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El Catoblepas, número 124, junio 2012
  El Catoblepasnúmero 124 • junio 2012 • página 6
Filosofía del Quijote

Cervantes ante el judaísmo y los judíos

José Antonio López Calle

Final de las interpretaciones religiosas del Quijote (y 24)

Don Quijote en hebreoSello Cervantes Quijote Israel

El antijudaísmo que revela la escena del judío y Sacristán en la tercera jornada de Los baños de Argel, que ya comentamos en la anterior entrega de la serie sobre La filosofía del Quijote, no puede ser más palmario, tanto por parte de Sacristán como de las autoridades moras argelinas, un antijudaísmo que Cervantes parece hacer suyo. Castro pretende liberar a Cervantes de la acusación de antisemita, pero su pretensión resulta baldía. En El pensamiento de Cervantes lo había tachado de antisemita, pero en Cervantes y los casticismos españoles lo exonera de semejante tacha con el expediente de que Cervantes se habría limitado a expresar literariamente el punto de vista de los cristianos y también el de los judíos. Pero es ridículo pretender que por el mero hecho de dar voz a los judíos en una obra literaria, como hace Cervantes, su autor automáticamente deje ya de ser antisemita o antijudío o que no lo sea por el hecho de que Cervantes presente los dos aspectos de la cuestión, como si fuera indiferente o irrelevante la equidistancia del autor. Semejante expresión de los dos puntos de vista es lo que Castro encuentra en la escena examinada de Sacristán y el judío, donde los insultos de Sacristán contra el judío son contrapesados por las maldiciones de éste contra el primero. Pero ahí, como hemos visto, no se halla tal exposición de dos puntos de vista, sino el conflicto entre una victima y su verdugo, ante el que los demás personajes se ponen de parte del verdugo y el narrador no deja traslucir ninguna actitud de rechazo del avieso comportamiento de Sacristán con el judío por el mero hecho de ser judío.

Ahora bien, en otros casos Cervantes no duda en tomar partido y pronunciarse sobre el trato recibido por sus personajes por otros; así, por ejemplo, incesantemente acusa, como bien hemos visto, de injusticia, maldad, crueldad e inhumanidad a los moros por su comportamiento con los cristianos españoles cautivos en Argel. Ahí no se limita a presentar los dos aspectos de la cuestión. Y si, en cuestiones de religión o de opinión sobre los moros, Cervantes no tiene inconveniente en manifestarse como abiertamente antimusulmán y negativamente sobre los moros, no se ve bien por qué habría de ocultar su antijudaísmo y su opinión sobre los judíos, si es que, como sostenemos, realmente compartía el prejuicio antijudío con la generalidad de la sociedad de su tiempo.

A nuestro juicio es imposible liberar a Cervantes de la acusación de antijudaísmo o antisemitismo. Por nuestra parte, preferimos hablar, en relación a Cervantes, de antijudaísmo más que de antisemitismo, pues el prejuicio cervantino contra los judíos se debe a cuestiones de religión y no de raza en el sentido biológico de este término. No obstante, si dentro del antisemitismo distinguimos el antisemitismo basado en la raza, en cuyo caso es una forma de racismo, del antisemitismo basado en la religión, no tenemos inconveniente en hablar de antisemitismo en relación a Cervantes, un antisemitismo ciertamente religioso y no de tipo racista. Pues bien, clarificado esto, nos parece que las pruebas del antisemitismo en el sentido de antijudaísmo o juedeofobia de Cervantes son incontestables.

En el Quijote, Sancho, en conversación con su amo camino de El Toboso, se proclama solemnemente antijudío y estima que ello, además de ser un católico ortodoxo, es un mérito para que el autor de la historia o leyenda de sus andanzas con su amo don Quijote y demás historiadores lo traten bien por «creer, como siempre creo, firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos» (II, 8, 604). Clemencín, en su tiempo, intentó restarle importancia a esta proclama viendo en ella nada más que una pintura y ridiculización de las groseras ideas del vulgo, entonces comunes, tal como la de creer que los judíos tenían rabo (cf. la edición del Quijote comentada por Clemencín, a cargo de Luis Astrana Marín con ocasión del IV centenario, Editorial Alfredo Ortells, 2005, pág. 1554), una opinión que Castro parece compartir (cf. El pensamiento de Cervantes, pág. 277). Pero en las palabras de Sancho no se vislumbran tales pintura y ridiculización, pues se limita a hacer una proclamación de enemistad de los judíos en un tono serio, sin que se miente ninguna de las absurdas creencias o tópicos que en la época circulaban sobre los judíos, una proclama que resulta realzada o dignificada al colocarse al mismo nivel que su profesión de fe católica. Además, don Quijote, que atentamente ha escuchado las palabras de Sancho, sigue hablando con su escudero sin que pase por su cabeza plantear ningún reparo a su brutal antijudaísmo, lo que, dada la gravedad de las declaraciones de Sancho, parece ofrecerle una tácita aprobación.

