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El Catoblepas, número 104, octubre 2010
  El Catoblepasnúmero 104 • octubre 2010 • página 10
Artículos

Juan Donoso Cortés
1809-2009

Pedro López Arriba

Conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid, en septiembre de 2009, en el 200 aniversario del nacimiento de Juan Donoso Cortés

Juan Donoso Cortés

Pocos personajes hay tan representativos de la época romántica como Juan Donoso Cortés (1809-1853), Marqués de Valdegamas, de quien puede afirmarse que fue romántico convicto y confeso. Fue siempre, en todo, más arrebatado que simplemente apasionado. Siempre estuvo en primera línea del combate intelectual en defensa de lo que creía, fuese esto lo que fuese, armado de la más contundente de las elocuencias. Donoso Cortés fue un hombre de su tiempo, sometido a las convulsiones de la Europa de las revoluciones del siglo XIX, y también fue un gran pensador de proyección universal y duradera, a pesar del sombrío silencio que se cierne en la España actual sobre su obra y su figura.

Un perfil característico del Romanticismo español

El futuro Marqués de Valdegamas hizo sus estudios en Cáceres, Salamanca y Sevilla, terminando los de Jurisprudencia, tras lo que se trasladó a Madrid, alcanzando en seguida notoriedad en los medios liberales por su abierta defensa del racionalismo y de la Ilustración. Para entonces había trabado amistad con algunos destacados liberales, señaladamente José Quintana. En su breve vida intervino en las principales contiendas políticas e ideológicas de la época del romanticismo, especialmente las del interesantísimo periodo 1830-1848, y participó en todos los partidos políticos, desde el liberalismo exaltado hasta el tradicionalismo integrista.

En sus primeros años tomo parte en las conspiraciones liberales de 1833-1834, y fue miembro –o estuvo cerca– de la sociedad secreta «La Isabelina» que, entre 1833 y 1834 amenazó con un golpe de estado finalmente frustrado en 23 de julio de 1834, víspera de la apertura de las Cortes del Estatuto Real, y a la que se relacionó con las matanzas de frailes del 17-18 de julio de dicho año. En dicha sociedad secreta tuvo contacto con Romero Alpuente, el Conde de las Navas, Flórez Estrada, Palafox, y con el célebre conspirador Aviraneta. Introducido en la función pública desde 1832, colaboró en la acción de gobierno hasta 1836, año en que fue nombrado Secretario de la Presidencia del Gobierno, bajo Mendizábal. Tras la caída de éste, se alineó con el moderantismo, llegando a ser consejero de la Reina Madre Mª Cristina, en 1840. En 1842 abandonó a los moderados para hacerse un conservador neto, participando en la redacción de la Constitución de 1845. Continuó su evolución con su pase al tradicionalismo católico, en el que permanecería ya hasta su muerte, a partir de 1848. En su trayectoria recorrió, pues, todo el universo político, desde la izquierda liberal a la derecha integrista. Murió en 1853, el mismo año en que falleció Mendizábal, a cuyas órdenes sirvió. Fue también uno de los fundadores el Ateneo de Madrid, en 1835, que llegó a presidir en 1848. En sus últimos años fue embajador, consejero de Isabel II y del Papa Pío IX, y mantuvo amplias relaciones, epistolares y directas, con numerosas y destacadas personalidades europeas del momento.

Su mayor fama la alcanzó en los años postreros de su vida con dos célebres discursos, Sobre la Dictadura (1849) y Sobre Europa (1849), y con un ensayo, Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo (1850), que fueron traducidos a varios idiomas, y por los que recibió felicitaciones desde Viena, París, Roma… Su fama volvió a despuntar al cumplirse, en 1917, su vaticinio respecto a la explosión revolucionaria en Rusia, que hizo que surgiesen numerosos estudios sobre su pensamiento y su obra en todo el mundo, hasta hoy en día, excepto en España, donde está casi completamente olvidado.

