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El Catoblepas, número 131, enero 2013
  El Catoblepasnúmero 131 • enero 2013 • página 9
Artículos

Dos respuestas a la crisis
del catolicismo tradicional español (1956-1972)

Pedro Carlos González Cuevas

Las revistas Punta Europa y Atlántida

Punta EuropaAtlántida

I. Una época de destrucción creativa

A mediados de 1966, José Manuel Ortí Bordás, antiguo Jefe Nacional del SEU, pronunciaba en el «Club Pueblo», una conferencia dedicada a La nueva derecha española, remontándose a los años en que Calvo Serer y Laín Entralgo polemizaban sobre la España como problema, con la revista Arbor por medio y los choques entre «excluyentes» y «comprensivos». Ortí acusaba a esa nueva derecha de integrismo religioso, de tendencia hacia un «totalitarismo teocrático» en lo político y tecnocrático en lo económico y, sobre todo, de un claro activismo antidemocrático. Frente a ella, los restos del falangismo representaban una nunca bien definida modernización social y política, consistente en el «acceso real del pueblo a la vida política, primacía de lo social y definitiva conquista del bienestar»{1}. En el fondo, el contenido de aquella conferencia era un fiel reflejo de las viejas querellas entre falangistas y monárquicos próximos al Opus Dei; y hacía referencia a una tendencia política que, por aquel entonces, distaba muy mucho de ser unitaria. Y es que, de hecho, la diatriba de Ortí Bordás no iba contra el extinto grupo Arbor, sino contra la tecnocracia dominante desde 1957. No resulta extraño que el contenido de la conferencia provocara sendas réplicas de Vicente Marrero y de Gonzalo Fernández de la Mora, antiguos colaboradores ambos de la revista Arbor, pero entonces defensores de dos alternativas políticas muy distintas con respecto al porvenir del régimen político nacido de la guerra civil{2}.

En el momento en que se pronunciaba aquella conferencia, la sociedad española en general y el régimen político en particular habían experimentado, o estaban experimentando, profundos cambios en su estructura e incluso en su proyección doctrinal. Las escaramuzas entre «excluyentes» y «comprensivos» parecieron haberse saldado a favor de los segundos, con la defenestración de Calvo Serer y su equipo de los cargos en el CSIC, en 1953. Sin embargo, la caída del autoproclamado líder intelectual de la Tercera Fuerza se debió más a su incapacidad de percibir que en la España de Franco la clase dirigente se reclutaba mediante cooptación desde dentro y no como resultado de luchas doctrinales{3}. Sin embargo, las disputas entre las distintas facciones del régimen continuaron, al tiempo que emergía una oposición interior. La muerte del filósofo José Ortega y Gasset fue, en cierta manera, el anuncio de un cambio en la situación. Un sector de la juventud universitaria iba a romper de manera nítida con el régimen de Franco; algo que se puso de manifiesto en los sucesos de febrero de 1956, con motivo del día del estudiante caído; y en los sucesivos conflictos universitarios, que darían al traste con la hegemonía del SEU{4}.

Ante la magnitud de aquellos acontecimientos, Franco resolvió la crisis despidiendo al Ministro de Educación Nacional Joaquín Ruíz Giménez y al secretario general del Movimiento Raimundo Fernández Cuesta. A ello se sumó posteriormente el fracaso del proyecto político totalitario del nuevo secretario general del Movimiento José Luis de Arrese, cuyo objetivo era lograr la hegemonía falangista sobre el conjunto de las fuerzas políticas concurrentes en el régimen; lo que suscitó una fuerte oposición en las restantes facciones, desde la militar hasta la católica, pasando por los monárquicos. No obstante, el golpe de gracia a tales proyectos vino de la mano de la jerarquía eclesiástica, que presentó a Franco una declaración en la que se rechazaba las pretensiones de Arrese, que fueron comparadas con los proyectos del fascismo, el nacional-socialismo y el peronismo, «formas todas ellas condenadas por la Iglesia»{5}. Fue el final de Falange como fuerza política influyente en el seno del régimen.

El cambio de gobierno de febrero de 1957 resultó ser el comienzo de un giro radical en la política económica –que culminaría en el Plan de Estabilización de 1959– y de la adquisición de nuevos criterios de legitimidad por parte del régimen. Hacienda y Comercio fueron ocupados por hombres adscritos a la sociedad religiosa Opus Dei, como Alberto Ullastres y Mariano Rubio. El antifalangista y católico conservador Luis Carrero Blanco fue nombrado subsecretario de la presidencia del Gobierno. Laureano López Rodó, miembro numerario del Opus Dei, obtuvo la de Administración Pública y la Oficina de Coordinación y Programación Económica. A instancias de Carrero Blanco, López Rodó se reunió con el intelectual monárquico Gonzalo Fernández de la Mora, antiguo colaborador de Arbor, para elaborar las primeras bases de la Ley de Principios del Movimiento Nacional y de lo que luego sería la Ley Orgánica del Estado{6}. Promulgada el 17 de mayo de 1958, la Ley de Principios del Movimiento Nacional supuso el triunfo final de los conservadores autoritarios sobre lo que quedaba de Falange. Suponía una clara continuidad con la Ley de Sucesión de 1947, ratificando como fórmula política la Monarquía tradicional. No se reconocía ningún papel a Falange. El Movimiento se definía como «comunión de los españoles en los ideales de la Cruzada». Se garantizaba la confesionalidad católica del Estado y hacía suya la doctrina social de la Iglesia. La representación corporativa era la única representación legal y los Principios eran, por su propia naturaleza, «permanentes e inalterables»{7}.

Bajo la égida de los llamados «tecnócratas», la sociedad española experimentó cambios cualitativos en sus estructuras sociales y económicas. Como consecuencia de un desarrollo económico sin precedentes, se agudizó la desintegración de la sociedad agraria tradicional y la fuerza de trabajo liberada de la agricultura alimentó la espiral del movimiento de concentración urbana, que supuso la redistribución espacial de la población, y que constituiría la base demográfica de la industrialización y de la terciarización de la estructura económica{8}. La modernización socioeconómica y tecnológica no se limitó, lógicamente, a los cambios infraestructurales. Como en el caso de la estructura productiva, se produjo un incesante y contradictorio proceso de «destrucción creativa»{9} en los ámbitos de la moral, de los valores sociales y de las mentalidades. Se abrieron las puertas a la secularización cultural, deslegitimando progresivamente la tradición católica, base que se consideraba de la identidad nacional y que fue erosionada de forma radical. La tradición fue perdiendo su plausibilidad en el proceso en que la sociedad industrial se consolidaba y quedó despojada de su carácter paradigmático para la actualidad. Como ha señalado el teólogo Olegario González de Cardenal: «Se inicia así un proceso de inmanentización de la realidad con el siguiente cierre frente al orden trascendente y las promesas escatológicas»{10}.

Todo lo cual tuvo profundas consecuencias de carácter ideológico-político e incluso filosófico. Como ya señaló agudamente Joseph Schumpeter, el desarrollo económico y la consolidación de la civilización capitalista implica una actitud «racionalista» ante la sociedad y ante la vida{11}. Este proceso tuvo como reflejo el tipo de discurso filosófico cultivado por las nuevas elites intelectuales y políticas afines a la tecnocracia y al Opus Dei, con la asunción de la fenomenología de Husserl, como se reflejó en la obra de Antonio Millán Puelles, y la apertura incluso a la filosofía neopositivista o analítica anglosajona{12}.

A nivel de filosofía política, ello tuvo su manifestación más paradigmática en el libro de Gonzalo Fernández de la Mora, El crepúsculo de las ideologías, publicado por la editorial Rialp en 1965. Se trataba de la máxima teorización del nuevo Estado tecnoautoritario; y en la elaboración de un nuevo proyecto político de Aufklärung conservadora{13}. En esta obra, el intelectual monárquico aceptaba la conciencia moderna, es decir, la racionalidad funcional del cálculo y de la eficacia; la racionalidad que acepta el «desencanto del mundo» y con ello la fragmentación de cosmovisiones, la pérdida de unidad cosmovisional religiosa y, sobre todo, la experiencia del relativismo. Su concepción del proceso histórico era decididamente progresista; la historia era «el laboratorio del mithos al logos». Progreso es sinónimo de «racionalización» de los distintos aspectos de la vida social y política. El ideal por antonomasia de la época contemporánea era el desarrollo económico, «motor primigenio de la Humanidad», cuyas consecuencias sociales eran sumamente importantes y liberadoras: homogenización de las clases sociales, pragmatismo político y bienestar social. En consecuencia, resultaban necesarias formas más racionalizadas de organización política y económica. La organización política evolucionaba desde el estadio «carismático» al «ideológico», para culminar en el «científico». En aquellos momentos, las sociedades más avanzadas se encontraban en un proceso de transición entre la edad «ideológica» y la edad «científica» o «positiva». Fernández de la Mora definía a las ideologías, en un sentido muy próximo a Vilfredo Pareto, como «derivaciones», es decir, conjunto de razonamientos pseudológicos que construye el hombre para persuadirse y persuadir a los demás para que crean ciertas cosas o ejecuten diversas acciones; son «mitos», «creencias», filosofías políticas «popularizadas», «patetizadas», «simplificadas». Las ideologías en decadencia eran el socialismo, el liberalismo, la democracia cristiana y el nacionalismo. Para demostrarlo, Fernández de la Mora recurría a una serie de apreciaciones sobre hechos sociales contemporáneos: la progresiva despolitización de las poblaciones, el alto nivel técnico y asistencial de las sociedades industriales, el fin de la lucha de clases, la «convergencia» entre ideologías hasta entonces antagónicas, como el liberalismo y el socialismo, &c. Por otra parte, la religión iba siendo desplazada a la periferia social y política, recluyéndose en la «intimidad». De ahí que la democracia cristiana no fuese testimonio de fe genuina, sino mera táctica política. El nacionalismo venía a ser una afirmación irracional, que respondía a una mentalidad primitiva, porque la racionalización de la vida política llevaba a la formación de ámbitos supranacionales, como el Mercado Común. El socialismo, sobre todo en su versión marxista, era insostenible desde el punto de vista de la teoría económica e ineficaz desde el punto de vista de la eficacia económica. El sistema demoliberal no era representativo, porque degeneraba en partitocracia. Y tampoco podía sostenerse la doctrina del laissez faire después del triunfo de los planteamientos de Keynes. De esta forma, se imponía en la vida económica el intervencionismo y la planificación indicativa junto a las políticas de bienestar. En la vida política, la preeminencia de los «expertos» sobre políticos e ideólogos y la hegemonía del poder ejecutivo sobre el legislativo, lo mismo que la representación de intereses sobre la canalizada por los partidos políticos{14}. A nivel religioso, se imponía la «interiorización de creencias» y el abandono del principio de confesionalidad del Estado{15}.

Las tesis de Fernández de la Mora no sólo conducían a un proyecto de modernización conservadora, sino al planteamiento de una reforma intelectual y moral, una «gran cura de racionalización»; lo que obligaba a renovar la galería de «iconos venerables», entre los que era preciso desatacar a representantes de la racionalización de la cultura española como Hinojosa, Menéndez Pelayo, Cajal, Asín Palacios, Torres Quevedo, La Cierva, Menéndez Pidal, Torroja, Marañón, Zubiri, Amor Ruibal, D´Ors y Ortega. De cara a la defensa de tal proyecto fue fundamental su labor de crítico de ideas en el diario ABC, luego publicadas en seis volúmenes por la editorial Rialp bajo el título de Pensamiento español.{16}

Las tesis de Fernández de la Mora, que fueron muy discutidas, eran reflejo del nuevo contexto social, económico, político y cultural; y suponían, en el fondo, una profunda crítica a los fundamentos de la teología política en que, hasta entonces, había descansado el proyecto político del conjunto de las derechas españolas, y en particular de las fuerzas que apoyaban al régimen nacido de la guerra civil. En el fondo, Fernández de la Mora venía a decir los viejos planteamientos teológico-políticos eran epistemológicamente incompatibles con los nuevos saberes científicos característicos de la nueva sociedad industrial.

