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El Catoblepas, número 123, mayo 2012
  El Catoblepasnúmero 123 • mayo 2012 • página 6
Filosofía del Quijote

Otros vicios de los musulmanes

José Antonio López Calle

Final de la serie sobre la actitud y visión de Cervantes del islam y los musulmanes, sobre todo moros y turcos, tal como se reflejan primeramente en el Quijote, pero también en el conjunto de su obra. El Quijote y el islam (VII). Las interpretaciones religiosas del Quijote (23)

Otros vicios de los musulmanes / The Walters Art Museum Ms. W.666

Hasta aquí nos hemos centrado en la violencia, la crueldad y lascivia como los vicios más llamativos, según Cervantes, de los musulmanes. Pero éstos no son lo únicos que les adjudica. Algunos de sus vicios los describe meramente de pasada, como los celos de sus mujeres que atribuye a los moros y que se revelarían en el hecho de que les obliguen a cubrirse el rostro, aunque, según él, no les preocupa tanto que se muestren a los cristianos, especialmente si son cautivos, ya que parece percibirlos como si no fuesen hombres cabales: «Los moros son en extremos celosos y encubren a todos los hombres los rostros de sus mujeres, puesto que en mostrarse ellos a los cristianos no se les hace de mal; quizá debe de ser que por ser cautivos no los tienen por hombres cabales» (El amante liberal, en Novelas ejemplares, I, pág. 166).

La mentira y las promesas entre los moros

Más énfasis pone en recriminar a los moros por ser mentirosos. En el Quijote dos veces se les reprocha este defecto. La primera vez es el propio narrador el que lo hace cuando echa la culpa de que se pueda poner alguna objeción a la verdad de la historia de don Quijote el que su autor sea arábigo, pues es muy propio de los de aquella nación ser mentirosos; además, añade el narrador, hay una razón adicional para esperar que la historia relatada por un autor arábigo sea mendaz y es que los de su nación son enemigos de los españoles, «nuestros enemigos», y de ahí que, ocupándose de la crónica de un caballero español, no quepa esperar sino que escasee la verdad más que el que sobre en su relato (I, 9, 88). La segunda vez es el mismísimo don Quijote, el que, identificado con la visión negativa de los musulmanes de su creador, nada más enterarse de que el autor de su historia es un moro (en la época era común referirse a los árabes también como moros), sufre una terrible decepción, pues él igualmente los tiene por mentirosos: «Desonsolóle pensar que su autor era moro, según aquel nombre de Cide, y de los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas» (II, 3, 566). Naturalmente, en estas protestas por la falta de verdad en la narración de la vida de don Quijote hay ironía por parte del autor; pero en lo que no hay ironía es en el retrato de los moros como proclives o dados a la mentira.

Cervantes se limita a registrar la percepción común entre los españoles de los moros como mentirosos, una percepción que no deja de tener una base en el Corán, aunque Cervantes no se remite a estos orígenes. Pero lo cierto es que el Corán permite la mentira, especialmente contra los infieles, contra los que vale casi todo, con tal que triunfe el islam. Mahoma condena la mentira en las relaciones de los musulmanes con otros musulmanes, pero en el trato de éstos con los infieles la mentira, el fingimiento o la simulación están justificados. No otra cosa es la llamada doctrina de la taqiyya, proclamada por el Corán en el sura 3, 28, donde se prescribe a los mahometanos no trabar amistad con los infieles, salvo para protegerse de ellos, esto es, se puede fingir o aparentar amistad para así poder fortalecer su posición contra ellos. Además, el propio Mahoma dio ejemplo de que se puede utilizar la mentira a conveniencia, como sucedió en el caso del poeta judío que al profeta le resultaba molesto por sus versos de amor considerados por él insultantes para las mujeres musulmanas, según el relato de su primer biógrafo, Ibn Ishaac, y al que por ello dispuso matar. No tardó en encontrar un joven adepto que se ofreció voluntario para hacerlo. Y cuando éste le pidió permiso para mentir, con el objeto de engañar al poeta judío y así tenderle una emboscada, Mahoma se lo concedió y su fanático secuaz lo asesinó.