Y en Los baños de Argel hay más pruebas del antijudaísmo cervantino, amén del episodio precedente protagonizado por Sacristán (Cervantes lo llama así no porque sea el nombre o apellido de un personaje, sino por razón de su oficio, es un sacristán) y el judío, que, como personaje de la obra aparece sin nombre propio, simplemente como un judío. El origen del conflicto entre ambos tiene una raíz religiosa, como se refleja en el hecho de que Sacristán coloque al judío en la tesitura de permitir que se le arrebate su hijo para ser educado como cristiano o pagar un rescate, si el judío se opone a ello. La raíz religiosa del antijudaísmo de Sacristán y otros personajes se revela con mayor claridad en otras dos apariciones anteriores del judío en la mentada obra.

En su primera aparición en la segunda jornada, el judío es objeto de molestias y vejaciones de parte de Sacristán por razón de sus prácticas religiosas. A Sacristán el solo hecho de ver un judío ya le despierta un odio y desprecio insuperables contra ellos: «Su copete lo muestra, / sus infames chinelas, / su rostro de mezquino y de pobrete» (op. cit., págs. 229-230, vv. 1259-1261), y humilla al judío obligándole a cargar un barril y llevarlo a la casa del amo de Sacristán (quien, no se olvide, es un cautivo en Argel y esclavo de un moro argelino) un sábado, lo que le fuerza a contravenir la norma de su religión que le prohíbe trabajar en sábado. El judío se niega a hacerlo alegando el deber de cumplir con los preceptos de su religión, pero estaría dispuesto a llevar ese barril, incluso más, otro día que no sea sábado: «Deja venga mañana, / que, aunque domingo sea, / te llevaré doscientos» (op. cit., pág. 230, vv.1278-1280), y más adelante añade: «Que si hoy no fuera sábado, /que lo llevara. ¡Buen cristiano, basta!» (op. cit., pág. 230, vv. 1288-9). Obsérvese, de un lado, la arrogancia de Sacristán a quien no le detiene en su infame comportamiento ni el hecho de estar en país extranjero, como si contase con la aquiescencia de los moros, ni la buena disposición del judío y, del otro lado, el grado de humillación de los judíos, que asumían que debían aceptar por ser judíos ciertos abusos por parte de los cristianos. En efecto, el judío no cuestiona que deba cargar el barril y llevarlo y se contenta con que simplemente le permitan llevarlo otro día que no sea sábado.

Pero, lejos de ablandarse por la buena disposición del judío, Sacristán lo insulta («perro judío») y lo vuelve a insultar y lo amenaza con violencias: «¡Vive Dios, perro, que os arranque el hígado!» (ibid., v. 1281 y v.1285 respectivamente). En este instante, entra en escena un viejo, sin duda cristiano, que ruega a Sacristán que deje en paz al judío, pero la actitud compasiva de este personaje no es incompatible con la profesión de antijudaísmo, de la que hace gala al acompañar su petición de que no se moleste al judío con unas palabras insultantes: «¡Oh gente afeminada, / infame y para poco!» (op. cit., pág. 231, vv. 1291-2) y al referirse al origen último religioso de su rechazo de los judíos y es que sobre éstos pesa la maldición eterna que les echó Jesús, el verdadero Mesías, a quien no reconocieron como tal y siguen empecinados en su error de esperar la llegada de otro Mesías: «Bien se cumple a la letra / la maldición eterna / que os echó el ya venido, / que vuestro error tan vanamente espera» (ibid., vv. 1302-4). Sacristán cede ante el ruego del Viejo (tal es el nombre con que Cervantes lo introduce en escena), toma el barril y se lo lleva, pero no sin antes despacharse a gusto con nuevos denuestos contra el judío, de cariz religioso, pues lo trata con desprecio por razón de sus costumbres religiosas: «… vaya / el circunciso infame» y de amenazarle con nuevos abusos, si lo vuelve a encontrar: «Mas, si otra vez le encuentro, ha de llevar un monte, si le llevo» (ibid., vv. 1294-7). Pero el Viejo no reconviene a Sacristán por su indigno comportamiento con el judío, el cual, antes de irse, agradece servilmente al Viejo su intercesión: «Pies y manos te beso, / señor, y el Dío te pague / el bien que aquí me has hecho» (ibid., vv. 1298-1300), lo que el Viejo considera como el precio que los judíos deben pagar a los cristianos como pena por su gran pecado: «La pena es ésta de aquel gran pecado» (ibid., v. 1301), sin duda el gran pecado de no haber aceptado a Jesús como el Mesías («el ya venido»).