A ello se unieron las repercusiones del Concilio Vaticano II en el establishment español, que fueron igualmente determinantes. El aggiornamento eclesiástico vino de la mano de un intento de responder a las condiciones sociopolíticas del mundo moderno. Puesto en marcha a comienzos de 1959, el Concilio Vaticano II supuso un serio golpe para el catolicismo tradicional y, por ende, a la teología política que servía de legitimación al régimen nacido de la guerra civil. Temas como el ecumenismo; el aggiornamento; la declaración de libertad religiosa no sólo para los católicos, sino para todos los hombres y la consiguiente renuncia al intento tradicional de defender la fe mediante la protección del Estado, creyéndola amenazada por la ciencia y la cultura moderna; incluso la negativa a reiterar la condena del marxismo y del comunismo; todo ello supuso un cambio cualitativo en el campo religioso de la España de los años sesenta.{17} En el fondo, para algunos como Hans Barion y Carl Schmitt, fue un intento de adaptar el discurso eclesiástico a la hegemónica ideología demoliberal{18}. Su contenido doctrinal no sólo contribuyó aún más a deslegitimar la teología política tradicional, sino al modernismo tecnocrático defendido entonces por un sector de la elite política del régimen, en beneficio del modernismo profético auspiciado por la base eclesial{19}. Además, la teología política tradicionalista fue progresivamente sustituida, en el discurso de no pocos jóvenes teólogos, por una teología revolucionaria, cuyos profetas fueron Johan B. Metz, Jürgen Moltnam, Ignacio Ellacuría, José María González Ruíz, José Luis López Aranguren, José María Díez Alegría, &c., &c.{20}

Para el régimen político nacido de la guerra civil, la situación inaugurada por el proceso de cambio social y por el Concilio Vaticano II resultaba enormemente problemática. Y es que el catolicismo no era solamente en España una religión; era un sistema de creencias y de mores, que había marcado toda la nación, sus ideas, su política; objeto de luchas internas y externas. De ahí que la crisis del catolicismo tradicional fuese una crisis auténticamente nacional. Porque esta crisis significaba el final de una época de la historia de España. Ante tal problemática, lo sectores intelectuales y políticos afines al régimen de Franco tenían dos opciones: la fidelidad al marco doctrinal de la teología política tradicional, es decir, la legitimación religiosa del orden político-social; o la alternativa del modernismo neoconservador. La primera estuvo representada por el revista Punta Europa; la segunda, por la revista Atlántida.

II. Punta Europa:
la persistencia de la teología política

1. Vicente Marrero: estética y ortodoxia.

En enero de 1956, apareció el primer número de la revista Punta Europa. Su principal promotor fue Lucas María de Oriol y Urquijo, miembro de una conocida familia de la alta burguesía vascongada{21}, muy afecta al tradicionalismo carlista, pero que finalmente aceptó a Juan de Borbón como futuro rey en el Acto de Estoril de 1957, que, a su juicio, había posibilitado el final de la larga escisión dinástica{22}. De hecho, la dirección postal de la revista se encontraba, desde 1958, en la calle Montalbán, 14, propiedad de la familia Oriol. Aparte del financiero vasco, el escritor canario Vicente Marrero Suárez ejerció, hasta 1966, las funciones de director de la revista; mientras que Domingo Paniagua era el secretario de redacción; y Carlos Murciano, el administrador.

La trayectoria de Punta Europa resulta inseparable de la figura y de los planteamientos de Vicente Marrero, cuya ideología fue calificada de «donosista» por el escritor Francisco Umbral, colaborador literario de la revista{23}. Nacido en Arucas, isla de Gran Canaria, el 16 de julio de 1922, Marrero pertenecía a una familia de acomodados agricultores vinculados al cultivo y comercio del plátano. Su educación fue profundamente tradicional y católica. Estudió primero en los Hermanos de la Caridad de Arucas, hasta que ingresó en el Colegio de San Juan Bautista de la Salle. Su vocación política fue muy temprana. A los catorce años llegó a ser presidente de la Juventud Católica de Arucas, alistándose, una vez que estalló la guerra civil, en el Frente de Juventudes. Finalizada la contienda, ingresó en la Universidad de La Laguna, donde estudió Derecho; y luego se trasladó a Salamanca, licenciándose en 1941. Cursó en Madrid los estudios de doctorado en Derecho; y colabora en el Consejo Superior de los Jóvenes de Acción Católica, siendo uno de los fundadores del grupo «Pacomia», cuyo asesor fue el catedrático del doctorado en Derecho y luego arzobispo fray José López Ortiz. Entre sus miembros, se encontraban Torcuato Fernández Miranda, Ángel González Álvarez, Federico Rodríguez, &c. Gracias a una beca Humboldt, Marrero logra, en 1943, una estancia en la Universidad alemana de Friburgo, donde permanece cerca de seis años, ejerciendo de lector de español; y conoció a Martin Heidegger y Romano Guardini.{24} Viajó igualmente por Italia y Francia, reintegrándose a España en 1949. Funda con un grupo de amigos tradicionalistas, entre los que destacan Luis Hernando de Larramendi y Rafael Gambra, la editorial Cálamo, en cuya colección Esplandián publica su primer libro de carácter político, El poder entrañable.{25} En las páginas de este libro pueden percibirse ya las constantes de su pensamiento político, asentadas en un sentido radicalmente católico-tradicional de la vida, cuyos portavoces habían sido Donoso Cortés, Jaime Balmes, Menéndez Pelayo, Juan Vázquez de Mella, Ramiro de Maeztu y el grupo Acción Española. A lo largo de toda su vida, Marrero estuvo inserto en la versión más radical de la tradición teológico-política de la derecha española{26}. A su entender, el mundo moderno se caracterizaba por la «hedonia social» y el «imperialismo estatal»; lo que conducía a «la desaparición de los notables, el fin de las elites, la apoteosis de la gente pequeña… dejando desatendido el problema principal para el hombre: lo cualitativo». Un problema que sólo podía resolverse instaurando lo político en «la creencia en Dios». A ese respecto, consideraba que la democracia cristiana era incapaz de dar soluciones políticas, sobre todo por su «procedencia liberal». Era necesaria, por lo tanto, una «versión política del cristianismo menos nominal y más entrañable y eficiente». Esta política «entrañable» tenía como fundamento la creencia en que «la firmeza o unidad formada por ese «todo», que se denomina sociedad, poder, familia o cualquier otra forma de convivencia, es una firmeza o unidad de coordinación, y no una unidad simple que existe en la sociedad independientemente de los individuos». Se trataba, en definitiva, de la restauración de la sociedad tradicional, monárquica y corporativa, basada en «los poderes entrañables»: «Su fundamento está en el afecto. El afecto en la conciliación entre los principios de autoridad y libertad; se encuentra en medio de ellos, comprendiendo a ambos en lo que tienen de mejor y evitando los conflictos». A ese respecto, Marrero se mostraba enemigo tanto del liberalismo como del totalitarismo comunista y fascista: «En sustancia, las dos son descarrilamientos de una actitud originariamente entrañable, de la cual la revolución liberal y la roja son desafortunadas y falsas versiones». Tampoco se mostraba demasiado afín a Maurras, al que acusaba, por su agnosticismo religioso, de fomentar «la divinización de lo político, el descuido de la moral privada, los moldes paganos, el positivismo filosófico o el extemporáneo clasicismo». De la misma forma, condenaba los proyectos de Estado benefactor propugnados tras el final de la Segunda Guerra Mundial: «Hoy, el ideal de toda Europa es el ideal del socialismo de Estado (…) De la intervención estatal se puede hacer un episodio, nunca una regla fija»{27}.

Sin embargo, no sólo se dedicó al ensayo político, sino a la estética. Analizó la escultura de Ángel Ferrant; pero su artista favorito fue Pablo Picasso, a quien hizo una entrevista, publicada en el diario Informaciones, en 1954. Fue la primera vez, tras la guerra civil, que el pintor malagueño aparecía en la prensa española. Marrero tenía una buena opinión de Picasso como persona y artista:

«Picasso se siente más español que nunca. Ama a España de una forma desesperanzada. Su misma figura es más andaluza y bronceada que cuando le veíamos en fotografías de otros tiempos. Ágil, sumamente ágil, con una agilidad que desdice de sus setenta y tres años. Es pequeño de estatura. Tiene el corte y el recorte de la raza en el gesto y en el aire. La fabla dulce de meridional y la mirada terrible.»

Era, además, «un gran conversador». A juicio de Marrero, lo importante para el malagueño no era la política, sino «la obsesión dolorosa propia del que ha sentido el desgarramiento de la carne de España y del mundo, que de uno u otro modo nos duele a todos los españoles, cualesquiera que sean sus ideas y opiniones». Cuando, en la entrevista, el canario le pregunta por su adhesión al comunismo, Picasso «se sonríe, con una sonrisa que no acierto a describir y deja sin respuesta mi pregunta». Para Marrero, lo fundamental en la obra del malagueño era «su lucha contra el arte burgués y el materialismo»{28}.

Y es que Picasso no había caído en el materialismo ni en el naturalismo. A semejanza de Sócrates o Kierkegaard, se esforzaba no en adoctrinar, sino en «alumbrar lo verdadero por sí mismo». Su pintura no era racionalista, sino que se encontraba instalada en la esfera del mito, «dentro de un misterio que hay que vivir para entenderlo». Sus obsesiones tenían su reflejo en la figura del toro como animal mítico. El toro picassiano representaba «la crueldad, la brutalidad, sombra oscura que pesa sobre el tiempo, mal del siglo, el profundo malestar que se ha propuesto pintar». El caballo, en cambio, venía a representar «la inocencia, la debilidad, lo indefenso». El Guernica, donde aparecían ambos arquetipos, era el escenario de un «drama íntimo» en el que el tema político «desaparece por completo para ganar una dimensión espiritual más allá de todo género de historicismo». «Es el drama de miles de ciudades europeas, impotentes ante la fuerza, ante el toro, sean cuales sean sus banderas y partidarios»{29}.

Desde el principio, caracterizó a Marrero una enemiga radical hacia los intelectuales falangistas de la revista Escorial, a los que acusaba de menospreciar el pensamiento tradicional en general y a la figura de Ramiro de Maeztu en particular. Y es que, en 1943, el escritor Emiliano Aguado había glosado el libro de Maeztu, En vísperas de la tragedia, llegando a la conclusión de que en la obra del pensador vasco todo era improvisación y que carecía de originalidad{30}. La diatriba no pasó desapercibida para el escritor canario, cuya lectura le produjo un profundo malestar: «Desde aquel entonces se me clavó una espina en el alma y hasta que publiqué mi libro Maeztu y media docena de libros suyos que forman parte de sus obras completas, no he podido olvidar la irritación que me produjo.»{31}

Por aquellas fechas, se incorporó a la secretaría de la revista Arbor, órgano del CSIC{32}. Sus colaboraciones en la revista fueron muy polémicas, en particular por sus ataques contra Ortega y Gasset, a cuya filosofía acusó de ser, con motivo de un homenaje que le tributaron sus discípulos católicos, «el esfuerzo encaminado a descristianizar a España más inteligente, sistemático y brillante que se ha visto en nuestra patria después de la aparición de la Institución Libre de Enseñanza»{33}. La respuesta de los orteguianos católicos no se hizo esperar. Dionisio Ridruejo, Julián Marías, Alfonso García Valdecasas, Emilio García Gómez, Miguel Cruz Hernández, José Luis López Aranguren, Salvador de Lissarrague, Luis Díez del Corral y Pedro Laín Entralgo, firmaron una carta conjunta de protesta, en la que se repudiaba tajantemente la opinión de Marrero, calificándola de «absoluta y gravísima falsedad»{34}. Para algunos, aquel escrito fue el primer manifiesto de lo que posteriormente se denominaría «orteguismo católico».

Después de su salida del CSIC, tras la defenestración de Calvo Serer, Marrero publicó su biografía de Ramiro de Maeztu. La obra estaba escrita desde una perspectiva dantesca. La trayectoria del intelectual vasco se dividía en tres etapas: el «infierno», de su juventud anarquizante y rebelde; el «purgatorio», que engloba el período de su estancia en Gran Bretaña; y el «paraíso», a partir de su conversión al catolicismo y su defensa de los valores tradicionales. Curiosamente, en la obra se incidía menos en esta última etapa que en las anteriores. Sobresalía de nuevo en sus páginas un antiorteguismo radical, definiendo al filósofo madrileño como «el mandarín de una China amurallada de intelectuales que han heredado del maestro muchas de sus aficiones: el adornarse y pavonearse con plumas exóticas, la helomaquia, el hinchar el pecho, engolar la voz, el trato digno de un Emperador de Bizancio»{35}. La biografía de Maeztu obtuvo el Premio Nacional de Literatura.

Y es que el libro de Marrero estaba inserto en un proyecto de relanzamiento no sólo de la obra del intelectual vasco, sino de la alternativa monárquico-tradicional heredera de Acción Española. A comienzos de 1957, apareció la Asociación de Amigos de Maeztu, entre cuyos socios y fundadores se encontraban Martín Almagro, José Raimundo Basabe, Rafael Calvo Serer, José María Desantes, el marqués de la Eliseda, José Ignacio Escobar, Santiago Galindo Herrero, el marqués de Quintanar, el conde de Gamazo, Alfonso García Valdecasas, Juan José López Ibor, Torcuato Luca de Tena, Antonio Millán Puelles, Lucas María de Oriol, Alfonso Osorio, José Luis Vázquez Dodero, Eugenio Vegas, Jorge Vigón, Gonzalo Fernández de la Mora y el propio Vicente Marrero. Gonzalo Fernández de la Mora preparó un fascículo con el Ideario, compuesto por fragmentos de la obra del Maeztu tradicionalista, seleccionados bajo la sentencia «Ser es defenderse»{36}. En la Asociación se inició el proyecto de edición de las obras completas de Maeztu, que ordenó Marrero y cuyos primeros volúmenes aparecieron publicados en Editora Nacional y Rialp.

