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El Catoblepas, número 116, octubre 2011
  El Catoblepasnúmero 116 • octubre 2011 • página 6
Filosofía del Quijote

La religiosidad judeoconversa
del Quijote y el erasmismo

José Antonio López Calle

Final del estudio sobre la interpretación erasmista del Quijote de Américo Castro. Las interpretaciones religiosas del Quijote (16)

Contra lo que algunos intérpretes de Castro suelen decir, éste no llega retractarse en sus escritos de su segunda época, los publicados a partir de los años cuarenta del pasado siglo. Por el contrario, se ratifica en la tesis del erasmismo cervantino y del Quijote con los mismos argumentos que había esgrimido en sus obras sobre Cervantes de su primera época. Así en Cervantes y los casticismos españoles (1966, reeditada con correcciones en 1974) declara que «Cervantes se interesó vivamente por la espiritualidad cristiana de inspiración erasmista» (op. cit., pág. 44 n. 11) y en su último escrito sobre el Quijote, «Cómo veo ahora el Quijote» (1971), incluido en el libro citado, se reitera en la idea del erasmismo cervantino: «Erasmo se esforzó doctrinalmente en remover cuanto… velaba el fondo espiritual del cristianismo, y en ese sentido Juan López de Hoyos y su discípulo Cervantes fueron erasmistas» (op. cit., pág. 385).

No obstante, se produce un giro en su visión del pensamiento religioso de Cervantes y en particular de su percepción de la imagen cervantina del cristianismo en el Quijote, cambio que es el resultado de entrelazar la tesis del erasmismo con su tesis historiográfica sobre la España cervantina (y en general la España que va del reinado de los reyes Católicos hasta el siglo XVII, lo que él denomina la «Edad conflictiva») como una España escindida socialmente en castas, con sus correspondientes mentalidades, la casta mayoritaria cristiano vieja y las castas minoritarias de los cristianos nuevos, los moriscos, de un lado, y los conversos de ascendencia judía, de otro. Este viraje es perceptible ya en dos artículos suyos de 1947, «La estructura del
Quijote»
y «La palabra escrita y el Quijote» (luego recogidos en 1957 en Hacia Cervantes, libro corregido y aumentado en 1967), escritos mientras estaba trabajando en su nueva visión de la historia de España como un producto de la división de la sociedad española en tres castas sociorreligiosas en conflicto (cristianos viejos, judeoconversos y moriscos), a su vez herencia de la coexistencia medieval de «las tres religiones» (cristianos, moros y judíos), que se materializaría con la publicación al año siguiente de su España en su historia, y alcanza su expresión más madura en Cervantes y los casticismos españoles Por tanto, no se abandona el erasmismo, sino que ahora se presenta éste como la peculiar interpretación del cristianismo por parte de la casta minoritaria de los conversos de origen judío y sus descendientes, y el aspecto de la interpretación erasmiana del cristianismo que más le interesa resaltar es el énfasis en la religiosidad interior, desdeñosa de la observancia de los elementos rituales de la religión y volcada a la entrega a llevar una vida personal conforme con el espíritu del mensaje evangélico y del mismo Cristo.

Lo que a Castro le importa destacar no es tanto lo que supone el erasmismo para la visión cervantina del cristianismo en cuanto contribución a la historia de las ideas religiosas como lo que tuvo de funcionalismo práctico adaptativo para los cristianos nuevos judeoconversos en una España y un medio controlados y dominados por la casta mayoritaria de cristianos viejos. Y en tanto ese cristianismo interior tiene un componente de paulinismo, que promueve la interpretación de la doctrina del cuerpo místico de la Iglesia como una doctrina que alienta la promoción de la igualdad de todos los fieles cristianos como miembros de la Iglesia, funcionaba también como una ideología crítica de la ideología de la España mayoritaria de cristianos viejos, al cuestionar con la idea igualitaria del cuerpo místico a los fanáticos de la limpieza de sangre, que teorizaban que los conversos (esto es, los miembros inferiores del cuerpo) han de someterse a los dictados de los cristianos viejos (es decir, los miembros superiores del cuerpo). Esta concepción religiosa erasmista habría permitido a los neocristianos de ascendencia judía integrarse en la sociedad española y, al mismo tiempo, como escritores, ser exponentes de la sociedad española con igual título que los cristianos viejos y reflejar, a la vez, críticamente los valores y mentalidad de los conversos judíos frente a los cristianos viejos. De acuerdo con esta nueva propuesta de Castro, el cristianismo erasmista con su insistencia en la superioridad de lo interior frente a lo exterior y en el paulinismo se convirtió en un signo serio de la condición juedeoconversa de un autor o escritor.

