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El Catoblepas, número 105, noviembre 2010
  El Catoblepasnúmero 105 • noviembre 2010 • página 6
Filosofía del Quijote

Por una exégesis bíblica del Quijote

José Antonio López Calle

Primera parte del estudio sobre la interpretación de Unamuno del Quijote como evangelio del Cristo español. Las interpretaciones religiosas del Quijote (5)

Don Quijote en el billete de una peseta de 1951

Como hasta aquí hemos podido comprobar y contra las exposiciones habituales del pensamiento unamuniano al respecto, en Unamuno no hay una única interpretación del Quijote, sino varias. En su obra hemos descubierto una interpretación histórica, una política, una psicológica, en el sentido de la psicología de los pueblos; también era partidario de la interpretación biográfica o autobiográfica, aunque nunca la desarrollase sino que meramente la enunciase: «Con gran acierto se ha dicho y repetido no pocas veces que Don Quijote es el mismo Cervantes» dice en un artículo de 1903 «La causa del quijotismo» (Obras completas., Escelicer, pág. 1206), y «Para mí la verdadera biografía de Cervantes es su Quijote» escribe en 1917 en «La traza cervantesca» (op. cit., pág. 1226 ); y ahora nos disponemos a abordar su exégesis religiosa de la magna novela, la cual, a nuestro juicio, tiene primacía sobre las otras, que se subordinan a ella.

La interpretación religiosa unamuniana del Quijote alcanza su expresión madura, canónica y definitiva en Vida de don Quijote y Sancho (1905), un libro del que su propio autor confesaría años después en «Última aventura de don Quijote» (1924) que contiene sus «comentarios de pasión a la pasión de Nuestro Señor el Ingenioso Hidalgo» (véanse Obras completas, VII, Escelicer, pág. 1246) y en Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1912). Este giro hermenéutico no era radicalmente nuevo, pues Unamuno había ya adelantado atisbos de esta nueva aproximación a la novela cervantina en escuetos escritos anteriores, en artículos de prensa, como sus «Glosas al Quijote» (que comprende dos artículos «El fondo del quijotismo» y «La causa del quijotismo», de 1902 y 1903 respectivamente), en los que se testimonia ya la huella dejada por la nueva orientación religiosa de Unamuno, tras su grave crisis de fe de 1897, y que, por supuesto, la mantendría inalterada definitivamente como la clave final de su visión del Quijote.

Antes de abordar el estudio sistemático del comentario unamuniano del gran libro como el evangelio de don Quijote, esto es, de la vida de don Quijote como imagen simbólica de la de Cristo, es menester examinar los presupuestos hermenéuticos preparatorios de semejante exégesis.

El Quijote, obra simbólica

En primer lugar, la aproximación al Quijote en términos religiosos, lo que entraña convertir, en la mejor tradición romántica, a don Quijote en un símbolo o mito, ahora de carácter religioso, exige un rechazo de las interpretaciones literalistas y la apología de las simbólicas o alegóricas. Y a esta tarea se entrega Unamuno con pasión y energía ya desde las mentadas «Glosas del quijotismo», en las que arremete con furia contra las interpretaciones literalistas. Aboga por la exégesis simbólica de la novela y de sus personajes, con lo que se acerca a Benjumea y su escuela esoterista, a los que no mienta, aunque sin duda tiene presentes, pero toma distancias frente al simbolismo esotérico de Benjumea y sus adeptos: «No soy de los que suponen que tenga la obra de Cervantes sentido alguno esotérico, ni que él se propusiera encarnar símbolos en los personajes de su historia, pero sí creo que nos es permitido poner tales símbolos bajo esos personajes» (op. cit., pág. 1204). El comentarista vascongado aboga, pues, por una línea hermenéutica intermedia entre dos orientaciones que sitúa en los extremos, entre la Scila de los exegetas literalistas, a los que ya empieza a tildar despectivamente de eruditos y masoretas, pues no hacen otra cosa que escudriñar el Quijote por todos sus rincones y recovecos ateniéndose a la letra del texto, y la Caribdis de los simbolistas esotéricos, a los que tacha de estar tan locos como don Quijote y a los que repudia por buscar en la historia de don Quijote toda suerte de «enigmas, reconditeces y enrevesados simbolismos». Mientras se despacha a gusto con los acercamientos masoréticos y esotéricos, no deja de ser llamativo que Unamuno lance la sugerencia de que hemos de acercarnos al Quijote de una forma similar a como lo hacemos al Evangelio: hemos de prestar atención al espíritu, y no a la letra, de la historia de don Quijote y aprovecharla como texto de libres pláticas y meditaciones, a la manera como tomamos, nos dice, versículos del Evangelio para hacer sobre ellos «homilías, sermones y piadosos consejos para una vida mejor y más intima» (op. cit., pág. 1210).

