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El Catoblepas, número 108, febrero 2011
  El Catoblepasnúmero 108 • febrero 2011 • página 6
Filosofía del Quijote

Pasión, muerte y resurrección de don Quijote

José Antonio López Calle

Cuarta parte del estudio sobre la interpretación de Unamuno del Quijote como evangelio del Cristo español. Las interpretaciones religiosas del Quijote (8)

Salvador Núñez-Ureta Medina, Cristo y Don Quijote

A lo largo de Vida de Don Quijote y Sancho se nos delinea la imagen de un don Quijote cuyos principales episodios vienen a ser un remedo de los correspondientes de la biografía de Cristo. Don Quijote encarna en su vida, obra y dichos su evangelio quijotista, hijo de la locura de la cruz. Los viajes misionales del caballero español para difundir su buena nueva quijotista por las tierras de España, por la Mancha, Aragón y Cataluña, que culminan en Barcelona, la Jerusalén de nuestro caballero, son para Unamuno como las andanzas de Jesús por los campos y caminos de la pequeña Galilea anunciando su evangelio. Y si Jesús no entró en más ciudad que Jerusalén, don Quijote paralelamente no entró en otra que en Barcelona. Durante su peregrinación el caballero español protagonizará unos episodios o lances que constituyen una representación alegórica de la vida pública de Cristo, de su pasión, muerte y resurrección, de suerte que también la vida de don Quijote nos ofrece una primera fase de ministerio público de anuncio de la buena nueva, que termina en una singular pasión, seguida de muerte y una, como veremos, no menos singular resurrección.

La imagen de don Quijote como figura de Cristo emerge desde el primer capítulo del Quijote, de acuerdo con el comentario de Unamuno. Al igual que no sabemos nada seguro del nacimiento, infancia y juventud de Jesús, tampoco sabemos nada del nacimiento, infancia y juventud de don Quijote. Se trata de los años de su oscura vida. No sabemos tampoco cómo se fraguó el ánimo del «Caballero de la Fe». Pero ahí está Unamuno para revelarnos algo de esto último. Conjetura que durante sus años de oscura vida don Quijote debió de ser un contemplativo, cuyas contemplaciones, al parecer, encontraron un perfecto caldo de cultivo en la pobreza y la ociosidad en que transcurrieron sus cuarenta y tantos años de oscura vida. La pobreza fue un factor clave en la fragua del espíritu contemplativo del Caballero de la Fe. La tierra pobre que alimentaba a don Quijote acaso le hizo soñar con ver tierras nuevas y correr mundo, despertando así en él el afán de salir en pos de aventuras. De este modo, esta larga etapa oscura contemplativa habría sino una condición previa para su posterior vida activa. Sólo los contemplativos, comenta Unamuno, se aprestan a una obra como la del Caballero de la Fe. La pobreza en la ociosidad tuvo un efecto determinante. La pobreza nutrió su vida de esperanzas y la ociosidad debió de hacerle pensar en la vida inacabable y debió de soñar con que su nombre resonara por todo lo ancho de la tierra y de los siglos. Estos sueños de fama apuntan a un don Quijote, ya desde su oscura fase contemplativa, herido de afán de inmortalidad: «De sueños de ambición apacentó su ociosidad y su pobreza, y despegado del regalo de la vida, anheló inmortalidad no acabadera» (Vida de Don Quijote y Sancho, págs. 161-2).