Hasta tal punto llega Castro en la exageración de la conexión entre erasmismo y neocristianos de origen judío, que no duda en identificar a los erasmistas con éstos últimos: «Erasmistas, es decir, cristianos nuevos» (op. cit., pág. 123 n. 90). Conforme a esta nueva visión historiográfica de la historia de España y del cometido de los conversos judíos españoles, Castro interpreta ahora el Quijote, en lo que a la religión respecta, como la expresión de la mentalidad religiosa de los neocristianos de estirpe judía, una mentalidad que se caracterizaría esencialmente, como acabamos de señalar, por la espiritualidad interior de inspiración erasmiana contrapuesta a las prácticas religiosas ritualistas de los cristianos viejos.

Obviamente, tal interpretación depende del supuesto de Castro de que Cervantes era un cristiano nuevo de origen judío, hipótesis que, como ya señalamos en el número de El Catoblepas que citamos más abajo, defiende sin prueba documental alguna, basándose en meros indicios, tales como la profesión u oficio de sus antepasados supuestamente conversos (desde su bisabuelo, mercader de paños, hasta su padre, cirujano –como si el oficio de mercader o de cirujano no hubiera sido desempeñado más que por conversos judíos) o el cambio frecuente de domicilio de su padre. Y si Cervantes es de origen judío, también lo es, en tanto trasunto de su creador, su criatura don Quijote a través del cual Cervantes habría expresado la mentalidad y sensibilidad religiosa de los cristianos nuevos, sus valores y preferencias, centrados en la religiosidad interior de carácter erasmista frente al ritualismo de los cristianos viejos.

Ahora bien, esta visión del Quijote como un producto y reflejo de la religiosidad interior de los cristianos nuevos de ascendencia judía es gratuita. Remitimos al lector a nuestro estudio sobre las interpretaciones autobiográficas del Quijote, donde en el apartado dedicado a Castro refutamos sus principales tesis (véase El Catoblepas, Nº 77, Julio de 2008). Allí probamos que Cervantes no es de origen juedeoconverso y que don Quijote tampoco lo es de acuerdo con los datos que nos aporta el Quijote. Igualmente allí probamos que, aunque Cervantes fuera de ascendencia hebrea, ello sería irrelevante. Importaría tal dato si los cristianos nuevos juedeoconversos formaran un grupo aparte, una casta, con rasgos peculiares y distintivos respecto del resto de la sociedad, como sostiene Castro. Pero esta es otra de sus fantasías. Ya hemos visto que el principal rasgo que atribuye a este grupo es un cristianismo espiritualizado antiritualista de raíz erasmista, de tal modo que, según él, ser erasmista viene a equivaler a decir cristiano nuevo. Pero esto es falso. Ni todos los erasmistas fueron cristianos nuevos, ni todos los cristianos nuevos fueron erasmistas. Hubo erasmistas de condición cristiano vieja y ciertamente algunos de los más ilustres erasmistas lo fueron, como el arzobispo de Toledo Bartolomé Carranza de Miranda, Juan Maldonado (sacerdote humanista que no hay que confundir con el comunero de igual nombre y apellido), el inquisidor Manrique, Furió Ceriol o los hermanos Valdés. Y también hubo cristianos nuevos, también muy ilustres, como santa Teresa o fray Luis de León que no fueron erasmistas, a pesar del empeño que ponen algunos, como Bataillon, en atribuir a éste último un erasmismo secreto, sin por ello dejar de poner hincapié en la religiosidad íntima.

