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El Catoblepas, número 135, mayo 2013
  El Catoblepasnúmero 135 • mayo 2013 • página 9
Artículos

¿Qué libertad?
Derechas, Izquierdas
y nacionalismo (fragmentario) en España

Pedro Insua Rodríguez

Texto base para la intervención del miércoles 8 de mayo de 2013 en el Congreso «¿Qué libertad?», organizado en la UCM por la Asociación La Caverna.{1}

Qué libertad, La Caverna, Madrid, 7-8 mayo 2013

«El estado comete, pues, falta, cuando cumple o tolera actos susceptibles de arrastrarle a su propia ruina […]. Para que un Estado permanezca libre debe continuar haciéndose temer y respetar, sino deja de ser un Estado…» (Espinosa, Tratado político, pp. 167-168)

1. La formación de naciones (canónicas) y el Mundo contemporáneo: momento tecnológico y momento nematológico

El Mundo Contemporáneo de Naciones

La «Humanidad» de los 7.000 millones vive actualmente distribuida en distintas unidades políticas llamadas Naciones (193 tienen asiento actualmente en la Asamblea general de la ONU) definidas por su «soberanía» o poder político. El ejercicio de la soberanía es un concepto claro y distinto (muy afín al concepto de propiedad –«celosa distinción», que decía Hume– al ser en cierto modo una modulación suya) y sobre el que no cabe ningún tipo de relativización escéptica: la soberanía política o se ejerce o no, y si se ejerce recae sobre un ámbito definido, penetrado en todas sus partes por el poder soberano, de tal manera que la soberanía no cabe ni cederla, ni donarla, ni compartirla, ni repartirla, porque, entonces, cesa automáticamente su poder. La soberanía nacional, por definición, es una e indivisible.

En este sentido no hay territorio en el globo que no esté bajo alguna soberanía nacional (es decir, no hay territorio que no tenga «dueño» políticamente hablando), siendo así que soberanía nacional significa, prima facie, y sobre todo, apropiación territorial, siempre teniendo en cuenta además, en este contexto, aquel corolario spinoziano de que «omnis determinatio est negatio» (toda determinación soberana excluye la influencia de otra, dado el carácter absoluto del concepto de soberanía).

La «Humanidad», pues, como totalidad atributiva no existe políticamente hablando, sino que está dividida, y en esto consiste el «espacio» de la política, en distintas soberanías nacionales, en principio mutuamente irreductibles, que mantienen entre sí relaciones bien de armonía (confederaciones, tratados…) bien de conflicto (guerra de invasión, injerencias, no reconocimiento…), y a través de cuyos vínculos (lo que se llama «concierto internacional») unas muestran mayor potencia en la determinación y sentido de tales vínculos que otras, más dependientes o subordinadas.

De esta manera, igual de soberanos son los Estados Unidos de Norteamérica o China que Fidji o Brunei, pero, sin embargo, la potencia de la soberanía norteamericana o china tienen mucho mayor alcance que Fidji o Brunei en relación a su influencia sobre otras naciones. Incluso estados escuálidos o disminuidos territorialmente, como pueda ser el Estado del Vaticano, tienen sin embargo gran relevancia desde el punto de vista de su influencia internacional; y estados de gran tamaño como pueda ser Mongolia (el «Teruel», digamos, de las relaciones internacionales) apenas existen en tal sentido.

Por otra parte, existen naciones que, al margen de la influencia que puedan ejercer sobre ese «espacio político», están bien consolidadas (eutaxia) desde el punto de vista interno, mientras que sin embargo otras están en vísperas de su disolución (distaxia), bien por transformación o fusión en otra u otras naciones, bien por descomposición (disgregación, corrupción) en general. Por otra parte existen estados que son reconocidos como tales en algunos aspectos, aunque no terminan de consolidarse como tales naciones soberanas («Palestina», República Saharaui).

Así, y sea como fuera, un repaso a las relaciones internacionales del siglo XIX y del XX nos pone ante la realidad de sociedades políticas que acabaron desapareciendo totalmente (siendo arrojadas al «basurero de la historia», por decirlo con Marx) o transformándose en estados distintos (el Imperio Austro-Húngaro, el Imperio Turco, la URSS, Yugoslavia…), y la aparición de nuevos estados antes inexistentes (Suiza, Bélgica, Eslovenia, Israel, Kósovo, Timor Oriental, Sudán del Sur…).

Y es que la Nación en este sentido político, esto es, en tanto que denota soberanía, aparece a finales del siglo XVIII, desarrollándose a lo largo del XIX, a raíz de las transformaciones producidas por los procesos revolucionarios sobre las sociedades del Antiguo Régimen (hablar de nación en sentido político con anterioridad es un anacronismo), a través de las cuales la soberanía se disocia, generalmente de forma violenta (guillotina), de la Persona del monarca para asociarse a la Nación, en tanto que grey o conjunto de ciudadanos que pasa así a ser la nueva titular de la soberanía (el «soberano» –el rey– que durante el absolutismo se identificaba con el Estado, va a ser descabezado pero ya como «ciudadano» –ciudadano Capeto–, disociado pues del poder soberano en cuanto que este queda identificado con la Nación).

De esta manera, y frente a su división estamental, basada en los privilegios (señoriales, feudales, fiscales, judiciales…) propias del Antiguo Régimen, la Nación (política) aparecerá ahora como la reunión, libre de privilegios, de todas las partes individuales que constituyen el cuerpo social (producto de lo que Bueno ha llamado metodología holizadora), esto es, como el conjunto isonómico de «ciudadanos», libres y jurídicamente iguales (k-isológicos), una vez que queden disueltos los privilegios{2}. En el caso francés, que va a ser tomado (más en la historiografía que en la realidad histórica) como modelo arquetípico por lo arquetípico allí, a su vez, del absolutismo real («El Estado soy yo»), desaparecerán los estamentos cuando uno de ellos, el «Tercer Estado», se convierta, por saturación del mismo y negación de los otros, en ese «todo nacional» del que habló Sieyés, ahora representado institucionalmente en la nueva Asamblea Nacional (frente a los antiguos Estados Generales).

El concepto de Nación cobra así sentido político, como nación canónica, por su vinculación plena con el Estado o sociedad política en cuyo seno se moldea (dialelo), de tal manera que la nación aparece así (frente a los conceptos de nación en sentido biológico o étnico{3}) como sujeto titular de la soberanía, como demiurgo protagonista de la vida política, comenzando, a través de sus representantes, a promulgar y hacer cumplir leyes frente al poder del absolutismo real («la nación reunida (assemblée) no puede recibir órdenes», dice Bailly el 23 de junio de 1789, objetando las órdenes de Luis XVI de disolución de los representantes del Tercer Estado, después de haber jurado estos, en la famosa sala versallesca del juego de la Pelota, no disolverse hasta elaborar una nueva Constitución).

Esta situación, desencadenada con toda nitidez, decimos, con la Gran Revolución, constituye lo que se conoce historiográficamente como «Mundo Contemporáneo», siendo así que la «Historia del Mundo Contemporáneo» es la historia de la formación de las Naciones en este nuevo sentido político, y de sus relaciones mutuas, en las que la Humanidad de los 7.000 millones según decíamos está en la actualidad políticamente distribuida.

En este sentido, y en contra de lo que muchos dicen, la «globalización política» de la Humanidad, el mundo ese sin fronteras que «imaginaba» John Lennon, está mucho más lejos de ser una realidad hoy que en el siglo XVIII, en el que coexistían 15 o 20 sociedades políticas («naciones históricas»), formalmente imperialistas, que convertían al resto del orbe en colonias, provincias o dependencias suyas. En este sentido, decimos, el «Mundo contemporáneo» ha representado una multiplicación exponencial de soberanías pasando, en dos siglos, de las 15 o 20 que podríamos fijar a finales del XVIII, a unas 200 reconocidas en la actualidad.

