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El Catoblepas, número 106, diciembre 2010
  El Catoblepasnúmero 106 • diciembre 2010 • página 6
Filosofía del Quijote

El simbolismo religioso del Quijote

José Antonio López Calle

Segunda parte del estudio sobre la interpretación de Unamuno del Quijote como evangelio del Cristo español. Las interpretaciones religiosas del Quijote (6)

Don Quijote en el billete de una peseta de 1951

En varios de los escritos anteriores, ya citados, en Vida de Don Quijote y Sancho hay indicios de la interpretación religiosa del Quijote que Unamuno nos propone en este libro. En estos escritos se alude al Quijote como Biblia o Evangelio nacional, lo que podría sugerir la idea de una semejanza entre la figura de Cristo y la de don Quijote; se iguala la historicidad de don Quijote a la de Cristo y se califica, en «Sobre la lectura e interpretación del ‘Quijote’», a don Quijote como «fiel discípulo» de su maestro Jesús, un fiel discípulo que, como su maestro, tampoco ha sido profeta en su tierra. Pero nunca llega a afirmarse abiertamente la idea de que el caballero español es una imagen de Cristo. Esta es en realidad una tesis novedosa de Vida de Don Quijote y Sancho, donde Unamuno organiza una cruzada para rescatar el sepulcro de don Quijote del poder de eruditos y masoretas que tienen secuestrada la figura de don Quijote, para devolvernos la genuina imagen de don Quijote como figura de Cristo, fundador, profeta y predicador de una nueva religión, el quijotismo. Tal es la tesis capital del comentario de Unamuno que entraña entender los lances y peripecias de la vida de don Quijote como un reflejo de los correspondientes lances y peripecias de la vida de Cristo. Y de ahí que en su comentario Unamuno eche mano constantemente de los Evangelios para iluminar la vida de don Quijote, en la que encuentra notables y frecuentes analogías con la de Cristo y cuando Unamuno dice Cristo se refiere siempre no al Jesús de la historia sino al de la fe cristalizada en la dogmática cristiana, cuya exégesis nos ofrece la teología eclesiástica.

Unamuno no llega al extremo de igualar o identificar a don Quijote con Jesucristo mismo, sino que suele mantener una cierta distancia entre ambos, lo que no obsta, para que no pocas veces, se dirija a él en calidad de «Nuestro Señor don Quijote» o en primera persona como «Mi Señor Don Quijote», al que incluso invoca con plegarias o se encomienda cual si de un numen se tratara. Don Quijote no es, sin embargo, Cristo, sino más bien un discípulo suyo cuya vida, no obstante, se parece mucho a la del propio Cristo. Por eso, en los casos en que directamente se refiere al caballero español como un cristo, no quiere decir que sea Cristo mismo, sino que se le parece en lo esencial y hasta en algunos detalles. Don Quijote, en cuanto imagen de Cristo, es un cristo nacional y un cristo universal, cuyo mensaje redentor va dirigido primero a España y a los españoles y a través de ambos al resto de la humanidad. En cuanto cristo español, don Quijote es una figura en la que se compendia y encierra el alma inmortal del pueblo español e incluso la pasión y muerte del Caballero de la Triste Figura es la pasión y muerte del pueblo español; y el evangelio de don Quijote no es otro que el de la religiosidad católica española o la metafísica española. Y en cuanto cristo universal, don Quijote encarna las inquietudes universales del hombre, singularmente el anhelo de inmortalidad de todo hombre. Ese doble plano nacional y universal se imbrican constantemente en el comentario de Unamuno de la vida de don Quijote.

La locura de don Quijote adquiere un significado positivo y sublime. Su raíz última no está en la intoxicación literaria sufrida por el hidalgo, sino en la bondad de Alonso Quijano; ahora bien, el bueno ansía perpetuarse, esto es, «el bueno no se resigna a disiparse, porque siente que su bondad le hace parte de Dios, el cual es Dios de los vivos y no de los muertos» (Vida de Don Quijote y Sancho, pág. 511). Y de ahí que la bondad sea raíz de la locura de don Quijote, que es ante todo, por causa de la bondad, locura de inmortalidad del caballero, raíz de su ansia de no morir, de vivir eternamente. Así que el hombre deber ser inmortal para que su bondad pueda perpetuarse. En otro lugar, esboza un argumento en pro de la inmortalidad del alma partiendo igualmente de la bondad, plasmada en las buenas obras, pero utilizando esta idea de un modo algo diferente: las buenas obras, argumenta Unumuno, tienen un valor infinito y, puesto que en esta vida no pueden tener un pago adecuado, debe de existir otra vida en la que sí tengan pago adecuado, una forma de argumentar que recuerda la manera como Kant introducía la inmortalidad del alma como postulado moral.