No está de más recordar que, en aquella época, además del erasmismo, había otras corrientes religiosas indiferentes o refractarias a la penetración del erasmismo en España y, sin embargo, centradas en la piedad interior e interesadas por la lectura y estudio de la Biblia, sin por ello comulgar con el anticeremonialismo de Erasmo (como bien ha demostrado Eugenio Asensio en su magistral artículo, «El erasmismo español y las corrientes espirituales afines», Revista de Filología Española, XXXVI, 1952, págs. 31-99 y como el propio Bataillon, influido por este artículo de Asensio, ha terminado reconociendo en Erasmo y el erasmismo, pág. 149-150, donde hace autocrítica de su posición en Erasmo y España). Esto significa que no había, contra Castro, unos círculos cerrados, a modo de castas, de cristianos nuevos o conversos, de un lado, y, de otro, de cristianos viejos, sino que unos y otros pertenecieron a diferentes círculos políticos, sociales, religiosos y literarios, independientemente de su condición cristiano vieja o nueva; que lo que había es muchas variedades de cristianos viejos y nuevos, y que, por tanto, no había una mentalidad y sensibilidad comunes de los cristianos de origen judío. No hay, pues, en definitiva, unas supuestas peculiaridades de pensamiento y de sentimiento religiosos de una inexistente casta hispanojudía homogénea y cerrada que la discrimine de una inexistente casta cristiano vieja igualmente homogénea y cerrada. (Igualmente recomendable del mismo Eugenio Asensio sobre este punto es su crítica demoledora de la tesis de Castro de la mentalidad distintiva de los cristianos nuevos de origen judío en su no menos magistral trabajo «La peculiaridad literaria de los conversos» Anuario de Estudios Medievales, IV, 1967, republicado luego en La España imaginada de Américo Castro, Crítica, 1992, págs. 87-119, cuya idea fundamental y algunos datos hemos recogido en este párrafo).

Puesto que Cervantes y don Quijote no son cristianos nuevos de estirpe judeoconversa, ni existe una mentalidad y sensibilidad religiosas propias y distintivas de éstos, el Quijote no puede ser la expresión de la mentalidad y sensibilidad de los cristianos nuevos, que, además de inexistente, no puede ser la del erasmismo, pues ya hemos establecido en entregas anteriores, refutando la tesis de Castro, que Cervantes no defiende en el Quijote ni, por supuesto, en ninguna otra de sus obras una visión erasmiana del cristianismo, sino una visión ortodoxamente católica del mismo.

Resulta además sorprendente por otra razón distinta que Castro atribuya a los conversos judíos la idea religiosa erasmiana del cristianismo como religión interior. Cabe preguntarse por qué los conversos judíos y sus descendientes habían de refugiarse en el erasmismo religioso que coloca la esencia del cristianismo en la religiosidad interior, que es ajena a su origen judío, en vez de en una religiosidad externa, formulista y ritualista, que es la que Erasmo, quien además declaraba abiertamente su antisemitismo o antijudaísmo, atribuía a los judíos y Castro a los cristianos viejos. ¿Acaso los cristianos españoles de la época, tanto inquisidores como delatores de judaizantes o el cristiano corriente no asociaban el judaísmo con el formulismo y el ritualismo? Esa asociación se remonta a los mismos Evangelios, en que, a pesar de que Jesús anuncia que no viene a cambiar ni una letra de la ley, los judíos, y especialmente los saduceos, los escribas y los fariseos, son vistos como gentes atadas a la letra de la ley y al componente ceremonial de la religión, y el judaísmo como una religión sin espíritu. Y es un tema constante de la teología de Erasmo, quien insistentemente opone a su idea del cristianismo según el espíritu el «judaísmo», que pone el valor de la religión en las prácticas externas. De acuerdo con esto, lo que cabría esperar, contra Castro, no es que el signo distintivo de los conversos judíos, si es que éstos habían de tener una religiosidad distintiva de conversos, fuese el hincapié en la religiosidad interior, que es lo que más les aleja de su origen judío, sino que lo fuera el apego al lado ceremonial de la religión, conforme a su ascendencia hebrea.

