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El Catoblepas, número 108, febrero 2011
  El Catoblepasnúmero 108 • febrero 2011 • página 1
Artículos

Upsalón

Patricio Peñalver Gómez

Acerca de las ventajas y los inconvenientes
de la filosofía inmersa en las universidades

El edificio de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Madrid en 1939, antes de ser reconstruido tras la guerra civil

«La escalera de piedra es el rostro de Upsalón, es también su cola y su tronco. Teniendo entrada por el hospital, que evita la fatiga de la ascensión, todos los estudiantes prefieren esa prueba de reencuentros, saludos y recuerdos. Tiene algo de mercado árabe, de plaza tolosana, de feria de Bagdad; es la entrada a un horno, a una trasmutación, en donde ya no permanece en su fiel la indecisión voluptuosa adolescentaria. Se reconoce a su amigo, se hace el amor, adquiere su perfil el hastío, la vaciedad. Se trascurría o se conspiraba, se rechazaba el horror vacui o se acariciaba el tedium vital, pero es innegable que estamos en presencia de un ser que se esquina, mira opuestas direcciones y al final se echa a andar con firmeza pero sin predisposición, tal vez sin sentido. No tiene clases por la tarde, pero sin vencer su indecisión se viste para ir a la biblioteca de Upsalón, donde esperará a que el que se sienta a su lado comience a conversar con él. El diálogo no se ha entablado, pero la tarde ha sido vencida.» José Lezama Lima, Paradiso, IX, Colección Archivos, Madrid 1988, p. 223-224.

«Ahora bien, a la capacidad de juzgar con autonomía, esto es, libremente (conforme a los principios del pensar en general), se le llama razón. Y por lo tanto, la Facultad de Filosofía en cuanto debe ser enteramente libre para compulsar la verdad de las doctrinas que debe admitir o simplemente albergar, tiene que ser concebida como sujeta tan sólo a la legislación de la razón y no a la del gobierno. Cualquier Universidad ha de contar, pues, con un Departamento semejante, es decir, con una Facultad de Filosofía.» Emmanuel Kant, El conflicto de las Facultades, trad. Roberto R. Aramayo, Alianza, Madrid 2003, p. 27.

«La supresión de la disciplina filosófica en la Academia es un acto de barbarie.» Gustavo Bueno, El papel de la filosofía en el conjunto del saber, Ciencia Nueva, Madrid 1970, p. 276

«En el fondo, ésta sería quizá mi hipótesis (es extremadamente difícil y casi im-probable, inaccesible a una prueba): cierta independencia incondicional del pensamiento, de la desconstrucción, de la justicia, de las Humanidades, de la Universidad, &c., debería quedar disociada de cualquier fantasma de soberanía indivisible y de dominio soberano.» Jacques Derrida, Universidad sin condición, Trad. C. Peretti y Paco Vidarte, Trotta, Madrid 2002, p. 74-75.

El malestar de la filosofía en el malestar de la universidad

Partimos de la tan extendida como razonable inquietud de buena parte de los estudiantes y profesores hoy acerca de si efectivamente le queda al ejercicio de la «verdadera filosofía» alguna verdadera chance en el marco de la universidad. Esta institución venerable, refundada, tras los grandes modelos medievales de París, Oxford o Bolonia, en la modernidad paradigmática de la Universidad Humboldt del Berlín de principios del siglo XIX, está actualmente asediada por considerables amenazas externas e internas. Apenas podemos ahora empezar a medirlas. Ahora: en primer término en el contexto de la devastación atroz que está produciendo la reforma en curso llamada, no sin blasfemia, Bolonia. Difícil todavía, decimos, una evaluación y un diagnóstico de aquellas amenazas, que obviamente no proceden «sólo» del inmenso error legislativo aludido; pero que la universidad está amenazada lo sabe cualquiera. Negarlo o relativizarlo sería ignorancia o hipocresía. Y no se requiere mayor afinidad con la frívola pasión apocalíptica para acoger dudas racionales sobre su sostenibilidad, al menos en sus estructuras y funciones actuales. (Y conste que el abajo firmante es decidido partidario de la costumbre de releer de vez en cuando el pasaje del katejón de la Segunda Carta a los Tesalonicenses para mantener a raya la insidia recurrente del tono apocalíptico en nuestros parajes).

Por otro lado, dicha legítima inquietud ante el alcance de una filosofía universitaria o en todo caso administrada en la universidad, no podrá dejar de ser inquietud ante las posibilidades de la filosofía misma, de «la» filosofía como tal: con tal que se reconozca, como no puede ser de otra manera, la evidencia histórica masiva de un vínculo estructural entre la verdadera filosofía y una base institucional que asegure la, digamos, busca incondicional de la verdad, y que vincule a su vez esa busca a la enseñanza en su nivel superior. En cualquier caso asumimos aquí de entrada, no quita que debiendo luego volver a ello para alguna justificación complementaria, la hipótesis de que una «verdadera filosofía» tiene que ser filosofía académica{1}. Ciertamente, elementos procedentes de la filosofía mundana (por ejemplo «teorías» que surgen en el campo de las ciencias o de los saberes en general), o también impulsos cognitivos de la filosofía «salvaje» o «silvestre» (filosofía «en estado de naturaleza» diría Kant, o filosofía «ideológica», en otro léxico, o también, «cosmovisional»), penetran constantemente en el espacio de la filosofía académica. Y cabe temer, por otra parte, que una buena parte de la filosofía cosmovisional difundida en las televisiones y las redes sociales cupiera sin mayor dificultad en un cajón de sastre etiquetable como stupidity{2}. Pero es en cualquier caso finalmente la filosofía académica, específicamente crítica y metódica, –tal sería la tesis en que queremos comprometernos aquí–, la que incorpora o debe incorporar dialécticamente aquellos elementos mundanos generados históricamente, y que proceden de las diversas formas de saber que constituyen las ciencias, la religión, el arte o la política.

O la filosofía académica manda, o la filosofía sin más corre grave riesgo de desaparecer, o acaso reducirse al nivel de «filosofía para niños», quizá bajo el patrocinio honorífico de aquel Calicles que demonizaba la costumbre socrática de seguir filosofando todavía ya adulto, o, por considerar otra triste posibilidad, el riesgo de devenir esa forma de filosofía edificante para fines de semana, funcional para un cierto tipo de hombre de cultura media voluntariosamente deseoso de cultivarse «más», &c.

Dialécticas de la filosofía mundana y la filosofía académica

«Me considero entre los pocos atenienses, por no decir el único, que se dedica al auténtico arte político y el único de los hombres actuales que realiza obras políticas.» Platón, Gorgias 521d.

«Mientras tanto, el concepto de filosofía sólo constituye un concepto de escuela (Schulbegriff), a saber el de un sistema de conocimientos que sólo se buscan como ciencia, sin otro objetivo que la unidad sistemática de ese saber, y, consiguientemente, que la perfección lógica del conocimiento. Pero hay también un concepto cósmico (conceptus cosmicus) de la filosofía, que siempre ha servido de fundamento a esta denominación, especialmente cuando se lo personificó, por así decirlo, y se lo representó como arquetipo en el ideal del filósofo. Desde este punto de vista la filosofía es la ciencia de la relación de todos los conocimientos con los fines esenciales de la razón humana (teleología rationis humanae), y el filósofo es un legislador de esa misma razón, no un artesano de ella (nicht ein Vernunftkunstler, sondern ein Gesetzgeber der menschlichen Vernunft).» Kant, Crítica de la razón pura, A 838-839.

La dialéctica histórica de la alimentación recíproca entre filosofía mundana y filosofía académica es muy compleja, y ya desde el primer ejemplo, o más bien desde lo que cabe considerar el lugar fundacional de esa dialéctica: me refiero claro está a la dialéctica entre la vocación mundana, callejera, de un Sócrates que hace filosofía «a pecho descubierto» a veces en combate contra los enemigos del saber, y el retroceso platónico a la Academia que se refugia en un espacio en el que sólo puede entrar el que sabe ya, por lo menos, geometría. El Sócrates del Gorgias, por ejemplo, ha reflexionado ya sobre el fracaso de la estrategia cósmica, mundana, del hijo de Sofronisco, y propone así, una ciencia política nueva, en contraste con la pseudotécnica de la retórica, pero que rompe además con la tradición ateniense del saber político mundano (Temístocles, Cimón, Pericles, &c.) que a lo sumo podría alcanzar el nivel de una «opinión recta» legitimada con alguna dosis de religiosidad convencional (Vid. Menón, in fine). La libérrima dialéctica callejera de Sócrates y su exhortación a la sabiduría y a la areté en el tiempo de recreo en los gimnasios, ha terminado en el amargo «malentendido» judicial sabido.

La condición de posibilidad de la filosofía, y su función de provocar y acoger metódicamente la inteligencia y la excelencia, tiene que ser, así lo entiende Platón por lo menos desde su vuelta del primer viaje a Sicilia, una ruptura con la tradición política mundana ateniense. Que Sócrates sea ahora el «único» político verdadero de Atenas, el único que posee una tejné política, remite a la fundación de la Academia: el intelectualismo metódico demanda un espacio relativamente independiente del tráfago de la vida política efectiva. Esa dialéctica es compleja e históricamente muy variable. Obviamente, la configuración kantiana de la misma, en plena Ilustración, presenta, en comparación con la situación de la Atenas de hace veinticuatro siglos, analogías más pertinentes para pensar nuestro presente que las que sugiere el giro desde un Sócrates mundano a un Platón académico. En Kant en cierto modo la relación se invierte: estamos ya al cabo de una historia en que el concepto escolar de filosofía ha podido dejar ver su lado de sombra (su formalidad «meramente» científico-sistemática) o, si se quiere, su rango inferior de «artesanía de la razón», frente a la luminosidad del filósofo cósmico que actúa como «legislador de la razón». Es como si el platonismo de Kant, su militante apuesta por una filosofía académica, debiese reconocer en el socratismo, en la filosofía cósmica de la que se nutre, su fuente permanente.

Pero de momento es quizá útil sugerir la riqueza del juego de mundanidad histórica y de institución académica a través de la evocación de unos cuantos episodios disparatadamente yuxtapuestos con intención didáctica, pero en los que, si se me permite, dejo algo de mi elección firmada, con toda la ingenuidad narcisista del mundo.

1. La renovación radical del concepto de Dios, por ejemplo, que produce la entrada masiva de la cultura moral y religiosa judeocristiana en la Antigüedad tardía obliga a revisar el concepto filosófico «académico» (obviamente no sólo platónico) de la divinidad vigente hasta entonces (la idea de Bien de Platón, el círculo de la noésis noéseos de Aristóteles o las divinidades interestelares de Epicuro).

2. En otro momento de gran movimiento histórico, y de indudable revolución intelectual, la evidencia, para los físicos de vanguardia del «universo infinito» (Copérnico, Galileo, Descartes) rompe con el «mundo cerrado» legado por la Cosmología dominante entre los sabios «académicos», cultivadores de la ciencia normal, hasta el siglo XVI.

3. La Teoría de la Evolución (la teoría de la descendencia modificada y de la selección natural) destituye las bases ontológicas y filosóficas en general del sistema de clasificación de las especies de Linneo. A pesar de las apariencias, la notable larga resistencia de parte de la comunidad científica a aceptar a Darwin, procede mucho más de la pervivencia del imaginario aristotélico (el mundo eterno, las especies eternas), o de los prejuicios derivados de la generalizada ignorancia sobre la historia de la tierra en los tiempos de Darwin (se recordará la reiterada apelación a «la pobreza del archivo geológico» en El origen de las especies) , que del presunto miedo del cristianismo a que la especie humana quede destronada.