Con un lenguaje deliberadamente imitativo o calcado del de los evangelios, el comentarista nos informa de que don Quijote no se dio al mundo y a su obra redentora hasta frisar los cincuenta años. Y el acontecimiento clave que marca la separación entre la fase oscura de la historia de don Quijote, una fase preparatoria de la constitución del mismo como un Caballero de la Fe hambriento o aquejado de la fe en la inmortalidad, es la locura que va a contraer, la cual no es algo repentinamente sobrevenido, sino algo que se fue preparando durante todo el periodo de vida oscura. Por ello, y aunque pueda parecer paradójico, se nos presenta la locura de don Quijote como un producto del sazonamiento de su bondad y cordura, como un fruto paulatino de la madurez de su espíritu. La lectura de libros de caballerías, inducida por la ociosidad y el amor platónico a Aldonza Lorenzo, sería sólo la espoleta o detonante que activaría una locura largamente larvada durante los cuarenta y tantos años de vida oculta. En los libros de caballerías don Quijote encontró un eco de su propia inquietud por el afán de inmortalidad en el deseo de gloria y fama como principal resorte de acción de los héroes caballerescos, por lo que no es de extrañar que el Caballero de la Fe, tocado por ese afán, prestase especial atención a la manera como los caballeros andantes buscaban la ocasión de realizar grandes hazañas por la gloria que les reportaban: «Y apacentó su corazón con las hazañas y proezas de aquellos esforzados caballeros que, desprendidos de la vida que pasa, aspiraron a la gloria que queda» (op. cit., pág. 162). Y al mismo tiempo halló en estos esforzados caballeros ejecutores de proezas gloriosas un modelo de forma de vida con el que dar salida a su propio anhelo de inmortalidad. Su locura marca así el tránsito de los años oscuros de vida contemplativa a la fase activa de su trayectoria, del tiempo del soñar a poner por obra lo soñado. Una vez enloquecido, cayó en la cuenta de que la mejor forma de poner por obra lo soñado consistía en hacerse, pues, caballero andante e irse por el mundo a la búsqueda de aventuras y a ejercitarse en las tareas propias de los caballeros andantes, pero lo más importante aquí es el móvil y fin por el cual don Quijote decide hacer todo esto que no son otros que ante todo el aumento de su honra –lo del servicio a la república es para él secundario- y el deseo de cobrar eterno nombre y fama, que inmediatamente se apresura a interpretarlos como secuelas del anhelo de inmortalidad del personaje.

En efecto, conforme a su exégesis, la ley de amor propio y el deseo de honra, en tanto subproductos del anhelo de inmortalidad, constituyen lo que él llama «la ley de gravitación espiritual», en virtud de la cual las almas obran y entran en obras de inmortalidad. Al igual que la ley de gravitación de los cuerpos es una ley de atracción mutua, también lo es la ley de gravitación espiritual, que es una fuerza atractiva entre Dios, quien es ante todo y sobre todo «el eterno productor de inmortalidad», y el hombre, quien aspira a ésta a través de sus obras.

Encontrada una actividad en la que dar salida y satisfacción a su afán de inmortalidad, don Quijote se lanza al mundo a cumplir su proyecto siguiendo la consigna evangélica de que «quien pierda su alma, la ganará». Alonso Quijano perdió el juicio para ganarlo en don Quijote o también se podría decir que perdió su alma de Alonso Quijano y ganó la de don Quijote. Y con esta alma, picada de hambre de inmortalidad, don Quijote inició su ministerio público echándose al mundo en pos de aventuras, que son obras de inmortalidad. Como Jesús, tenido por loco por su familia, también don Quijote es tratado así por su familia y más próximos, y es que, sentencia Unamuno, «para nadie es más loco el héroe, el santo, el redentor, que para su propia familia» (op. cit., pág. 270). Y también como Jesús, del que el Caballero de la Fe siempre fue, según Unumuno, un fiel discípulo, empieza su misión redentora no con el fin de derogar ley alguna, sino con el de hacer que se cumplan las leyes de la caballería y de la justicia. Con este espíritu don Quijote emprende aventuras y para ello su principal fuerza es su locura, a la vez heroica y potentemente redentora, en la medida en que se lanza a la conquista del reino espiritual de la fe y a asentar el quijotismo en el mundo, tan eficazmente redentora que hasta transmuta las cosas embelleciéndolas, sublimándolas o depurándolas. Un buen ejemplo de este poder redentor depurador o transfigurador de la locura quijotesca es lo sucedido en la que Unamuno considera la primera aventura de don Quijote, la de armarse caballero, en la cual el poder redentor de su locura transmuta las mozas de partido en hermosas doncellas, quienes fueron las primeras en servirle con desinteresado cariño (le dan de comer) y eso le recuerda a María Magdalena lavando y ungiendo los pies de Cristo Jesús, y enjugándolos con su caballera acariciada tantas veces en el pecado.