Idéntico objetivo es el que se perseguía a través de Punta Europa{37}. La estructura de la revista era la siguiente. En primer lugar, un editorial; luego la sección denominada Lengua de Fuego, en la que se insertaba un fragmento tomado de autores como Maeztu, Guardini, Pío XII, Bernanos, Donoso Cortés, Balmes, Danielou, Santiago Ramírez, Theilard de Chardin, Juan XXIII, &c. A continuación, la Crónica Internacional, sección firmada por Juan Alba. La Crónica española, luego denominada «Puertas adentro», solía correr a cargo de Marrero, Amalio García-Arias, Oriol, López Medel, Carlos Luis Álvarez, &c. Pliego Literario, contenía narraciones, poesías y estudios, donde sobresalían las firmas de José Hierro, José García Nieto, Gerardo Diego, Rafael Morales, Manuel G. Cerezales, Francisco Elías de Tejada, Félix Grande, Carlos Murciano, Dolores Medio, Carmen Conde, Francisco Umbral{38}. Ensayos. Actualidad Social y Económica. Criba y Comentarios. Notas al paso, era una sección escrita por Carlos Murciano. Horizontes abiertos, era una sección donde se hacían semblanzas de intelectuales católicos, de los que se ofrecían textos inéditos: Millán Puelles, Roberto Saumells, Adolfo Muñoz Alonso, Rafael Calvo Serer, &c. Y, por último, la sección Caña y Mosca, escrita por Domingo Paniagua. Destacaba la presencia de escritores extranjeros como Evelyn Waugh, Arnold Toynbee y Henri Massis.

El nombre de la revista lo llevó igualmente una editorial, Ediciones Punta Europa, donde aparecieron las siguientes obras: Ortega y el núcleo de su filosofía, de Santiago Ramírez; La juventud hoy, de Horia Stamatu; La guerra española y el trust de cerebros y Teoría de una posibilidad española, de Vicente Marrero; España, aire nuevo, de Lucas María de Oriol; y Revistas culturales contemporáneas, de Domingo Paniagua.

En su primer editorial, se presentaba a la España de los años cincuenta como un ejemplo para el resto de Europa, señalando «la incompatibilidad entre las ideas de la gran democracia y la dignidad del hombre», ya que «la tiranía se desarrolla preferentemente en las democracias, y ya nadie discute en la historia de las ideas sociales y políticas que en la democracia hunden sus raíces las formas totalitarias que el mundo civilizado rechaza de forma unánime». Esta situación privilegiada de España era producto del 18 de julio, «fecha cumbre en la España contemporánea, ante la que es imprescindible pararnos siempre para renovar toda posición que, entre nosotros, suponga un acto de existencia colectiva». A juicio del editorialista, el 18 de julio suponía la continuación de las guerras carlistas{39}. Gracias a su fidelidad al catolicismo tradicional, España sería, en el futuro, «uno de los campeones de la unidad moral del mundo»{40}.

Resulta significativa que, desde sus primeros números, la revista se viera obligada a señalar que no estaba vinculada al Opus Dei{41}. Cuatro años después, hubo de reiterarlo{42}. Tanto es así que finalmente tuvo que publicar una carta del consiliario del Opus Dei, Florencio Sánchez Bella, en la que se confirmaba que Punta Europa no era el órgano intelectual de la Obra.{43}

La aparición de la revista fue bien recibida, entre otros, por Florentino Pérez Embid, que destacó «el vigor cultural de su contenido y su presentación cuidada y sobria»{44}.

2. Una alternativa institucional.

El modelo institucional defendido por la revista era la Monarquía tradicional, social y representativa. Una forma de gobierno que había tomado «una significación social más que política»; y que significaba un «verdadero democratismo orgánico, con tal proyección en las clases populares y que, en gran medida, puede servir de base y experiencia a la instauración monárquica del futuro y que interpretando fielmente el espíritu del Movimiento Nacional, postula la legislación vigente en España». Igualmente, la Monarquía tradicional era garante de una representación genuina, porque en ella «la participación del pueblo no constituye la autoridad, pero es indispensable como factor asistente de la misma»{45}.

Fruto de varios artículos en la revista, Marrero publicó, en 1964, el libro La consolidación política. Teoría de una posibilidad española, en cuyas páginas se propugnaba lo que el autor denominó un «Estado con signo», es decir, la posibilidad de perfeccionamiento y adaptación, en un sentido tradicionalista, del régimen nacido de la guerra civil, condenando los «panfilismos liberalizantes deseosos de retornar a los supuestos anteriores al 18 de julio». Marrero sostenía paladinamente que el Movimiento Nacional era antiliberal, que no podía haber ningún liberalismo lícito, y que, en realidad, lo liberal era «la libertad de conciencia, el laicismo y el odio a la Iglesia». Por otro lado, Marrero negaba que el Movimiento Nacional tuviera un carácter nacionalista o totalitario. El proyecto de Marrero consistía en afirmar la intangibilidad de los principios e incrementar la capacidad representativa de las Cortes, en fortalecer los cuerpos sociales intermedios, en delimitar los poderes y modo de designar al jefe del Gobierno, en regular las libertades de prensa y en aceptar, como y había hecho Juan Vázquez de Mella, los partidos políticos accidentales.{46}

El libro mereció una crítica de Fernández de la Mora en ABC. Su contenido mostraba el escaso aprecio intelectual que Fernández de la Mora respecto al escritor canario. En un principio, coincidía en su lealtad al espíritu del 18 de julio. Sin embargo, rechazaba su antiliberalismo de corte integrista: «No es históricamente cierto que el liberalismo haya sido siempre algo ilícito y pecaminoso. Esta era la tesis integrista del Padre Sardá. El liberalismo, como todas las ideologías políticas, ha evolucionado profundamente. Yo no sólo no lo condenaría en bloque, sino que salvaría de él, como han hecho los Pontífices, sus numerosos elementos nobles». Tampoco estaba de acuerdo en la forma en que Marrero intentaba conceptualizar el Movimiento Nacional, que sólo podía hacerse, como demostró Carl Schmitt en los años treinta, contraponiéndolo a «pueblo» y «partido», algo que el canario no hacía. Además, no explicaba la forma en que podía configurarse el Movimiento Nacional y los partidos accidentales. «Si el Movimiento son todos los ciudadanos, es sinónimo del pueblo; si es solo una parte, es sinónimo de partido. ¿De qué clase de partidos se trata? No hay otro planteamiento lógico del tema. A mi juicio, el Movimiento es un partido único sui generis». Censuraba igualmente el monarquismo emotivo de que se hacía gala en el libro: «Conceptualmente, la Monarquía no es menos racional que una creación matemática. Que, además, los pueblos puedan apasionarse por ello, es otra cuestión». En el fondo, la valoración del conjunto de la obra resultaba negativa: «Reducido a sus patrióticas esencias electorales, me pronuncio tajantemente a favor; pero elevado a la categoría de teoría del Estado no puedo decir lo mismo»{47}.

Marrero y Fernández de la Mora discrepaban igualmente en la valoración de la figura del primer Maeztu. En 1967, Rialp publicó una nueva edición de Hacia otra España, la primera obra del intelectual vasco, con un prólogo de Marrero, en cuyas páginas se denunciaba el «adanismo o futurismo» de Maeztu, y que concluía de la siguiente manera: «Si se tiene en cuenta, pues, en su conjunto, el pensamiento de Maeztu, creemos que se hace más bien que mal reeditando el presente volumen»{48}. Para Fernández de la Mora, en cambio, el mensaje de Hacia otra España era más actual que nunca, porque se trataba de un preludio del proyecto desarrollista y tecnocrático que experimentaba la sociedad española en aquellos momentos: «Frente a los debates constitucionales, pedía desarrollo económico y elevación de la renta. Condenaba en bloque y a secas a todo lo que entonces se llamaba política y concebía el gobierno como una gran gestión empresarial»{49}

Esta valoración negativa se extendía a Punta Europa, en cuyas páginas nunca colaboró, salvo en una polémica con el tradicionalista Frederick D. Wilhelmsem, y a la que, con posterioridad, calificó de revista «literaria, de menor densidad conceptual y de mensaje difuminado»{50}.

2. En torno a los intelectuales: la encina y la hiedra

Punta Europa siguió a rajatabla el esquema menendezpelayista, luego renovado por Ramiro de Maeztu en Acción Española, de la clasificación de la intelligentsia españoles según los moldes canónicos de ortodoxia/heterodoxia religioso-católica. Los heterodoxos eran la hiedra de que habló Ramiro de Maeztu en el edificio de la auténtica España, traidores a la misión de orden y de unidad que incumbía a la intelectualidad genuina. Lo que llevaba a la condena de la Ilustración, el liberalismo, la Institución Libre de Enseñanza, la Generación del 98 y Ortega. Frente a todas estas tendencias, lo que Marrero denominaba la «línea aurea», representada sobre todo por el «Jano bifronte de la España contemporánea», es decir, Menéndez Pelayo y Ramiro de Maeztu, cuyos herederos directos eran los miembros de la «generación de 1948», los colaboradores de la revista Arbor{51}. Enemigo radical como sabemos de Ortega y Gasset, Vicente Marrero se mostraba más comprensivo con Miguel de Unamuno, aunque lo condenaba, no ya como heterodoxo, sino como hereje. En el fondo, el rector de Salamanca se mostró, a lo largo de su vida, como un predicador, «un cura laico», una especie de cuáquero, cuyo leitmotiv era «topar con la Iglesia». De ahí su gusto por los escritores luteranos y sus veleidades a la hora de intentar «protestantizar España». Sin embargo, a juicio de Marrero, Unamuno nunca fue un espíritu genuinamente religioso, ya que su concepto de religión era puramente subjetivo, porque la religión no consistía en «tener ansias de Dios en eso que llamamos vaga y modernamente sentimientos religiosos, sino en amar la dependencia de Dios». «La religión está en la adoración, en la sumisión libre y voluntaria y humilde a su voluntad y en el deseo de ser cuanto naturalmente se desea por Dios, y no por sí mismo. Ninguno de los místicos ha sido egocéntrico, y todo eso de la angustia, de la desesperación, de la soledad, de la agonía, sirve, en buena teología, para una decepción teológica del mismo demonio»{52}.

El 30 de enero de 1957 apareció un decreto que puso en el Índice de Libros Prohibidos dos obras de Unamuno: Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos; y La agonía del cristianismo.

Por su parte, el Padre Antonio Pacios sometió a una crítica radical las obras de José Luis López Aranguren, Catolicismo y protestantismo como formas de existencia y Catolicismo día tras día. Quede claro que, en aquellos momentos, López Aranguren era un intelectual afecto todavía al régimen de Franco, muy lejos aún de su inconformismo posterior. De hecho, presentó Catolicismo y protestantismo como formas de existencia al Premio de Literatura Francisco Franco, que fue concedido a la obra de Ángel López Amo, Poder político y libertad. La Monarquía de la reforma social; lo que provocó que Aranguren dejara de colaborar en Arbor y rompiera su amistad con Florentino Pérez Embid{53}. En cualquier caso, Pacios consideraba los dos libros del intelectual abulense excesivamente contemporizadores con el protestantismo y la heterodoxia religiosa de Unamuno o con el agnosticismo de Ortega y Gasset. Como Marrero, Pacios no creía que los luteranos o individuos como Unamuno fuesen espíritus genuinamente religiosos. «Siendo la herejía fruto del orgullo, el hereje, en cuanto tal no puede ser religioso. Afirmar lo contrario, es ganas de confundirse y confundir a los demás, haciéndoles admirar como religión, lo que precisamente es antirreligión». López Aranguren contribuía así a la corrupción de la juventud «con la desaforada propaganda de lecturas heréticas de Unamuno, lamentablemente comparado con San Agustín, junto a Machado y San Juan de la Cruz». Esta «tónica confusionista y de mano tendida» conducía directamente al «olvido del espíritu de la Cruzada, que se quería rebajar a la categoría de mero hecho histórico pasado, no sólo en sí mismo, sino también en sus efectos, al menos por lo que al orden ideológico se refiere, y en el deseo de difundir las obras de los que más o menos atacan la fe…»{54}.