Pero estas razones que apuntan a la inmortalidad humana no son satisfactorias para Unamuno, pues a la postre el anhelo de inmortalidad es contrario a la razón y por tanto una locura, «locura hija de la locura de la cruz» (Del sentimiento trágico de la vida, pág. 496), base de una esperanza heroica, pero loca y absurda en la inmortalidad. Y Unamuno está dispuesto a compartir la locura de la inmortalidad con su señor don Quijote al que implora que se la pegue: «¡Enloquéceme, mi Don Quijote!» exclama Unamuno hacia el final de Vida de Don Quijote y Sancho. Frente a los que buscan provecho de esta vida perecedera y se adormecen en la rutinera creencia de la otra, en realidad hombres que propenden al más grosero materialismo, aunque se disfrace de espiritualismo cristiano, Unamuno pide a Don Quijote que le dé insaciable sed de eternidad e infinitud, que sea su pan de cada día, que le dé su Clavileño para soñar subir en él a los cielos del aire y del fuego imperecederos. En realidad, Unamuno tiene poca necesidad de que don Quijote le enloquezca, pues es él el que está de antemano, según cuenta él mismo, acongojado por su afán de inmortalidad, un afán que transfiere a don Quijote, de forma que es más bien Unamuno el que hace enloquecer a don Quijote con su propia obsesión enloquecida de eternizarse y luego finge que necesita que éste se la pegue.

En cualquier caso el anhelo de inmortalidad como locura hija de la locura de la cruz constituye el núcleo del evangelio de don Quijote según el evangelista Cervantes y la exégesis del comentarista predestinado. El evangelio de don Quijote, al cual no duda en proclamar «héroe de nuestro pensamiento», es, según Unamuno, el quijotismo. Anteriormente, vimos que el quijotismo, en un contexto hermenéutico, es la idea de que la intelección del libro inmortal gira en torno a la figura de don Quijote. Ahora el quijotismo se nos presenta como el mensaje o doctrina, la buena nueva, que don Quijote enseña y encarna en su propia vida y de ahí el doble aspecto, teórico o especulativo y práctico, del quijotismo. Y ¿qué es el quijotismo exactamente? Es, nos dice Unamuno, en su epílogo o capítulo-conclusión de Del sentimiento trágico, «toda una religión», aunque, como veremos, lo que Unamuno denomina religión es más bien una metafísica, una doctrina metafísica sobre la religión. De hecho, él mismo se refiere a veces indistintamente al quijotismo como una religión o una filosofía o una metafísica: «Y hay una filosofía, y hasta una metafísica quijotesca, y una lógica y una ética quijotescas también, y una religiosidad –religiosidad católica española- quijotesca» (op. cit., pág. 470). Es más, identifica el quijotismo como religión, metafísica o filosofía con el propio pensamiento de Unamuno esbozado en Vida de Don Quijote y Sancho y desarrollado más profunda y ampliamente en Del sentimiento trágico de la vida.

El quijotismo como religión o metafísica quijotesca se parece mucho a la vieja doctrina escolástica de la religión natural o racional, y que tanta influencia tuvo en la época moderna, especialmente entre los ilustrados deístas, como Voltaire, o teístas, como Rousseau o Kant, y, como ésta, se articula en torno a dos dogmas fundamentales: el de la existencia de Dios y el de la inmortalidad del alma. Pero Unamuno imprime a su versión quijotista de la religión un giro peculiar.

En primer lugar, la religión quijotista no es una religión racional, a cuyos principios fundamentales se accede racionalmente, sino una religión volitiva, a cuyos principios se accede por la vía de la voluntad, de una fe natural voluntarista que se mantiene contra viento y marea, aun siendo contrariada y despreciada por la razón, su enemiga. Se trata de una religión, pues, amén de volitiva, agónica y trágica, que se nutre de la discordia incesante entre la voluntad o la fe, pero no una fe sobrenatural, sino natural, y la razón que no para de cerrarle el camino.