La pasión de don Quijote

El ministerio público de don Quijote, como el de Cristo, culmina en su pasión y muerte. Este es sin duda uno de los temas centrales del comentario de Unamuno. De hecho, él estaba tan obsesionado por este asunto que incluso llegó a dibujar al Caballero de la Fe como un Cristo crucificado, como puede verse en un dibujo suyo preservado en el Casa Museo de Unamuno en Salamanca y que figura en algunas ediciones de Vida de Don Quijote y Sancho (como, por ejemplo, la de Cátedra).

El comentarista vascongado distingue cuatro momentos decisivos en la pasión de don Quijote, dos en la primera parte, la aventura de la princesa Micomicona y el enjaulamiento de don Quijote en una jaula de madera, y otros dos en la segunda parte, las burlas en el palacio de los Duques y las que le gastaron en Barcelona.

La pasión de don Quijote comienza con la aventura de la princesa Micomicona y a partir de entonces no parece cesar nunca. Hasta entonces todas las aventuras habían sido naturales y ordenadas por Dios para la gloria del hidalgo, aventuras que la suerte le procuraba al azar de los caminos y veredas, pero ahora empiezan las que preparan los hombres para convertir al héroe en un juguete de éstos y motivo de risa. En este caso son el cura y el barbero con la complicidad de la hermosa Dorotea los que arman una aventura, que Unamuno interpreta como una campaña contra el Caballero de la Fe. Con ella empieza lo más triste de la carrera quijotesca, pues empieza su pasión y la más amarga, que es la pasión por la burla y la risa. Pero aun sumido en su pasión, don Quijote sigue siendo un redentor que quijotiza a cuantos de él se burlan. Con las burlas y las risas los lleva tras de sí y lo admiran y aun lo quieren. La locura de don Quijote hará que el bachiller Sansón Carrasco acabe por tomarse en serio sus burlas y pase de pelear por juego a pelear por honra. Unamuno concluye estableciendo un paralelismo entre la pasión por burlas de don Quijote y la similar pasión por burlas de Cristo: si de Cristo sus burladores dijeron «he aquí el hombre», de don Quijote cabría decir «he aquí el loco».

Unamuno deja suponer que la pasión de don Quijote continúa, aunque no vuelve a hablar de ella hasta el momento en que le encierran en una jaula para llevarlo así en un carro de bueyes hasta su aldea. Interpreta este lance como la consumación de la burlesca pasión del Caballero de la Fe, de la cual son culpables los esclavos del sentido común, los hombres cuerdos, tal como el cura y el canónigo, que no pueden sufrir la locura heroica del Caballero de la Fe. Esta consumación no le impedirá, no obstante, volver a hablar de nuevo en la segunda parte del comienzo de la pasión de don Quijote y de su consumación.

Con la llegada de la pareja inmortal a la casa de los Duques tienen lugar en ella las tristes aventuras en las que éstos se burlan de su heroísmo y, como si se hubiese olvidado de que ya nos habló del comienzo de la pasión de don Quijote con la aventura de la princesa Micomicona, nos dice que con aquéllas empieza ahora la pasión del Caballero de la Fe puesta en marcha por sus aristócratas burladores, en cuyo poder se encuentra. En la medida en que los Duques parecen reverenciarlo con la solemne recepción, agasajos y el hospedaje que ofrecen al Caballero, mayor es su burla. Los Duques vienen a ser el Poncio Pilatos de don Quijote. La prueba de fuego es la burla de su heroísmo, pero el heroísmo del Caballero sale reforzado, porque éste sabe afrontar el ridículo, sin acobardarse, y así vencerlo. Unamuno está dispuesto a considerar precisamente el saber afrontar el ridículo como el más alto ejemplo de heroísmo y a don Quijote como su más excelsa encarnación, lo que le conduce a acogerse a su Señor Don Quijote para aprender a afrontar el ridículo y vencerlo como él.