El principio de soberanía nacional y el nacionalismo: momento tecnológico/momento nematológico

El principio de soberanía nacional, pues, que a partir de este momento se irá imponiendo (en Francia, en España, en Bélgica…) y al que se subordina ahora, si es que se conserva, la autoridad real («el rey reina pero no gobierna», dirá Thiers), implica la posibilidad de planes y programas políticos totalmente nuevos que rebasan, para llevarse a efecto, las empresas de los monarcas de las «naciones históricas» (circunscritas al Antiguo Régimen), en cuanto que esos planes están dirigidos ahora a toda la Nación como reunión de ciudadanos libres e iguales: educación universal (la alfabetización de la población como objetivo nacional), ejércitos nacionales, política nacional de empleo (frente al corsé gremial), «seguridad social» (entre otras cosas para evitar epidemias, &c.), obras públicas (carreteras, ferrocarril, &c.), promoción de las ciencias y las artes,… serán ahora empresas nacionales (ya no de la monarquía ni de la Iglesia) desarrolladas con una potencia sin precedentes y en donde el privilegio estamental, base del Antiguo Régimen, siempre supondrá un obstáculo para su desarrollo (aduanas interiores, privilegios y exenciones fiscales, tierras «muertas», señoríos jurisdiccionales, &c.).

La propagación del principio de soberanía nacional irá acompañado además, por la propia lógica política derivada de tal principio, de la industrialización y urbanización paleo y neotécnicas de tales naciones(por decirlo con Mumford), de tal modo que revolución política y «revolución industrial» estarán así asociadas en el mismo proceso de formación de este «mundo contemporáneo»{4}). El efecto inmediato más evidente es el extraordinario incremento de la población que alcanzará cotas inauditas hasta el momento («explosión demográfica»), llegando a vivir más gente simultáneamente en la actualidad, que gente vivió en el conjunto de los cuarenta siglos sucesivos anteriores (7000 millones de individuos antropológicos comiendo todos los días requieren unos niveles industriales de producción que desbordan la producción eotécnica tradicional).

Una población que, en cualquier caso, buena parte de ella, permanecerá en principio hacinada, deprimida y explotada, puesta al servicio de la industria en los contornos de las grandes urbes (dejando el campo y el taller para entrar como mano de obra en la fábrica, es el lumpen proletariado), y que, a la postre, terminará siendo canalizada de nuevo nacionalmente (ampliación del sufragio, reducción de la jornada laboral…), sobre todo a través de la presión ejercida sobre los gobiernos nacionales por la acción del asociacionismo obrero (cartismo, sindicalismo…). Un asociacionismo obrero que, solidario del internacionalismo (el proletario como «clase productora universal», en la concepción proudhoniana y marxista{5}), procurará desbordar en sus planes la perspectiva nacional (es la «cuestión nacional»), readaptándose finalmente, sobre todo tras las guerras mundiales, al principio de soberanía nacional. El asociacionismo obrero quedará así más o menos encauzado (formación de las «clases medias», &c.) al imponerse la «conciencia nacional» a la «conciencia de clase» como factor práctico de movilización social (un ejemplo claro de esto lo sería el de la URSS que, tras la invasión alemana del 41, Stalin movilizó las tropas en un contexto de «guerra total» a favor de la «madre Rusia»).

Sea como fuera, las naciones políticas, en sus formas canónicas, desembocarán con todo, por necesidades de su propio sostenimiento en industrialización creciente, en los llamados imperialismos de la segunda mitad del XIX (búsqueda de materias primas, de nuevos mercados, de mano de obra…), quedando así todo el planeta por fin comprometido, de modo disyunto eso sí, en el desarrollo de este principio de soberanía nacional: toda parte del globo va a verse arrastrada en este proceso de industrialización que producirá, como consecuencia evidente, la destrucción de cualquier forma arcaica de organización social («nación étnica»), así como de los modos de producción eotécnicos a ella asociados (la artesanía, de sobrevivir, quedará confinada en los mercados locales) convirtiéndose la «gran industria», dirán Marx y Engels con pleno acierto, en el gran demiurgo de las sociedades contemporáneas{6}.

Y es que es importante subrayar el hecho de que esta disolución de los privilegios absolutistas, operada por la acción de la metodología de la holización, no significa ni mucho menos una mayor prosperidad ni tampoco una mayor potencia de obrar para las partes sociales así «liberadas»: la relación k-isológica entre las partes individuales puede sumirlas en formas de vida aún más duras desde el punto de vida laboral, por ejemplo, de lo que lo eran antes, produciéndose en efecto lo que Mumford llamó la «degradación del trabajador» propia de la disciplina industrial (durante la fase paleotécnica), en contraste con las más favorables condiciones de trabajo habidas durante el Antiguo Régimen o de la Edad Media{7}.

Y será, en definitiva, en esta carrera imperialista industrial, en la que las naciones contemporáneas se terminarán enfrentando (primero en la «Gran Guerra» y después en la II Guerra Mundial), cuando el principio de soberanía (y este será el ámbito de aplicación del llamado «derecho de autodeterminación») se aplique también, con la descomposición de tales imperios, a las colonias, protectorados, prefecturas y dominios suyos en general (caso del Imperio francés o británico), así como también, aunque con un sentido bien distinto (los estados federados de la URSS no eran colonias), a las ex repúblicas soviéticas cuando el imperialismo soviético termine, finalmente, por fracasar derrotado ante las democracias homologadas de mercado pletórico.

Podemos así, sea como fuera, en este proceso de propagación global, universal pero disyunto, insistimos, del principio de soberanía nacional distinguir dos momentos en relación a la apropiación o recubrimiento soberano del propio territorio de cada Nación:

a) Un momento tecnológico en la formación de tales naciones, con el desarrollo de un ordenamiento jurídico (constituciones, códigos, &c.) y territorial (distribución en departamentos, provincias, &c.), ejércitos (milicias, ejércitos populares, el «pueblo en armas»), industrialización, comercio (unidad monetaria, pesos y medidas…) y finanzas (bancos nacionales…) que atiende, para consolidarlo, a los distintos aspectos del cuerpo político nacional (a través de sus distintas capas y ramas del poder).

b) Un momento nematológico, mediante el que se busca una justificación doctrinal que, como nebulosa ideológica suya, envuelve el momento tecnológico, y por la que dicha sociedad política se trata de justificar (legitimar) bien frente a situaciones constitucionales anteriores, bien frente a las divergencias que se puedan producir en su seno, o bien también, frente a naciones homólogas rivales (de las que acaso se habían desgajado o enajenado).

Ambos momentos son esenciales en ese proceso de patrimonialización y explotación nacional del territorio y, además, recurrentes, puesto que no solamente tiene que sostenerse ese patrimonio de cara al exterior (manteniendo a raya al entorno cortical), sino que cada nueva generación tiene que ser encauzada nacionalmente (en el dintorno cortical) a través de todos los mecanismos de «crianza» y educación, y en todos los órdenes (conjuntivo, cortical y basal), que permitan, de este modo, el mantenimiento de esa «conciencia nacional» evitando su disolución por divergencias internas. Y es que decía el poeta y diputado doceañista Quintana (autor de las célebres Poesías patrióticas, 1808), en lo que supuso el primer Plan de educación nacional de España (1814), lo siguiente: «nada más triste que ver a la Nación pagar la enseñanza de principios contrarios a sus propios derechos; nada en fin mas doloroso que notar la absoluta falta de una educación realmente nacional».

Así, a medida que se forman (tecnológicamente) las naciones canónicas contemporáneas tiene lugar una justificación (nematológica) de las mismas, y de su acción soberana, que se va a buscar en distintos ámbitos categoriales, en la etnología y la prehistoria (la raza), en la historia, en la geografía o en la lingüística, &c. para ofrecer solidez y consistencia (eutáxica) en su rivalidad mutua.

Se conforma y cristaliza así, en torno a la acción (tecnológica) soberana nacional, un cuerpo de doctrina (nematológica), una nebulosa ideológica (lo que llamaríamos nacionalismo) articulada en el ensayo, en el arte, la literatura, la música, que busca en las categorías la justificación de esa acción nacional, llegando incluso a escarbar en el subsuelo, levantando tumbas e «interrogando a los muertos» (como decía Heine), para ganar la carrera, ya arqueológica (ciencia decimonónica por antonomasia), por el título del «primer ocupante» frente a cualesquiera otra pretensión soberana o soberanista rival o fraccionaria (mito de los terrígenos, de Platón).

