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El Catoblepas, número 107, enero 2011
  El Catoblepasnúmero 107 • enero 2011 • página 14
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En torno al Estado de las Autonomías

Pedro Carlos González Cuevas

Un ejercicio de «memoria histórica»

En torno al Estado de las Autonomías

1. De la creación de la realidad

La mayoría de los regímenes políticos suelen organizar su mecanismo de defensa y de autolegitimación frente a sus enemigos reales o potenciales como las antiguas plazas fuertes, mediante un sistema de fortificaciones concéntricas: en el centro, la estructura misma de poder, rodeándola, la superestructura supuestamente teórica; a su servicio, el círculo protector de la fuerza pública; y, en fin, como halo puramente emocional, el círculo de lo que se ha llamado Angstkoettizient, el coeficiente de terror puramente emocional, muy deliberadamente cultivado por los mass media. El actual régimen político español no es una excepción a la regla. A nivel de teoría y de legitimación ideológica, que es el que aquí nos interesa, el sistema ha podido sobrevivir gracias a la elaboración de una especie de metarrelato sobre una supuesta Transición modélica, cuyo correlato ideológico-simbólico se ha desarrollado en torno al carácter «sacral» de la Constitución de 1978; la Monarquía parlamentaria como «institución ejemplar»; y la valoración positiva del denominado Estado de las autonomías, poco menos que como «constitución natural» de la nación española. El coeficiente de angustia fue, y es, cultivado eficazmente presentando al régimen anterior y a sus figuras carismáticas como el Mal absoluto, cuyo sólo nombre implica rechazo. Para lograr la difusión de tan averiada mercancía, el régimen político actual ha contado con medios ingentes y ha sido lo suficientemente astuto para crear lo que Marc Fumaroli ha denominado «Estado cultural»{1}. La Administración ha copado los resortes de la promoción cultural, creando intelectuales orgánicos, pintores orgánicos, historiadores orgánicos, cineastas orgánicos, novelistas orgánicos, moralistas orgánicos, filósofos orgánicos, &c., &c., mediante premios, subvenciones, catálogos, comisiones, jurados, &c. Como complemento, se ha constituido una especie de oligarquía cultural, que, mediante múltiples rituales de exclusión simbólica, articuló un sistema de segregación cultural, basado en la distinción nítida entre discutidores legítimos y los excluidos del debate intelectual{2}. Sus líderes exhortativos, como denunció el sociólogo Victor Pérez Díaz, tuvieron, y tienen, como misión, estrangular la emergencia de nuevas ideas, incluso mediante su reducción al silencio{3}. Como hubiera dicho Georges Sorel, los intelectuales orgánicos, sobre todo en su variante exhortativa, se han convertido en «bufones»{4}, no de una aristocracia degenerada, sino de las nuevas clases políticas; no menos degeneradas, por cierto. De todas formas, hoy la figura del intelectual se encuentra completamente desprestigiada; y en España, donde nunca fue una fauna excesivamente numerosa ni lúcida, ha entrado en un claro proceso de extinción, siendo, poco a poco, sustituida por el agitador mediático. Lo peor no fue, sin embargo, la construcción de esa «Estado cultural», sino su generalización, a medida que se consolidaba el proceso autonómico. Cada comunidad autónoma quiso tener su propio y diminuto «Estado cultural», sus propios intelectuales-bufones, cuya misión no era otra que «inventar» tradiciones locales de cara a la consolidación de las nuevas instituciones. En ese aspecto, el caso catalán ha sido especialmente ominoso. La Generalidad catalana no sólo ha creado su propio «Estado cultural» y sus particulares intelectuales-bufones, sino que, aprovechando la ofensiva izquierdista de reivindicación de la denominada «memoria histórica», se ha propuesto instaurar, a través del llamado «Memorial Democrático», un relato hegemónico y homogeinizador sobre el sentido de la historia contemporánea catalana. En palabras de uno de sus promotores, Ricard Vinyes, «la memoria del Estado»{5}. Entre los promotores de este universo orwelliano se encuentran, aparte del citado Vinyes, el historiador neoestalinista Josep Fontana, el eco-comunista Joan Saura, Jordi Borja, Xavier Doménech, &c.{6} En defensa del sistema autonómico y sus parcelas de poder, los intelectuales-bufones y los mass media a su servicio han difundido una neo-lengua, con palabras tales como «país», «Estado español, «autonomías», «autogobierno», &c., cuyo contrapunto negativo ha sido, y es, «españolismo», «centralismo», «conservador», «fascista», «separador», &c.