Tras las burlas de los Duques, acontece un tristísimo hecho: el desmayo del Caballero ante las imágenes de cuatro santos caballeros que unos labradores llevaban a su aldea para un retablo. En efecto, la contemplación de las imágenes incita al Caballero a meditar sobre los logros de estos cuatro santos caballeros (los de san Jorge, san Martín, Santiago y san Pablo) y a compararlos con los suyos y es entonces cuando le sobreviene la angustiosa duda del valor de los propios en comparación con los éxitos de aquéllos:

«Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos». II, 58, 987

Esta conclusión patética y amarga del Caballero de la Fe, desfallecido y acongojado, le recuerda a Unamuno a Cristo en el olivar, en el huerto de Getsemaní, donde abrumado por la tristeza y la angustia le pide a su Padre que le ahorre tomar el cáliz de la amargura. Don Quijote dudó por un momento de su misión, dudó de su fe en la Gloria, pero inmediatamente, no sin cierto titubeo, reafirma de forma condicionada su fe y esperanza en la Gloria, en la inmortalidad, que Dulcinea representa, pues a renglón seguido del texto citado el Caballero continúa diciendo: «Pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo».

La tristeza no abandona ya al Caballero después de las burlas de los Duques y el desmayo del héroe ante las imágenes de los cuatros santos caballerosos. Prosigue en el episodio siguiente de la fingida Arcadia y en el lance del molimiento por los pies de un tropel de toros bravos y mansos cabestros, tras el cual un don Quijote desesperado le pide a Sancho que le deje morir a manos de sus pensamientos y a fuerza de sus desgracias. Pero a Unamuno lo que más le oprime el ánimo es el muy lamentable paso de la pelea entre don Quijote y Sancho, que describe -lo hemos recordado ya en otros lugares- como «el más triste suceso de tantos tan tristísimos como la historia de nuestro Don Quijote encierra» (Vida de Don Quijote y Sancho, pág. 454). Esta rebeldía del escudero contra su amo es, para Unamuno, la «suprema tortura». Pero, como ya dijimos en otro lugar, los que él considera como «suprema tortura» y «tristísimo suceso» es poca cosa comparado con la tortura, esta sí real, a la que el Caballero es sometido en el episodio en que éste es atado de la muñeca al cerrojo de la puerta de una ventana por la hija del ventero y Maritornes y queda colgando, lo que le causó atroces dolores. Sorprende además que Unamuno no haya reparado en esa tortura, que el propio Cervantes caracteriza como semejante al tormento de la garrucha que se aplicaba a los reos, ya que, dada su perspectiva hermenéutica sobre don Quijote como figura de Cristo, se presta fácilmente para establecer una analogía entre la pasión del Caballero español y la de Cristo. Para quien tan propenso era a representar a don Quijote como un Cristo crucificado, ¿qué imagen podría haber del Caballero en todo el texto cervantino más parecida a la de Cristo en la cruz que la de don Quijote sometido a la tortura del tormento de la garrucha?

La pasión de don Quijote llega a su cúspide en la retahíla de burlas ciudadanas que le acontecen en Barcelona, la Jerusalem del Caballero de la Fe, entre las cuales Unumuno destaca especialmente las siguientes por su carácter hiriente: la de los amigos de Roque Guinard, que, al son de chirimías y atabales, lo llevaron a la ciudad; la de los muchachos que lo derribaron de Rocinante, poniendo a éste aliagas bajo el rabo; la de sacarle al balcón de una de las calles más principales de la ciudad para exhibirlo como una mona ante las gentes y los muchachos; la de pasearle por las calles sobre un gran macho con un balandrán y a las espaldas pegado un pergamino en que se leía: «Éste es don Quijote de la Mancha», lo que le convierte de nuevo en la viva imagen de un ecce homo a la manera de Cristo; y la de hacerle bailar en el sarao organizado en la casa de don Antonio Moreno, que le hospedaba, hasta caer al suelo molido y quebrantado. Esta última burla desazona particularmente a Unamuno, pues en el grito de «¡Que baile!» ¡Que baile!» ve una de las muestras de irrisión y burla con que las muchedumbres españolas escarnecen a los hombres. En conjunto, todas estas burlas son, a su juicio, tan tristes que superan en tristeza a las de los Duques y a cuanto le sucedió después. Unamuno parece haberse olvidado de haber escrito que el suceso más triste de la historia de don Quijote es el de su pelea con Sancho.

