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El Catoblepas, número 134, abril 2013
  El Catoblepasnúmero 134 • abril 2013 • página 3
Artículos

Geocultura: la guerra soft

José Andrés Fernández Leost

Hegemonía cultural, mainstream y conflictos
de las industrias creativas en la globalización

Cultura MainstreamAdorno y HorkheimerGramsci

1. Introducción

El proceso de apertura internacional de los mercados derivado del fin de la Guerra Fría, la financiarización de la economía puesta en marcha en la década de los años ochenta y la revolución de la información propiciada por internet, que implica su inmediata difusión global, ha traído consigo una reconfiguración de la relación de fuerzas entre Estados, así como entre grandes empresas –ubicadas también ahora en ciudades hace poco consideradas periféricas– todavía inconclusa. Nuestra época se caracteriza por el auge de las potencias emergentes y el reequilibro de la hegemonía estadounidense, en espera de que la historia valide la consolidación o no de las primeras y la pérdida de peso de la segunda. El desplazamiento del centro de gravedad del Atlántico al Pacífico parece irreversible, si bien es cierto que las capitales de la política, la economía y el arte permanecen todavía en la costa Este de Estados Unidos, pero ya no de la ciencia y la tecnología. Las investigaciones que analizan estas tendencias generales, presentando «big theories» imprescindibles en este mundo interconectado a tiempo real, son de índole predominantemente política y económica, aunque en ocasiones asoman estudios de carácter cultural que pulsan los cambios que se están produciendo en el plano simbólico de las creencias, los valores y los gustos. Dejando de lado la proliferación de trabajos que exploran la evolución de las minorías étnicas, o el estado de ciertos colectivos tradicionalmente oprimidos, aludimos más bien a aquellos análisis con intención de trazar un «mapamundi» de los sistemas o familias culturales que inevitablemente tienen una ascendencia religiosa. El más célebre de ellos, convertido en best-seller mundial tras los atentados el 11S, es El choque de civilizaciones del profesor Samuel Huntington, en el que se partía de la tesis de que la fuente de los conflictos en el futuro ya no sería ideológica o económica sino cultural{1}.

Sin perjuicio de la fuerza explicativa de las investigaciones de tipo económico, politológico o cultural –parceladas al cabo en disciplinas categoriales determinadas– a la hora de identificar los factores que determinan las transformaciones que acontecen en el orden internacional o, vale decir, geopolítico, resulta pertinente acudir a una perspectiva científico-social en el sentido más amplio de la expresión. Este ensanche analítico fue lo que –al margen de la decisiva influencia hegeliana– permitió a Karl Marx identificar en la dinámica interna al modelo económico capitalista el detonante que removía las instituciones políticas y los sistemas de costumbres de una sociedad. Años más tarde, Max Weber postuló una tesis contraria al detectar en los principios y lógica del protestantismo cristiano el motivo facilitador para el desarrollo del «espíritu capitalista». Más allá de las lecturas unilaterales que se han sucedido de la obra de estos autores, a lo largo del siglo XX se fueron abriendo asimismo líneas de investigación alejadas de explicaciones reduccionistas (auque la apertura de miras no haya contribuido a resolver la controversia sobre el sentido causal de los factores). Uno de los casos más notables lo representa Antonio Gramsci, quien introdujo el concepto de «hegemonía cultural» como dimensión básica aun superestructural –según la terminología marxista–, del cambio social, en la que estarían comprendidos aspectos de tipo religioso y simbólico encauzados a través de los sistemas educativos y los medios de comunicación. Pues bien, si tomamos como presupuesto de los análisis sociales en sentido amplio la interrelación entre las esferas cultural, política y económica, y recurrimos al concepto de hegemonía cultural para describir los conflictos geopolíticos del presente, cabe afirmar que este se encuentra en plena vigencia y resulta de enorme utilidad para entender las estrategias que los países y las corporaciones desarrollan en aras de ganarse a la opinión pública, esto es, los votos de los ciudadanos, el dinero de los consumidores y el prestigio de los medios de comunicación. De esta forma, la hegemonía cultural, aunque se aplique para calibrar los grados de afección hacia determinados valores socio-políticos en un plano intraestatal –ante todo en torno al eje izquierda/derecha–, rebasa los marcos nacionales y debe reajustarse a una escala continental, coincidiendo en parte con la distribución huntingtoniana del mundo en áreas culturales antagónicas de base religiosa. De hecho, desde un ángulo estrictamente empírico los trabajos sociológicos de Ronald Inglehart y Christian Welzen extraídos de sus Encuestas de Valores Mundiales ilustran gráficamente ese mismo esquema cultural mundial.

worldvaluessurvey.orgmSamuel Huntington

De esta exposición se desprende que todo análisis de alcance global, referido a cualquier fenómeno de cambio en las sociedades, cobrará envergadura comprehensiva si acude a una perspectiva integral que, verbigracia, no desatienda a factores económicos si tiene por objeto examinar la globalización cultural, ni viceversa. Este es precisamente el enfoque de Cultura Mainstream (Taurus, Madrid 2011), investigación en la cual se refleja el estado de las guerras culturales que se están librando en el mundo desde la óptica de lo que el autor –el politólogo y periodista Frédéric Martel– denomina industrias creativas y de contenidos, expresión que abarca un amplio espectro de elementos (formatos, innovaciones, distribución, &c.) incluidos en los procesos producción audiovisual, plástico o literario. Martel no se propone desarrollar una teoría de la globalización cultural que nos permita anticipar la reordenación de la hegemonía simbólica de aquí a unos años, sino que se limita –lo que ya es bastante– a describir de forma minuciosa el estado de la cuestión en el preciso momento en que el negocio (público y privado) de la cultura empieza a transformarse conforme nuevos centros de poder emergen en distintos puntos del planeta. Su perspectiva recoge aun con cautela la hipótesis de la desoccidentalización, acredita la pujanza de «The Rest» ante «The West» y estudia en consecuencia las estrategias de «poder blando» –según la expresión acuñada por Joseph Nye– que han comenzado a desplegar los departamentos gubernamentales de exteriores y los nuevos grupos de entretenimiento y comunicación privados que han surgido en China (eSun), India (Reliance) o Arabia Saudí (Rotana).

El campo de estudio de Martel son las instituciones donde se fabrican las imágenes y los sueños masivos y su meta es comprender cómo funciona el capitalismo cultural contemporáneo, bosquejando en este empeño su modelo económico. Antes de adentrarnos en su investigación resulta oportuno remontarnos, con fines propedéuticos, en el trabajo pionero que los fundadores de la Escuela de Frankfurt, Theodor W. Adorno y Max Horkheimer dedicaron a las industrias culturales en el marco de su obra Dialéctica de la Ilustración (1947): «La industria cultural. Ilustración como engaño de masas». Este precedente nos servirá de punto de referencia teórico desde el que –aun a título de contraejemplo– valorar el estudio de Martel, cuya perspectiva por lo demás sigue una orientación de corte descriptivo y pragmático.

2. Las industrias culturales como ilusión ilustrada

Exprimiendo una de las grandes líneas maestras de investigación en las que se centró el trabajo de la escuela frankfurtiana, Adorno y Horkheimer analizaron el rol de las industrias culturales en las sociedades contemporáneas a la luz de su interpretación crítica de la Ilustración. El argumento principal de su tesis estriba en la reprobación que realizan de la razón instrumental, esto es, de ese tipo de pensamiento ligado a una lógica utilitaria que se habría impuesto durante el desarrollo del capitalismo. En este contexto, el sistema cultural –configurado a partir de los medios de comunicación de masas (radio, cine y revistas), pero también de las bellas artes y la urbanística– se supeditaría a la racionalidad técnica y a los intereses económicos, puesto que las empresas culturales prolongarían la actividad de las grandes corporaciones industriales: la radio depende de la industria eléctrica o el cine de la financiación bancaria. Así las cosas, la peculiaridad del sistema cultural radicaría en la replicación técnica de los procedimientos industriales: la estandarización y la producción (y reproducción) en serie –consumando con ello la pérdida de autonomía que se le tenía reconocida a la estética. A efectos ilustrativos, a los autores no les resulta complicado establecer analogías entre la industria automovilística y la cinematográfica, de manera que del mismo modo que las firmas compiten, también lo hacen los estudios ofreciendo productos supuestamente diferenciados pero estructural u objetivamente indistinguibles.

La «barbarie estilizada» del cine

A partir de este punto, los autores inician un análisis sobre el mundo del cine que desembocará en una reflexión en torno a la función artística del estilo. De hecho, el cine se les aparece como el mayor exponente de la industria cultural, cuyo desarrollo podría incluso dar lugar a la «realización sarcástica del sueño wagneriano de la ‘obra de arte total’». Sarcástica, entendemos, no solo por la combinación entre palabra, imagen y música que el cine efectúa, sino por cuanto sus procesos de trabajo, equivalentes a los industriales, se resuelven en un producto que inevitablemente reedita la realidad social del capitalismo, cuando no es un epifenómeno suyo –una realidad por lo demás empírica y exhaustivamente catalogada, al modo positivista, sin margen para la interpretación. Y es que, al igual que en cualquier sistema de planificación industrial, nada se deja al azar y cualquier mínimo detalle obedecería a un propósito prefijado, a una función en última instancia económica. De ahí precisamente que –siempre según los autores– el detalle o efecto técnico deje ya de incitar al pensamiento, estimular a la imaginación o acaso instar a la rebeldía del receptor. Ahora bien, lejos de encontrarnos ante una capitulación de la estilística occidental, estaríamos en un momento cumbre, en virtud de la meticulosidad con la que se trabaja. Se trataría, eso sí, como se afirma citando a Nietzsche, de una «barbarie estilizada», en la que todo está medido y racionalizado e incluso las licencias poéticas tienen truco: se habla de un «estilo inflexible». Pero no por eso resulta artificioso: aun ajeno al dominio estético, el estilo de las industrias culturales sería fruto genuino del lenguaje empresarial, en el que se disuelve la contraposición entre lo auténtico y lo fingido. La caracterización de tal estilo conduce a los autores a realizar una reflexión más detenida sobre el concepto del estilo. Su premisa parte de la crítica a la concepción romántica de la estética, levantada sobre la coherencia o, vale decir, la armonía. A su juicio, la clave del estilo radicaría más bien en la idea de un propósito incumplido, aquel en el que se identifica la forma y el contenido, y se fusiona lo particular con lo universal. Por tanto, la verdad del arte sería siempre una «verdad negativa», resultado de una discrepancia que aparece en la visión de conjunto. Ambas tendencias serían en todo caso necesarias: la de la búsqueda de la coherencia tanto como la de su fracaso –de esta fisura precisamente derivaría la dosis de insumisión adscrita a toda obra de arte. Pues bien, la industria cultural operaría en un sentido contrario, o ni siquiera, debido a que sus producciones no aspiran por sí mismas a alcanzar tal identidad, sino que proceden imitando al verdadero arte, dando por supuesto el mito de la coherencia; dicho de otra forma: substancializando la noción de estilo.