La pasión y el mismo orgullo que le habían hecho adoptar sus doctrinas, tanto las primeras liberales, como las tradicionalistas del final, hicieron que terminara por creerlas. Si hubo un tiempo en que proclamó y defendió en sus escritos los derechos individuales y la soberanía de la inteligencia, terminó defendiendo, proclamando y creyendo con la misma fuerza en la teocracia y en el absolutismo. No se puede ser tan elocuente sin estar convencido de lo que se dice. A Donoso se le podría acusar de locura, pero jamás de hipocresía. Pero si se le acusara de de locura, se habría de entender que en ésta hay ese quid divinum (algo de divino) del que Hipócrates hablaba.

Su obra escrita es muy amplia. Empezó a publicar en 1932, cuando que dio a la luz su «Memoria sobre la situación actual de España», en la que hacía una encendida defensa de la sucesión de Isabel II al trono de Fernando VII, y que fue considerada como el mejor apoyo teórico entonces recibido por la causa liberal. Entre los años 1836 y 1837, impartió en el Ateneo su Curso de Derecho Público, que fue muy alabado, hasta el punto que Joaquín Costa lo destacaría como uno de los grandes textos del siglo XIX en materia de Derecho Político. Desde entonces, hasta la publicación del Ensayo, su producción escrita fue muy abundante, en forma de discursos parlamentarios, memorandos, informes, &c.

Las convulsiones de la época revolucionaria

Las grandes transformaciones políticas y sociales anunciadas por el Renacimiento tras el restablecimiento en Europa de las sociedades comerciales, después de más de mil años de ardua recomposición, tardaron algunos siglos en cobrar plena realidad. Sus primeras plasmaciones, tras la ambigua Ilustración, se abrieron paso con las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX. Pero la vía de la revolución no fue clara ni unívoca, pese a la aureola legendaria construida luego alrededor de la voz «revolución». Y es que las ambigüedades de la Ilustración determinaron que durante el siglo XVIII, junto a la teoría liberal, nacida para contraponerse a al absolutismo monárquico, se alzasen también las no menos modernas teorías totalitarias, señaladamente los socialismos y los nacionalismos.

La democracia liberal no se implantó en ningún lugar sin guerras o convulsiones civiles, por evolución de los sistemas ideados en la Ilustración. Ni siquiera sucedió así en Inglaterra, pese a la errónea opinión ampliamente difundida, pues sólo llegó a alcanzarse allí el sufragio universal mediante un proceso continuado de reforma intensa de sus instituciones, tras las revoluciones del siglo XVII y las grandes transformaciones de los siglos XVIII y XIX. Ni tampoco fue así en los Estados Unidos de Norteamérica, donde la crisis, por razones inherentes al sólido sistema institucional nacido de la Constitución de 1787, se pudo ir demorando hasta 1860. Y en la Europa continental, la revolución se tuvo que abrir paso mediante prolongadas convulsiones, golpes de estado y espasmos violentos, acompañados de desgarramientos sociales y derramamientos de sangre, en una obra más destructiva que constructiva. Y el sentido más propio de la revolución terminó por corromperse en la lucha por el poder. De ese modo, los cambios se constituyeron en causa enconada de conflicto civil, mostrando que cuanto más imperaba el absolutismo en las sociedades, más radical se habría de mostrar la opinión pública en sus reacciones.

La Revolución Española comenzada en 1808, pareció orientarse inicialmente por la vía de las tradiciones políticas más puramente nacionales. Así, entre 1808 y 1814, pareció seguir vías originales, no muy diferentes a las tomadas por la Revolución Americana (1776), más que el camino tomado por la Revolución Francesa de 1789. Sin embargo, andando el tiempo, el proceso revolucionario abierto con la Guerra de la Independencia también se corrompería, y terminó por adaptarse a las pautas del revolucionarismo francés. La actuación de Fernando VII, desde 1814, la intervención exterior en nuestra vida política, de la que la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis (1823) fue el hecho más notable, o la sumisión de nuestras elites ilustradas a los patrones intelectuales franceses, aunque no constituyan por sí mismas explicaciones plenamente satisfactorias, ayudan a entender el proceso de adaptación sufrido en la mentalidad y en el obrar de los revolucionarios hispanos.