El hostigamiento de Sacristán al judío prosigue más adelante, todavía en la segunda jornada, cumpliendo así con su amenaza de que si vuelven a encontrarse, continuará sometiéndolo a abusos y humillaciones. Y así es. Cambia el tipo de humillación, pero no el hecho de que de nuevo tiene que ver con el desprecio de las prácticas religiosas hebreas, ni tampoco cambia la práctica de la que pretende burlarse, el precepto de guardar el sábado. Ahora Sacristán le roba al judío una cazuela con la comida guisada el viernes, para mantenerse el sábado sin tener que cocinar y así respetar la norma de no trabajar en este día, fiesta de guardar para los judíos. A pesar de la ofensa y de los insultos que Sacristán le propina, el judío, como en el caso anterior, se dirige a Sacristán con palabras respetuosas y le suplica que le devuelva la cazuela, porque, de lo contrario, se vería obligado a incumplir un mandato de su religión. Entre otras perlas le llama Belcebú, esto es, Beelzebul, el señor del infierno y príncipe de todos los demonios, lo trata, pues, como un ser diabólico, cosa que volverá a hacer en la escena del robo del niño, que ya conocemos.

Esta demonización de los judíos, de la que Cervantes se hace eco, era uno de los tópicos sobre los judíos, cuyo origen se halla en los propios Evangelios. En el Evangelio de Juan es el propio Jesús el que niega que los judíos sean hijos de Dios y termina hablando de ellos como hijos del diablo: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo» (Jn, 8, 44), a los que así acusa por intentar matarle y por no aceptarle como el enviado de Dios, acusaciones que se convertirán también en tópicos de la literatura antijudía durante muchos siglos. Cervantes no alude a la muerte de Jesús por los judíos (o al llamado «deicidio»), pero sí a la terca negativa de los judíos a aceptarlo como el verdadero Mesías. La demonización evangélica de los judíos, junto con el cargo de negarse a creer en Jesús como el Mesías esperado por el pueblo de Israel, lo que les hace merecedores de toda suerte de males, pasarán a ser temas de casi obligado tratamiento entre los padres de la Iglesia, como san Juan Crisóstomo, san Ambrosio o san Agustín, quien por cierto en su escrito Contra los judíos, no deja de repetir la declaración antijudía antes citada del Evangelio de san Juan, que en la versión agustiniana adopta esta forma: «El padre de quien sois es el diablo». Y siglos de predicación de todos estos tópicos de la literatura antijudía conseguirán que se transformen en los estereotipos populares secularmente vigentes entre los diferentes pueblos cristianos europeos, que incluso los escritores eminentes, como Cervantes, acogerán de buen grado. Pero regresemos a la escena sobre los judíos de Los baños de Argel.

Sacristán, lejos de apiadarse, aprovecha la situación comprometida del judío para aumentar la dimensión de su humillación. Le dice al judío que le devuelve la cazuela con la comida (una torta cuajada, que Cervantes denomina «cazuela mojí») si paga un rescate por ello. El judío accede a esta humillación. Pero Sacristán aún le da otra vuelta de tuerca y es que no sólo se cobra cinco reales por la cazuela devuelta, sino que se cobra anticipadamente diez reales más, en total quince, por otras dos cazuelas que piensa, según confiesa él mismo, hurtarle (cf. op. cit., págs. 242-4, vv.1672-1723). El judío se marcha pidiendo a los Cielos que le deje en paz Sacristán, al que meramente califica de «ladrón de cosillas», pero Sacristán, para quien cualquier humillación u ofensa es poco cosa cuando se trata de un judío, no se conforma con cosillas y cierra la escena con la promesa de hurtarle un niño, promesa, que, como ya sabemos, se cumplirá.