Dada la interpretación de los autores del liberalismo político como producto de la Ilustración, esto es, como modo de organización social de corte racional y, por ende, con ribetes totalitarios, estos no dudan en afirmar que las industrias culturales encuentran su plena desenvoltura en este sistema. Y así, detectan en ambos mundos (que a la postre no son sino el mismo) idéntica capacidad para absorber los movimientos transgresores y para reclutar –tal y como exige la dinámica del mercado– a los individuos más capaces en sus estructuras de decisión. Siguiendo con esta línea de argumentación no dudan en considerar a Estados Unidos como la nación más desarrollada en términos culturales (siempre dentro del esquema «industrial»), en detrimento de Europa, la cual a duras penas logra aguantar su ritmo. Este retraso, en cambio, es lo que habría permitido la prolongación de un espíritu autónomo, representado en el arte tardo-burgués en la Alemania del primer tercio del siglo XX, todavía no sometido al juego de la oferta y la demanda comercial. Tras la II Guerra Mundial, el triunfo de las industrias culturales vendría respaldado por la aquiescencia de las masas, las cuales por su parte alimentan el «mito del éxito» y consumen la ideología dominante con mayor fervor que los productores: el conformismo o principio de «siempre lo mismo» que les movería queda encubierto por la retórica de la originalidad y la sorpresa, y finalmente garantizado por la velocidad y recurrencia de la producción orientada invariablemente hacia el rendimiento comercial. En definitiva, el negocio cultural evitaría la apertura a la experimentación y se conduciría como si existiese, de modo prefijado, un inventario cultural oficial de bienes culturales.

La fusión entre alta y baja cultura

Emitido tal diagnóstico, los autores pasan a explicar lo que quizá sea la clave conceptual de la industria: su esencia estribaría en romper con la distinción que separa al arte serio del arte ligero –integrándolos, degenerándolos. Y es que incluso la diversión propia del arte popular, en gran medida espontánea, quedaría liquidada por una reformulación del entretenimiento que restringe el alcance del ocio a un apéndice del trabajo asalariado. A los espectadores no se les ofrecería otra cosa que la replicación sarcástica de su vida laboral, una ampliación esperpéntica de la cotidianeidad, regida por las mismas leyes técnicas, y dirigida a consolidar a escala masiva la resignación. Como botón de muestra se alude al Pato Donald de los dibujos animados que «como los desdichados en la realidad, recibe sus golpes para que los espectadores aprendan a habituarse a los suyos»{2}.

A tenor de lo dicho, el tratamiento de la diversión así como, por extensión, el del placer aparece como básicamente represivo. Según nuestros autores, la industria cultural excita de modo explícito, casi pornográfico, nuestros instintos, poniendo al tiempo y por decoro límites a su consumación. Se trataría de un proceder contrario al que acontece con las obras de arte, donde asimismo se daría la privación sexual, pero entendiéndola como algo pernicioso y quedando anulada mediante la sublimación estética. Este juego de ofrecimiento y privación respondería al esquema orquestado por el sistema socioeconómico, en el que únicamente las necesidades predeterminadas encuentran recompensa, toda resistencia queda desterrada, y el paraíso equivale a la aceptación de la realidad de la que en principio se pretendía huir –de ahí que el arte de evasión no implique amenaza alguna frente al orden establecido. De igual manera, el componente placentero del humor resultaría tergiversado a través del recurso a la burla, la mofa del mal ajeno (que no es sino el propio), al punto de hacer de la risa «un instrumento de estafa a la felicidad», y procurarnos una liberalización que no es de la realidad, sino de la reflexión crítica. De hecho, los productos culturales no incitan a una alegría disparatada e incluso absurda, pero tampoco sencilla y franca, puesto que esta viene adecuadamente encauzada por el sentido de la trama bajo la que late el interés comercial: una preocupación que eclipsa la inherente despreocupación del júbilo y encoge los márgenes de nuestro mundo interior. La asociación entre la alta cultura y la cultura popular se reflejaría al fin en el triunfo de la publicidad como ámbito que fusiona ocio y negocio, beneficiando no solo el desarrollo del capitalismo liberal, sino su ideología consustancial, en la que la conformidad con el sistema se identifica con la diversión –vale decir, en la que el ensueño de la libertad es un componente más al servicio de la racionalidad planificadora. Bajo la urdimbre de relaciones e intercambiados tasados y clasificados que organizan a la sociedad, habría un espacio azaroso pero funcional en el que los hombres se mueven libremente, siempre que no comprometan la continuidad del sistema. Dicho espacio sería precisamente en el que se desenvuelven las industrias culturales, presentando productos supuestamente al margen, si no ya de los intereses económicos, sí de la racionalidad técnica. En este contexto, la identificación entre las estrellas de la pantalla y el público que el cine fomenta, ilustraría el afianzamiento de una ideología que promete fortuna a todos por igual, esto es, que resulta accesible al común de los mortales, pero cuya conquista está reservada a unos pocos. La peculiaridad de esta versión cultural de la «religión del éxito» es que no se levanta sobre el argumento de la retribución del esfuerzo, sino sobre la ilusión del azar –un azar planificado para mantener la fantasía sin que se ponga en cuestión el orden social.

La ideología formal del sistema

De acuerdo con los autores el soporte epistemológico de este planteamiento, indudablemente técnico, se encuentra en la filosofía neopositivista. Al reducir la realidad a una descripción de los hechos, y tratar incluso a los individuos como objetos, la ideología respaldada por la industria cultural justificaría en consecuencia el sistema y propiciaría su permanencia –nos encontraríamos al cabo ante una ideología sin contenido. De ahí que los productos culturales reproduzcan con contumacia los estereotipos del mundo entorno –como si de «proposiciones protocolarias» se tratase– sin conceder márgenes a interpretaciones que inviten a algo más que a la repetición de lo dado. No obstante, la falta de sustancia del discurso del sistema, reflejada en la ceguera de las prácticas culturales, no implicaría descuido en el ejercicio funcional de toda ideología: el control social. Estaríamos, por así decir, ante el desarrollo de una ideología formal, desnuda, cuya mayor virtud consistiría en pasar desapercibida. Más que adoctrinar o censurar («oficialmente, nadie tiene que rendir cuentas sobre lo que piensa») su cometido se limitaría a inhabilitar a quienes se salgan del sistema de relaciones sociales instaurado, de modo que la peor falta es ser un marginal. No por ello la industria cultural dejaría de hacer frente a la tragedia, solo que trastocando su significado. El mensaje que reiteradamente se transmite consiste en reconocer que la vida es dura, que la tragedia forma parte de la realidad, y que de hecho es un momento catalogado más de ella, pero que quien la tolera se salva y quien opone resistencia merece el castigo. En este sentido, el cine cumpliría una tarea moralizante, ilustrativa si se quiere, más que doctrinal –aleccionadora. La tragedia abandonaría pues su componente épico pasando a ser una fuente de intimidación.

Aquí se percibe de nuevo el alcance que contiene el humor burlón, toda vez que la asunción de los traspiés –que por otra parte la música jazz convierte en norma– representaría la renuncia a la lucha, la impotencia del individuo, y en último término su erradicación. De este modo, el individualismo que pregona la ideología del sistema operaría a modo de dispositivo de supervisión que, en tanto facultad universal, delimitaría la circunscripción de la conducta socialmente permitida. Sobre este asunto, los autores vuelven a acudir a ese momento burgués previo a la sociedad contemporánea en el que el proceso de individuación no había llegado aún a su desenlace actual: el desarrollo económico habría propiciado una suerte de madurez del hombre, aunque solo fuese como toma de conciencia de las inclemencias de la vida. Ahora bien, tal proceso correría en paralelo a la compartimentación de los diferentes ámbitos en los que transcurre el día a día de las personas, hasta el punto de fragmentar la propia vida privada. Se desembocaría así en la cristalización de un individualismo extremo que, paradójicamente, acabaría por destruir la individualidad: se habla entonces de una pseudoindividualidad, que apuntala la sustitución de la singularidad personal por la acomodación general a un concepto estereotípico. En clave cultural, esta uniformización masiva –vinculada a la constitución de la clase media– iría unida al fenómeno del «culto a lo barato», representado por la adquisición de productos artísticos a precios módicos.

El triunfo artístico de la publicidad

Justamente, la asequibilidad económica del arte, posible gracias a las técnicas industriales de producción en serie, va a ocasionar según los autores la transformación de este ámbito, encaminándolo hacia la citada fusión con la publicidad. De acuerdo con esta visión, los siglos XIX y XX atestiguaron la gradual pérdida de autonomía de la estética, cuya culminación no se agotó con su abandono al mercado, sino que fue más allá: llegó a ese punto en el que el arte y la técnica se hacen indistinguibles. De hecho, la consideración de los bienes culturales como bienes de consumo no implicó la aniquilación de la esfera artística. Es más, fue la instauración de la economía de mercado la que habría posibilitado el desarrollo de cierta autonomía real, «tolerada», inspirada en la autonomía idealista enunciada por Kant –el caso de Beethoven ilustraría el cariz de esta contradicción. Según se explica, la estética idealista de la finalidad sin fin propugnada por el filósofo alemán se llevó a la práctica de forma inversa, como fin sin finalidad, esto es, como un utilitarismo formal que concedía un margen de improvisación o disfuncionalidad a la creación cultural. No obstante, esta evolución habría conducido al cabo a una progresiva conquista del espacio artístico por parte de la lógica funcional, suprimiendo cualquier resquicio de libertad. Este proceso supone la transvaloración socioeconómica de lo inútil artístico, en tanto que por serlo, se convierte en útil para el mercado y, por consiguiente, en funcional para la sociedad. Por fin, el último escalón que resultaría de este mecanismo lo expresaría la depreciación de la mercancía cultural, fruto de su absorción técnica. De ahí que la comercialización devaluada de las obras de arte, antes reservadas a las capas elitistas de la sociedad, sea posible desde el preciso momento en el que se empiezan a producir y vender masivamente aparatos de radio y televisión. Y, siguiendo el ejemplo propuesto, la emisión de sinfonías musicales aparecería como la contraprestación al hecho de poseer una radio. Por lo demás, con tal depreciación el público acabaría perdiendo el respeto a los bienes culturales, aunque tan solo fuese el que les mereciese la inversión necesaria para acceder a ellos. La consecuencia lógica de la pérdida de valor del arte consistiría en su anunciada fusión con la publicidad, a efectos de poder reutilizarla. Pero este reciclaje del arte no se limitaría a redundar sobre la función «orientadora» o sugestiva de la publicidad: arte y publicidad se unen para forjar el estilo cultural de las sociedades capitalistas, el cual estriba en simbolizar el poder social. En otras palabras: «la publicidad se convierte en el arte por excelencia [ …]: el arte por el arte, publicidad por sí misma, pura exposición del poder social»{3}.