Las consecuencias de todo ello han sido muy negativas. La sociedad civil española no ha conseguido desarrollarse lo suficiente, a lo largo de estos treinta años; y ha sido incapaz de dar una respuesta eficaz a un sistema de permanente coacción psíquica y de agresión simbólica.

2. El absolutismo de la realidad, o la dialéctica del Estado autonómico

No obstante, y por diversas razones, las cosas están comenzando a cambiar. Hasta hace relativamente poco tiempo, el conjunto de mitologemas y mixtificaciones elaborados por los intelectuales-bufones han permanecido vigentes y sin alternativa; pero ahora van siendo puestos en cuestión. Y es que, como hubiera dicho el filósofo Hans Blumenberg, al final se ha impuesto el «absolutismo de la realidad»{7}. Frente a los mitos elaborados por los intelectuales-bufones, apareció ante nuestros ojos la realidad despiadada, desnuda, indiferente y sin miramientos de un sistema político y social en crisis y bancarrota. Hoy, casi todos los analistas y expertos coinciden en la necesidad de reforma del texto constitucional de 1978. La Monarquía y sus titulares han sido, por fin, sometidos a crítica, en parte por sus errores y en parte también porque para no pocos se trata de una institución obsoleta cuya funcionalidad y eficacia resulta más que discutible. En concreto, la imagen del actual Jefe del Estado se asemeja a una especie de robot –el hombre máquina, diría el barón D´Holbach–, que sólo sirve para sancionar con su firma leyes tan sectarias y negativas para el porvenir de la nación como la de Memoria Histórica y la del aborto. De hecho, la familia real no ejerce ningún magisterio moral, ninguna ejemplaridad; todo lo contrario; ha caído en los mismos vicios que el resto de los españoles, pero, eso sí, disfrutando de los privilegios inherentes a su posición social. De igual forma, nadie sabe, después de más de treinta años, para qué sirve el Senado, salvo como cementerio de elefantes políticos y para derrochar dinero en traductores de lenguas vernáculas.