Estrechamente vinculado con la mendacidad, aunque no únicamente con ésta, hay otro rasgo de los moros en el que Cervantes hace hincapié y es que no son fiables o dignos de confianza y de ahí la recomendación repetida de que, en la relación con ellos, no digamos si el que se relaciona con ellos es un cristiano y, por tanto, un infiel, hay que desconfiar de ellos. En la novela del cautivo interpolada en el Quijote la mora cristiana Zoraida, que anhela salir de Argel con la ayuda del Ruy Pérez de Viedma y casarse con él, aconseja a éste que no se fíe de ningún moro, «porque son todos marfuces» (I, 40, pág. 414), esto es, traidores. Al hablar así en estos términos de los moros, a través de Zoraida, el narrador parece establecer tácitamente un contraste entre los moros, en quienes no se debe confiar, y los cristianos como el cautivo, en quienes sí se pude confiar. El mismo mensaje se transmite en Los baños de Argel, donde en similar coyuntura Zara (o Zahara), –un personaje, como ya dijimos en la anterior entrega, estrechamente análogo de Zoraida, quien al igual que ésta es una mora secretamente cristiana por haber sido educada por una cautiva cristiana que arde en deseos de escapar de Argel y para ello le pide a don Lope, un caballero español cautivo, en quien confía, que la lleve con él con el compromiso de casarse con ella– avisa a don Lope de que no se fíe de ningún moro ni renegado (Teatro completo, pág. 208). Esta creencia sobre la desconfianza en los moros no es idiosincrásica de Cervantes, sino que se trata de un tópico muy extendido entre los españoles y que incluso perdura en la actualidad en los estratos sociales populares.

La razón de que haya que desconfiar de los moros no es sólo que, según Zoraida, sean marfuces, sino que entre ellos se muestra una tendencia a incumplir las promesas, el faltar a la palabra dada. Este es un rasgo en el que Cervantes insiste mucho más que en los anteriores y que contrasta con el diferente carácter de los cristianos españoles, que se distinguen justo por lo contrario, por el cumplimiento riguroso de las promesas y el actuar según la palabra dada. Es difícil saber si Cervantes sabía que el Corán es comprensivo con este tipo de comportamiento. Pero lo supiera o no, el hecho es que el libro sagrado de los musulmanes inspira una línea de conducta que aboca al incumplimiento de las promesas o de los juramentos, no digamos si éstos afectan a infieles, pero no hace falta que lo sean para que el juramentado cambie de opinión y se permita la anulación de lo prometido o jurado. Es cierto que en el sura 16, 93 se ordena cumplir los juramentos, pero el sura 5,91 consagra su violación siempre y cuando se compense la violación con otra acción que el sujeto considere preferible. Es más, el sura 66, 1-5, además de ratificar la violación de los juramentos mediante la compensación con alguna otra obra, lo aplica a un caso en el que el propio Mahoma está implicado.

De hecho, como en los casos anteriores que hemos estudiado de la crueldad, violencia y lascivia entre los musulmanes, cuyas raíces se remontan al ejemplo del propio Mahoma, lo mismo sucede con el cumplimiento de promesas, juramentos o pactos. Al profeta del islam no le importaba quebrantar los pactos si así se lo dictaban sus intereses políticos, como bien se puso de manifiesto en su ruptura del tratado de paz de Hudaibiya, pactado con los mecanos, contra los que abrió de nuevo las hostilidades. A la vista de esto, no es de sorprender que la tradición musulmana remita al profeta la máxima de que, en caso de que un hombre haya jurado algo y luego descubre un curso de acción preferible, debe seguirlo sin más costo para él que la compensación del juramento roto.