4. Otro ejemplo del siglo XIX. Las revoluciones burguesas, y el saber político que aquellas generan, destruyen tendencialmente la armonía de los estamentos postulada en el antiguo régimen: la filosofía política universitaria «seria» tendrá que incorporar entonces una teorización de la violencia histórica y de la lucha de clases. Así, ya el Hegel de la Fenomenología del espíritu incorpora el saber político mundano que supone la Revolución francesa: la evidencia de esto se impone, antes o al margen de una reinterpretación con anteojeras marxistas de la doctrina política de lo que otros llamarán la «violencia fundadora de derecho» (Walter Benjamin, Rafael S. Ferlosio), o de la ya más usual representación de una violencia erigida en «partera de la historia» Y desde luego, en relación al horizonte de nuestro tema titular (filosofía y universidad), sería del mayor interés un estudio metódico de las relaciones entre el marxismo y las instituciones universitarias, desde, digamos, la presentación de la tesis doctoral del joven Marx sobre Demócrito y Epicuro, a las atroces simplificaciones dogmáticas del Diamat, pasando por los variados marxismos pasablemente críticos que en el mundo ha habido. Creo que esencialmente tenía razón Lukacs cuando, un poco melancólicamente, aducía que hasta tan tarde como el canónico estudio de Löwith sobre Marx y Weber no llega el marxismo a ser tomado en serio por la filosofía universitaria. (En ese marco de la herencia marxiana situamos infra la todavía enseñante importante polémica en la España de los sesenta entre dos posiciones sedicentes marxistas pero antagónicas acerca del lugar de la filosofía en la Universidad: Manuel Sacristán, por un lado, mantuvo la tesis «fuerte» de la abolición de los estudios filosóficos en la universidad -acaso en parte por comprensible mal humor, a raíz de haber sido excluido con brutal arbitrariedad de la universidad franquista-; por otro lado, y desde un original marxismo académico alejado tanto del Diamat cuanto del estilo «humanista» del «marxismo occidental», Gustavo Bueno argumentó con mucha contundencia la necesidad de una filosofía inscrita en la universidad).

5. La ironía cristiana de Johanes Climacus, firmante pseudónimo del inmenso Post-Scriptum no científico conclusivo a las Migajas filosóficas –si seguimos entonces con nuestra ristra de ejemplos diversos de la dialéctica entre el Mundo y la Escuela–, deja en ridículo el programa hegeliano de una filosofía político-teológica que pretende consagrar como nuevo Buen Dios al Estado moderno burgués ejemplificado en la ascendente Prusia. Paralelamente, el danés deslegitima con alguna dosis de «cristianismo cruel» (Chestov) la tranquila buena conciencia de la Iglesia protestante por ejemplo danesa como cristalización de la Cristiandad (madura ya para identificarse sin más con el eternitarismo de la Ilustración, una identificación que alcanza su momento canónico con la teología liberal de Harnack). Una filosofía política responsable, entonces, –después de Kierkegaard–, tendrá que repensar la dialéctica efectiva del individuo, su irreductible «existencia», ante el ídolo Estado. Una filosofía de la religión en adelante podrá ver mejor que antes el riesgo de idolatría de toda religión nacional-estatal, en especial si se deja enseñar por las decisiones de una Dogmática de raíz kierkegaardiana como la de Karl Barth, que tuvo que muy conscientemente romper con la teología liberal, tan ilustrada como neomarciana de Harnack.

6. La conmoción histórica de la guerra del catorce (con efectos sociales, políticos y estéticos apenas mensurables en las prácticas y en los saberes mundanos) penetró de mil maneras en la escuela fenomenológica. Ésta, generada con la publicación de las Investigaciones lógicas de Husserl en el cambio de siglo, se vio saludablemente llevada a adoptar un giro muy fecundo a partir de 1919: desde el idealismo trascendental eternitario e infinitista, a un pensamiento del cuerpo y de la finitud, y a una ontología de la facticidad histórica. Suponemos que a esa «corrección» de la tentación icárica contribuyó el síndrome de la Alemania de la inmediata postguerra. Ahora bien, pensamos, aquel giro de la fenomenología en la postguerra sólo pudo tener lugar en la institución universitaria{3}. El Heidegger que escribe Sein und Zeit, y reafirma expresamente la necesidad de una filosofía fiel a las tareas del concepto en el sentido hegeliano, es muy consciente del arraigo de esa empresa en la universidad, y de la diferencia entre esa empresa de una filosofía académica y los pensadores «proféticos» y la filosofía de los literatos{4}.

Menciono unos cuantos episodios históricos creo que pasablemente familiares, episodios insisto que disparatadamente diversos, pero que así acaso intuitivamente dejen ver lo que ahora quiero sugerir: que, por un lado, los saberes mundanos históricos generan temas y problemas que una filosofía académica como Dios manda, no encerrada tras unos muros defensivos, tiene que asumir; pero también, y por otro lado, y en virtud justamente de su característica potencia crítica, formalizadora y sistemática, que la filosofía académica y mayormente universitaria debe siempre en última instancia imponerse a las salvajes o silvestres filosofías mundanas.

El momento Jena circa 1800, donde coinciden Fichte, Schelling, Hegel y Hölderlin bajo el amparo intelectual del kantismo, en medio del fervor admirativo compartido ante la revolución francesa, y, last not least, con la ayuda del inteligente patrocinio de Goethe (gracias a cuya gran gestión un Fichte podía presumir de ateísmo filosófico en sus clases en medio de la muy conservadora Alemania del momento), sería de esto algo más que un ejemplo notable: más bien seguramente el último gran intento, y hasta grandioso, de una filosofía implantada en una universidad que se vio a sí misma a su vez un tiempo capaz de trasformar el mundo. O si no el mundo, al menos la proverbialmente atrasada Germania. En cualquier caso, el intenso despliegue dialéctico y especulativo de este último gran momento canónico de clasicismo filosófico que fue el Idealismo alemán, sería ininteligible sin la referencia a la riqueza y la virulencia de las universidades de Königsberg, Jena y Berlín. Un paso notable de la reconstrucción que propusiera Franz Rosenzweig del itinerario intelectual y existencial de Hermann Cohen pinta maravillosamente esa constelación histórica intensísima «Jena alrededor del 1800». Lo hace incorporando el elemento de diferencia y hasta de contraste con otros dos grandes momentos de una relación plena y canónica de la filosofía y las instituciones de enseñanza superior (la Academia platónica y la universidad medieval). Se nos permita la cita larga:

«En la Jena de aquel decenio tuvo lugar la simpar coincidencia de que sonara a la vez y armónicamente la hora de un gran instante del pensar –que, por su propia naturaleza, siempre pertenece a la historia universal– y un gran instante de la lengua –que, por su propia naturaleza, siempre pertenece a la historia de una nación–. Si Platón había tenido que proscribir de su estado de ideal belleza el gran arte de su pueblo; si el pensamiento de la Edad Media y aun el del Renacimiento se habían desarrollado en el más allá de una lengua universal, allende las lenguas vernáculas vivas; si todavía inmediatamente antes de este gran instante había podido Kant escribir su Estética sin saber apenas seriamente nada de Goethe, y Goethe, en ese mismo tiempo, o sea al regreso de Italia, fue cuando recibió la primera gran noticia de la Crítica de la razón, que había aparecido unos diez años atrás, ahora, en cambio, primero al encontrarse Goethe y Schiller, luego en la confesión –acompañada por los toques de clarín de Friedrich Schlegel– como goethianos de Fichte y Schelling, y, finalmente –también en esto clausurando algo–, en el hecho de que Hegel hiciera profesión de goethiano y schilleriano, ocurrió el milagro en la historia del mundo: la universal filosofía celebró su reconciliación con la cultura nacional; la lengua de los poetas encarnó los pensamientos de los pensadores. Así surgió lo que llaman el idealismo alemán: el título que daba derecho a Alemania a la preeminencia espiritual, que de hecho ejerció a todo lo largo del siglo XIX. Ni Kant, ni el Goethe de antes de Schiller habrían podido ejercer tal poder, aunque ambos, en la soledad de su manifestación, marcaron con su impronta el sentido de todo ello más poderosamente que ninguna de las figuras posteriores. Fue la confluencia de los ríos que partían de aquellos dos hombres la que fundó el poder mundial del espíritu alemán.»{5}

Pero si de confirmar que la verdadera filosofía y las instituciones de enseñanza superior van necesariamente juntas, por lo pronto sobre la base de evidencias históricas imponentes, se trata, enseguida se ocurre traer a colación (como ya el mismo Rosenzweig apunta) los otros dos grandes momentos indiscutibles de clasicidad filosófica: la Academia de Atenas en torno al año 360 antes de nuestra era, en la que coinciden Platón, Aristóteles, Espeusipo y Eudoxo, y, sin duda, Paris hacia 1270, en torno a un Santo Tomás con medios intelectuales e institucionales, justamente, capaces de mantener una profundísima y exitosísima a la larga resistencia a los coletazos del reaccionarismo fanático antiaristotélico, más bien de algunas órdenes religiosas que del papado propiamente{6}.

De los inconvenientes de la filosofía salvaje

Quería con lo anterior reforzar con alguna memoria monumental consolidada la intuición «negativa» que al pronto se impone ya: que una decadencia o una endeblez endémica de la institución universitaria como la de ahora (y ¿quién se atreverá a negar eso?) puede acarrear, sobre todo a la larga, unos efectos funestos para la salud y hasta para la existencia o la sostenibilidad de la verdadera filosofía. No está claro, dicho en plata, que «la» filosofía pueda sobrevivir simplemente fuera de la universidad. Y desde luego sería una forma apenas encubierta de estar la filosofía «fuera de la universidad» la que propuso Manuel Sacristán el año 1968: unos estudios filosóficos reducidos al ámbito de un Instituto orientado exclusivamente a los ya licenciados en disciplinas «reales» (Física, Matemática, Medicina, Derecho, Economía…) y que mantuvieran inquietudes epistemológicas o cosmovisionales. La posibilidad efectiva de la filosofía sin más peligra al margen de una inmersión de aquella en las estructuras institucionales de la universidad. Y para conjurar el peligro de la desaparición pura y simple de la verdadera filosofía (es decir, la nacida en Grecia) en la cultura superior europea, no bastaría una presencia ornamental de los estudios filosóficos en un Instituto para licenciados de acuerdo con la aludida ocurrencia más bien carnapiana que marxiana de Sacristán.

Pero de ese peligro no nace ninguna salvación, si cabe desmentir en este caso al poeta romántico.

Desde luego no cabe «descansar» ingenuamente, o utópicamente, en las posibilidades que el cierre de las Facultades de Filosofía abriría a una eventualmente buscada y liberada filosofía silvestre o salvaje. No es posible una filosofía silvestre, ¡qué le vamos a hacer! O más suavemente, quizá: no es deseable.

En el contexto procede tomar posición también sobre la leyenda de una posible y presuntamente deseable vigencia del «pensamiento salvaje» en contraste más o menos explícitamente polémico con la filosofía occidental. Un ingenioso y sabio (en el ámbito de la etnología) Levi-Strauss propuso famosamente las ventajas (intelectuales, ecológicas, estéticas) de las formas de pensar del salvaje chapucero, frente a las del científico ingeniero civilizado. La polémica de La pensée sauvage (1961) frente al Sartre fenomenólogo marxista, (el Ontofenomenólogo de la Liberación en Glas), hizo época. Y hay que reconocer que en términos de pequeña historia de las ideas, no hay duda del triunfo, epistemológico y «cultural», del Estructuralismo frente a uno de los últimos filósofos humanistas con buena conciencia.

Pero ciertamente la causa de la filosofía, y de la filosofía académica, y también de un concepto de civilización en la línea del mito de Epimeteo y Prometeo del Protágoras platónico, no queda sentenciada por el hecho indiscutible de la destitución irreversible de una filosofía de tipo sartriano a partir del triunfo epistemológico del método estructural sobre la ontofenomenología marxiana que domina en Francia hasta entrados los cincuenta. En el espacio cultural francés concretamente, la causa de la filosofía académica, en buena parte a partir de una profunda renovación de la fenomenología que debió dejar atrás la endeblez epistemológica de la fenomenología existencial, se ha mantenido en pie en buena parte gracias a su potencia intelectual para sostener una explicación con la obra de Levi-Strauss{7}.

El mito perverso del filósofo autodidacta, o que «piensa por su cuenta» (típico «mito de la inteligencia» diría Kierkegaard), sería, una cristalización típica de esa imposibilidad (e indeseabilidad), que sin embargo con frecuencia se autopresenta con una aureola de prestigio frente al filósofo discípulo, frente al filósofo «enredado» en un vínculo con el magisterio y la tradición. No es posible una filosofía «profana», o salvaje{8}, o bien, y para ser precisos, la tentativa de hacer filosofía al margen de las instituciones queda en última instancia sometida acríticamente a unos muy determinados poderes ideológicos, a precisar en cada caso (poderes mediáticos, eclesiásticos, político-partidarios, gremiales, empresariales, &c.).

