contra el fondo común de lo «indecible».

Pero más bien se trataría de dinamitar la rigidez de tal forma de plantear las cosas mediante la intercalación de muchos otros sujetos capaces evidentemente de comunicación. No se trata sólo de que existan otros hablantes de la misma lengua o de otras diferentes, sino además de que en nuestros días es sabiduría común de muchos etólogos, primatólogos y zoólogos que algunos individuos de ciertas especies mendelianas exhibirían capacidades muy concretar a la hora de aprender y utilizar ciertos lenguajes como el AMESLAN, &c (Washoe, Kanzi, Koko, etc). Es verdad que tales experimentos, por impresionantemente exitosos que puedan parecer sus resultados –como de hecho lo son-, tampoco autorizan en modo alguno, fuera del etologismo, a reducir los lenguajes nacionales e internacionales humanos al lenguaje de los antropoides (aunque ya sería más dudoso el caso de idiomas yanomami, sioux, quechúa o vasco) pero creemos que constituye una plataforma positiva más que suficiente sobre la que apoyarse a la hora de pulverizar concepciones tan oscuras y confusas como la de Wittgenstein.

Además, tales animales y muchos otros que podríamos mencionar aquí (lobos, zorros, gacelas Thompson, tiburones azules, serpientes de cascabel, murciélagos, sapos, &c.) aparecerían como dotados de sistemas teleceptivos muy precisos y variados (fosetas, termoreceptores, eco-localizadores, sensibilidad a la luz polarizada, etc, etc) mediante los cuales tales sujetos operatorios serán capaces de percibir diferentes tejidos apotéticos sobre los que intervendrán aproximándose o separándose de ellos, &c. En este contexto, muchos se sentirán tentados a hablar, con el gran biólogo estonio Jakob Johan von Üexkul del que Konrad Lorenz tanto había aprendido, de un «mundo» de la chinchilla separado a su vez del «mundo» de la mariposa princesa o del «mundo» de las gaviotas reidoras de Tinbergen. «En el mundo de las moscas sólo hay cosas de moscas» según la consigna de Üeskull. Sin embargo, se hará preciso recordar en este contexto de que semejante concepción de los «mundos-entorno» perceptivos de los animales, supone olvidar la involucración de unos animales con otros que determina, entre otras cosas, su competencia darwiniana. Sencillamente no es cierto que el «mundo» de las moscas aparezca como incomunicado, leibnizianamente, con el de los sapos (y si fuese así la evolución por selección natural no habría podido tener lugar), pero a su vez, si están comunicados, ¿qué razón –nos preguntamos– subsistirá para seguir hablando de diferentes mundos?

Concluimos: nos parece que se sigue de lo dicho que el idealismo lingüístico del Wittgenstein del Tractatus, tan cercano por su formato al idealismo trascendental kantiano, descansaría en una sustantificación metafísica de algunas de las ideas centrales de la tradición filosófica, una sustantificación ciertamente que sólo puede abrirse camino a través de una negligencia sistemática de un conjunto muy poderoso de evidencias del que se alimenta la propia historia de la etología (para 1919 W. Koehler había concluido ya sus investigaciones con Sultán en Tenerife) y que, en buena medida, permanecería en la inmanencia de soluciones del problema del alma de los brutos tan añejas como la que es propia del humanismo moderno cartesiano-kantiano. No es que Wittgenstein haya defendido que los animales son autómatas (sin perjuicio de lo cual, adviértase, en sus Investigaciones Lógicas, el autor del Tractatus no está tan lejos de defender una versión radicalmente mecanicista del behaviorismo: «si un león pudiese hablar no lo entenderíamos»), pero sí, sin duda, ha procedido a ignorar cantidades masivas de evidencias etológicas que acaso hubiesen hecho muy difícil defender algunas de sus tesis más conocidas. En todo caso, no creemos que esta desconsideración de la conducta etológica de los sujetos operatorios no humanos pueda separarse del todo del célebre «desprecio» wittgensteiniano hacia la relevancia filosófica del darwinismo. Sea de todo esto lo que sea, lo que nos ha parecido conveniente apuntillar en estas páginas es acaso la siguiente conclusión: los límites de «mi» lenguaje no son los límites de «mi» mundo, porque ni «mi» mundo ni «mi» lenguaje dejan de estar envueltos por terceros sujetos que desbordan toda clausura hipostática posible tanto del lenguaje como del propio mundo.

 

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