Al final de la tercera y última jornada, nos acabamos enterando de que ya no sólo el judío atropellado por Sacristán, sino la judería de Argel decidió pagar el rescate de Sacristán, para que se vaya a España y así librarse de él, quien se ha convertido en una pesadilla para ellos, ya que no hace otra cosa que robarles. Así lo confiesa ufanamente el propio Sacristán, quien incluso no descarta la posibilidad de quedarse en Argel para seguir viviendo a costa de los judíos, aunque finalmente cumplirá con la palabra dada de irse a España a cambio de que los judíos paguen su rescate: «Así como os lo cuento [le dice a Osorio] / ha sucedido el caso: / ellos me han rescatado / y dado libertad graciosamente. / Dicen que desta suerte / aseguran sus niños, /sus trastos y y cazuelas, / y, finalmente, su hacienda toda. / Yo he dado mi palabra / de no hurtarles cosa / mientras me fuere a España, y por Dios que no sé si he de cumplirla» (op. cit., págs. 275-6, vv. 2828-2839). Nadie frena a Sacristán o censura su conducta. Osorio, un caballero español cautivo, habiéndose enterado de este asunto por otros, reacciona, en conversación con Sacristán, tomando como el cuento más gracioso jamás oído el que los judíos paguen de su misma hacienda el rescate de Sacristán. Las autoridades moras tampoco han hecho nada por parar sus atropellos contra éstos.

Los baños de Argel no es la única obra cervantina en la que presenciamos fechorías contra los judíos, aunque es sin duda en la que más referencias hay a las actitudes y comportamientos antijudíos. También en La gran sultana hallamos una escena en la que se perpetran ofensas de las que aquéllos son víctimas. De nuevo, las burlas conciernen a aspectos de la religión judía, aunque esta vez no se trata de la guarda del sábado, sino del tabú de comer carne de cerdo. Madrigal, un cristiano español cautivo en Constantinopla, cuya aversión a los hebreos es del mismo tenor que la de Sacristán –él mismo confiesa tenerles «rencor y mal talante»–, entra en escena con insultos a éstos («canalla barretina») y jactándose de haberles echado a perder la comida o cazuela del día al arrojar en ésta un gran pedazo de tocino, a lo que los judíos reaccionan esta vez con insultos y maldiciones, a los que a su vez, llevando las cosas más lejos en la escalada iniciada por Madrigal, éste responde lanzando una piedra a un judío que, asomado en una ventana, le maldice, y resulta herido en las sienes.

En la escena está presente un cristiano griego, Andrea, amigo de Madrigal, que desempeña en este asunto un papel muy similar al del Viejo de Los baños de Argel. Lejos de reconvenir a Madrigal por su indigno y cruel comportamiento con los judíos, cierra la escena con una profesión de fe antijudía y de aversión a los judíos, que adopta la forma de una dura diatriba o requisitoria contra su religión y contra éstos, pero no por razones de raza sino de religión, pues aunque se menciona a los judíos como raza, ésta se rechaza por motivos religiosos y no raciales, a saber, la vana esperanza, como ya señaló el Viejo, de la llegada del Mesías, su pertinacia en el error y su terca adhesión a una fe contraria a la verdad, que son los principales reproches de la literatura antijudía de la época, cuyo origen se remonta, como ya señalamos más arriba, a la literatura evangélica y sus desarrollos ulteriores en la patrística. He aquí las palabras de Andrea, en quien difícilmente no cabe ver la posición del propio Cervantes: «¡Oh gente aniquilada! ¡Oh infame, oh sucia / raza, y a qué miseria os ha traído / vuestro vano esperar, vuestra locura / y vuestra incomparable pertinacia, / a quien llamáis firmeza y fee inmutable / contra toda verdad y buen discurso¡» (op. cit., pág. 386, vv. 468-473).

En otras obras en que aparecen judíos, éstos no reciben ofensas de parte de cristianos, pero son retratados negativamente. No hay en la obra de Cervantes ningún personaje judío que desempeñe un cierto papel en la acción visto bajo una luz favorable. En El amante liberal un mercader judío es retratado a la vez como lascivo y, conforme al tópico multisecular, como un ser codicioso. Lascivo, porque nada más comprar a la bella cristiana a los turcos que la habían raptado, dio, incitado por sus «torpes deseos», en solicitarla descaradamente. Y codicioso, por pedir por ella dos mil escudos a los bajaes turcos de Chipre, a los que decidió vendérsela precisamente por haberse negado a entregarse a él.

