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El Catoblepas, número 107, enero 2011
  El Catoblepasnúmero 107 • enero 2011 • página 4
Los días terrenales

1956

Ismael Carvallo Robledo

Sobre el libro de Luciano Canfora, 1956 L’anno spartiacque (1956 El año parteaguas), Sellerio, Palermo 2008, 185 páginas

XX Congreso del PCUS, febrero de 1956

«Tiberio, uno de los más grandes y difamados emperadores de Roma, encontró su implacable acusador en Cornelio Tácito, el máximo historiador de su principado. A Stalin, menos afortunado, le tocó Nikita Jruschov.» Concetto Marchesi, Intervención en la Conferencia Internacional de los Partidos Comunistas y Obreros de Moscú, de noviembre de 1957 (consignado por Vitorio Vidali en su Diario del XX Congreso, editado por Grijalbo México, en 1977)

I

Hemos dedicado nuestra entrega anterior a comentar brevemente, con motivo de un texto del profesor E. H. Carr, la relevancia que para la dialéctica política e ideológica del siglo XIX tuvo el año de 1848: año de exacerbación de contradicciones que determinarían para el sucesivo curso de los acontecimientos una dislocación –la incompatibilidad, digamos– entre la revolución y el socialismo, por un lado, y el liberalismo democrático burgués por el otro. En el marco del jaloneo histórico de la restauración entre medias de la cual se abría paso la consolidación del capitalismo burgués-liberal, 1848 es el año en el que coincide la publicación del Manifiesto Comunista con el fracaso de revoluciones que desde ciertas perspectivas (como pudiera serlo la perspectiva determinista del materialismo histórico) pudieran haberse concebido como el desdoblamiento orgánicamente determinado de un primer impulso revolucionario configurado en 1789 (The age of revolution. 1789-1848, de Eric Hobsbawm, y Europe between Revolutions, 1815-1848, de Jacques Droz, aportan evidencias para el soporte de esta consideración). Pero no fue en todo caso un reforzamiento revolucionario triunfante lo que tuvo lugar en Europa (The age of Capital, 1848-1875 es el título con el que Hobsbawm continúa con su análisis, y Europe Reshaped, 1848-1878, de J. A. S. Grenvill en este caso, es el título con el que, después del libro de Droz, se prosigue en el cuadro general de la History of Europe que para Cornell University Press coordinó para los efectos J. H. Plumb). La reorganización de la que habla Grenvill puede ponerse acaso en correspondencia con la configuración de la era del Capital de Hobsbawm. Pero en ningún momento se tuvo a la vista la consolidación, en condiciones, de un proyecto socialista o comunista.

Por cuanto a Hispanoamérica, la tradición liberal gaditana, segunda generación de la izquierda definida, dibujaría una trayectoria política de singulares perfiles que aislarían a las naciones políticas herederas de la monarquía católica hispánica en un derrotero histórico estirpe de cuyas características determinan aún hoy en día su presente y sus problemas. La singularidad de esos perfiles fue detectada incluso por el propio Marx, cuando, en sus artículos sobre la revolución en España para el New York Daily Tribune, afirmaba, por ejemplo, que

«España jamás ha adoptado la moderna moda francesa, tan en boga en 1848, de comenzar y llevar a cabo una revolución en tres días. Sus esfuerzos en este terreno son complejos y más prolongados. Tres años parecen ser el tope de brevedad al que se constriñe, y, en ciertos casos, su ciclo revolucionario se prolonga hasta nueve. Así, su primera revolución en el presente siglo se extendió de 1808 a 1814; la segunda, de 1820 a 1823, y la tercera, de 1834 a 1843. Cuánto durará la presente, o qué resultado tendrá, es imposible que lo prediga ni el político más perspicaz; pero no es exagerado decir que no hay otra parte de Europa, ni siquiera Turquía y la guerra en Rusia, que ofrezca para el observador reflexivo un interés tan profundo como España en el presente momento [septiembre de 1854, IC].» (Véase La revolución en España de Marx y Engels; nuestra edición es la de Editorial Progreso, Moscú, de 1978.)