La revolución nacida al tiempo de la explosión de 1808, fue sofocada de un plumazo en 1814. Para 1820, la revolución se llevó a cabo mediante un golpe de estado militar, que se vio truncado en 1823, también manu militari. Sólo la crisis monárquica de 1833, producida por la muerte de Fernando VII, deparó un nuevo proceso revolucionario, al abrigo esta vez de la tremenda explosión provocada por la primera gran guerra civil española, la Guerra Carlista. Pero el resultado no fue muy satisfactorio, ya que lo que se había intentado en 1812, terminó por esfumarse entre 1833-1843, justo cuando parecía haber alcanzado su cenit. Y es que, en el tiempo que media entre 1812 y 1848, la revolución cambió totalmente de sentido. En sus principios, la revolución había sido el medio para abrir paso a la opción liberal frente al absolutismo. Pero las dificultades para ello terminarían generando, al igual que en la Francia de 1789, un cambio trascendental. La revolución dejaría de ser un medio para la consecución de determinados fines, y pasó a convertirse en un fin en sí misma. Al igual que sucediera en la infausta experiencia francesa, no se trató ya tanto de asegurar la constitución de la sociedad abierta, cuanto de mantener, defender y asegurar la pervivencia y continuidad del proceso revolucionario y, con él, el mantenimiento en el poder de los jefes revolucionarios. La revolución en España, como en Francia antes, y como en casi toda Europa al mismo tiempo, terminaría siendo traicionada, finalmente, por los propios revolucionarios.

El apogeo de la Revolución en España

El periodo 1830-1848, más que las Cortes de Cádiz o el Trienio Liberal, fue el gran periodo de revolucionario en España. Como tal, estuvo plagado de las contradicciones propias de la época, que aprecian muy especialmente en nuestro país. Así, los baños de sangre, con sus momentos culminantes de 1834 y 1835, fueron resultado de la batalla entre autoritarios de toda clase, fueran revolucionarios o fueran reaccionarios, en la que los liberales genuinos fueron combatidos por ambos bandos. La batalla la perdieron realmente por estos últimos y, posteriormente, fue oscurecida al presentarla, primero, como un episodio de la lucha contra el carlismo, y después al intentar presentarla como el resultado de una lucha de clases sujeta a las leyes del materialismo dialéctico. No siendo una cosa ni otra, ha terminado por quedar relegada al profundo olvido generado por la incomprensión.

Para los que se han dejado llevar por las retóricas revolucionarias, el espíritu anticlerical representó una especie de volonté genérale roussoniana del pueblo español. Y así, la Revolución constituiría el momento culminante de debate entre esa «voluntad» y los sucesivos gobiernos, que fueron más o menos fieles a ella. Pero sabemos con certeza que dicho espíritu no correspondía a una clase homogénea, si bien esto no lleva a nadie a poner en duda que el auge de las matanzas respondiese a momentos de suprema unanimidad «popular». «Pueblo», en esa concepción, no es sino el sinónimo de una clase iluminada por la infalible guía del acto masivo espontáneo. Anticiparse al proletariado revolucionario ha permitido «descubrir» a algunos, a posteriori, los métodos, reacciones, giros semánticos y símbolos eficaces para montar en el futuro todos los golpes de Estado, revolucionarios o contrarrevolucionarios, que jalonan nuestra historia hasta 1936.