No obstante, ha sido el denominado Estado de las autonomías el que, de un tiempo a esta parte, ha cosechado mayor número de críticas. Y es que el presidente José Luis Rodríguez Zapatero se convirtió, consciente o inconscientemente, en una especie de aprendiz de brujo que, con su errática e irresponsable actuación, ha puesto de relieve la fragilidad y las contradicciones del sistema político edificado en 1978. En primer lugar, su obcecada apuesta por el nuevo Estatuto de Cataluña ha tenido como consecuencia, se quiera reconocer o no, la quiebra de la ya de por sí debilitada unidad nacional española, ya que tiene por base el reconocimiento de la singularidad «nacional» del Principado, lo que se traduce en el establecimiento de una relación bilateral con el Estado; en la asunción de nuevas competencias y en la modificación del sistema de financiación. El Estatuto se aprobó en referéndum el 18 de junio de 2006 y desde entonces se presentaron ante el Tribunal Constitucional siete recursos contra él. El primero en interponer recurso fue el Partido Popular; luego el Defensor del Pueblo y cinco comunidades autónomas. Todos fueron admitidos a trámite por el Tribunal. También hubo cuatro recusaciones contra otros tantos magistrados del alto tribunal, de las que tres fueron rechazadas. Sólo fue estimada la segunda recusación que el Partido Popular presentó contra Pablo Pérez Tremps, por lo que se vio excluido de las deliberaciones del recurso. El Tribunal Constitucional tardó cuatro años en dar el fallo; lo que contribuyó a erosionar la legitimidad de la institución. La sentencia resultó cuando menos ambigua. El bloque relativo al preámbulo, donde se reconocía a Cataluña como nación, fue aprobado por seis votos frente a cuatro. La presidente del Tribunal, María Emilia Casas, accedió a última hora a que en el fallo de la sentencia se recogiera que carecían de eficacia jurídica interpretativa las referencias del preámbulo donde se hacía referencia a la realidad nacional de Cataluña. Sólo un artículo se declaró inconstitucional por completo, el 97, en el que se mencionaba al Consejo de Justicia de Cataluña. Fueron aprobados, en cambio, gran parte de los puntos sobre financiación, sobre las competencias de Cataluña y la bilateralidad entre dicha comunidad autónoma y el Estado central{8}. A pesar de ello, el presidente de la Generalidad, el socialista José Montilla, convocó una marcha en contra de la decisión del Tribunal, bajo el lema «Somos una nación, nosotros decidimos», acompañada con una gran senyera. A lo largo de la manifestación, fueron generales los gritos independentistas y el propio Montilla resultó agredido por algunos catalanistas radicales. En cualquier caso, la gravísima responsabilidad recae sobre Rodríguez Zapatero. No obstante, ha sido la profunda crisis económica que arranca de 2008 la que ha puesto más radicalmente en cuestión la viabilidad y la racionalidad del actual modelo de Estado. Y es que el denominado desarrollo autonómico no sólo no ha servido para el fortalecimiento de la unidad nacional española –todo lo contrario–, sino que ha terminado poniendo en cuestión la propia unidad del mercado. La fragmentación autonómica en diecisiete unidades con reglamentaciones propias y, a menudo, contradictorias, está procediendo a levantar barreras a la libre circulación de bienes, especialmente de las personas. Como ha señalado Gabriel Tortella y Clara Eugenia Núñez: «Hoy está en juego la misma existencia de España como nación (…) así como la unidad de mercado. Europa y el Estado de las autonomías son realidades enfrentadas que definen, en parte, la naturaleza de la crisis que nos afecta así como nuestra capacidad de respuesta»{9}.

Y es que atribuir el progreso económico y social que ha tenido lugar en la sociedad española desde 1978 al sistema autonómico, como a veces de intenta hacer, es sencillamente ridículo. La prueba más simple se obtiene observando la posición relativa que ocupaban en 1978 las distintas regiones y las que ocupan hoy, y comparándola con el grado de autogobierno del que han dispuesto. Así, resulta que regiones que disfrutaron desde el primer momento de Estatuto de autonomía «de primera» o de «vía rápida», como Galicia y Andalucía, no han avanzado posiciones relativas, mientras que otras que sí lo han hecho, como las islas Baleares o Madrid, partiendo de un nivel de autogobierno menor, hablando desde un punto de vista competencial. Para lo que si parece haber servido, a nivel económico, el sistema autonómico es para congelar las posiciones de regiones como el País Vasco y Cataluña, que en el pasado se desarrollaron industrialmente antes y en mayor medida que el resto del país, pero que con el cambio de estructuras económicas y la mejora de las comunicaciones han perdido en buena medida la ventaja competitiva que proporcionaba la situación geográfica privilegiada como únicos puntos fácilmente practicables por tierra con el resto de Europa. Y aquí es donde principalmente produce sus efectos la imposición de obstáculos artificiales al libre establecimiento de españoles de otras regiones con el fin de impedirles compartir en igualdad de condiciones esa posición de ventaja «congelada» por el Estado autonómico.