Al final del texto, y rematando la tesis de la obra, los autores llaman la atención sobre el efecto descontextualizador que la publicidad introduce en las películas, apuntando a «fines externos» a la trama, a la que por cierto terminarían devorando: un efecto fundamentado en lo que podríamos calificar como una suerte de deconstrucción del lenguaje («desmitologización» lo llaman ellos), operada avant la lettre por la mentalidad ilustrada. Se trataría en todo caso de una demolición del lenguaje de signo racionalista, como de hecho reconocen, aunque no por ello mitiguen la crítica. La denuncia se dirige ahora hacia el análisis científico del lenguaje, activado a partir del estructuralismo, que en tanto extensión del pensamiento instrumental socavaría el componente expresivo del mismo, reduciéndolo a mera comunicación. Pero según entendemos, la carga de profundidad de la crítica al lenguaje resulta ambivalente, puesto que a costa de resguardar una dimensión reflexiva no instrumental, se abre una grieta de fragilidad epistemológica. Todo ocurre como si la distinción entre significante y significado fuese únicamente aprovechable por las agencias de publicidad que en adelante solo tendrían que limitarse a manipular a su antojo los términos, «arbitrariamente», y repetirlos hasta la extenuación hasta fijarlos como marcas. Pero lamentarse de este proceso –que, cierto es, suspende el componente experiencal de la palabra– sin aportar más solución que la de la reivindicación de la faceta expresiva del lenguaje, resulta insuficiente. Como lo es a fin de cuentas la crítica a la racionalidad estratégica de la Ilustración, por más que se aspire perseguir su proyecto inconcluso. Y es que, ¿de qué otra racionalidad disponemos? Retomaremos el interrogante al final del texto.

3. La globalización de las industrias culturales

Cultura Mainstream, aunque recoge implícitamente algunas de las consideraciones expuestas (foco puesto en el cine estadounidense, consideración internamente cultural de los fenómenos de la publicidad y el marketing), constituye un trabajo de otra índole: el tratamiento de las industrias culturales parte de un estado de cosas ya dado (60 años después) y es más bien descriptivo. Para su elaboración, Martel se ha sumergido en un estudio sociológico de corte cualitativo durante cinco años en el cual ha realizado 1.250 entrevistas en 30 países. El diagnóstico de Martel es que nos encontramos en plena guerra cultural mundial, un conflicto en el que Estados Unidos ha partido con ventaja –de hecho es el sistema a imitar– pero en el que todo está por decidir. Sin decirlo explícitamente, Martel presenta un tratamiento de la hegemonía cultural en clave interestatal, o civilizatoria. Y aunque al final de su investigación plantea algunas alternativas a futuro, su propósito no es predictivo, por lo que no coincide con las conclusiones que Inglehart y Welzen extraen de sus Encuestas, esto es, que el crecimiento económico condiciona al sistema moral de las sociedades, determinando el tránsito de los valores tradicionales a los postmaterialistas y de estos a los autoexpresivos, vinculados a la autonomía individualista{4}. No por ello dejamos de encontrarnos ante un libro con un profundo componente filosófico-político pese al despiste al que puede inducir el subtítulo de su edición española: «cómo nacen los fenómenos de masas». Ciertamente, la manifestación más rotunda de la influencia y dimensión de las industrias creativas la representan los productos de mayor éxito comercial. Priorizar el estudio de dichos fenómenos mainstream no supone sino tomar el camino más directo para conocer los mecanismos básicos de todo sistema de producción cultural: sus recursos económicos, sus agentes principales y sus operaciones de planificación, difusión y marketing. Lograr la hegemonía cultural supone tener éxito nacional e internacional, que la exportación supere con creces a la importación no solo en el plano de los contenidos sino también en el de los formatos, e implica además una lucha por controlar el antimainstream. Estas premisas justifican que Martel dedique a Estados Unidos la mitad de su libro, prolongando el exhaustivo estudio que años atrás dedicó a este país en De la culture en Amérique.

Al escudriñar cómo se fabrica el mainstream estadounidense, Martel se centra principalmente en el negocio del cine, dando cuenta del funcionamiento interno de Hollywood y del fomento de esta industria dentro y fuera de sus fronteras, incluyendo los respaldos políticos. El autor también nos expone –aunque algo más de pasada– el derrotero y situación de las discográficas musicales, además de presentarnos un relato de la gestión del ocio en la sociedad estadounidense desde la postguerra hasta la actualidad, en el que se reflejan las tendencias y modas que han configurado la cultura popular de masas, que es lo mismo que decir el estilo de vida occidental. A su vez, procede a una revisión del desarrollo que ha experimentado la crítica cultural así como del papel crucial que juega la universidad como generadora de talentos creativos y técnicos. Veámoslo.

4. Estados Unidos y el juego de Hollywood

En el núcleo del sistema cinematográfico estadounidense se encuentra la Motion Picture Association of America (MPAA), lobby hollywoodiense radicado en Washington que nació en 1922 y actualmente está compuesto por los representantes de los cinco estudios o majors principales: Disney, Columbia, Warner Brothers, Paramount y 20º Century Fox. La función de esta institución –que cobró un impulso decisivo bajo la presidencia de Jack Valenti, figura de nítido perfil político– consiste en establecer las regulaciones públicas que rigen en el mundo del cine, la calificación de las películas por grupos de edad (rating), y en interceder en las negociaciones con los poderosos sindicatos. Pero fundamentalmente su misión se orienta a la búsqueda de fondos y a la promoción internacional de las películas estadounidenses. Actuando en conjunción con el departamento de Estado, la MPAA se ha caracterizado por presionar a los gobiernos extranjeros para que eliminasen sus políticas proteccionistas de cuotas de pantalla y liberalizasen el mercado, si bien en los últimos tiempos su atención se centra en luchar contra el mercado de copias piratas y la piratería digital (las estimación que cita el autor cifra en 6.100 millones de dólares las pérdidas anuales que sufre Hollywood). Con todo, la labor más controvertida de este lobby, nunca confesada por sus representantes, es la de propiciar acuerdos anti-competencia entre las majors para evitar solapamientos en los estrenos por el mundo de sus películas más comerciales (blockbusters), practicando más allá de sus fronteras lo que está estrictamente prohibido en su interior.

Confirmada la dimensión político-comercial que anda detrás del poder de la industria cinematográfica estadounidense, Martel prosigue penetrando en los entresijos de su modelo de producción que ya no se encuentra condensado en la labor de los estudios, puesto que incorpora una constelación de agentes especializados (agencias de talentos, productoras pequeñas y medias, empresas de efectos especiales …) que actúan con una holgada autonomía dentro siempre de lo que les permite la interdependencia del medio. No obstante, antes de exponernos los resultados de su trabajo, la mirada de nuestro autor se posa en la última estación del circuito, es decir, en las salas de cines donde el dinero de los consumidores/espectadores garantiza la supervivencia del sistema. La relevancia del asunto no es menor, tanto más teniendo en cuenta que la aparición y multiplicación de los cines implica –aparte de un negocio agrícola– un cierto pautaje de la conducta humana e incluso una reordenación del paisaje urbano.

Cine, ciudad y sociedad

De acuerdo con la narración de Martel, la historia de las salas cinematográficas da un vuelco determinante con la colocación de pantallas en los parkings: frente a los clásicos teatros urbanos, la aparición del llamado drive-in, cuya eclosión data de los años cincuenta, incrementa exponencialmente la venta de entradas al tiempo que propicia o al menos acompaña las mutaciones que experimenta la sociedad estadounidense en relación a la liberalización de las costumbres, la moral sexual o la indumentaria. De hecho los drive-in llegan a prefijar los hábitos del ocio. Esta forma de ver cine en coche mientras se come y acaricia a la pareja pasa de moda pero no en lo sustancial. El esquema que paulatinamente se abre paso y triunfa ya plenamente desde los ochenta, el de los multicines instalados en el núcleo de los centros comerciales, no modifica el patrón previo. La novedad reside en la introducción de varias pantallas, a fin de abarcar todos los géneros y llegar a la mayoría de públicos. Sin embargo la ubicación es la misma: un descampado con aparcamiento ahora edificado en la periferia urbana. Obviamente, esta evolución corre en paralelo al asentamiento de urbanizaciones en las afueras de la ciudad.

Pero lo que Martel se atreve a proponer es que los centros comerciales con multicines están pasando a ser verdaderos centros urbanos de modo que su construcción avecina la formación de una ciudad. Y está tendencia se estaría acusando con mayor evidencia en las últimas décadas, a partir del nacimiento de lo que se denomina ex-urbs. Se trata de poblaciones ubicadas en medio de autovías, por así decir en tierra de nadie, que ya no se asemejan a los barrios residenciales, puesto que gracias a internet sus habitantes trabajan allí y entre sus calles existe más diversidad que en aquellos. Tiene su interés recordar que la hipótesis que afirma que la edificación de un «mall» con multicines anuncia la génesis de una urbe retoma la clásica tesis antropológica según la cual las ciudades prístinas se desarrollaban a partir de almacenes que abastecían a sus miembros, con el añadido de que en el caso de los malls estos suministran nutrición simbólica, además de alimentaria{5}. Sea cual sea la senda que vaya a tomar el urbanismo estadounidense, la importancia de los multicines se extiende también al terreno de la agricultura –dadas las cifras que genera el negocio del maíz y sus derivados: palomitas, siropes que entran en la composición del pan-bollo de las hamburguesas o de los refrescos estimulando más sed, &c.– y de la publicidad, como demuestra que la batalla entre Pepsi y Coca-Cola haya tenido lugar primordialmente en la gran pantalla.