El absolutismo monárquico y el romanticismo revolucionario terminaron coincidiendo en rechazar la libertad como autonomía de los individuos, para afirmarla como libertad colectiva del pueblo o de la nación. Y todos acabaron por adherirse al concepto de Poder Absoluto, preliberal, que en manos de los revolucionarios honra al pueblo, y en manos de los contrarrevolucionarios lo deshonra. El poder político así concebido será bueno o malo, legítimo o ilegítimo, pero nunca una función graduable desde el control institucional de la separación de poderes. Espartero, por ejemplo, podía profesar hacia la Reina Regente, Mª Cristina, una animadversión total y, al mismo tiempo, enorgullecerse del esplendor que daba al pueblo la majestad del poder soberano del Regente» (el regente era Espartero, claro). Su corazón aspiraba a un gobierno con facultades ilimitadas, que permitiese gobernar por decreto, al igual que habían gobernado, antes que él, Zea Bermúdez, Martínez de la Rosa, Toreno, Mendizábal… o Fernando VII.

La pasión y el ceremonial que envuelven a ese Poder Absoluto, lo detenten los absolutistas o los revolucionarios, tenían como alternativa el dividir y someter a control recíproco las ramas del poder coactivo, como instituyó el régimen previsto en la Constitución de 1812, que muy pronto todos desearon enterrar definitivamente y cuanto antes. La Revolución se había convertido en una religión sin Dios, y los revolucionarios no aspiraban más que al ejercicio de un poder tan omnímodo como el poder absoluto que añoraban los reaccionarios.

España vivió en esos años un drama, a veces tragicómico, en el que abundó la demagogia profética más demencial. La fluctuación de la farsa a la tragedia exacerbó la teatralidad hasta hacerla indiscernible de la vida real, como apuntaría el propio Larra. De ahí que explicar la preferencia por la fabulación, atribuyéndolo al dramático estado de cosas, resucite el dilema del huevo y la gallina. La sistemática de la revolución se desarrolló en poco más que una secuencia de mando-obediencia donde sobraba todo cuanto no fuera dictar o cumplir órdenes. La multitud de tramas culminadas en fusilamiento o matanza no respondió al deseo de que el país se incorporase a las novedades políticas y económicas del momento. Lo explosivo del conflicto vino de la hostilidad general a la liberalización política efectiva, y no de la impaciencia ante el lento ritmo de su progreso.

Al final, los partidarios del «rey neto», o absolutistas, coincidieron con los revolucionarios más intransigentes y «puros», en oponerse a que el entendimiento de cada ciudadano pudiera deliberar y decidir, prefiriendo sujetarlo todo a tutela oficial y vitalicia, fuese ésta absolutista o revolucionaria. El malentendido que se siguió de llamar libertad política al combate por lograr tan sólo una posición social más elevada no puede, pues, separarse del malentendido que contrapuso a unos revolucionarios y unos contrarrevolucionarios que eran igualmente reaccionarios ya que, realmente, aspiraban a lo mismo. Al final, casi todos los revolucionarios triunfantes serían, en la práctica, reaccionarios en el sentido más literal de la palabra.

La inevitable deriva autoritaria

La Constitución de 1812 se había adelantado a este tipo de iniciativas, estableciendo el castigo de quienes solicitasen, expidiesen o cumpliesen órdenes arbitrarias. Pero para 1834, todos sus artículos llevaban más de diez años suspendidos y los más furibundos anticlericales no dudaban en proponer sistemas de réligion civile roussoniana, llegando casi a provocar el cisma religioso con Roma, y a actuar siempre bajo amenazas de exterminio físico y confiscación del clero. Fue en ese contexto en el que se desenvolvió la peripecia intelectual de Donoso Cortés, que le llevó desde el liberalismo primero, al conservadurismo después y, finalmente, hacia el autoritarismo más reaccionario. De hecho, para algunos, la fama de Donoso Cortés procede principalmente de su discurso en el Parlamento español, el 4 de enero de 1849, reclamando la dictadura como modo de gobierno. En dicho discurso afirmo:

«Digo, señores, que la dictadura en ciertas circunstancias, en circunstancias dadas, en ciertas circunstancias como las presentes, es un gobierno legítimo, es un gobierno bueno, es un gobierno provechoso, como cualquier otro gobierno; es un gobierno racional, que puede defenderse en la teoría, como puede defenderse en la práctica…» «Tan sabios son los ingleses [que] la Constitución inglesa cabalmente es la única en el mundo en que la dictadura no es de derecho excepcional, sino de derecho común…» «La dictadura pudiera decirse, si el respeto lo consintiera, que es otro hecho en el orden divino. Tan es así, que Dios se reserva el derecho de transgredir sus propias leyes, y esto prueba cuán grande es el delirio de un partido que cree poder gobernar con menos medios que Dios, quitándose así el propio medio, algunas veces necesario, de la dictadura.»