En este sentido el impulso nacional de estas disciplinas va a ser decisivo, a lo largo del siglo XIX, al servicio de las naciones (ancilla patriae), hasta el punto de que su institucionalización académica y facultativa (de la Geografía, la Historia, Etnología, la Arqueología, la Lingüística y Filología, el Derecho histórico, …) se va a producir a partir de este momento, que viene marcado, además, en esa búsqueda (justificación) de las raíces nacionales, por el romanticismo literario y artístico en general, con su recuperación o más bien recreación de la literatura popular, sobre todo heroica, de raíz medieval{8}. O mejor, será este proceso de nacionalización e industrialización (este ser social) el que determine la conciencia nacional del romanticismo literario y artístico.

Sea como fuera, esa identidad «nacional» que busca una «justificación» de su patrimonialización territorial la encontrará, sobre todo, en los momentos de repliegue ortogramático de los imperios tradicionales, produciéndose así el «descubrimiento» arqueológico de los pueblos prerromanos (galos o celtas, germanos, sajones, magiares, …), con su «prolongación» medieval, como base ancestral tradicional de ese patrimonio propio de las naciones contemporáneas, marginando en este sentido los cánones clásicos universales en favor (es el triunfo de Herder frente a Winckelmann) de la singularidad romántica de los «caracteres nacionales», incluyendo las versiones más exaltadas de los mismos (jingoismo, chauvinismo, boulengerismo, nazismo…).

En resolución, y al margen de cómo se desarrollen, ambos momentos, tecnológico y nematológico, son pues fundamentales, constitutivos, en la formación de la naciones contemporáneas, España entre ellas.

2. España como nación política actual y realmente existente

España como realidad nacional actual

Y es que la existencia de España como nación política «contemporánea» es un hecho constitucional (un Faktum) reconocido, por un lado, desde el interior de la sociedad española (por la Constitución de 1978, pero también por Constituciones jurídicas anteriores, desde 1812) y, por otro lado, se reconoce como potencia soberana nacional también desde el exterior, una potencia con la suficiente consistencia como para comprometer en sus relaciones a otras sociedades políticas de su entorno con las que, de hecho, firma tratados o mantiene contenciosos inter-nacionales (la nación española es por tanto también reconocida desde el derecho internacional público, y no solo desde el derecho constitucional español).

España, pues, es una nación soberana en este nuevo sentido contemporáneo y, como tal, lo es también en relación a todas sus partes interiores en las que se distribuye -que no divide- el poder soberano. Así, las distintas partes de España (regionales, municipales, personales) participan isonómicamente de la soberanía nacional española, lo que significa, entre otras cosas, que no existe en el ejercicio del poder soberano ningún tipo de privilegio (por lo menos teóricamente, desde el derecho constitucional) de alguna de las partes sobre las demás, del mismo modo que ninguna de las partes se ve, en tal sentido, disminuida frente a las demás (por ejemplo, para ningún ciudadano español se ve disminuida, o en el límite retirada, su participación en el ejercicio del poder soberano de España en razón de su origen regional o municipal). Toda España, pues, en todas sus partes, se ve penetrada (escalarmente, por así decir) por el poder soberano, o, lo que es lo mismo, toda parte es soberana en cuanto que participa de la nación española, y es que, precisamente, el poder soberano brota de la reunión de todas sus partes: Murcia, País Vasco, Andalucía, Galicia, Cataluña, Castilla…, el islote Perejil, son soberanas (libres, y no «oprimidas») siempre en tanto que partes de España.

Además, por otro lado, por el lado externo, España como nación política compromete a otras sociedades políticas nacionales homólogas –al margen de que tales compromisos puedan resultar más o menos beneficiosos o incluso perjudiciales para la propia nación española– al firmar tratados y acuerdos mutuos como potencia internacional y por los que España, como poder soberano, es reconocida y contemplada. Así por ejemplo la ONU, la OTAN, la UE, las Cumbres Iberoamericanas, a las que España pertenece, y miles, por no decir millones, de instituciones que circulan por el mundo (desde empresas de todo tipo, hasta organismos culturales, sanitarios, deportivos, ONG´s…) no ven precisamente en España un mero flatus vocis. Es más, la Nación española posee, a través de distintos organismos que la representan, reconocida presencia institucional aún fuera de sus fronteras (embajadas, consulados, &c.) por los que se sostienen esos vínculos con el exterior.

Es importante subrayar, en este sentido, el hecho de que la soberanía de España no queda suspendida con el mantenimiento de esos tratados internacionales (por ejemplo, con la Unión Europea), como muchas veces se dice{9}. Al contrario, es por la afirmación de su soberanía nacional por lo que se pueden mantener esos tratados, siendo así que la soberanía ni se comparte ni se cede (en todo o en parte), sino que lo que hace es reafirmase en ellos totalmente (totaliter). Otra cosa es que el mantenimiento de determinados tratados pueda representar una amenaza para la continuidad del Estado (amenazado con deudas de interés elevado, cierre de mercados, bloqueos, cuotas, restricciones, &c.) y, acaso un peligro para el mismo, pudiendo llegar a producirse el fin (distáxico), por agotamiento o desfallecimiento (quiebra), del poder soberano.

España como realidad nacional histórica y su transformación en Nación política

Pero además de su existencia actual, España aparece en la historiografía como una realidad histórica, de existencia ininterrumpida –sin perjuicio de sus transformaciones– desde hace por lo menos mil años, cuyas empresas tampoco pueden ser (de hecho no lo son) despreciadas por los historiadores, pues estas no han pasado precisamente desapercibidas desde el punto de vista de la Historia Universal (prácticamente existe consenso entre los historiadores en la consideración de que algo como el «descubrimiento y conquista de América» es una empresa fundamentalmente española, al margen de cómo se valore tal acontecimiento).

Infinidad de documentos, desde literarios hasta jurídicos, hablan durante la Edad Media de España como una sociedad que, si bien no está claramente definida desde un punto de vista político, sí tiene una identidad lo suficientemente consistente, como nación histórica (cultural, lingüística, socioeconómica, geográficamente) como para distinguirla de otras sociedades de rango semejante (la francesa, la italiana…){10}. Una sociedad española de la que, desde esa misma documentación, y al margen de su definición política, se reconocen insistentemente como partes suyas a los distintos reinos, condados, ciudades, poblas, villas, señoríos, &c., formados durante la Reconquista (desde Asturias, Castilla, Vizcaya, Navarra, hasta Barcelona, Urgel, por supuesto Aragón, Valencia …), ya siendo así recogido por la propia historiografía coetánea tanto castellana (desde el Tudense, al Toledano, Alfonso X, &c.) como aragonesa (Eiximenis, Jaime I, Desclot, Muntaner, &c.).

En cualquier caso, España aparece con identidad política (a veces como «Imperio», otras veces como «Monarquía», otras como «Nación» –como nación histórica–) ya con toda nitidez a partir del siglo XV, en el que se desborda el ámbito ibérico del que surgió, siendo en el siglo XVI cuando se consolida su unidad política como identidad imperial (implicándose en ella la España peninsular y sus posesiones de Ultramar). Y es que la formación contemporánea de España como Nación política no surge de un vacío político previo (como muchos pretenden), sino que es un proceso que surge en el seno del Antiguo Régimen, en particular, en el seno de una sociedad política imperial sobre la que se constituyó España como «nación histórica».

Es decir, España, y esto es clave, ya existía como sociedad política antes de constituirse en Nación política: existía como Imperio{11}.