Habría que añadir nada más una puntual precisión al juicio que, de manera pre-ambular, ofrecía a este respecto Carlos Marx; una precisión destinada a llenar un hueco, una falla en su perspectiva crítica (consistente en privilegiar a la dialéctica de clases como motor de la historia, perdiendo de vista la dialéctica de estados y de imperios): la complejidad y prolongación de los esfuerzos históricos de España, incluidos los de sus múltiples revoluciones a ambos lados del Atlántico, se debían a que se trataba de un imperio en marcha, cosa que Francia nunca lo fue, o lo fue tan sólo de manera destellante y breve (y por tanto intensa y luminosa, como luminosa e intensa fue la vida y obra de Napoleón).

* * *

En este sentido, es decir, en la línea de indagación sobre las claves que definen la singularidad histórico universal de Hispanoamérica, es imprescindible –además de leer los textos de Marx y Engels sobre la revolución en España– conjugar la lectura, primero, de cuatro obras fundamentales (como marco filosófico histórico y filosófico político), a saber: España frente a Europa, El mito de la izquierda y El mito de la derecha, del profesor Gustavo Bueno, y Hermes católico de Pedro Insua Rodríguez (que aparece en tres entregas en El Catoblepas, correspondientes a los números 98, 99 y 103), para después, en un segundo momento de análisis crítico (de reconstrucción histórica), acometer la lectura de toda la tradición revisionista de las independencias hispanoamericanas, en la línea de interpretación de las revoluciones hispánicas en donde se sitúan autores como Francois-Xavier Guerra, Jaime E. Rodríguez, Roberto Breña, Tomás Pérez Vejo o, entre otros, Fernando Vizcaíno. Oscar Mazín, de El Colegio de México, ofrece también muy fértiles análisis dirigidos no ya tanto a la reconstrucción de las revoluciones hispánicas del XIX cuanto al trazado en perspectiva global del mundo hispanoamericano en su conjunto (Iberoamérica. Del descubrimiento a la independencia, El Colegio de México, 2007), con puntos de fuga dispuestos a una escala similar a la adoptada por David Brading en Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867 (FCE México, 1991). Véase, por cuanto al trabajo de Mazín, el espléndido comentario que de él ofrece Iván Vélez en La pax hispanica de Óscar Mazín, que aparece en el número 103 de El Catoblepas.

* * *

Pues bien, una perspectiva similar en todo caso es la que queremos adoptar también ahora para centrar nuestra atención en otro año parteaguas, pero del siglo XX: 1956. Y de «parteaguas» es precisamente el carácter atribuido por Luciano Canfora a ese año: 1956, L’anno spartiacque es, en efecto, el título con el que Sellerio editore, de Palermo Italia, editó en 2008 la reconstrucción que de ese año decisivo (para la historia del movimiento comunista internacional antes que todo, pero también para la historia del colonialismo y para la historia del siglo XX en general) puso a disposición Canfora en ponderado ejercicio de symploké histórica.

Pero sólo es similar nuestra perspectiva en cuanto a la escala adoptada por nuestra óptica, que es la óptica de las grandes épocas y las grandes configuraciones continentales, porque lo cierto es que, por cuanto a sus condiciones objetivas, para decirlo con los clásicos, las circunstancias de 1956 son por entero diferentes a las de 1848 (y es obvio que lo son no sólo por razones cronológicas): cuando los acontecimientos del 48 tuvieron lugar no existía una plataforma geopolítica (imperial) de coordinación global de las luchas y transformaciones en marcha como sí existió en el momento en que los del 56 tuvieron lugar, es decir, mientras que el 48 fue el año de las revoluciones europeas abortadas y en cierta manera dispersas, el 56 fue el año en donde tiene lugar un giro fundamental al interior de una plataforma que no era nada más fruto de una revolución victoriosa (la quinta generación de la izquierda, la comunista) sino que se trataba también de una de las potencias vencedoras de la segunda guerra mundial y coordinadora del comunismo internacional y de la revolución (del Frente Popular, de la resistencia anti-fascista): la Unión Soviética.