El sistema de producción

El siguiente paso que da Martel es el de adentrarse en el universo de una de las grandes cinco majors, los estudios Disney, a fin de conocer el funcionamiento de esas casas-madre obligadas a moverse con una agilidad constante y altas dosis de innovación para adelantarse al gusto popular masivo y no perder comba. La principal conclusión de su trabajo de campo estriba en la conversión de los estudios en bancos que financian a los diversos actores del sistema en los que delegan la actividad artística, reservándose para sí, aparte de la cuestión financiera, los aspectos jurídicos (se quedan con el copyright) y los asuntos relativos a la distribución. Martel hace hincapié asimismo en la necesidad de los estudios de contar entre sus directivos con personal creativo, procedente a menudo del arte experimental. Y es que la estrategia cultural del mainstream se basa en la combinación entre el arte y el entertainment, punto este de importancia crucial debido a que ha trastocado el criterio del discernimiento cultural contemporáneo, pese a Adorno o a Hannah Arendt, contraria también a la reconversión de los objetos culturales en productos de entretenimiento masivo.

El capítulo de Disney resulta eficaz para constatar el rumbo de gran empresa multinacional que han tomado los estudios, los cuales no siempre han adoptado las mismas decisiones, optando ya sea por integrarse en conglomerados de la comunicación (Time Warner, News Corporation, NBC Universal-Vivendi …) o bien por ensamblarse con compañías de hardware (Columbia en Sony). El caso de Disney es distinto, aunque igualmente paradigmático, al estar centrado en el puro entretenimiento y ser por ello más similar a Viacom. Su historia está ligada a la del ejecutivo Michael Eisner quien tomó las riendas de Disney en 1984 y la transformó en una empresa de marketing basada en la explotación de los productos derivados (parques de atracciones, juguetes, canales de televisión, &c.) y el versioning o adaptación de un mismo producto a distintos formatos (como el Rey León, que representa el cambio de sentido que iba de Broadway a Hollywood{6}). A su vez, bajo la dirección de Eisner se puso especial cuidado en la articulación de los contenidos y las tramas, se fundó la distribuidora Buena Vista Internacional y se implantó un control vertical en el plano de la organización de todos los departamentos, lo que resulta algo más inusual. Por fin, la trayectoria de las dos últimas décadas en Disney también plasma la incorporación de estudios independientes, Miramax y Pixar, todavía en pie pese a los sobresaltos que han marcado sus relaciones con la empresa matriz, como demuestra la renuncia de los hermanos Weinstein (productores de Quentin Tarantino). Esta presencia subsidiaria de estudios independientes es común a toda major, cuya función es preservar la calidad, ganarse a los críticos y a la Academia y seducir más sutilmente al mercado internacional. Así, además de Miramax en Disney, encontramos a Sony Pictures Classics en Columbia, a Focus Features en Universal, a Paramount Vantage, a Warner Independent Pictures y a Fox Searchlight Pictures. El modelo de Columbia que acto seguido nos presenta Martel es igualmente singular y ofrece un contrapunto de interés, en virtud de su dependencia de Sony, de la que sin embargo es autónoma. La peculiaridad radica en que Sony es una empresa japonesa cuyo cuartel general radica en Tokio, está dedicada como es sabido a la producción de hardware electrónico y compró Columbia –así como las discográficas CBS y RCA– a efectos de controlar no solo los soportes sino también los contenidos. No obstante, en la práctica Sony Pictures se considera como una compañía estadounidense y de hecho Tokio tan solo actúa como una entidad financiera, preocupándose apenas de controlar los presupuestos, si es que como desvela Martel la sede central ni siquiera dio «luz verde» a Spiderman 3, una de las producciones de mayor coste en la década de 2000.

Martel toma esta relación de estricto carácter financiero para introducirnos, a otra escala, en el engranaje del sistema cinematográfico estadounidense, donde los estudios actúan como agentes financieros ante productores, empresas especializadas en marketing y demás actores del juego de Hollywood. La clave jurídica estriba en el tipo usual de contrato utilizado, el work for hire, de acuerdo con el cual los estudios emplean por proyectos y se ahorran tener en plantilla como antaño a actores, directores, guionistas, &c. Lejos de configurar un espacio de indefensión para los trabajadores, este sistema está contrapesado por el papel central que tienen los sindicatos (cada rama profesional tiene el suyo), los cuales negocian directamente con los estudios y la MPAA. El nervio creativo del sistema se encuentra en el trabajo que realizan las productoras, que son las encargadas de identificar y en su caso desarrollar los proyectos que deben someter a los estudios a fin de ver «luz verde». Es decir, su labor abarca el proceso que va desde la idea inicial (el pitch), el posterior guión (script) y la probable reelaboración de las secuencias, hasta la proyección de la película. Complementan su trabajo las agencias de talentos y los departamentos de marketing. Las primeras son las que reciben los proyectos de manos de los artistas, sus clientes, situándose así en el primer escalón del circuito creativo. Pero aunque en principio eran ante todo oficinas literarias de escritores ya representan a todos los oficios e intermedian entre sus representados y las productoras y estudios, cerrando todos los pormenores de la relación contractual, relativas a la producción, a la distribución o a las comisiones de los productos derivados. Por último, los departamentos de marketing se ocupan de la puntada final y dada la repercusión de su cometido sobre el box office (la recaudación) su estrategia compete a los estudios. En rigor, que el producto logre ser mainstream depende de la campaña comercial, la cual se estructura en varias fases: determinación del público objetivo, realización de encuestas cualitativas (focus groups), proyecciones privadas previas, elaboración del trailer y lanzamiento de la campaña en salas y televisión, basada en el drive: la publicidad constante en todos los medios. Antes de fijar la fecha de estreno, se pueden cambiar las escenas, modificar el final, acortar la cinta e incluso anticipar su éxito. El primer fin de semana del estreno determina el resto: mide su impacto, su duración en los cines y su difusión en otros soportes. Por descontado, internet ha convulsionado todo el sector y, muy particularmente, las estrategias de marketing. Se hace ahora imprescindible montar websites de la película, páginas en Wikipedia, adaptarse a Youtube y estar atento a los blogueros más reputados. La meta es utilizar al navegante como anunciante, rompiendo la barrera que separa la publicidad de la información.

Sin embargo, el impacto de internet, ante todo por lo que toca a la piratería digital, no ha logrado sofrenarse y constituye tanto para la MPAA como para los estudios estadounidenses el principal enemigo contemporáneo de la industria cinematográfica, la cual se encuentra a la búsqueda de un nuevo modelo de negocio todavía inédito. Búsqueda a la que, exceptuando a los países europeos, apenas contribuye el resto del mundo, donde algunas naciones, sin nada que perder y a la expectativa del porvenir, explotan dicha vía tecnológica.

Auge y decadencia de las discográficas

El efecto de internet sobre los productos culturales es algo que conocen bien las discográficas, ámbito que Martel pasa a explorar en el siguiente capítulo. En él condensa la historia de la música popular norteamericana desde los años cincuenta, recorrido que merecería un espacio más extenso que el que le dedica, aparte de que la observancia a su objeto de investigación deja fuera al Reino Unido, obviando la importancia crucial de este país en la irrupción y repercusión del pop. Ello no obsta para que Martel presente las líneas definitorias de esta industria, explicando su estructura, reformulación y tendencias, acudiendo a la apoyatura de casos concretos.

El autor recurre a la referencia de la Motown (Detroit), encabezada por Berry Gordy, para introducirnos en la génesis de los cambios. En un ambiente en el que blancos como Elvis o Sinatra están fascinados por la música negra y en el que el rhythm and blues se está abriendo paso masivamente, en un momento además en el que los autores empiezan a tener más peso que los interpretes (ya en la antesala de su fusión), Gordy urde una estrategia crossover, de mezcla de géneros, orientada a que la música negra abandone la etiqueta de música racial y entre de lleno en las listas generales. Se trata de una visión enteramente mainstream, nutrida de voces entrenadas en los coros de las iglesias baptistas y formateada bajo el molde de temas pegadizos, de corta duración, repletas de efectos como el groove y el hook. El resultado es un éxito espectacular, reflejado en las figuras de Stevie Wonder, Diana Ross y Michael Jackson, que contribuye decisivamente a que a partir de los sesenta –década de los movimientos por los derechos civiles– el artista negro sea considerado hip. La Motown cierra en 1988, cuando es adquirida por Vivendi, pero ya entonces está en auge un modelo muy parecido de producción que replica la idea de fusionar estilos, el que auspicia David Geffen, neoyorquino cazador de talentos o, como lo califica Martel, coolhunter, creador del sello Asylum Records y cuya carrera dio un vuelco en el año setenta y seis cuando produce Hotel California, de The Eagles. Desde entonces se convierte en una suerte de mecenas de la música indie, produciendo con su nuevo sello, Geffen Records, a artistas como Neil Young, Bob Dylan, Peter Gabriel o Sonic Youth. Bajo su batuta grupos de hard rock como Aerosmith y Guns’n Roses se convierten en soft, es decir, en mainstream y grandes éxitos de ventas. En 1990 contrata a Nirvana, conjunto que al año siguiente lanza Nevermind, otro superventas y posiblemente el disco más emblemático de la música alternativa. No obstante, la envergadura comercial de la música popular está a pocos años de sufrir su ocaso. Ciertamente hasta finales de los años noventa, cuando internet se introduce en los hogares y aparecen servidores como Napster, la industria siguió un curso relativamente previsible. Como explica Bruce Lundvall, quien fuese presidente de la Recording Industry Association of America (RIIA), el lobby de las discográficas análogo a la MPAA cinematográfica, en este mundo también las majors poseen sellos independientes –según ilustra su propio caso como jefe de Blue Note, adscrita a EMI–, y existen plataformas de distribución y marketing que buscan multiplicar el negocio. Por ejemplo, los premios Grammy, al igual que los Tony en el teatro y los Emmy televisivos, fomentan la visibilidad global del pop, proyectando una cohesión, basada en intereses mutuos, más allá de los géneros.