En su ensayo «Sobre la lectura e interpretación del ‘Quijote’» (1905), que el mismo Unamuno veía como el «programa» de lo que más ampliamente expone en Vida de don Quijote y Sancho, prosigue esta línea de pensamiento. Vuelve a arremeter contra el masoterismo cervantista por atenerse a la letra del texto del Quijote, sin meterse en las entrañas. Hay un sentido íntimo o profundo, el verdadero sentido, que hay que desvelar, lo que le lleva a salir en defensa de los exegetas alegoristas contra los que censuran a los que se meten en las entrañas a la búsqueda de un sentido simbólico o tropológico, lo que contiene una referencia velada a Benjumea, aunque Unamuno le recrimina, como hemos visto antes, las derivaciones esotéricas.

El Quijote, Biblia nacional

Establecido esto, Unamuno, más que en cualquier escrito precedente, propone la existencia de un estrecho paralelismo entre la exégesis bíblica y la exégesis del Quijote. A ello ayuda el hecho de que, según él, este libro es una Biblia y de ahí su referencia frecuente a éste como la Biblia o el Evangelio o bien como la Biblia nacional o el Evangelio nacional. Aboga por la exégesis bíblica como modelo de la exégesis del libro que debería ser la «Biblia nacional de la religión patriótica de España», una religión de la que ahora no se nos dice nada, pero cuyo mensaje se desentrañará en Vida de don Quijote y Sancho y en el capítulo final de Del sentimiento trágico de la vida. Y como Unamuno considera que la exégesis bíblica canónica es la que consiste en la búsqueda de su sentido místico y ésta es la que le importa por encima de todo, no duda en proponernos, en el prólogo a la segunda edición de Vida de Don Quijote y Sancho, que al Quijote, en su calidad de Biblia nacional, también «puede y debe cada cual darle una interpretación, por así decirlo, mística, como la que a la Biblia suele darse» (op. cit., pág. 134).

Ahora bien, de acuerdo con el comentarista vascongado, dos son las lecciones que hemos de extraer de la exégesis bíblica de carácter místico que provechosamente cabe utilizar para la lectura e interpretación de la Biblia española. La primera es que lo más importante no es lo que los autores de los distintos libros que componen la Biblia quisieron decir, sino lo que los teólogos, místicos y comentadores vieron en ellos; y la segunda es que, gracias a la labor exegética de generaciones y generaciones de comentadores, la Biblia es una «fuente de consuelos, de esperanzas y de inspiraciones del corazón». La primara lección rebaja el valor del mensaje que los autores quisieron transmitir; la segunda tiende a valorar la interpretación de un texto en función del criterio pragmático de su efecto positivo sobre la vida del exegeta o el lector. Pues bien, Unamuno transfiere estos criterios hermenéuticos a la lectura e interpretación del Quijote, de forma que, como veremos con más detenimiento más adelante, el sentido de esta obra no depende de lo que Cervantes quiso decir, sino de lo que los comentaristas, como Unamuno, vean en él, sin que para ello importe el que lo que uno ve difiera de lo que quiso decir Cervantes; y, en segundo lugar, a la hora de interpretar el Quijote lo más importante es el impacto que sobre nuestras vidas tenga la exégesis que hagamos.