En segundo lugar, el primer principio, de acuerdo con lo anterior, no es el de un teísmo racional, al que se llega por las vías metafísicas tomistas de la existencia de Dios o la vía moral kantiana, sino de un teísmo volitivo, en el que se llega a Dios como anhelo de la voluntad. Ahora bien, ese anhelo no brota del vacío, sino que se alimenta de la propia esencia humana de perseverar en el ser, de querer existir siempre, de no morir. En otras palabras, en la religión quijotista de Unamuno el primer principio, el del teísmo, y el segundo, el de la inmortalidad, no surgen separadamente en el orden del conocimiento, como en las diferentes versiones de la religión natural racional, incluida la kantiana, sino que a Dios se llega a través del anhelo de inmortalidad. Esto es, de acuerdo con la religión quijotista, el hombre quiere que Dios exista porque no quiere morir, porque quiere ser inmortal. Como dice Unumuno, nuestro anhelo de salvar la conciencia, de ser inmortales es el que nos impulsa a creer en Dios, a querer que haya Dios, a crear a Dios. No es, pues, el mundo, su orden o disposición, o la moral lo que nos lleva a Dios sino un impulso antrópico, la voluntad de perpetuarnos eternamente, la voluntad de ser inmortales.

En tercer lugar, en virtud de lo dicho, el teísmo postulatorio y volitivo característico del quijotismo religioso o metafísico unamuniano asigna a Dios una función muy distinta a la que desempeñaba en las distintas versiones del doctrina de la religión natural. Puesto que Dios no es un postulado metafísico a la manera de santo Tomás o una postulado moral a la manera de Kant, sino un postulado antropológico enraizado en la voluntad humana de inmortalidad, Dios no es ante todo ni un creador o conservador providente del orden del mundo, ni un guardián de la moralidad, sino un productor de inmortalidad, como escribe en Vida de Don Quijote y Sancho y repite luego en Del sentimiento trágico de la vida, o un inmortalizador, eternizador o garantizador de la inmortalidad del alma, variantes complementarias añadidas en este segundo libro. La idea de Dios como productor de inmortalidad la toma prestada Unamuno de Las variedades de la experiencia religiosa, de William James, cuya concepción de la religión ejerció una poderosa influencia en la del español. En este libro James situaba la esencia de la religión en la inmortalidad y nada más, de forma que Dios se define como productor de la inmortalidad, y hasta llegaba a considerar como ateo al que dude de la inmortalidad humana más que al negador de la existencia de Dios.

El singular teísmo postulatorio y volitivo del quijotismo unamuniano pone especial empeño en distinguirse del teísmo postulatorio y ético kantiano. Unamuno agradece a Kant los servicios prestados, pero arremete contra su ensayo, y el de otros, de reducir la religión a moral. La religión, sostiene Unamuno, no se reduce a moral o justificación de la moral, sino a antropología, a apuntalar la vida como ansia de inmortalidad. Dios no es, pues, un policía o un juez trascendente o un guardia civil encargado, con sus amenazas de castigos y halagos de premios eternos después de la muerte, de apuntalar la ética o moral o la política, sino un inmortalizador ocupado en darnos vida eterna y así saciar la necesidad fundamental de cada hombre, que es el hambre de inmortalidad: « A Dios no le necesitamos ni para que nos enseñe la verdad de las cosas, ni su belleza, ni nos asegura la moralidad con penas y castigos, sino para que nos salve, para que no nos deje morir del todo» (Del sentimiento trágico de la vida, pág. 501). Creer que Dios existe consiste en querer que exista y querer que Dios exista es ante todo y sobre todo querer que el alma sea inmortal. La función y meta de la religión, de la fe religiosa, es, pues, saciar la suprema necesidad humana, la de no morir y de ahí que para Unamuno la religión sea una especie de economía o hedónica trascendente, una economía a lo eterno o a lo divino, en la medida en que lo que el hombre busca en ella es precisamente salvar su propia individualidad, eternizarla y por tanto la religión es para el hombre, como a Unamuno le gusta decir a la manera de ciertos teólogos, una suerte de negocio, bien es cierto que trascendente, el gran negocio de nuestra salvación.