Esta realidad es tan evidente que hasta los líderes del Partido Popular parecen haberse enterado de la gravedad de la situación. Todo un acontecimiento en la España actual, donde los políticos parecen no enterarse de nada. Así, el expresidente José María Aznar López aseguró que el Estado de las autonomías, tal y como se había configurado, no era viable a nivel político y financiero{10}. La Fundación parta el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), de la que Aznar López es presidente, ha elaborado, en ese sentido, un informe, obra de Mario Garcés, Julio Gómez Pomar y Gabriel Elorriaga, titulado Por un Estado autonómico racional y viable, en cuyas páginas se insiste en las disfuncionalidades económicas y administrativas del modelo territorial, pero donde apenas se trata de los problemas de orden político y cultural{11}.

No deja de ser chocante que esta denuncia venga de la mano del hombre, como José María Aznar López, que, como ha señalado el economista Mikel Buesa, transfirió, durante su mandato, a las comunidades autónomas la sanidad y la educación. «Ese es el momento en el que se llega al mayor nivel de autonomía dentro del país. El problema es que seguramente no se sopesó lo suficiente la incapacidad del Estado para ejercer sus propias competencias porque los nacionalistas tienen un poder que excede con mucho su nivel de representación, como resultado del sistema electoral que tenemos»{12}. De todas formas, Mariano Rajoy pronto se encargó de suavizar las opiniones de Aznar, con unas declaraciones en las que daba fe de su adhesión al sistema autonómico: «Yo creo en el Estado de las autonomías. Ha sido muy útil. Ha funcionado bien. Nosotros lo apoyamos. A partir de ahí hay que hacer reformas, sobre todo recuperar la ley de estabilidad presupuestaria también para las autonomías y garantizar la unidad de mercado»{13}. Como puede verse, es difícil que el Partido Popular pueda elaborar una alternativa al Estado autonómico, dado que ha participado tanto en su construcción como en su gestión y disfruta de los privilegios que genera el sistema. Lo mismo podemos decir del PSOE, para quien el Estado autonómico es intocable; y en ese sentido su ejecutiva ha dejado muy claro que tan sólo admitirá «retoques» al actual modelo territorial{14}.

3. Aquellos que vieron más claro.

En ese sentido, creo que se debería hacer un poco de «memoria histórica», ahora tan de moda en nuestros lares; y recordar, aunque sólo sea por un momento, a los intelectuales y políticos que, con notoria agudeza y valentía, criticaron la generalización del proceso descentralizador y la instauración del Estado de las autonomías. Algo que coincidió, y no por casualidad, con los primeros balbuceos del sistema hegemónico de alienación político-cultural. Todo comenzó con las discusiones sobre el anteproyecto de Constitución, finalmente aprobado en 1978. El punto más debatido fue, sin duda, el de la organización territorial de la nación española, con la generalización de las autonomías y la inclusión del polémico término «nacionalidad». Se trataba, en el fondo, no sólo de una reivindicación de los nacionalismos catalán y vasco; fue asimismo el fruto de la estrategia rupturista de la izquierda presa, como respuesta al régimen de Franco, de un profundo entusiasmo filonacionalista, propugnando, entre otras cosas, la República federal y el derecho de autodeterminación de las nacionalidades. Con ello, la izquierda continuaba su propia y particular tradición: nunca tuvo, ni tiene un concepto claro de nación española. Por su parte, la Unión del Centro Democrático apostó igualmente por la táctica filonacionalista, con la intención de integrar a vasquistas y catalanistas en el nuevo marco político. De los ponentes centristas fue Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón –admirador de Charles Maurras{15}– el más activo en esta línea; a él se debió, junto al catalanista Miguel Roca, la inclusión del término «nacionalidades» en el texto constitucional.