Un Imperio además, a través de cuyo desarrollo, enfrentado a otras potencias políticas (Francia, Inglaterra, Imperio Otomano, Holanda, Portugal… China), no sólo se configura España como «nación histórica», sino que también se establecen las primeras redes efectivas de «globalización», sobre todo a partir de la circunnavegación del globo en el siglo XVI (Magallanes-Elcano), por la que sus partes, antes incomunicadas, comienzan a interrelacionarse a través del comercio, la evangelización, la explotación, la guerra, procurando involucrar, para bien o para mal, de un modo efectivo (y no de manera intencional) a todo el Género humano en el proceso civilizatorio. En este sentido el Imperio español, y la nación española a él circunscrita (con la participación desde el principio de vascos, catalanes, gallegos, castellanos, aragoneses, andaluces, &c., que en ningún momento dieron muestras, por cierto, de «sentirse» oprimidos como tales en el seno de ese imperio, por lo menos hasta el XVII{12}), si bien no logra gobernar a la «Humanidad» (según tal proyecto imperial), es capaz con todo de «envolver» territorios y «gentes», nos referimos principalmente a los indios americanos, hasta ese momento completamente desconocidos. Un envolvimiento, por cierto, que en absoluto implicó la desaparición (por aniquilación, «genocidio») de los indios, sino, al contrario, su incorporación de pleno derecho (Legislación de Indias) a la «nación española» en tanto que súbditos del Rey Católico (son los llamados «españoles americanos», de los que por ejemplo habló el padre Feijoo, en referencia a los criollos{13}), poniendo así las bases de lo que supondrá su ulterior emancipación{14}.

La «nación histórica» española, generada como producto de esta acción imperial, llega así, a principios del siglo XIX, a abarcar «ambos hemisferios» (con la incorporación de la Luisiana alcanzará su mayor extensión en km˛), manteniendo además una considerable influencia como potencia hegemónica, a pesar del auge de otras potencias rivales en ascenso, como Francia, Inglaterra, Holanda, &c.

España, con la segunda armada más importante, puntera en algunos avances tecnológicos (por ejemplo, contaba España con el observatorio del Retiro en Madrid, el más importante desde el punto de vista del alcance del telescopio allí instalado) o médicos (durante el reinado de Carlos IV tuvo lugar la obra de vacunación de una población más importante llevada a cabo hasta el momento por cualquier otra potencia), &c. no se encontraba precisamente, en vísperas de la invasión napoleónica, en una situación de decadencia{15}.

El origen de la nación política española contemporánea

Así tras la batalla de Trafalgar (1805), en donde la armada española pierde su hegemonía naval en favor de Inglaterra, y, sobre todo, con la invasión napoleónica de la península ibérica (1808), comienza a resquebrajarse esa estructura imperial, que decíamos dio lugar a la nación histórica española, pero sin que ello supusiera, sin embargo, la propia ruina de la sociedad española. Al contrario, esta se conservará pero a través de su transformación revolucionaria, siendo precisamente en este contexto en el que surge la Nación española contemporánea ya como «Nación política».

Y es que será justamente esa existencia previa de la nación española en tanto «nación histórica» (las Cortes y las Juntas son, al fin y al cabo, instituciones propias del Antiguo Régimen) lo que explique que esta se levante con fuerza, y se levante en su integridad (catalanes, vascos, gallegos, extremeños…) en 1808 contra el «tirano» francés, pero de tal modo que España, en este mismo proceso, pase a transformarse en Nación política, al ser ahora la Nación (la «nación en armas»), y no el Rey (desposeído por Napoleón en Bayona), la depositaria de la soberanía. Una soberanía pues, ya nacional, decimos, desde la que se procederá a continuación a restaurar a la misma monarquía que Napoleón pretendía usurpar, declarando Fernando VII nula (famoso decreto del 24 de septiembre de 1810) la cesión hecha Bayona{16}, y poniendo así en ejercicio, reconocido por el propio rey, el principio de soberanía nacional español.

Un ejercicio cuya potencia se determina, a la postre, con la derrota y expulsión efectivas de los franceses (incluyendo al Rey Intruso y a sus partidarios), pudiendo decir Argüelles, en el célebre Discurso preliminar (y recordando ese decreto del 24 de septiembre de 1810): «Napoleón, para usurpar el trono de España, intentó establecer, como principio incontrastable, que la Nación era una propiedad de la familia real, y bajo tan absurda suposición arrancó en Bayona las cesiones de los reyes padre e hijo. V. M. no tuvo otra razón para proclamar solemnemente en su augusto decreto del 24 de septiembre la soberanía nacional y declarar nulas las renuncias hechas en aquella ciudad de la corona de España por falta de consentimiento libre y espontáneo de la Nación, sino recordar a ésta que una de sus primeras obligaciones debe ser en todos los tiempos la resistencia a la usurpación de su libertad e independencia».

Y es que esta transformación nacional de España, en este nuevo sentido contemporáneo («soberanía nacional»), se pone de manifiesto, con toda claridad, en esas Cortes de Cádiz, con la misma definición que allí se ofrece de Nación, según figura en el primer artículo de la Constitución:

«Art. 1 La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios.»

He aquí la fórmula revolucionaria, bien sencilla en apariencia, que indica la disolución (atendiendo a la metodología de la holización) de los componentes estamentales para regresar a la referencia individual (k-isológica) en tanto que unidad de participación fundamental de la nación, según decíamos, quedando ahora definida como la «reunión» de «todos los españoles», es decir, de cada una de esas partes en su consideración de partes individuales (no estamentales), de «ambos hemisferios», el peninsular y el americano.

La unidad de la Nación española es pues precisamente solidaria de la igualdad isonómica entre sus partes, en la que, disueltos los privilegios (o subordinados a la soberanía nacional si es que se conservasen), los españoles van a participar de la soberanía ahora ya como ciudadanos libres e iguales, y no a través de la servidumbre y desigualdad (foral, señorial, regional, &) que representaba el privilegio absolutista: «Como ninguna constitución política puede ser buena si le faltare unidad, y nada más contrario a esta unidad que las varias constituciones municipales y privilegiadas de algunos pueblos y provincias… puesto que ellas hacen desiguales las obligaciones y los derechos de los ciudadanos y, reconcentrando su patriotismo en el círculo pequeño de sus distritos debilitan otro tanto su influjo respecto del bien general de la Patria» (Jovellanos a la Junta de Legislación de las Cortes).

España comienza, en definitiva, a desarrollarse como nación política a partir del s. XIX con la abolición de las instituciones imperiales (Inquisición, desamortizaciones, señoríos jurisdiccionales, la Mesta, virreinatos, audiencias, &c.), que será definitiva en los años 30 (en el período de las regencias de María Cristina y Espartero), y que no representaban, ya dadas las nuevas condiciones políticas contemporáneas, sino un obstáculo para el desarrollo del principio de soberanía nacional, un desarrollo que irá acompañado, decíamos, de la industrialización y modernización de la Nación (unificación de los códigos, leyes generales de educación{17}, unificación de pesos y medidas…), y que en España se producirá más o menos a la par que en otros países occidentales{18}.

En este sentido hay que subrayar que el desarrollo industrial de Cataluña o del País Vasco, muy próspero especialmente en estas dos regiones (aunque también en otras como Málaga, &c.), podrá tener lugar, precisamente, como consecuencia de la disolución en ellas de la sociedad estamental (expuesta a la metodología holizadora), siendo así que la abolición de los fueros (derivada, insistimos, del principio de soberanía nacional español), lejos de «reprimir el autogobierno" en tales regiones (que por otro lado nunca existió, dado que el fuero es un privilegio concedido por el rey y por lo tanto no «independiente», sino dependiente de la monarquía como una concesión o providencia suya), lo que hará será justamente permitir su desarrollo industrial (así como en las comunicaciones y el transporte), al quedar libres de las exenciones y libertades señoriales y forales absolutistas que obstaculizaban tal desarrollo. La prosperidad industrial de Cataluña tendrá lugar pues, justamente, cuando se produzca la transformación de España (y Cataluña y el País Vasco como partes suyas) como nación política y no antes, cuando la sociedad catalana y vasca vivían bajo la servidumbre de las élites oligárquicas locales (representadas por la Generalidad y por las autoridades «forales», respectivamente).