Obviamente puede pasar que una forma de «verdadera filosofía» experimente el mayor malestar en su estar en la universidad. Mil signos dejan ver que en los últimos decenios buena parte de la más renovadora «verdadera filosofía» tiene que situarse en algo así como los espacios fronterizos: entre las Facultades de Filosofía y otras Facultades, y, desde luego, entre la universidad y los agentes mundanos de la «inteligencia» (laboratorios, producción artística, crítica literaria y estética, y, factor decisivo aunque difícil de determinar, un público ilustrado siempre minoritario pero relevante{9}). Pero cruzar definitivamente esa frontera entre la universidad y el «exterior», frontera nada lineal por cierto, y abandonar así a su suerte inercial la universidad en manos de los burócratas boloñeses, implicaría abandonar también aquellos productivos espacios fronterizos.

La gran tentación de dar por perdida la universidad como espacio institucional de la filosofía puede ciertamente encontrar en la historia nobles precedentes.

Hay algo ejemplar en el gesto fuerte, y bello, de un Epicuro que escupe sobre la Paideia antes de llevar a sus discípulos al espacio cuasi-privado del Jardín: pero habría que explicar un gesto como ese a partir de su conexión con un mundo histórico de especial angustia epocal (Eric R. Dodds), o, en otro léxico, en sociedades constituidas por «individuos flotantes» en busca de «heterías soteriológicas» (Gustavo Bueno). El caso de la filosofía recluida en el Jardín es una respuesta, en la urgencia de las presiones de una vasta crisis histórica, a un declive cuasi teratológico de la Paideia: bien interpretado, dicho caso confirmaría a su manera lo bien orientado de la tendencial implantación institucional de toda filosofía. Y de hecho en Roma el mismo epicureísmo ocupará luego lugares institucionales o cuasi institucionales, tendrá un papel decisivo en la cultura estatal.

Si se me sigue: la anomalía de la filosofía «silvestre» epicúrea a su manera confirma la norma de la filosofía institucional. La tentación de la huida al Jardín se le presenta a la filosofía de manera típica en momentos de crisis. Es el caso cuando, como hoy, el escepticismo sobre las posibilidades (teoréticas y políticas) de la filosofía cunde endémicamente entre los profesores y estudiantes de las Facultades de filosofía. Pero el que huye del espacio digamos objetivo de la filosofía institucional (especialmente de la universidad) deja irresponsablemente ese lugar a nuevos ocupantes que pueden muy bien empeorar las cosas. La «plaza de la filosofía», si abandonada, y dejada célibe por sus pretendientes legítimos (evocamos el paso famoso de República VI), vendrán a ocuparla, o bien simples impostores (pedagogos, teóricos del pseudoilustrado invento aberrante metido con calzador como asignatura «básica» «Ciencia, Técnica y Sociedad», predicadores, ideólogos de la paz, empresarios del negocio de la filosofía para niños, o de la filosofía como autoayuda, &c.), o bien, en la mejor hipótesis, filósofos mundanos (científicos con «inquietud filosófica», teólogos cultos, artistas con labia retórica, &c.). Con razón se espanta Platón ante la situación de una plaza de la filosofía de la que habría desaparecido la dialéctica de las Ideas y que en cambio estaría toda ella cubierta de grandes significados brillantes o grandiosas palabras vacías. Habría que traducir aquí el dictum de Gide («Es con los buenos sentimientos con los que se hace la mala literatura») a nuestra esfera: con las palabras sublimes se hace mucha mala filosofía. El objeto de la filosofía, dice Platón a veces muy resueltamente, es ta megista, «las cosas importantes», y no los temas sublimes. Una filosofía no puede renunciar a su parte desublimatoria.

Pero nuestra insistencia en el interés por así decirlo objetivo en que una filosofía académica responsable se empeñe en no abandonar el espacio institucional universitario, no impide una reconsideración de la situación que tenga en cuenta específicamente la hodierna crisis masiva de la universidad. Sin duda, no cabe excluir que, en especial en algunos ámbitos geopolíticos con poca tradición de filosofía universitaria, los estudios de filosofía desaparezcan pura y simplemente del ámbito de la educación superior. Pero en nuestros parajes es improbable una clausura formal de las Facultades de filosofía. Lo más probable es que, en la mayor parte de los países europeos, tales estudios, junto con los de Humanidades, se mantengan formalmente, aunque está ya a la vista que va a ser con sostenimiento financiero en claro declive (y esto más allá y al margen de la actual crisis).

Maneras de expulsar la filosofía fuera de la universidad

«La opción que se desprende de las anteriores consideraciones críticas es: suprimir las secciones de filosofía de las Facultades de letras –suprimir, esto es, la licenciatura en filosofía–, y eliminar, consiguientemente, la asignatura de filosofía de la enseñanza media.» Manuel Sacristán, «Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores» (1968), in Papeles de filosofía, II, Icaria, Barcelona 1984, p.364

«Aquí es donde no cabe en absoluto confundir la paideia, como educación filosófica general, crítica, con la polimatía, el saber enciclopédico de los ganadores de los concursos de televisión. No se trata de un saber acumulativo, sino de una disciplina crítica y regresiva. Es aquí donde la Filosofía comienza a ser aquella «medicina del alma» que inspiró la acción filosófica de Sócrates y Platón. Desde esta perspectiva la supresión de la Filosofía como especialidad académica (incluyendo en la Academia los propios estudios del Bachillerato superior) abriría un hueco que sólo podría ser rellenado por una mitología dogmática, religiosa o política, o por una acumulación tecnocrática de conocimientos y saberes; es decir, por el adiestramiento del individuo en los valores de una sociedad de consumo, por la orientación del individuo hacia el nivel del «consumidor satisfecho». La supresión de la disciplina filosófica en la Academia es un acto de barbarie [mío el subrayado: P.P.G.].» Gustavo Bueno, El papel de la filosofía en el conjunto del saber, Madrid, Ciencia Nueva 1970, p. 276.

Hay maneras y maneras de clausurar la filosofía universitaria.

La historiografía fecha con buenas razones el final de la filosofía antigua con un acontecimiento institucional emblemático: el cierre de la Academia de Atenas por Justiniano el año 529. Sin duda el gran Emperador jurista tuvo sus buenas razones teológico-políticas para una decisión aparentemente tan funesta. Y desde luego la decisión tuvo un sentido primario antifilosófico, como defensa reactiva del cristianismo frente a un paganismo resistente: una decisión que sigue escandalizando a nuestro suave espíritu de «tolerancia» y a nuestra razonable afición a la libertad de pensamiento. Se impone sin embargo una doble matización aquí, ante esta «nuestra» cuasi inercial «protesta» contra la «represión» Justiniano de la filosofía libre. Por un lado, no hay que exagerar el alcance de esa interrupción institucional de la filosofía: el estudio de Platón y de Aristóteles se mantuvo vivo en el centro mismo de la cultura bizantina desde el año 425 a 1453{10}. Y por otro lado, la expulsión de una parte de los filósofos bizantinos a Persia, dio lugar paradójicamente a la larga a la posibilidad de un aristotelismo por así decirlo infiltrado en las estructuras teológico-políticas del Islam. Que, como se sabe, en su viaje a Occidente a través del Norte de África llevó el corpus aristotélico de nuevo a Europa «por la puerta de atrás», a través del Toledo del sigo XII. (Si se nos permite la larga cambiada: sería éste un caso paralelo de lo que ha llamado Serge Gruzinski, a propósito del viaje de la filosofía a las universidades de Nuevo México en el siglo XVI, el proceso de un «aristotelismo a la conquista del mundo», una forma de notable tradición exenta, sin mestizaje de cosmovisiones, capaz de trasmitir un «Aristote en vase clos»{11}).

Pero en suma es cierto que la evocación del «acontecimiento» del cierre de la Academia de Atenas el año 529 tiene la ventaja didáctica de su aparente claridad ilustrativa: el poder tiránico de un Emperador que impone «la» religión cristiana, contra la «libertad de pensamiento» de «la» filosofía. Evoco el paso para subrayar el contraste con la que pasa ahora: un final de la filosofía académica tendría hoy otra figura, y menos espectacular, menos nítida. Probablemente no sería consecuencia de una decisión estatal visible (por ejemplo, la anulación legal de la titulación correspondiente).

El cierre de la Academia hoy (el adiós a Platón y al platonismo, aristotelismo incluido, el adiós a la filosofía occidental en suma), la abolición de la filosofía universitaria, podrían ahora adoptar la figura de un efecto colateral de la tendencia de las universidades a convertirse en centros de formación profesional funcionales para cubrir las universales «necesidades» del hombre del estado del bienestar: necesidades sanitarias, de seguridad, y sociales en sentido amplio.

Pero interesa considerar con resortes críticos una tercera manera de intentar clausurar la filosofía académica, de lo que hubo al final de la década de los sesenta del pasado siglo un ejemplo resonante. Hubo, en efecto, en la España tardofranquista una seductora propuesta de abolir el estudio formal de la filosofía en la universidad. La considerable autoridad del autor de la misma, Manuel Sacristán, determinó el alcance del debate intelectual y político que produjo aquella.

Retrospectivamente llama la atención la atención que despertó en el momento de su publicación (1968) en amplios sectores universitarios el panfleto de Sacristán («Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores») que argumentaba brillantemente en favor de la susodicha abolición de la filosofía académica{12}. Afortunadamente aquel ensayo no tuvo ningún efecto institucional: ciertamente la burocracia de la universidad franquista no debió dedicar un minuto a la «ocurrencia» nacida de la cabeza de un comunista «revolucionario», aunque a más de un tecnócrata del momento pudo hacerle cierta gracia. Pero en cambio suscitó un enorme interés en la por entonces, en el tardofranquismo, influyentísima intelligentsia marxista, ante la que la palabra del gran filósofo de Barcelona ejerció durante largos años el poder de una fascinante autoridad. La precocidad de su muerte (1985) facilitó las cosas a las filosofías socialdemócratas que impusieron su dominio en el ámbito universitario a partir de la Constitución de 1978 y en la fase más estable del felipismo. Si en el franquismo los estudios de filosofía podían asentar ideológicamente el régimen con alguna dosis institucional de tomismo escolástico, la universidad de la España constitucional podía por su parte poner en valor una licenciatura en filosofía que amparase con cierta solvencia académica una necesaria modernización a partir mayormente de un neokantismo light aprendido en la Alemania de Willy Brandt. De manera que pronto se olvidó también desde la izquierda aquella «ocurrencia» de Sacristán de clausurar la filosofía universitaria.

¿Por qué repasar entonces ahora aquel panfleto de Sacristán más de cuarenta años después? (Y desde luego el término «panfleto» no tiene el más mínimo sentido peyorativo: es término descriptivo de un tipo de texto muy reconocido en las tradiciones emancipatorias, en ocasiones de un gran nivel analítico, y destinado a «intervenir» en un determinado ámbito de la praxis). El repasar este panfleto no sería sólo por las razones de una memoria piadosa ante un texto que sigue siendo a su manera iluminador, como la mayor parte de lo que escribió el filósofo{13}. Creo que la lectura crítica de aquel ensayo sería enseñante en un sentido más preciso: para el que se inicia hoy en los estudios filosóficos universitarios, y también para quien se plantea hoy la posibilidad, y la necesidad, de una filosofía académica en medio de la crisis de la universidad «a la boloñesa». La premisa de aquella propuesta, que la filosofía no configura ningún saber sustantivo susceptible de enseñanza formal, regresa insidiosamente en nuestros días como un fantasma que asusta a los profesores y estudiantes de filosofía.

Claro está, la relectura de aquel ensayo de Sacristán significa inmediatamente inscribirla en el episodio de una polémica que tuvo lugar entonces entre dos tipos de marxismo: una polémica con frecuencia mencionada, creo que no muy analizada.