Cervantes, ciertamente, no hace referencia alguna a las bases mahométicas y coránicas que alientan a los musulmanes a la infracción de los juramentos o promesas, sino que se contenta, en virtud de su insistencia en el cumplimiento de las promesas por parte de los cristianos o los españoles, con sugerir que no se puede decir lo mismo de los moros o, al menos, que éstos no son tan buenos cumplidores como los cristianos. En el Quijote esta sugerencia llega a enunciarse expresamente. Cuando en la historia del cautivo, éste contesta al billete que le ha enviado Zoraida en la que le pide que la lleve a tierra de cristianos y que acepte casarse con ella, pero que en caso de no aceptar el casamiento, no importa, pues ella confía en la Virgen María, a la que ella llama Lela Marién, para encontrar marido una vez se halle en tierra cristiana, el cautivo, a quien ella ha escogido entre los muchos cristianos que ha visto por ser el único que le parece un caballero, en la respuesta que le manda se compromete a conducirla a tierra cristiana y promete hacer de ella su esposa, una promesa que para que ella la tenga por creíble y fiable la fundamenta en dos razones, a saber, primeramente que la hace en su calidad de buen cristiano, dando así a entender que la religión cristiana incita al cumplimiento de las promesas y él es un buen cristiano, lo que viene quizás a dar a entender que no sucede lo mismo con la religión islámica sobre todo si se tiene en cuenta en lo que dice a continuación; y, en segundo lugar, que los cristianos cumplen lo prometido mejor que los moros. He aquí las palabras del propio Ruy Pérez: «A lo que dices que si fueres a tierra de cristianos que has de ser mi mujer, yo te lo prometo como buen cristiano; y sabe que los cristianos cumplen lo que prometen mejor que los moros» (I, 40, 415). Similarmente, en Los baños de Argel, don Lope, personaje análogo del cautivo del Quijote, es el perfecto modelo del caballero cristiano español, que da su palabra a Zara de cumplir su promesa de llevarla a España y desposarla y que en efecto la cumplirá.

En Los tratos de Argel se ensalza la fidelidad o lealtad de los españoles a la palabra dada. Es el propio rey de Argel el que reconoce la virtud de los españoles cautivos de guardar su palabra sin reveses, una opinión que le han confirmado dos caballeros Sosas portugueses (Cervantes tiene a los portugueses por españoles) y dos caballeros castellanos, don Francisco de Meneses y don Fernando de Ormaza, a quienes permitió ir a España para negociar su rescate bajo la promesa de que luego regresarían a Argel dentro de un plazo fijado, promesa que cumplieron. Incluso se aprovecha de esta virtud de los caballeros españoles para obtener mayores beneficios del negocio del rescate, pues en su afán de ser fieles a la palabra dada los españoles, según él, llegan a pagar rescates por un valor triple de su precio normal. Su fe sin titubeos en la virtud de los caballeros españoles es lo que anima al rey de Argel a confiar en la palabra del protagonista de la pieza, Aurelio, como caballero cristiano español, de pagar su rescate desde España a donde le ha permitido marchar libremente con el sólo compromiso mediante juramento de pagar su rescate y el de su amada Silvia: «Y tomad mi voluntad/ por prenda deste rescate; / que yo perderé la vida / o cumpliré mi palabra (cf. Teatro completo, pág. 911, vv. 2362-2381 y para la cita vv. 2440-3).

En Los baños de Argel se llega a presentar la virtud del cumplimiento de las promesas como rasgo característico de los caballeros españoles, a diferencia, parece suponerse tácitamente, de lo que sucede entre los moros o musulmanes. En un díalogo entre Don Fernando y Zara, la mora cristiana, el caballero español exalta el valor excepcional de cumplir con la palabra dada, algo que sólo algún villano no cumple. El supuesto implícito de la plática entre ambos es que mientras en un país cristiano, como España, guardar las promesas es algo muy respetado, tanto que se debe mantener aunque la promesa se haya hecho en secreto sin más testigo que los cielos, no sucede lo mismo, en cambio, entre los moros. Veamos lo esencial del diálogo:

Zara: Ven acá; dime, cristiano:
¿en tu tierra hay quien prometa
y no cumpla?
Don Fernando: Algún villano.
Zara: ¿Aunque dé en parte secreta
su fee, su palabra y mano?
Don Fernando: Aunque sólo sean testigos
los cielos, que son amigos
de descubrir la verdad.

Y a la repregunta de Zara de si el deber de guardar las promesas se ha de mantener incluso con los que son enemigos, don Fernando responde que sí:

Con todos; que la promesa
del hidalgo o caballero
es deuda líquida expresa,
y ser siempre verdadero
el bien nacido profesa.
(Teatro completo, pág. 223, vv. 1047-1055 y 1057-1061)