Uno de los primeros en reaccionar en contra fue el filósofo Julián Marías. La lectura del anteproyecto le pareció «el primer golpe serio al optimismo que me ha sostenido durante los dos últimos años». Y es que «nacionalidad no era «el nombre de ninguna unidad social ni política, sino un nombre abstracto que significa una propiedad, afección o condición». Además, se introducía, con la distinción entre nacionalidades y regiones, «una arbitraria desigualdad entre sus miembros». No menos grave era, a su juicio, la sustitución de la expresión «lengua española» por la de «castellano» a la hora de dar una denominación al idioma oficial. Todo lo cual demostraba la existencia de grupos políticos «aquejados de insolidaridad», a los que no interesaba nada el conjunto de España salvo para «desarticular la estructura nacional»{16}.

No fue, sin embargo, el único intelectual y político que rechazó la inclusión del término «nacionalidad» en el texto constitucional, lo mismo que el Estado autonómico. El viejo líder democristiano José María Gil Robles opinaba que el concepto «nacionalidad» presuponía el reconocimiento de una entidad que podía aspirar a «constituirse en Estado»; y ello en una época en que «no parece corresponderle crear nuevas fronteras, sino abrir aún más las existentes». Denunciaba la ambivalencia entre «autonomía» y «autogobierno», «que no son conceptos intercambiables» y la admisión de los derechos históricos de los territorios forales en «desdichada disposición adicional». Gil Robles censuró, además, la concesión general de preautonomías en vez de esperar a la aprobación de la Constitución o sin elaborar siquiera una «ley marco»{17}.

Por su parte, Laureano López Rodó condenó, como lo habían hecho Marías y Gil Robles, el término «nacionalidades», «concepto jurídico impreciso en su aplicación a nuestro Derecho interno», pero que está «muy bien definido y tiene una carga peligrosísima en la doctrina y en la práctica del Derecho Internacional». López Rodó era partidario de una cierta descentralización a nivel administrativo. Pero ese proceso descentralizador no debía propiciar «una burocracia paralela que despliegue los organismos e interfiera sus funciones»; tampoco podía encubrir «un federalismo vergonzante». Menos aún aproximarse a la construcción de un «embrión de Estado con la secreta intención de declararse independiente en el primer momento en que el debilitamiento del sentido de unidad de España lo permitiera». Temía López Rodó que el proceso autonómico pudiera dar al traste con el Estado y que mantuviese «indefinidamente abierto el período constituyente». El Estado autonómico no era unitario, ni federal, ni tampoco un tipo intermedio constituido por el Estado regional «como en el caso de Italia». Las autonomías podían conducir a «la ruptura de la unidad económica, de la unidad de mercado, de la unidad de la Hacienda Pública, de la unidad del ordenamiento jurídico, de la unidad cultural y de la unidad política de España»{18}.

De la misma forma, Gonzalo Fernández de la Mora denunció el título VIII de la Constitución, relativo a las autonomías, como «una antología de ambigüedades», señalando la asombrosa de un artículo 149 que enumeraba las treinta y dos materias que eran competencia «exclusiva» del Estado; y un artículo 150 que dice que las competencias podrían ser delegadas en las comunidades autónomas; la cual era una de las muchas «trampas mortales» en la que había caído el grupo ucedista en su relación con los nacionalistas. Más grave aún era que se hubiera negociado los estatutos con «plenipotenciarios de las comunidades autónomas», elaborando una legislación «como si fuera un tratado internacional», algo que implicaba «escisión de soberanía». Además, a partir del ejemplo catalán y vasco, el proceso se haría extensivo a otras regiones: «Es evidente que será imposible conceder a otras regiones menos autogobierno que el que se otorgue a los vascos; al contrario, el primer estatuto promulgado será el techo mismo de los estatutos posteriores; será la base de partida de la subasta de cantonalismos». Con todo, el principal error era «la pretensión de inventar el primer Estado autonómico del mundo en unos meses y con reuniones bilaterales de emergencia… y apenas sin precedentes internacionales»{19}.