Tal es el contenido fundamental del evangelio quijotista según el que se erige como su principal exegeta sin más razón para ello que la de compartirlo con Quijote y vivirlo como él, del que se declara un fiel seguidor. El evangelio del «héroe de nuestro pensamiento» es también el del espiritualismo más que el del idealismo, pues don Quijote peleaba por espíritus más que por ideas. Pero también el quijotismo es el evangelio de Dulcinea, pues Dulcinea encarna la gloria, el ansia de inmortalidad, y don Quijote peleó por Dulcinea, «por la gloria, por vivir, por sobrevivir» (op. cit, pág. 508). Y el amor de don Quijote a Dulcinea es expresión también de ese deseo de inmortalidad. Unamuno intenta ofrecer una cierta justificación del simbolismo alegórico de Dulcinea en el amor a Dulcinea como mujer. De este amor a Dulcinea brota el ansia de inmortalidad, pues es en él donde el instinto de perpetuación se impone y vence al de conservación y este instinto es, para Unamuno, un subproducto del ansia de inmortalidad. Ahora bien, puesto que el amor de don Quijote era inviable como pasión carnal que pudiera perpetuarse en una descendencia carnal, se vio obligado a sublimarlo en un amor superior, que le movió a buscar « eternizarse por ella en hazañas de espíritu» (Vida de Don Quijote y Sancho, pág. 222). Y esta búsqueda de la eternización por ella en hazañas espirituales es asimismo un indicio en el que se expresa el anhelo de inmortalidad de don Quijote. Y Dulcinea, en cuanto encarnación de la gloria, le enciende a don Quijote el amor a la inmortalidad, incluso también, según Unamuno, se lo encenderá a Sancho, para quien también ella terminará convirtiéndose en símbolo de la vida perdurable, lo que sucederá cuando Sancho se haya quijotizado suficientemente.

Unamuno, como Benjumea, relaciona a Dulcinea con la Virgen María. Pero ya no se trata de un simbolismo negativo, en que el culto de don Quijote a Dulcinea pasa a ser la expresión de la mariolatría supersticiosa de los españoles, pues ahora Dulcinea encarna el reino espiritual que el evangelio de don Quijote nos anuncia y además alcanza el status de un numen, al que don Quijote se encomienda, implora y dirige plegarias y a la que el mismísimo Unamuno se encomienda llamándola «nuestra señora Dulcinea», como si fuese la Virgen María. Y a ella implora de una manera que perfectamente un católico podría dedicar a la Virgen y que recuerda las letanías marianas: «Lucero de nuestras andanzas por sobre los senderos de esta baja vida, consuelo en las adversidades, manadero de acometedores bríos, doncella engendradora de altas empresas, por quien es llevadera la vida y vividera la muerte» (op. cit., pág. 185). El que Aldonza-Dulcinea es para Unamuno la personificación del ideal de la mujer es lo que le permite ser un símbolo de la Virgen María, la Virgen Madre, ya que ésta es la mujer por excelencia para el cristiano.

Sancho, por su lado, representa a los discípulos de Cristo. Desde que entra en el escenario literario y se incorpora a las andanzas de su señor, en el capítulo séptimo de la primera parte, queda retratado como imagen de los discípulos de Cristo y del mismo modo que éstos quisieron seguirle dejando mujer e hijos, así Sancho sigue a su señor en su campaña misional dejando también mujer e hijos. A partir de ahí, la figura de Sancho adquiere un valor simbólico múltiple según el contexto. Cuando don Quijote es nos presenta como un Cristo universal, también Sancho es una figura de valor universal y entonces es un símbolo de la humanidad, en cuya cabeza, la de Sancho, don Quijote ama la humanidad: «Sancho fue su coro, la humanidad toda para él» (op. cit., pág. 194). Es más, don Quijote aprendió a amar a todos sus prójimos amándolos en Sancho. Cuando don Quijote se nos presenta como el Cristo nacional español, entonces Sancho también es un Sancho nacional, símbolo de los españoles. Sancho es, decíamos, imagen de los discípulos de Cristo, pero sobre todo de Simón Pedro: «Sancho, el carnal Sancho, el Simón Pedro de nuestro Caballero» (op. cit., pág. 209). Pues Sancho creyó y quiso a don Quijote como Simón Pedro, a pesar de negar al Maestro, fue quien le creyó y le quiso con más ardor. Y de la misma manera que a la muerte de Jesucristo, sus discípulos se convirtieron en los continuadores de su misión y en los anunciadores de su evangelio, igualmente a la muerte de don Quijote Sancho pasa a ser el heredero de su misión, encargado de anunciar el evangelio del quijotismo y de instaurar el reino espiritual prometido.