Para entender el alcance de la repregunta de Zara se deben tener en cuenta varios hechos. En primer lugar, que ella es mora y que, aunque secretamente es cristiana pero no bautizada, don Lope, a quien ella ha pedido que la lleve a España y se case con ella, le ha prometido cumplir con esto. Ahora bien, siendo ella mora, no obstante su encubierta condición cristiana que debe ocultar si no quiere terminar muerta, y don Lope cristiano español, son políticamente enemigos. De ahí su interés en saber por boca de un tercero, don Fernando, si entre los caballeros cristianos es un deber inquebrantable guardar las promesas, incluso las contraídas con los enemigos, para saber si puede confiar en un cristiano. Además, proviniendo, como proviene ella por más que desde su nacimiento se haya ocupado de su educación una cautiva cristiana, de una sociedad marcada por el sello del islam, ella es sabedora que entre los musulmanes bien poco valen las promesas, como hemos visto más arriba, y ello le hace ser inicialmente cauta con los cristianos hasta que no sepa más de ellos.

Terminemos este asunto remitiéndonos a otro pasaje de Los baños de Argel en que la virtud de cumplir las promesa viene a presentarse ya no sólo como una prenda de los caballeros españoles, sino como una cualidad del carácter de los españoles en general en su modo de proceder. A la pregunta de Costanza a don Lope de si es un gentilhombre de España, éste responde que sí, que es «de una tierra / donde no se cría araña / ponzoñosa, ni se encierra / fraude, embuste, ni maraña, / sino un limpio proceder, / y el cumplir y el prometer / es todo una misma cosa» (op. cit., pág. 241, vv. En esta conversación está presente Zara, aunque ocultando su rostro, por lo que don Lope ignora su identidad. A petición de Zara, Costanza continúa interrogando a don Lope y tras la confesión de éste de que no está casado pero que piensa casarse pronto con una cristiana mora, Zara ya está más segura de que puede confiar plenamente en don Lope.

La injusticia entre los moros

La mentira, la infidelidad a las promesas y la desconfianza a que se hacen acreedores no son los únicos reproches que Cervantes dirige contra los moros. También los retrata como injustos. Sin embargo, no han faltado quienes le atribuyen una opinión favorable sobre la justicia entre los musulmanes. Entre ellos nos encontramos una vez más con Américo Castro, quien ya en El pensamiento de Cervantes (cf. págs. 190-1) sostenía que Cervantes elogió la justicia musulmana y como prueba de ello aduce dos textos cervantinos, un pasaje de El amante liberal, en que el narrador escribe:

«Las más [de las causas] despachó el cadí sin dar traslado a la parte, sin autos, demandas ni respuestas, que todas las causas, si no son las matrimoniales, se despachan en pie y en un punto, más a jucio de buen varón que por ley alguna. Y entre aquellos bárbaros, si lo son en esto, el cadí es el juez competente de todas las causas». Novelas ejemplares, I, pág. 156.

Y otro pasaje del Quijote, donde Castro halla el mismo elogio en las palabras pronunciadas ahora por el joven trujamán de Maese Pedro: «Entre moros no hay traslado a la parte, ni ‘a prueba y estese’, como entre nosotros» (II, 26). El fiel discípulo de Castro, Márquez Villanueva, sigue repitiendo en la actualidad este mismo mensaje, basándose en los mismos pasajes que su maestro: que la justicia se ejerce en el mundo islámico «de manera eficaz, rápida y barata», una apreciación que se percibe mejor si se tiene en cuenta la continuación del pasaje citado de El amante liberal que Castro omite, pero que Márquez Villanueva no duda en transcribir: «…el cadí es el juez competente de todas las causas, que las abrevia en la uña y las sentencia en un soplo, sin que haya apelación de su sentencia para otro tribunal»; y que «Cervantes admiraba sin reservas la administración de la justicia islámica» (cf. Moros, moriscos y tucos de Cervantes, pág. 17 y n. 4).