Se hará bien en no olvidar la «circunstancia» de que poco antes de aquella publicación el gran filósofo barcelonés había quedado excluido de una cátedra universitaria por motivos muy evidentemente políticos{14}. Por otro lado, la publicación del panfleto coincidió en el tiempo con la llegada a madurez de una potente corriente de materialismo filosófico de base estoica, muy conscientemente «universitaria», y que se había planteado por sus propios pasos los problemas ligados a la dialéctica de la filosofía mundana y la filosofía académica. Poco después de la publicación del ensayo de Sacristán «contra» toda filosofía inserta en la universidad, los Ensayos materialistas (1972) de Gustavo Bueno representaron una primera cristalización de aquella corriente, que a su vez retomaba críticamente los motivos básicos de un marxismo inmerso entonces en toda Europa en una productiva crisis interna (desde el ridículo dogmatismo del Diamat, a la finesse filológica y «estructuralista» de Althusser and company, desde la añoranza lukacsiana de totalidad a los marxismos analíticos nacientes en alianza más o menos consciente con el positivismo lógico){15}.

Las premisas si se quiere factuales de esta polémica (el «drama» del hombre Sacristán, filósofo de primer orden excluido de la universidad franquista, y la madurez teórica y expresiva alcanzada en ese momento por una filosofía académica materialista muy beligerante) explican un rasgo formal de aquella: la asimetría entre las dos posiciones en discusión. De un lado el brevísimo escrito de Sacristán{16}, por lo demás motivado ocasionalmente en el contexto de discusiones gremiales sobre los planes de estudio acerca de los cuales el texto se pronuncia de manera muy precisa; de otro lado, un libro de más de 300 páginas que elabora y justifica la posición filosófica desde la que la propuesta de Sacristán acaba apareciendo como «un acto de barbarie» con todas las letras.

La asimetría puede reformularse –empleando categorías aristotélicas a las que recurre el mismo Bueno con una dosis suplementaria de ironía– en términos de que la propuesta de Sacristán se expone de acuerdo con una retórica del género epidíctico (discurso dirigido al «puro espectador», que «juzga del talento del orador»), mientras que la defensa de la filosofía universitaria asume aquí el género de la retórica «deliberativa» (que tiene como destinatario al «miembro de una asamblea que juzga de lo porvenir»){17}. Desde Gorgias la retórica de la braquilogía ha venido siendo muy efectista ante el espectador que no tiene que juzgar. La deliberación en general requiere en cambio discursos más complejos, y en esta discusión, largas «digresiones» (histórico-filosóficas, gnoseológicas, ontológicas, políticas, &c.).

Es notable la contundencia de la «argumentación» epidíctica de Sacristán, a partir de una premisa cargadísima de mala ambigüedad a pesar de su pinta de cosa obvia: puesto que la filosofía no es un saber sustantivo, la filosofía debe eliminarse como titulación universitaria. Esta retórica ridiculiza con cierta falsa facilidad la figura de la filosofía como «especialidad en todo». Y por ese camino, especialidad en el Ser, incluso en el Ser y la Nada. Y apela a lo que se presenta como una obviedad histórica: la filosofía, antaño un saber que abarcaba efectivamente el conocimiento de todas las regiones de la realidad (y así, la filosofía, desde Aristóteles a Kant, incluía la Matemática, la Física, la Biología, &c.) habría ido desprendiéndose de sus diferentes ramas, hasta quedar vacía de contenido. Las últimas ciencias emancipadas de la matriz filosófica habrían sido la Lógica y la Psicología. En rigor, lo que llamamos hoy «Filosofía» en el contexto de los estudios universitarios habría sido el residuo de un proceso de vaciamiento progresivo de contenido de saber efectivo, un proceso que habría tenido lugar en las universidades europeas del siglo XIX. Y cabría añadir entonces por nuestra parte: en la línea de ese diagnóstico, sería significativo que acaso la disciplina reconocida habitualmente como «científicamente» más relevante en las Facultades de Filosofía tenga que ser lo que llama Sacristán la historia «artesanal» de la filosofía con base filológica.

El último gran momento de una filosofía inserta en la universidad habría sido el del Idealismo alemán{18}. Paradójicamente, ese último breve momento de una filosofía universitaria auténtica (no meramente parasitaria respecto de los saberes reales, científicos, prácticos y productivo-artísticos) habría sido también en rigor el primero. El único, pues.

Sugerimos que esa especie de enmienda a la totalidad de Sacristán frente a la posibilidad de una filosofía universitaria enlaza con la añoranza de la gran filosofía romántica que había culminado en el Hegel maduro. De casi la misma fecha de la ocurrencia abolicionista (un año antes) es el bello escrito sobre la cultura romántica alemana («Al pie del Sinaí romántico»), que presenta a aquellos filósofos postkantianos como verdaderos filósofos y, «a pesar de ello», también verdaderos profesores de universidad: aquellos filósofos «aparecen como los primeros que son a la vez profesores de filosofía en universidades modernas –en el prototipo germánico de la universidad moderna– y, a pesar de ello, pensadores de gran talla e influencia. Fichte ha sido hasta rector (de la Universidad de Berlín). Y Hegel y Schelling han llegado a tener sus más y sus menos a propósito de cátedras determinadas, como dos opositores cualesquiera. Sin embargo, entre negociados, secretarias y nóminas, los tres han sido capaces de evocar a los viejos gigantes (…). Son los primeros, y uno empieza a pensar que acaso hayan sido los últimos» (subrayado mío){19}. En el impulso de esta evocación de «gigantes» románticos del pensamiento, capaces de evocar a su vez a previos gigantes clásicos (como acaso Platón, quien a su vez se refería al combate entre el monismo y el pluralismo en la metafísica presocrática en términos de «gigantomaquia»), se reconoce que de ahí puede provenir una buena herencia intelectual: de la «raíz ambigua» de la filosofía romántica universitaria procede la mala polémica anticientífica de las corrientes antirracionalistas (desde Dilthey a Sartre), pero de allí viene también algo bueno, en especial «la inspiración fecunda de la investigación totalizadora en las ciencias humanas: el estructuralismo antropológico, económico, sociológico, lingüístico, los laboriosos aciertos, probablemente aún imprecisos, de la psicología de la forma, y, en general, la creciente generalización de un uso racional, científico y crítico, de la noción de estructura»{20}.

El léxico ahora en desuso por razones muy de fondo de la «totalización» y de las «totalidades concretas» plasmaba una notable afinidad electiva de este riguroso filósofo de la lógica con la lukacsiana asignación de un valor canónico de clasicidad insuperable a la «época de Goethe». ¡El filósofo húngaro llegó a sugerir el recurso de una visita entusiasmada a la Goethe-Zeit nada menos que para superar el stalinismo y el enquistamiento de la guerra fría!{21} Pero puede uno pensar: mal podía avenirse esa afinidad electiva del mejor Sacristán con el mejor Lukacs, con la irrupción del ingenuo carnapismo que aflora en la parte «positiva» del escrito destinado a abolir la filosofía universitaria (la creación de un Instituto para científicos con inquietudes epistemológicas). No habría sido sólo «fuego de artificio» el acceso de los filósofos románticos universitarios al Sinaí: «Si la ambición especulativa romántica fuera sólo oportuna ocupación por los filósofos de un Sinaí abandonado por los viejos profetas sin que la ciencia llegara a arrasarlo, todo el fulgor de los tres demiurgos románticos sería fuego de artificio; ideología en el mal y merecido sentido que da a ese término una tradición hegeliana precisamente. Sería, en efecto, producción intelectual sin valor de conocimiento, sólo destinada a paliar o hasta ocultar limitaciones y debilidades, más o menos duraderas de la práctica y la consciencia de los hombres. Pero hay ciertamente más que eso en la especulación romántica: hay conocimiento, reconocimiento, más precisamente, de una importante novedad»{22}.

Pero podemos preguntarnos entonces: ¿Por qué no habría de seguir teniendo un valor regulativo, mutatis mutandis, la memoria de aquella verdadera filosofía universitaria que había sido la especulación romántica?

El libro de Bueno es mucho más que una respuesta crítica a la tesis de Sacristán sobre el presunto carácter genéricamente «no sustantivo» de la filosofía y sobre la conveniencia, en consecuencia, de excluir los estudios filosóficos de la universidad. A la vista del despliegue posterior del magisterio y la obra de Bueno, cabe interpretar que la respuesta al panfleto de Sacristán determinó una aceleración de la puesta en forma de una filosofía materialista lúcidamente implantada en las estructuras académicas. La tesis de una filosofía como especialidad académica entendida a su vez como Geometría de las Ideas declara expresamente su linaje platónico. Y la vigencia en el presente del platonismo. No se invoca con esto sólo el factum de la institución que probablemente Platón fundó a la vuelta del primer viaje a Sicilia: se asume aquí la propuesta de que la estructura metódica de una filosofía gnoseológicamente «sustantiva», y diferente de las «ciencias» (de las técnicas, diría Platón) es la Symploké («entretejimiento», «ensortijamiento») de las Ideas{23}.

Las dos posiciones remiten respectivamente a sendas elecciones existenciales: por un lado, una pureza cátara en el filósofo marxista engagé, y sumido en atormentada crisis política, por otro lado, una apuesta por el arraigo de la filosofía en la «resistencia» estoica en el filósofo académico materialista{24}.

Hay desde luego mucha «alta cultura», mucho «aristocraticismo intelectual» (por citar los términos de la denegación del filósofo{25}) en el análisis de Sacristán que incluye el «acto de barbarie» –creo que Bueno lo califica así con razón– de intentar clausurar la Academia. Hay también mucha mala conciencia, o también impaciencia de «revolucionario» sin praxis efectiva. Se advierte esto en el panfleto sobre la filosofía en los estudios superiores pero quizá más claramente en un texto de combate de esa época, y que propone un análisis de las «contradicciones internas» de una universidad que genera y legitima la división clasista del trabajo{26}. Pero creo que en el discurso «abolicionista» del Sacristán de los últimos sesenta hay sobre todo una especie de franciscanismo cuasi apocalíptico{27} y populista, una añoranza de la pobreza y la desnudez como condición del filosofar. Se nos dice, o se nos predica: «El filosofar tiene que ir pobre y desnudo, sin apoyarse en secciones que expidan títulos burocráticamene útiles, sin encarnarse en asignaturas de aprobado necesario para abrir bufete, y sin deslizarse siquiera, más modestamente, como lección 1ª en programas de materias positivas. Lo único que puede hacerse imperativamente a favor de la calidad filosófica de la enseñanza superior es suprimir obstáculos. Estos obstáculos son precisamente las secciones, las asignaturas y las lecciones obligatorias de filosofía»{28}.

Pero cabe preguntarse: ¿con qué instrumentos críticos podría defenderse ese bello «pobre y desnudo» filosofar, esa filosofía silvestre o salvaje, de recaer en cualquier mitología primitiva o en alguna ideología funcional a tales o cuales partidos, gremios, medios de comunicación, &c.?

Sólo una implantación del filosofar en una estructura académica (la cual remite a una sólida tradición histórica, y se alimenta continuamente de los saberes mundanos generados en el presente) posibilita –no digo que necesariamente con éxito– un entretejimiento de las Ideas capaz de enfrentarse a los castillos en el aire a veces con aura de las filosofías imaginarias, míticas o ideológicas. Y en este sentido puede decirse que el «triunfo» fáctico de la tesis de la posibilidad y la legitimidad de una filosofía universitaria vino a confirmar que la «verdadera filosofía» es aquella que recoge con toda conciencia la tradición, ni pobre ni desnuda, de la Academia.

Queda que el referente teórico principal del tiempo de aquella polémica, el marxismo y el horizonte de una sociedad socialista, se ha eclipsado, en buena parte por la evidencia del inmenso fracaso (económico, político y moral) de la URSS{29}.

Una reconsideración hoy del problema del lugar de la filosofía en la universidad podría ganar, creo, a partir de un retorno al esquema kantiano, entendido a su vez como el dispositivo que dio lugar al pleroma de la filosofía en la universidad, la filosofía enseñada en la universidad por Fichte, Schelling y Hegel desde 1800 a 1840. Y es sabido, todavía Kierkegaard pudo asistir a uno de los últimos cursos de Schelling en Berlín. Deja soñar ese encuentro irradiante de simbolismo del acaso más grande filósofo universitario con el gran pensador religioso danés, y filósofo a ratos (a través mayormente de Johanes Climacus), tan militantemente antiacadémico{30}.