Siguiendo la clasificación que de la cuestión ha hecho el profesor Gustavo Bueno en El mito de la izquierda, 1956 habrá de ser visto como el fin del segundo período de configuración del imperio soviético: el período estalinista (de la muerte de Lenin en 1924 al XX Congreso del PCUS). El primero, el período leninista, abarcaría los últimos años del siglo XIX hasta la desaparición de Lenin en el 24, mientras que el tercer período se prolongaría desde el 56 en cuestión hasta el colapso de 1990. Cada una de las fases se nos ofrece determinada por el cruce de dos vectores dialécticos: el de la dialéctica de clases y el de la dialéctica de estados en guerra: la primera guerra mundial habrá de verse como la determinante en el período leninista, mientras que la segunda lo sería para el estalinista. Por cuanto al tercer período, su determinación externa sería la guerra fría.

Pero lo importante es aquí destacar la magnitud y alcances de la plataforma imperial soviética desde cuyas estructuras y redes hubieron de desencadenarse acontecimientos geopolíticos a escala mundial, como por ejemplo, y para nuestro interés aquí, a partir de ese 1956. Tal ha sido el propósito perseguido por Luciano Canfora:

«1956. ¿Por qué elegir precisamente este año? ¿Por qué lo juzgamos importante? ¿Qué cosa significa en la historia, no solamente europea, sino nos atrevemos a decir humana?

Se trata de uno de los parteaguas más importantes del novecientos. En la historia del comunismo, que fue un protagonista central del siglo pasado, pero también en la historia del colonialismo: un fenómeno que pre-existía al comunismo y que continuó también después.» (Luciano Canfora, 1956. L’anno spartiacque, Sellerio, Palermo, Italia 2008, pág. 13.)

Churchill y Stalin en Moscú en 1942

II

Tenemos entonces que, por cuanto a la historia del comunismo, 1956 se nos ofrece como año parteaguas por dos acontecimientos fundamentales: la demolición de la figura de Stalin en el XX Congreso del PCUS (febrero del 56), una figura que se había erigido en portentoso símbolo del triunfo de la democracia contra el nazismo (de 1943 a 1945, es decir, de la batalla de Stalingrado al triunfo sobre Alemania, Stalin era la figura indiscutible del triunfo aliado, al grado de que la revista Time dedicó a él su portada de 1944 a título de «hombre del año») y la invasión soviética a Hungría (octubre-noviembre del 56).

Y por cuanto a la historia del colonialismo, dos acontecimientos hacen también de 1956 un año bisagra: la nacionalización y crisis del Canal de Suez, y la invasión de Israel (y sus aliados franceses e ingleses) a Egipto, llevada a cabo casi en sincronía con la invasión soviética a Hungría.

De fines de los 40 venía definida la ruptura con Tito y su nacionalismo yugoslavo por parte de los soviéticos, es decir, por parte de Stalin, mientras que, por otro lado, era firme el soporte que la Unión Soviética había estado otorgando al naciente estado de Israel (creado por decisión de la ONU pero con el apoyo necesario –y determinante– de Estados Unidos y los soviéticos contra la oposición inglesa): en la primera guerra árabe-israelita del 48, los soviéticos armaron a Israel a través de Checoslovaquia, mientras los ingleses armaron a Egipto y a Jordania.

En enero del 56, Francia tenía elecciones con resultados sorprendentes para todos: el 25% de los votos fueron para el Partido Comunista Francés, configurando una topografía política en la asamblea nacional que obligaba a conformar un gobierno de centro-izquierda, que a la postre acabaría por ser en efecto encabezado por el Partido socialista francés (SFIO), cuyo líder, Guy Mollet, se convierte en primer ministro. Así, Francia, para esos momentos el país acaso más importante en la Europa continental, iniciaba el año 56 con un gobierno de centro-izquierda con una sólida y consistente presencia de los comunistas (Canfora, p. 20).

En el año previo, 1955, se había formado el Pacto de Varsovia. Al respecto dice Canfora:

«[el Pacto] representa una novedad. Con Stalin no existió nada parecido. No había una alianza orgánica sino una hegemonía de hecho de la Unión Soviética sobre los países sometidos a su control político. La razón de esto se debe al hecho de que Stalin estaba convencido de que el equilibrio logrado en Europa tras el fin de la guerra, particularmente en Alemania, sería precario. Él apuntaba más bien a una reunificación alemana a cambio de una neutralización del país, y sostenía por tanto que hacer cristalizar una partición de Alemania en función de dos pactos militares era un error: se trataba, de alguna manera, de una elección sin retorno. Pero Stalin muere en el 53 e inmediatamente después de su desaparición tiene lugar un acontecimiento dramático: la eliminación violenta de Lavrenti Beria.» (Canfora, pág. 22.)