Ahora bien, está exégesis no se sostiene. En primer lugar, en caso de ser válida, lo único que se sigue es que Cervantes veía con buenos ojos la justicia musulmana en el terreno procesal, pero no en otros aspectos; como mucho, Cervantes elogiaría la eficacia y rapidez de la justicia musulmana, por el ahorro de trámites en el procedimiento judicial, en comparación con la justicia española, pero de ahí no se infiere, como hacen Castro y Márquez Villanueva, que Cervantes encomie los resultados de la justicia musulmana, sobre los que en los dos pasajes no se pronuncia. Realmente, sería muy sorprendente que alguien tan mesurado, sensato y dotado de tan buen sentido como Cervantes, se ponga a elogiar un tipo de justicia ciertamente rápida, pero al precio de negar una serie de garantías procesales básicas. No sólo es que no se traslade a la parte, esto es, que no se comunique a cada una de las partes en litigio los alegatos de la otra, ni que «a prueba y estese», esto es, que no se deje un plazo de tiempo para reunir nuevas pruebas que avalen la sentencia definitiva tras la conclusión provisional en un proceso; es que, según se afirma en el pasaje de El amante liberal, en la justicia islámica prima el juicio del cadí sobre la ley, lo que se presta a toda suerte de arbitrariedades, y, además, por si esto fuera poco, cada juez actúa como juez de última instancia, con lo cual las sentencias injustas o parciales de un juez no admiten anulación o casación por un juez o tribunal de orden superior, pues no cabe apelación de la sentencia de un cadí ante otro tribunal. Naturalmente, existe la posibilidad, si nos atenemos sólo al pasaje de El amante liberal, de que Cervantes no sea tan juicioso como en otros asuntos y que encomie ahí el modo de proceder de la justicia musulmana. Pero, por el carácter ambiguo de las propias palabras de Cervantes cuando dice «Y entre aquellos bárbaros, si lo son en esto», que puede entenderse en un sentido aprobatorio de la justicia islámica en el terreno procedimental, como en un sentido irónico, nos inclinamos por esta segunda interpretación en virtud de lo antedicho. Después de tacharlos, como otras veces, de «bárbaros», añadir «si lo son en esto», que cuando menos contiene un matiz de duda, pone difícil dar a sus palabras un sentido positivo. Pues si Cervantes hubiera querido aprobar o alabar el funcionamiento de la justicia musulmana no se entiende muy bien por qué en vez de mostrar tanta cautela, no escribió directamente «Y estos bárbaros, que no lo son en esto».

Además, sale en nuestra ayuda el pasaje del Quijote, que Castro cita de forma incompleta sin tener en cuenta la reacción de los demás personajes a las palabras del trujamán de Maese Pedro y Márquez Villanueva mienta la reacción irrelevante de Maese Pedro, pero no la muy relevante de don Quijote. El joven ayudante de maese Pedro está relatando la liberación de Melisendra, cautiva de los moros en Zaragoza, por su esposo don Gaiteros y cuando cuenta el lance en que un moro se acerca por detrás a Melisendra y que el rey Marsilio inmediatamente, sin proceso ni juicio, lo condena y castiga a que le den doscientos azotes, es el momento en que el joven, para que la audiencia entienda semejante proceder, hace saber a ésta que el rey actúa así «porque entre moros no hay ‘traslado a la parte’, ni ‘a prueba y estese’, como entre nosotros». Pero enseguida interrumpe don Quijote al ayudante para recriminarle que se desvíe de la historia que está contando con esa observación sobre el funcionamiento de la justicia islámica, pero además aprovecha la ocasión para censurarla con estas palabras: «Que para sacar una verdad en limpio menester son muchas pruebas y repruebas» (II, 26, 752-3).

Así que, a la luz de esto, no hay base alguna para sostener que Cervantes elogiase o admirase la justicia islámica ni siquiera en su aspecto procesal o procedimental. Pero hay más razones para negar que tuviese una opinión positiva de ésta. En primer lugar, todos los jueces, moros o turcos, que aparecen en su obra están negativamente retratados. El cadí de Argel es un sodomita que está pendiente de la llegada a Argel como cautivos de bellos niños o jóvenes para sodomizarlos, como así intenta hacer con Francisquito, sin que para ello le detenga su condición de cautivos ni el que sean niños (hoy el cadí de Argel sería acusado y condenado por pederastia) y un personaje cruel que no duda en ejecutar a Francisquito mediante un cruel suplicio por negarse a islamizarse y dejarse sodomizar; el cadí de Nicosia, ya lo vimos, quiere poseer y gozar a la bella esclava Leonisa por las buenas o por la fuerza y, para lograr su objetivo, no duda incluso en matar a su esposa; el Gran Cadí de Constantinopla es un juez corrupto, que, según confiesa él mismo a Madrigal en La gran sultana, ha cometido un sinfín de tuertos: «Que veo que son sin cuento / los moros de mí ofendidos, / y las viudas pasan de ciento» (op. cit., pág. 400-1, vv. 963-5). En segundo lugar, a propósito del sacerdote español ejecutado en Argel en venganza por la ejecución de un morisco en Valencia «por justa sentencia», se acusa en El trato de Argel a los moros de «pueblo injusto» y Saavedra, el alter ego del propio Cervantes, elogia la superioridad de la justicia española sobre la musulmana de Argel: «Muéstrase allá [en Valencia] la justicia/ en castigar la maldad; / muestra acá la crueldad / cuánto puede la injusticia» (op. cit., pág. 864, vv. 699-702).