El conflicto de las Facultades, revisitado

El importante opúsculo de Kant sobre el conflicto de las Facultades –cabe asignarle un valor simbólico a que fuera ésta su última publicación– sigue siendo una buena guía, suponemos, para reflexionar en el presente sobre nuestro tema de la posibilidad o la necesidad de una filosofía académica, en el conjunto del saber y en el contexto de nuestro mundo histórico.

No en último lugar debe interesarnos la secreta ironía de la argumentación de Kant, que apela así a una especie de inteligencia indirecta de la situación de la filosofía en relación con el gobierno, con el pueblo, y con los saberes enseñados en las Facultades superiores, los saberes «prácticos» (Medicina, Derecho y Teología).

Se entenderá el juego de una especie de comunicación indirecta en la sarcástica traducción secularizada que aquí se nos propone de las clásicas tareas del hombre antiguo: merecer la felicidad eterna, contribuir al bien civil como ciudadano, aportar su salud al cuerpo de la nación. Tendencialmente aquellos bienes clásicos (bien eterno, bien civil, bien corporal) devienen otros tantos objetivos al alcance de la mano del hodierno hedonista utilitario que ve crecer ante sus ojos el contemporáneo de Kant: bienestar (más que «felicidad eterna»), seguridad de la propiedad (más que «bien civil»), y longevidad del individuo (más que el «bien corporal» que pueda sustentar la nación)..

La razón organiza el trabajo universitario, el saber fabrilmente dispuesto, para dar respuesta a la demanda de aquellos tres bienes (eterno, civil y corporal), en las llamadas Facultades Superiores (Teología, Derecho, Medicina). Y Kant justifica la intervención directa del gobierno en la regulación de las enseñanzas correspondientes:

«Conforme a la razón (esto es, objetivamente), los móviles que el gobierno puede utilizar para cumplir con su objetivo (de influir sobre el pueblo) serían los siguientes: en primer lugar el bien eterno de cada cual, luego el bien civil en cuanto miembro de la sociedad y, finalmente, el bien corporal (larga vida y salud). A través de las doctrinas públicas que atañen al primero, el gobierno puede alcanzar una enorme influencia hasta sobre los pensamientos más íntimos y las más reservadas decisiones de los súbditos, revelando aquellos y manejando éstas; por medio de las que conciernen a lo segundo, mantiene su conducta externa bajo la rienda de las leyes públicas, mediante el tercero se asegura la existencia de un pueblo fuerte y numeroso que sea útil para sus propósitos. De acuerdo con la razón, entre las Facultades superiores debería darse la jerarquía admitida usualmente; a saber, primero, la Facultad de Teología, a continuación la de Derecho, y, por último, la de Medicina. Por el contrario, según el instinto natural, el médico habría de ser el personaje más importante para el hombre, al tratarse de quien prorroga su vida, luego le seguiría en importancia el jurista, que se compromete a velar por sus bienes materiales y sólo en último lugar (casi en el umbral de la muerte), aunque esté en juego la dicha eterna, se buscaría al sacerdote; pues incluso este mismo, por mucho que aprecie la felicidad del mundo futuro, al no tener ningún testimonio de la misma, le reclama ardientemente al médico el permanecer un ratito más en este valle de lágrimas.»(31}

Las llamadas Facultades Superiores (Medicina, Derecho y Teología) organizan, pues, el tratamiento fabril del conjunto del saber propio de la universidad, con vistas a los tres bienes buscados por el hombre moderno típico, siempre bajo el amparo del gobierno: la longevidad, la seguridad material (sobre la base de la propiedad del «individualista posesivo»), y la «felicidad» (o bienestar, si no eterno, lo más extenso posible en el tiempo). La responsabilidad del gobierno en el adecuado reparto de esos bienes legitimaría el control gubernamental de las doctrinas enseñadas en esas Facultades. Ahora bien, suponemos aquí que la «concesión» que hace Kant de un derecho gubernamental a limitar la libertad de enseñanza en las Facultades superiores tiene sobre todo el sentido de resaltar la absoluta libertad de pensamiento (y de expresión y de enseñanza) de la Facultad inferior, la Facultad de Filosofía.

Hay probablemente de nuevo ironía considerable en esa aceptación por parte de Kant de un derecho del gobierno a censurar las enseñanzas de los teólogos, los juristas y los médicos. Es bien conocido: en 1794 Kant recibió una comunicación real, firmada por Federico Guillermo, Rey de Prusia, en la que se le acusaba formalmente de haber actuado «irresponsablemente» como «maestro de juventud» al «profanar algunos principios capitales de la Sagrada Escritura y del cristianismo» en su escrito sobre la Religión dentro de los límites de la mera razón. Kant replicó inicialmente que, en tanto «maestro de juventud», él se atenía siempre a los manuales de teología natural de Baumgarten, sin entrar en cuestiones disputadas del cristianismo. Como «maestro del pueblo», tampoco habría podido atentar contra la religión de la nación en aquel libro, toda vez que éste resultaba incomprensible para el gran público. Pero la respuesta ilustrada de Kant a la inquietud gubernamental por el pueblo, y a las consecuentes prácticas de censura, está sobre todo en la justificación de una neta diferenciación entre las Facultades superiores y la Facultad de Filosofía, o Facultad inferior, una respuesta que Kant prefirió publicar una vez desaparecido el asustadizo Federico Guillermo.

Interpretamos así la propuesta de Kant para regular el conflicto de las Facultades. Los miembros de las facultades superiores «pagan» su enorme poder de influencia en la vida real (diríamos hoy: en las clínicas y en las consultas, en los bufetes y en las labores burocráticas, en la producción industrial de bienes de consumo) con el necesario sometimiento a directrices del gobierno. Éste, hay que suponer, interpreta a su vez las «verdaderas necesidades» del pueblo. Tiene plena coherencia entonces que las enseñanzas de las Facultades superiores estén reguladas por determinados estatutos y obras canónicas, y que en ella se mantenga el derecho a la censura gubernamental.

Las ciencias de las que se ocupa la Facultad de filosofía, en cambio, no están vinculadas a ninguna utilidad, a ningún obrar. Su exclusivo interés en la verdad es así el fundamento de su libertad incondicional. La Facultad de filosofía se orienta por la legislación de la razón, no por la del gobierno. Y el miembro responsable de esa Facultad evitará el enfrentamiento directo con las doctrinas teológicas, jurídicas y médicas vigentes en la vida social, doctrinas ejercidas en el trabajo regular con el público de los predicadores (junto con los productores de bienes de consumo), los juristas y los médicos.

Pero el ejercicio de las ciencias en el interior de la Facultad de filosofía, justamente por su interés exclusivo en la verdad, da lugar a una función social muy precisa: la crítica racionalista de todo aquello que aceptan por verdadero, acaso sin fundamento suficiente, las disciplinas propias de las Facultades superiores. Y el gobierno mismo debe impulsar, por su propio interés, esa potencia crítica de la Facultad inferior, aunque para las Facultades superiores «las dudas y objeciones aireadas por la Facultad de Filosofía» pueden resultarles muy incómodas{32}.

Inicialmente la dificultad mayor para proyectar en nuestro presente el potente esquema kantiano acerca del lugar de la filosofía académica en el conjunto del saber es la palmaria limitación y endeblez teórica de las enseñanzas en las actuales Facultades de filosofía, en comparación con la amplitud y la radicalidad de los conocimientos abarcados bajo el título de Filosofía a finales del siglo XVIII, de acuerdo con un criterio que permanecerá vigente hasta el final del Idealismo alemán. Conviene repasar la descripción de la Facultad de filosofía de entonces, para medir un poco las pérdidas de la de hoy:

«La Facultad de Filosofía comprende dos Departamentos, el de la ciencia histórica (donde se inscriben la historia, la geografía, la filología, las humanidades, con todo cuanto presenta la ciencia natural del conocimiento empírico) y el de las ciencias racionales puras (matemática pura, filosofía pura, metafísica de la naturaleza y de las costumbres), así como la mutua correlación entre ambas partes del saber. Abarca, pues, todos los ámbitos del conocimiento humano (y, por ende, desde un punto de vista histórico también las Facultades superiores) constituyen contenidos suyos, sólo que no todos (a saber, las doctrinas o preceptos específicos de las superiores) constituyen contenidos suyos, sino objetos de su examen y crítica en aras del provecho de las ciencias.»{33}

De aquella amplitud sistemática, en las Facultades de filosofía hoy queda sólo: algunos trozos muy inconexos de la ciencia histórica, escasos residuos de la matemática, un cultivo bastante solvente de historia filológica de la filosofía, algo de filosofía pura y de metafísica de la naturaleza, y una metafísica de las costumbres elevada implícitamente a rango de proté philosophía.

Pero no está escrito que la actual fragmentación de las enseñanzas, ajena a toda idea regulativa metódico-sistemática, atestiguada por la mayor parte de los planes de estudios de Filosofía inscritos en el atroz marco Bolonia, tenga que mantenerse sine die. Su disfuncionalidad es cada vez más patente. Valga un ejemplo: el escalofriante desprecio del plan Bolonia para con las peculiaridades de las Humanidades hace difícil el cultivo de la disciplina científica menos discutible hoy en los parajes de una Facultad de filosofía: una razonable historia filológica de la filosofía, condición ella misma a su vez de una necesaria historia filosófica de la filosofía, requiere conocimientos de griego y latín que han desaparecido prácticamente en las actuales facultades de filosofía (en las que la barbarie dominante impone como más «básica» una aproximación fácticamente ideológica a los problemas de la hodierna mundialización, que un estudio cuando menos utilitario de las dos lenguas fundamentales de la filosofía desde el siglo V antes de nuestra era hasta entrado el siglo XVIII).

Upsalón, Upsalón

Qué decir entonces si nos alejamos un poco del muro de las lamentaciones.

Con Upsalón Lezama Lima evoca, en la memorable Bildungsroman de un Goethe caribeño que es Paradiso, una universidad ahora impensable para los que entran en ella: una universidad donde el profesor mediocre a su manera «estimulaba» al estudiante agudo a saber más. La simplificación didáctica de un Quijote en clave convencionalmente «finista» del profesor corriente impulsaba, estimulaba en cierto modo al alumno moscón, lector ya él mismo agudísimo de Cervantes, a dramatizar sus intuiciones interpretativas en el pasillo o en la cafetería, con otros alumnos, o acaso profesores en formación. El luminoso Frónesis de la novela zarandea con ironía, para gozo y edificación de los que escuchan, los tópicos del profesor que reitera sin fe las desgastadas doctrinas de un Quijote «finista», en clave «fin del ideal caballeresco», «fin de la Edad Media», «fin de la Escolástica», &c. El amigo de Cemí inventa por su parte, bellamente, un Quijote abierto a los «fabularios orientales», como un Simbad falto de circunstancia mágica que se vuelve, así, grotesco{34}.

Generalizamos. En Upsalón, en una institución en la que resuena todavía el eco de la tradición de la universidad Humboldt, hay todavía un espacio y un tiempo libre para la conversación, una sjolé verdadera: ahí el alumno no está desarmado ante el academicismo y el pequeño poder burocrático de esa figura insuperable que es el profesor mediocre. El devastador burocratismo didacticista del espíritu de Bolonia tiende en cambio a invisibilizar el «problema» del profesor mediocre. Éste queda de hecho rehabilitado, y hasta propuesto como modelo, en la medida en que se supone que cumple si cumple unos convencionales y tristes «objetivos didácticos» inscritos en unas llamadas «guías docentes» intrínsecamente contradictorias con la posibilidad de la enseñanza universitaria. Algunos pocos linces puede que queden, o hasta que lleguen todavía: pero prácticamente está desapareciendo el tipo de alumno, tan frecuente antes, que intuye que, como «el profesor no sabe», tiene que ampliar estudios por ejemplo en la Biblioteca, en las cafeterías de las Facultades, en otros espacios hasta cierto punto privados en los que el saber se refugia cuando la institución burocrática y visible se hace alérgica al saber, y cae bajo el imperio de unos departamentos de «calidad» o de «excelencia». «¡Qué tristeza, Dios mío!», querríamos poder exclamar.

En Upsalón, en la Universidad de la Habana de los años cuarenta, pero también en la de Barcelona, Madrid, París y Berlín de los sesenta y setenta, un principiante en filosofía podía aprender ocasionalmente al margen del profesor funcionario: en las aulas, fuera de las aulas, eventualmente contra las aulas. Pero de hecho en un espacio constituyente de filosofía académica.