Frente al espiritualismo de don Quijote, secundado por su fiel discípulo Sancho, el cura y el canónigo son los representantes de un cristianismo razonable y acomodado, falto de espíritu, aunque no de inteligencia, y brutalmente sensato. Dicen profesar el supuesto espiritualismo cristiano, mas, en el fondo, lo que profesan no es sino el más crudo materialismo que puede concebirse. No les basta con la fe, la fe agónica de don Quijote y Sancho, no les basta con sentir a Dios, sino que demandan una prueba de su existencia. Son, pues, los representantes de la «tiranía de la razón», del sentido común y el buen sentido, al igual que el barbero, el ama y la sobrina, los Duques y el bachiller Sansón Carrasco. En este sentido el Quijote se puede ver como la historia de una contienda constante entre el Caballero de la Locura y todos estos personajes, a los que conjuntamente denomina «hidalgos de la Razón».

En la segunda parte de la novela, Sansón Carrasco, bachiller por la Universidad de Salamanca, toma el relevo del cura, aunque éste está al cabo de los planes del bachiller. Su condición de bachiller le facilita a Unamuno convertirlo en símbolo del sentido común, del saber y de la razón. Los duelos que don Quijote mantiene con él van a ser interpretados como una representación alegórica del combate entre la locura de la fe en la inmortalidad del alma con la cordura de la razón que impugna las pretensiones de una fe que finalmente tiene que ser absurda. La victoria de don Quijote en el primer duelo refuerza su fe frente a los embates de la razón. Y el duelo definitivo en Barcelona en que vence Sansón Carrasco, un «hidalgo de la Razón», como le gusta llamarlo a Unamuno, es, no obstante la derrota, una victoria de la fe. Don Quijote sigue siendo, a pesar del contrapié o del revés, «el inquebrantable Caballero de la Fe, el heroico loco» (op. cit., pág. 471), porque el invicto Caballero de la Fe ante el Caballero de la Blanca Luna cae manteniendo su inquebrantable fe en su señora: «Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo». La aparente derrota pasa a ser una victoria del amor a Dulcinea, esto es, del amor a la vida eterna, y justo a este amor de don Quijote a su señora Dulcinea debe su vida eterna.

Hasta aquí las líneas generales del simbolismo cristiano del Quijote en cuanto la historia de su protagonista se comprende como una imitación de la de Cristo. Ahora bien, no es éste el único hilo conductor, bien es cierto que es el principal, en torno al cual se teje la exégesis religiosa de Unamuno. Junto al hilo que asocia constantemente la figura de don Quijote con la de Cristo, hay otro hilo importante que recorre su comentario: se trata de la asociación continua de don Quijote con santos españoles preeminentes, especialmente con san Ignacio de Loyola y en ocasiones con santa Teresa. Desde esta perspectiva hermenéutica, el Quijote se nos ofrece ahora como una hagiografía (en el sentido literal, que no peyorativo, de la palabra): la vida de don Quijote, como inquebrantable Caballero de la Fe, es la vida de un santo o, cuando menos, como la vida de un santo. No hay contradicción entre ambos planos de la interpretación religiosa de Unamuno: la biografía de don Quijote es la de un santo y la vida de este santo es a su vez una imagen de la de Cristo, de quien, como nos advierte, siempre fue don Quijote un fiel discípulo, cuya historia, sin él saberlo, terminó siendo semejante, en lo esencial y hasta en muchos detalles, a la de Jesucristo, su modelo.

Pero antes de seguir adelante, procedamos a plantear unas consideraciones críticas. El quijotismo, el evangelio de don Quijote, dista de ser el mismo que el de Cristo, aun cuando en abstracto coinciden en el teísmo y en la idea de vida eterna. Pues difieren notablemente en sus contenidos concretos. Mientras don Quijote pelea espoleado por el afán de inmortalidad, Jesucristo no tiene como objetivo luchar por la inmortalidad, pues él, en tanto Dios encarnado, ya es inmortal. Mientras la raíz y esencia de la lucha de don Quijote está centrada en él mismo, en su propia salvación eterna, la raíz y esencia de la misión de Cristo está volcada hacia los demás, hacia la salvación eterna de los otros. Ahora bien, tampoco la meta de Cristo es garantizar la eternización de los hombres, ya que de entrada en su visión todos los hombres están destinados a la vida eterna, sino el acceso a una vida eterna bienaventurada en el cielo para no ser condenados a una vida eterna desventurada en el infierno. En otras palabras, puesto que los hombres desde su nacimiento están destinados a la eternización de su vida, el objetivo de la misión de Cristo es más bien luchar para que todos se hagan merecedores de una vida eterna bienaventurada.