El proceso autonómico no daba cohesión nacional a España, porque las autonomías se habían convertido en un fin en sí mismo, en «proyectos regionales y aún locales; pero no nacionales, y desde el punto de vista de España, están resultando desnacionalizadotes». El separatismo nacía como «un antipatriotismo y como una involución histórica»; era una «operación negativa porque antes de crear va sañudamente contra algo, y es reaccionario porque pretende remontar los tiempos a veces con nostalgias medievales e incluso arcádicas». En ese sentido, una interpretación extensiva de la Constitución podía llevar a «la balcanización de España, o sea, al límite de las tensiones locales»{20}. Para Fernández de la Mora, la Constitución de 1978 era, en consecuencia, «una ley de fomento de la plurinacionalidad»{21}. Veinte años después, consideraba que el modelo de Estado se encontraba «todavía in fieri y el proceso constituyente ni ha terminado ni se adivina su conclusión»{22}. En su opinión, la situación ideal sería «el racional fortalecimiento de la unidad nacional para proyectarla sobre una solución planetaria». «Desde mi juventud he sido paneuropeísta por razones éticas y pragmáticas, y ahora lo soy más que nunca. Sean bienvenidos los nacionalismos culturales, enriquecedores de la variedad creadora, pero los nacionalismos políticos son factores negativos en el progreso hacia la imperativa solidaridad humana». A ese respecto, el camino pasaba por «la unión económica europea, realizada con el espíritu generoso y solidario a partir de un mínimo Estado, no más de los existentes». Lo que implicaba una «acción reintegradora» a nivel cultural y político sin la cual «el proceso se torna menos reversible, salvo que los soberanos del gran Mercado impongan la inmutabilidad de las anteriores fronteras asociadas»{23}.

Como hemos señalado, el conjunto de la izquierda española reivindicó, desde el principio, el federalismo, el autonomismo e incluso la autodeterminación. No obstante, algún analista político, como el socialdemócrata Luis García San Miguel, manifestó, desde el principio, sus temores ante la generalización del proceso autonómico. Y es que, denunciaba, «para algunos, la autonomía es la sala de espera de la independencia». Al mismo tiempo, consideró que, al menos en parte, la izquierda era culpable de la génesis del problema, al inventarse «las naciones y los pueblos del Estado español». «La oposición utilizó cualquier reivindicación, cualquier motivo de descontento, como arma arrojadiza contra el franquismo, acogiéndose, a veces, al sano principio «destruyamos lo existente y luego ya veremos». Esto es explicable (¿también justificable?), pero en cualquier caso, no cabe duda de que ha contribuido a aumentar el problema. Y si hay que echarle la culpa a alguien, a la oposición le corresponde un elevado porcentaje de las mismas. Hasta hace poco tiempo, la oposición simpatizaba casi unánimemente con la ETA». Por otra parte, García San Miguel criticaba que la culpa del problema recayera exclusivamente en el régimen de Franco, ya que éste también había heredado el problema. «No está claro que la situación sea más complicada ahora que en tiempos de Maciá y de Companys». En cualquier caso, a la vista de las reivindicaciones autonomistas y separatistas, no había más remedio que abordar el problema territorial, algo que llevaría a los españoles a pagar «un precio elevado»{24}

Colofón

Hoy, dada la situación económica y política, estas críticas y estos planteamientos nos parecen poco menos que obvios. Sin embargo, podemos preguntarnos por qué su difusión fue tan fácil y eficazmente bloqueada por los aparatos ideológicos del Estado y los mass media. Tanto Marías como Gil Robles, López Rodó, Fernández de la Mora o Luis García San Miguel fueron tachados de alarmistas y catastrofistas; pero tenían razón. Marías logró acomodarse, mal que bien, a la situación, aunque nunca dejó en sus críticas al nuevo modelo de Estado. Gil Robles murió en 1980 absolutamente amargado y desengañado de la política seguida por Adolfo Suárez González. López Rodó y Fernández de la Mora pasaron, sin solución de continuidad, al exilio interior. La España «oficial» sometió sus figuras y su obra a un implacable silencio. Los vaticinios de García San Miguel fueron silenciados por las izquierdas; no eran políticamente correctos. En esta hora baja de España, necesitamos una gran cura de racionalización. Algo que implica una radical revisión de nuestros iconos venerables. No intelectuales-bufones, cuyos nombres sobran, sino auténticos pensadores y políticos, como Julián Marías; José María Gil Robles, Laureano López Rodó Gonzalo Fernández de la Mora y Luis García San Miguel, capaces de defender su decoro político frente a las asechanzas del poder. Su recuerdo y homenaje es una parte esencial de la reforma intelectual y moral que necesitamos.