El Quijote, libro histórico

Un tercer presupuesto hermenéutico de la aproximación religiosa de Unamuno al gran libro cervantino, que hay que agregar al del simbolismo alegórico y al de leerlo e interpretarlo conforme al modelo de la hermenéutica bíblica, es el de la historicidad de don Quijote. El comentarista vasco insiste una y otra vez tanto en «Sobre la lectura e interpretación del ‘Quijote’» como en Vida de don Quijote y Sancho en que hay que tratar a don Quijote, no como un ente fantástico o de ficción, sino como un personaje real, que él, muy en serio y sin pizca de ironía, se empeña en sostener que existió y sigue existiendo con una existencia más intensa y eficaz que si hubiera existido y vivido al modo vulgar y corriente. Hasta se atreve a amenazar a los que tratan a don Quijote como un personaje de ficción con escribir un ensayo en que se pruebe con buenas razones que don Quijote y Sancho existieron real y verdaderamente y, por si esto no fuera bastante, nos amenaza también con escribir otro o el mismo ensayo en que piensa sostener que no existió Cervantes y sí don Quijote. Unamuno no cumplió con sus amenazas, pero en el comentario en Vida de Don Quijote y Sancho al capítulo XXXV sobre la discusión acerca de la historicidad de los libros de caballerías entre el cura y el ventero Juan Palomeque nos regala con una anticipo de las amenazas que nunca se cumplieron (véase op. cit., págs. 290-292).

No menos loco que el propio don Quijote, Unamuno se pone a argumentar a favor de su historicidad. Lo que nos ofrece como «buenas razones» se resume en dos argumentos. El primero de ellos se basa en el principio escolástico de que el obrar sigue al ser (operari sequitur esse), un principio que utiliza sofísticamente para probar la existencia real de don Quijote. Unamuno a tal principio le añade que sólo existe lo que obra y pasa a argumentar que si existir es obrar y si don Quijote realiza obras de vida, entonces es un ser histórico y real, incluso mucho más histórico y real que muchos hombres que andan por las crónicas históricas. El segundo argumento se basa en el criterio pragmático de verdad, que Unamuno entiende a la manera de William James, a quien leyó desde 1896 y ejerció una notable influencia sobre él, no sólo en este punto, sino también en su idea de la religión. Supuesto que lo verdadero es lo que es útil para nuestras vidas, Unamuno argumenta que la historia de don Quijote y Sancho es verdadera porque de ella se saca «regocijo, consuelo y provecho» y esto, añade, es razón más que bastante en abono de su verdad. Obsérvese que este criterio de verdad histórica es el mismo que Unamuno extrae de la hermenéutica bíblica y que proponía utilizar en la hermenéutica de la Biblia española.

Refuerza esta segunda línea argumentativa en defensa de la doctrina pragmatista de la verdad en su comentario al capítulo cincuenta de la primera parte sobre el debate entre don Quijote y el canónigo sobre la realidad histórica de los libros de caballerías. Unamuno obviamente se pone de parte de don Quijote. Después de reiterarse en que aquello de lo que se saca consuelo y provecho ha de ser verdadero, la propia argumentación de don Quijote en pro de la verdad histórica de los libros de caballerías le sugiere un aspecto nuevo de la doctrina pragmatista de la verdad. Don Quijote alega que las historias de los libros de caballerías tienen que ser verdaderos porque a él le han transformado ética y moralmente: « De mí sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos». Este argumento de don Quijote a Unamuno le llega al alma, hasta el punto de concluir que la verdad de las leyendas depende del benéfico efecto ético o moral de estas sobre sus lectores y si, por el contrario, los efectos son maléficos, entonces son mentiras y no verdad las leyendas. En suma, las leyendas que mueven a obrar bien a los hombres, les encienden los corazones y les consuelan de la vida, son, según su visión pragmatista, mucho más reales que los relatos basados en las actas de los archivos.