Si echamos un vistazo sobre el tratamiento unamuniano de la pasión de don Quijote como figura de la de Cristo, llama poderosamente la atención el laxismo con que se maneja el simbolismo alegórico. El alegorismo se debe manejar de acuerdo con ciertas reglas basadas en la semejanza entre el plano de lo literal y del de lo figurado, reglas que Unamuno pasa por alto. Para él basta con que haya una mera semejanza abstracta y descontextualizadamente considerada para que el simbolismo funcione. Esto le permite despreciar las diferencias, por sustanciales que sean, entre una y otra pasión. Así en el caso de la pasión de don Quijote no importa que no haya nada semejante a la detención, juicio, condena y crucifixión de Jesús en el Gólgota; basta con que fuera sometido a una serie de burlas para que ponga en marcha el alegorismo por el simple hecho de que en algunos momentos de su pasión también Jesús fue objeto de burla. Tampoco le importa que la pasión del Caballero, a diferencia de la de Cristo, sea casi continua, pues abarca prácticamente toda la historia de don Quijote, aunque en aquélla haya, a su juicio, cuatro hitos culminantes.

La muerte y resurrección de don Quijote

Como la de Cristo, la pasión de don Quijote concluye en su muerte. Unamuno no vacila en presentarnos expresamente la muerte de don Quijote como la cumbre de su pasión. La muerte del Caballero, nos anuncia, es la coronación de su vida y, supuesto que en la muerte se revela el misterio de la vida, su secreto fondo, en la muerte de don Quijote se revela el misterio de su vida quijotesca. Y ¿cuál es el secreto fondo de la vida de don Quijote que se nos revela cuando éste está en el lindero de su muerte? La respuesta de Unamuno es que cuando el Caballero, tras seis días encamado con calentura, recobra la cordura y abomina insistente y abiertamente de los libros de caballerías, de sus disparates y embelecos, renegando también de su locura caballeresca («Yo ya no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano»), se nos desvela el sentido completo de la historia de don Quijote. Desde la perspectiva alegórica de Unamuno, esto equivale a admitir que el Caballero abjura de su misión, que no ha sido otra que proclamar y encarnar en su obra el evangelio quijotista de la fe en la inmortalidad del alma. En efecto, si de acuerdo con Unamuno, el verdadero móvil de la vida de don Quijote es el anhelo de inmortalidad, el ansia de no morir y este afán de inmortalidad es lo que ha arrastrado a don Quijote a la búsqueda enloquecida de renombre y fama, entonces la final abjuración en el trance de la muerte de su vida como caballero andante equivale a admitir que su anhelo de inmortalidad es un vano sueño. En palabras de Unamuno, «si fue sueño y vanidad tu locura de no morir, entonces sólo tienen razón en el mundo los bachilleres Carrascos, los Duques, los don Antonio Moreno» (Vida de Don Quijote y Sancho, pág. 513).

La postura de don Quijote no tiene vuelta atrás. Sansón Carrasco intenta infundirle ánimos apelando a su pasado caballeresco y a Dulcinea: «¿Ahora, señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la señora Dulcinea, sale vuesa merced con eso?». Unas palabras, que por cierto, Unamuno atribuye erróneamente a Sancho. Igualmente el escudero intenta animar a su amo hablándole del desencanto de Dulcinea y de los libros de caballerías. Pero don Quijote, firme y seguro de sí, con juicio libre y claro se mantiene en su posición y continúa renegando de los libros de caballerías y de su locura caballeresca y hasta pide perdón a Sancho, que todavía mantiene su fe en ellos, por haberle hecho parecer tan loco como él haciéndole caer en el error de que hay y hubo caballeros andantes en el mundo.