A esto Castro puede responder, según lo dicho más atrás, que el cristianismo interior de raíz erasmiana era más funcional para los conversos, les facilitaba una mejor adaptación o protección en la sociedad española de aquel tiempo. Pero a esta respuesta cabe replicar que, si ello fuera así, no se explica por qué no adoptaron ese enfoque de la religión cristiana todos los judeoconversos, ya que, como hemos dicho más arriba, hubo diversas variedades de éstos: conversos que judaizaron, conversos que se convirtieron en sinceros crisitianos y entre éstos hubo ciertamente algunos erasmistas, pero la mayoría de ellos no fueron erasmistas. Y tampoco explica por qué había erasmistas entre los cristianos viejos, los cuales no tenían necesidad de ese funcionalismo social adaptativo mediante el cual podían hacer frente a unas circunstancias sociales que los cristianos viejos no tenían que afrontar como lo tenían que hacer los judeoconversos y sus descendientes para ser socialmente aceptados. Además, no tiene mucho sentido decir que la adhesión a una religiosidad interior anticeremonial facilitaba más la adaptación en un medio social dominado por una casta mayoritaria que imponía sus criterios y su preferencia por la religiosidad ceremonial. Si esto era así, tiene más sentido afirmar que lo más conveniente para los cristianos nuevos judeocconversos en vistas de su integración en la sociedad y soslayar potenciales conflictos hubiera sido la adhesión incondicional a la forma de religiosidad de la casta mayoritaria de cristianos viejos, que además, según su propio punto de vista, era la más afín al judaísmo de sus ascendientes. El propio Castro viene a reconocer tácitamente esto último. En efecto, nos describe la sociedad española del Siglo de Oro como la «Edad conflictiva», en la que la casta mayoritaria cristiano vieja dominaba, sojuzgaba y perseguía a la casta minoritaria de judeoconversos (y, por supuesto, también a los moriscos); pero esto implica reconocer que la supuesta adhesión a una forma de religiosidad contraria a la forma de religiosidad ritualista mayoritariamente dominante e impuesta por los cristianos viejos, lejos de ser funcionalmente adaptativa, fue, de acuerdo con su propia visión, un foco permanente de conflictos.

Castro no se conforma, empero, con atribuir al Quijote la posición religiosa de los conversos judíos. Da un paso más con respecto a su interpretación de la primera etapa representada por El pensamiento de Cervantes y «Erasmo en tiempo de Cervantes», y le imputa ser el vehículo de una religiosidad interior erasmiana, que ahora además resulta ser una religiosidad secularizada. La novela se nos presenta ahora, en efecto, como «una forma secularizada de espiritualidad religiosa» (Cervantes y los casticismos españoles, págs. 106 y 108), de la que es portavoz don Quijote, en cuanto representante de la casta minoritaria de juedeoconversos. ¿Yen qué consiste esta «forma de secularizada espiritualidad religiosa», que el heterodoxo Cervantes que nos pinta Castro propugna?

La naturaleza de esta espiritualidad religiosa secularizada donde con más claridad la caracteriza Castro es cuando describe la diferencia entre la espiritualidad religiosa de santa Teresa y la de don Quijote:

«La ascendencia que Teresa se reservaba era espiritualidad venida del cielo; la del Hidalgo manchego era de factura humana, terrena y secularizada. Teresa se sabía ser de Jesús, don Quijote ahincaba en sí mismo la raíz de su esperanza: ‘Yo sé quién soy, y sé qué puedo ser, no sólo lo que he dicho, sino todos los doce pares de Francia.» (Op. cit., pág. 142.)

Utilizando términos kantianos, cabría reexponer la distinción de Castro diciendo que la religiosidad «venida del cielo» de santa Teresa es una religiosidad heterónoma, procedente de una fuente externa, teológica, mientras que la religiosidad secularizada de don Quijote es una religiosidad autónoma, que emana de una fuente interna, antropológica, el propio interior del hombre, de suerte que si santa Teresa sitúa fuera de sí misma la razón última de su existir, el sostén de su vida («ser de Jesús»), don Quijote la encuentra en su propio interior, en la fuerte autoconciencia de su identidad («Yo sé quién soy») y del poder libre cuasiilimitado que le permite elegir ser lo que quiera, esto es, autocrearse según su voluntad.