El texto, pese a su valor intrínseco como teoría del gobierno, debe contextualizarse. Y es que la experiencia de gobierno en España desde 1808, se había desenvuelto en modos unas veces de excepción (1808-1814), otras absolutistas (1814- 1820), otras caóticos (1820-1823), de nuevo dictatoriales (1823-1833) y nuevamente de excepción desde 1833, por razón de la guerra carlista y de las pugnas partidarias. Por otra parte, como el propio Donoso precisa, el dilema no se plantea tanto entre la libertad y la dictadura, pues en tal caso el optaría por la primera, sino entre la Dictadura del Gobierno y la Dictadura de la Insurrección. Un matiz nada despreciable, ya que demuestra el cuño liberal básico de su pensamiento, si bien en proceso de profunda transformación, pues ya se plantea como imposible una situación diferente a la contienda extrema entre la revolución y la reacción, decantándose paulatinamente por esta última. Posteriormente, en su obra más célebre, el Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo, y el Socialismo, ahondará esta deriva autoritaria, fijando sus posiciones más claramente reaccionarias. No obstante, debe destacarse también que, en el discurso sobre la dictadura, Donoso prefiguró la teoría del «Cirujano de Hierro» que popularizaría a finales del siglo XIX Joaquín Costa, y que sería usada, más o menos directamente, como referencia doctrinal para justificar las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco en el siglo XX.

La muerte en 1847 de su hermano Pedro, que era carlista, terminó de precipitar la evolución de Donoso que, ni fue sorprendente, ni fue tampoco extraña entre los hombres de su tiempo. Muchos, en muchos lugares, experimentaron esa misma deriva. Lo que constituye la grandeza de Donoso Cortés fue el modo en que se desarrolló y culminó. Sin medias tintas, el extremeño extremado (como se lo denominó), elaboró la teoría política básica del conservadurismo.

Pero ¿de dónde le vino a Donoso ese ímpetu apostólico de profeta que descargaba furibundos anatemas sobre los hombres, y anunciaba grandes desventuras si no se hacía la adecuada penitencia? ¿Venía del desierto, como Juan el Bautista, o salía del apartamiento y soledad de algún claustro? Todo menos eso. Él, que declaraba la discusión inútil y hasta nociva, había sido, y lo fue hasta el final, un periodista y político de polémicas. Él, que maldecía la revolución, había sido en sus inicios un conspicuo conspirador revolucionario, que se había elevado mediante ella a los más altos honores, y era por ella marqués y diplomático en importantes misiones como ministro plenipotenciario. Él, que había escarnecido los gobiernos representativos, estuvo a sueldo de gobiernos de ese tipo desde 1832 hasta su muerte. Y no se trata de denunciar una presunta hipocresía pues, en Donoso-Cortés, hubo siempre una altísima dosis de buena fe y de sincero convencimiento.

El mundo de ideas que inspiraron el pensamiento de Donoso Cortés

El pensamiento de Donoso de Cortés experimentó, como se ha visto, unos cambios que, por bruscos que parezcan, sintonizaban perfectamente con la evolución general de una de las grandes corrientes ilustradas. Y aunque en su caso fuera providencial el conocimiento de la obra de Joseph de Maistre, la línea que siguió no difiere gran cosa de la adoptada por una gran parte de lo que, hasta 1848, se había considerado liberalismo. Para entender esto hay que revisar las sucesivas mareas del movimiento revolucionario liberal. Este movimiento surgido en 1776 en los nacientes Estados Unidos, como fruto maduro de la Ilustración, tuvo una traslación compleja a la realidad europea. Su punto de arranque está en la Ilustración tardía, casi en el prerromanticismo, y su momento de expresión concreta se puede situar en las revoluciones de 1830 a 1848, en pleno triunfo del espíritu romántico.

