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El Catoblepas, número 131, enero 2013
  El Catoblepasnúmero 131 • enero 2013 • página 8
Artículos

El Dios de los poetas

Jesús G. Maestro

Lo sensible y lo inteligible en la Literatura sofisticada o reconstructivista:
¿Por qué «Dios está azul»?

Dios está azul…
Juan Ramón Jiménez

Jesús G. Maestro, Genealogía de la Literatura, Academia del Hispanismo, 2012Durante los días 16 y 17 del pasado mes de abril de 2012, tuvo lugar en la Escuela de Filosofía de Oviedo, en la sede de la Fundación Gustavo Bueno, una serie de intervenciones sobre la Genealogía de la Literatura. En el curso de estas exposiciones críticas, el profesor Gustavo Bueno planteó, en relación con la denominada Literatura sofisticada o reconstructivista, cómo puede explicarse, o incluso aceptarse filosóficamente, que poetas como Juan Ramón Jiménez hablen de un Dios azul. Este artículo, que reproduce un fragmento del libro Genealogía de la Literatura (Vigo, Academia del Hispanismo, 2012), que acaba de publicarse, y en el que se recogen contenidos nucleares expuestos con anterioridad en la Escuela de Filosofía de Oviedo, pretende ofrecer algunas posibles explicaciones a la cuestión planteada por Bueno, desde la aplicación del Materialismo Filosófico a la Teoría de la Literatura.

0. Introducción

Los poetas han ignorado con frecuencia la filosofía a la hora de escribir la literatura de sus poemas. Siguiendo su ejemplo, los malos intérpretes de los materiales literarios también han ignorado con frecuencia lo que la filosofía es, jactándose incluso de pertenecer a una presunta tradición –cuyo origen pretenden platónico– en la que la filosofía y la literatura se menosprecian mutuamente. Pero que algunos poetas, en realidad los más ignorantes, no tengan en cuenta lo que la filosofía es y exige, no significa que los intérpretes de la poesía en particular, y de la literatura en general, deban asumir de forma acrítica el mismo imperativo. Porque la Literatura, como la totalidad de cuanto existe, exige ser interpretada. Como hecho que brota de la razón humana, exige una interpretación racional, normativa y conceptual del sistema de ideas formalmente objetivado en sus materiales literarios. Todos los hechos exigen una interpretación, y los materiales literarios no constituyen filosóficamente una excepción. El fin del arte es su interpretación humana y normativa. En este sentido, la Literatura, como obra de arte, como sistema de ideas formalmente objetivadas en materiales literarios, es un permanente desafío a la inteligencia humana.

De forma inequívoca Platón consideraba, al igual que muchas personas hoy día, que la Literatura –que toda la Literatura– es un discurso incapaz de objetivar sistemas críticos de ideas. Lo cual no ha de sorprendernos, sobre todo si se tiene en cuenta la imagen pública que se da de la Literatura, incluso, y sobre todo, en las instituciones académicas y universitarias, donde con frecuencia la explicación de los materiales literarios se limita a contar los argumentos de las novelas. Para Platón, Retórica, Poética y Literatura son relativamente lo mismo: un discurso –un conjunto de palabras– solo sensible, pero no inteligible. Se trata de algo que suena bien, pero que no dice nada. Platón, como Aristóteles, como Spinoza, y como muchos otros filósofos racionalistas, no pueden comprender ―ni aceptar acríticamente― el sentido de versos como estos, en los que Juan Ramón Jiménez, en su modernista balada de la “Mañana de la cruz”, habla de un Dios azul:

Dios está azul. La flauta y el tambor
anuncian ya la cruz de primavera.

Ningún filósofo antiguo ni escolástico, ningún pensador racionalista del siglo XVII, ningún científico positivista decimonónico, y acaso ningún lector anterior al simbolismo, podría comprender fácilmente que Dios sea susceptible de recibir en su substancia un atributo o un accidente “azul”, porque si algo así tuviera la más pequeña posibilidad de llevarse a cabo, la más limitada potencia de actualizarse, Dios no sería Dios. Platón, Aristóteles, Plotino, Descartes, Spinoza, Hume, etc., jamás habrían comprendido semejante sinestesia, y aún menos verbalizada en la forma –tan española– que ontológicamente implica el verbo estar, identificando en una causa primera y esencial nada menos que un estado existencial, y además cromático, dado en la inconmensurable inmutabilidad de una divinidad teológica. Pero el Dios de los poetas no es el Dios de los teólogos, el cual, es además, en buena medida, el Dios de los filósofos. Dicho con más precisión, y atendiendo a la Genealogía de la Literatura que se expone en este libro: el Dios de la Literatura sofisticada o reconstructivista –el de la poesía modernista juanramoniana, por ejemplo– no es el Dios de la Literatura primitiva o dogmática –el Yahvéh del Antiguo Testamento–, ni el Dios de la Literatura crítica o indicativa –desde ese Dios inoperante e inhabilitado, tan propio de la novela y el teatro cervantinos, hasta ese trono vacío de toda divinidad, tan patente en tragedias contemporáneas y ateístas como En attendant Godot–. Ahora bien, a la Literatura sofisticada o reconstructivista solo se llega genealógicamente cuando la metafísica –con todos sus dioses e imperativos teológicos– se ha desvanecido por completo, porque se ha convertido en un juego, en una retórica, en una poética, o en un cromatismo de emociones y sensaciones verbalmente muy apetecibles. Solo así Dios puede estar azul.

En suma, Platón no podría concebir –ni aceptar– de ninguna manera que Dios esté azul, porque en su Filosofía no cabe la Literatura sofisticada o reconstructivista, sino que solamente cabe, y reducida a la mínima expresión estatalista y política, una Literatura programática o imperativa. La Literatura crítica o indicativa no se tolera en la República platónica, y ya no por literaria o poética –esto es, por mimética–, sino por crítica o heterodoxa –es decir, por disidente–. Por otro lado, ha de advertirse que el mundo antiguo y las culturas arcaicas no consideraban como literarios ni poéticos muchos de los materiales y formas antropológicos que aquí sí reconocemos en la genealogía de la Literatura primitiva o dogmática, porque la interpretación histórica posterior los ha incorporado al corpus de obras estéticas. El pueblo hebreo anterior a Cristo no podría haber admitido, bajo ningún concepto, que el Génesis era una obra literaria: el Génesis, como todos los demás libros del Viejo Testamento, es una Escritura Sagrada, no una ficción poética o una fábula literaria. Nada más lejos, pues, de algo tan profano, y al cabo vulgar, mundanal y frívolo, como la Literatura.

1. Modos evolutivos de la genealogía literaria

La cita con la Literatura sofisticada o reconstructivista constituye el estadio más adecuado de la Genología de la Literatura para explicar la construcción final de las cuatro familias constituyentes del genoma literario, en tanto que holema o totalidad en que se objetiva precisamente su desarrollo o evolución genealógica:

1. Literatura primitiva o dogmática: es la primera de las familias literarias, aquella que se construye sobre saberes pre-racionales y acríticos, y que se basa en modos de conocimiento propios de culturas bárbaras (mito, magia, religión y técnica). Es el caso del Poema de Gil Gamesh, la Biblia o el Corán, por ejemplo.

2. Literatura crítica o indicativa: estructura saberes racionales y críticos, porque es resultado del impacto que la desmitificación, el racionalismo, la filosofía y la ciencia de las sociedades civilizadas y estatales han ejercido sobre los modos de conocimiento procedentes de las culturas bárbaras (mito, magia, religión y técnica). A este grupo pertenecen obras como los Cuentos de Canterbury de Chaucer, la Divina commedia de Dante, La Celestina de Fernando de Rojas, Lazarillo de Tormes, el Quijote de Cervantes, La Regenta de Clarín, Tiempo de silencio de Luis Martín Santos…

3. Literatura programática o imperativa: se despliega sobre la preceptiva de una combinación o yuxtaposición de saberes racionales y acríticos, desde los que se trata de influir en términos de ideología, pseudociencia, teología y tecnología en los saberes racionales y críticos sobre los que está construida la literatura crítica o indicativa, a fin de neutralizarla, contrarrestarla o simplemente reemplazarla. Es el caso del Quijote de Avellaneda frente al Quijote de Cervantes, el Arte nuevo de hazer comedias en este tiempo de Lope de Vega, los autos sacramentales de Calderón, el teatro épico de Bertolt Brecht, o el Emilio de Rousseau, si aceptamos su lectura como un Bildungsroman, y también la mayor parte de la autodenominada “literatura digital” o “literatura de internet”.

4. Literatura sofisticada o reconstructivista: se diseña a partir de la amalgama de saberes críticos que, siendo muy sofisticadamente racionalistas, simulan ser lúdica o inocentemente irracionales o pre-racionales, de tal manera que promueven una literatura destinada a estimular el psicologismo, el sobrenaturalismo, el animismo y la reconstrucción de realidades imaginarias. Es el caso de una parte muy considerable de la literatura contemporánea y posromántica, pese a antecedentes como la obra de Rabealis. Creacionismo, surrealismo y dadaísmo, por ejemplo, son pura literatura sofisticada o reconstructivista, al igual que la poesía de William Blake o Rainer-Maria Rilke, la narrativa de Franz Kafka o Jorge Luis Borges, y el teatro de Eugène Ionesco o Fernando Arrabal, entre tantos otros que podrían citarse. A esta familia o linaje literario pertenece la poesía de Juan Ramón Jiménez, en concreto el poema al que se refiere este trabajo, “Balada de la mañana de la cruz” (1907), donde el autor afirma sofisticadamente que “Dios está azul”.

Genealogía de la Literatura
(gráfico secuencial)

Jesús G. Maestro, Genealogía de la Literatura (gráfico secuencial)

¿Cuáles son los mecanismos que han determinado esta genealogía o sistema evolutivo de lo que podríamos denominar el genoma o núcleo de lo literario? Dos han sido los mecanismos o procedimientos que los materiales literarios han desarrollado formalmente en su evolución genealógica: los coagulantes o consolidantes y los transductores o generadores. Me explico.

a) Procedimientos coagulantes o consolidantes de los materiales literarios (en la Genealogía de las Literaturas primitiva o dogmática y programática o imperativa). En primer lugar, ha habido materiales literarios que han sido sometidos a rigurosos procesos de codificación, objetivados en preceptivas de carácter dogmático, y que en consecuencia se han conservado y perpetuado en estructuras muy sólidas y rígidas, que al fin y al cabo los han preservado histórica e incluso genealógicamente. Este es un procedimiento coagulante o consolidante de los materiales literarios, que en última instancia podríamos calificar de preservativo y conservador. Es el mecanismo que caracteriza sobre todo a la Literatura primitiva o dogmática y a la Literatura programática o imperativa, es decir, a aquellas formas más disciplinadas, normativas y doctrinales de concebir los materiales literarios. Este sistema operativo es el que calificaré de coagulante o consolidante. Se basa en el modelo de las esencias porfirianas, al proceder mediante la afirmación del género próximo o dado y la diferencia específica o diferencia subgenérica: novela es el relato de la historia de un antihéroe (Cervantes), poesía es la creación de una realidad formalmente alternativa (Huidobro) o un “arma cargada de futuro” (Celaya), teatro es el arte de narrar un drama (Brecht). En el caso de la Literatura, este procedimiento tiende a la fosilización formalista de los materiales literarios, al disponer la creación de secuencias, estructuras o sistemas literarios formalmente cerrados por su propia preceptiva, o bien estéticamente clausurados por principios fideístas, ideológicos o dogmáticos, o incluso por razones políticas, teológicas o estéticas. Criterios imperativos o preceptistas disponen en este caso la preservación o consolidación de la esencia de los materiales literarios, limitando su evolución y clausurando su desarrollo. La consecuencia fue, genealógicamente hablando, por un lado, la disolución o desvanecimiento de la Literatura primitiva o dogmática, hoy día imposible de llevar a cabo, porque no se dan las condiciones irracionales y acríticas para ejercerla, y, por otro lado, el inventario de los diferentes tipos de Literatura programática o imperativa, que con frecuencia han dado lugar a obras literarias precintadas sobre sí mismas o a sistemas literarios definidos por su capacidad para clausurar toda posible transformación de sus partes esenciales, como estructuras o preceptivas diseñadas para proscribir e invalidar cualquier desarrollo ajeno a su propio horizonte de expectativas, como el Génesis veterotestamentario o el Apocalipsis de Juan, la literatura de los libros de caballerías del Renacimiento o la co­media nueva de Lope, la tragedia jansenista francesa del XVII, la poesía creacionista de las vanguardias o el teatro épico de Bertolt Brecht.