Su Ética fue muy criticada en la revista. José Fernando Tielmes acusaba a López Aranguren de marginar, en la obra, a intelectuales católicos como Leopoldo-Eulogio Palacios, López Ibor y Maeztu; de sobrevalorar a su amigo Laín Entralgo y de minusvalorar a Balmes y Tomás de Aquino; y, lo que era peor, de defender un relativismo moral{55}.

Como revista fervientemente menéndezpelayista, Punta Europa recibió muy mal la interpretación que Dámaso Alonso realizó del Menéndez Pelayo crítico literario. En pleno centenario del nacimiento del polígrafo santanderino, Pedro Antonio Núñez descalificó la exégesis de Alonso tachándola de inútil y descortés{56}.

Sin embargo, el objetivo principal de Marrero siempre fue la condena eclesiástica de las obras de Ortega y Gasset. Según el Padre Miguel Batllori, existió por parte de un sector de la jerarquía eclesiástica española, capitaneado por el obispo de Canarias Antonio Pildain, un intento de lograr la condena de Ortega y Gasset como heresiarca{57}. El encargado de ejercer la crítica al conjunto de la obra del filósofo madrileño fue el Padre Santiago Ramírez de Dulanto, a quien, según su discípulo Victorino Rodríguez, «desde las supremas instancias vaticanas (la Congregación de la Fe) le urgieron una valoración crítica del pensamiento de Ortega». Fue el momento en que Monseñor Pizzardo, Prefecto de la Congregación de Seminarios, cursó a los obispos la orden de retirar de las bibliotecas las obras de Ortega por «abundar en varios errores que en manera alguna son compatibles con la doctrina católica»{58}.

Ortega y Gasset había fallecido en 1955. Y tres años más tarde salió a la luz el libro del Padre Ramírez, La filosofía de Ortega y Gasset, editada por Herder. El dominico era considerado como una de las máximas figuras de la neoescolástica española y europea. Había enseñado en la Universidad de Friburgo y polemizado con Maritain; luego, impartió clases de teología y filosofía en la Universidad de Salamanca. Desde 1945, se instaló en Madrid como director del Instituto de Filosofía Luis Vives del CSIC{59}.

En La filosofía de Ortega y Gasset, Ramírez exponía las principales ideas del madrileño, analizando noción por noción y tema por tema en qué consistía su reforma intelectual. En una segunda sección, intentaba condensar en una apretada síntesis esas mismas ideas; y luego las valoró desde la teología y la fe católicas. Sus conclusiones eran tajantes. La vida carecía, en la filosofía orteguiana, de fin último; valía por sí misma y para sí misma. El hombre no era un animal racional; tampoco tenía naturaleza; era un perpetuo acontecer. La verdad era esencialmente relativa al hombre. Dios era una creación humana; se disolvía en la historia; no trascendía al Universo. Ramírez denunciaba, además, sus relaciones juveniles con el modernismo. Y, como colofón, le acusaba de profesar «un laicismo radical, teórico y práctico…, pero sin anticlericalismo persecutorio»{60}.

De inmediato saltó a la luz la dimensión simbólica de la crítica. Para el tradicionalista Rafael Gambra, lo que se dirimía en esa polémica el secular conflicto entre la Ilustración y el catolicismo, que arrancaba del siglo XVIII{61}; mientras que para José Luis López Aranguren, se trataba de una lucha contra el «oscurantismo», porque «al defender a Ortega, simbólicamente, se luchaba por el porvenir de la vida intelectual española»{62}.

El libro de Ramírez fue muy criticado por los discípulos y admiradores católicos de Ortega y Gasset: el Padre Félix García, Julián Marías, José Antonio Maravall, José Luis López Aranguren, Pedro Laín Entralgo, Adolfo Muñoz Alonso, &c.{63} Frente a tal contraofensiva, Ramírez se vio obligado a contestar a sus críticos con tres libros más: ¿Un orteguismo católico? Diálogo amistoso con tres epígonos de Ortega; La zona de seguridad; y Ortega, el núcleo de su filosofía, donde defendió la objetividad de su interpretación de la filosofía orteguiana y reiteró su incompatibilidad global con el catolicismo, insistiendo en su laicismo y acatolicismo: «Patrocinaba modos más suaves y hábiles, pero más eficaces para implantar el laicismo total en la vida de España y de los españoles»{64}.

Vicente Marrero apoyó incondicionalmente a Ramírez, a quien había conocido en Salamanca en 1958, frente a los orteguianos. Ediciones Punta Europa y la revista publicaron Ortega y el núcleo de su filosofía. Y, desde las páginas de la revista, dio audiencia a sus planteamientos. El tradicionalista canario comparaba al dominico con el Menéndez Pelayo de La Ciencia Española; era un filósofo y un teólogo que había criticado a Ortega y Gasset «como Dios manda», ya que éste había sido el intelectual español que trató al catolicismo español con «el mayor desdén e indiferencia». Después, arremetió contra sus viejos enemigos, los representantes del «orteguismo católico», a los que describía como representantes de una «situación» y, sobre todo, de «una infravaloración de casi todo aquello que sea católico y español». Acusaba, además, a los defensores de Ortega de la pretensión de imponer «un dictador en filosofía, el cual de antemano no aceptaría diálogo no crítica»{65}.

La campaña resultó un auténtico fiasco. Adolfo Muñoz Alonso, uno de los intelectuales más conspicuos del régimen, acusó a Marrero de «ridiculizar», con sus artículos, «el serio prestigio filosófico del Padre Ramírez»{66}.

Finalmente, según señala el Padre Batllori, el embajador español en el Vaticano, Francisco Gómez del Llano, acudió ante el cardenal Ottaviani para impedir la condena, y la operación clerical-integrista se paralizó{67}.

Sin embargo, el fracaso no desanimó a Marrero, que se convirtió en el último antiorteguiano furibundo de la derecha española. En sus obras La guerra española y el trust de cerebros y, sobre todo, en Ortega filósofo mondain, tachó al madrileño de «superficial», «frívolo», «esteticista amoral». Y es que, en el fondo, el orteguismo carecía de entidad espiritual, porque era «más acontecimiento social que filosofía, suceso increíble que ha servido para poner en evidencia la endeblez espiritual de un buen número de nuestros intelectuales»{68}. Aquel mismo año, Fernández de la Mora publicaba su libro Ortega y el 98, donde el filósofo madrileño aparecía como un pensador de «rotundo signo conservador»{69}.

Y diez años después Marrero dedicó una biografía ditirámbica a Santiago Ramírez, cuya mayor virtud había sido declarar «la certeza católica en todo». Rememorando, la polémica contra Ortega y Gasset y los orteguianos, Marrero sostuvo que gracias a la obra del dominico se había salvado a los universitarios españoles de la influencia nefasta del filósofo madrileño: «No hace falta mucha imaginación para figurarnos lo que hubiera sido de nuestros estudiantes de filosofía, en una ambiente impregnado de orteguismo, sin esta obra del Padre Ramírez»{70}. Claro que, por aquel entonces, Ortega no figuraba entre los ídolos de las nuevas generaciones de filósofos e intelectuales españoles; todo lo contrario: para no pocos, el filósofo madrileño era un conservador, un reaccionario e incluso un prefascista{71}; y sus miras iban hacia Marx, Freud, Sartre, &c. Lo cual demuestra que Marrero y sus acólitos no se habían enterado de nada.

Marrero negaba que Ortega y Gasset hubiese influido realmente en el pensamiento de José Antonio Primo de Rivera, ya que la filosofía del madrileño carecía de «transfondo espiritual y metafísico». Por el contrario, existía en el pensamiento de Primo de Rivera «una preocupación de innegable raigambre tradicionalista», «un claro sesgo balmesiano». Sin embargo, Marrero no simpatizaba para nada con el falangismo; y su enemistad se dirigió igualmente hacia el grupo intelectual liderado, en su tiempo, por Laín Entralgo, al que consideraba heredero del noventayochismo y del orteguismo; era la «generación intelectual de 1936», «la línea discrepante», la «minoría astillada de 1936». En ese sentido, la contribución de la revista Escorial había sido «de mero tutelaje a los valores intelectuales izquierdistas», relegando «casi al olvido el pensamiento tradicional». «Ortega, Unamuno, Machado… Todos ellos disidentes. Disidentes, se entiende, no en el sentido moderno totalitario o político, sino en el que se desprende de la línea trazada por dos mil años de cristianismo, tal como lo entiende el magisterio de la Iglesia católica». Marrero tachaba a Laín Entralgo de «muñidor y escenógrafo de la tragedia de las llamadas dos Españas», cuyo pensamiento era «un arte de conciliar contrarios inconciliables, o de empalmar lo impalpable». Frente a esa minoría discrepante, se alzó la «minoría activa de 1948», que, siguiendo la línea de Acción Española, «no es morbosamente revolucionaria, ni mimética de los moldes extraños a nuestro ser nacional». «Acepta la línea de Menéndez Pelayo y de Maeztu sin desvirtuar su acento y, eso sí, defiende y propugna la implantación tanto teórica como práctica de sus ideas y de un modo enteramente eficiente y moderno, que quieren estar a tono con las corrientes más sanas del mundo de hoy». Finalmente, su conclusión respecto a la labor intelectual de los sectores afines al régimen era pesimista, porque «no acertaron a encauzar la renovación de espíritu que exige el paso de una generación a otra»{72}.

3. Ante el Concilio Vaticano II

Tanto las diversas encíclicas de Juan XXIII y de Pablo VI como el contenido teológico-político del Concilio Vaticano II significaron un cambio cualitativo en la doctrina católica. Entre otras cosas, deslegitimaba el Estado confesional, proclamaba la autonomía de lo temporal y abogaba por la libertad religiosa; todo lo cual ponía en cuestión los contenidos políticos y religiosos del Concordato de 1953. No es extraño, por tanto, que un antiguo miembro de Acción Española, Aniceto de Castro Albarrán, al conocer el contenido de la doctrina conciliar, exclamara: «¡Pobre Iglesia! ¡Pobre España!»{73}. El régimen de Franco hubo de adaptarse a los nuevos contextos y en 1967 legisló sobre la libertad religiosa{74}.

Los colaboradores de Punta Europa recibieron negativamente las innovaciones conciliares e intentaron relativizarlas. El Padre Venancio Carro intentó ver en la encíclica Pacem in Terris la influencia de los teólogos-juristas españoles del Siglo de Oro, lo cual la inmunizaba frente al liberalismo, ya que los derechos proclamados no nacían de decisiones humanas, sino del derecho natural: «No depende de la voluntad de los hombres, ni del voto de todos los parlamentos del mundo. Sin Dios y sin ese orden divino, incrustado en la misma naturaleza del hombre quedaban sin base todos los Derechos y Deberes del Hombre»{75}.

Otros alarmados teólogos salieron a la palestra a la hora de criticar la exégesis de los intelectuales y teólogos liberales. En un editorial, la revista se esforzó en demostrar que el concepto de libertad defendido en la Pacem in Terris era el mismo que el acuñado por León XIII en Libertas: «Habrán cambiado los frentes éticos, pero los principios inconmovibles son los mismos en una y otra situación»{76}. Luis Vitoria denunciaba el confusionismo de algunos teólogos, en particular Enrique Miret Magdalena, respecto a las innovaciones pontificias, porque «sólo la fidelidad a lo tradicional hace posible el verdadero progreso»{77}.

No obstante, los temas capitales eran los de la libertad religiosa y la confesionalidad del Estado. Desde su perspectiva iusnaturalista, el Padre Vitorino Rodríguez sostenía que bajo el concepto de libertad religiosa podían entenderse muy diversos significados. A ese respecto, negaba que a «las falsas religiones asistiese un derecho natural a la profesión pública y al proselitismo, porque una actitud religiosa debida a error (…) es incompatible con las notas propias del derecho natural: universal, inviolable, impreso en la naturaleza de todo hombre». A lo sumo, lo que un Estado católico podía hacer era «tolerar», por razones del prudencia política, la presencia pública de otra religiones. «Es lo que proclama y pide Pablo VI…»{78}. En la misma línea, el jesuita Eustaquio Guerrero afirmaba que no existía razón alguna para que, tras el Concilio, la sociedad española abandonara el Estado confesional y el principio de unidad católica; sólo existía «el prejuicio y la pasión del progresismo que pretende reconciliar con el mundo a la Iglesia mediante el enterramiento del catolicismo constantiniano y la entrega, en prensa, de España al mundo liberal y protestante». La conservación del Estado confesional podría, en cambio, servir para «perfeccionar nuestro catolicismo y reafirmarlo y perfeccionarlo en el mundo hispánico»{79}. Para Guerrero, la libertad religiosa no podía tener como fundamento la Declaración Conciliar, porque, tal y como se planteaba por algunos, podía llevar a «un verdadero derecho de los protestantes a propagar sus errores en un país católico y entre las masas populares católicas o entre niños, adolescentes y jóvenes». El legislador católico tan sólo podía «tolerar» la existencia social de otras confesiones por razones de carácter político o social. La regulación de la libertad religiosa debía de ser diferente en cada sociedad como «diferentes son las exigencias de orden público y bien común que las condiciona»{80}.