Así, el «centralismo» o, más bien, la centralización{19} y uniformización administrativas (a través de las diputaciones y provincias, creadas en 1833 por el liberal Javier de Burgos), será pues un elemento de liberación, ligado a este mismo proceso de nacionalización, que permitirá, en principio, la disolución de las oligarquías locales o regionales. Una liberación que, sin embargo, va a ser vista por las facciones más refractarias a esta nacionalización, como un «nuevo despotismo», al quedar abolidas las «libertades» tradicionales del Antiguo Régimen: así llegará a decir Antonio Taboada de Moreto, en 1834, que «el nuevo despotismo llamado centralización, introducido con la dominación [de la regente] Cristina por los mismos autores de la constitución gaditana, ha cambiado todas las instituciones protectoras de nuestra libertad. […] la más dura esclavitud han sido los funestos resultados de tan criminal innovación. Por consiguiente, de la violación de las leyes fundamentales nace este moderno despotismo» (Antonio Taboada de Moreto, El fruto del despotismo…, 1834, apud. Alfonso Bullón, Las guerras carlistas, p. 44).

Y es que será precisamente esa «derecha primaria», la del Trono y el Altar (Apología del Altar y el Trono, es la famosa obra de fray Rafael de Vélez de1814){20}, la de los llamados serviles (que después tendrá al carlismo como heredero suyo, con tres guerras civiles a lo largo del XIX), la que se oponga a la unidad nacional en este sentido contemporáneo holizado, defendida principalmente por los liberales (doceañismo) de Cádiz (pero también por los afrancesados{21}), y que tiene en la centralización uno de sus principales argumentos: «Todos somos españoles y no debe de haber diferencia en la subsistencia y modo de obedecer y servir en las cosas de provecho común de la Nación entre las Coronas de Castilla, Aragón, Galicia, Asturias, Andalucía, Navarra y las Provincias, Valencia, Murcia y las demás», decía el diputado Mahamud; «[Una legislación] que haga en todas las provincias que componen esta vasta Monarquía una nación verdaderamente una, donde todos sean iguales en derechos, iguales en obligaciones, iguales en cargas», subrayaba Pérez Villamil; «Nada había más funesto que llevar a las Cortes pretensiones aisladas de privilegios y de gracia: el aragonés, el valenciano y el catalán, unidos al gallego y la andaluz sólo será español; y, sin olvidar lo bueno que hubiere en los códigos antiguos de cada reino para acomodarlo a la nación entera, se prescribirá como un delito todo empeño dirigido a mantener las leyes particulares para cada provincia, de cuyo sistema nacerá precisamente el federalismo, la desunión y nuestro infortunio», recordaba Canga Argüelles en sus tan discutidas Reflexiones sociales, o idea que un patriota español ofrece a los representantes de Cortes de 1811.

Como vemos ambas facciones enfrentadas, liberales y serviles, reclaman«libertad», pero, y esta es la cuestión, ¿qué libertad?. Pues mientras que para los «serviles» esta significa la libertad de los señoríos y privilegios particulares (viéndose el orden social tradicional quebrado), en los liberales (primera y segunda generación de la izquierda{22}) libertad significa, justamente, emancipación respecto de ese poder local (fraccionario), para afirmar la libertad (general) de la Nación.

3. Izquierda/ Derecha en este proceso como función (funciones) del mismo

Y es que es sabido que la distinción Izquierda/ Derecha con sentido político aparece en este mismo contexto contemporáneo del que estamos hablando, que podríamos fijar cronológicamente entre 1789 y 1989 (quizás en la actualidad cupiera hablar de su extinción política –por la ecualización práctica de ambas posiciones–, aún conservando un sentido sociológico o antropológico{23}), y que acompaña a este proceso como una función suya, canalizando en estos dos grandes géneros las distintas ideologías políticas que envuelven a las distintas facciones (los llamados «partidos») y que empiezan a desarrollarse en este nuevo contexto nacional. Es verdad que es una distinción que resulta fértil para organizar el «material ideológico político» en el área de difusión católica (Francia, Italia, España), desdibujándose en otros contextos tanto de corte protestante (países anglosajones y germánicos) como ortodoxos (Rusia).

En España en concreto, y dicho con Bueno, es la Constitución de Cádiz «el «punto oficial» de ruptura de España con el Antiguo Régimen y, por consiguiente, el momento de referencia, según nuestras premisas, para poder hablar sin anacronismo (aunque sea etic) de izquierdas o de derechas españolas»{24}.

Porque será aquí, en este contexto, en el que la distinción izquierda/derecha aparecerá, si no emic (su aparición en este sentido será más tardía), sí etic, en cuanto funciones vectoriales, por así decir, genéricas a las distintas facciones, ahora ya nacionales, que actúan en el cuerpo político, y que tratan de imponerse unas a otras para hegemonizar a la sociedad en su conjunto.

Pues bien, atendiendo a la definición generalísima de izquierda y de derecha, tal como funciona en el campo o espacio político contemporáneo, en el que la Nación (el Estado) decimos es el marco de referencia fundamental, podemos distinguir para medir la influencia de ambas fuerzas en el «cuerpo político» nacional las siguientes características funcionales (rehuyendo de toda concepción sustancialista, mítica, maniquea de las mismas):

a) Derecha: irracionalismo y particularismo (apropiación originaria y conservación del Antiguo Régimen).

b) Izquierda: racionalismo y universalismo (metodología de la holización frente al Antiguo Régimen).

Así, la izquierda como género que agrupa, necesariamente, a distintas especies, representativas de distintas facciones, ha actuado en el cuerpo político nacional disolviendo privilegios y exenciones, destruyendo, vía racionalista (una racionalidad definida de un modo muy preciso), cualquier fundamento metapolítico (metafísico) que los legitimase o justificase, tratando de generalizar la igualdad de derechos (universalidad k-isológica) en el ámbito del cuerpo político nacional. Incluso diríamos que la izquierda, el género de la izquierda, es la que define a la Nación como nueva forma política de organización social, en cuanto que es el agente revolucionario de transformación del Antiguo Régimen, siendo la derecha (la «derecha primaria») una reacción a la misma que trataría de restaurarlo.

La derecha, por su parte, busca la conservación o restauración de los privilegios (particulares, privativos de una parte), y la recurrencia de los mismos, legitimados a través de cierto orden metafísico originario (ontoteológico, diríamos, en el caso de las monarquías absolutas europeas), que justificaría, a su vez, determinada estabulación social (estamentos o estados). De algún modo la derecha, para justificar la disposición de determinado orden social acude a razones (tampoco es un irracionalismo absoluto, sino más bien otro tipo de racionalidad) que desbordan las categorías políticas (Dios, Naturaleza, Tierra, &c.), hablando de los derechos ancestrales (propiedad originaria) de una parte social sobre otra, y cuya fuente mana de condiciones o disposiciones metapolíticas que, por las razones que fuera, no se dejaría someter a la lógica de la holización (la raza, la región, la confesión, la renta…). La quiebra o transformación de este orden conduce, inevitablemente, según esta concepción, a la anarquía y al desgobierno.

Así mientras que en la izquierda existen distintas «generaciones», atendiendo a los distintos mecanismos de racionalización holizadora que cada una contempla, sin una raíz común de procedencia (no habiendo por tanto unidad entre ellas, la mítica «unidad» de la izquierda), en la derecha se dan distintas «modulaciones» relativas a un mismo tronco común de referencia que no es otro sino que el Antiguo Régimen.

No vamos a entrar a considerar aquí cómo se desarrolla la idea de Nación en cada una de estas corrientes, tanto de derecha como de izquierda, tan solo indicar que la Nación, como soberana, podríamos decir es un hallazgo de la izquierda (y nunca de la derecha), aunque después la posición de las izquierdas, de las distintas generaciones de izquierda (jacobina, liberal, anarquista, socialdemócrata, comunista…), sean muy diferentes ante ella. Por ejemplo el comunismo y la socialdemocracia mantendrán ciertas suspicacias ante la Nación, al tratarse de un producto típicamente «burgués» –producto de la revolución francesa–, y por tanto será una cuestión dentro del marxismo si la nación, considerada como «instrumento de clase», se conserva o no tras el proceso revolucionario (es la «cuestión nacional»). El anarquismo entenderá, por su parte, a la Nación como una sociedad natural que debe de ser liberada de las garras del Estado, siempre opresor (disociando totalmente Estado y Nación que va en paralelo a la disociación agustiniana entre sociedad política y sociedad civil).