b) Procedimientos transductores o generadores de los materiales literarios (en la Genealogía de las Literaturas crítica o indicativa y sofisticada o reconstructivista). En segundo lugar, hay materiales literarios que se han concebido y desarrollado desde la pugna más explícita o desde la dialéctica mejor simulada posible contra todo intento de preservación preceptiva, programática o dogmática. Numerosos autores, obras, lectores e intérpretes se han resistido o­ negado a someterse a los procesos de codificación objetivados en preceptivas, poéticas, imperativos teológicos o programas políticos e ideológicos. El resultado ha sido la construcción y difusión de obras y materiales literarios estructuralmente abiertos y generadores, críticos y cada vez más sofisticados, con objeto de sortear censuras y limitaciones, así como de sustraerse a sistemas de racionalismo inquisitivo, prohibitivo o represor. Este tipo de Literatura ha desencadenado procedimientos abiertamente cambiantes y transformadores, no solo por la necesidad de “agudizar el ingenio” a la hora de expresarse y sortear la interdicción poética –vigente desde la República de Platón–, sino ante todo por la extraordinaria capacidad de sus autores para construir sistemas literarios de interpretación muy superiores a los preexistentes o vigentes en su tiempo, es decir, para elaborar nuevos sistemas de normas de construcción e interpretación de los materiales literarios, ampliando, renovando y transformando de este modo los “horizontes de expectativas” dados apriorísticamente en el momento en que irrumpen con sus propias ideas y construcciones literarias. Estamos aquí ante un modo de proceder caracterizado por la transducción o transformación de las estructuras nucleares y esenciales de los materiales literarios. Todo lo contrario a los procedimientos coagulantes o consolidantes de las preceptivas literarias y de los programas o imperativos políticos, teológicos o ideológicos destinados a determinar, ceñir o incluso clausurar el quehacer estético. El modo operativo de la transducción, o transmisión con transformación (Maestro, 1994), está en la base generadora de la Literatura crítica o indicativa y de la Literatura sofisticada o reconstructivista, es decir, de aquellas formas que disponen la construcción e interpretación de los materiales literarios de modo abierto, crítico y generador, promoviendo estructuras y sistemas de ideas que se relacionan de forma dialéctica, interactiva y reproductiva, con otros sistemas envolventes. La crítica no admite preservación. La Literatura crítica e indicativa tampoco. Está llamada a reproducirse, a generarse y regenerarse a través de transformaciones históricas y alteraciones estructurales permanentes, aun conservando el filum genealógico –lo crítico y lo racional– de su rama o linaje familiar. Del mismo modo opera la Literatura sofisticada o reconstructivista, originada en la re-construcción o re-composición –esto es, en la transducción– artificial, sintética, industriosa o tecnológica –en el sentido más genuinamente artístico (téchnee) del término–, siempre transformada y re-elaborada, de materiales literarios procedentes de un mundo irracional, antiguo o imaginario, que resulta racionalmente recuperado para el ejercicio contemporáneo de una crítica social, religiosa o estética, desde formas audaces, lúdicas, originales o inéditas. El mecanismo de la transducción en el que se basan la Literatura crítica o indicativa y la Literatura sofisticada o reconstructivista sigue el modelo de las esencias plotinianas, al proceder mediante la transformación del núcleo generador de la esencia, y no por preservación o fijación del género inmediato y de una de sus características específicas. Dicho con un ejemplo: si el teatro solo puede ser, como afirmaba Brecht, la narración de hechos trágicos (o cómicos), el género teatral nunca podrá sobrepasar el imperativo preceptista de prescindir de este rasgo específico, esto es, de lo narrativo como cualidad de una especie que actúa como determinante esencial del género, es decir, que se convierte en el elemento preservador más poderoso de la esencia del teatro como género literario, clausurando su inmutabilidad. En el modelo de las esencias porfirianas, la cualidad de la especie (un rasgo específico, como lo narrativo en el teatro épico) se convierte en una estructura que pretende –y que impone– la inmutabilidad del género (el teatro épico), preservándolo como sistema y asegurando la inmunidad de su supervivencia en la Historia, al negar, programáticamente, cualesquiera otras formas posibles de teatro que no cumplan con la observancia del rasgo específico de referencia (en este caso, la narración del hecho dramático). En el contexto de la Literatura, el procedimiento de la transducción tiende a la expansión formalista y regeneración crítica de los materiales literarios, al disponer la creación, generación e interpretación de obras, estructuras y sistemas literarios formalmente abiertos a asumir y disponer transformaciones, merced a su propia naturaleza crítica y dialéctica. En términos de genealogía literaria, la consecuencia es la expansión y difusión de los materiales literarios a través de la crítica, mediante la elaboración e interpretación de obras que instituyen nuevos horizontes de expectativas, particularmente en el caso de la Literatura crítica o indicativa (Divina commedia, The Canterbury Tales, Lazarillo de Tormes, Don Quijote de la Mancha, Faust, Woyzeck, Madame Bovary, Crimen y castigo, El hombre sin atributos, La ciudad y los perros…), así como la génesis, en el caso de la Literatura sofisticada o reconstructivista, de obras de arte verbal inconcebibles al margen de la combinación y de la transformación de materiales preexistentes, que resultarán ahora literariamente formalizados desde nuevos criterios y perspectivas (Rabelais, el culteranismo gongorino, Blake, Yeats, Verlaine, Baudelaire, Les Chants de Maldoror, Leopardi, la estética del esperpento valle-inclaniano, la Primera antología poética de Juan Ramón Jiménez, la novela intelectual de Pérez de Ayala, creacionismo, ultraísmo, surrealismo, dadaísmo, las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, la narrativa de Kafka, Borges, Cortázar, la obra poética de Luis Alberto de Cuenca…).

Si recapitulamos lo que se ha expuesto, tendríamos que, respecto a las cuatro familias o linajes constituyentes de la Genealogía de la Literatura, se desprenden dos procedimientos o mecanismos que las hacen posibles, según el núcleo de sus componentes esenciales resulte ser un elemento coagulante o consolidante de materiales literarios clausurados o un dispositivo generador o transductor de estructuras cambiantes, dialécticas y críticas. En el primer caso, los materiales coagulantes siguen el procedimiento de las esencias porfirianas, preservándose a través de la inmutabilidad de un rasgo específico que asegura la inmunidad de la esencia genérica. En el segundo caso, los materiales generadores siguen el modelo de las esencias plotinianas{1}, disponiendo la evolución estructural de los elementos genéticos y nucleares del género, que actúa aquí como un auténtico género generador de nuevas ideas y sistemas literarios. En consecuencia, se observa que las cuatro familias genealógicas de la Literatura pueden organizarse en dos grupos, determinados, en primer lugar, por su disposición al desvanecimiento o disolución (Literatura primitiva o dogmática), o a su clausura o preservación preceptiva (Literatura programática o imperativa), y, en segundo lugar, por su operatividad hacia la transducción crítica y dialéctica (Literatura crítica o indicativa), o hacia la recreación y regeneración estética, lúdica o poética, de sus propias formas y materiales (Literatura sofisticada o reconstructivista).

Modelos literarios
Coagulantes o preceptistas

 
(Esencias porfirianas)
 
Modelos literarios
Generadores y críticos

 
(Esencias plotinianas)
 
Literatura
primitiva o dogmática
 
[Taxones clausurados]
 
Literatura
crítica o indicativa
 
[Semillas críticas]
 
Literatura
programática o imperativa
 
[Tipos y prototipos preceptivos]
 
Literatura
sofisticada o reconstructivista
 
[Composiciones artificiales]
 

Las especies de un género pueden concebirse de forma distributiva o porfiriana, mediante taxonomías (clasificaciones descendentes distributivas) y tipologías (clasificaciones ascendentes distributivas), es decir, como se ha indicado, tomando como referencia la especie (distributivamente considerada en el género); pero también pueden interpretarse de forma atributiva o plotiniana, es decir, identificando un orden genético entre ellas (las especies atributivamente consideradas), lo que equivale a tomar como referencia el género, en tanto que en él y a su través se engendran, generan y regeneran múltiples especies subsiguientes.

Si se aplican estos criterios a la Genealogía de la Literatura se constata, en primer lugar, que la Literatura primitiva o dogmática se desvanece en la Historia –y sobre todo al adentrarse en la Historia–, tras haber dado lugar a una serie de obras que resultan fosilizadas, en el mejor de los sentidos, ante el paso del tiempo, ya que las condiciones críticas y racionales desarrolladas por la Ciencia y la Filosofía no permiten la construcción de nuevas obras literarias donde la magia, el mito, la religión numinosa y las técnicas primitivas se conserven intactas o inmutables, como en el siglo X a.n.E., por ejemplo (nadie escribe hoy día poesía sobre piedra, ni sobre tablillas de cera o plomo). Hablamos, en este contexto, de taxones clausurados.

En segundo lugar, se advierte que la Literatura programática o imperativa resulta objetivada en materiales literarios específicos, es decir, en obras literarias en las que se objetivan, material y formalmente, los rasgos de especies literarias que constituyen en sí mismos tipos y prototipos preceptivos de cómo ha de ser una determinada forma programática de hacer literatura –de “hazer comedias”, dirá Lope de Vega (1609), o de “crear poemas”, según Huidobro en El espejo de agua (1916), o de narrar el teatro (Brecht, 1957)–, la cual se agotará en su propio horizonte de expectativas, es decir, en su propia “familia”, o por decirlo en términos de la teoría (porfiriana) de las clasificaciones, en su propia tipología.

Si se permite el uso de una metáfora biológica o biogenética, diríamos que la Literatura primitiva o dogmática está constituida por individuos (obras) sin descendencia, es decir, por materiales literarios únicos, relacionados entre sí alotéticamente (es lo que relaciona rasgos distintos de entes distintos), como especie que ha brotado al margen del género, y que en un momento dado se ha detenido sin ulterior reproducción, conservándose como un taxón clausurado en sí mismo. Si se aplica la misma metáfora biológica a la Literatura programática o imperativa, el resultado se amplía del individuo (la obra literaria) a la familia (el horizonte de expectativas), es decir, que la descendencia se limita no solo a un ámbito genético (como en la Literatura primitiva), sino también estructural (el de la Literatura programática) y genérico (las obras literarias que pertenecen a una misma familia o género: los libros de caballerías, la comedia nueva, la poesía social, el teatro épico…), cuyos límites están programados y clausurados preceptivamente de antemano. Por eso de la Literatura programática o imperativa podría hablarse siempre en términos de “planificación familiar”, de preceptiva poética o incluso de política literaria que delimita y ciñe todo desarrollo estructural capaz de contravenir los fundamentos normativamente previstos por el grupo, género o familia literaria de referencia. La Literatura programática no admite ni transformaciones internas, ya que sus presupuestos acríticos y basales no se discuten, ni expansiones externas que supongan una alteración de sus premisas nucleares, por mínima que esta sea. La Literatura programática es autotética: remite siempre a lo que tienen en común los elementos de un mismo conjunto, el de su propia preceptiva, que trata de preservarse inmutablemente en el tiempo y en el espacio. Pero el precio de esta inmutabilidad es su disección histórica: su preservación es la esterilidad de la familia, es decir, del género literario, el cual, al no renovarse o transformarse, se anquilosa histórica y geográficamente, esto es, en los límites de su propia política literaria. Ocurre que la Literatura programática se impone (políticamente), pero no se transforma (estéticamente). Porque si interactuara políticamente sería Literatura crítica o indicativa, y si se transformara estéticamente se convertiría en Literatura sofisticada o reconstructivista. En consecuencia, de la Literatura programática o imperativa corresponde hablar en términos de tipos y prototipos preceptivos.

En tercer lugar, se observa que la Literatura crítica o indicativa opera desde la proliferación de obras literarias que, a modo de semillas críticas, fructifican constantemente, interactuando con su entorno e incluso contra él, es decir, que se reproducen de forma generadora y regeneradora a través del ejercicio crítico y dialéctico de la totalidad de los materiales literarios enfrentados con el mundo interpretado (Mi). La Literatura crítica procede, diríamos, por desmembración incesante y multiplicación regeneradora de los materiales literarios en su interacción histórica y geográfica con la realidad envolvente. Dispone su desarrollo a través de las formas estructurales de un evolucionismo discontinuo y dialéctico. Es una literatura fertilizada por la crítica y enriquecida por inseminación dialéctica de ideas racionales de carácter conflictivo, beligerante, contestatario. Su evolución es plotiniana, no porfiriana, es decir, tiene lugar a través de las propiedades troncales de sus cualidades genéricas (atribución), y no a través de las ramificaciones singulares y aisladas de sus características específicas (distribución). De este modo, avanza potenciando el género generador, no las capacidades insulares de sus posibles especies y subespecies (como sí hace la Literatura sofisticada o reconstructivista). La Literatura crítica e indicativa progresa dialécticamente apuntalando un tronco o linaje común en sus múltiples regeneraciones, y preservando evolutivamente dos propiedades fundamentales: la razón y la crítica. En términos “biológicos”, puede afirmarse que el genoma de la Literatura reside en la Literatura crítica o indicativa.