4. Adversus tecnócratas

De igual forma, la revista recibió muy mal la salida a la luz del libro de Gonzalo Fernández de la Mora, El crepúsculo de las ideologías, en cuyas páginas se teorizaba, como sabemos, sobre la nueva alternativa tecnocrática. El encargado de criticarlo fue el tradicionalista norteamericano Frederick D. Wilhelmsen, catedrático de filosofía en la Universidad de Dallas y Profesor Extraordinario de la Universidad de Navarra. En su crítica, acusó a Fernández de la Mora de haber abrazado «una política netamente positivista», cuyo principal enemigo no era el liberalismo o el socialismo, sino el «tradicionalismo católico en todas sus formas». Fernández de la Mora era «un burgués por definición, un hombre que conoce el mercado del espíritu y lo vende muy barato». Y es que, sobre todo con respecto al catolicismo, el autor defendía «un progresismo muy curioso: curioso porque Fernández de la Mora niega el carácter comunitario de lo religioso…, el universo sacral y el Estado confesional»{81}.

En su respuesta, Fernández de la Mora calificó el artículo de Wilhelmsen como «totalitariamente caótico», al que sólo podía tomarse «relativamente en serio». En su alegato, reiteró sus opiniones secularizadoras: «Lo que pienso es que la religiosidad consiste, fundamentalmente, en una relación entre hombre y Dios, no en un pacto social o una retórica». «Yo no he invitado a España a dejar de ser católica, entre otras razones, porque son los individuos y no las naciones los sujetos del acto de fe»{82}. Envió, además, una carta de protesta a Juan Antonio Zunzunegui: «Creo que en tu calidad de miembro del Consejo general de Punta Europa debes conocer las puntualizaciones que me he visto obligado a escribir y a pedir que se incluyan como encarte en el número 105, primero de la segunda época de la revista. Es difícil encontrar un epíteto no injurioso para calificar el artículo de Mr Wilhelmsen. Impublicable es lo menos que, en esta ocasión, se puede decir de él»{83}.

Aunque ya no figuraba como director de la revista cuando el artículo del profesor norteamericano fue publicado, Marrero coincidía con su contenido. Antes de la publicación de El crepúsculo de las ideologías ya había rechazado las líneas generales del proyecto tecnocrático. A su entender, Fernández de la Mora no era un tradicionalista, sino un conservador empírico, un «neoconservador». Y la tecnocracia se encontraba «directa o indirecta, consciente o inconscientemente, influida por un planteamiento de signo marxista», al propugnar «el retorno a problemas concretos y técnicos, por lo general económicos y sociales, más atento a la obsesión sociológica que espiritual, necesario, aunque nunca será lo más importante en la vida de un pueblo la administración, los nuevos regadíos, los planes de colonización»{84}.

Y es que la tecnocracia divorciaba la política «de la ética», ya que su meta era «la perfección de la misma técnica y no la perfección del hombre como tal». «La tragedia de tantas formas políticas, como visos más o menos tecnocráticos: tienen el gusto por lo real, pero no el sentido del ser. Quédanse en una mera filosofía del bienestar cuando no en la del grupo de presión, tienden a impermeabilizarse ante el bien común». A ese respecto, denunciaba su «conservadurismo al ultranza o su burocratismo socializante, en todo caso su predisposición a no ver las injusticias presentes; su fácil conexión con la ideología liberal, singularmente con la ideología liberal, singularmente con la exaltación que ésta proclama de la libertad individual». Se trataba, en fin, de un «nuevo positivismo» y «una revolución en marcha»{85}.

5. Ocaso

En enero de 1966, Marrero había cesado como director de Punta Europa. Según Carlos Luis Álvarez, colaborador de la revista, «Vicente Marrero era una especie de buey suelto dentro de los cuadros intelectuales de la derecha, que no solían tratarle bien»{86}. El cargo de director recayó en Domingo Paniagua. La revista cambió incluso de diseño y tamaño; su mensaje fue difuminándose y perdió parte de su anterior agresividad. Se abandonó, al menos en parte, la temática directamente religioso-política, para enfatizar los temas económico-sociales y literarios. En un editorial, el nuevo director reconocía la necesidad de ese cambio de perspectiva: «Diez años en la vida de una revista suponen una clara mayoría de edad, mayoría, con la que, no nos encontramos satisfechos»{87}.

La nueva dimensión económico-social que quiso darse a la revista hizo que el polémico economista keynesiano Manuel Funes Robert disfrutara de una mayor influencia en sus páginas. Funes Robert defendía un ideario nacionalista y se mostraba muy crítico con la tecnocracia, el Plan de Estabilización de 1959 y los nuevos planes de desarrollo. A su entender, la sociedad española corría el peligro de convertirse en «el Paraíso del Inversor extranjero»{88}.

Punta Europa despareció del mercado en diciembre de 1967. Según uno de sus colaboradores, la revista no murió, como a veces se dijo, de «derechismo», sino por motivos económicos: «Más sencillamente, Oriol se cansó de pagar facturas»{89}.

III. Atlántida:
el modernismo neoconservador

1. Florentino Pérez Embid: de nuevo en la brecha

En enero 1963 había salido a la luz el primer número de la revista Atlántida, cuya dirección recayó en el historiador Florentino Pérez Embid{90}. Como es sabido, el historiador andaluz había sido uno de los portaestandartes intelectuales de la nueva derecha monárquica a lo largo de los años cuarenta y cincuenta, representada en la revista Arbor, del CSIC, hasta 1953{91}. Editada por Rialp, empresa muy vinculada al Opus Dei, Atlántida nació desde el punto de referencia del antiguo órgano del CSIC y de la Biblioteca del Pensamiento Actual. Para la empresa, Pérez Embid ya no pudo contar con el apoyo de Calvo Serer, cuyo pensamiento había evolucionado progresivamente hacia el liberalismo, como lo demostraba el contenido de su libro Las nuevas democracias, publicado por Rialp en 1964{92}. En este libro, Calvo Serer llegó a la conclusión de que la democracia liberal posterior a la Segunda Guerra Mundial había logrado encauzar la estabilidad social, la paz política, la continuidad y el respeto al catolicismo{93}. No obstante, Calvo Serer colaboró en la revista con un solo artículo{94}. El propio Pérez Embid, aunque fiel a su ideario inicial, consideraba ya anacrónica la polémica entre «excluyentes» y «comprensivos» de los años cincuenta{95}.

En la primavera de 1962, el historiador andaluz comenzó a proyectar Atlántida y para ello consultó a algunos de sus amigos como Martín Almagro, José Camón Aznar, Antonio Fontán, Rafael Gambra, Juan José López Ibor, Antonio Millán Puelles, Fernández de la Mora, &c. Pérez Embid solía organizar unas cenas periódicas, a la hora de estimular artículos y preparar los sucesivos números. Según Fernández de la Mora: «Eran unos encuentros de extraordinaria altura, en los que se avizoraba el horizonte intelectual de diversas disciplinas y se respetaba la divergencia cordial»{96}.

En aquellos momentos, el historiador andaluz distinguía tres corrientes en la intelectualidad española: el tradicionalismo, el progresismo cristiano y el catolicismo universalista. La descripción del primero parecía una diatriba contra Punta Europa; se trataba de una tendencia fiel a la ortodoxia católica, pero que no dedicaba la atención debida al desarrollo de «las respuestas que hoy reclaman los nuevos problemas planteados por el pensamiento y por la vida». El segundo se manifestaba entre los católicos adheridos a lo que Pérez Embid denominaba «izquierda burguesa», es decir, la Institución Libre de Enseñanza, el «98» y Ortega y Gasset. Por último, el «catolicismo universalista», la tendencia con la que él se sentía identificado, se caracterizaba por «la amplitud de horizontes y una profundización más enérgica en lo permanente y vivo de la ortodoxia católica». En esta posición se aunaban la renovación de las doctrinas típicas del pensamiento tradicional en filosofía e historia y «una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos, y una actitud positiva y abierta ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida»{97}.

En la presentación de la revista, Pérez Embid definió Atlántida como «una empresa del espíritu, que de la verdad y del presente recibe las coordenadas de su quehacer». «Son estas: la fe en el poder creador de la inteligencia humana que se inspira en el orden divino de la creación, y la fidelidad al signo universal de nuestro tiempo, abierto desde el Occidente al amor hacia todos los hombres y a la comprensión de todas sus culturas»{98}. Desde su tribuna de ABC, Fernández de la Mora contempló la nueva publicación como la alternativa de los intelectuales conservadores frente a la nueva aparición de la Revista de Occidente y de Cuadernos para el Diálogo; una alternativa que debería sintetizar tradición y modernidad, ante una sociedad en permanente cambio: «La investigación y la meditación ya no tienen por qué ser algo más o menos añadido y superpuesto; pueden ser un genuino producto nacional, elaborado desde las constantes históricas de España. Por eso, el espíritu científico y creador ha dejado de ser un valor hipotecado a las posiciones heterodoxas, socialmente disidentes o progresistas»{99}.

La dirección de la revista recayó en Pérez Embid; y durante algún tiempo, su secretario fue el historiador Vicente Cacho Viu. Con posterioridad, el cargo subdirector corrió a cargo de Luis Rodríguez Ramos, y el de secretario en Francisco Rafael Ortiz. La periodicidad de la revista fue bimestral.

Discípulo de Pérez Embid, quien dirigió su tesis doctoral sobre la Institución Libre de Enseñanza, Cacho Viu no colaboró en las páginas de Atlántida. Al parecer el Padre Escrivá de Balaguer sentía un gran interés por la Institución como modelo de modernización pedagógica; y sugirió a Pérez Embid que algún joven investigador de la Obra realizara un estudio sobre el tema. El historiador andaluz eligió a Cacho Viu{100}. Su tesis doctoral mereció el Premio Nacional de Literatura y abundaba en alabanzas a Marrero, Pérez Embid y Fernández de la Mora; pero el historiador madrileño se sintió finalmente fascinado por el legado de la Institución{101}. En el fondo, fue uno de los grandes fracasos del proyecto neoconservador. Posteriormente, tras la muerte del general Franco, descalificó sus fundamentos históricos e intelectuales{102}. No obstante, Cacho Viu se mostraba todavía en sus escritos de la época, a la altura de 1962, como un seguidor de las tesis de su maestro. Al analizar lo que denominaba las tres Españas de la España contemporánea, describía a la Institución como portadora de «un rígido moralismo y una religiosidad individual puramente natural», alejada de la mayoría de la sociedad y de la Iglesia católica. El socialismo de Pablo Iglesias se caracterizó por su escasa creatividad doctrinal y por su «resentido puritanismo». Ya en la II República, Cacho presentaba a Manuel Azaña como el ejecutor de «una acción quirúrgica» caracterizada por su espíritu «antiliberal» y «jacobino» y de «laicismo a ultranza»; una política «fundamentalmente utópica». Con el estallido de la guerra civil, se demostró el fracaso de la llamada «Tercera España», de la cual se desprendía «una saludable lección, que no es posible olvidar{103}.

A diferencia de Punta Europa, Atlántida careció de secciones fijas. La revista solía dividirse en dos partes bien delimitadas. Una dedicada a artículos extensos; y otra a notas, donde se desarrollaban temas más específicos y, sobre todo, crítica de libros.

En Atlántida convivieron, como colaboradores, varias generaciones de intelectuales: antiguos colaboradores de Arbor, la generación posterior al advenimiento de los tecnócratas al poder y los jóvenes colaboradores del conflictivo diario Madrid, ya fuera de la ortodoxia neoconservadora y tradicional. Entre los primeros, estaban Pérez Embid, Calvo Serer, Fernández de la Mora, López Ibor, García Hoz, Fontán, Millán Puelles, Gambra, Palacios, Pujals, &c. Entre los segundos, José Luis Comellas, José Luis Illanes, José Manuel Cuenca Toribio, Valentín Vázquez de Prada, Carlos Baliñas, Mario Hernández Sánchez Barba, &c. Y en la tercera, Amando de Miguel, Antonio Sánchez Gijón y otros. A ellos se añade la colaboración de conservadores más o menos independientes como Melchor Fernández Almagro, Federico Sopeña, Miguel Crusafont, Juan Beneyto, &c. Antiguos intelectuales exiliados como Eduardo Nicol y Luis Recasens Siches. Y pensadores conservadores extranjeros como Eric Voegelin, Reinhard Kosselleck, Zbignew Brzezinski, Werner Jaeger, Werner Heisemberg, Etienne Gilson, incluso de anunció la colaboración de Fernand Braudel.