En cuanto a la difusión, Martel nos recuerda el derrotero por el que la música transitó en televisión y radio, siempre antes de la aparición de Youtube. Su foco de atención se centra en los años ochenta, momento en el que la eclosión desreguladora de la era Reagan surte sus efectos, plasmados simbólicamente en el grupo Clear Channel, el cual pasa en cinco años de tener 43 emisoras a tener 1.200. La paradoja de la situación estriba en que la proliferación no diversifica sino que estandariza la oferta. Es la hora de las radio-fórmulas y también del fraude de la payola (pay-for-play) en virtud del cual las discográficas pagan ilegalmente para que se emitan sus canciones. Es asimismo el momento de la MTV, experimento que al principio tarda en consolidarse por falta de contenidos hasta que tras un par de años se abre a la música negra y el videoclip Thriller de Michael Jackson populariza el canal. Una década después MTV ensancha aún más sus márgenes deontológicos, encauzando contenidos al límite de la violencia callejera e incorporando así el nuevo mainstream, el gangsta rap. Hoy, clausurado el negocio de los videoclips su estrategia pasa por ofertar contenidos tradicionalmente televisivos (talk-shows, series animadas …), penetrar en los nuevos soportes que ha generado internet (tabletas y smartphones) y tematizar sus canales (latinos, gays, asiáticos, kids, &c.). En suma, la estrategia del mainstream, según deduce Martel tras conversar con el presidente de la MTV, Brian Graden, no se limita a la mezcla de géneros o a una sabia combinación entre arte y marketing, sino en detectar en el núcleo de la contracultura –de la contracultura más juvenil– la moda del futuro y exprimirla.

La mutación de la crítica cultural

La evolución del análisis y la crítica de la cultura se acompasa a los cambios de la industria audiovisual y sobre ello se detiene Martel, en lo que constituye uno de los apartados más reveladores del libro. La mera atención a la revista The New Yorker le proporciona una fecunda pista desde la que explicar el giro acaecido en la esfera intelectual, tomando como referencias a Pauline Kael y a Tina Brown, exponentes de la modificación editorial de dicha revista. La mirada de la crítica de cine Kael (dado el espacio reservado al cine no extraña que Martel se detenga en ella) refleja el fin de la distinción entre la alta y la baja cultura, considerando al cine mainstream objeto respetable de estudio y haciendo accesible el cine de autor al gran público, cuando no despreciándolo. Enemiga del academicismo y de las películas «profundas de izquierdas», inició su carrera en las revistas Life y Vogue haciendo crítica, generalmente positiva, de la nouvelle vague. En The New Yorker ejerce como defensora del nuevo cine de acción como el de Spielberg, defenestrando en cambio, amparada en su enorme erudición, el culto que reciben las películas elitistas europeas o la deriva intelectualista de un Jean Luc Godard: «cuando más marxista se vuelven tus películas –denuncia en unas de sus críticas–, más acomodado es tu público». Bien es cierto que a partir de los años ochenta se posiciona asimismo en contra de la primacía del marketing y de los estudios, pero su pluma incisiva ayuda a socavar las jerarquías artísticas, al igual que lo hará Tina Brown, modificando el periodismo cultural desde la dirección de la misma revista. Procedente de Inglaterra, trabaja previamente como redactora jefe de Vanity Fair y según la retrata Martel cayó en Estados Unidos seducida por la «ambición americana», aireándose de las estrechuras acartonadas del viejo continente. Finalmente recaba en la dirección de The New Yorker, donde introduce el análisis de los best-seller, los blockbuster y, en definitiva, del entertainment y el proceso entero que comporta la producción cultural, dando en consecuencia relevancia a los agentes, managers, publicistas, &c.

La atmósfera social en la que se suceden estos cambios es la de la contracultura que impulsa el sesenta y ocho, momento en el que convulsionan los criterios heredados y las minorías cobran protagonismo. Sin dejar de ser esto cierto cabe interpretar el cambio de óptica como consecuencia de corrientes previas, donde las propuestas de postguerra de los popes de la filosofía y de la teoría del arte venidos de Europa, como Th. Adorno o H. Arendt, ya no encuentran acomodo en el mundo convulso en el que el capitalismo cultural toma asiento. Desde la izquierda se entiende la cultura de masas como resultado lógico de un capitalismo filo-autoritario que enmascara sutiles estructuras de dominación. E incluso desde Estados Unidos el director de la prestigiosa Partisan Review, Dwight Macdonald, contempla con hostilidad la emergencia de nuevos cánones estéticos procedentes de la televisión y el cine. El problema radica en que en las antípodas de este fenómeno nos encontramos con un discurso aristocratizante que constituye el hábitat natural del tradicionalismo y por ello no resulta extraño que los intelectuales conservadores (Allan Bloom, Irving Kristol, &c.) se sitúen en la vanguardia de la crítica cultural. La salida de figuras como Kael consiste en refrescar el ambiente y abrirse a los gustos de público, tomándose en serio ya no solo el contenido sino el formato de las nuevas producciones y aplicando nuevas categorías a sus escritos, desde lo camp y lo kitsch hasta lo cool, lo hot y lo hip, en contraposición a lo square (carroza). Pero, según indica Martel, la transformación del gusto moderno no oculta su atención hacia el éxito cuantificable, conduciendo a una situación, la actual, un tanto caricaturesca, en la que la cultura queda equiparada a cualquier otro objeto de consumo. De este modo, el rol del crítico se reduce a recomendar al cliente qué hacer culturalmente con su dinero –haciendo las veces de tastemaker en vez de actuar como hasta entonces de gatekeeper– mediante el mero expediente de puntuar en un rango de una a cinco estrellas la calidad de una película o un libro –y así, hasta la recaudación se convierte en un valor de calidad. No obstante, el declive del modelo cultural europeo no se derivaría tan solo del derrumbe de las jerarquías, la hegemonía de las majors y la introducción de lo cool como pseudo-categoría de análisis. A ello hay que añadir una inteligente gestión de la llamada «diversidad cultural», etiqueta que, pese al filtro homogeneizador que recibe en su adaptación comercial, refleja la realidad demográfica y étnica de Estados Unidos, país que representa al mundo en miniatura y que, por ende, continua generando un enorme atractivo para los extranjeros y, concretamente, para los estudiantes universitarios.

Campus party

Entroncando con esta realidad, Martel centra el último capítulo del bloque dedicado a la cultura estadounidense al origen creativo del sistema: las universidades. El interés por la industria cinematográfica determina que la universidad USC sea el núcleo de su atención. Sin embargo aprovecha para describir muy genéricamente el modelo de enseñanza en Estados Unidos, tantas veces vituperado sobre prejuicios falsos. La primera cifra de impacto radica en el 3% del PIB que el Gobierno destina a la educación, el doble de lo que lo hacen de media los europeos. Otros números relevantes los encontramos en los 4.000 centros de enseñanza superior entre los que se cuentan 1.400 universidades. Además, Martel nos recuerda que el 77% de las universidades son públicas (como UCLA, Berkeley y Texas) y que las privadas (Harvard, Standford, Yale, la propia USC) funcionan como instituciones sin ánimo de lucro equipadas con distintos mecanismos (becas, work studies …) que facilitan el acceso a los estudiantes sin posibles. Lo más llamativo, con todo, consiste en que estas universidades privadas muestran una contrastada diversidad social, avalada por el magnetismo que ejercen dentro y fuera de Estados Unidos. Las estadísticas lo acreditan, Martel habla de 3,3 millones de estudiantes hispanos, y de hecho los estudiantes extranjeros aceptados en las universidades estadounidenses disfrutan de facilidades para tramitar con agilidad sus visados. Obviamente el país procura extraer réditos de dicha situación practicando lo que se conoce como «fuga de cerebros» que difiere de la política proteccionista que a escala profesional imponen los sindicatos en el ámbito del cine y de la cultura. Por lo demás, una de las mayores virtudes de las universidades estadounidenses estriba en la estrecha conexión que mantienen con el mundo laboral y con las empresas tecnológicas de modo que el circuito de la I+D se conserve bien lubricado, logrando que los avances científicos se plasmen en aplicaciones útiles y registros de patentes. Por último, Martel subraya la formidable vitalidad cultural que desprenden las universidades, ya no solo por la amplitud de sus medios (salas de teatro, cine, música, bibliotecas, editoriales, &c.) sino también por el vínculo que en ellas se da con la cultura underground, creando nichos de creatividad de un gran potencial.

Las características anteriores se manifiestan en las escuelas de cine y desde luego en la USC, la universidad de cinematografía más importante de Estados Unidos, que funciona en continua simbiosis con Hollywood y cuyo principal patrocinador es George Lucas, antiguo alumno suyo. La USC incentiva una inquieta vida educativa y cultural: cada alumno dispone de su propio despacho las 24 horas del día, se le dota de 80.000 dólares para realizar una película, los recursos tecnológicos con los que cuenta son los mismos que utilizan los profesionales, puede conseguir prácticas en majors como Disney. Todo en fin está diseñado para que su formación –que compagina teoría y práctica y abarca por entero la cadena de producción– anticipe y reproduzca su futuro laboral. El hecho de que el vocabulario técnico de la industria sea en inglés multiplica la seducción estadounidense por todo el mundo, encanto que en el terreno creativo y de contenidos se fortalece gracias a la citada absorción comercial de la diversidad. Sin embargo, debido a múltiples factores (globalización, flujos migratorios, transferencia de tecnologías y conocimientos, o la simple replicación de las innovaciones) el nivel del resto de los países, lejos de disminuir, está en alza y, según el diagnóstico de Martel, ha alcanzado un punto en el que se presta a competir quizá no todavía en igualdad de condiciones con Hollywood pero sí sofrenando su hegemonía, beneficiándose de las debilidades del adversario –permitiendo en su caso negocios pirata– y tentando consolidarse en sus respectivas áreas de influencia.