Sin embargo, el pasaje citado que tanto impresiona a Unamuno, y en general a los exegetas alegoristas de toda laya, es un buen ejemplo de sus malas prácticas hermenéuticas. Unamuno se coloca en la perspectiva de don Quijote y eso le lleva a tomarse al pie de la letra la supuesta transformación moral benéfica sufrida por él por causa de la lectura de la literatura caballeresca. Sin embargo, la perspectiva de Cervantes al hacer que el propio don Quijotes se autoalabe es irónica y pretende con ello subrayar con ello los extremos de su insania. Algunas de las cualidades que el caballero se atribuye ya las tenía antes de enloquecer y carece de otras que cree poseer, como la valentía, según hemos probado con creces en otros lugares. Pero esto no es todo. Unamuno da una visión sesgada y tergiversada de los supuestos efectos benéficos de los libros de caballerías sobre el hidalgo al citar del texto cervantino sólo lo que le interesa, pero nos oculta que justamente a continuación de la cita unamuniana don Quijote se declara también ser sufridor de prisiones y de encantos, y capaz por el valor de su brazo de verse en pocos días rey de algún reino o quizás emperador y así hacer bien a Sancho obsequiándole un condado (I, 50, 511-512). Pero quizás a Unamuno estos efectos le parezcan beneficiosos para don Quijote.

En cualquier caso, los argumentos precedentes permiten entender por qué Unamuno considera más real a don Quijote que al propio Cervantes o muchos otros personajes históricos. Según su visión, Cervantes meramente ha existido y ya no existe, es un ser ya muerto, porque no es ya para nosotros una figura viviente, mientras que don Quijote sigue viviendo en nosotros. La realidad histórica de algo o de un ser humano viene dada por el impacto que causa en nuestras almas y que nos hace reavivarla y recrearla. De acuerdo con esto, Cervantes es un personaje muerto y desaparecido, al que hemos de abandonar; el verdadero Cervantes sería uno que hubiese dejado tal huella en la posteridad que fuese para nosotros una figura activa y viviente, pero Unamuno, al menos en «Sobre la lectura e interpretación del ‘Quijote’», no está dispuesto a reconocerle tal realidad, que, en cambio, de forma eminente le atribuye a don Quijote, quien era y sigue siendo para nosotros una poderosa figura activa y viviente, pues entonces y ahora sigue encarnando para nosotros un ideal sublime y heroico que se nos sigue ofreciendo como modelo de pensamiento y práctico. Es más, no sólo otorga a don Quijote una realidad histórica singular, sino que lo eleva a la categoría de máxima figura de la historia española. En su lista de los seis más grandes hombres de la historia española el primero es don Quijote, a quien le siguen Sancho Panza, Segismundo, don Juan Tenorio, Pedro Crespo y san Isidro Labrador, auténticos mitos vivientes («San Quijote de la Mancha», Obras completas, VII, pág. 1244).

Este singular criterio de realidad histórica, que le conduce a decir a Unamuno que en lo eterno son más verdaderas las leyendas y ficciones que no la historia, le permiten también comparar la vida de don Quijote con las biografías de personajes históricos, tal como la de san Ignacio de Loyola o la de santa Teresa, como si la historia de don Quijote disfrutase de la misma veracidad histórica que la biografía de san Ignacio por el padre Pedro de Rivadeneira o la propia autobiografía de santa Teresa. Como don Quijote es una realidad viva en el sentido unamuniano, se le puede colocar en el mismo plano de realidad que a san Ignacio, santa Teresa o el Cid y de ahí que Unamuno se considere legitimado en su ensayo de desvelar el sentido del Quijote para valerse no sólo de su texto literario, sino de fuentes externas, como las biografías de los personajes históricos citados, con el fin de desentrañar el verdadero significado del texto cervantino.

Y puestos a comparar a don Quijote, como realidad viva y eterna, ¿por qué no compararlo con el mismísimo Cristo, realidad viva y eterna por antonomasia? Pues Unamuno no se para en barras y ese es el paso que va a dar. Sentada la realidad histórica de don Quijote en el singular sentido unamuniano, no hay obstáculo alguno para, en un primer trámite, colocarlos en un mismo plano de historicidad y, en un segundo trámite, establecer analogías y paralelismos entre la vida de don Quijote y la de Cristo. En «Sobre la lectura e interpretación del ‘Quijote’» Unamuno da el primer paso; y en Vida de Don Quijote y Sancho y en Del sentimiento trágico de la vida» el segundo. Ahora nos corresponde fijarnos en el primer paso, que le despejará el camino para emprender en estos dos libros una exégesis sistemática de la historia de don Quijote como imagen o figura de Cristo.