En los últimos capítulos del Persiles, cuando los protagonistas han llegado ya a Roma como punto final de su peregrinaje, se registran dos alusiones a los judíos, un dato sin duda realista, pues en Roma, y Cervantes debía de saberlo, había, en los años en que sucede la acción, hacia mediados del siglo XVI, una comunidad judía, formada por unos tres mil, muchos de ellos de origen ibérico, una comunidad, a la que una bula promulgada por el papa Paulo IV en 1555, había obligado a vivir en un gueto, en una calle separada de las casas de los cristianos y cerrada con una sola puerta de entrada y de salida. En la primera alusión el narrador menciona dos judíos, Zabulón y Abiud, cuyo oficio, según nos informa el primero de ellos, es el de adornar casas de todo lo necesario, según la calidad del que quiere habitarla y el precio que quiera pagar por el adorno. Abiud menciona a un tercer judío, Manasés, que tiene el mismo oficio de adornar casas para el alojamiento de peregrinos y viajeros.

En la segunda alusión, nos enteramos de que Zabulón hace algo más que ocuparse del alojamiento de viajeros o peregrinos que, como Periando-Persiles y Auristela-Sigismunda, con su séquito de acompañantes, acaban de entrar en Roma. Es además mediador en los asuntos amorosos de la dama cortesana Hipólita, encaprichada de Periandro, y su mujer es una hechicera, a cuyos servicios recurre Hipólita, previo pago a su marido, para que haga enfermar a Auristela, aunque, luego arrepentida de su acción, pedirá de nuevo a la hechicera judía que la sane. Que las judías de Roma eran hechiceras era un tópico muy extendido. Ni ella ni su marido, implicados en turbios asuntos, salen bien librados. Por si esto fuera poco, el propio narrador, después de haber pagado Hipólita a Zabulón por las hechicerías de su mujer, comenta, en términos hirientes sobre los judíos, de acuerdo con el consabido tópico, que «a un judío, dádivas o amenazas le hacen prometer y aun hacer imposibles» (Los trabajos de Persiles y Sigismunda., Cátedra, 5ª ed. 2004, IV, cap. 8, págs. 677-8), y, aunque siempre cabe alegar que estas palabras reproducen el pensamiento de Hipólita, ello no elimina el que el narrador lo afirma por su cuenta, con independencia de que coincida o no con el pensamiento de Hipólita; además, la coherencia del pensamiento ahí expresado con el conjunto del pensamiento de Cervantes sobre los judíos, hacen difícil sostener que él no compartía semejante visión negativa de los judíos.

En resumen, a nuestro juicio resulta inequívoco el antisemitismo, en el sentido explicado, o, si se prefiere, antijudaísmo de Cervantes. Las referencias a los judíos, salvo las que se ciñen meramente a indicar su oficio de adornar casas, son siempre desfavorables; y las crueldades, humillaciones y ofensas de que son objeto nunca son reprobadas o contrarrestadas por personaje alguno ni, desde luego, por el narrador o el autor. Es más, en la obra cervantina se trata peor a los judíos que a los musulmanes. Cervantes puede ser antimusulmán, en el sentido de condenar como falsa e inmoral la religión islámica; puede atribuir a moros y turcos vicios o defectos varios, como hemos visto; pero, a diferencia de los judíos, no vemos nunca a cristiano alguno burlándose de las prácticas religiosas islámicas o sometiéndolos a crueldades o humillaciones por motivos de su religión. En esto, como en otras cosas, Cervantes fue un hombre de su tiempo, un tiempo en el que todo el mundo, lo mismo en España que en el resto de Europa, era antijudío en mayor o menor grado. Por citar un caso muy ilustre, el coetáneo de Cervantes, Shakespeare, tampoco se libra de semejante tacha, como bien se puede apreciar en El mercader de Venecia, donde el judío Shylock, a la manera del mercader judío de El amante liberal de Cervantes, se nos presenta como la encarnación de la avaricia por la que recibe un cruel castigo al final.