Pero, a pesar del desengaño de don Quijote, la última palabra, el mensaje final del Quijote no es el de la abjuración de don Quijote del evangelio de la fe en la inmortalidad, sino el triunfo de éste, pues don Quijote, como Cristo, también resucita. Unamuno juega momentáneamente con la idea de que en realidad don Quijote no ha muerto y a renglón seguido con la idea de que resucitó al tercer día como Cristo y que vendrá de nuevo para salir de nuevo al mundo: «Hay quien cree que resucitó al tercer día, y que volverá a la tierra en carne mortal y a hacer de las suyas» (op. cit., pág. 523). Pero definitivamente se impone la idea de que don Quijote resucita a través de Sancho, que pasa a ser así el heredero y continuador de la misión de su amo de asentar el quijotismo en la tierra como fe en la inmortalidad. Unamuno fundamenta esta doctrina de la resurrección de don Quijote en Sancho en el hecho de que mientras el primero al recuperar el juicio, pierde la fe y se muere, Sancho llega a la cumbre de la fe y, según el exegeta, ni ha muerto ni morirá. Unamuno, no obstante, parece situar la resurrección de don Quijote en un futuro incierto. El Caballero resucitará cuando su fiel Sancho se convierta en caballero andante, se vista de las armaduras de su amo, monte en Rocinante, salga al campo y vuelva a la vida de aventuras y entonces, resucitado así don Quijote en Sancho, se consagre a difundir y asentar el quijotismo, el evangelio de la fe en la inmortalidad del alma, en el mundo.

En el capítulo final de Del sentimiento trágico de la vida reexpone esta idea de un modo algo diferente. Aquí distingue entre un don Quijote mortal y un don Quijote inmortal. El don Quijote mortal es el que pierde la fe y se convierte, esto es, abjura de su locura caballeresca y por tanto, en el terreno simbólico, reniega de la fe en la vida venidera. A Unamuno le gusta imaginar que don Quijote el mortal bajó a los infiernos y allí continuó sus aventuras. A imagen de Cristo que descendió a los infiernos y rompió la puerta para poner en libertad a los justos que permanecían presos por el pecado original, don Quijote entró lanza en ristre y libertó a todos los condenados y completó la obra de Cristo cerrando las puertas del infierno, quitando de ellas el rótulo que allí viera Dante («Dejad toda esperanza los que entrasteis») y poniendo en su lugar uno que dice: «¡Viva la esperanza!». Tenemos así a don Quijote transformado en paladín de la salvación universal, incluso de los malos, que también merecen vivir mejor, pues, de acuerdo con la doctrina de Unamuno, la inmortalidad como vida buenaventura no debe depender de los méritos de las personas sino de su mero deseo de ser inmortales. Tras haber dejado vacíos y clausurados los infiernos para que nadie más entre allí, don Quijote asciende a los cielos escoltado por los libertados y recibe el placet divino, pues Dios se rió paternalmente de él, lo que inundó su alma de una felicidad eterna. En «La bienaventuranza de don Quijote» (1922) Unamuno imagina que, en su vuelo a los cielos, don Quijote se encuentra con Cristo, que iba a juzgarle, se funde con él en un abrazo y, pensando en el Caballero, Cristo se inventa una nueva bienaventuranza: «¡Bienaventurados los locos porque ellos se hartarán de razón!» Una bienaventuranza que resulta irónica, si se tiene en cuenta que en su lecho de muerte don Quijote renegó de su locura y por tanto de la fe en la inmortalidad, en la vida bienaventurada.