Unamuno confiesa sostener en serio que «don Quijote existió real y verdaderamente e hizo todo lo que de él nos cuenta Cervantes, como la casi totalidad de los cristianos creen que el Cristo existió e hizo y dijo lo que de él nos cuentan los Evangelios» («Lectura e interpretación del ‘Quijote’», pág. 140). A los cristianos no debe preocuparles el problema de si el Cristo es el Jesús de Nazaret histórico que existió realmente o no, pues lo que importa, de acuerdo con el criterio unamuniano de historicidad, «es la entidad ética y religiosa que ha venido viviendo, transformándose, acrecentándose y adaptándose a las diversas necesidades de los tiempos en el seno de la conciencia colectiva de los pueblos cristianos» (ibid., pág. 139-140). Esta es la conclusión a la que llegó el historiador alemán A. Kalkhoff, respaldada por Unamuno en la medida en que concuerda con su criterio de historicidad, después de dudar el autor alemán de la existencia histórica de Jesús de Nazaret, en su libro Das Christus Problem, que Unamuno trae a colación. Al igual que Cristo es un símbolo de indudable valor histórico de la Iglesia cristiana que pervive en los cristianos como una «entidad ética y religiosa», igualmente don Quijote es un símbolo que pervive como una realidad viviente en las almas de los lectores de la Biblia cervantina y aun en las de aquellos que nunca lo han leído, pues aun éstos, por poco instruidos que estén, albergan una idea de don Quijote y Sancho.

Quijotismo contra cervantismo

El cuarto presupuesto hermenéutico de Unamuno se refiere a la centralidad de don Quijote en su comentario de la Biblia nacional. Para él comprender el Quijote equivale a comprender la figura trascendental de su protagonista. Ahora bien, comprender la vida y obra de don Quijote sólo puede hacerse desde la perspectiva del propio don Quijote. Unamuno rechaza el intento de entender a éste desde la perspectiva de Cervantes, a quien acusa incluso de no haberlo comprendido a derechas. De ahí su rechazo del cervantismo y su apología alternativa del quijotismo, por el cual hay que entender en este contexto la ubicación de don Quijote en un primer plano absoluto y la voluntad de entenderlo desde sí mismo. Sobra, pues, cervantismo cuanto nos falta quijotismo y de ahí la exhortación unamuniana a dejar el cervantismo en pro del quijotismo. Y al hacer esto, Unamuno nos está urgiendo, contra Cervantes, a adoptar el punto de vista de don Quijote, naturalmente según la forma peculiar como a su vez él lo entiende, sobre su propia vida y obra.

Sin entrar en detalles, digamos que el punto de vista de don Quijote es serio y heroico y desde él la figura de don Quijote emerge como una figura sublime, heroica y trágica, de forma que hasta los aspectos cómicos, ridículos o risibles no hacen sino potenciar el carácter sublime, grandioso y trágico del personaje, cuya locura no es ya tampoco una patología usada como un instrumento para parodiar los libros de caballerías, sino la expresión de un anhelo religioso o metafísico que contribuye también a realzar la sublimidad y heroicidad del personaje. Unamuno abandona por completo el punto de vista cómico-realista de Cervantes, que se manifiesta a través de la voz del narrador y de los personajes cuerdos de la novela. Este abandono entraña un compromiso total por parte del comentarista con la historia de don Quijote según la propia perspectiva de éste, que es la perspectiva de la verdad y de la genuina realidad. Y este compromiso exige una identificación total con don Quijote, a quien trata con veneración y fidelidad e incluso se dirige a él en segunda persona y le formula súplicas, cual si fuese un ser superior, una especie de Cristo mismo o un santo.