En cuarto lugar, la Literatura sofisticada o reconstructivista procede por agrupamiento, esto es, por composición o recomposición, de materiales literarios relativamente preexistentes –con frecuencia amalgamados con otros procedentes de un mundo imaginario o primitivo, donde la magia, el mito, la religión y la técnica resultaban determinantes–, y a los que confiere y otorga una formalización literaria original, singular e inédita. La Literatura sofisticada o reconstructivista da lugar con frecuencia a obras de “orfebrería literaria”, es decir, a materiales literarios de diseño. Se trata convencionalmente de obras que obedecen a una muy cuidada y atenta labor de artesanía verbal, de elaboración estética, de virtuosismo poético, de fabulación extraordinaria. Autores como Mukarovski (1936) hablarían aquí de artefacto literario, o incluso, más modestamente, de “literatura experimental”. De un modo u otro, la Literatura sofisticada o reconstructivista engloba en una misma familia o linaje todo este tipo de variantes, ya que procede, de acuerdo con el modelo plotiniano, autotéticamente, esto es, a través de la generación de especies que avanzan conservando los rasgos del género, y transformándolos de forma sintética en obras de arte de diseño único por su extremada y alta calidad. Lo autotético del ser humano sería, por ejemplo, el genoma. Lo autotético de la Literatura sería el genoma literario, es decir, la idea esencial de Literatura que se ha tomado como referencia en esta Genealogía, una construcción humana que se abre camino dialécticamente en el tiempo y en el espacio, que utiliza signos del sistema lingüístico a los que confiere un valor estético, otorga un estatuto de ficción, e inscribe en un proceso comunicativo histórico, pragmático y político. En este contexto, la Literatura sofisticada o reconstructivista suele ser expresión que aglutina o sintetiza componentes previos, materiales preexistentes, a los que confiere una forma inédita, la cual, con frecuencia, se detiene sin ulteriores reproducciones –salvo el Kitsch–, y no porque no influyan tales creaciones en nuevos autores y obras, sino porque no hay nuevos autores capaces de escribir a posteriori obras que mejoren o superen las precedentes: una novela como El coloquio de los perros (1613) de Cervantes sintetiza decisivas tradiciones y elementos precedentes, desde la fábula esópica hasta la más inmediata novela picaresca del Siglo de Oro, pero cualquier forma de imitación de esta pieza cervantina ha sido y será una parodia de sí misma (como el Quijote de Avellaneda lo es respecto del genuino), que nadie se atrevería a publicar o a suscribir; el culteranismo de Góngora ha conocido imitadores, pero no poetas que lo hayan aventajado; el esperpento de Valle-Inclán ha inspirado a muchos autores, pero ninguno ha podido superar el modelo de arte primigenio que Valle confecciona a partir de la síntesis crítica y sofisticada de formas literarias, teatrales y pictóricas (Goya) muy anteriores a él; surrealismo, dadaísmo, ultraísmo, creacionismo y cubismo son formas de arte reconstructivista muy sofisticado, y lustrosamente influyentes, tras su éxito en las vanguardias europeas, en la interpretación de la crítica literaria posterior, pero tras su disolución histórica en la segunda posguerra mundial no se han reproducido en ninguna otra parte y momento. Lo mismo cabría decir de muchos otros movimientos estéticos y literarios que, sintetizadores de materiales y tradiciones precedentes, cristalizan en obras de referencia histórica y poética que no deja ninguna descendencia posteriormente, salvo imitaciones siempre devaluadas ante la superioridad irremplazable del original. La Literatura sofisticada o reconstructivista es sintética y conjuntiva, aglutina términos y componentes preexistentes en el género, superdotándolos, para hacerlos cristalizar en obras estéticas de diseño único. En términos de metáfora biológica, diríamos que la Literatura sofisticada o reconstructivista es un linaje literario de “hijos únicos” singularmente geniales.

De cualquier modo, resulta curioso observar cómo se comporta la Literatura cuando los saberes racionales y críticos –cuando la Filosofía y la Ciencia– impactan sobre ella. En unos casos, la Literatura se desvanece ante la crítica, como ocurre con la Literatura primitiva o dogmática, que no puede sobrevivir constructivamente (aunque sí como objeto de interpretación) en un mundo intervenido por la razón y la ciencia, mientras que en otros casos, como acontece con la Literatura crítica o indicativa, esta se regenera y multiplica de forma tan dialéctica como recurrente. Por su parte, la Literatura programática o imperativa fagocita el racionalismo, pero para eclipsar la crítica, y proponer de este modo un programa de construcción e interpretación literarias exento de objeciones y censuras, que con frecuencia sirve de soporte a intereses políticos, ideológicos o teológicos, y acaso en muy menor medida también poéticos o artísticos. En el caso de la Literatura sofisticada o reconstructivista, la crítica se ejerce y se preserva, incluso adoptando formas fenomenológicamente propias de un mundo irracional, imaginario, fantástico o incluso maravilloso, en el que la razón sirve, de forma paradójica, al diseño de lo imposible y de lo absurdo. La única genealogía literaria que no se expone a la crítica es la programática o imperativa, como consecuencia de lo cual resultará perecedera, e incluso obsoleta, tan pronto como la sociedad política se vea obligada a asumir un hecho cuya interpretación crítica disuelva o triture la inmunidad de su preceptiva. Desengáñese todo lector: lo que no se enfrenta a la razón, lo que pretende constituirse de espaldas a la razón, no sobrevive a nada, por grande que sea la fuerza con la que trate de imponerse.

Resulta también sumamente revelador que, si se aplican a la Genealogía de la Literatura los modi sciendi señalados por Bueno en su Teoría del Cierre Categorial (1992), la correspondencia que se establece es de absoluta nitidez. Los modi sciendi designan cuadro modalidades de ejecutar los procesos operatorios de las ciencias (definiciones, clasificaciones, demostraciones y modelos). Si se aplican tales procesos operatorios a las cuatro familias genealógicas de la Literatura, se advierte el siguiente resultado.

1. En primer lugar, la Literatura primitiva o dogmática se desarrolla conforme a procedimientos determinantes, es decir, construye Términos a partir de Términos preexistentes (T < T), de tal modo que, a partir de un momento dado de la Historia, detiene su producción literaria y se desvanece, ya que no puede disponer de Términos o materiales literarios nuevos, desde el momento en que el racionalismo crítico y científico no permite su elaboración, lo que supone el agotamiento y disolución de este tipo de literatura, o la exigencia de su transformación en un nuevo linaje o familia. Se trata, en suma, de una construcción literaria que no puede prosperar en sí misma, porque las condiciones sociales y políticas, filosóficas y científicas, que la originaron han experimentado cambios tan radicales e irreversibles que su preservación y supervivencia como Literatura son imposibles. La Literatura primitiva o dogmática es el resultado de determinaciones no evolutivas (Poema de Gil Gamesh, Viejo Testamento, Corán…), aunque sí pueden ser poderosamente influyentes, como ocurre de hecho con los textos bíblicos y mitológicos de la Antigüedad.

2. En segundo lugar, la Literatura programática o imperativa procede según mecanismos estructurantes, que sin duda actúan de forma altamente coagulante y consolidante, como se ha explicado. Siguen el sistema operativo de las clasificaciones programáticas, planificadas, preceptivas, que, como procedimientos estructurantes, dan lugar a Términos a partir de Relaciones (T < R). Tiene en común con la Literatura primitiva o dogmática su vocación determinante (constituyen Términos, pero a partir de Relaciones estructurantes, no de otros Términos preexistentes). Así procede Bertolt Brecht en la concepción de su teatro épico, o Lope de Vega en el diseño de su comedia nueva, al generar un nuevo tipo de teatro en el que se estructuran, consolidan y amalgaman, de forma sólida y preceptiva, una serie de relaciones –dadas entre materiales literarios– que se establecen y objetivan eficazmente en sus creaciones literarias. La Literatura programática o imperativa es resultado de la elaboración de estructuras clasificatorias muy sistemáticas y concluyentes, bien organizadas y reglamentadas, con frecuencia también clausuradas sobre sí mismas, y que no pretenden ser evolutivas –de hecho casi nunca lo han sido–, sino estéticamente preceptivas, políticamente imperativas y religiosamente dogmáticas.

3. En tercer lugar, la Literatura crítica o indicativa, se construye mediante procedimientos operativos, de naturaleza solidarizante o contextualizante, que constituyen Relaciones a partir de Términos (R < T). Su objetivo no es la determinación –el Término–, como sucede con las literaturas primitiva y programática, ni tampoco la estructuración preceptista, como es el caso de las literaturas programáticas o imperativas, sino la configuración de un Modelo operativo, que partiendo de términos (T) se construye sobre relaciones (R), en torno al cual se contextualizan y solidarizan complejos sistemas de ideas críticas y dialécticas. Sigue un proceso operatorio, más que estructurante, porque, a diferencia de la Literatura programática o imperativa, se construye a través de operaciones abiertas, dialécticas y críticas, es decir, modélicas, y no clausuradas, capaces de generar y regenerar críticamente nuevas estructuras literarias. El resultado es la constitución de obras que funcionan como cánones del arte verbal, al ser fuente y referencia de inspiración de nuevos autores y obras, los cuales, a su vez, generan sucesivas consecuencias en el desarrollo histórico de las formas y materiales literarios. Es el caso de estructuras literarias como la Ilíada y la Odisea, la Divina commedia, Don Quijote de la Mancha o Faust, obras que constituyen modelos estéticos o cánones históricos de lo que la Literatura es. En suma, la Literatura crítica o indicativa desencadena obras literarias de una extraordinaria capacidad de influencia. Es un modelo de arte que cobra importancia y significación por las consecuencias poéticas a las que da lugar históricamente, en función de aquellos sistemas críticos de ideas que resultan formalizados en materiales literarios ulteriores. Es una literatura que preserva su raíz genérica en un estado evolutivo constante, merced al ejercicio crítico y dialéctico de los sistemas de ideas que moviliza en sus contenidos textuales. Lejos de desvanecerse en el tiempo, adquiere influencia y repercusión debido a su constante relación dialógica y dialéctica con el entorno humano que la hace posible. Es la forma más intensamente racionalista y crítica de concebir la Literatura. De hecho, es una Literatura que, por su potencial crítico y racional, sobrevive a la Historia.

4. Por último, en cuarto lugar, la Literatura sofisticada o reconstructivista se objetiva formalmente a través de procedimientos predicativos, explicativos o descriptivos, es decir, dispone la construcción de nuevas Relaciones a partir de Relaciones ya existentes (R < R), con frecuencia en ámbitos propios de un mundo arcaico o numinoso, antiguo o mitológico, imaginario, extraordinario, fantástico o incluso irracional, pero siempre recuperado de forma crítica y, por supuesto, racionalista. La figura gnoseológica que identifica las formas de la Literatura sofisticada o reconstructivista es la demostración, que consiste en exponer relaciones nuevas a partir de relaciones preexistentes entre términos que proceden de ámbitos empíricos superados por el paso del tiempo. Es una Literatura que se sustrae racionalmente a la razón para ejercer la crítica más sofisticada y astuta, ocultando sus procedimientos o incluso burlándose de lectores e intérpretes de forma muy sutil, siempre fascinante, lúdica en ocasiones y con harta frecuencia también cínica. En suma, la Literatura sofisticada o reconstructivista da lugar a obras de arte verbal que elaboran y reelaboran materiales literarios en los que se objetivan estructuras poéticas únicas, segmentos artísticos en cierto modo insulares, que más allá de sí mismos no dejan secuelas o consecuencias, porque, entre otras razones, son irrepetibles como tales obras de arte, y no admiten clonación, reproducción o imitación que no incurra en una degradación de sí misma. Dadaísmo, ultraísmo, futurismo o surrealismo, no han dado lugar a una descendencia que los iguale o supere; nadie imita, tras el siglo XVII, la tragedia jansenista de un Racine, y ni siquiera los admiradores gongorinos del 27 pretendieron rehabilitar el culteranismo en la creación poética contemporánea. Mientras que la Literatura programática o imperativa suele ser con frecuencia un callejón sin salida, la Literatura sofisticada o reconstructivista es más bien un escaparate sobresaliente y único de joyas literarias. En síntesis, gnoseológicamente hablando, las Literaturas primitiva y programática son determinantes, la Literatura crítica es operatoria, y la Literatura sofisticada es demostrativa.