Notas

{1} Marc Fumaroli, El Estado cultural. Barcelona 2007, pp. 58-59 ss.

{2} Véase Pierre André Taguieff, Sur la Nouvelle Droite. París 1995, pp. 395 ss. Elizabeth Lévy, Les maîtres censeurs. Pour finir avec la pensée unique. París 2002, p. 26.

{3} Víctor Pérez Díaz, Una interpretación liberal del futuro de España. Madrid 2002, pp. 100-101.

{4} Georges Sorel, Las ilusiones del progreso. México 1985, pp. 79 y 82.

{5} Ricard Vinyes, «La Memoria del Estado», en El Estado y la memoria. Gobiernos y ciudadanos frente a los traumas de la historia. Barcelona 2009, pp. 23 ss.

{6} Véase Politicas de la memoria. I Coloquio Internacional Memorial Democràtic. Lleida 2009.

{7} Véase Franz Josef Wetz, Hans Blumenberg. La modernidad y sus metáforas. Valencia 1996, pp. 78 ss.

{8} El País, 9-VII-2010.

{9} Gabriel Tortella y Clara Eugenia Núñez, Para comprender la crisis. Madrid 2009, p. 193.

{10} El País, 19-I-2011.

{11} FAES, Por un Estado autonómico racional y viable. Madrid 2010.

{12} ABC, 18-I-2011. Véase también Mikel Buesa, La crisis de la España fragmentada. Madrid 2010. Eso por no hablar del optimismo insensato que destilaban sobre el sistema autonómico las páginas de un libro firmado por Eduardo Zaplana, con un prólogo de Adolfo Suárez y titulado El acierto de España. Madrid, 2001.

{13} El País, 19-I-2011.

{14} La Gaceta, 25-I-2011.

{15} Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, Memorias de estío. Madrid 1993, p. 54.

{16} Julián Marías, La España real. Madrid 1998, pp. 450-457.

{17} José María Gil Robles, La aventura de las autonomias. Madrid 1980, pp. 54, 84, 115.

{18} Laureano López Rodó, «Conferencia en el Club Siglo XXI», en Ciclo de Conferencias 1980-1981. Madrid 1981, pp, 300, 315-316. Las autonomías, encrucijada de España. Madrid 1980, pp. 125 ss.

{19} «Trampas mortales», El Imparcial, 13-VII-1979.

{20} «Crisis de destino», ABC, 23-V-1980. «Alta tensión», ABC, 7-VIII-1979. «Este país», ABC, 17-VIII-1979.

{21} «Fomento de las naciones», ABC, 15-IV-1980.

{22} Gonzalo Fernández de la Mora, «Por qué vote negativamente a la Constitución de 1978», en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. nº 75. Madrid 1998, pp. 249-263. Los errores del cambio. Barcelona 1987, pp. 80-87, 101-110.

{23} «Allende el Estado moderno», Razón Española nº 93, enero-febrero 1999, pp. 7-21. «Etica del nacionalismo», Razón Española nº 65, mayo-junio 1994, pp. 309-310. «La desnacionalización de España», Razón Española nº 118, marzo-abril 2002, pp. 160-162.

{24} Luis García San Miguel, Teoría de la transición. Un análisis del modelo español 1973-1978. Madrid 1981, pp. 171-176.

 

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