2. Una teorización de la tecnocracia

Uno de los colaboradores más asiduos de la revista fue, sin duda, Gonzalo Fernández de la Mora, quien desarrolló una teorización parcial de sus planteamientos tecnocráticos, luego defendidos en El crepúsculo de las ideologías. Sin embargo, ello no significa, como ha veces se ha sostenido, que Atlántida fuese realmente el órgano intelectual de la tecnocracia española. En realidad, Fernández de la Mora fue un autor aislado en esa labor; y, como tendremos oportunidad de ver, sus colaboraciones en las páginas de la revista estuvieron bajo sospecha. En un primer artículo, Fernández de la Mora se planteó el tema de la unidad del saber, estimando que «la gran empresa filosófica, acaso la más radical y profunda de nuestro tiempo, es elaborar una teoría del espíritu a la altura de una biofísica que como la actual tan vertiginosamente se aleja del anacrónico materialismo decimonónico». En ese sentido, era preciso elaborar «un nuevo concepto de espíritu sobre el yunque de la idea de la materia que nos ofrece la ciencia actual»{104}. Pérez Embid debió considerar heterodoxo el artículo del intelectual monárquico y sometió su contenido al dictamen de un filósofo y de un teólogo{105}.

En otro artículo, Fernández de la Mora rechazó el entusiasmo como fuente de legitimidad política, cuyo efecto de la vida social resultaba completamente negativo: extremosidad emotiva, frenesí, dogmatismo, ingenuidad e incongruencia: «En suma, la política como retórica y como patética. Es, literalmente, el estilo de Hitler o de Lenin». El entusiasmo colectivo era tanto más posible cuanto menor fuese el proceso de racionalización y del desarrollo socioeconómico. En un período de modernización como el de los años sesenta, el recurso a la movilización de las masas mediante el entusiasmo resultaba cada vez más contraproducente y anacrónico: «La diferenciación e institucionalización, la elevación del nivel cultural y vital, la racionalización de la conciencia política, la tecnificación administrativa, la fijación de las estructuras, el orden público y la clausura constitucional son otros tantos obstáculos a la germinación del entusiasmo multitudinario»{106}. De la misma forma, el proceso de racionalización daría una clara hegemonía, en la vida política, al principio de autoridad sobre el de poder, a la auctoritas sobre la potestas. Y es que mientras el poder resultaba opresivo, coercitivo y violento, la autoridad era inofensiva y pacífica, ya que su fuente última de legitimidad era el mérito: «He aquí el sentido del progreso político en nuestra época: de las ideologías a las ideas, de la libertad a la seguridad, de la elección a la fiscalización y del poder a la autoridad. No es cierto que cualquier pasado fue mejor»{107}. Al mismo tiempo, buscó en Aristóteles los fundamentos del realismo y del relativismo político. A su entender, pese a su búsqueda de la ciudad ideal, existía soterradamente en la obra del Estagirita un claro realismo político, «la más moderna, la más veraz y la más congruente con el espíritu de la filosofía aristotélica». Se trataba de la «vía del positivismo jurídico», «el método inductivo». En la obra de Aristóteles, no se teorizaba únicamente sobre tres formas de gobierno -monarquía, aristocracia, democracia-, sino que cada uno de los tipos clásicos admitían variantes y cabían numerosas formas mixtas. En realidad, no había que buscar, desde tales planteamientos, el sistema político ideal, sino el «circunstancialmente mejor». Y es que para cada comunidad política existía un «régimen preferible», que dependía de «la clase de sociedad, de la calidad de los gobernantes, de las metas colectivas y del medio preferido para alcanzarlas»{108}.

En ese sentido, con motivo del centenario de la revolución de 1868, Fernández de la Mora aprovechó para criticar los proyectos políticos de sus dos máximos representantes, Francisco Pi y Margall y Emilio Castelar. En el caso del primero, destacaba su racionalismo filosófico y metodológico; pero le reprochaba que, en sus críticas al catolicismo, no estuviese presente «el menor eco de la revisión positivista del fenómeno religioso». Igualmente negativa era su deuda con Proudhon, «el menos fecundo de los grandes pensadores políticos de la época»; lo mismo que su desconocimiento del marxismo: «La mayor fecundidad histórica de Marx y de sus precursores consistió en retrotraer lo político a lo económico y en desplazar la discusión desde el nivel ideológico hacia el nivel estructural». Fernández de la Mora consideraba a Castelar, como pensador, muy inferior a Pi y Margall. El gaditano era incapaz de definir, en su obra, el concepto de libertad, al igual que la tesis del progreso indefinido. Tampoco resultaba muy fundamentada su identificación entre democracia y cristianismo: «Si el orden moral no depende de la voluntad de la mayoría y si éste puede conducir a la iniquidad, ¿cómo se contiene y se encauza el escrutinio?, ¿quien decide en última instancia? Esta es la gran aporía de los demócratas que no aceptan el voluntarismo jurídico. Y Castelar no lo resuelve, porque ni siquiera tiene conciencia del gravísimo problema»{109}.

A su vez, el interés de Fernández de la Mora centró su interés en las obras de Xavier Zubiri y de Ángel Amor Rubial, en cuyas tesis iba a intentar fundamentar posteriormente su proyecto filosófico-cultural. Fernández de la Mora interpretó a Zubiri como un filósofo muy próximo al positivismo. En las páginas de Atlántida expuso la teoría de la «esencia» defendida por el filósofo vasco; y comparaba su esfuerzo intelectual con el de Aristóteles, Bacon, Leibniz y Comte. Zubiri estaba «poniendo la metafísica a la altura del tiempo y, a la par, está reconstruyendo la unidad del saber amenazada, cuando no enteramente rota, por la diversificación de los métodos y el aislamiento de las diferentes disciplinas». En Zubiri, la filosofía era el fundamento de «todas las ciencias y éstas, a su vez, sin brotes del patrón metafísico»{110}.

Y algo parecido ocurría con el casi desconocido Amor Rubial, cuyo sistema filosófico Fernández de la Mora conceptualizaba como «correlacionismo», porque su noción clave era la de «correlatividad», a partir de la cual se explicaba la sustancia, los accidentes, el orden, el movimiento, la evolución, el conocimiento, y, en fin, el sentido del cosmos. Su método era originariamente inductivo, basado en la experiencia. La correlatividad era «la descripción de un hecho ubicuamente observado». Se trataba, en fin, de una filosofía de base «fenomenológica» y «realista». Fernández de la Mora no creía que el sacerdote gallego fuese un heterodoxo con respecto a la filosofía católica; pero sí muy distante del sistema aristotélico-tomista. Y es que el correlacionismo era una filosofía moderna y original. Sus fuentes eran Mach, Avenarius, Scheler, Natorp, Husserl, Russell y Einstein. Se trataba de la primera filosofía estructuralista de la historia; era la «primera piedra de una filosofía capaz de fundamentar la ciencia de nuestro tiempo»{111}.

Como sabemos, en 1965 Fernández de la Mora publicó su libro El crepúsculo de las ideologías. Pérez Embid glosó el contenido de la obra, rechazando sus principales tesis: «La vida –esa vida española y universal, que hay detrás del actual crepúsculo de las ideologías– no podrá ser nunca el cartesianismo de boj de un jardín francés. No desaparecerá debajo de las luces racionales el permanente misterio que alienta en el alma de los hombres. No es humano, ni por tanto verdadero, extremar teóricamente el imperio de la razón»{112}. De la misma forma, Millán Puelles puso objeciones a algunas de las tesis del libro, sobre todo el énfasis en la importancia de los expertos. En ese aspecto, echaba de menos una crítica del tecnócrata{113}. Pérez Embid parecía temer la reacción de ciertos círculos católicos que juzgaban, según le dijo a Fernández de la Mora en una carta, El crepúsculo como «una pirueta incongruente con nuestra posición intelectual»{114}. A lo que el escritor monárquico contestó: «¿Qué soy? Me temo que debo de dejar un poco de lado esta cuestión su quiero volverme mochales como Hamlet. Pero, una vez hecho el balance de los calificativos al día, me parece que estoy demasiado vencido a estribor. Necesito urgentemente más ataques de la Ciudad Católica para enderezarme»{115}.

3. Las virtudes de la libertad religiosa

A diferencia de Punta Europa, Atlántida recibió positivamente la declaración de libertad religiosa y el contenido del Concilio Vaticano II. De hecho, la revista dedicó un número extraordinario al tema, en el que colaboraron, entre otros, Millán Puelles, Luis Recasens Siches, Amadeo Fuenmayor y Gustave Thils.

Para Millán Puelles, el principio de libertad religiosa era «un signo fundamentalmente positivo», «un bien per se». Y es que la libertad religiosa estaba fundamentada en la dignidad de la persona humana, «una persona con la que Dios quiere un libre diálogo»{116}. Por su parte, Recasens Siches, -discípulo de Ortega y Gasset y exiliado tras la guerra civil- consideraba la libertad religiosa como un derecho esencial de la persona humana. Era, en el fondo, la única de todas las libertades que poseía un «carácter absoluto». En ese sentido, consideraba que en la doctrina cristiana y el desarrollo histórico del cristianismo había existido una «hiriente contradicción» entre la intolerancia religiosa, por una parte, y la doctrina mantenida por la mayoría de los filósofos cristianos, por otra. Afortunadamente, los fundamentos teológicos y doctrinales de la intolerancia habían sido «suprimidos y sepultados por el Concilio Vaticano II»{117}.

Desde la perspectiva del Concilio Vaticano II, Gustave Thils analizó las teorías preconciliares sobre la libertad religiosa, llegando a la conclusión de que la doctrina católica era históricamente muy compleja y que su aparente uniformidad resultaba ser más aparente que real. Y es que esta doctrina había que estudiarla en los diferentes contextos históricos y sociales y no podía interpretarse ni defenderse sub specie aeternitatis: «(…) aunque la Revelación nos ha sido dada de una vez para siempre en la época apostólica, es evidente que el desarrollo de la civilización y de la cultura ejerce una seria influencia sobre su maduración, sobre su explicación y sobre sus aplicaciones». De ahí que fuese necesario que las nuevas generaciones «inventen en cierta forma –bajo la influencia del espíritu santo– el tipo nuevo de relación y la forma renovada de encuentro que concretamente se impone»{118}.

Amadeo Fuenmayor señalaba que la libertad religiosa reconocida en el Concilio era «la expresión más radical de ese ambiente humano de estima por las personas y de respeto por las conciencias que trata de conseguir la renovación de los espíritus en el seno de la sociedad para el logro del bien común». Era parte esencial del «bien común», porque tenía un sentido comunitario «no egoísta e individualista»{119}.

En otro orden de cosas, el filósofo Raúl Gabás se esforzó en deslindar el cristianismo de las ideologías políticas. Y es que, a su entender, la columna vertical del orden político no podía ser otra que «la razón conciente de su relatividad», mientras que las ideología políticas pecaban de absolutismo y contradecían ese principio axial de la convivencia social. En ese sentido, la actividad pública de los cristianos debía estar sujeta a la norma de razón: «El cristianismo, en virtud de sus principios esenciales, nada tiene que ver con una ideología, pues acepta siempre la norma de razón. No todas las verdades cristianas son demostrables, pero ninguna afirmación cristiana es antirracional. Los mismos misterios no están en contradicción con la razón». De ahí su alabanza al contenido del Concilio, del que había nacido «una nueva línea de cristianismo desideologizado, más abierto al orden universal de la creación y de la historia humana, más respetuoso con la autonomía de los diversos campos de la existencia y, consecuentemente, con la ley impuesta por Dios en el seno de la naturaleza»{120}. Muy en la línea de la espiritualidad característica del Opus Dei, con su insistencia en el principio del activismo mundano, José Luis Illanes propugnaba, frente al proceso de secularización contemporáneo, una «teología de la existencia terrena» y mostrar que esa teología solo podía realizarse «a partir de una profesión neta, honda y vivida de la realidad de Dios»{121}.