2. Lo sensible y lo inteligible

La Literatura sofisticada o reconstructivista ha sido sin duda, particularmente desde el triunfo del Romanticismo europeo, la principal responsable del éxito de las interpretaciones contemporáneas de los materiales literarios basadas en criterios más sensibles que inteligibles, es decir, en experiencias fenomenológicas y psicológicas, de naturaleza subjetiva, antes que en prácticas y análisis conceptuales y lógicos, de orden objetivo y crítico. Dicho en términos de Materialismo Filosófico: la Literatura sofisticada o reconstructivista ha estimulado intensamente el deseo y la satisfacción de las interpretaciones psicológicas (M2) de los materiales literarios frente a la necesidad y la exigencia de las interpretaciones lógicas (M3). Ha propiciado, en suma, lo sensible frente a lo inteligible, y ha ido incluso más lejos, al postular, pervertidamente, un enfrentamiento o lucha entre sensibilidad y racionalismo, como si aquella ocultara una forma superior de relación y entendimiento con el mundo y los seres humanos, o como si este solo fuera una facultad o una potencia represora y homicida. La literatura sofisticada o reconstructivista ha hecho creer a muchos lectores, y también a muchos críticos, que la Literatura es una cuestión de sentimientos más que de inteligencia, del mismo que la Literatura programática o imperativa se ha presentado ante muchos destinatarios e intérpretes como una cuestión de solidaridad, de compromiso o de ideología. La Literatura sofisticada o reconstructivista puede y debe ser, por supuesto, interpretada conceptualmente (M3), pues solo gracias al análisis lógico y objetivo de sus materiales puede gnoseológicamente identificarse y examinarse como tal. Bajo ningún concepto la interpretación de la Literatura puede limitarse, reducirse o preservarse en los límites fenomenológicos o psicológicos de lo meramente sensible, como si la sensibilidad pudiera disociarse o separarse impunemente de la inteligencia que la hace legible. Lo sensible es inteligible, y el fin de la Teoría de la Literatura es demostrar que la Literatura es conceptualmente inteligible. En este sentido, cabe afirmar que la Literatura es la más sólida y atractiva alianza que ha existido jamás entre la Poética y la Razón humanas. Si la Poética y la Razón se disociaran o divorciaran, la Literatura perecería. El científico puede ser insensible, pero el artista no puede ser irreflexivo. Lo he dicho muchas veces a lo largo de este libro, y también en otras de mis obras: no hay Literatura irracional, sino hallazgos poéticos y literarios que se sustraen a determinadas formas de racionalismo incapaces de comprender las exigencias de obras artísticas que inauguran nuevos horizontes racionales de expectativas. No hay obras literarias irracionales, sino lectores carentes del racionalismo exigido por tales creaciones del arte verbal. Dicho de otro modo, no hay literatura irracional, sino Literatura sofisticada o reconstructivista. En el arte, todo irracionalismo es un irracionalismo de diseño (racional). Fijémenos en este poema Vicente Aleixandre:

Mira mis ojos Vencen el sonido
Escucha mi dolor como una luna
Así rondando plata en tu garganta
duerme o duele
     O se ignora
           O se disuelve

Forma. Clamor. Oh cállate. Soy eso
Soy pensamiento o noche contenida

Bajo tu piel un sueño no se marcha
un paisaje de corzas suspendido{2}

Se trata del poema “Instante”, perteneciente al libro Espadas como labios (1932). Es un ejemplo superlativo de Literatura sofisticada o reconstructivista. El poema reproduce la experiencia psicológicamente punzante de un pensamiento insoluble, posiblemente de repercusiones eróticas. La pulsión azota la conciencia del individuo en los instantes oníricos. La razón puede percibirlo perfectamente, y por ello le da forma, mediante imágenes y metáforas en las que el propio Lorca podría reconocerse: una Luna que es signo de dolor y agonía, iluminando el contorno de un cuello, como un collar de besos hirientes. Dormir es sufrir. El sueño coexiste con la razón, doliente. En el mundo de los sueños el ser humano es más débil, porque la razón no lo defiende del dolor. El racionalismo no reprime el sentimiento, sino que protege al ser humano del acoso de pulsiones irreflexivas. Un cuerpo desposeído de razón es más vulnerable a las consecuencias nocivas del dolor, la inquietud, el desasosiego, el insomnio, la neurosis, la angustia, de lo que lo será una mente racionalista. Todo en el sueño es más vulnerable, porque la sensibilidad pierde las posibilidades que le ofrece la inteligencia. El poeta se sirve de una forma de comunicación autológica (Maestro, 1994), en la que el sujeto interior, el destinatario inmanente del verso, es el propio yo que lo enuncia. El pensamiento que le atormenta en su sueño, en su duermevela, es “forma”, es “clamor”, es algo que “duele”, y se “ignora”, algo que “ronda” y “se disuelve”, lesionando la sensibilidad y azotando la ausencia instantánea de razón. El dolor irracional y psicológico es reincidente: “bajo tu piel un sueño no se marcha”. Ni hay forma de silenciarlo, pues ni siquiera obedece al imperativo “cállate”. Los ojos del poeta, abiertos pese a suponérsele dormido, son más expresivos que su verbo. Dicen más que cualesquiera palabras: “Mira mis ojos Vencen el sonido”. Aleixandre, en este punto, es hijo de la metafísica de su tiempo, donde M ―el Mundo no interpretado ni aún formalizado― es lo inconsciente, es decir, un mundo irracional e ininteligible, desorganizado e inconmensurable, pero también inderogable, porque para hacerlo atractivo en su expresión –y rentable en sus posibilidades de comunicación– se nos ha impuesto la idea freudiana de que en el inconsciente habita el deseo, como si el inconsciente fuera un órgano más del cuerpo humano, en el que depositar “nuestras cosillas”, como lo son el hígado, los riñones o la trompa de Eustaquio. Seductora tontería. Se ha subrayado con insistencia a lo largo de este libro que el inconsciente freudiano es un mito, un trampantojo, una figura retórica, un fantasma tras el cual no hay absolutamente nada sólido ni científico, salvo una rentabilidad editorial, mercantil e incluso académica, enormemente útil a cuantos viven del ejercicio de esta tropología. Inmediatamente el terreno está disponible a la intervención de los artistas, de modo que solo a través del arte el mundo de lo oscuro y de lo oculto, el mundo de nuestros deseos, puede hacerse sensible e inteligible, determinándose mediante una recreación de formas estéticas. El deseo se nos impone como una estrategia que ninguna prevención puede detener. Aleixandre encuentra en esta Idea de Mundo (M), como materia ontológico-general o materia indeterminada, el mejor referente para hacer brotar de él el fundamento del Mundo interpretado (Mi) en su obra poética: el sexo y el amor, el placer y el dolor, el deseo y la realidad. Pero el sexo solo engaña, y solo es una experiencia engañosa, cuando va acompañado del amor o del dinero. Cuando no es así, es decir, cuando vive emancipado de esta causa (la ilusión) y de aquella consecuencia (la prostitución), el sexo es lo que realmente es: pura razón práctica. La lógica del amor se disuelve fácilmente en metáforas. La lógica del sexo se resuelve en la unión corporal y humana. La poesía de Vicente Aleixandre, bien en contra de lo comúnmente publicado, tiene mucho más que ver con el sexo que con el amor. Mucho más con la materia y el cuerpo que con cualesquiera otras cuestiones. Cabe preguntarse cuáles son –¿dónde están?– las construcciones amorosas del mundo contemporáneo. ¿Qué es lo que los seres humanos de hoy son capaces de hacer por amor? ¿En qué se materializa la fuerza de un amor del que tanto se habla y se escribe, y cómo se formalizan esas fuerzas? ¿Cuáles son sus obras? ¿Cuáles sus consecuencias?

Como material literario, formal y verbalmente constituido (M1), este poema habla en primer lugar a los sentidos del lector o del oyente. Pero en ningún caso la Literatura en él contenida puede limitarse al umbral meramente fenomenológico o psicológico de sus receptores (M2), pues si no interviene la razón (M3), el poema resulta ininteligible. A menos que queramos proponer una interpretación mística o irracional del texto, cuyo misticismo o irracionalismo habría que fundamentar y justificar racionalmente, es decir, de forma aberrante o extraviada, desautorizando, sin duda, la realidad literaria del propio texto, de su autor –Vicente Aleixandre–, y de numerosos lectores e intérpretes precedentes.

En consecuencia, las interpretaciones de los materiales literarios (M1) pueden ser de dos tipos: sensibles (M2) e inteligibles (M3). Serán sensibles (M2) si están basadas en experiencias meramente psicológicas, presupuestos fenomenológicos o exigencias idealistas, y serán inteligibles (M3) si se fundamentan en hechos interpretados desde criterios conceptuales y lógicos, que, además, den cuenta de aquellas realidades materiales que los hacen posibles como tales hechos (verum est factum: la verdad está en los hechos). Las interpretaciones sensibles siempre preceden a las inteligibles, pero no siempre desembocan en estas últimas. A veces, desembocan en un tercer mundo semántico. Particularmente, cuando se preservan, como tales, encerradas en la “vida interior” de un lector que renuncia a la razón para interpretar, más allá de su propia sensibilidad, el contenido y la forma de los materiales literarios. Toda interpretación que no rebase el umbral fenomenológico o psicológico (M2) de los hechos, en este caso, de los materiales literarios (M1), resultará una interpretación sensible, con frecuencia de naturaleza epistemológica (objeto / sujeto), carente de fundamentos críticos que permitan articular una interpretación inteligible en términos conceptuales y lógicos (M3), lo suficientemente desarrollados como para adentrarse en una gnoseología (materia / forma). Las interpretaciones sensibles, basadas en una fenomenología de los hechos y en una epistemología del sujeto, cuya base es el propio yo, suelen ser fuente de idealismos, al incurrir en una hipóstasis de las formas. Por su parte, las interpretaciones que aquí denominaré inteligibles, basadas en una gnoseología, exigen siempre como premisa una realidad material, de la que no se desprenden en ninguna de sus valoraciones ni conclusiones. La gnoseología nunca pierde de vista la realidad; la epistemología ilusiona toda visión de la realidad, convirtiendo a esta última en un espejismo.

Jesús G. Maestro, Genealogía de la Literatura

Sucede que las interpretaciones sensibles (M2) pueden ser de dos tipos: irracionales o racionales. Son irracionales si se basan en el mito, la magia o la religión (numinosa o mitológica); y son racionales si la sensibilidad que interpreta se apoya en la psicología subjetiva, el sobrenaturalismo formalista (verbal, fabuloso, imaginario, fantástico, maravilloso…) o el animismo poético (animales que hablan, volcanes que dialogan con el ser humano…). A su vez, las interpretaciones inteligibles (M3) pueden ser críticas o acríticas. Son críticas si se basan en la Crítica, la Ciencia y la Filosofía; y serán acríticas si se apoyan en ideologías, pseudociencias o religiones teológicas.

Esta tipología de la interpretación literaria que acabo de exponer está en la base de todas y cada una de las teorías de la literatura que han probado fortuna en la interpretación de los materiales literarios, teorías que el lector podrá identificar fácilmente en una o varias de las áreas expuestas en el siguiente gráfico:

Jesús G. Maestro, Genealogía de la Literatura

Por lo común, la mayor parte de las teorías literarias despliegan su actividad en varias secciones o áreas del gráfico, si bien resultan ancladas en una zona fundamental, como le ocurre a la estilística de Dámaso Alonso con la psicología, a la mitocrítica de Northrop Frye con el animismo, al psicoanálisis freudiano con el mito, a la pseudo-teoría literaria feminista con la ideología, a los intérpretes cristianos de Calderón con la teología, a la teoría de los polisistemas –y la lógica borrosa (cuando cae en manos de “teóricos de la literatura”)– con la pseudociencia, a las retóricas indigenistas y etnocráticas (en funciones de “estudios culturales”) con la magia y la religión numinosa, etc… La posmodernidad se mueve básicamente entre las interpretaciones irracionales de los materiales literarios (mito, magia y religión) y las interpretaciones acríticas (ideología, pseudo-ciencia y teología enmascarada de nihilismo). Las teorías literarias formalistas, desde la escuela morfológica alemana hasta el neoformalismo francés, pasado por el formalismo ruso, han situado siempre sus premisas en las interpretaciones inteligibles y críticas, de claro fundamento crítico, científico y filosófico, aunque en algunas de sus manifestaciones hayan incurrido posteriormente en interpretaciones sensibles y racionales, desembocando sobre todo en la psicología (estilística, new criticism, estética de la recepción, semiología…) o en la sociología (corrientes marxistas, pragmática literaria…).