Pero esto, nuevamente, es otra fantasía de Castro. En primer lugar, don Quijote no es menos de Jesús que santa Teresa y su espiritualidad no es menos celeste, heterónoma, que la de la santa. Recordemos la cosmovisión teológica y providencialista omnipresente en el Quijote, que ya describimos en el examen crítico que le dedicamos a la interpretación antirreligiosa de Benjumea en El Catobleplas, Nº 103, Septiembre de 2010. ¿Dónde está la religiosidad secular de un libro en que la palabra «Dios» se mienta 510 veces y «cielo», en sentido teológico, 242? Cada poco más de una página del Quijote se nos recuerdan las coordenadas teocéntricas de las vidas de los personajes, siempre pendientes de la providencia divina, y ello sin contar con las alusiones indirectas. Y por si esto fuera poco, el propio don Quijote se presenta a sí mismo como el instrumento de Dios en el mundo, nada menos que como ministro de Dios en la tierra y brazo armado ejecutor en ella de la justicia de Dios (I, 13, 112) y como alguien a quien Dios mismo quiso echar al mundo para ejercitar el oficio de caballero andante (1, 49, 503). Por tanto, don Quijote, que concibe en términos totalmente religiosos la función justiciera de la caballería andante en el mundo, a la que no duda en considerar una religión o algo similar a una orden religiosa, es tan de Dios como santa Teresa, siendo Dios en ambos casos la razón de su existir y de su hacer.

En segundo lugar, la descripción o concepción metafísica de la supuesta espiritualidad autónoma de don Quijote como cifrada en una fuerte conciencia de su identidad y de la capacidad de hacerse a sí mismo según su inquebrantable voluntad de poder ser lo que quiera es tergiversadora, pues no tiene en cuenta ni el contexto en que el hidalgo pronuncia la sentencia citada ni la auténtica identidad del hidalgo. En cuanto al contexto y real significado de la declaración de don Quijote, remitimos al análisis que hicimos como crítica a la exégesis de Unamuno, que es igualmente aplicable a este caso. Ahora, simplemente recordemos resumidamente que don Quijote profiere la frase de marras tras sufrir una grave alucinación acompañada de un desdoblamiento de personalidad y que, sumido en la más arrebatada fase de su enajenación, responde irritado a su vecino Pedro Alonso, que ante la confusión del hidalgo que ora cree ser Valdovinos, ora el moro Abindarráez, se ha atrevido a recordarle que no es lo uno ni lo otro, sino «el honrado hidalgo del señor Quijana», con las conocidas palabras, manifestativas del profundo estado de desequilibrio del personaje, lo que resulta aún más evidente si, en vez de centrarse en las primeras palabras, se presta atención al conjunto de su declaración. No hay en ésta ningún mensaje metafísico sobre la identidad personal y poder autónomo, libre de ataduras teológicas, de don Quijote, en que se cifraría la naturaleza de su espiritualidad secularizada, sino simplemente la proclama de un hombre extremamente enloquecido que, presa de su desvarío, cree no sólo que es un caballero heroico, sino que muy fanfarronamente se figura que puede ser tan grande como cualquiera de los más grandes habidos y aun más grande que todos ellos juntos. La intención paródica de Cervantes de los caballeros andantes de las novelas caballerescas no puede ser más visible, en las cuales, como en el Amadís, no es nunca el héroe el que se autoalaba hablando de sus hazañas, sino los demás: en cambio don Quijote, en este pasaje y en tantos otros, reflejando con ello el afán satírico del autor, se autoglorifica, infringiendo su propia norma de que el elogio propio envilece.

Pero Castro no se limita a presentar el Quijote como resultado de una visión secularizada del cristianismo, que encarecería especialmente el cristiano nuevo don Quijote. Extrae de esta tesis consecuencias literarias. Según él, la espiritualidad secularizada hizo posible una nueva forma de literatura (op. cit., págs. 80 y105), una verdadera revolución en cuanto a la creación de la figura literaria, particularmente la de don Quijote, con su apariencia de ser de carne y hueso, de tener aspecto de persona individual, que surge a la vida por la decisión de su voluntad, que se hace a sí mismo hasta el punto de ser creación de sí mismo. He aquí cómo resume el propio Castro esta revolución literaria en la construcción de una figura humana, como la de don Quijote, cuya existencia depende ahora totalmente de su voluntad y no de designios o de circunstancias previas y no manejables por ella o de condicionamientos del medio:

«Se explica así, sin más, que el Hidalgo de la Mancha… intente crearse nueva existencia, en un impulso enérgicamente voluntarioso; las circunstancias hasta entonces trascendentes (la caballería, lo picaresco, lo pastoril) no moldearán a aquel ‘hijo’ o ‘hijastro’ literario que le había nacido a Cervantes, va a ser, por el contrario, la misma figura literaria quien subordinará a sus designios las circunstancias trascendentes a ella y se convertirá en padre de sí misma [cursivas nuestras]. Don Quijote prescinde de los antecedentes biológico-sociales… Don Quijote no es encarnación del Amadís, pues es él quien decide encarnarse [cursivas del autor], en un medio visible y tangible, no mítico.» (Op. cit., pág. 142.)

La noción de Castro de la figura de don Quijote como un ser que se hace a sí mismo sin deberle nada a nada ni a nadie, como una especie de autocreación ex nihilo, no es menos fantástica que la noción ya examinada de espiritualidad secularizada. Es innegable la rica individualidad personal que el autor sabiamente logra imprimir a su criatura, pero de ahí a afirmar que es hechura de sí misma sin deberle nada ni a circunstancias ni a designios de nadie va un trecho intransitable. Como ya hemos visto en entregas precedentes, don Quijote, en el terreno de la ficción, está moldeado por su medio social, al cual refleja en su conducta y los valores morales, sociales, políticos, religiosos, etc., vigentes en su sociedad. ¿No le marca nada ser un hidalgo español, miembro del sector privilegiado de una sociedad estamental cuyos valores y mentalidad, en términos generales, comparte y defiende, e hijo de la Iglesia católica, cuya enseñanza religiosa y moral son normativas para él? Muchas de sus reacciones, acciones y dichos serían incomprensibles sin tener esto en cuenta.

Y en cuanto a los designios, es una figura literaria creada por un escritor que se propone poner en solfa los libros de caballerías y que, por tanto, su autor lo construye como un remedo paródico de los héroes caballerescos. ¿Esto no marca nada? El propio don Quijote confiesa que el modelo de héroe que piensa imitar preferentemente es el encarnado por Amadís, pero no logrará ser sino un Amadís a lo ridículo, como señalara Nicolás Antonio, que es lo que la providencia del autor ha previsto para él. Eso sí, dentro de ese esquema general previsto para la construcción del personaje por el autor, cabe dotarlo de una rica y variada personalidad individual, como efectivamente ocurre.

Como adelantándose a la objeción de que don Quijote es una imitación, pero a lo burlesco, de Amadís, Castro responde que en realidad «no es encarnación de Amadís, pues es él quien decide encarnarse en la figura de Amadís». Desde luego que es don Quijote quien toma la decisión de seguir el modelo representado por Amadís, su héroe predilecto, si es esto lo que quiere decir con lo de «decide encarnarse en la figura de Amadís», pero no es menos cierto que esa decisión no emana de un hombre dueño de sí mismo que actúa libremente, sino el producto de una profundo y severo estado de enajenación. Castro no se toma en serio que don Quijote es realmente un loco. Y si es tal, ni obra libremente ni es responsable de sus actos. ¿Dónde queda, pues, esa idea de que don Quijote se autocrea a sí mismo como expresión de su ilimitada voluntad libre? Todo esto no es sino metafísica gratuita de Castro.

Además, no hay que olvidar que a la decisión quijotesca de ser la encarnación de Amadís, le precede un estado previo del personaje en que éste, determinado a ser lo que es por su locura y no lo que él quiere ser, cree ser un caballero andante, aun antes de querer ser como Amadís. Él no se ha autocreado como caballero andante, sino que ello le viene dado, ajenamente a su voluntad, por su insania previa que le arrastra a figurarse ser lo que verdaderamente no es. Podrá elegir, pues, don Quijote encarnarse en la figura de Amadís, pero lo que él no ha elegido, sino que le viene dado, y eso determina su decisión, es ser un loco que cree ser caballero andante, sin serlo, lo que determina el curso entero de su existencia como don Quijote.