La valoración pragmatista de la exégesis del Quijote

En quinto lugar, Unamuno transfiere el criterio pragmático de verdad, que le ha llevado a justificar la existencia real de don Quijote y Sancho, a la valoración de la propia exégesis de la Biblia nacional. Puesto que lo verdadero es, según él, lo que hace vivir, un comentario del Quijote será verdadero en la medida en que haga vivir a quien lo hace, de forma que su Vida de Don Quijote y Sancho es un comentario verdadero porque le hacer vivir a él, a Unamuno. El Quijote es ante todo una «obra de vida», nos dice en el capítulo final de Del sentimiento trágico de la vida, y, como tal, lo único que importa es su efecto práctico en nuestras vidas. Y de ahí la libertad hermenéutica que se autoconcede Unaumuno en función de su concepción pragmática de la hermenéutica del Quijote. Pues si lo que importa verdaderamente son las consecuencias sobre nuestras vidas de la exégesis de un libro, que es obra de vida, ¿qué importa entonces lo que el autor quiso decir o lo que realmente dice? Tal es la conclusión a la que llega Unamuno: «¿Qué me importa lo que Cervantes quiso o no quiso poner allí y lo que realmente puso? Lo vivo es lo que yo allí descubro, pusiéralo o no Cervantes, lo que yo allí pongo y sobrepongo y sotopongo, y lo que ponemos allí todos» (Del sentimiento trágico de la vida, Tecnos, pág. 2005, pág. 488). De acuerdo, pues, con el método hermenéutico unamuniano su comentario de la Biblia nacional es verdadero porque es útil para su vida y no porque sea conforme con el propósito de Cervantes, con lo que éste quiso realmente decir, o con lo que realmente dijo.<= /span>

Esta libertad hermenéutica que Unamuno reclama de acuerdo con su concepción pragmática de la hermenéutica del Quijote tiene varias consecuencias relevantes sobre su manera de acercarse a este libro, de las que señalamos cuatro. La primera de ellas se refiere a la poda del libro que sin piedad ejecuta Unamuno, del que elimina, como ya advertimos en la primera entrega en El Catoblepas de Diciembre de 2007, las novelitas intercaladas, las digresiones literarias, discursos, como el de la Edad de Oro o el de las armas y las letras, algunos episodios y muchos otros, si no suprimidos, quedan reducidos a la insignificancia. El Quijote de Unamuno no es, pues, el de Cervantes, sino un Quijote abreviado y mutilado sin más razón que la de que todo lo suprimido no le ayuda a vivir al comentarista vascongado.

La segunda de ellas es que Unamuno, si bien trata a Cervantes como si fuese un historiador más que un novelista, y así lo suele llamar frecuentemente a lo largo de Vida de Don Quijote y Sancho, una consecuencia obvia, por lo demás, de su tratamiento de don Quijote y Sancho como personajes históricos, se considera con derecho a rectificar a Cervantes y a recrear a su manera la historia, en realidad, según Unamuno, biografía, de la pareja inmortal. Así se permite el atrevimiento de recriminar a Cervantes por no haber, según él, entendido bien a don Quijote e incluso le acusa de tratarlo maliciosa o injustamente algunas veces, acusación que extiende a su tratamiento de Sancho, cuyo carácter y alma no habría tampoco comprendido, e incluso de alterar la verdad de los hechos, hasta el punto, por ejemplo, de hacerle decir y hacer al buen escudero, con el que su creador se habría ensañado especialmente, cosas que nunca pudo haber dicho y hecho. Unamuno se propone restablecer la verdad histórica sobre don Quijote y Sancho conforme a la visión pragmática de la historiografía que nos ha trazado y rehabilitar así las figuras mal comprendidas de don Quijote y Sancho, lo que lleva a Unamuno a declararse, además de quijotista, sanchopanzista.