El lector puede constatar a estas alturas muchas de las características sumarias de las cuatro familias de la genealogía literaria. La Literatura primitiva o dogmática se presenta como anterior al mundo e incluso a su propia historia. Previa a la razón y a la crítica, es una literatura que se incorpora retrospectivamente a la Historia de la Literatura porque es anterior, conceptualmente hablando, a la formalización de los materiales literarios. Es, en muchos modos, una literatura inverosímil y, sobre todo ucrónica. Construcción germinal y decisiva, muere antes de ser interpretada como literatura, pues sus artífices y contemporáneos la componen y preservan como texto sagrado, que no literario. Frente a la ucronía de la Literatura primitiva o dogmática, la Literatura crítica o indicativa se caracteriza por no ser ni utópica ni ucrónica, sino por instalarse ejecutivamente en la realidad, tratando de influir operativamente en sus nódulos fundamentales. Es, diríamos en este sentido, una literatura eviterna: nace y no muere. La Literatura programática o imperativa sí es utópica. Es además partidista y gremial, y completamente acrítica consigo misma, justifica la moral de su grupo y el programa de sus ideales. Es una literatura estructural: no muere, se fosiliza. Se enquista. Por último, como se verá en los ejemplos críticos que se aducen a continuación, la Literatura sofisticada o reconstructivista es utópica y ucrónica, se sitúa de algún modo “fuera del mundo”, artificiosamente ajena o paralela a la realidad. Conserva la crítica, pero se expresa a través de un irracionalismo de diseño, sofisticadamente construido por la razón. Porque esta literatura se sirve siempre de una razón disfrazada de contrasentidos, si bien todos ellos hábilmente organizados. Ofrece una visión diferente, anómala, imposible y con frecuencia deliberadamente irreal de la realidad. Es una literatura tecnológica y pseudoirracional, que da lugar a obras de orfebrería poética y verbal, de modo que cada pieza es una joya única. Diríamos, en suma, que la Genealogía de la Literatura se despliega a lo largo y ancho de cuatro modalidades o familias literarias, cada una de ellas con una cualidad representativa y específica, que no exclusiva ni excluyente: ucrónica (Literatura primitiva o dogmática), eviterna (Literatura crítica o indicativa ), estructural (Literatura programática o imperativa) y tecnológica (Literatura sofisticada o reconstructivista).

3. Juan Ramón Jiménez: «Dios está azul»

Consideraré ahora un poema de Juan Ramón Jiménez en el que se objetivan versos claves y definitorios de una Literatura sofisticada o reconstructivista. Me refiero al titulado “Balada de la mañana de la cruz”, que abre su libro Baladas de primavera, de 1907, y cuya versión definitiva es la siguiente{3}:

Dios está azul. La flauta y el tambor
anuncian ya la cruz de primavera.
¡Vivan las rosas, las rosas del amor,
entre el verdor con sol de la pradera!

Vámonos al campo por romero,
vámonos, vámonos
por romero y por amor…

Si yo le digo: ¿no quieres que te quiera?,
responderá radiante de pasión:
¡cuando florezca la cruz de primavera,
yo te querré con todo el corazón!

Vámonos al campo por romero,
vámonos, vámonos
por romero y por amor…

Florecerá la cruz de primavera.
y le diré: ya floreció la cruz.
Responderá: …¿tú quieres que te quiera?,
¡y la mañana se llenará de luz!

Vámonos al campo por romero,
vámonos, vámonos
por romero y por amor…

Flauta y tambor sollozarán de amores,
la mariposa vendrá con su ilusión…
¡Ella será la virgen de las flores
y me querrá con todo el corazón!{4}

Este es un poema que pertenece a su etapa decandentista de Moguer, que se sitúa entre los años 1905 y 1912, hasta que en diciembre de este último año Juan Ramón regresa de nuevo a Madrid –donde vive de rentas familiares{5}– para instalarse en la capital española hasta agosto de 1936, fecha en que se exilia a Estados Unidos con un pasaporte diplomático.

La metáfora esencialista, que identifica a Dios con lo azul como atributo o accidente, es de ascendencia simbolista y, por supuesto, modernista. Y como recurso modernista lo utiliza Juan Ramón Jiménez no solo en este poema inicial de Baladas de primavera –y también en el último{6}–, sino además en varias composiciones de su primera etapa poética, anterior a la composición del Diario de un poeta recién casado (1917), y de su segunda etapa, en la que el modernismo cede el paso a una poesía pura o desnuda. En la lírica juanramoniana lo azul será siempre un atributo o cualidad que remite de forma inequívoca a la esencia de una plenitud emocional y psicológica, en ocasiones incluso pseudo-mística. El resto de los términos, referentes y relaciones del poema pertenecen a una Literatura sofisticada o reconstructivista mucho menos audaz y expresiva que la contenida en una afirmación como “Dios está azul”. Se trata de una valoración estética e ideal de lo popular, que recrea, por un parte, de forma muy estilizada, un incipiente diálogo o autodiálogo entre enamorados, como figuras invisibles, pero audibles, que brotan de un locus amoenus rural y bucólico{7}, y que, por otra parte, reconstruyen sofisticadamente, en forma de balada, una escena folclórica y costumbrista, musical y poética{8}, vinculada a los rituales festivos de la primavera.{9}

Entre los poemas de su etapa modernista donde lo azul hace acto de presencia figura “Tarde azul y fría” (Las hojas verdes, 1906), en el que el poeta se sitúa “Sobre esta sombra azul, en la belleza / de oro de la tarde dolorosa…”{10}, sumido en un estado de ánimo de infeliz quietud; y la elegía xcvii, que comienza “¡Mujer, abismo en flor, maldita seas! Rosa...”, donde se canta una vivencia psicológica, exultante y pletórica, sin duda más imaginaria que real, cuya protagonista es un prototipo de mujer amante y lírica: “¡Yo iba cantando, un día, por la pradera de oro, / Dios azulaba el mundo y yo era alegre y fuerte; / tú estabas en la hierba, me abriste tu tesoro, / y yo caí en tus rosas y yo caí en la muerte!” (Elegías, 1908){11}. Una pieza clave más de esta intertextualidad de lo azul es el fragmento cxxx del Diario de un poeta recién casado (1917), compuesto en Nueva York el 3 de mayo, y titulado precisamente “Me siento azul”, esto es, en términos de poética juanramoniana, “me siento plenamente feliz”.

¡Qué gusto poderlo decir sin que a nadie le extrañe, aunque le fastidie! Azul, sí… Antes de saber que el rubio y seco inglés lo decía de este modo, ya yo, que como el que lo dice y el que no lo dice, me había sentido azul muchas veces –no tantas quizá como supone Fitzmaurice-Kelly que, en su lamentable The Oxford Book of Spanish Verse, me ha bautizado en azul de cromo y a su gusto cuatro poesías–, lo había dicho y escrito: Dios está azul… Porque no se trata de decir cosas chocantes, como puede creer cualquier poeta del Ateneo de Madrid o del Club de Autores de New York, sino de decir la verdad sencillamente, la mayor verdad y del modo más claro posible y más directo. Sí. ¡Qué gusto! «Me siento azul». «¡Qué azul estás!» «Tengo los azules en el cuerpo»…
Pero no para matarlos, como quiere ese anuncio del tranvía, en que un cazador –periódico de chistes– mata, rojo en fondo amarillo, a dos «azules» atados, en forma de demonios, a un árbol seco.
No, no hay que matar la pasión de ánimo, mala o buena que sea. Hay que dejarla libre, hasta que ella quiera, ¡que ya querrá!, como yo me dejo hoy, azul, estar y nombrarme azul en esta New York verde, con agua y flores de mayo.{12}

Todavía en una fecha tan avanzada –y crítica– como es 1936, Juan Ramón Jiménez prosigue en la preservación cromática del azul en sus poemas con el sentido de plenitud y autocelebración. Es lo que singulariza la composición titulada “El azul relativo”, que Sánchez Barbudo califica de “extraño poema”, donde la exultación emocional resulta reducida a un frágil presagio, consecuencia de un efecto retórico de enorme difusión a lo largo del siglo: la lúdica –a veces también patológica– escisión o disolución del yo lírico en varias figuras. Este recurso, como se verá más adelante, resultó de una extraordinaria fertilidad en la obra de poetas como Fernando Pessoa y Jorge Luis Borges (Maestro, 1998), entre muchos otros, y encuentra en Miguel de Unamuno claros antecedentes, desde títulos como “Es de noche en mi estudio” (Poesías, 1907) y poemarios como Teresa (1924).

De la noche ha saltado. Y yo le digo
«Te cojeré, sabré de ti».
     Y doy un salto
tras ello.
     Nuestras sombras
henchidas, plenas, exaltadas,
se enlazan o se esquivan,
pasando su quizás entre las rosas,
cojidas de facción por una estrella,
perdiéndose, ya a punto, con el agua.

«Sí, sí eras tú», me dice.
     Y al instante,
se olvida el tú en lo oscuro,
el tú que era, que iba a ser, que había sido,
el tú de ello, mío, nuestro;
el sí que, allá en el fondo
del gran jardín de nuestro olvido,
vive en el májico palacio,
con secreto total, de la memoria.

«¡Eres tú, fuiste tú!», le digo,
«y yo ¿te fui, te soy?»

Un frío entre los dos nos elimina,
el frío del no solo.

Y salto de la noche
a mi cobijo que era mi verdad,
la verdad del resigno y del conforme.

Y todo queda ante mi vista chico,
cerrado muro de azul yerto,
¡el azul relativo, el pobre azul,
plano, lo mismo, como ayer, como antes!{13}

El poema no es extraño en absoluto. Es, simplemente, un autodiálogo resultante del desdoblamiento retórico del propio yo. Se trata de un recurso muy característico de la Literatura sofisticada o reconstructivista, desarrollado especialmente a lo largo de la lírica del siglo XX. Como he demostrado en otro lugar, alcanza sus demostraciones más singulares y primigenias en la poesía de Unamuno, Pessoa y Borges (Maestro, 1994, 2000), que numerosos poetas españoles de la generación de 1950 y de los llamados novísimos imitarán con notorio artificio. Lo azul es en este poema de Juan Ramón una plenitud formalmente escindida y, por ende, relativa. El propio poeta juega, esquizofrénicamente, con el tópico del yo escindido, disociado, fragmentado, huidizo. Unamuno hablará en este contexto de su propio yo-exfuturo, el que pudo haber sido y no fue. Juan Ramón dedicará varios poemas a la explotación retórica y poética de este motivo, en especial en su etapa más avanzada, sofisticada y purista.{14}

Este carácter huidizo del yo en su afán introspectivo por lo pletórico y plenario se reitera nuevamente en una de las “Canciones de la nueva luz”, la titulada “Huir azul”, también incorporada a la edición conjunta de La Estación total en 1936. Juan Ramón exalta ahora la emoción, suprema, ciertamente pseudomística, que le produce la contemplación de la belleza de un paisaje, vivencia psicológica que supone el emplazamiento de lo azul (la plenitud, el cielo, el mar, el éxtasis, la cima) entre lo verde (el paisaje, la tierra, el espacio):

El cielo corre entre lo verde.
¡Huir azul, el agua azul!
¡Hunde tu vida en este cielo,
alto y terrestre, plenitud!

Cielo en la tierra, esto, era todo.
¡Ser en su gloria, sin subir!
¡Aquí lo azul, y entre lo verde!
¡No faltar, no salir de aquí!