Pero Castro aún tiene más razones que ofrecer. En la segunda etapa de su trayectoria como cervantista, vuelve sobre el tema y sentencia, en términos similares, que a Cervantes «le encantaba la justicia islámica» (Cervantes y los casticismos españoles, pág. 84). De momento, Castro se limita a anunciar tan sorprendente afirmación sin ofrecer apoyo alguno en su defensa. Pero más adelante en el contexto de su retractación de su acusación a Cervantes de ser «antisemita» vertida en El pensamiento de Cervantes (1925) y de su apología del ilustre escritor contra semejante acusación, nos presenta un caso en que «la justicia musulmana» habría obrado impecablemente en un asunto que afecta a un judío como víctima de un cristiano español, Sacristán, quien le ha robado un niño de pecho (op. cit., págs. 94-5). El judío acude a la justicia musulmana, representada por el cadí y el rey de Argel, ante los que expone así su caso:

Judío. Este cristiano
me acaba de robar a este mi hijo.
Cadí. ¿Para qué quiere el niño?
Sacr. ¿No está bueno?
Para que le rescaten, si no quieren
que le críe y enseñe el padrenuestro...
Judío. Este español, señor, es la ruina
de nuestra judería, no hay en ella
cosa alguna segura de sus uñas.

Transcribimos el texto de la tercera jornada de Los baños de Argel tal como lo ofrece Castro (cf. Teatro completo, pág. 266, vv. 2514-2523). Escuchados el querellante judío y el acusado cristiano, el rey de Argel, que también está presente durante la vista ante el tribunal, ordena devolver el bebé a su padre judío, a la vez que el cadí se despacha a gusto profiriendo unas violentas palabras en las que suscribe el juicio del judío de que la tildada por el cadí de «canalla bárbara española» es la ruina de la judería de Argel, aunque de todos modos, como recoge Castro, el judío ha de pagar por el rescate de su hijo cuarenta ásperos (una moneda turca), equivalentes a veinte reales. Esta es la justicia islámica que, en opinión de Castro, a Cervantes le encantaba.

Castro parece considerar la actuación del tribunal moro correcta por el mero hecho de que el rey ordene devolver el bebé a su padre judío, como si eso fuera algo extraordinario o como si ello solo bastase para que semejante proceder merezca el título de justo. ¿Quiere dar a entender Castro con ello que la justicia española hubiera actuado de forma diferente? ¿Acaso la justicia española no habría devuelto, como el rey de Argel, el niño a su padre? En cualquier caso, pretender que unas autoridades que actúan como lo hacen el cadí y el rey de Argel son justas es como pretender que lo negro sea blanco. Sacristán secuestra un bebé judío para educarlo como cristiano, a no ser que su padre judío lo rescate y no sólo le sale gratis tan abominable delito, sino que, para más inri, tiene que pagarle el judío para recompensarle el tiempo que ha perdido en dedicarse a robar el bebé en vez de atender a sus ocupaciones. El rey de Argel, en vez de impartir justicia, sale en defensa de Sacristán sentenciando que no se le castigue por su delito: «Pápaz, vuélvele el niño a este judío, / y no le hagan mal a este cristiano» (op. cit., pág. 267, vv. 2535-6). Envalentonado ante tan complaciente y aun cómplice actitud del rey de Argel, Sacristán se siente alentado para colmar de insultos al judío y aun osa pedir que éste le pague una recompensa: «Señor, haga / que este puto judío dé siquiera el jornal que he perdido por andarme / tras él para robarle este hideputa.» (ibid., vv. 2542-5 Y el cadí ordena que así sea: «Bien dice; desembolse cuarenta ásperos y délos al pápaz, que los merece» (ibid., vv. 2546-7).

 

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