Finalmente, para completar el tratamiento del asunto, diremos unas palabras sobre la cuestión relacionada de los judeoconversos, a los que ya nos hemos referimos en otros lugares. Cervantes se nos revela también adverso a éstos En el Quijote, como bien se sabe, aparecen personajes cristinos nuevos de origen moro o morisco, como Ricote y Ana Félix, y se habla del problema morisco, pero no hay ningún personaje cristiano nuevo de origen judío ni tampoco se habla de éstos. Las alusiones a los neocristianos de estirpe judía son, pues, indirectas, indistintas o inespecíficas y por contraste, esto es, cuando se habla de personajes a los que se retrata como cristianos viejos, pues nunca se utiliza en el Quijote la expresión «cristiano nuevo», por contraste se alude a los cristianos nuevos o, como los llama en El retablo de las maravillas, «confesos», pero bajo estas expresiones tanto se acoge a los moriscos como a los juedeoconversos indiscriminadamente. Lo único que se puede afirmar con seguridad es que Cervantes se nos muestra desdeñoso de los cristianos nuevos y en la medida que es así y que los judeoconversos forman parte de esta categoría religiosa y social, Cervantes extiende su desdén no sólo a los moriscos sino también a los judeoconversos. Como ya establecimos en la crítica de la interpretación autobiográfica de Américo Castro en El Catoblepas del mes de Julio de 2008, ni los personajes de la obra magna ni el propio narrador ponen reparos cuando Sancho se retrata jactanciosamente de cristiano viejo. Cuando proclama que es cristiano viejo y que eso le basta para ser conde, don Quijote da su conformidad: «Y aun te sobra», sin que pase por sus mientes la idea de poner en cuestión la distinción entre cristianos viejos y nuevos (I, 21, 197-8). Más interesante aún es otro pasaje en que es el propio autor el que deja entender que comparte el prejuicio vigente contra los cristianos nuevos, un prejuicio que convierte a éstos en moralmente inferiores a los cristianos viejos. El narrador sugiere que el ser cristiano viejo imprime una superior calidad moral, pues saca la conclusión de que Sancho debe de ser de tal condición del mero hecho de que manifieste buenos sentimientos y sea honrado, como si estuviese fuera del alcance de los cristianos nuevos reunir tales cualidades morales (I, 20, 183).

Algunos, como Américo Castro, han querido ver una crítica de la distinción entre cristianos viejos y nuevos en El retablo de las maravillas. Esto a nuestro juicio es un error. En este entremés ciertamente se juega con esa distinción, pues los personajes que no son capaces de ver las supuestas maravillas que Chanfalla y Chirinos dicen ofrecer quedan expuestos al cargo de tener la mancha de conversos, que incluye indistintamente a los de origen moro y judío, o de ser hijo ilegítimo. Los personajes que asisten a la representación, aunque no ven las supuestas maravillas que les indican que se están representando, con tal de no pasar por bastardos o por cristianos nuevos, no cesan de fingir que las ven y de ratificarse en su condición de cristianos viejos. Finalmente, la llegada de un furrier de una compañía de soldados para exigir alojamiento en el pueblo, será lo que dará al traste con el retablo al confesar que no ve nada, lo que inmediatamente le suscita la acusación, por parte de los que dicen ver las maravillas, de ser un converso y un bastardo. El furrier monta en cólera, saca la espada y acuchilla a sus acusadores. El entremés termina con el anuncio por Chanfalla de que al día siguiente volverá a mostrar el retablo.

Como bien se ve, en el entremés se asume por los personajes el prejuicio contra los cristianos nuevos. Pero no se cuestiona el prejuicio, ni menos aún se rehabilita a los cristianos nuevos. Puesto que los que no ven las maravillas se exponen también al cargo de ser bastardos, quien sostenga que Cervantes censura los prejuicios sobre los cristianos nuevos está obligado a admitir que también censura el prejuicio sobre los bastardos. Pero ¿quién se atreve en serio a defender que Cervantes no compartía el prejuicio de su época contra los hijos ilegítimos? El ilustre escritor ni cuestiona esto ni la mancha que supone para alguien el ser un cristiano nuevo; se limita a jugar humorísticamente con ello, pero dando por supuesta la vigencia de los tópicos sobre los bastardos y los cristianos nuevos.

Por último, añadamos que hay una obra en la que se hace una referencia directa, pero burlesca, a un judeoconverso. Se trata de El licenciado Vidriera, donde el protagonista del relato al ver entrar un labrador de los que siempre blasonan de cristianos viejos y detrás a un converso judío («uno que no estaba en tan buena opinión como el primero»), le dice a grandes voces al labrador: «Esperad, Domingo, a que pase el Sábado» (Novelas ejemplares, II, Cátedra, pág. 56). Esto es lo que dice Vidriera, pero el narrador se abstiene de poner en solfa la mala fama de los judeoconversos.

 

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