Alma y cuerpo entre cielo y agua.
¡Todo vivo en entera luz!
¡Este es el fin y fue el principio!
¡El agua azul, huir azul!{15}

Pongamos un último ejemplo, de los múltiples que podrían aducirse. Se trata del poema “El ausente”, ya de su etapa de exilio en Estados Unidos, recogido en la sección segunda –“Canciones de la Florida”– de su poemario titulado En el otro costado (1936-1942). Con el paso de los años, en el grato exilio y la geografía de ultramar, el sentido pletórico y plenario de lo azul persiste intacto:

Aire azul con sol azul,
pozo de absoluta luz
con brocal de peña nueva,
a tu fondo mi ser vuela
inflamado de alcanzar
la alta profundidad.

Yo sé bien que fui creado
para lo hondo y lo alto,
que vivo en una estación
en la que sólo el amor
puede enardecer el ansia
de la profundidad alta.

Y sé que le da más luz
este amor a esta inquietud
que me consume; y lo quiero
porque subiendo en su fuego
pueden mis llamas llegar
a la alta profundidad.{16}

Resulta indudable que el cromatismo poético es una fuente semántica fundamental en todos los autores que, directa o indirectamente, son herederos del simbolismo. En oposición al significado de satisfacción y felicidad pletóricas que el azul representa en la lírica de Juan Ramón Jiménez está el amarillo, símbolo de agonía e incluso de muerte, del mismo modo que el verde es en la poesía de Vicente Aleixandre, en particular desde Pasión de la Tierra (1935), signo de descomposición y falta de vida. Así, en su célebre poema xxvi de la serie “Nocturnos”, publicado por vez primera en Arias tristes (1903), y reproducido con alteraciones en su Segunda antolojía poética (1922), leemos:

Yo me morié, y la noche
triste, serena y callada,
dormirá el mundo a los rayos
de su luna solitaria.

Mi cuerpo estará amarillo,
y por la abierta ventana
entrará una brisa fresca
preguntando por mi alma.{17}

Es tema muy modernista –y romántico– la contemplación del propio entierro, de la propia muerte, envuelto todo ello en una decoración funeraria íntima y nocturna, solitaria y también enfermiza. Es el mismo tópico con el que el lector se encontrará en “El viaje definitivo” (Poemas agrestes, 1910-1911), si bien en este último ejemplo la morbidez neorromántica desaparece ante un escenario posmortuoriamente luminoso, apacible y sereno: “…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros / cantando”.{18}

La lectura de la obra poética de Juan Ramón Jiménez nos sitúa, en primer lugar, ante un neorromántico, que nace a la luz del modernismo, con Ninfeas y Almas de violeta, ambos poemarios de 1900, y, en último lugar, ante un místico –en realidad un pseudomístico, un superferolítico–, que desemboca en la exultación formalista de su propia subjetividad, en obras como Animal de fondo (1949) o Espacio (1954). Su poesía es de un formalismo fenomenológico centrípetamente orientado, a lo largo de su trayectoria histórica y biográfica, hacia la más absoluta expresión de su propia subjetividad. “Lo que siempre me tienta –escribió Juan Ramón– es la sensación que un fenómeno me produce”{19}. En esta situación de individualismo, soledad y neurastenia{20}, nace, líricamente hablando, la poesía pura en la creación verbal de Juan Ramón Jiménez, como una de las más singulares y logradas expresiones de lo que es la Literatura sofisticada o reconstructivista. Es cierto que hay un hecho fundamental que distingue y disocia el modernismo poético de Juan Ramón del modernismo ortodoxo y genuino de Rubén. Y pocos lo ha expresado mejor que Vicente Gaos, cuando escribe:

El mundo poético de Juan Ramón se compone de jardines, fuentes, claustros, noches de luna, todo ello envuelto en una atmósfera vaga, difuminada, de suave colorido. Y junto a esta «naturaleza», la evocación ensoñadora de lujosos, elegantes interiores: salones, sedas, rasos, espejos, arañas de luz, búcaros con flores, libros amarillos, música de pianos… Hemos de decir, sin embargo, que este tono, esta actitud y este mundo no son los únicos. Por de pronto, este mundo es exquisito y estilizado, pero se apoya en una realidad conocida del poeta, nunca es cosmopolita y exótico como el mundo de los modernistas (Gaos, apud Jiménez, 1980: 37).

Se ha dicho también, respecto al subjetivismo poético de Juan Ramón, que, a diferencia del de los románticos del XIX, no consistió en la “exhibición autobiográfica”, o en la “exhibición del yo” (Gaos, íb., 39). Seamos francos: ¿puede compararse la vida de Juan Ramón Jiménez con la de cualquiera de los románticos del XIX? El poeta de Moguer fue un hombre emocionalmente enfermizo e hipersensible, completamente retirado de la vida aventurera e incluso activa. No trabajó jamás: vivió de rentas familiares. Se me dirá que impartió cursos, lecciones o seminarios en su etapa de exiliado dorado y nobelado (si bien de este premio, otorgado el 25 de octubre de 1956, apenas disfrutó durante poco más de un año y pico, pues, asolado por la muerte de Zenobia, fallece el 26 de mayo de 1958), pero me refiero al trabajo de verdad, al que se hace solo por dinero y necesidad, y que este poeta no se vio obligado a ejecutar en ningún momento de su acomodada vida en la tierra. Juan Ramón Jiménez abandonó España un mes después del estallido de la guerra civil, y lo hizo con un pasaporte diplomático gestionado directamente por Manuel Azaña. Evidentemente, reconcentrado centrípetamente sobre sí mismo, jamás prestó atención a nada relacionado ni con la política ni con la poesía social. Antonio Machado fue seguramente uno de los primeros poetas que objetó, con sumo cuidado, a Juan Ramón Jiménez, su actitud de absoluta despreocupación e indiferencia –indolencia, deberíamos decir– frente a su entorno social y real. En un escrito referente a Arias tristes (1903), Machado hace referencia a la acusación que se lanza contra los jóvenes poetas, los modernistas e incipientes vanguardistas, de ser unos “egoístas soñolientos”. Se les reprochaba igualmente ser ilusionistas y narcisistas, ajenos a las inquietudes sociales del resto de los seres humanos, así como de vivir entregados al cuidado de su propio yo poético y verbal: “Lejos de mi ánimo –escribe prudentemente, y con preterición indisimulada, Antonio Machado en 1904 (apud Gullón, 1959: 50)– el señalar en los demás lo que veo en mí, pero me atrevo a aconsejar a Juan R. Jiménez esta labor de autoinspección”. Nunca será posible imaginar a Juan Ramón entregado a tales menesteres sociales o políticos. Su poesía, en clara sintonía con los imperativos de La deshumanización del arte (1925) de Ortega –obra cuyos versos preludian–, es extremadamente autológica, de modo que todo en ella brota de la conciencia del yo (psicologismo absoluto), y deliberadamente dialógica (sociologismo minimalista), pues está dirigida de forma exclusiva y excluyente a la “inmensa minoría” selecta postulada por el autor de La rebelión de las masas (1930). En la lírica juanramoniana, la norma es el yo del poeta, y su público una supuesta minoría selecta y no menos ideal. Diríase que en su poesía, el eje pragmático del espacio gnoseológico –y también estético– es bidimensional, desde el momento en que se limita a los sectores autológico (el yo) y dialógico (la minoría selecta){21}. Las normas quedan embebidas en el yo más sujetivo (como bien sabemos, Juan Ramón optó por “imponer” en su poesía la grafía j al fonema fricativo velar sordo, así como reemplazar la grafía x por la correspondiente al fonema fricativo alveolar sordo /s/).

Todas estas reducciones propician la concepción de la obra poética de Juan Ramón Jiménez como una demostración singularmente poderosa y demostrativa de lo que es la Literatura sofisticada o reconstructivista, como amalgama o combinación de un racionalismo disfrazado de irracionalismo –un idealismo de diseño, un irracionalismo “de corte y confección”, muy seductor–, en el que se disuelve todo posible sentido crítico de los contenidos y materiales literarios. Uno de los ejemplos más sobresalientes es el del sintagma “Dios está azul”, una declaración en sí misma completamente irracional, y cuya interpretación racionalista exige reconstruirla en términos tales como: “El mundo en el que me encuentro en estos momentos, y con el que me identifico por completo ahora mismo, está, conmigo, plenamente feliz”. Las fuentes y autores que han influido históricamente en la génesis de este tipo de fórmulas poéticas se sitúan de forma inequívoca en la genealogía de una Literatura sofisticada o reconstructivista:

En 1916 […] vi […] que la lírica latina, neoclasicismo grecorromano total, no es […] lo mío; que siempre he preferido, en una forma u otra, la lírica de los nortes, concentrada, natural y diaria […], los versos de Edwin Arlington Robinson, de William Butler Yeats, de Robert Frost, de A. E., de Francis Thompson, unidos a los anteriores de Whitman, Gerard Manely Hopkins, Emily Dickinson, Robert Browning me parecieron más directos, más libres, más modernos, unos en su sencillez y otros en su complicación. Lo de Francia, Italia y parte de lo de España e Hispanoamérica se me convirtió en jarabe de pico […]. William Blake, Emily Dickinson, Robert Browning, A. E., Robert Frost, William Butler Yeats, etc., fueron mis tentadores más constantes (Jiménez, 1980: 46).

Con todo, las declaraciones que los poetas hacen sobre sí mismos, del sentido de su propia obra o de sus más personales influencias, han de considerarse con mucha distancia crítica y, las más de las veces, como testimonios infidentes. Si aquí Juan Ramón dice que “lo de Francia”, etc., “se me convirtió en jarabe de pico”, en otro lugar dirá –a Ricardo Gullón, en Puerto Rico, en 1953– que Verlaine fue, “junto con Bécquer, el poeta que más influyó sobre mí, en el primer momento”, para añadir finalmente que “nosotros, en realidad, aceptamos el simbolismo bajo el nombre de modernismo” (Gullón, 1958: 100-103). De cualquier modo, Baladas de primavera (1907) –los poemas donde precisamente “Dios está azul”– declara de forma explícita los vínculos de Juan Ramón con Albert Samain, Jules Laforgue y Fancis Jammes, entre otros simbolistas y postsimbolistas franceses.

No sin razón Vicente Gaos puede afirmar que “Juan Ramón pasa del impresionismo sentimental a un impresionismo intelectual”{22}, es decir, en términos de Materialismo Filosófico, regresa de una fenomenología del M2 a una fenomenología del M3, dicho de otro modo, de la expresión poética del yo ante el mundo interpretado psicológicamente (emociones, suspiros, estados de ánimo decadentes o exultantes, erotismo contenido, impulsos florales, figuras femeninas que se esfuman…) a la expresión poética de un yo hipersensible y superferolítico –y solitario– ante un mundo cuya interpretación se reduce a un formalismo terciogenérico: la poesía pura.

Sobre la poesía pura o poesía desnuda, reducida a la supuesta emoción de la reducción formal y conceptual de sus propios e inéditos referentes, se han escrito muchas simplezas, e incluso tonterías, algunas de ellas atribuidas sin fundamento a poetas y críticos de renombre. Al propio Vicente Huidobro, que en numerosos fragmentos de sus múltiples manifiestos subrayaba, frente al surrealismo y el futurismo, la alianza que el creacionismo reconocía entre poesía y razón, se le atribuye vulgarmente, y sin apenas razones que lo justifiquen, la afirmación de que “un poema no debe significar, sino ser”, lo cual constituye gnoseológicamente hablando un completo absurdo, porque todo aquello que tiene una presencia óntica, y por lo tanto es y está, necesariamente es susceptible de una presencia semántica, porque lo que es y está siempre significa. El ser humano es un animal semiótico, diríamos, parafraseando a Aristóteles. Es un sujeto corpóreo y operatorio, y, como agente de acciones, todo lo que hace es siempre objeto de una semiótica, es decir, posee un significado que exige ser interpretado racionalmente. Solo un poeta, artífice de Literatura sofisticada o reconstructivista, como lo es superlativamente la poesía creacionista de Huidobro, puede permitirse lúcidamente una boutade, tan retórica como poética –pero nada filosófica, ni por lo tanto racional–, de tales dimensiones. De un modo u otro, la pureza poética propugnada por algunas corrientes de Vanguardia reducía la poesía a una suerte de lógica simbólica, a través de la cual se pretendía hacer legible y sensible la psicología del yo ante la materia del mundo. No es de extrañar, pues, que la lírica de Juan Ramón Jiménez hubiera de desembocar en una especie de misticismo materialista, que un poeta como Vicente Aleixandre exhibe absolutamente y sin reservas como cualidad distintiva de su propia obra: “Fácil es explicar mi amor por la naturaleza, mi sensibilidad para el placer de los sentidos: vista, oído, etc.; mi adoración por la hermosura visible, y hasta la mística de la materia que indudablemente hay en mí (Aleixandre, 1940/1977: 646-647){23}.