El don Quijote inmortal es el que se quedó y vive entre nosotros luchando a la desesperada por la esperanza absurda de la fe en la inmortalidad. En cualquier caso, ya se hable del don Quijote inmortal o de don Quijote resucitado en Sancho, a éste, que no consta que muriese, por su fe corresponde heredar el legado de su amo y continuar su misión luchando contra el bachiller Sansón Carrasco, el cura, el barbero, los Duques y el canónigo, que tampoco consta que muriesen. El principal legado a la cultura de don Quijote es el quijotismo como religión de la fe en la inmortalidad y la misión de Sancho o de don Quijote resucitado consiste en defender este legado en el seno de una Europa que se ha descatolizado, esto es, que ha perdido el ideal de una vida eterna ultraterrena para sustituirlo por el ideal del progreso, de la razón, de la ciencia o incluso (esto es una pulla contra Ortega) de la cultura, una descatolización de la que culpa al Renacimiento, la Reforma (no nos explica Unamuno cuál ha sido la contribución de la Reforma al abandono del ideal de la vida eterna ultraterrena) y la Revolución francesa (Unamuno parece ignorar que la Revolución francesa, lejos de ser atea, fue deísta y que, conforme a esto, en el verano de 1794 la Convención, a instancias de su Presidente, Robespierre, decretó que el pueblo francés reconoce la existencia de un Ser Supremo y la inmortalidad del alma). Y en la medida en que el quijotismo es la religión nacional de España, la cual nación, según Unamuno, se fundó en la fe en la inmortalidad, también a España le corresponde como misión suya en el mundo, en el seno de una Europa racionalista que con la exaltación de la razón, de la ciencia y la cultura ha socavado la fe, que sólo ha recibido burlas y desprecio por parte de éstas, recatolizar Europa recobrando y revitalizando el ideal de la fe en la inmortalidad. A Unamuno no le duelen prendas declarar que la empresa de don Quijote resucitado o de España, que tanto da, en tanto paladines de la religión de la fe en la inmortalidad, consiste en pelear por una «nueva e imposible Edad Media» contra la Edad Moderna, contra el racionalismo heredado de la Ilustración.

Para terminar, exponemos una serie de observaciones críticas sobre el tratamiento unamuniano de la muerte y resurrección de don Quijote. Para empezar, difícilmente puede ser la muerte del Caballero imagen de la de Cristo, habida cuenta de que nada tienen en común. Cristo muere ejecutado, de una muerte provocada; en cambio, don Quijote muere de muerte natural. En el caso de Cristo, su muerte es el resultado final del desarrollo de su pasión. En el caso de don Quijote hay una desconexión entre su muerte y lo que Unamuno denomina su pasión, de forma que ésta no conduce a la muerte, sino que ésta sucede por causas ajenas a las que fueron las distintas etapas de su pasión.

No es menos cuestionable su exégesis de la abjuración de don Quijote de su locura caballeresca antes de morir. Primero de todo, no hay analogía alguna entre la apostasía final de don Quijote de su fe y su misión y Cristo, que nunca renegó, ni en los momentos más angustiosos de su crucifixión, de ellas. Además, la exégesis de Unamuno de esta abjuración es incongruente con respecto a su propia perspectiva hermenéutica general. Pues si don Quijote se nos retrata como el paladín agónico de la fe en la inmortalidad en pelea con los partidarios de la razón, su abjuración no concuerda con esta idea, ya que, al renegar de su locura caballeresca, que simboliza su ansia de inmortalidad, está renegando también de ésta y, por tanto, don Quijote deja de ser un personaje agónico que se debate en el conflicto entre la fe y la razón. Su abjuración significa, en efecto, el triunfo definitivo de la razón, del sentido común y de la cordura. Por tanto, de acuerdo con sus propios patrones hermenéuticos y atendiendo a la tesis unamuniana de que el sentido de una viva se revela en su muerte, puesto que el último acto libre y consciente de don Quijote es el de su apostasía, habría que decir que don Quijote no es un paladín de la fe en la inmortalidad, por la que lucha contra la razón, sino el símbolo de la apostasía, del que reniega de su fe, lo que transforma la historia de don Quijote como tal en la historia de un apóstata o de un hereje.