Igualmente las distintas modulaciones de la derecha mantendrán distintas posturas ante la Nación, en sentido político, pasando de una posición «primaria» de oposición ante lo que tal concepto representa políticamente, como sujeto de soberanía (entendiendo desde la derecha que la autoridad de los reyes y los gobiernos, en general, no puede proceder de ahí), hasta ser asumida por la derecha en sus modulaciones posteriores con pretensiones, incluso, de monopolizarla (sobreentendiendo que la derecha siempre es «leal» a la Nación, mientras que la izquierda es, por definición, anti-nacional{25}).

4. La Nación fragmentaria: apropiación originaria frente a la holización

«A nosa terra é nosa»
(Ramón Cabanillas, Da terra asoballada)

Pues bien, teniendo en cuenta esta definición generalísima de la funcionalidad práctica de la izquierda y la derecha como corrientes políticas definidas conforme a su acción en el ámbito de la sociedad contemporánea de naciones, se trataría ahora de caracterizar al nacionalismo fragmentario en él, y tratar de asimilarlo bien a la izquierda, o bien a la derecha en este sentido político.

Por nuestra parte, entendemos, ya lo anunciamos, que la idea fragmentaria de Nación en España, referida a determinados fragmentos o partes de la nación española, es una idea de Derecha por definición, y completamente incompatible con la racionalidad de la Izquierda. Veamos.

La idea fragmentaria de nación presupone la «apropiación» (aunque sea virtual) de un fragmento de la nación española en virtud de un «derecho» resultado de una petición de principio completamente arbitraria. Así, la afirmación de que «vascos», «catalanes», «gallegos» son titulares de la soberanía de los territorios correspondientes (Cataluña, País Vasco, Galicia), solo puede hacerse previa exclusión (en realidad expolio), por petición de principio decimos, del resto de españoles respecto de tales territorios (omnis determinatio est negatio, decíamos). Se pide el principio de la soberanía nacional recayendo su titularidad sobre los vecinos de, o los nacidos en (no está claro), Cataluña, País Vasco, Galicia…, excluyendo al resto de españoles de los derechos de propiedad soberana que tienen sobre tales territorios como si Cataluña fuera de los catalanes, el País Vasco de los vascos, Galicia de los gallegos y no de los españoles –incluyendo naturalmente catalanes, vascos y gallegos–. Una exclusión que, además es doble, porque también significa la exclusión de vascos, catalanes, gallegos, &., de su participación de la soberanía española, en cuanto que son igualmente propietarios de España, y por tanto de todas sus partes, incluyendo el resto de España (las partes suyas que no son Cataluña, País Vasco y Galicia, respectivamente). Lo decía Iñaki Ezquerra muy bien, en cierta ocasión, los llamados «partidos nacionalistas» (fragmentarios) se apropian de algo que no es suyo, convirtiendo una soberanía imaginaria en real, para regalárselo a quienes ya son sus dueños de hecho, en la medida en que catalanes, vascos y gallegos, en tanto españoles, son dueños de las regiones correspondientes de las que proceden.

Una apropiación territorial pues que pasa, en definitiva, por la fragmentación de una nación previamente constituida, en función de títulos de justificación bien pre-prepolíticos (la etnia, la raza…), o bien oblicuos a la política (la lengua, &c.), pero que, en cualquier caso, se presentan como anti-nacionales en cuanto que atentan, al no reconocerla, contra la soberanía nacional.

Y es que será justamente en aquellos sectores más reacios a la nacionalización, y anclados en la defensa de los privilegios del Trono y el Altar (poder eclesiástico, carlismo, foralismo…), en los que se comenzará a cultivar la idea de nación fraccionaria de la mano de aquellas facciones políticas más reaccionarias. Una idea desde la que, opuesta a la unidad nacional española, se reclama, en virtud de unas supuestas «diferencias» culturales o lingüísticas, el reconocimiento del privilegio de disponer de capacidad legislativa, judicial, fiscal, &c., en favor de los intereses de una parte (región) de la Nación realmente constituida -la española- frente a otras partes de esa misma nación, fracturando así el principio de holización (isonómica) nacional introducido por las (primeras) generaciones de la Izquierda.

Así, por ejemplo, lo vemos con claridad en las célebres Bases de Manresa (1892):

«Base 3ª: la lengua catalana será la única que con carácter oficial que podrá usarse en Cataluña, y en las relaciones de esta región con el Poder central.
Base 4ª Solo los catalanes ya sean de nacimiento, ya por la virtud de naturalización, podrán desempeñar en Cataluña cargos públicos, incluso tratándose de los gubernativos y administrativos que dependen del Poder central. También deberán ser catalanes los cargos militares que ejerzan jurisdicción.»

Se privilegia en ellas, para ocupar una magistratura del estado, a unos ciudadanos frente a otros en virtud de su origen regional, excluyendo además a cualquier no catalán hablante de la posibilidad de acceder a ese cargo público, existiendo como existe una lengua común, el español, que sería la única que permitiría mantener la isonomía nacional en este sentido. Es llamativa, también, la Base 7ª, en cuanto que hecha por tierra la presunción, sostenida por muchos, del carácter «progresivo» o «progresista» del catalanismo:«El poder legislativo regional radicará en las Cortes catalanas, que deberán reunirse todos los años en época determinada y lugar distinto. Las Cortes se formarán por sufragio de los cabezas de familia, agrupadas en clases […]», y es llamativa, decimos, porque supone una restricción para el sufragio universal (masculino) que en España, Cataluña incluida, claro, había sido ya aprobado desde las elecciones de 1891 (con cuatro millones de votantes varones mayores de 25 años). En Cataluña, si el programa fraccionario de esas bases se hubiera desarrollado, se hubiera vuelto a un sufragio restringido, en este caso, tipo corporativista.

En referencia al País Vasco, el PNV, por su parte, habla, en su Manifiesto tradicional de diciembre de 1906, de la derogación de «todas cuantas leyes y disposiciones hayan sido dictadas por los Gobiernos de Madrid y París que en algún modo impidan, amengüen o coarten el libre funcionamiento de aquellas Juntas o Cortes y la ejecución de sus legítimos mandatos», en referencia a las Juntas y Cortes del Antiguo Régimen. En esta línea, en el Manifiesto aprobado ya en 1922 (y que sugirió a Indalecio Prieto aquello del País Vasco como un «protectorado vaticano») se dice lo siguiente: «los Estados vascos históricos Araba, Guipúzcoa, Laburdi, Nabarra, Zuberoa y Vizcaya se reconstituirán libremente: restablecerán en toda su integridad lo esencial de sus Leyes tradicionales, restaurarán los buenos usos y costumbres de nuestros mayores. Se constituirán, si no exclusivamente, principalmente con familias de raza vasca. Señalarán el Euzkera como lengua oficial»{26}.

Sea como fuera, será sobre todo tras el llamado propagandísticamente «desastre del 98» cuando comience a desarrollarse con fuerza esta idea de nación fraccionaria, circunscrita a determinadas regiones (precisamente las más prósperas desde un punto de vista industrial) y ello como consecuencia, en buena medida del desfallecimiento ortogramático nacional (la «España sin pulso» de la que hablaba Silvela).

Es en este contexto, particularmente por el catalanismo (que cobrará beligerancia al ir ganando sus representantes –la Lliga Regionalista–, a través de sus distintos triunfos electorales, magistraturas municipales y regionales hasta llegar a formar en 1914 la Mancomunidad de Cataluña), en el que se inventa y cultiva, y como refluencia inversamente proporcional a la potencia del ortograma nacional canónico, el mito de la «nación vasca», la «nación catalana», la «nación gallega» como constituidas como soberanas previa e independientemente a la Nación española, en lo que va a representar un verdadero quid pro quo completamente ahistórico (irracional desde el punto de vista de la razón histórica).