Como bien sabemos, la poesía pura es una forma literaria completamente acrítica, lúdica incluso, y en la que el racionalismo poético se disfraza de todas las formas posibles de irracionalismo –Dios está azul–. Es una poesía que solo se dirige a la realidad para jugar formal y fenomenológicamente con ella ante el lector. Pero la realidad no está hecha de palabras, y es bastante insensible a ellas, por decirlo discretamente. La poesía pura, en suma, no se enfrenta a la realidad, sino que es una contemplación yoísta y egoísta, acrítica y lúdica, y por supuesto pseudointelectual, de una realidad que el poeta insiste en presentar de modo superlativamente sensible, ilusionante y seductor. Desde la década de 1930 la denominada poesía desnuda fue perdiendo público y actualidad. La irrupción de la “revolucionaria” poesía social –un nuevo y poderoso mito, más acorde con las turbias circunstancias políticas–, comienza a abrirse camino de la mano de Rafael Alberti (El poeta en la calle, 1931-1935) y de Pablo Neruda (Residencia en la tierra, 1935){24}. Según Gaos, autores como Luis Felipe Vivanco objetaron a los puristas del “peligro de caer en un formalismo de la conciencia”{25}. Sea como fuere, en términos de Materialismo Filosófico como Teoría de la Literatura, la denominada poesía pura, característica de una parte esencial de la obra literaria de Juan Ramón Jiménez, particularmente posterior a Estío (1916) y Diario de un poeta recién casado (1917), se concibe como una poética de conceptos autológicos, cuya consecuencia final en Animal de fondo (1949) y Espacio (1954) es la mística –o pseudomística– de un idealismo materialista. En 1923 Juan Ramón había escrito: “Leo menos cada vez porque cada día entiendo menos lo que no sea mío”{26}. Semejante declaración nos sitúa ante un poeta cercado por su propio autologismo, creciente e irrefrenable. Acaso patológico. Lo grave no es que el silencio sea siempre el disfraz de un monólogo interior, sino que todo solipsismo acaba por imponer la negación de un mundo compartido. Dicho de otro modo: si nos dices que Dios está azul, te trataremos como a un poeta cuya obra se inscribe en una Literatura sofisticada o reconstructivista; pero si de veras crees que Dios está azul, entonces necesitas un psiquiatra.

Poco a poco las formas de la poesía pura irán convirtiendo la obra poética de Juan Ramón en una mística del yo, un misticismo lírico de lo más subjetivo y autológico. La poesía pura es una poesía que simula estar desprovista de sentimientos subjetivos –lo cual es una falacia–, y en la que los términos y relaciones que constituyen sus contenidos referenciales son exclusivamente verbales y formalmente idealistas. La poesía pura es la afirmación conceptual de la vivencia psicológica del yo, una suerte de autologismo fenomenológico, basado en operaciones subjetivas, y formalmente presentado en un lenguaje poético. Piénsese en obras todavía tempranas de la etapa purista de Juan Ramón, indiciada desde Estío (1916) y Diario de un poeta recién casado (1917), como Piedra y cielo (1917-1918), en cuyo poema cxvii, escribe:

Eternidad, belleza
sola, ¡si yo pudiese,
en tu corazón único, cantarte
igual que tú me cantas en el mío,
las tardes claras de alegría en paz!

¡Si en tus éstasis últimos,
tú me sintieras dentro,
embriagándote toda,
como me embriagas todo tú!

¡Si yo fuese –inefable–,
olor, frescura, música, revuelo
en la infinita primavera pura
de tu interior totalidad sin fin!{27}

El poeta dirige su autologismo nada menos que a la eternidad, es decir, a esa hipóstasis permanente del presente, concepto teológico por excelencia, figura retórica de las más amplias posibilidades en todo ejercicio místico y poético. Belleza absoluta, infinita inefabilidad y éxtasis subjetivo resultan formalmente objetivados en un poema que es prototipo antológico de una poesía pura y de una explícita Literatura sofisticada o reconstructivista. Los ejemplos de esta naturaleza se multiplican en la lírica juanramoniana desde la segunda mitad de la década de 1910 hasta sus últimas composiciones poéticas, próximas a su muerte en 1958. Su literatura se convierte en la placenta de un misticismo irreversible y centrípeto, en el que poeta y dios parecen converger, coincidir e identificarse. Esta identidad no debe sorprender en absoluto, pues Vicente Huidobro la había explicitado imperativamente en su más sumario y poético manifiesto creacionista: “El poeta es un pequeño Dios”{28}.

Esta tendencia hacia el misticismo poético se intensificó en sus obras finales, sobre todo en Animal de fondo (1949), posteriormente retitulado Dios deseado y deseante, y en Espacio (1954). La crítica juanramoniana ha interpretado este pseudomisticismo con mucha retórica y mucha vacuidad. Incluso intérpretes de reconocido nombre no han ido más allá de palabras como “panteísmo” (término mundanamente muy socorrido), de apelaciones a los “orígenes hindúes” de Zenobia Camprubí, y a la reiterada recitación de párrafos como el siguiente, francamente vacío de contenido y de rigor: “El dios de Juan Ramón no es un dios creador del mundo, sino un dios que está dentro, sólo dentro de él y en la naturaleza, un dios puramente inmanente” (Sánchez Barbudo, 1986: 77). El propio Juan Ramón Jiménez contribuyó a alimentar esta retórica vacua con afirmaciones tales como la siguiente: “Yo, como he dicho tantas veces, creo, y he creído siempre, en un dios en inmanencia, y nada más”{29}. Con toda franqueza, una afirmación de esta naturaleza es simplemente una declaración de principios sin ningún contenido solvente, desde criterios racionales, filosóficos o científicos, de modo que solo cabe entenderla como una afirmación libérrima, que no solo no explica en sí misma nada, sino que exige una explicación, capaz al menos de salvar su procedencia “poética”, la cual solo puede darse apelando a una suerte de mística infusa o un no menos difuso teísmo, propio de un poeta que, fuera de sus versos, se mete en camisas de once varas. La crítica literaria debería interpretar estas afirmaciones como lo que son, una ocurrencia espontánea o una improvisación retórica sin fundamento racional alguno. Dar importancia o resonancia a estas declaraciones hace un flaco favor a la sapiencia del poeta, y contribuye a ahondar estérilmente en el eterno y ñoño debate sobre el divorcio platónico (República, X) entre poesía y filosofía, como si aquella fuera una creación insipiente y esta un discurso crítico, cuando una y otra son construcciones racionales explícitas, bien a través de la poética como forma de racionalismo que se expresa mediante un discurso ficcional, bien a través de un sistema racional de ideas que se articula a partir de uno o varios sistemas conceptuales de conocimientos científicos previamente dados.

El pseudomisticismo juanramoniano se ve además interferido en su obra poética por un formalismo animista y sobrenaturalista que se proyecta no solo sobre términos del eje angular o religioso (Dios como criatura numinosa, no mitológica ni teológica), sino sobre términos y referentes del eje radial (las realidades de la naturaleza), como ocurre en su poema “Nube que me abrazas”, donde el autor, en una muy audaz demostración de Literatura sofisticada o reconstructivista, habla con una nube. Es evidente que, en nuestros días, la lectura de este poema en prosa exige cuidado y atención, y sobre todo una concentración del lector capaz de respetar su contexto de composición original. Hablar con dios, o con otros conceptos y referentes imaginarios del eje angular o religioso, puede ser un camino hacia la mística, pero hablar con las nubes, u otros términos y referentes reales del eje radial o de la naturaleza, puede resultar un camino bien hacia lo cómico, si en el tránsito nos sigue algún lector desaprensivo, bien hacia una patología mental –ya apuntada por Platón en el Ion (534b-c)–, si quien lo hace no está seguro de ser un poeta y de ser –además– leído como tal:

¿Yo fui siempre feliz al despertar? ¿Fui siempre, al despertar, el niñodiós? ¿Qué es ser el niñodiós, qué es ser feliz, qué es ser aurora, nube? ¿Soy feliz? ¿Lo eres, nube, tú? ¿Lo soy porque tú, nube, me sonríes? ¿Lo soy porque me colmas de esperanza, mientras llega lo hondo azul, la noche?{30}

Ocurre en este sentido que otro problema importante que ha tenido que sufrir la lírica de Juan Ramón Jiménez, y de la que ha ido emancipándose a duras penas, es el peso que sobre ella han ejercicio, durante décadas y décadas, críticos y poetas directamente vinculados a su autor, y con frecuencia devotos de su vida y obra. Esta situación, excesivamente fetichista, ha restado objetividad crítica a la interpretación de su literatura, y ha dado lugar a numerosos trabajos endogámicos, así como a una nomenclatura sumamente endonímica, desde la que se ha hecho referencia gremial a tópicos recurrentes, tales como la “conciencia del yo”, la “inestabilidad emocional”, el “subjetivismo juanramoniano”, sus neurastenias e hipocondrías, o sus fantasías y creencias religiosas, por ejemplo. Cuando Juan Ramón escribe versos como los que cito a continuación, el Dios que invoca no es el Dios de los filósofos, ni tampoco el Dios de los poetas, sino una figura retórica que se objetiva formalmente en el poema como un auténtico epifenómeno brotado de la ansiedad psicológica del poeta, y que resulta muy socorrido identificar, para la crítica que no encuentra otra explicación, con una suerte de espíritu absoluto, que, siempre “de guardia”, cual señoría en su juzgado, está ahí dispuesto a ser un mudo y silente destinatario de las imploraciones, reclamaciones o versos del poeta:

Dios del venir, te siento entre mis manos,
aquí estás enredado conmigo, en lucha hermosa
de amor, lo mismo
que un fuego con su aire.

No eres mi redentor, ni eres mi ejemplo,
ni mi padre, ni mi hijo, ni mi hermano;
eres igual y uno, eres distinto y todo;
eres dios de lo hermoso conseguido,
conciencia mía de lo hermoso.

Yo nada tengo que purgar.
Toda mi impedimenta
no es sino fundación para este hoy
en que, al fin, te deseo;
porque estás ya a mi lado,
en mi eléctrica zona,
como está en el amor el amor lleno.

Tú, esencia, eres conciencia; mi conciencia
y la de otro, la de todos,
con forma suma de conciencia;
que la esencia es lo sumo,
es la forma suprema conseguible,
y tu esencia está en mí, como mi forma.

Todos mis moldes llenos
estuvieron de ti; pero tú, ahora,
no tienes molde, estás sin molde; eres la gracia
que no admite sostén,
que no admite corona,
que corona y sostiene siendo ingrave.

Eres la gracia libre,
la gloria del gustar, la eterna simpatía,
el gozo del temblor, la luminaria
del clariver, el fondo del amor,
el horizonte que no quita nada;
la trasparencia, dios, la trasparencia,
el uno al fin, dios ahora sólito en lo uno mío,
en el mundo que yo por ti y para ti he creado{31}.