O se le ocurre poner en boca de Sancho unas palabras que en el texto figuran en la de Sansón Carrasco, aquellas en que, creyendo éste que a don Quijote le aquejaba alguna nueva locura después de abominar de los libros de caballerías nada más recobrar el juicio o que quizá esté apesadumbrado por su derrota y no ver cumplido su deseo de desencantar a Dulcinea, trata de animarle anunciándole que su señora ya está desencantada y de urgirle a entregarse a una vida pastoril (II, 74, 1101). Pero lo más interesante es la actitud de Unamuno cuando el traductor al inglés de Vida de Don Quijote y Sancho, el profesor Homer P. Earle de la Universidad de California, según nos cuenta el propio Unamuno en el prólogo a la tercera edición, le informó de este error. Lejos de rectificar, Unamuno se mantuvo en sus trece, alegando dos razones, conformes con su concepción de la hermenéutica del Quijote hasta aquí expuesta. Primeramente, apela al espíritu místico de su comentario, a la manera nos dice como «los místicos han comentado en pareja forma las Sagradas Escrituras cristianas», con lo que se siente autorizado a escudriñar no lo que el Quijote pudo significar en su tiempo o lo que Cervantes quiso expresar y realmente expresó, sino a proponer, según escribió en el prólogo a la segunda edición, «su libre y personal exégesis del Quijote», en la que lo esencial es explorar el sentido que él mismo le da, lo que viene a ser el equivalente de la búsqueda por parte de la tendencia mística en la exégesis de la Biblia del llamado sentido espiritual de la misma. Por si esto fuera poco, el exegeta vascongado, como si estuviese dotado de títulos o credenciales especiales para interpretar la Biblia española, idiosincrásica, pero osadamente, enmienda la plana al propio Cervantes y declara que en el pasaje aludido no es él equivocado, sino Cervantes, que leyó mal (se supone que el manuscrito de Cide Hamete Benegeli, de quien también, corrigiendo una vez más a Cervantes, nos dice que no era árabe sino judío marroquí, sin más explicación), y, por tanto, su lectura es la fiel, y no la cervantina.

La tercera es que la libertad hermenéutica de cariz pragmático conduce a Unumuno a interesarse particularmente por unos pocos pasajes especialmente significativos desde la perspectiva de su pragmatismo vitalista, a los que se otorga así un alcance trascendental, frente a los cuales todos los demás quedan ocultos o velados en la penumbra. Como veremos, las líneas maestras de la singular interpretación unamuniana de la Biblia nacional descansan sobre unos pocos pasajes en los que encuentra la clave secreta de la misma. Pero esto no es todo. Unumuno no sólo selecciona unos pocos pasajes sobe los que hace gravitar su comentario del Quijote, sino que además se considera autorizado a tergiversarlos en sus glosas, una acusación que, por cierto, también había dirigido contra Cervantes. Y con la que incurre en cierta incoherencia, pues si él se considera legitimado a recrear el Quijote a su manera en congruencia con su pragmatismo vitalista, no se entiende por qué Cervantes no podría crear la historia de don Quijote y Sancho de acuerdo con sus propios intereses vitales. En cualquier caso, Unamuno, espoleado por su método exegético pragmatista, se entrega a malas prácticas hermenéuticas, en las que frecuentemente se saca el texto o pasaje de turno de contexto, para luego someterlo a una glosa que le hace decir al texto lo que ni remotamente dice.

Y esto no es todo. Unamuno, que osa censurar a Cervantes como historiador y de alterar la verdad de lo hechos, se atreve a cambiar la historia de don Quijote, inventándose datos, como, por ejemplo, el de que la biografía de san Ignacio por el padre Pedro de Rivanedeira figuraba en la biblioteca de don Quijote y que éste la leyó y que, por inadvertencia del cura y el barbero durante su escrutinio de aquélla, fue a parar al fuego del corral, y ello explicaría el que Cervantes no la cite. No es la única ocasión en que Unamuno actúa como si conociese la historia de don Quijote mejor que el propio Cervantes, y no ya con respecto a la interpretación del sentido último de la misma, sino con respecto a los hechos de la propia historia de don Quijote, que Unamuno en función de sus sacrosantos intereses vitales se considera con derecho a inventarse. Así no es ya sólo la necesidad de entretenimiento durante su tiempo de ocio, que era gran parte del año, lo que le lleva a darse a leer libros de caballerías, sino también el amor desgraciado a Aldonza Lorenzo.