5. The Rest: las potencias culturales emergentes

Martel abre el foco de su estudio al resto del mundo y pulsa el estado en el que se hallan las industrias de formatos y contenidos culturales en Asia (China, India, Japón y Corea), América Latina (Brasil y Venezuela, incluyendo en esta región a Miami y Los Ángeles), los países árabes (Egipto, Emiratos Árabes, Arabia Saudí, Líbano y Palestina) y Europa. Se trata de una investigación que desborda el terreno del cine aunque continua acotándose al sector audiovisual y a la forma en la que sus productos se modelan y propagan. El planteamiento que sigue Martel en estos análisis de caso-país, basados siempre en entrevistas con individuos relevantes del ámbito –directivos y perfiles de influencia–, responde en líneas generales al siguiente esquema: indagación de la industria interna acudiendo tanto a organismos públicos como a empresas privadas, análisis de la pujanza global del sector y, en último lugar, cotejo con las filiales de las majors presentes en el país. Por cierto que, de acuerdo con la percepción de Martel, quienes mejor estarían interpretando los cambios motivados por la globalización cultural serían los directivos y representantes de las grandes compañías en el extranjero. Son ellos los que, por razones de pragmatismo, se posicionan en contra de la uniformización advirtiendo que la mejor estrategia consiste en adaptar los contenidos a las tradiciones locales.

Dragones y tigres asiáticos

La primera parada es China, principal competidor en el plano geopolítico de Estados Unidos, cuenta habida de su población y crecimiento económico, y país en el que el entertainment estadounidense ha tratado de penetrar sin obtener hasta ahora grandes resultados. Al examinar el caso chino Martel no puede sino poner el acento en el marcado sesgo político que se infiltra en la actividad de la sociedad civil y, por lo tanto, en el delicado negocio cultural, que remueve símbolos a la vez que considerables cantidades de dinero. En este sentido, los principales problemas que encuentra son: 1) la censura, que aplicada sobre el cine ejerce el Ministerio de Propaganda, bloqueando la libertad de las tramas, aparte de que todas las películas han de ser aptas para todos los públicos; 2) la distribución, absolutamente controlada por el Estado mediante China Films, la oficina cinematográfica dependiente de dicho Ministerio; y 3) la distribución, en donde la piratería campa a sus anchas. El contexto en el que se desarrolla la producción cinematográfica no es por tanto estimulante en exceso, pese a su consideración oficialmente estratégica. La cifra que proporciona el Ministerio de 400 producciones al año no convence a Martel quien rebaja el número a unas 100 anuales. En relación a la difusión de películas estadounidenses, China tiene establecida una cuota máxima de 10 películas por año, lo que no impide que juntas sumen el 50% de la recaudación, gracias en parte al acuerdo anti-competencia que bajo cuerda mantienen las majors. En esta suerte de páramo creativo destaca el grupo eSun que preside desde Hong Kong el empresario Peter Lam (vinculado asimismo al Partido Comunista), cuya presencia se extiende a la producción musical y cuya ambición, henchida de orgullo nacional, es convertirse en punta de lanza de la industria cultural asiática. La referencia es interesante por lo que tiene de desafío a Hollywood, y por el contraste que establece entre el mercado hongkonés, más moderno, frente al continental. En efecto, no es casual que eSun opere desde esta ciudad, considerada una especie de «zona franca» (más adelante Martel nos descubrirá otras) en donde la censura es menos restrictiva y la seguridad jurídica y financiera se sitúa en niveles acordes a las normativas internacionales. Ahora bien, la proyección pan-asiática y global parece todavía compleja, dada la escasa repercusión en el mercado japonés y la nula penetración en India.

La potencialidad del mercado no es de cualquier manera baladí y explica el reiterado interés de las grandes multinacionales estadounidenses en China. Más allá de las aventuras que desde determinados estudios se ejecutan, sirviéndose de las limitadas posibilidades de coproducción, Martel expone dos ejemplos que ilustran el fiasco de las tentativas estadounidenses por hacerse con un trozo del pastel chino. El primero lo representa el estudio Warner, que vio cómo el acuerdo firmado en el año 1994 de inversión en multicines y en difusión de sus producciones fue gradualmente revocado: los porcentajes de beneficio inicialmente pactados se modificaron en perjuicio de la Warner, los chinos impidieron la exhibición de las películas y, finalmente, incluso las leyes nacionales cambiaron estableciendo la prohibición de la propiedad extranjera de salas de cine. El segundo caso lo encarnan las vicisitudes por las que han pasado los negocios de Rupert Murdoch en el «imperio del centro». El magnate estadounidense de origen australiano compró a principios de los años noventa el grupo Star (Satellite TV for Asian Region), compañía mediática de vocación pan-asiática. Pero, pese a su pragmatismo precautorio, que en China pasa por amoldar la información al control político, una frase suya referida a las libertades que conlleva la emisión por satélite determinó que el gobierno chino decretase la prohibición de las antenas parabólicas (medida por lo demás de alcance relativo dada la proliferación ilegal de las mismas). Una de las primeras reacciones de Murdoch fue abrir un canal análogo a la MTV, Channel V, cuyos contenidos están menos sujetos al marcaje comunista. Además, en 1996 fundó junto con el empresario Lui Changle, bien relacionado con Beijing, la cadena Phoenix Satellite TV. Se trata de una cadena de información que imita los modelos de talk show y noticias en directo que desarrollan la CNN o Fox. Phoenix ganó popularidad sobre todo a partir del 11S y aunque el gobierno limitó su señal a hoteles de tres o más estrellas, embajadas y edificios oficiales, su difusión es mucho mayor gracias al negocio de las parabólicas ilegales. Murdoch creó incluso a través de su tercera mujer Wendi Deng, a la que conoció en China cuando le servía de traductora, la website chinabyte.com. Sin embargo, los éxitos que Murdoch alcanzó tras sortear miles de obstáculos burocráticos se toparon con una realidad que dio al traste con todas sus apuestas: la gran mayoría de los contenidos de sus canales fueron «clonados y reproducidos, a veces simplemente traducidos al mandarín, violando todas las leyes sobre la copia ilegal» (p. 223), situación ante la que nada se puede esperar de los tribunales chinos, que convirtió en insostenibles sus negocios y por la que decidió retirarse del este mercado. Los intereses de Murdoch, al igual que los de la gran parte de los inversores culturales y de la comunicación estadounidenses se centran desde entonces en India.

El atractivo que produce India sobre Estados Unidos es similar al que presenta China, derivado de su enorme población y trepidante crecimiento económico. Además, existen un conjunto de ventajas comparativas que propicia India, cuyo sistema político ofrece una cobertura legal más garantista y donde el inglés se encuentra diseminado entre sus habitantes. No obstante, el grado de infiltración cultural estadounidense no es de gran relevancia. Un primer dato que llama poderosamente la atención es que, pese a la ausencia de políticas proteccionistas, la recaudación de las películas estadounidenses se restringe al 5%, frente al porcentaje abrumador del cine nativo, que supera el 90% de los ingresos. La descripción que Martel hace del caso indio nos suministra algunas pistas. El modelo narrativo indio se basa en el «song & dance» levantado sobre producciones muy extensas, de corte tradicional y mensaje evasivo, en los que se entremezclan varias tramas y que acaban con un final feliz. Además, la fuerza del cine indio viene respaldada por una industria veterana, la de Bollywood, que realiza alrededor de 250 películas al año y que, aun encontrándose en una fase de conversión –orientada a superar los esquemas heredados– cuenta con un bagaje profesional que no hace sino sofisticarse, incorporando agencias de talentos, empresas de marketing, &c. En India nos encontramos asimismo con una multinacional del sector de gran envergadura, apoyada por una amplia red telefónica, en posesión de centenares de salas de cine y que busca proyección exterior: Reliance Entertainment. El interrogante que suscita el cine indio es el de su capacidad para generar mainstream global, puesto que la modernización que impulsan sus nuevos creadores, jóvenes y urbanos, todavía no ha logrado dar con fórmulas que cautiven al mundo, cosa que por contraste sí logró Hollywood con Slumdog Millonaire. La lucha por controlar la «indianización» está en marcha, aunque posiblemente desde el interior del país las preocupaciones comerciales estén radicadas más a escala asiática que global.

Los dos últimos países que en esta esfera asiática analiza nuestro autor son Japón y Corea, centros de gravitación de una nueva cultura pop (J-Pop y K-Pop) que también se resisten a la americanización de su entretenimiento{7}. En estos dos casos Martel incide en el éxito que han logrado a la hora de consolidar circuitos de difusión de sus «formatos» (en los que los contenidos son secundarios) en su área de influencia, sobre todo en China. Si nos detenemos brevemente en Japón estamos ante un país que tras el trauma de la II Guerra Mundial experimentó un repliegue cultural del que tan solo ha salido en las últimas décadas gracias al éxito de los cómics manga y los videojuegos. Su fortaleza, que Corea ha adoptado, consiste en sustentar la exportación de los contenidos en la producción de hardware, industria en la que es puntera. La digitalización del manga a soportes móviles ilustraría esta sinergia y así las cosas, no es extraño que el Ministerio de Economía, Comercio e Industria impulse este tipo de exportación cultural. No obstante, el hecho social, por decirlo con Durkheim, común a ambos países y que copa la atención de Martel es de otra especie, al restringirse al ámbito de la música y la televisión y no extenderse a Occidente, desarrollándose principalmente en el mundo asiático: Taiwán, Seúl, Singapur, Shangai, pero también Vietnam, Filipinas e incluso Oriente Próximo, pero exceptuando India{8}. Se trata de la utilización de adolescentes para la fabricación de bandas de música y de series de televisión, los llamados dramas. Más allá de las tramas o las canciones, que se articulan sobre asuntos propios de la edad (a modo de ejemplo se cita la serie Boys over flowers), la clave de su influencia radica en la facilidad para calcar la idea en el entorno cultural: el producto sencillamente se relocaliza, cambiando el idioma y detalles menores. De hecho, el mejor activo de las estrellas asiáticas adolescentes, aparte de la condición sine qua non de la belleza, estriba en que sepan desenvolverse en distintos escenarios (baile, pasarela, actuación, &c.) y hablen varios idiomas. Por lo demás, el de la música y la televisión es un mercado más poroso, que dada su inocuidad apenas encuentra resistencia en China, país donde al cabo todos quieren hacer negocio.