Se dirá, quizá: aquel vigor de la filosofía académica o cuasi académica perceptible en las universidades al menos hasta los setenta, procedía del espacio exterior, de las filosofías mundanas o de las cosmovisiones del entorno. En primer plano, ese vigor de la filosofía universitaria procedía del fervor político imaginariamente «revolucionario» de la época, en la fase más ardiente de la guerra fría. Como manifestaciones teratológicas de ese fervor de la filosofía podrían considerarse los delirios asesinos de algunos partidarios de la «acción directa», lectores literales de la tesis once sobre Feuerbach, «tiranos del reino de los cielos» por retomar la bella expresión de Rosenzweig. Se vienen a la cabeza algunos ejemplos de peligrosos «filósofos» comprometidos y más o menos trágicamente «heroicos» (pour eux): la Banda de los Cuatro, Ulrike Meinhof, las Brigadas Rojas. La verdad es que a toro pasado se ve clarísimo, y no sin alguna melancolía, que parte del entusiasmo filosófico de los sesenta y los setenta en Europa y América estaba ligado al delirio ideológico-político, y a la estupidez culpable, que generó la guerra fría.

Es cierto que el derrumbamiento de la URSS y el final de la guerra fría dejó al desnudo la irrealidad malamente utópica de muchos de los «discursos» aparentemente solventes hasta entonces en la «conversación filosófica», o si se quiere, en interior de ese prestigioso juego lingüístico. A la frívola ideología del «fin de la historia», y al programa mundial de una extensión aproblemática de la aburrida pero útil democracia parlamentaria, se le abrió de repente un inmenso crédito, con la colaboración despistada que no desinteresada de un posmodernismo en la inopia (Vattimo, Lyotard, Rorty). Aquella ideología y aquel programa han perdido, no hay que insistir, todo crédito.

Del actual fracaso manifiesto de los medios canónicamente establecidos en las Facultades superiores para orientarse en una mundialización tan impensada como incontrolable, podría sin embargo nacer la motivación para una nueva filosofía universitaria, si al menos se mantiene la libertad –la dotación financiera– de la imprescindible Facultad inferior.

El lema sería: contra la crisis, la filosofía piensa mejor.

Pero en nuestra hipótesis de la necesidad de un arraigo institucional de la verdadera filosofía, la «causa» de la Facultad inferior adquiere nueva relevancia.

Y la tesis irreductiblemente política que podría albergar esta demanda de una filosofía académica no inercial sería la afirmación de una incondicionalidad de la universidad.

Dialéctica de la universidad incondicional

«Se plantea entonces una cuestión que no es sólo económica, jurídica, ética, política: ¿puede (y, si así es, ¿cómo?) la universidad afirmar una independencia incondicional, reivindicar una especie de soberanía, una especie muy original, una especie excepcional de soberanía, sin correr nunca el riesgo de lo peor, a saber, de tener –debido a la abstracción imposible de esa soberana independencia– que rendirse y capitular sin condición, que permitir que se la tome o se la venda a cualquier precio?» Jacques Derrida, Universidad sin condición, p. 19.

La causa de una universidad sans condition fue un tema recurrente en la última fase de la vida de Derrida{35}. El hecho podría extrañar: el autor de La voz y el fenómeno inició muy pronto, justo poco después de la publicación en 1965 de sus irruptivos textos gramatológicos, una relación dicho suavemente «incómoda» con la universidad francesa. No sólo con los reductos más reaccionarios de aquella, también con el poderoso marxismo universitario de la época y, de otra manera, con el foucaultismo naciente (y con voluntad manifiesta de sustituir al sartrismo). A la investigación gramatológica se le negó el pan y la sal durante decenios en la universidad francesa (y en este contexto cabe interpretar Glas como una espléndida respuesta soberana al academicismo parisino), al mismo tiempo que el reconocimiento de los frutos de ese trabajo se imponía a su manera en buena parte del pensamiento y la filosofía en el ancho mundo, y desde luego no sólo en los departamentos de teoría de la literatura de los Estados Unidos como propaló un rumor perverso.

El mismo filósofo quiso explicarse sobre esa dificultad para inscribir su trabajo filosófico (insisto en este rasgo) en el marco académico francés, al hilo del relato de un no casual abandono del proyecto de su tesis doctoral («La idealidad del objeto literario») que había iniciado bajo la dirección de Jean Hyppolite{36}. Esa relación incómoda y distante con la filosofía académica (Estructuralismo incluido) determinó una especie de malestar permanente del pensamiento de Derrida en la universidad francesa. Es cierto que desde los últimos sesenta el magisterio de Derrida tuvo una acogida mucho más generosa en los Departamentos de Humanidades de las universidades estadounidenses, una acogida de todas formas no exenta de equívoco, producido mayormente éste por los usos oportunistas del término «desconstrucción». Pero desde los Departamentos de filosofía de las universidades anglosajonas, también de las alemanas, la filosofía de Derrida fue violentamente rechazada, como «falsa filosofía», ejercicio retórico, o como fraude intelectual: no digna de ocupar un lugar en la universidad. En los parajes de Habermas era corriente la broma siniestra «derridadaísmo». Recuerdo estos hechos de la historia cultural reciente porque invitan a considerar el alcance de la posición del filósofo argelino al asumir con la radicalidad con la que lo hace, primero, la defensa de una universidad incondicionalmente independiente, y segundo, la reivindicación de una filosofía ella misma incondicional como ejercicio de una libertad absoluta de pensar.

Hay en esto algo más que el hecho de que Derrida no siguió los pasos de algunos de los filósofos (a su manera) ineludibles del siglo XIX (Kierkegaard, Marx, Nietzsche), que habían quedado excluidos, por razones nada circunstanciales, del campus universitario. La irrupción del pensamiento gramatológico estuvo vinculada muy concretamente a determinadas investigaciones (que sólo en sólidas instituciones de enseñanza superior podían llevarse a cabo), acerca de la compleja relación de la memoria y la vida en diversas ciencias y técnicas: biología, inteligencia artificial, formalismo matemático, glosemática, formalismo literario, arqueología, etnología, además de un cierto psicoanálisis y, last not least, la articulación con una metafísica «judía» de la alteridad (metida ésta misma a su manera en la universidad europea). El rigor epistemológico de ese pensamiento lleva coherentemente a poner en cuestión el naïf laliocentrismo de la autointerpretación típica de la cultura occidental. Se pone en la picota así una cierta alianza de racionalismo y de humanismo, una alianza que parecía consustancial al experimento histórico dela universidad moderna. Y sin embargo, anticipábamos hace un instante, este pensamiento hipercrítico respecto al idealismo filosófico llegó en su madurez a comprometerse con la afirmación de la necesidad incondicional de la institución académica por excelencia, la universidad en el sentido moderno

No estamos desde luego ante una nueva figura de la «autodeterminación» de la universidad, de aquella Selbstbestimung de sombrío recuerdo del Heidegger rector de Friburgo el año 1933 y que Derrida había sometido a un examen filosófico-político implacable en De l’esprit (1987). Es todo lo contrario en cierto modo: no se busca el arraigo de la universidad en las estructuras nacionales y estatales y en el Geist de un pueblo; la incondicionalidad de la universidad se busca en un lugar no digamos que totalmente ajeno a la soberanía nacional-estatal, pero sí lo más libre posible respecto a ésta.

Advertimos en el último Derrida (el texto sobre la universidad se presentó por primera vez en 1998) el temblor de una indecisión, la vacilación entre la afirmación de una Universidad incondicional, cuasi soberana en su ideal de absoluta independencia respecto de todo poder (económico, social, gremial, pero finalmente también estatal) por un lado, y por otro lado, el «recuerdo» de la exigencia de desconstruir toda línea que querría, dogmáticamente y utópicamente, establecer una delimitación entre el interior y el exterior de la institución universitaria.

Hay que precisar entonces los límites de la traducción del esquema kantiano, y de la insistencia de éste en las delimitaciones legales (entre Facultades, entre la Universidad y el gobierno, entre la Universidad y el pueblo), en la propuesta hodierna de una universidad incondicional.

Interpretamos que el esquema kantiano proporciona un modelo cuasi espacial, en el que las Facultades superiores formarían en su exterior una especie de membrana (con función también de coraza protectora), a través de la cual se entablaría la relación entre las ciencias y las enseñanzas universitarias, y el mundo social (y el buscado «público indefinido»). El gobierno tiene todo el derecho del mundo a regular esa actividad científica y docente, y en ese sentido, no estaríamos tan lejos de la «censura» del trabajo universitario de los tiempos de aquel Federico Guillermo que quiso pararle los pies a Kant. El lugar por excelencia de la incondicionalidad universitaria sería el de la Facultad inferior: la Facultad de filosofía puede mantener una cuasi soberanía en la medida en que puede eludir la relación directa con el exterior, y vehicula «sólo» una relación diferida con el mundo a través de la crítica a las investigaciones y las enseñanzas «normales» de las Facultades superiores. Pero este esquema, decíamos, no puede no quedar afectado ante los hechos masivos que ponen en evidencia la desconstrucción en curso del límite entre el interior y el exterior{37}.

Resto de filosofía universitaria

Sugiero, siguiendo el impulso de la dialéctica de una universidad incondicional, el concepto interpretativo de un «resto de universidad» y de un «resto de filosofía universitaria», como se dice «resto de Israel», como posible principio para re-exponer la situación de la universidad en el «mundo» (pueblos, gobiernos, empresas, mercados), y también para pensar la situación de la Facultad de filosofía en esa universidad en dudoso devenir.

La causa de la universidad «clásica», y desde luego la causa de la facultad «inferior», o soberana, se sostiene hoy en una parte muy minoritaria de la población universitaria, va a ser mejor reconocerlo abiertamente, entre otras cosas para evitar aventuras demagógicas.

A ese resto de universidad clásica pertenece sin duda la investigación y la docencia en las «ciencias duras». En comparación con la Filosofía y con las Humanidades esas ciencias están muy evidentemente en una mejor situación por lo que se refiere al acceso a los recursos públicos. Muy obviamente nuestras sociedades avanzadas «necesitan» en un sentido directísimo el rendimiento de las ciencias naturales. La Física teórica posibilita la producción de la alta tecnología requerida por objetos de multimillonario consumo. Paradójicamente pero consecuentemente ese «privilegio» de las «ciencias duras» les sustrae buena parte de la deseable independencia. La Filosofía y las Humanidades, sumidas más o menos abiertamente en la actual organización a un papel cuasi parasitario, pueden aspirar sin embargo, si no se rinden, con mejores títulos a la buscada independencia, y tanto en la investigación como en la docencia.

La esencia de la literatura en el sentido europeo moderno –el derecho a decirlo todo– tendría entonces un papel de guía para la filosofía y para las Humanidades. Esta asociación estratégica de la filosofía universitaria a la práctica de la literatura y a las Humanidades (ellas mismas a su vez con su parte de «creación» y de invención posibles) no implica concesión alguna a la desgracia fáctica en absoluto necesaria del hábito de adscribir la filosofía a «Letras» (frente a «Ciencias», por recordar el esquema denunciado por Snow). Al proponer el interés metódico de una asociación sin mezcla de los estudios de filosofía y de Humanidades (juntamente con lo que en los medios anglosajones se llama «theory») no tenemos en mente la continuación inercial de la sólo relativamente tradicional unión de filosofía y Letras. Pensamos más bien en la incisiva indicación metodológica de la Crítica de la Facultad de Juzgar a propósito de la «metodología del gusto» (parte primera, in fine: & 60). Las Humanidades, dice Kant, tienen el carácter de conocimientos propedéuticos para una cultura general de las facultades del espíritu orientada a la sociabilidad propia de la humanidad. Y hoy habría que «entender» con la mayor precisión el fino aviso del gran ilustrado contra la permanente tentación de elitismo y alta cultura ante la rebelión de las masas universitarias. En el contexto de la evaluación de la aportación de las Humanidades a los métodos del gusto se invoca aquel pueblo que «debió primero inventar el arte de la recíproca comunicación de las ideas de la parte más cultivada con las de la más ruda»{38}.

Una versión secamente exotérica de la propuesta anterior sería que a la filosofía universitaria le queda el negocio de una metodología del buen gusto, o si se quiere, de la cultura como específico fin natural de la especie humana en la tierra{39}.