4. Economía, sociedad y desarrollo

Destaca en Atlántida la ausencia de participación en el debate político y de teorización política. Al lado de los temas religiosos y humanísticos, lo mismo que de la tradicional exaltación de la Hispanidad, caracterizó a la revista, en cambio, un claro interés por la ciencia y sus posibilidades de armonización con la teología y doctrinas cristianas. De ahí la colaboración en las páginas de eminentes científicos como Werner Heisenberg o de paleontólogos cristianos como Miguel Crusafont Pairó. Sin embargo, Atlántida hizo un mayor hincapié en los temas de asunción del neocapitalismo y de los problemas planteados por el desarrollo económico. George N. Halm expuso las bases de la denominada economía social de mercado, como alternativa al capitalismo liberal y al socialismo marxista{122}. En ese sentido, José María Méndez consideraba la planificación indicativa como una alternativa económica afín a los planteamientos católicos del bien común. Méndez criticaba no sólo el socialismo de los países del Este europeo, sino al intelectualmente incipiente neoliberalismo económico, teorizado, entre otros, por Friedrich Hayek. No había duda, en ese sentido, de que el liberalismo era «productivo», pero sus éxitos estaban limitados a unas zonas muy restringidas del globo; y acababa por «confundir libertad con egoísmo». A juicio del economista español, la planificación indicativa era la garantía del equilibrio social y, en definitiva, del bien común: «La planificación indicativa significa una elección de fines a conseguir y de medios a emplear. La consecuencia de esos fines exige una serie de inversiones que la sociedad con responsabilidad del Bien común, debe tratar de alcanzar»{123}.

El sociólogo José Cazorla se planteaba el tema de los factores no económicos favorecedores del despegue. Entre estos factores, destacaba el de la «satisfacción del espíritu de superación», de la «innovación», de la «motivación del logro»; lo cual estaba relacionado con la incidencia social de las creencias religiosas. En líneas generales, Cazorla llegaba a la conclusión de que el protestantismo, como había apuntado Weber, favorecía más el proceso de innovación, si bien los católicos se mostraban más «modernizantes» en unas sociedades que otras{124}. Otro sociólogo, Amando de Miguel –colaborador del diario Madrid y muy crítico con los tecnócratas{125}– trató igualmente el tema de la problemática del desarrollo y del cambio social. En su opinión, el desarrollo económico era algo más que un aumento en la producción o en el consumo de masas; implicaba «una alteración sustancial de la vida humana y su entorno», es decir, inversiones sociales, aumento de la productividad en agricultura, al tiempo que disminución de la población y de la producción rurales; capacidad tecnológica, mediante la creación de elites científicas y técnicas, &c.{126} A ese respecto, propugnaba una expansión radical de los centros educativos, tanto a nivel universitario como primario y secundario{127}.

Significativamente, uno de los colaboradores más jóvenes de la revista, Antonio Sánchez Gijón, se planteó el tema candente de las relaciones de España con el Mercado Común, y el posible ingreso en sus estructuras. A su entender, la problemática era sobre todo política; y existían tres alternativas: un acercamiento sustancial de la Constitución española y las europeas, mediante la reforma del régimen político; democratización creciente de la democracia orgánica, que «faculte a la cooperación sincera entre las instituciones y los grupos y la clase política española con sus homólogos europeos»; y, por último, el abandono de las aspiraciones europeístas{128}.

5. El final

Atlántida dejó de publicarse a comienzos de 1972. Su desaparición estuvo motivada, según Fernández de la Mora, por razones económicas. Como sabemos, la financiación fue asumida por la editorial Rialp, cuyo administrador era Pérez-Embid, que murió prematuramente en diciembre de 1974: y cuyo ímpetu vital había disminuido desde 1972; además, se vio absorbido por la Dirección General de Bellas Artes y de la Universidad Menéndez Pelayo. «Sin el tesón y la entrega de Florentino y sin la asistencia financiera de una empresa –señala Fernández de la Mora– Atlántida era imposible»{129}. Posteriormente, Fernández de la Mora criticó el contenido de la revista por sus «leves compromisos críticos y su compromisos con la actualidad»{130}.

En cualquier caso, con la desaparición primero de Punta Europa y luego de Atlántida la derecha intelectual quedó sin órganos de expresión. Tras el asesinato del almirante Carrero Blanco, Fernández de la Mora propugnó una política de «rearme intelectual» por parte del régimen{131}. Nadie le siguió en ese proyecto. Muerto Franco, Manuel Fraga hizo referencia a la posibilidad de actualización del legado de Acción Española{132}, que igualmente quedó en agua de borrajas. Lo cual favoreció posteriormente el retorno de la tradición liberal-conservadora.

Notas

{1} José Manuel Ortí Bordás, La nueva derecha española. Madrid 1966. Del mismo autor, La transición desde dentro, Barcelona 2009, pp. 65-66.

{2} Pueblo, 27-IV-1966, 30-IV-1966, 2-V-1966.

{3} Santos Juliá, Historias de las dos Españas. Madrid, 2004. pp. 300 ss. Onésimo Díaz Hernández, Calvo Serer y el grupo Arbor. Valencia, 2008.

{4} Pablo Lizcano, La Generación de 1956. La Universidad contra Franco. Barcelona, 1981. Roberto Mesa, Jaraneros y alborotadores. Madrid, 1985. Antonio López Pina, La Generación del 56. Madrid, 2010.

{5} José Luis de Arrese, Una etapa constituyente. Barcelona, 1982. Alvaro de Diego, José Luis de Arrese o la Falange de Franco. Madrid, 2001. Luis Suárez Fernández, Francisco Franco y su tiempo. Tomo V. Madrid, 1984, pp. 311 ss.

{6} Gonzalo Fernández de la Mora , Río arriba. Barcelona, 1995, pp. 113 ss.

{7} Leyes Fundamentales del Reino. Madrid, 1971, pp. 37-40.

{8} Carlos Moya , El poder económico en España (1939-1975). Madrid, 1975. Gabriel Tortella, El desarrollo económico en España. Madrid, 1994.

{9} Joseph Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia. Buenos Aires, 1984, pp. 183 ss. Sobre la genealogía del concepto de «destrucción creativa» y su aplicación a la historia social y de las ideas, véase H. Reinert y E. S. Reinert, «La destrucción creativa en Economía: Nietzsche, Sombart, Schumpeter», en Joseph Schumpeter, ¿Puede sobrevivir el capitalismo?, Madrid, 2010, pp. 237-274.

{10} Olegario González de Cardenal, La teología en España (1959-2009). Madrid, 2010, pp. 52-53.

{11} Joseph Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia. Buenos Aires, 1984, pp. 172 ss.

{12} Francisco Vázquez García, La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica. Madrid, 2009, pp. 76-77 ss.

{13} Pedro Carlos González Cuevas, Conservadurismo heterodoxo. Madrid, 2009, pp. 155 ss.

{14} Gonzalo Fernández de la Mora, El crepúsculo de las ideologías. Madrid, 1965.

{15} Gonzalo Fernández de la Mora, Pensamiento español 1969. Madrid, 1970, pp. 169 ss.

{16} González Cuevas, Conservadurismo heterodoxo, pp. 175 ss.

{17} Véase Giuseppe Alberigo, «Concilio Vaticano II», en Historia de los concilios ecuménicos. Salamanca, 2004, pp. 335 ss.

{18} Véase José Luis Villacañas, «La leyenda de la liquidación de la teología política», en Carl Schmitt, Teología política. Madrid, 2009, pp. 141 ss.

{19} Vázquez García, op. cit., pp. 78. González de Cardenal, op. cit., pp.59 ss. Feliciano Montero, La Iglesia: de la colaboración a la disidencia. Madrid, 2009.

{20} Alfonso Alvarez Bolado, La teología política en España. Bilbao, 1995. Adolfo Sánchez Montes, Teología política contemporánea. Salamanca, 1996.

{21} Ramón Tamames, La oligarquía financiera en España. Barcelona, 1977, pp. 233 ss.

{22} Lucas María de Oriol, España aire nuevo. Madrid, 1964.

{23} Francisco Umbral, La noche que llegué al café Gijón. Barcelona, 1991, pp. 76.

{24} Véase Vicente Marrero, Guardini, Picasso, Heidegger. Madrid, 1959.

{25} Miguel Ayuso, La obra de Vicente Marrero vista por la crítica. Las Palmas, 1989.

{26} Pedro Carlos González Cuevas, Historia de las derechas españolas. De la Ilustración a nuestros días. Madrid, 2000, pp. 35 ss.

{27} Vicente Marrero, El poder entrañable. Madrid, 1952.

{28} Vicente Marrero, Guardini, Picasso, Heidegger. Madrid, 1959, pp. 25, 29, 32.

{29} Vicente Marrero, Picasso y el toro. Madrid, 1951, pp. 80-81, 83-84.

{30} «Un libro y una vida», Escorial nº 8, 1943, pp. 480-482.

{31} Vicente Marrero, La guerra española y el trust de cerebros. Madrid, 1960, pp. 289.

{32} Onésimo Díaz Hernández, Calvo Serer y el grupo Arbor. Valencia, 2008.

{33} Arbor nº 89, mayo de 1953, pp. 119.

{34} Arbor nº 91-92, junio-agosto de 1953, pp. 443.

{35} Vicente Marrero, Maeztu. Madrid, 1955, pp. 11.

{36} Asociación de Amigos de Maeztu. Madrid, 1957.

{37} No existe un estudio sobre esta revista; y resulta completamente insuficiente la aproximación de José Carlos Mainer, «Una revisión de la guerra civil: Punta Europa», en Francisco Javier Lorenzo Pinar, Tolerancia y fundamentalismo en la Historia Universal. Salamanca, 2006. Si Mainer, un prestigioso historiador y sociólogo de la cultura española, se limita, en este artículo, a criticar el contenido ideológico de la revista y, de paso, a expresar un cierto miedo a una posible reivindicación futura del franquismo, presente, según él, en la serie televisiva Cuéntame, Punta Europa y Atlántida brillan por su ausencia en la obra del hispanista italiano Alfonso Botti, Cielo y dinero. El nacionalcatolicismo en España(1881-1975), editada por Alianza en 1992 y en una segunda edición en 2008. Este silencio, fruto sin duda de la ignorancia del autor, resulta significativo en una obra que, hasta hace relativamente poco tiempo, se había convertido, a mi juicio inmerecidamente, en una especie de vademécum de los papanatas de un sector relativamente minoritario de la historiografía española dedicada al estudio del catolicismo. No deja de ser significativo que el autor, llevado de un incontinente narcisismo, dedicara años después una conferencia a la recepción que tuvo lugar de su libro en la historiografía española (Véase Alfonso Botti, «Algo más sobre nacional-catolicismo», en Julio de la Cueva y Ángel Luis López Villaverde (coord.), Clericalismo y asociacionismo católico en España: de la restauración a la transición», Cuenca, 2005, pp. 195-211). A mi modo de ver, Cielo y dinero no pasa de ser un librito sumamente superficial, cuyo contenido no es fruto de una investigación original, sino de una síntesis selectiva de la bibliografía española dedicada al tema. Desde luego resulta muy inferior a las obras clásicas de Álvarez Bolado, González Anleo, Moya, Sánchez Montes, &c. Se trata de la aplicación mecánica de las tesis de Jeffrey Herf sobre el denominado «modernismo reaccionario» al caso español. Por otra parte, el contenido de la obra refleja profundas ignorancias bibliográficas. Por ejemplo, hace suyas las tesis defendidas por Javier Herrero en su obra Los orígenes del pensamiento reaccionario español de manera totalmente acrítica, sin percibir que, en esta obra, no se hace la necesaria distinción entre un tradicionalismo preestatal y el absolutismo ilustrado de, por ejemplo, Forner, que, aunque enemigo de la Revolución francesa, distaba mucho de ser un reaccionario; y lo mismo podemos decir de Hervás y Panduro. Su exégesis de Acción Española es una mera repetición de las tesis de Raúl Morodo, sumamente cuestionables en mi opinión. A la hora de analizar la tecnocracia franquista ignora o es incapaz de percibir, sobre todo en el caso de Gonzalo Fernández de la Mora, su abierta discrepancia con el discurso tradicionalista y confesional. Incluso incurre en el tópico de afirmar que El crepúsculo de las ideologías es una mera traducción española de la obra de Daniel Bell El fin de las ideologías, cuando, a poco que se profundice en la lectura de ambos libros, resulta evidente que apenas tienen nada que ver, salvo la analogía del título. Botti, bajo el concepto de «nacional-catolicismo», relacionada diversas tradiciones de la derecha coincidentes en la confesionalidad católica sin profundizar en sus diferencias. No es lo mismo un carlista que un católico social; no es lo mismo un falangista que un integrista o monárquico de Acción Española. Ni lo son sus concepciones de la sociedad ni su visión de las relaciones Iglesia-Estado, &c. Personalmente, nunca he dado importancia a la obra de Botti; y si ahora la comento es porque hace poco me enteré que consideraba «decepcionante» mi biografía de Ramiro de Maeztu porque no tenía en cuenta las tesis de Cielo y dinero (Véase Alfonso Botti, «Algo más sobre nacional-catolicismo», en op. cit., pp. 201 ss). Pues bien; la razón es clara: no le cito simplemente porque Cielo y dinero me parece un mal libro.

{38} La revista intentó captar al poeta Vicente Aleixandre, que rechazó su colaboración por los ataques de Punta Europa a Ínsula y a Dámaso Alonso. José Luis Cano, Los cuadernos de Velintonia. Barcelona, 1986, pp. 119 y 129.