Las ideas de «nación», de «espíritu del pueblo», de «pueblo», &c., se habían configurado desde los primeros momentos como importantes conceptos revolucionarios. En el alemán Herder, todas esas ideas se entrecruzaban al entender la actividad del espíritu no como manifestación de la individualidad personal, sino como algo ligado a formas de expresión colectiva y, en todo caso, supraindividuales, como el lenguaje, el folclore, el derecho, y otras a las que la moda neoclásica denominó «cultura». Ese planteamiento pudo resultar muy fecundo, en lo puramente teórico, al ligar la historia de las colectividades a las formas de su organización y expresión política. Así, la idea de «espíritu del pueblo» la encontramos formulada por primera vez en El Espíritu de las Leyes, de Montesquieu; como la idea de «pueblo», como concepto político, se encuentra escrita por primera vez en el Preámbulo de la Constitución Norteamericana de 1787; y la idea de «nación» apareció por primera vez en un texto constitucional, en la Constitución Española de 1812.

Todo ello respondía a la idea de que no basta con que el orden institucional de la nación sea justo en función de especificaciones abstractas, sino que tiene que ser adecuado además al desarrollo histórico del «pueblo» realmente existente en esa nación, y expresión del «espíritu» de esa concreta colectividad. Sobre esa base surgió la teoría romántica de la sociedad que, en un principio, no fue nada doctrinaria, como se acaba de ver. Sin teorizarlo tan intensamente como lo hicieran Herder y la filosofía idealista alemana, E. Burke y la práctica política norteamericana se orientaban también en esa misma dirección, al oponer a las exigencias abstractas de los doctrinarios franceses, la tesis de que el desarrollo de la libertad era más bien el resultado de la revitalización y desarrollo de las instituciones tradicionales, como el common law, o como los Parlamentos y las cámaras representativas. Con eso se establecía también en el plano teórico una continuidad entre la revolución y la tradición, muy adecuada a la realidad de los hechos, por más que ello resultase impensable en los sistemas europeos continentales. Y es que en éstos últimos, la tradición se identificaba con el absolutismo más despótico, y no interesaban a nadie las viejas instituciones medievales, representativas y garantistas, que habían languidecido en los siglos XVI y XVII, impotentes ante el auge de las Monarquías Absolutas. No interesaron al absolutismo, pues éste se había erigido contra esas instituciones, y tampoco interesaban al radicalismo revolucionario que, por su propia dinámica, aspiraba también al poder absoluto.

La deriva autoritaria, e incluso totalitaria, del movimiento revolucionario quedó garantizada en 1848, con las revueltas de 1848, en la que la libertad se empezó a interpretar en términos de nacionalismo y socialismo, tras haber quedado ideológicamente pervertida al dejar de atribuirse a los individuos y haberse aplicado a colectividades de raza, grupo, clase, &c. Una perversión que e produjo cuando a las ideas de «nación», de «espíritu del pueblo», de «pueblo», &c., se les unió la idea rousseauniana de «voluntad general», en cuya virtud era el «pueblo» el exclusivo portador de la soberanía y el único principio de autodeterminación, capaz de emerger como Estado por encima de toda particularidad individual y, si era preciso, contra ella, identificando esos conceptos colectivos con el concepto de «nación». Y, de ese modo, la libertad dejó de ser una reivindicación del individuo y se convirtió en algo reclamado por la «nación», pues era la nación y no el individuo el sujeto de los derechos políticos. Ya había sucedido en Francia en 1793, con el giro hacia la Dictadura Jacobina. E, igualmente, sucedió en Alemania, en 1848, cuando la Asamblea Revolucionaria de Frankfurtr reclamó la formación de una «nación alemana» como expresión totalitaria de la voluntad general del pueblo alemán. Una línea que se extendió por toda Europa desde entonces con resultados bien conocidos en el siglo XIX y, sobre todo, en el siglo XX. Los revolucionarios románticos de 1848 se llamaron «nacional-liberales», primero, y después de 1871, «nacionales» a secas. También en España la denominación de «nacionales» sufrió profundos cambios semánticos entre los siglos XIX y XX. Así, los «nacionales» fueron, en 1936, los sublevados contra el gobierno del Frente Popular, pero hasta entonces, los «nacionales» habían sido los defensores del sistema liberal-constitucional, frente al «anti-nacional» carlismo, como los Milicianos Nacionales, tan destacados en la política del siglo XIX.