Por otro lado, no es un problema desdeñable el que Unamuno plantea siempre el anhelo de eternización de don Quijote en términos de inmortalidad del alma. Sin embargo. Jesús jamás lo plantea así. En los Evangelios Jesús habla siempre de la vida eterna como algo posterior a la resurrección de los cuerpos. Pero quizás Unamuno, a la hora de establecer analogías entre sendos evangelios, el de don Quijote y el de Jesús, tenga como referencia a éste último según la interpretación ecléctica, que combina la inmortalidad del alma y la resurrección de los cuerpos, hecha suya por el cristianismo ortodoxo triunfante. Aun así, además de la diferencia señalada en el párrafo anterior, hay otra importante diferencia entre los dos evangelios en cuanto al sentido de sus principios fundamentales. Mientras en el evangelio de Cristo el teísmo y el inmortalismo conjuntamente están al servicio de la moral, esto es, están pensados para estimular del desarrollo de una vida virtuosa y para recompensarla, en cambio, en el evangelio de don Quijote, no están al servicio de la moral, de modo que la función única de Dios es la de inmortalizar al hombre. Para decirlo en palabras de Unamuno, el Dios del evangelio de Cristo es un policía, juez o guardia civil trascendente interesado en apuntalar la moral por medio de las recompensas y sanciones de ultratumba, mientras en el quijotismo Dios, como productor de inmortalidad, no tiene más tarea que la de satisfacer el afán humano de inmortalidad. No es misión de Dios hacer que seamos plenamente morales, sino plenamente inmortales y, para el caso incluso llega a ser indiferente, según Unamuno, el ser bueno o malo. A la manera de Orígenes, para quien todos los espíritus, incluso Caín y Judas o los demonios, sin excepción se salvarán y recibirán la gloria, para Unamuno se salvan y se eternizan en dicha lo mismo los buenos que los malos. Para salvarse, llega a decir, acaso sólo sea necesario anhelar eternizarse:

«¿Quiénes se salvan? Ahora otra imaginación… y es que sólo se salven los que anhelaron salvarse, que sólo se eternicen los que vivieron aquejados de terrible hambre de eternidad. El que anhela no morir nunca, y cree no haberse nunca de morir en espíritu, es porque lo merece, o más bien, sólo anhela la eternidad personal el que la lleva ya dentro. No deja de anhelar con pasión su propia inmortalidad…, sino aquel que no la merece, y porque no la merece no la anhela. Y no es injusticia no darle lo que no sabe desear, porque pedid y se os dará. Acaso se le dé a cada uno lo que deseó. Y acaso el pecado aquel contra el Espíritu Santo, para el que no hay, según el Evangelio, remisión, no sea otro que no desear a Dios, no anhelar eternizarse» Del sentimiento trágico de la vida, pág. 417.

Hasta aquí nos hemos colocado en la perspectiva de Unamuno y le hemos concedido que hay un evangelio de don Quijote y nos hemos limitado a mostrar que, aun en este supuesto, este evangelio difiere notablemente del evangelio por antonomasia. Pero no es menester conceder esto. El evangelio de don Quijote es, en el fondo, el de Unamuno que arbitrariamente, haciendo juegos malabares con el alegorismo, se lo transfiere a don Quijote. En realidad, el evangelio de don Quijote, si es que hemos de hablar de este modo, no es el que le atribuye Unamuno, sino el de la caballería. La vida de don Quijote como caballero andante no se parece a la de Cristo, sin perjuicio de que como caballero cristiano haya de acomodar su vida a las exigencias de las enseñanzas de Jesús, sino a la de Amadís, su verdadero modelo.

Finalmente, una nota sobre el simbolismo de Dulcinea. En la medida en que Dulcinea es el símbolo del anhelo de inmortalidad, no puede ser una imagen de la Virgen María, que no es tal cosa para Jesús, sino sólo su madre. Por otro lado, la condición de don Quijote de enamorado de Dulcinea no puede ser un espejo de la relación de Jesús con la Virgen María, que es meramente una relación filial.

 

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