La cuarta, y última que deseamos reseñar, es que la libertad hermenéutica fundada en el criterio pragmático de la utilidad para la vida tiene efectos nocivos sobre la exégesis alegórica, pues determina que ésta se ponga en práctica sin límite alguno. Y esto conducirá a Unamuno a buscar simbolismos en el Quijote tan esotéricos, aunque en un sentido opuesto, como los encontrados por Benjumea. ¿Qué diferencia hay, en cuanto a simbolismo esotérico, entre el comentario del crítico liberal que se empeña en ver en la aventura de la cueva de Montesinos una sátira de los embustes, patrañas o falsificaciones de los historiadores, que han hecho pasar, nos dice Benjumea, sus pesadillas y sueños como verdades a los ignorantes y crédulos, y el de Unamuno, que porfía en ver en esta misma aventura, en la bajada y entrada a la cueva, la inmersión en la tradición del pueblo español para escudriñarla y desentrañarla y en las visiones de don Quijote en la cueva las de los místicos cuando entran en éxtasis? En suma, la libertad hermenéutica no sólo de recrear, sino aun de crear, la historia de don Quijote en función de la perspectiva unamuniana del pragmatismo vital, al combinarse con el alegorismo, lo que produce es un tipo de glosas del Quijote que se deslizan por la pendiente del esoterismo más desbocado. Veremos numerosos ejemplos de ello.

Para finalizar, una reflexión sobre el lugar privilegiado en que Unamuno se sitúa a la hora de disponerse a interpretar el Quijote. Recordemos que Ortega, como expusimos en El Catoblepas de Abril de 2010, no se consideraba llamado a desentrañar los secretos últimos del libro inmortal, una tarea que él estimaba reservada para un nieto de Cervantes capaz de entenderlo y él no era ese nieto, sino quizás su precursor. Unamuno, por el contrario, no se considera un precursor, sino ese nieto de Cervantes al que estaba reservada la aventura de desvelar el sentido profundo de la inmortal Biblia nacional. Si Cervantes es el historiador o biógrafo autorizado de la vida de don Quijote y Sancho, sin perjuicio de las reticencias y salvedades de Unamuno, él se postula a sí mismo como el comentarista más indicado para culminar tamaña aventura. Admite de buena gana que don Quijote y Sancho nacieron para que Cervantes contara sus vidas, como el propio Cervantes había hecho decir a su pluma al final del Quijote: «Para mí sólo nació don Quijote y yo para él; el supo obrar y yo escribir». Pues bien, si el historiador Cervantes estaba predestinado para esta tarea, Unamuno se nos presenta como predestinado para resolver exitosamente la aventura de explicarla y comentarla.

¿Por qué razón? La respuesta, que se deja entrever a lo largo de su libro-comentario, nos la desvela el propio Unamuno al término final de éste, una respuesta perfectamente concorde con sus postulados hermenéuticos, especialmente con el de la exigible identificación de cualquier candidato a intérprete cualificado de la historia de don Quijote con la vida, pensamiento y obra del historiado o biografiado. Y como la esencia de don Quijote es su ansia de no morir, su loco anhelo de inmortalidad, sólo quien comparta esa misma locura de inmortalidad, podrá afrontar exitosamente la tarea de explicar y comentar la historia de don Quijote y Unamuno declara estar precisamente tocado de esa locura de no morir de su señor don Quijote, que le coloca en posición ventajosa par explicar y comentar la vida de éste: «No puede contar tu vida, ni puede explicarla ni comentarla, señor mío Don Quijote, sino quien esté tocado de tu misma locura de no morir» (Vida de Don Quijote y Sancho, pág. 527). ¿Y quién podría estar más tocado de esta locura de no morir que Unamuno para atreverse a competir con él como intérprete más cualificado para acometer con solvencia la aventura de desvelar el sentido íntimo de la Biblia nacional española?

 

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