Podría pensarse sin embargo que la filosofía pierde parte de su antigua esencia de sabiduría si se la relega a ese de todas formas decisivo papel de una metodología del buen gusto en el desarrollo de la cultura. No está claro que tenga que formar parte de la cultura y el buen gusto del hombre civilizado lo que los Griegos inventaron bajo el concepto de proté filosofía. Goethe «tuvo que leer», quizá, a Schelling para crear el Fausto. Shakespeare no necesitó ciertamente leer a Maquiavelo para inventar la tragedia política moderna. Generalizamos: no está claro que algo así como una metafísica o una ontología (o una filosofía política) tengan que tener su lugar propio en una cultura que pretenda sin embargo abarcar todos los saberes de una época. Hemos insistido arriba: la filosofía es indisociable de la institución filosófica, la filosofía nace cuando nace la filosofía en la Academia. De ahí la relevancia de la conciencia de la singularidad de la filosofía. Que ésta es un invento griego hay que reiterarlo de la manera más beligerante. Las estrategias comparatistas pueden ser fecundas pero para un europeo «la» filosofía es la reactivación del legado griego. A quien dude aquí por miedo a caer en el sogenannte etnocentrismo occidental, le remitimos ahora a la bella edición en la casa editorial del Acantilado del canónico El descubrimiento del espíritu de Bruno Snell

Ante la «evidencia» insuperable del subsuelo griego de la filosofía, o, si se quiere, su presupuesto indesconstructible, caben dos respuestas. Una es entender la reactivación de la tradición del pensamiento griego como el trabajo de una exégesis de la «revelación del ser» a partir de una escritura leída como literatura sagrada. Heidegger lee así de hecho los textos «especulativos» griegos. Éstos encuentran su momento culminante en los Diálogos de Platón y en la Física de Aristóteles –tras una historia en la que tienen parte relevante la «necesidad» de Anaximandro, el einai de Parménides, el lógos de Heráclito. Pero la filosofía como historia de la revelación del ser a los griegos arcaicos y clásicos, o el pensamiento de la finitud del ser, encuentra un límite decisivo: su sentido de la pertenencia epocal del sentido del ser socava internamente el efecto más universal e irreductible de la filosofía ateniense: la construcción racional de un concepto de verdad que por su propia estructura rompe la totalidad histórica en la que se genera. A ese concepto griego de verdad es infidelísimo el grecocentrismo metafísico de Heidegger. El esquema heideggeriano, ya desde Sein und Zeit, pero en un movimiento de radicalización progresiva de la elección helénica claramente señalable desde Holzwege, no puede atribuir a la filosofía post-griega otro estatuto que el de un epílogo{40}.

Se perfila entonces el contraste de una segunda respuesta a la evidencia del subsuelo griego de la filosofía: reactivar la herencia de la filosofía griega sería ahora no tanto interpretar y recordar la revelación del ser, cuanto más bien reactivar el concepto de verdad sobre la base de experiencias históricas que son rigurosamente impensables desde la finitud de la epocalidad griega. Las experiencias históricas de la Idea de Dios generada en el Judaísmo y el Cristianismo, del Derecho Romano, de la tendencia a la separación de Estado e Iglesia a través de la historia de la Iglesia, de la mundialización de la tierra en los Imperios del siglo XVI y XVII, de la Ciencia físico-matemática moderna, de la teoría de la Evolución, o del nacimiento de las naciones burguesas constitucionales, obligan a la filosofía a una renovación radical de la idea de verdad. La filosofía clásica alemana –y recordamos que ésta habría sido la última gran filosofía universitaria– contribuye decisivamente a construir ese nuevo concepto de verdad (desde el método trascendental y el Idealismo, que convierten al «realismo filosófico» en ingenuidad teórica). La fenomenología, sobre todo si ilustrada tras los desastres del siglo XX, es toda ella una introducción a un concepto nuevo de verdad material.

¿Cabe llevar a cabo ese trabajo irreductible e ineludible de la filosofía en la universidad? Puede uno entender (también en el sentido francés) la protesta del escéptico. Pero cabría contestar preguntándonos: ¿En qué otro lugar? Desde luego, en eso hemos insistido, no podría ser en un nuevo Jardín de Epicuro. Ni en un instituto de científicos aficionados a la epistemología.

La filosofía universitaria de los últimos ciento cuarenta años (podemos pensar en el tiempo emblemático de la entrada de Hermann Cohen en la universidad de Marburgo{41}) está marcada por restos de «buena voluntad» de fidelidad a los altos ideales de cientificidad, totalidad y universalidad de la universidad de los tiempos de Hegel y Schelling por parte de algunos; pero también, hay que reconocerlo, y sobre todo, por la evidencia de un progresivo e irresistible proceso histórico de alejamiento de aquel modelo. Los últimos decenios han agudizado la tendencia de las universidades a devenir, por un lado, instituciones «fabriles» (recordamos el término de Kant) de producción de ocasionalmente buenísima ciencia especializada, y centros sólo relativamente «superiores» de capacitación profesional, por otro lado. Una buena parte de los universitarios actuales leerían las importantes Lecciones sobre el método de los estudios académicos (1802) de Schelling, que de por sí tenían el carácter concreto de un programa político de institucionalización del saber, como cosa de delirio. Se entiende que todo verdadero saber sufre en medio de las coacciones burocrático-didácticas que asedian ahora a las universidades, en la medida en que aquel saber se empeñe saludablemente en mantener la memoria del origen euforizante de la universidad moderna. Pero se entiende que en el «resistible» ascenso del nuevo tipo de universitario «a la boloñesa» sufra más, y más conscientemente, esa forma de saber que se sigue llamando legítimamente filosofía: que sufra más en comparación con otras esferas del saber. Tanto más si no es filosofía que se tiene, sino que se busca.

Notas

{1} La distinción esencial entre «verdadera filosofía» y «filosofía verdadera» es recurrente en los escritos de Gustavo Bueno. La encontramos ya en el ensayo al que volvemos luego: El papel de la filosofía en el conjunto del saber, Ciencia Nueva, Madrid, 1970, p. 301. Remitimos también a El animal divino, Ensayo de una filosofía materialista de la religión, 2ª edición (corregida y aumentada), Pentalfa, Oviedo 1996, pp. 31-35 y a la explicación en Pelayo Sierra, Diccionario filosófico, Pentalfa, Oviedo, 2000, pp. 43-44. Del mayor interés es la conexión de la distinción entre «falsa filosofía» y «verdadera filosofía» y la oposición entre filosofía positiva y filosofía negativa que introduce Gustavo Bueno en el importante prólogo a Manuel F. Lorenzo, La última orilla. Introducción a la filosofía de Schelling, Pentalfa, Oviedo 1989. Quede dicho desde aquí que el planteamiento y el léxico del profesor de Oviedo, creador de una original y potente formalización de un materialismo filosófico de nuevo cuño, es una premisa básica de las consideraciones algo rapsódicas que siguen.

{2} Cf. Avital Ronell, Stupidity, University of Illinois Press, 2002. Y el comentario de Jacques Derrida: Séminaire La bête et le souverain, Volume I (2001-2002), Galilée, Paris, 2008,p. 104 y ss.

{3} La serie de artículos que escribió Husserl para la revista Kaizo en 1922 arranca expresamente de la crisis determinada por la guerra del catorce. Cf E. Husserl, Renovación del hombre y de la cultura, trad. esp. Agustín Serrano de Haro, Anthropos, Barcelona, 2002. El texto de referencia de la filosofía fenomenológica en relación con la primera guerra mundial sigue siendo, creemos, el de Jan Patocka, «Las guerras del siglo XX y el siglo XX en cuanto guerra», in Ensayos heréticos, Península, Barcelona, 1984

{4} Cf. M. Heidegger, Gesamtausgabe, II, Band 61, pp. 62-85 (acerca de la filosofía universitaria). Mucho cambia la cosa con el Heidegger de después de la siniestra colaboración con el régimen nazi, y sobre todo de después de la expulsión de la universidad alemana por las autoridades militares de los Aliados tras el final de la Segunda Guerra Mundial. El filósofo deviene entonces «pensador», y mayormente intérprete rapsódico de unos cuantos poetas proféticos y apocalípticos (de Hölderlin a Trakl). Sobre la deriva cuasi neoplatónica, acósmica, en Heidegger, desde mitad de los años treinta, me pernito remitir a mi polílogo «Variaciones sobre el Irrtum Husserl», in P. Peñalver-J. L. Villacañas (eds.), Razón de Occidente (Homenaje al profesor Pedro Cerezo), pp. 69-97.

{5} Franz Rosenzweig, «Introducción a los Escritos judío de Hermann Cohen» (trad. de Miguel García-Baró), in Beltrán, M., Mardones, J. M., Mate, R., eds., Judaísmo y límites de la modernidad, Riopiedras, Barcelona, 1998, p. 17. Por lo demás, el pasaje recordado de Rosenzweig apunta en el contexto de su ensayo a confirmar que la herencia de aquella gran filosofía universitaria de principios del siglo diecinueve seguía viva en la escritura y el magisterio de Hermann Cohen.

{6} Acerca de la organización de la Academia platónica, cf. Henry-Irenee Marrou, Historia de la educación en la antigüedad, Akal, Madrid, 1985, pp.95 y ss. Acerca de la universidad medieval, cf. Etienne Gilson, La philosophie au Moyen Age, («La fondation des Universités»), Payot, Paris, 1952, pp. 390-400. La historiografía medieval reciente ha retomado el tema de la universidad. Cf. Jacques Le Goff, Un autre Moyen Age, Gallimard, Paris 1999.

{7} Emmanuel Lévinas, en especial en Humanismo del Otro hombre (Caparrós, Madrid, 1993) se explica sobre el giro de pensamiento determinado por la revolución intelectual que representó el estructuralismo. Es sobre todo el Derrida de La voz y el fenómeno (Pretextos, Valencia 1984) el que lleva más lejos la necesaria explicación crítica entre el intuicionismo de la fenomenología y el formalismo de la teoría estructural de los signos.

{8} En todo este contexto, en la expresión «filosofía salvaje» buscamos un eco del término de Freud, Laienpsychanalyse. En « El psicoanálisis «silvestre»» (1919) se plantea la posibilidad de una terapia rápida que algo irónicamente acoge quien en otra parte trasmite que el psicoanálisis en serio es rigurosamente «interminable».

{9} Remitimos a la justificación que da Gustavo Bueno de la expresión «público indefinido», en el prólogo de El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral (Pentalfa, Oviedo 1996), p. 8, precisamente a título de destinatario buscado de las Lecturas que ahí se presentan. Que aquí estemos mayormente inquietos por las desventuras de la filosofía universitaria no nos impide reconocer lo bien fundado de la aclaración, en el contexto del prólogo recordado, de que desde luego no toda la filosofía académica (en suma, la filosofía de filiación platónica) está encerrada en los muros de la universidad. Queda que la cuestión de la institución no es secundaria.

{10} Cf. Monique Canto-Sperber (ed.) Philosophie grecque, Paris, PUF, 1998, p. 748.

{11} Cf. Serge Gruzinski, Les quatre parties du monde. Histoire d’une mondialisation, Editions de la Martinière, Paris, 2004, p. 340 y ss.

{12} Remitimos al excelente análisis de Pablo Huerga de los presupuestos del concepto de filosofía con que de hecho opera Sacristán: «Notas para un análisis materialista de la noción de filosofía de Manuel Sacristán», in El Catoblepas, nº 48 (febrero 2006). Audaz, y me atrevería a decir que atinada si tomada cum mica salis, la propuesta ahí justificada de que se vea aquel panfleto endemoniado no ya como «un texto más» en la obra del filósofo, «sino la cumbre de su pensamiento filosófico despojado de la hermenéutica en la que se va elaborando».