{39} «Punta Europa», en Punta Europa nº 1, enero de 1956, pp. 5-7.

{40} «Un año de vida», Punta Europa nº 12, diciembre de 1956, pp. 5-6.

{41} «Nota: Punta Europa y el Opus Dei», Punta Europa nº 11, noviembre de 1956, p. 6.

{42} «Punta Europa, ¿una revista del Opus Dei?», Punta Europa nº 55-56, julio-agosto de 1960, pp. 5-8.

{43} Punta Europa nº 60, diciembre de 1960, p. 8.

{44} Florentino Pérez Embid, Revistas culturales de postguerra. Madrid, 1956, pp. 28 ss.

{45} «La Monarquía social», Punta Europa nº 2, febrero de 1956, pp. 5-7. «La Monarquía representativa», Punta Europa nº 4, abril de 1956, pp. 5-9.

{46} Vicente Marrero, La consolidación política. Teoría de una posibilidad española. Madrid, 1964.

{47} Gonzalo Fernández de la Mora, Pensamiento español 1964. Madrid, 1965, pp. 153-156.

{48} Vicente Marrero, Prólogo a Hacia otra España, de Ramiro de Maeztu. Madrid, 1967, pp. 11-12.

{49} Gonzalo Fernández de la Mora, Pensamiento español, 1967. Madrid, 1968, pp. 181.

{50} Contestación de Fernández de la Mora a Conchita García Moyano, en Archivo Fernández de la Mora, 7-XI-1988.

{51} Vicente Marrero, La guerra española y el trust de cerebros. Madrid, 1960, pp. 477.

{52} «Unamuno, clergyman», Punta Europa nº 4, abril de 1956, pp. 56-58. Véase también Marrero, La guerra…, pp. 470 ss.

{53} Díaz Hernández , op. cit. , pp. 481-482.

{54} «El talante intelectual de Aranguren», Punta Europa nº 1, enero de 1956, pp. 101-121.

{55} «Eutrapelia sobre un manual de Ética», Punta Europa nº 37, enero de 1959, pp. 106-108.

{56} «Dámaso Alonso ante el homenaje a Menéndez Pelayo», Punta Europa nº 5-6, mayo-junio de 1956, pp. 148-156.

{57} Miguel Batllori, Recuerdos de casi un siglo. Barcelona, 2001, pp. 236-238.

{58} Victorino Rodríguez, «Gambra en la polémica del orteguismo católico», en Comunidad humana y Tradición política. Liber amicorum de Rafael Gambra. Madrid, 1998, pp. 149 y 160.

{59} Vicente Marrero, Santiago Ramírez. OP. Madrid, 1971. Tzvi Medin, El cristal y sus reflexiones. Nueve intérpretes españoles de Ortega. Madrid, 2005, pp. 149 ss.

{60} Santiago Ramírez, La filosofía de Ortega y Gasset. Barcelona, 1958.

{61} «La polémica de Ortega como símbolo», Nuestro Tiempo nº 61, 1959, pp. 3-20.

{62} José Luis López Aranguren, Prólogo a Obras. Madrid, 1965, pp. XXX ss.

{63} Pedro Carlos González Cuevas, «»Las polémicas sobre Ortega durante el régimen de Franco», en Revista de Estudios Orteguianos nº 14/15, mayo-noviembre de 2007, pp. 215 ss.

{64} Santiago Ramírez, Ortega, el núcleo de su filosofía. Madrid, 1959.

{65} «El Padre Ramírez y el fin del orteguismo católico», Punta Europa nº 30, junio de 1958, pp. 74-75. «El buen tono orteguiano», Punta Europa nº 31, julio de 1958, pp. 127-128. «Ortega hoy», Punta Europa nº 31-32, julio-agosto de 1958, pp. 122 ss.

{66} Adolfo Muñoz Alonso, «España», en Michele Federico Scciaca, Las grandes corrientes del pensamiento contemporáneo. I. Panoramas nacionales. Madrid, 1959, pp. 443 ss.

{67} Batllori, op. cit., pp. 238 ss.

{68} «Ortega mondain», Punta Europa nº 27, marzo de 1958, pp. 74-79. «El orteguismo como breviario mondain», Punta Europa nº 30, junio de 1958, pp. 64-90.

{69} Gonzalo Fernández de la Mora, Ortega y el 98. Madrid, 1961, pp. 161 ss.

{70} Vicente Marrero, Santiago Ramírez, OP. Madrid, 1971, pp. 19 ss.

{71} Pedro Carlos González Cuevas, Conservadurismo heterodoxo. Madrid, 2009, pp. 126 ss.

{72} «La guerra civil española y el trust de cerebros», Punta Europa nº 53, mayo de 1960, pp. 43 ss; nº 54, junio de 1960, pp. 69 ss; nº 57-58, septiembre-octubre 1960, pp. 94 ss.

{73} Aniceto de Castro Albarrán, Lo nuevo conciliar y lo eclesial perenne. Madrid, 1967, pp. 101.

{74} Feliciano Montero, op. cit., pp. 108 ss.

{75} «La Encíclica de Juan XXIII, Pacem in Terris, y los teólogos juristas españoles del siglo XVI», Punta Europa nº 95, marzo de 1964, pp. 60-61.

{76} «En torno a principios inmutables», Punta Europa nº 94, febrero de 1964, pp. 6-7.

{77} «Información y confusión sobre el Concilio», Punta Europa nº 103, noviembre de 1964, pp. 53.

{78} «Los puntos de discusión sobre la libertad religiosa», Punta Europa nº 104, diciembre de 1964, pp. 70-71, 73.

{79} «Un estudio sobre la unidad religiosa», Punta Europa nº 119, marzo de 1967, pp. 87-88.

{80} «Aplicación de la ley civil sobre la libertad religiosa», Punta Europa nº 124-125, agosto-septiembre de 1967, pp. 55-56.

{81} «A propósito de El crepúsculo de las ideologías», Punta Europa nº 105, enero 1966, pp. 93-97.

{82} «El pleito de las ideologías. Fernández de la Mora responde a Wilhelmsen», Punta Europa nº 105, enero de 1966. Suplemento; páginas, 9-10.

{83} Archivo Fernández de la Mora, 30-XII-1965.

{84} Vicente Marrero, La guerra…, pp. 23 y 504.

{85} Vicente Marrero, España ¿en el banquillo? Madrid, 1973, pp. 198 ss.

{86} Carlos Luis Alvarez, Memorias prohibidas. Barcelona, 1995, pp. 193-194.

{87} «Diez años de Punta Europa», Punta Europa nº 117, enero de 1967, p. 3.

{88} «Un análisis global e histórico de la economía española», Punta Europa nº 118, febrero de 1967, pp. 12-65. «Historia y resultados de la planificación económica en España», Punta Europa nº 122-123, junio-julio de 1967, pp. 45-52.

{89} Alvarez, op. cit., pp. 195.

{90} Juan Manuel Cuenca Toribio, La obra historiográfica de Florentino Pérez Embid. Sevilla, 2000.

{91} Véase Florentino Pérez Embid, Ambiciones españolas. Madrid, 1953, pp. 99 ss.

{92} Véase Onésimo Díaz Hernández y Fernando de Meer, Rafael Calvo Serer: la búsqueda de la libertad (1945-1988). Madrid, 2010.

{93} Rafael Calvo Serer, Las nuevas democracias. Madrid, 1964.

{94} «Anglosajones e iberoamericanos», Atlántida nº 19, enero-febrero 1966, pp. 5-26.

{95} «Florentino Pérez Embid», Punta Europa nº 57-58, septiembre-octubre de 1960, pp. 121 ss.

{96} Fernández de la Mora, Río arriba, pp. 123.

{97} Florentino Pérez Embid, Prólogo a La Institución Libre de Enseñanza, de Vicente Cacho Viu. Madrid, 1962, pp. 6-8.

{98} «El mito de Atlántida», Atlántida nº 1, enero-febrero de 1963, pp. 94 ss.

{99} Gonzalo Fernández de la Mora, Pensamiento español 1963. Madrid, 1964, pp. 264.

{100} Florentino Portero, «Don Vicente», en R. Ferrer y Pérez de León, La tradición liberal española. Homenaje a Vicente Cacho Viu. Madrid, 2004, pp. 99 ss.

{101} Vicente Cacho Viu, La Institución Libre de Enseñanza. Madrid, 1962.

{102} En una carta a su amigo Antonio Fontán, que también evolucionó hacia el liberalismo, Cacho Viu definió su posición, afirmando que no había en España otra tradición que la del liberalismo, «la nuestra, la humanista, la cristiana y occidentalizante, de siempre, pero en su justo momento: el mundo liberal, que arrancaba de las transformaciones del Antiguo Régimen». Frente a ella, el tradicionalismo católico aparecía no ya como anacrónico, sino inexistente. Balmes aparecía simplemente como un «clérigo que sabía leer»; a Donoso Cortés confesaba no haberlo leído, pero lo descalificaba igualmente; Menéndez Pelayo era un «liberal al que hicieron la vida imposible los mismos que le secuestraron después de muerto»; y Maeztu tan sólo, en sus mejores momentos, un «heraldo» de las campañas liberal-socialistas de Ortega y Gasset» («Una carta que explica un título», en Ferrer y Pérez de León, op. cit., p. 6). Tesis históricamente insostenibles, a mi modo de ver; pero que reflejan todo un cambio de perspectiva histórico-político.

{103} Vicente Cacho Viu, Las tres Españas de la España contemporánea. Madrid, 1962.

{104} «La unidad del saber», Atlántida nº 1, enero de 1963, pp. 78-80.

{105} Declaraciones de Fernández de la Mora a Conchita García Goyanes, en Archivo Fernández de la Mora, 18-XI-1988.

{106} «La baja del entusiasmo», Atlántida nº 5, septiembre-octubre de 1963, pp. 554-555.

{107} «La autoridad y el poder», Atlántida nº 20, marzo-abril de 1966, pp. 218-220.

{108} «El relativismo político de Aristóteles», Atlántida nº 46, julio-agosto de 1970, pp. 355 ss.

{109} «Los ideólogos de la revolución de 1868», Atlántida nº 36, noviembre-diciembre de 1968, pp. 562-565.

{110} «La teoría de la esencia en Zubiri», Atlántida nº 22, julio-agosto de 1966, pp. 363-380.

{111} «El correlacionismo de Amor Ruibal», Atlántida nº 35, septiembre-octubre de 1968, pp. 475 ss.

{112} ABC, 11-III-1965.

{113} «El crepúsculo de las ideologías», Atlántida nº 16, julio-agosto 1965, pp. 418-419.

{114} Archivo Fernández de la Mora, 21-IV-1965.

{115} Archivo Fernández de la Mora, 22-IV-1965.

{116} «La dignidad de la persona humana», Atlántida nº 24, noviembre-diciembre 1966, pp. 577.

{117} «La libertad religiosa, derecho de la persona humana», Atlántida nº 24, noviembre-diciembre 1966, pp. 623-629.

{118} «Teorías preconciliares sobre la libertad religiosa», Atlántida nº 24, noviembre-diciembre 1966, pp. 674-675.

{119} «La libertad religiosa y el pueblo de Dios», Atlántida nº 24, noviembre-diciembre 1966, pp. 692-693.

{120} «Ideología y cristianismo», Atlántida nº 25, enero-febrero 1967, pp. 67-68.

{121} «El fenómeno contemporáneo de la secularización», Atlántida nº 43, enero-febrero 1970, pp. 23-24.

{122} «La economía social», Atlántida nº 7, enero-febrero 1964, pp. 79 ss.

{123} «Alcance y límite de la planificación económica», Atlántida nº 25, enero-febrero 1967, pp. 46-47, 51.

{124} «Algunas motivaciones relevantes en el desarrollo económico», Atlántida nº 29-30, septiembre-diciembre 1967, pp. 441, 451 ss, 453, 458.

{125} Véase Amando de Miguel, Memorias y desahogos. Madrid, 2010, pp. 303 ss.

{126} «Desarrollo y cambio social», Atlántida nº 29-30, septiembre-diciembre 1967, pp. 399 ss.

{127} «Las necesidades de profesores y centros de reforma educativa española», Atlántida nº 47, septiembre-octubre 1970, pp. 490-503.

{128} «La opinión pública española ante el Mercado Común», Atlántida nº 45, mayo 1970, pp. 321-322.

{129} Contestación al cuestionario de Conchita García Moyano, en Archivo Fernández de la Mora, 7-XI-1988.

{130} Fernández de la Mora, Río arriba, pp. 123 ss.

{131} «La erosión del sistema», ABC, 14-III-1975.

{132} Manuel Fraga, La Monarquía y el país. Barcelona, 1977, pp. 134.

 

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