Así, desde tal desfiguración anacrónica, se reclama frente a España, que se supone las oprime, la «restauración» de la «soberanía» de esas naciones (cuando al contrario, y según dijimos, fue la constitución de España como nación política lo que «liberó» a las sociedades catalana, vasca… de su servidumbre señorial, defendida por las poderosas oligarquías locales). De este modo, de un modo anti-histórico, se produce una desconexión «nacionalista» de la historia de España relativa a cada región, convirtiendo a determinadas regiones en sujetos susceptibles de historicidad sustantiva, independientes de la nación española, apareciendo, a partir del siglo XIX, títulos en este sentido de cada una de estas regiones (Historia de Galicia, Historia de Cataluña, Historia del País Vasco). Una desconexión, completamente ficticia que vuelve esas «Historias» en historias ficción (en relatos ficticios no históricos), de un modo similar a querer hacer un mapa regional sin paralelos ni meridianos, de tal suerte que, por efecto de la propia desconexión, el mapa se convierte en un pseudo mapa.

Partiendo de esta ficción, y por analogía con las naciones canónicas, podemos así, sea como fuera, en este proceso de propagación del principio nacional fragmentario, distinguir dos momentos en relación a la apropiación o recubrimiento virtual («soberano») del propio territorio de cada nación en este sentido fragmentario:

a) Un momento tecnológico en la formación de tales naciones, con el desarrollo de un ordenamiento jurídico («partidos políticos», estatutos de autonomía, parlamentos autonómicos, policías regionales, &c.) y territorial (capitalidad, «veguerías», provincias, &.), que buscan la analogía con las naciones canónicas, tratando de sustituir punto por punto las distintas capas y ramas del poder propias de una nación realmente existente.

b) Un momento nematológico que, como nebulosa ideológica suya, envuelve el momento tecnológico, y por el que se trata de justificar el «hecho diferencial» nacional fragmentario y que, ahora , trata de ser restaurado frente a su «opresión estatal».

Se conforma y cristaliza así, en torno a la acción (tecnológica) secesionista, un cuerpo de doctrina (nematológica), una nebulosa ideológica (lo que llamaríamos nacionalismo fragmentario) articulada igualmente, por analogía con la nación canónica, en el ensayo, en el arte, la literatura, la música, que busca en las categorías, incluyendo también las prehistóricas (e incluso las paleontológicas), la justificación de esa acción «nacional» secular, incluso milenaria, que ahora se quiere «restaurar» frente al Estado opresor (Museos «nacionales», así llamados, como el de Cataluña, por ejemplo, se suponen guardan testimonio de esa realidad nacional desde la prehistoria, así mismo una «historiografía» puesta al servicio de tales instituciones autonómicas que habla de esa «acción nacional», &c.).

Todo ello se cultiva en el seno del propio cuerpo político soberano español, cuya misma acción vuelve ficticia la acción de cualquier otra soberanía que pudiera operar en su interior (no puede haber «un imperio dentro de otro imperio»), siendo así que la constitución «virtual» de tales naciones fragmentarias son «ficciones jurídicas», por lo menos mientras siga operando la soberanía española como realmente existente, consagradas por el régimen del 78, para precisamente tratar de neutralizar la acción fraccionaria de las facciones que, recurrentes desde hace más de un siglo, buscan la secesión (otra cosa distinta es que estas «ficciones jurídicas» hayan sido efectivas, en este sentido).

Porque la cuestión está en que jamás se constituyeron tales regiones en naciones políticas con lo que, difícilmente, se les puede «devolver» una soberanía «nacional» del todo inexistente. En este sentido jamás la «nación vasca», «catalana» o «gallega» podrán «recuperar» una soberanía nacional que nunca poseyeron; otra cosa es que, a través del cultivo de la idea de disolución de España, tales partes suyas terminen por transformarse efectivamente en naciones independientes (pero ello nunca podrá representar una «recuperación», por más que muchos se empeñen en ello).

Así pues las causas de la formación de los llamados «movimientos de liberación nacional», referidos a esos fragmentos de la Nación española, no hay que buscarla, pues, en una nación que, en efecto, por ser real, necesite ser liberada de su opresión, sino que más bien, hay que buscarla en los mecanismo ideológicos por los que, en determinadas facciones de la Nación española, la única realmente existente política e históricamente, cristaliza la idea de convertir determinadas partes de España (que ni siquiera se corresponden con partes administrativas históricas reales) en todos «nacionales» aparte: las «partes de un todo, en todos aparte» (por utilizar la fórmula orteguiana).

Es decir, y dicho de una vez, es la descomposición de España, como nación política soberana, la realidad que está a la base de esos «movimientos de liberación», y no la imposible «restauración» soberana de naciones que nunca han existido. Lo que se trata de «restaurar» son pues, justamente, ciertos privilegios de unas partes regionales frente a otras, diferencias regionales que remiten, en último término, al Antiguo Régimen como raíz común (aunque emic no se alineen con él).

En el fondo, por lo menos desde la idea contemporánea de soberanía nacional, una «nación oprimida» es un contrasentido, por mucho que el pseudo concepto se repita una y otra vez desde el discurso secesionista. La soberanía nacional, en general, implica precisamente libertad de (y para) poder hacer la ley y hacer cumplirla: una «nación no libre» (oprimida), no es una nación (en ese sentido político). Otra cosa es que si la secesión triunfa llegue a serlo, convirtiéndose lo que era una parte en un todo nacional; pero si «llega a serlo» es porque, insistimos, con anterioridad no lo era.

En definitiva, la libertad de la que habla el «soberanismo» regionalista, es la libertad privativa de una parte (privilegio) de la nación frente a otras (a las que se las expolia), y cuyo significado real, no ficticio o ideológico, es la fragmentación por secesión de la Nación española, y por tanto la privación de la soberanía nacional española en favor de otras soberanías contemporáneas realmente existentes del entorno: la «libertad» de Cataluña, el País Vasco, Galicia, &c. significan, realmente, la servidumbre de la soberanía española respecto al «yugo» francés, alemán, norteamericano, británico, &c.

Y es que soberanía, decíamos, es libertad, en efecto, libertad respecto del sometimiento a cualquier otro poder (interior o exterior) para hacer leyes y hacer que se cumplan, siendo en este sentido la Nación política, en buena medida, un hallazgo de la izquierda (en su primera generación) frente al Antiguo Régimen.

Es esencial por necesario, pues, para la conservación de cualquier planteamiento de izquierdas, por lo menos de izquierda definida (presidido por la metodología holizadora), la liberación (con su destrucción) de las patrañas nematológicas nacional-fragmentarias, y la defensa de la soberanía nacional (libertad) española. Una destrucción que pasa también por la necesidad de la liquidación «tecnológica» de toda esa espesa capa institucional de «ficciones jurídicas» (Estado Autonómico) que ha generado perifrásticamente el Régimen del 78 para combatir al secesionismo.

¿Qué libertad, pues?. Pues la libertad que reconoce la necesidad de acabar con todo aquello que arrastra a la Nación española a su propia ruina (distaxia). En ese sentido, conviene volver a recordar las palabras del Discurso preeliminar de Argüelles a la Constitución de Cádiz que, mutatis mutandis, creemos de pleno vigor en la actualidad{27}:

«la experiencia acredita, y aconseja la prudencia, que no se pierda jamás de vista cuanto conviene a la salud y bienestar de la Nación, no dejarla caer en el fatal olvido de sus derechos, del cual [de ese fatal olvido] han tomado origen los males que la han conducido a las puertas de la muerte.»

Dicho queda.

Notas

{1} Por razones completamente ajenas a la organización no pude intervenir finalmente en el Congreso. Agradezco a Rodrigo Amírola, la persona de la organización que se puso en contacto conmigo, su atención y le reitero públicamente mis disculpas por no poder asistir.

{2} Ver Gustavo Bueno, El mito de la izquierda, ediciones B, 2003, pp. 100 y ss. y ver también Gustavo Bueno, «Algunas precisiones sobre la idea de Holización», El Basilisco, 42, 2010, pp.19 y ss.

{3} Ver Gustavo Bueno, España no es un mito, Temas de hoy, Madrid 2005.