La reconquista de América

El análisis de la expansión a escala cultural de las series televisivas lleva a Martel a estudiar los mousalsalets de los países árabes (procedentes sobre todo de Egipto) y las telenovelas latinoamericanas. A efectos de organización del discurso, centrémonos primero en esta última región. El estudio de América Latina debe subdividirse a su vez en dos esferas, aun estrechamente imbricadas, la brasileña y la hispana, que en la investigación de Martel incluye a su vez a Miami y Los Ángeles. Siguiendo su hilo conductor, Martel describe el inmenso éxito de los melodramas brasileños –emitidos en prime time, están a la cabeza de la exportación cultural de esta potencia emergente– abundando en la alta capacitación que han alcanzado los técnicos del medio. En particular, se centra en la cadena TV Globo, núcleo del entretenimiento brasileño perteneciente al holding empresarial Organizaciones Globo, de naturaleza básicamente mediática. La renovación que experimentaron sus estudios en los noventa, explica Martel, la ha puesto en disposición de condensar la cadena guión/rodaje/difusión en menos de un mes, emitir cinco telenovelas al día y producir 20 episodios por semana –con contenidos pegados a la actualidad y temas variables en función de la audiencia– hasta un total de 200 a los que puede llegar la permanencia de cada una. Ahora bien, existe una competencia brutal con las series de otros países latinoamericanos (México, Colombia, Argentina y, cada vez menos, Venezuela) por ganarse las audiencias de la región y por acceder al mercado hispano estadounidense, nación por otra parte en la que casi no se importan series extranjeras y que ya cuenta con dos cadenas orientadas a este colectivo: Telemundo y Univisión.

Martel acusa en este punto la ausencia de un canal televisivo con cobertura hemisférica y la conflictividad fraticida que se produce entre los países latinos, muy nacionalistas, que impide la gestación de una cultura común y explica que no sea en esta región sino en Miami donde solo pueda hablarse con propiedad de una capital cultural en español{9}. Con Miami sucede algo parecido a lo que acontece en Hong Kong, Singapur o Dubai: la ciudad, que aglutina como ninguna otra en el mundo la diversidad hispana, ofrece unos medios técnicos y una seguridad jurídica que no se encuentran en América Latina, a lo que hay que añadir el enorme potencial de difusión que implica su condición estadounidense. No es de extrañar que la repercusión mundial de los artistas hispanos (Shakira, Gloria Estefan, Ricky Martin) pase obligatoriamente por Miami o Los Ángeles según un esquema que se inicia triunfando en el país de origen y acto seguido conquista al mercado hispano de Estados Unidos. Cabe interpretar este fenómeno como una americanización de la cultura hispana, pero a su vez puede verse como una latinoamericanización de Estados Unidos, respaldada por el crecimiento demográfico del colectivo y por la instauración de un modelo bicultural, mestizo, que desborda las fronteras e ilustra el reggaeton, en el que se mezclan el rap, los ritmos caribeños y el spanglish, es decir, la tradición y la modernidad.

La acometida árabe frente al declive europeo

Tras el examen del «sistema hispano» Martel se centra en los países árabes: como se adelantó, Egipto condensa la producción de las series televisivas para todos los públicos (mousalsalets) que se ruedan para cubrir la gran demanda que se concentra en las semanas del ramadán. De hecho, en todo el mundo árabe el autor identifica dos ciudades que acaparan el sector de las industrias de contenidos culturales: El Cairo y Dubai, el emirato impío. Ambas cuentan con buenas infraestructuras y estudios de producción cualificados (el Media City de El Cairo y el Media City de Dubai), aunque es en El Cairo donde hay que ir a buscar a los creadores, al menos hasta la llamada «Primavera Árabe»{10}. Con una población de 75 millones de personas, Egipto es la capital del cine árabe y sus películas obtienen casi el 80% de la recaudación anual. Ahora bien, parte del secreto de su éxito reside en su vocación mainstream, distanciada del cine de autor a la francesa que se cultiva en Marruecos o Túnez, que apenas se exporta. Más allá de estos dos enclaves, Martel se desplaza a Riad para conocer la sede social del Grupo Rotana, empresa de entretenimiento de ambición pan-árabe, dirigida por el príncipe Al Waleed, sobrino del rey Abdallah. Este grupo, a la vanguardia de una arabización estandarizada, tiene repartidas oficinas sectoriales en distintas capitales estratégicamente seleccionadas: la música en Beirut, el cine en El Cairo, &c. Propietaria del 50% del catálogo de cine árabe y del 90% de la música mainstream, su objetivo inmediato es ganar presencia en el mercado magrebí europeo y penetrar gradualmente en África y Estados Unidos. En sus espacios televisivos su modelo de negocio consiste es servirse de formatos conocidos en Occidente: talk shows, infotainment o videoclips tipo MTV. Pero a diferencia de lo que sucede en Estados Unidos sus directivos no muestran recelos ante internet, instrumento de la «cultura desmaterializada» que predominará en el futuro. Sin menoscabar la envergadura que Rotana está cobrando, los interrogantes que se ciernen sobre el grupo derivan de su nacionalidad saudí, epítome del fundamentalismo religioso musulmán. Aunque de momento el régimen deja hacer al «príncipe progresista» –accionista por cierto de News Corp, Apple o Disney–, es llamativo el éxito de una empresa que difunde contenidos prohibidos en su país de origen.

Sin abandonar la cultura árabe, Martel cambia de ángulo, deja de lado las industrias culturales y dirige su lente sobre la historia de la cadena de informativos Al Yazira. Inaugurada en noviembre de 1996 en Doha con el respaldo del emir de Qatar, vista en su origen como una especie de Oficina de Asuntos Exteriores paralela de este pequeño Estado con grandes reservas de gas, su línea editorial se ha desplazado de un inicial arabismo laico hacia un creciente islamismo, próximo al credo de los Hermanos Musulmanes. Algunos achacan este giro al cambio de dirección que se produjo en 2003 cuando Wadah Khanfar pasó a gestionar la cadena; otros simplemente lo interpretan como una lógica adaptación de un medio privado a la audiencia mayoritaria. Sea como fuere, Al Yazira se convirtió, sobre todo a raíz del 11S, en el canal de noticias árabe de referencia. Su programación ofrece productos mainstream al estilo de los que se emiten en Occidente, con talk shows como La opinión contraria o La sharia y la vida –presentada por el jeque Yusif al-Qaradawi, una suerte de telepredicador islamista– que en opinión de Martel han contribuido a modernizar o cuando menos a agitar la mentalidad musulmana. Atento a las diversas sensibilidades que la modulan, Martel completa su descripción recogiendo las impresiones que extrajo de sus vistas a las sedes de Al Yazira en Damasco, El Cairo y Beirut, cuyo jefe-responsable Ghassan Ben Jeddou, de padre suní, madre cristiana y casado con una chií, entrevistó en noviembre de 2006 al líder de Hezbolá, Hassan Nasrallah. Ese mismo año el medio abrió su canal en inglés en una operación encaminada a llegar a la audiencia árabe y musulmana de todo el mundo y actualmente –debido asimismo a la apertura de nuevas websites y cadenas de deporte– Al Yazira se encuentra consolidada, goza de prestigio y mantiene el pulso frente a sus competidoras en la región, como Al Manar, en Líbano, al servicio de Hezbolá; o Al Arabiya de Arabia Saudí, con sede en Dubai, y que mantiene buenas relaciones con Estados Unidos. Al margen de estos casos resultan sintomáticos los descubrimientos que nos relata el autor callejeando por Beirut así como en sus campos de refugiados donde encontró almacenes piratas repletos de CD clandestinos con los últimos blockbusters estadounidenses, algo con lo que también se topó en Palestina.

El trabajo de Martel llega a sus últimos compases repasando la situación en Europa, que funciona como antesala al balance final. Europa representa el caso prototípico del declive –los últimos años acusan un saldo de exportaciones culturales negativo– en donde confluyen varios motivos que debilitan su industria, a excepción del sector editorial y, relativamente, el musical. Ciertamente, las dos mayores editoriales de libros, Random House y Time Warner Book, pertenecen a conglomerados empresariales europeos, Berstelmann (Alemania) y Lagardère (Francia), y tanto Universal Music como la antiguamente británica EMI forman parte de la francesa Vivendi. No obstante, la política descentralizada que define el comportamiento de estos grupos permite resguardar el dominio cultural estadounidense. De ahí que Martel cuestione el postulado marxista de acuerdo con el cual quien posee los medios de producción, los controla. No sería así al menos para Europa cuyo debilitamiento responde a que su producción tiende a inclinarse hacia un modelo antimainstream, jerárquico, elitista y patrimonial, demasiado atento a la oferta y poco a la demanda. Esto entronca con el descenso demográfico, factor a su vez relacionado con la falta de un mínimo de masa crítica juvenil necesaria para estimular la creatividad y el mercado. Además, la crisis cultural europea no vendría sino a reflejar una crisis genérica de competitividad provocada por la pujanza de las naciones emergentes. De hecho, incluso la posición de Londres y París como capitales de la música africana está viéndose socavada debido a la activación de nuevos ejes de difusión sur-sur, en el que entran en juego Sudáfrica, Brasil o China. A todo ello se suma la gran disonancia europea que consiste en defender la diversidad cultural en los foros multilaterales, en el discurso político-mediático y en la academia sin practicarla dentro de sus fronteras, exactamente al contrario de lo que hace Estados Unidos. En este punto, el autor echa de menos la recuperación de una cultura europea común, sin caer acaso en la cuenta de que difícilmente puede recuperarse lo que jamás se tuvo.