{13} Cabe lamentar el tono hagiográfico de prácticamente todos los comentarios y estudios de la obra de Sacristán. Por otro lado, apenas cabe encontrar referencia alguna en esos parajes a la, consideramos, importante respuesta de Gustavo Bueno a la ocurrencia de abolir los estudios de filosofía en la universidad. Una excepción: Juan-Ramón Capella (La práctica de Manuel Sacristán, Trotta, Madrid 2005) se refiere a aquella réplica con estos términos al precisar que el «dardo» del panfleto de Sacristán estaba dirigido al corazón de las filosofías sistemáticas y académicas: «Por eso un filósofo «sistemático», Gustavo Bueno dedicó un mamotreto de 500 páginas a combatir la tesis de Sacristán (vid. su El lugar de la filosofía en el conjunto del saber)» (p. 94). El biógrafo se equivoca también en la trascripción del título del libro de Bueno. ¿Para cuándo una aproximación no beatamente embalsamatoria a la obra y el magisterio del gran filósofo e incisivo renovador del marxismo que fue Sacristán?

{14} Véase ahora una versión falsísimamente «sobria» como relato fáctico de aquel episodio penoso de la notoriamente injusta postergación de Sacristán de aquella célebre cátedra de lógica de Valencia, en El legado filosófico español e hispanoamericano del siglo XX, Manuel Garrido, Nelson Orringer, Luis Valdés, Margarita Valdés (coords). Madrid, Cátedra, 2009, p. 685. Por lo demás, ese voluminoso «informe» con engañosa pinta de «objetivo» sobre la filosofía española e hispanoamericana contemporánea (1328 páginas) malamente puede situar la «parte» que significó en efecto la aportación de Sacristán, de su obra y de su magisterio, al colocarlo como uno más de una serie borgianamente heteróclita en el cajón «El pensamiento actual en Cataluña» (ibid., pp. 920-926). Una versión más ajustada al episodio de la cátedra de lógica de Valencia puede encontrarse en Francisco Vázquez, La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica (1963-1990, Abada, Madrid, 2009, pp. 344-345. Esta obra intenta explicar mayormente la significación de Sacristán en la filosofía española a partir de la categoría weberiana de «profeta ejemplar» (ibid. pp. 336-355). Por lo demás, se impone señalar en passant que el ambicioso libro de Francisco Vázquez, y sin que quepa negar sus posibles méritos por la acumulación de información más menos relevante sobre el período estudiado (del Concilio Vaticano a Isegoría), está muy marcado por unos cuantos prejuicios mayormente impensados (relacionados sobre todo con un concepto militantemente antiespeculativo de la filosofía, una sintomática depreciación de las nociones de magisterio y escuela, esenciales a la filosofía académica como tal, y una ingenuamente confesada convicción de que «el» filósofo español de ese período es sociológicamente ingenuo (p. 24)). De ahí la abismal asimetría entre el «antropólogo» sociológicamente ilustrado aquí de este trabajo de campo (para quien la función esencial de la filosofía debería reducirse a espantar fantasmas religiosos y dóxicos), y los pobres «indígenas» que construyen sus castillos filosóficos en la inopia por lo visto, y leyendo cuasireligiosamente textos clásicos exentos. Desde luego, en este libro decidido firmemente a irritar (objetivo logrado), la posibilidad de una interpretación de la filosofía de Gustavo Bueno queda bloqueada desde el primer momento, al tomar como base una categoría tan vaga y accidentalista como «academicismo heterodoxo» (vid. pp. 121-134).

{15} De los Ensayos materialistas (Taurus, Madrid 1972) tiene directa relación con nuestro tema el importante apéndice 2 (pp. 235-265): «El concepto de «implantación de la conciencia filosófica». Implantación gnóstica e implantación política».

{16} Gustavo Bueno lo describe inicialmente así: «El breve ensayo de Sacristán es, en realidad, un discurso retórico y, en él, Sacristán se acredita como excelente conocedor del oficio. ¿Cómo puede causar un efecto tan grande algo que es tan pequeño? Yo creo que, sobre todo, por su propia estructura retórica, a la cual se ordena su propia brevedad: es la brevedad de un «hara-kiri» filosófico. Adquieren de este modo, las páginas de Sacristán un sentido dramático incorporado a su propio sistema retórico» (El papel de la filosofía en el conjunto del saber, cit., p. 21). Es accesible ahora un breve texto de Sacristán en la línea del panfleto de 1968, redactado un par de años antes: «Un apunte acerca de la filosofía como especialidad», in Manuel Sacristán, Lecturas de filosofía moderna y contemporánea, (ed. de Alberto Domingo), Trotta, Madrid 2007, pp. 177-181.

{17} Cf. Aristóteles, Retórica, 1358 b, apud El papel de la filosofía…, cit., p. 24.

{18} «Es posible que no haya existido nunca, o que haya existido sólo durante un par de decenios, una organización de la cultura que diera a la filosofía académica la posibilidad de realizar eficaz y monopolísticamente la función de dirección ideológica de la sociedad. (El firmante ha sostenido en otra ocasión que eso ha ocurrido sólo con la primera generación de grandes filósofos académicos, o sea, en los años de enseñanza universitaria de Schelling y Hegel.) En cualquier caso, ésa no es la situación de la cultura contemporánea» (M. Sacristán, Papeles de filosofía II, cit., p. 360-361.

{19} Manuel Sacristán, «Al pié del Sinaí romántico», in Papeles de filosofía, cit., p. 339.

{20} Ibid., p. 348.

{21} G. Lukacs, Goethe y su época, Grijalbo, Barcelona 1968, pp. 22-23

{22} Ibid., p. 345-346.

{23} Gustavo Bueno, El papel de la filosofía…, cit., p. 230.

{24} Bueno expone una ilustrada reivindicación de la conexión privilegiada de la «conciencia filosófica» y la tradición estoica. Vid., El papel de la filosofía…, cit., pp. 297-301.

{25} Manuel Sacristán, Papeles de filosofía, cit, p. 366.

{26} Cf. «La universidad y la división del trabajo» (1969) in Manuel Sacristán, Intervenciones políticas. Panfletos y materiales III, Icaria, Barcelona, 1985, pp.98-152.

{27} El tema «Filosofía y Escatología» es muy importante en la economía de la argumentación de Bueno. Vid., El papel de la filosofía…, cit., pp. 280-310. Remitimos en especial a la «elección» del modelo estoico, a título de «verdadera filosofía» antes que de «filosofía verdadera», p. 300-301. Creo por otro lado que sería de interés precisar la dialéctica del momento apocalíptico en un pensamiento tan esforzadamente «racionalista» como el de Sacristán.

{28} Manuel Sacristán, Papeles de filosofía, cit., p.376.

{29} Cf. El derrumbamiento de la URSS es el motivo de arranque de una teorización de la sociedad política: Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas», Biblioteca Riojana, Logroño 1991. Bueno ha reconsiderado el argumento del Papel de la filosofía en el conjunto del saber en ¿Qué es filosofía?. El lugar de la filosofía en la educación, Pentalfa, Oviedo, 1995, pp. 79 y ss. Más recientemente, el filósofo de Oviedo se ha referido a las posiciones mantenidas hace cuarenta años (una época en la que la vinculación de la filosofía y la sogenannte lucha de clases hacía furor), en «El porvenir de la filosofía en las sociedades democráticas», in El Catoblepas, números 100 a 103 (2010). La tarea de la filosofía de levantar un mapamundi sobre la base de los saberes de primer grado encontraría ahora una dificultad mayor en el «fundamentalismo» democrático. Así, y por lo que se refiere a su «existencia», «la filosofía perderá en el porvenir de referencia sus lugares de asiento tradicionales. Por así decirlo, el porvenir no ofrece ningún lugar definido para la filosofía» (El Catoblepas, 103, p. 11).. Creo que el problema decisivo está en la recuperación y renovación del tema ilustrado de un público crítico nacional. Condición y efecto al mismo tiempo de la filosofía académica sería un público «indefinido» (en un cierto buenísimo sentido), y por recuperar un término del prólogo de El sentido de la vida al que hacíamos referencia arriba. Pero de todas formas, y aunque, cabe reiterarlo, la filosofía académica no es la filosofía universitaria, pueden suscitarse dudas razonables ante el riesgo de que la abolición de ésta acabe produciendo la disolución histórica de aquella.

{30} Me permito remitir a Patricio Peñalver, «Kierkegaard» in, José Luis Villacañas (ed.) La filosofía del siglo XIX, (Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía), Trotta, Madrid, 2001, pp. 113-163.

{31} E. Kant, El conflicto de las Facultades, trad. R. R. Aramayo, Madrid, Alianza, 2003, p. 68.

{32} Ibid., p. 77. De aquí podría deducirse la estrategia más segura hoy para las Facultades de Filosofía: buscar la alianza con el resto de «verdadera ciencia» que quede en algunas titulaciones universitarias, y poner distancia frente al bárbaro practicismo de las titulaciones más abiertamente profesionalistas.

{33} Ibid., p. 77.

{34} Remitimos a la bella edición crítica de Cintio Vitier: Paradiso, Colección Archivos, Madrid, 1988, pp. 239-240

{35} Además de L’université sans condition (Galilée, Paris 2001); trad. esp. La universidad sin condición, Trotta, Madrid 2001), se leerán en el contexto Inconditionalité ou souveraineté. L’Université aux frontières de l’Europe (Atienes, Patakis, 2002) y la «Allocution proférée à l’université de Coimbra», in Derrida à Coimbra (ed. Fernanda Bernardo), Palimage, Braga, 2005. Desde esa nueva inquietud ante la exigencia de una universidad incondicional, se recuperará la larga meditación anterior, en especial, la sección III («Mochlos: l’oeil de l’Université») de Du droit à la philosophie, Galilée, Paris 1990.

{36} Cf. «El tiempo de una tesis» (1980), in Anthropos, nº 93, Jacques Derrida, pp. 20-26.

{37} El programa de Derrida es pasablemente derivable de la concreta puesta en cuestión de la «distinción esencial» del Husserl de las Investigaciones lógicas entre los conceptos de expresión (signo «interior») y de señal (signo «exterior»). (Vid. La voz y el fenómeno, Valencia, Pretextos, 1984). Crea así, «la mayor inseguridad, con la mayor seguridad». Es el punto en el que parece imposible un entendimiento entre «la» filosofía clásica y lo que se busca en los parajes del cierre del saber absoluto. A no ser que una cierta relectura de Hegel y de Schelling permitiera reinscribir en un mismo espacio los dos movimientos (a lo que invitan los trabajos filológicos, y no sólo, de José María Ripalda sobre el idealismo alemán).

{38} Crítica del juicio, cit., p. 265.

{39} «La producción de la aptitud de un ser racional para cualquier fin, en general (consiguientemente en su libertad), es la cultura. Así, pues, sólo la cultura puede ser el último fin que hay motivo para atribuir a la naturaleza, en consideración de la especie humana (no la propia felicidad en la tierra, ni tampoco ser sólo el principal instrumento para establecer fuera del hombre, en la naturaleza irracional, orden y armonía», Ibid., & 83, p. 348.

{40} Remitimos a un característico movimiento crítico respecto al «pensador alemán que se dejó deslumbrar por la barbarie»: el que esboza Miguel García-Baró, en «Ensayo sobre la situación fundamental de la existencia», in J. P. Sartre, G. Marcel, et alteri, Kierkegaard vivo. Una reconsideración, Encuentro, Madrid 2005 (pp. 109-134).

{41} La figura de Cohen en este contexto, el tema complejo de la inscripción del pensamiento de Cohen en la universidad alemana, merecería un estudio especial. En rigor, es la secuencia nada homogénea del neomonoteísmo filosófico judío del siglo XX, y sus atormentadas relaciones con las universidades «nacionales» modernas, lo que habría que considerar o reconsiderar. Anticipo un esquema que quisiera justificar en otro lugar: en un primer momento, el decisivo impulsor del movimiento neokantiano sólo puede incorporar el motivo judío al sistema de la filosofía en el momento en que «sale» de la universidad y se lanza, por cierto sin mucho éxito, a captar la atención de la alta cultura berlinesa de principios del siglo pasado. En un segundo momento, Rosenzweig asume de entrada, desde su retorno al judaísmo, que el cultivo sistemático del pensamiento judío no puede desplegarse en la estructura universitaria. De ahí esa especie de no-lugar institucional de una obra por cierto que a su manera sistemáticamente filosófica como Stern der Erlösung (1921). Una tercera «estrategia» habría sido la de Lévinas: el neomonoteísmo judío filosófico, que incorpora en la prosa del saber el profetismo, regresa a la universidad por el camino del método fenomenológico: Totalité et infini (1960) pudo ser aceptado como tesis doctoral por la universidad francesa.

 

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