{4} Quizás podríamos tomar como hito representativo de esta asociación el hecho de que el joven Maximilien Robespierre, aún como abogado en Arrás, tuviera encomendada la defensa de un individuo, un tal Vissery, aficionado a la física, que había sido acusado de «desorden público» por las autoridades por haber instalado un pararrayos. Robespierre ganó la causa lo que le hizo muy popular en toda la región del Artois (v. A. Z. Manfred, Tres retratos de la revolución francesa, ed. Progreso, 1989, p. 209) .

{5} El proletario «como la burguesía en 1789… aspira a llegar, de ser algo … a ser todo» (dirá Proudhon, recordando a Sieyés, en De la capacidad política de la clase trabajadora).

{6} «[…] la gran industria universalizó la competencia (la gran industria es la libertad práctica de comercio, y los aranceles proteccionistas no pasan de ser, en ella, un paliativo, un dique defensivo dentro de la libertad comercial), creó los medios de comunicación y el moderno mercado mundial, sometió a su férula el comercio, convirtió todo el capital en capital industrial y engendró, con ello, la rápida circulación (el desarrollo del sistema monetario) y la centralización de los capitales. Por medio de la competencia universal obligó a todos los individuos a poner en tensión sus energías hasta el máximo. Destruyó donde le fue posible la ideología, la religión, la moral, &c., y, donde no pudo hacerlo, las convirtió en una mentira palpable. Creó por vez primera la historia universal, haciendo que toda nación civilizada y todo individuo, dentro de ella, dependiera del mundo entero para la satisfacción de sus necesidades y acabando con el exclusivismo natural y primitivo de naciones aisladas, que hasta ahora existía. […]. La gran industria creaba por doquier, en general, las mismas relaciones entre las clases de la sociedad, destruyendo con ello el carácter propio y peculiar de las distintas nacionalidades» (Marx y Engels, La Ideología alemana, L´eina editorial, p. 60-61).

{7} Ver Mumford, Técnica y Civilización, Alianza Editorial, 1987, p.191 y ss.

{8} La «escuela romántica», sobre todo en Alemania, «no fue más que la revivificación de la poesía de la Edad Media tal y como esta se había manifestado en su canciones» (Heine, La escuela romántica, ed. Alianza, p. 55). Heine explica el surgimiento de la escuela romántica, en todo caso (y creemos que erróneamente), bajo la dialéctica catolicismo /protestantismo, entendiendo el romanticismo como un «reacción» católica medievalizante frente a la «libertad» moderna que representó la reforma (cf. Atilana Guerrero y Pedro Insua, «España y la inversión teológica», El Catoblepas, 20:19, 2003).

{9} Sin ir más lejos, en unas recientes, e irresponsables, declaraciones nada menos que del titular de Exteriores del actual gobierno, García Margallo, en las que advertía, en típico papanatismo europeísta, de la necesidad de «ceder soberanía a toneladas gigantes» ante la perspectiva fundacional de la «Nueva Europa» (http://www.libremercado.com/2012-07-04/margallo-avisa-habra-que-ceder-toneladas-gigantestas-de-soberania-1276463055/).

{10} Ver José Antonio Maravall, El concepto de España en la Edad Media, ed. Centro de Estudios Constitucionales, 1981.

{11} Ver Gustavo Bueno, España frente a Europa, Alba, Barcelona 1999, en donde se desarrolla una profundísima teoría del Imperio (y en la que España aparece definida históricamente como imperio generador), a partir de cuya publicación no es de recibo hablar sobre estos asuntos sin tenerla en cuenta. Hablar de Imperio ignorando esta teoría, aunque sea para rechazarla, es una impostura.

{12} Cuando en 1640 se produce la rebelión de Cataluña, inducida por la Francia de Luis XIII y Richelieu, lo que se busca es mantener el privilegio por parte de las oligarquías locales frente a la proyectada «Unión de Armas» del conde-duque de Olivares, y no el «autogobierno» en el sentido «nacional» soberanista, como quiere hoy ver, con anacronismo, el nacionalismo fragmentario catalanista.

{13} B. J. Feijoo, Españoles americanos, Teatro Crítico Universal, IV, discurso sexto.

{14} Ver Pedro Insua, Hermes Católico. Ante los Bicentenarios de las naciones hispanoamericanas, Pentalfa, Oviedo 2013.

{15} Es importante subrayar el hecho de que España no estaba en crisis en 1808 sino que, al contrario, se gozaba de cierta prosperidad (así lo observa, por ejemplo, Humboldt, en las distintas obras que dedica a España). Otra cosa es que sí lo estuviera la monarquía como consecuencia de la rivalidad entre el rey, Carlos IV, y su hijo Fernando, príncipe de Asturias (motín de Aranjuez, &c.).

{16} Decreto del 24 de septiembre de 1810: «Las Córtes generales y extraordinarias de la Nación española, congregadas en la Real Isla de León, conformes en todo con la voluntad general, pronunciada del modo mas enérgico y patente, reconocen, proclaman y juran de nuevo por su único y legítimo Rey el Señor D. Fernando VII de Borbón; y declaran nula, de ningún valor ni efecto la cesión de las corona que se dice hecha en favor de Napoleón, no solo por la violencia que intervino en aquellos actos injustos e ilegales, sino principalmente por faltarle el consentimiento de la Nación».

{17} «y si la divina Providencia concedió a las Cortes extraordinarias la inestimable gloria de dar a la Nación su justa libertad, fundada en una sabia Constitución política, también concede a las actuales Cortes el eternizar la observancia de ese precioso código, cimentando la libertad de los españoles sobre una base firmísima e indestructible cual es una recta educación nacional» (Plan Quintana de 1814)

{18} Ringrose, El mito del fracaso, Alianza editorial, 1985

{19} Tocqueville, y no sin razón, afirma que la centralización, mutatis mutandis (puesto que está hablando de Francia), no es una novedad de la Revolución sino que ya está presente en el Antiguo Régimen a través del absolutismo real, otra cosa es el sesgo que toma tras la revolución (ver Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, cap.II, ed. Alianza, p. 77 y ss.)

{20} Ver Gustavo Bueno, El mito de la Derecha, Temas de hoy, Madrid 2008.

{21} Por ejemplo, Juan Antonio Llorente, famoso por su Historia crítica de la Inquisición española y ministro de José I, dirá, en polémica con las pretensiones ya «soberanistas» del foralismo vasco: «jamás había sido Vizcaya república soberana, libre, independiente porque siempre había sido provincia de un reyno, primero del de Asturias, después de León, algún tiempo de Navarra, y por último de Castilla» (Noticia autobiográfica, p. 94). Llorente incluso dedicó al asunto una obra monográfica, Noticias históricas de las tres provincias Vascongadas (Imprenta Real, 1806-1807), en la que ya discutía las pretensiones de algunos publicistas en este sentido.

{22} Ver Gustavo Bueno, El mito de la Izquierda, ediciones B, 2003.

{23} Ver Gustavo Bueno, «Sobre la transformación de la oposición política izquierda/derecha en una oposición cultural (subcultural) en sentido antropológico», El Catoblepas, 105:2, 2010.

{24} Gustavo Bueno, «La ética desde la Izquierda», El Basilisco, nº 17, 1994, páginas 3-36.

{25} En España la denominación «nacionales» / «rojos», en referencia a los dos bandos de la guerra civil, camina en este sentido, siendo una denominación completamente ideológica, tendenciosa y sesgada, hecha desde la derecha (y asumida por muchas izquierdas) con la pretensión de mantener ese monopolio sobre la idea nacional. Aún hoy persiste tal pretensión en muchas facciones de la sociedad española. La forma más objetiva, creemos, de llamar a ambos bandos sería la de «insurrectos» frente a los «gubernamentales», respectivamente, tal como aparece por cierto en los primeros documentos que describen los acontecimientos relativos al desarrollo de la guerra.

{26} M. Artola, Partidos y programas políticos 1808-1936, Ed. Aguilar, 1975, tomo II, pp. 241-242.

{27} Agustín Argüelles en el «Discurso preliminar» a la Constitución política de la Monarquía española del 19 de marzo de 1812.

 

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