Por si esto fuera poco, la lectura simbólica de la abjuración de don Quijote y de su locura caballeresca contradice los propios hechos literarios. Este es un fallo que se extiende a toda suerte de interpretaciones alegóricas del Quijote, que, al precio de supuestamente explicar unos hechos, convierten muchos otros en enigmas inexplicables. El alegorismo permite dar un sentido figurado a lo que afirma el texto en un plano literal, pero lo que no permite el alegorismo es inventarse a capricho el plano literal. Y esto es lo que hace Unamuno, que se inventa un don Quijote, que, como consecuencia de su errónea interpretación de la locura caballeresca de éste como un símbolo de fe en la inmortalidad, está obligado a interpretar la abominación del caballero en su lecho de muerte de su locura caballeresca como un abandono de su fe en la inmortalidad. Pero esta consecuencia es incompatible con lo que acaece en el escenario literario. Pues aquí don Quijote es un hidalgo cristiano que cree en la inmortalidad del alma y que, aunque como sedicente caballero andante aspira al renombre y la fama, sabe muy bien, como él mismo reconoce, que la gloria mundana es perecedera y sólo lícita en la medida en que se tenga la mira puesta en la verdadera gloria eterna en el cielo. Además, don Quijote muere cristianamente, después de haber ordenado su alma y recibido los sacramentos, por tanto en perfecta comunión con los dogmas cristianos. En suma, don Quijote, lejos de morir abjurando de la inmortalidad, como la lectura alegórica le obliga a sostener a Unamuno, muere confirmándola, puesto que muere como un fiel cristiano católico.

Para compensar la abjuración de don Quijote de la fe en la inmortalidad, Unamuno se halla urgido a salvarle de ello inventándose su resurrección y así un dislate le arrastra a otro. Pero, al igual que la mentada abjuración no tiene paralelo alguno con la vida de Jesús, tampoco esta singular resurrección guarda analogía alguna con la de éste. Desde la perspectiva de Unamuno, tiene más sentido invocar a don Quijote como un santo cuya alma goza de la bienaventurada vida en el más allá -lo que, en todo caso, no duda en hacer, como ya hemos visto más arriba-, que como una figura de Cristo resucitado, pues se supone, desde el punto de vista cristiano, que lo que ha ascendido a los cielos es el alma de don Quijote, pero no su cuerpo, que, como todos, ha de esperar hasta el final de los tiempos para la resurrección del cuerpo. Aunque esta posibilidad es también bastante incierta, pues si don Quijote ha renegado de la inmortalidad del alma, no ha muerto cristianamente, ha traicionado la virtud teologal de la fe, y, por tanto, su salvación queda en entredicho.

En cualquier caso, la doctrina de la resurrección de don Quijote en Sancho carece de base incluso desde los propios supuestos hermenéuticos de Unamuno. En efecto, don Quijote no puede resucitar en Sancho porque, de acuerdo con el propio análisis de Unamuno, es menester que Sancho se convierta en un caballero andante para que se opere la resurrección de su amo, pero el problema está en que Sancho no es ni puede ser un caballero andante. Sólo cuando, montado en Rocinante y revestido de las armas de su amo, se lance, como nuevo caballero andante, a hacer de don Quijote, éste resucitará. Pero esto nunca podrá ocurrir, pues la renuncia de don Quijote a la caballería y su muerte tienen como consecuencia inmediata que Sancho, aunque vivo en el escenario literario, deje ipso facto de ser incluso escudero. Jamás podrá ser, pues, caballero andante en la ficción literaria, algo que sería necesario para que el montaje alegórico de Unamuno pueda funcionar. Para colmo de males de Unamuno, entre los planes del providente narrador no está la resurrección de don Quijote en forma alguna, ni alegórica ni no alegórica. En efecto, el providente narrador, como si se anticipase al proyecto de Unamuno, cortó de raíz cualquier ensayo de resurrección, literal o simbólica, de don Quijote, ya que expresamente nos informa de que el cura pidió al escribano testimonio de que Alonso Quijano, llamado comúnmente don Quijote de la Mancha, había muerto naturalmente y así no dar ocasión a que cualquier otro autor «le resucitase falsamente y hiciese inacabables historias de sus hazañas» (II, 74, 1104). Unamuno corre el riesgo por su resurrección simbólica de don Quijote de convertirse en uno de estos impostores.

 

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