Por otro lado, contra la interpretación metafísica y exageradamente voluntarista del personaje por parte de Castro, hemos de admitir que don Quijote, supuesta su voluntad de querer ser como Amadís, no consigue este objetivo y, por tanto, no logra ser lo que quiere, de modo que don Quijote no es, como lo pinta Castro, padre de su propia figura. Planea ser la encarnación de Amadís, incluso superarlo, y lo que logra es ser una figura paródica o cómica, que en vez de protagonizar grandes aventuras o hazañas, lo que protagoniza es grandes desventuras. La visión metafísica de Castro, aparte de falsa, rebaja el mérito literario de Cervantes, pues nos presenta una visión utópica de la vida en que un personajes se crea a sí mismo, lo que es imposible, y que además tiene el control total de su vida y de su decurso, lo que es igualmente imposible. En cambio, el punto de vista alternativo que proponemos realza el mérito literario de Cervantes, quien manifiesta tener la sabiduría de saber imitar en la ficción cómo es realimente la vida humana, la cual no depende sólo de nuestra voluntad, sino también de factores ajenos a ésta, como el azar, que no podemos controlar, y las influencias del medio en sus múltiples aspectos, muchas de las cuales escapan a nuestro control o manejo. Don Quijote, como las personas reales, tampoco tiene el privilegio de controlar por completo su vida, sino que está moldeada por circunstancias independientes de su voluntad, la cual, en su caso, es además un juguete en manos de su locura.

Por último, la comparación de Castro de don Quijote con santa Teresa, lejos de esclarecer la situación como pretende, la oscurece y confunde. Como hemos visto antes, la gran diferencia entre ambos es que, mientras santa Teresa se sabe ser de Jesús, coloca fuera de sí el verdadero asidero de su vida, don Quijote se sabe ser de sí mismo, esto es, coloca en sí mismo el asidero de su vida, como se revelaría en su poderosa autoconciencia de poder ser lo que le venga en gana (pero, en realidad, es la falsa autoconciencia de un loco). Confunde por la inconsistencia en que incurre contradiciendo su propia línea de pensamiento, que resumimos así: unas líneas más arriba reconoce que don Quijote es un hombre autónomo o, en la jerga de Castro, está dotado de una espiritualidad secularizada porque elige ser lo que quiera, aunque lo que decide es ser Amadís redivivo (a ser posible, mejorándolo) y, en cambio, santa Teresa es heterónoma, esto es, su religiosidad es celeste, proviene del cielo, porque elige ser de Jesús. Pero ¿es que acaso santa Teresa, al decidir seguir el modelo de Jesús no hace lo mismo que don Quijote al decidir seguir el ejemplo de Amadís, en cuanto acto de la voluntad? De manera que si don Quijote es autónomo, dueño o padre de sí mismo, por ser él quien decide encarnar la figura de Amadís, también lo habrá de ser, por la misma razón, santa Teresa al tomar la decisión de encarnar el modelo representado por Jesús.

Y si, como pretende Castro, al actuar así la santa, deja de ser autónoma, dueña de sí misma, para convertirse en emblema de una espiritualidad religiosa forzosamente heterónoma, tampoco don Quijote, que obra del mismo modo, será autónomo o una figura «padre de sí misma», ni podrá desprenderse de la espiritualidad religiosa para ser el paladín «progresista» de la espiritualidad fetén, que es la espiritualidad secularizada frente a la religiosidad heterónoma o teológica, que representaría todavía la nada «progresista» santa Teresa en este asunto. Es más, a favor de santa Teresa cabe decir algo que no se puede decir de don Quijote: que la gran santa sí tomó su decisión de seguir el ejemplo de Jesús como resultado de una voluntad libre, a diferencia de don Quijote, que decide y actúa bajo la compulsión de su singular insania. Que no actuó libremente sino bajo la influencia de esta compulsión es algo que el propio personaje reconoce inmediatamente después de recuperar el juicio, momento en que, contemplando globalmente su ya pasada vida quijotesca, declara: «Yo tengo juicio ya [cursiva nuestra], libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia que sobre él me pusieron mi amargo y continua leyenda de los detestables libros de caballerías» (II, 74, 1100). De acuerdo, pues, con los presupuestos de Castro, habría que concluir que santa Teresa representa mejor esa espiritualidad secularizada, que tanto exalta Castro, que el propio don Quijote, si la clave de esa espiritualidad está en el obrar libre del individuo.

 

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