El dios de este poema es una especie de ontología general (M), diríamos en términos de Materialismo Filosófico, que en la medida en que se formaliza en las palabras del poema se manifiesta a través de una reducción formalista de naturaleza segundogenérica, esto es, por completo psicologista (M2), de modo que M (ontología general) se reduce a M2 (ontología especial) alcanzando un idealismo galopante, el cual se explicita de forma rotunda e inequívoca –Juan Ramón no me dejará mentir– en el verso 17 del poeta: “Tú, esencia, eres conciencia; mi conciencia”. Kant no lo habría expresado mejor. Hablar de panteísmo en este contexto, como hace prácticamente sin excepción la crítica literaria que se ha ocupado de este y otros poemas y poetas, constituye un error manifiesto –un error filosófico, para ser precisos–, porque el panteísmo implicaría una reducción formalista de naturaleza primogenérica, de modo que M, como materia ontológico-general quedaría convertido en M1, en una ontología especial de tipo monista y materialista, en el sentido más grosero de la expresión –e incompatible con el Materialismo Filosófico–, esto es, reducida a un único género de materia, el primero (M1), lo cual es imposible y absurdo{32}. El Dios de la poesía de Juan Ramón Jiménez no es nunca un dios filosófico, ni tampoco teológico (si no es lo primero no puede ser lo segundo), no es una causa primera ni un motor perpetuo, más o menos popularizada o teologizada, ni es tampoco una criatura anímica ni sobrenatural, un espíritu incorpóreo o un numen celeste o terrestre, capaz de competencia operatoria, ni siquiera idealmente, no, el Dios de este poeta no es nada de esto. El Dios de Juan Ramón es una reducción formalista segundogenérica (M > M2), es decir, es un puro psicologismo, un epifenómeno poético de la conciencia personal, subjetiva, autológica, y muy insularizada, de su autor: “Los dioses –escribe en el “Fragmento primero” de Espacio (1954)– no tuvieron más sustancia que la que tengo yo”. De hecho, ese dios puede llamarse en otros casos conciencia, porque uno y otra son diferentes recursos formales y retóricos de apelar al mismo referente conceptual de su poesía (conciencia, dios, yo, emoción, pensamiento, éxtasis, etc…):

Conciencia, yo el tercero, el caído, te digo a ti (¿me oyes, conciencia?). Cuando tú quedes libre de este cuerpo, cuando te esparzas en lo otro (¿qué es lo otro?), ¿te acordarás de mí con amor hondo; ese amor hondo que yo creo que tú, mi tú y mi cuerpo se han tenido tan llenamente, con un conocimiento doble que nos hizo vivir un convivir tan fiel como el de un doble astro cuando nace en dos para ser uno?, ¿y no podremos ser por siempre, lo que es un astro hecho de dos? […]. Difícilmente un cuerpo habría amado así a su alma, como mi cuerpo a ti, conciencia de mi alma; porque tú fuiste para él suma ideal y él se hizo por ti, contigo lo que es. ¿Tendré que preguntarte lo que fue? Esto lo sé yo bien, que estaba en todo. Bueno, si tú te vas, dímelo antes claramente y no te evadas mientras mi cuerpo esté dormido; dormido suponiendo que estás con él. […] Mi cuerpo no se encela de ti, conciencia; mas quisiera que al irte fueras todo él, y que dieras a él, al darte tú a quien sea, lo suyo todo, este amar que te ha dado tan único, tan solo, tan grande como lo único y lo solo. […] Yo te busqué tu esencia. ¿Qué sustancia le pueden dar los dioses a tu esencia, que no pudiera darte yo? Ya te lo dije al comenzar: “Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo”. ¿Y te has de ir de mí tú, tú a integrarte en un dios, en otro dios que este que somos mientras tú estás en mí, como de Dios?

Estas son palabras del “Fragmento tercero” de su último libro, Espacio (1954), y justifican literaria y poéticamente, como Literatura sofisticada o reconstructivista que son, lo que se ha expuesto acerca del pseudomisticismo de Juan Ramón Jiménez y de su idea de dios, un dios capaz de estar azul.

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Notas

{1} “Las sustancias derivan de otro modo: por consecución” (Plotino, Enéadas, VI, 1, 3).

{2} Vicente Aleixandre, “Instante”, Espadas como labios (1932/20052: 292). Suprimo los signos de puntuación (excepto en el verso 5), con José Luis Cano y frente a Duque Amusco, ateniéndome a la versión original del poema.

{3} Juan Ramón Jiménez corrigió meticulosamente a lo largo de toda su vida la mayor parte de su poemas. Sobre el cuidado y la exigencia de tales correcciones, vid. entre otros los estudios, muy recientes, de Gómez Trueba (2012), Silvera (2008, 2010, 2012) y Varo Zafra (2011).

{4} Juan Ramón Jiménez, Obra poética (2005: I, 681), “Balada de la mañana de la cruz”, Baladas de primavera (1907).

{5} En una carta sin fecha conocida, pero supuestamente de 1912, Juan Ramón Jiménez escribe a Martínez Sierra desde Moguer: “Necesito salir de aquí cuanto antes […], todo esto en un pueblo pequeño […], sin una sola persona –¡ni una!– que se interese por las cosas de arte […]. Estoy vendiendo las fincas que aquí me quedan […] para irme a Madrid del todo. He calculado y puedo disponer de 40 duros mensuales durante unos cuantos años” (apud Gullón, 1961: 109-110).

{6} Se trata del poema XXVI, titulado “Balada del prado con verbena”, en la que de nuevo, lúcidamente, “¡Dios está azul, la vida está serena, / todo se ríe de luz y de ilusión!” (Jiménez, 2005: I, 706). El poema gira en torno al apelativo “Blanca”, onomástica tras la que seguramente se oculta el nombre propio de quien se supone fue su primera novia, Blanca Hernández-Pinzón, cuñada de Victoria, hermana de Juan Ramón Jiménez (vid. al respecto Blasco, 2005: 666). Pero lo importante aquí es subrayar el intertexto de apertura y de clausura del poemario, en torno a ese “Dios está azul”, como expresión pletórica de plenitud y satisfacción emocionales en consonancia con la naturaleza como espacio absoluto. En palabras de Blasco, “evidentemente, esta coincidencia no es casual, sino que responde a una voluntad de ajustar la totalidad del poemario a una estructura circular, que, por otro lado, es la predominante […] en la composición de un número importante de los poemas de este libro” (Blasco, 2005: 667).

{7} Tras el interés que suscita la naturaleza en muchos de los autores literarios de la denominada Edad de Plata está el krausismo. Su culto a lo popular, a la cultura terruñera, al folclore rural y naturalista, al “espíritu” y al “alma” de los hombres y mujeres del campo, con todo el idealismo que acompaña semejante valoración estética de lo tradicional y casticista, es determinante. Sobre todo en quienes no trabajaron nunca el campo con el sudor de su frente. Otra será la interpretación que la denominada “poesía social” hará de los mismos hechos.

{8} Javier Blasco ha explicado con mucho acierto la importancia que en Baladas de primavera adquiere la canción –con las estructuras populares y tradicionales de la glosa, el villancico o el zéjel– para la lírica juanramoniana, así como sus efectos concretos, entre ellos el “consciente y decidido esfuerzo por adelgazar el poema” (Blasco, 2005: 669). No es este un hecho baladí, sino un paso más hacia lo que desde Estío (1916) –y sobre todo Diario de un poeta recién casado (1917)– será la poesía pura o desnuda. La musicalidad, como el interés por el cromatismo poético –azul, verde, rosa, blanco, oro…–, es un recurso de visibles influencias impresionistas. El krausismo fue pedagógico pero no revolucionario.

{9} “El día de la Cruz de mayo (primer domingo de ese mes), como la Noche de San Juan, son fechas claves de la primavera. El Domingo de la Cruz se celebra fiesta en Moguer y el poeta canta esta fecha en algún otro poema; por ejemplo véase el que en Pastorales comienza “El tambor llama a la flauta”, donde la compañera del poeta parece ser María Almonte, la hija del médico Rafael Almonte. La vinculación del romero con este tipo de celebraciones se encuentra ya en Lope de Vega. Varias baladas tendrán como tema diversos motivos de la vegetación y del mundo natural (flores y pájaros, sobre todo), temática que viene a coincidir con la de un libro inédito de prosa en el que Juan Ramón trabajaba en este mismo momento (Flores de Moguer)” (nota de Javier Blasco y Teresa Gómez Trueba, apud Juan Ramón Jiménez, Obra poética, 2005: I, 717).

{10} Juan Ramón Jiménez, Obra poética (2005: I, 615).

{11} Juan Ramón Jiménez, Obra poética (2005: I, 559).

{12} Juan Ramón Jiménez, Obra poética (2005: I, 144-145), “Me siento azul”, Diario de un poeta recién casado (1917).

{13} Juan Ramón Jiménez, Obra poética (2005: I, 920), “El azul relativo”, La Estación total con las Canciones de la nueva luz (1923-1936).

{14} Ejemplo palmario de ello lo constituye el poema titulado “El presente”, de su libro –inédito hasta 1983–, La realidad invisible, que recoge composiciones redactadas entre 1917 y 1924: “¡Cómo me siguen / en fila interminable / todos los yos que he sido! / ¡Cómo se abre el ante mí / en infinita fila / para todos los yos que voy a ser! / ¡Y qué poco, qué nada soy yo / este yo, de hoy / que casi es de ayer, / que va a ser todo de mañana!” (Jiménez, 1989: 336).

{15} Juan Ramón Jiménez, Obra poética (2005: I, 956-957), “Huir azul”, La Estación total con las Canciones de la nueva luz (1923-1936).

{16} Juan Ramón Jiménez, “El ausente”, En el otro costado (1936-1942/1974: 862).

{17} Juan Ramón Jiménez, Obra poética (2005: I, 203, vv. 1-8), “Nocturnos”, XXVI, Arias tristes (1903).

{18} Juan Ramón Jiménez, Antolojía poética (1980: 96), “El viaje definitivo”, Poemas agrestes (1910-1911).

{19} Apud Juan Ramón Jiménez, Antolojía poética (1980: 36). Cita aducida por Vicente Gaos en su introducción a la edición de los poemas juanramonianos.

{20} A día de hoy sigue sin haber estudios solventes acerca de la salud mental de Juan Ramón Jiménez. Pocos detalles conocemos al respecto, pues la vida y obra del poeta siempre ha estado históricamente, hasta años muy recientes, en manos de intérpretes entregados a darnos una imagen de él más idealista y proteccionista de lo que la realidad biográfica y científica exige. Hay alusiones y referencias a su enfermedad nerviosa, sus presuntas depresiones, sus neurastenias, etc., pero sin entrar en detalles. Juan Ramón no lo ocultaba en sus epistolarios, y no dudaba en hablar a sus íntimos de “mi hipocondría, mi maldita idea fija” (Jiménez, 1962: 37), como atestigua en una de sus cartas a Rubén Darío fechada en 1903, a sus 22 años de edad.

{21} Sobre el concepto de espacio gnoseológico, vid. Bueno (1972, 1992). Sobre el concepto de espacio estético, directamente inspirado en la antemencionada obra de Bueno, vid. Maestro (2007).

{22} Vid. su introducción a la Antolojía poética de Juan Ramón Jiménez (1980: 50).

{23} Cursiva mía. Vicente Aleixandre hace esta declaración en una carta dirigida a Dámaso Alonso el 19 de setiembre de 1940. Con razón, Luis Cernuda consideró muy tempranamente que la supuesta “mística de la materia” a la que apela la lírica de Aleixandre, en su pretendida unión panteísta con el cosmos, a través del amor como fuerza y experiencia unitiva, era, en realidad, una suerte de eufemismo encubridor, bien por pudor, bien por impotencia o imposibilidad, de un deseo erótico, o incluso sexual, de inasequible satisfacción: “No sé hasta qué punto quiere el poeta, ya sea por pudor, ya sea por creerlo imposible, velar con reticencia el pensamiento que supongo en él: el de la unión física de los amantes como medio de penetración, de identificación con el mundo […]. Es decir, que en el caso de Aleixandre su obra es el resultado de una sublimación del instinto posesivo de origen sexual” (Cernuda, 1955/1970: 227).

{24} Una de las obras más tempranas en el terreno de la denominada poesía social es la “Elegía cívica”, subtítulo del poema de Rafael Alberti “Con los zapatos puestos tengo que morir”, composición fechada el 1 de enero de 1930 y perteneciente a su libro Poesía (1924-1930).

{25} Del mismo modo, atribuye a Díaz-Plaja la consideración de la poesía pura como “un conceptismo cuya dificultad estriba en poseer una clave personal” (Vicente Gaos, apud Jiménez, 1980: 52-52).

{26} Apud Gaos, en Jiménez (1980: 53).

{27} Juan Ramón Jiménez, Obra poética (2005: I, 537), CXVII, Piedra y Cielo (1917-1918).

{28} Vicente Huidobro (1989: 3), “Arte poética”, El espejo de agua (1916).

{29} Apud Saz-Orozco (1963/1966: 148). Sobre la cuestión de Dios en Juan Ramón Jiménez, vid. Santos-Escudero (1975) y más recientemente Garfias (2002).

{30} Juan Ramón Jiménez, “Nube que me abrazas”, Una colina meridiana (1942-1950/2003: 155).

{31} Juan Ramón Jiménez, Obra poética (2005: I, 1145), “La transparencia, dios, la transparencia”, Animal de fondo (1949).

{32} Esta es la Idea de Materia que mundanamente se tiene, incluso –y sobre todo– entre filólogos y críticos de la literatura, particularmente entre los llamados teóricos de la literatura, cuya formación filosófica, salvo excepciones poco visibles, está eclipsada por un idealismo absoluto, por supuesto de manufactura alemana (Lutero, Kant, Fichte, Herder, Schiller, Nietzsche, Freud, Cassirer, Heidegger, Gadamer, Jauss, Habermas…). Sobre la Idea de Materia, vid. Bueno (1972, 1990).

 

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