6. Balance y prospectivas

El panorama de la geocultura a escala global se perfila, en definitiva, como una aplicación sectorial de la reconfiguración que está experimentando la economía internacional, si bien la dimensión simbólica que remueven las industrias de contenidos culturales dota al sector de un impacto que resulta complicado medir con precisión. Ya no solo porque de por sí las cifras oficiales tengan dificultades para plasmar la realidad y sus tendencias –el box office suma divisas, no ventas; la piratería queda excluida de los cálculos, &c.–, sino porque los contenidos afectan al mundo de las imágenes y los valores. Ello repercute directamente sobre una de las principales conclusiones del estudio: la de que los sistemas que están articulando las potencias emergentes se miran en el modelo de Estados Unidos, hecho que no merma sino que expande la fuerza del capitalismo cultural. Por lo demás, la sofisticación que ha alcanzado Estados Unidos en materia de entretenimiento es incomparable y desborda las categorías de análisis con las que se interpretaban estos fenómenos: las majors funcionan en interconexión con agencias de talentos y pymes especializadas; la investigación e innovación procedentes de la universidad son parte consustancial al sistema así como la incorporación de elementos contraculturales; la desgravación de las que se benefician las empresas culturales conforman un método de inversión en el que el sector público participa sin dirigismos; la diversidad no se enuncia como un principio rector, sencillamente se practica. Martel habla así de un sistema impredecible pero estable, con una multiplicidad de agentes que compiten entre sí optimizando la eficacia del mismo y realizando al cabo productos tan diversos como similares, de modo que la expresión «diversidad estandarizada» sería la que mejor define el mainstream estadounidense. Frente a Estados Unidos se alzan sistemas que compiten con él, pero que sobre todo compiten aún entre sí para ganarse la hegemonía regional y que adolecen de ciertas carencias de las que habrían de sobreponerse para sumarse con todas las credenciales a esta guerra soft. China debería superar su proteccionismo cultural; India, definir un modelo consensuado de «indianidad» adaptado al presente; los países árabes, decidirse por el laicismo o no (como parece que está ocurriendo) amén de matizar su conflictividad interna (chií/suní); y América Latina, generar un núcleo de acción cultural compartido. La falta de un nuevo orden mundial consolidado provoca en paralelo la aparición de enclaves culturales en los que se aglutina la profesionalidad y la seguridad financiera y jurídica, y que –aun insertas en áreas de influencia determinadas–, desarrollan dinámicas de funcionamiento autónomas, así Hong Kong, Singapur, Dubai o Miami.

Por último, el porvenir inmediato aparece altamente condicionado por la «desmaterialización» de los productos culturales –fin de los CD, prevalencia del libro electrónico, muerte de la prensa en papel– que conlleva el advenimiento de la era digital. Más allá del reposicionamiento estratégico y adaptación que por fuerza tienen que llevar a cabo empresas e instituciones culturales, reforzando en el proceso su dimensión de servicio, Martel plantea tres posibles escenarios a futuro: uno, que podríamos calificar de «lampedusiano» en el que tras los cambios y la cristalización del nuevo modelo todo seguirá igual; otro, radical, en el que nada será como antes, los intermediarios desaparecerán y la segmentación confinará al pasado la propia noción de mainstream. Y, por fin, una tercera situación, intermedia –por la que Martel se decanta– en la que el mainstream pervive. Quizá sea ya la que prefigura la actualidad, la del K-Pop globalizado del Gangnam style en la que la difusión masiva por internet, e incluso pirata, se compagina con la supervivencia del capitalismo cultural, que premia solo a los triunfadores pero donde cualquiera puede hacerlo, acaso con más facilidad que antes{11}.

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Epílogo

Las predicciones de Martel se ubican de pleno en el debate de la desoccidentalización o decadencia occidental, cuestión que con el auge de las naciones emergentes y la crisis financiera internacional ha vuelto a cobrar peso. Así, del mismo modo que en el plano geopolítico Estados Unidos estaría viendo mitigado su hegemonía global –y junto a él, el resto de Occidente– también estaría perdiendo ascendencia cultural. En su versión radical la tesis de la desoccidentalización augura el declive de las instituciones sobre las que se propulsó su supremacía, adquirida en tiempos de la revolución industrial: el mercado, la ciencia y la democracia. Una de las claves explicativas para entender dicho declive pasaría por identificar la contradicción inherente al sistema de valores morales que destila la economía capitalista, sustentado a la vez sobre el consumo y el ahorro –tal es el cuadro que presenta Niall Ferguson en su obra Civilización: Occidente y el resto. De ahí el comportamiento cíclico, que va del estancamiento a la inflación y vuelta a empezar, de un sistema que en última instancia es insostenible. Aquí la crítica se desplaza a un peldaño superior de la mano de un maltusianismo de nuevo cuño –convenientemente acoplado a la tesis de la amenaza climática– que nos advierte del colapso al que estaría abocada la civilización. La creciente desafección hacia la democracia, o mejor, hacia las instituciones sobre las que descansa la representación de la soberanía nacional de acuerdo a la regla de la mayoría, es una evidencia factual en gran parte de Occidente. Es más, cuando hablan de la gobernanza global muchos analistas políticos evitan considerarla (Nathan Gardels, Anthony de Jasay, Kishore Mahbubani, &c.).

Pero quizá el factor de erosión más corrosivo proceda del relativismo cultural alimentado desde el interior de Occidente y que encuentra su fuente nutricia en el relativismo cognitivo. La equiparación valorativa de todos los sistemas culturales habidos y por haber, defendida por Frank Boas, Claude Levi-Strauss y, más recientemente, Robert Bellah, prepara el terreno para que la tentación un punto vanidosa de proclamar a Occidente la causa de todos los males gane adeptos. Suele acudirse a la etno-sociología y a los dislates del deconstruccionismo, desenmascarados en el célebre caso Sokal, para localizar la plataforma desde la que se levanta el relativismo cognitivo. Menos frecuente –y con ello recuperamos nuestra referencia inicial– es hallarla en las propuestas de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt. Y sin embargo su sistemático ataque al concepto de razón instrumental (dejando de lado la caracterización del capitalismo como un fascismo encubierto) no hace sino propiciar tal relativismo, que impugna a la postre la metodología científica de base experimental. El hecho de que la producción intelectual la escuela frankfurtiana no haya obtenido grandes resultados sobre el plano práctico{12}, no ha refrenado su infiltración en las disciplinas científico-sociales, contribuyendo decisivamente a anclar el postulado de lo que algunos denominan, frente a la falacia naturalista, la falacia moralista (Bernard Davis), esto es: la convicción de la superioridad epistemológica del «interés cognitivo-emancipatorio»{13}; falacia que trasladada a la opinión pública toma la faz del pensamiento políticamente correcto. Más allá de estos planteamientos, resulta más realista atenerse a la versión moderada de la desoccidentalización. Interpretación que, en consonancia con el libro que nos ha ocupado, opera en clave de occidentalización ampliada, expandiendo el libre mercado, la investigación científica y, de forma más leve, el método democrático de elección de élites («democracia schumpeteriana»), sin que ello implique un descenso del antagonismo, antes bien: inspira un incremento extremo de la competitividad. Una lógica de «conflictividad blanda»{14} ya plenamente absorbida por las empresas y las políticas culturales.

Notas

{1} El ensayista Nathan Gardels ha reformulando recientemente la tesis de Huntington: «Los conflictos del futuro tendrán tanto que ver con los abundantes tráficos culturales de la economía mundial de la información como con la escasez de recursos o la invasión de territorios». «Democratized Media Meets the Arab Political Awakening», Huffington Post, 14/9/2012.

{2} Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid 1998, p. 183.

{3} Ibíd., p. 208.

{4} Esta suerte de victoria kantiana resultado de la lógica marxista, ¿no esconde el triunfo religioso del romanticismo protestante? ¿Y no refuta de pleno la tesis frankfurtiana según la cual el triunfo del capitalismo estaría ligado a la consolidación de los valores utilitaristas?

{5} Quizá podría encontrarse un precedente en los templos-almacenes de la civilización sumeria, en el bien entendido de que en Occidente la ficción narrativa de las películas ha sustituido a los relatos religiosos en la función de dotar de sentido a nuestra existencia, o dicho con menos gravedad, de lógica finalista a la vida cotidiana.

{6} Tal y como relata Martel, la enorme inversión que supuso el proyecto del Rey León conllevó la restauración urbanística y comercial de la zona en la que se estrenó el musical, Times Square.

{7} Estados Unidos sí habría conseguido capitalizar sus inversiones de contenidos en Bangladesh, Pakistán, Afganistán, Nepal, Sri Lanka y, en parte, el sudeste asiático (Indonesia, Malasia y Singapur).

{8} Esta regionalización obedece en última instancia al factor religioso, según admite Martel, marcado por el confucianismo, más o menos pronunciado dependiendo del país, pero que sobrevuela el continente.

{9} El autor señala la influencia que ejerce Venezuela sobre algunas «naciones hermanas» (Cuba, Bolivia, Ecuador …) y no evita denunciar su clima autoritario, la asfixia en la que se mueven las producciones libres y el mercado de la publicidad (sin anuncios no hay margen para la televisión privada) además del propagandismo que inunda su sistema informativo y los vínculos opacos entre Telesur y Al Yazira.

{10} Recordemos que el 2 de septiembre de 2012 apareció por primera vez en la televisión pública egipcia una periodista con hiyab.

{11} Revisando el reportaje que el periodista Xavi Sancho dedicó al tema en el diario El País (1/9/2011), año y medio después podemos decir que David Hesmondhlagh sigue estando en lo cierto: «Estados Unidos dejará de ser la primera economía del mundo, pero tardaremos mucho más en ver cómo su hegemonía cultural se esfuma»; pero Timothy Taylor ya no: «Ni siquiera Internet […] ha logado que nazcan grandes estrellas globales procedentes de países que no sean los de siempre».

{12} Según el actual Gobernador del Banco de España, Luis Linde: «La Teoría Crítica no pudo entender, ni, por ello, explicar nada de lo que ocurrió entre el fin de la Primera Guerra Mundial y la desaparición de la Unión Soviética: sus ideas sobre el nazismo eran equivocadas; sus ideas sobre el sistema soviético eran equivocadas; sus ideas sobre el capitalismo democrático eran equivocadas». Quizá debido a que, como el mismo autor asegura: «todos ellos fueron, prácticamente, analfabetos económicos». Luis M. Linde: «Animal grotesco, pero feroz», Revista de Libros nº 179 (noviembre 2011).

{13} Eduardo Zugasti: www.revolucionnaturalista.com/2013/01/presentando-la-falacia-moralista.html

{14} Resuelta en parte (en la parte no «simbólica») por mediación del «dulce comercio» (Montesquieu), del que por cierto Marx se mofó en El Capital al relatar, en la génesis del capitalismo industrial, los efectos devastadores del colonialismo holandés: «He aquí cómo se las gasta el doux commerce».

 

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