Pero el del comisario Beria no es, ni mucho menos, un caso cerrado. Y tiene la cosa que ver precisamente con Alemania. Hay una leyenda negra en todo caso en torno suyo, como negra es también la leyenda en torno de Stalin: leyendas ambas que son la muletilla favorita de fundamentalistas democráticos y progresistas de hoy en día:

«Sobre su responsabilidad [de Beria] en el régimen represivo instaurado en la Unión Soviética se ha escrito tantísimo y, como con todos los derrotados de la historia, seguramente no habrá nunca justicia. Las fuentes para su revisión [histórica] han sido probablemente destruidas o serán inaccesibles para siempre. Aquéllos que lo liquidaron han dejado para la historia una muy precisa imagen suya: la del verdadero artífice del régimen autoritario de Stalin.» (Canfora, pág. 31.)

Estamos frente a una interesante situación historiográfica, dice Canfora: por un lado, una versión de los hechos bastante grosera, manifiestamente no creíble, pero sin embargo presentada como la única verdad. Y por otro lado varias hipótesis, como por ejemplo aquélla según la cual la eliminación de Beria no era otra cosa que la antesala mediante la que se fraguó la eventual demolición de la figura de Stalin. ¿Pero era sólo un interés anti-autoritario el que animaba y animó a la nueva dirigencia soviética a condenar tanto a Beria como a Stalin?

Hay no obstante una clave revisionista que en torno del expediente Beria señala Canfora: la revuelta de Berlín de junio del 53. En efecto: el 17 de junio de 1953 tiene lugar una insurrección «espontánea» en Berlín. Incidentes serios y represión policiaca, alarma del gobierno alemán oriental y de la propia URSS. Un mes después de la insurrección berlinesa, la prensa y la radio difunden la noticia del arresto del poderosísimo Lavrenti Beria, desenmascarado como «espía inglés» y luego, por tanto, fusilado. Esta es la historia oficial.

Pero en años recientes se ha abierto camino una hipótesis más, y para muchos incluso altamente probable: Beria, más allá de sus responsabilidades durante el agresivo período estalinista (pero responsabilidades en todo caso compartidas con otros dirigentes, añade puntillosamente Canfora), pudo acaso haber tenido una idea interesante en términos estratégicos en torno del equilibro europeo de post-guerra. La tesis, dispuesta precisamente en la línea de Stalin (he aquí la cuestión), perseguiría también la reunificación alemana, renunciando así a mantener la frágil República democrática de Alemania del este. La reunificación alemana, lograda después del colapso soviético en la década de los noventa, habría sido así una tesis defendida tanto por Stalin como por Beria.

A este respecto, Canfora recuerda la publicación, de 1994, del libro del historiador Wilfried Loth, titulado ‘El niño no deseado de Stalin’ (o, si se quiere, ‘El niño poco amado de Stalin’), en alemán: Stalins ungeliebtes Kind (Rowohlt, 1994). ¿Quién era ese niño no deseado en cuestión?: la República democrática alemana, en efecto.

La tesis es esta: Stalin, como se ha mencionado ya, desestimaba, por su extrema dificultad geo-estratégica, mantener en pie un frente en el mundo occidental, en el centro de Europa, como era la Alemania del este. Y es éste el punto que pudo acaso haber sido retomado por Beria tras la muerte de Stalin, y que a la postre haya acaso también precipitado la decisión de eliminarlo. Él y Stalin desaparecen en efecto en 1953.

Y en 1954 se destacan también dos acontecimientos de alta relevancia: el anuncio por parte de la Unión Soviética de la posesión de la bomba de hidrógeno (la atómica la tenían desde 1949), con lo que apuntalaba su posición en la carrera militar y armamentística con Estados Unidos, y, por otro lado, la derrota militar de Francia contra el ejército de liberación nacional al comando de Ho Chi Minh en la Batalla de Dien Bien Phu. Era el fin de la Primera Guerra de Indochina.

El tercer mundo y el bloque «no alineado», en una mezcla tensa y permanentemente contradictoria de nacionalismo, comunismo e islamismo, se organizaba con fuerza en Medio Oriente como antesala del año parteaguas de 1956.

 

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