La oleada revolucionaria de 1848 departió otra importante novedad. Y es que, partiendo también de la idea rouseauniana de «voluntad general», en 1848 apareció la formulación más radical del naciente socialismo, el llamado socialismo científico, con la publicación del Manifiesto Comunista de Marx, que establecía la necesidad de la Dictadura del Proletariado como culminación y expresión más acabada de esa misma «voluntad general». Tras ello, incluso muchos de los que desde 1848 se llamaron «nacional-liberales» o «nacionales», se hicieron también socialistas, o socialistas-nacionales, en el paso lógico de un movimiento revolucionario que promovía, tanto la redención nacional, como la redención social, con el objetivo general de establecer el reino de la Justicia en este mundo. Y debe recordarse, también, que el principal teórico socialista de entonces, el francés Charles Fourier, había establecido un planteamiento teórico ciertamente escandaloso, al maldecir a Dios y llamar en su auxilio al Diablo para que le diera los medios de cambiar la naturaleza moral del hombre y, así, poder fundar el bien absoluto sobre la tierra. Siguiendo la idea de Rousseau de considerar la sociedad y la civilización como el origen de la corrupción de los hombres, Fourier se había lanzado a la más acerba y sarcástica crítica de la civilización en su conjunto.

La crítica de Donoso Cortés al liberalismo y la defensa de éste último

Fue en ese entorno teórico y práctico en el que Donoso Cortés significó, y significa, en toda Europa, la idea del retorno a la tradición religiosa como única posibilidad de salvación de la sociedad frente a las sucesivas oleadas revolucionarias. Y, también, como una opción de cualquier clase de redención, individual, social o nacional. Y ello con un refuerzo teórico notable. Y es que, frente a las ideologías totalitarias de los nacientes nacionalismos y socialismos, el autoritarismo tradicionalista de Donoso Cortés tiene la ventaja de, al menos, no prometer la posibilidad de instaurar el reino de Dios en este mundo, toda vez que, como ya indica el evangelio, ese reino no es de este mundo.

En el comienzo del ensayo, indicó Donoso su propósito de oponerse al pensamiento socialista. Sin embargo, la posición de Donoso, lejos de constituir una refutación del socialismo, no deja de ser una confirmación del mismo, limitándose el debate a tratar sobre la base que haya de tener esa sociedad idílica prometida desde el socialismo y contra Dios, a la que Donoso opondrá la sociedad encarnada en la tradición católica. Su crítica al socialismo no se formula, pues, tanto desde una defensa de la sociedad abierta, en la que tampoco creyó al final, sino desde la objeción general al planteamiento de que se pueda llegar establecer el bien absoluto sobre la tierra por decreto, que para los socialistas sería «la voluntad del proletariado», y para él el Reino de Dios que, por definición, no es de este mundo.

Sin embargo, en el desarrollo de la obra se aprecia perfectamente que el mayor enemigo para Donoso Cortés no será tanto el socialismo como el liberalismo. Y es que para nuestro autor el liberalismo, como teoría, es impotente para el bien por carecer de afirmaciones dogmáticas. Y es incapaz para el mal, porque le causa horror toda negación y absoluta. Unos dilemas ya planteado por Kant en el prólogo su Crítica de La Razón Pura, al tratar sobre los puertos seguros y los puertos de destino, como metáfora explicativa del dogmatismo, el escepticismo y el criticismo kantiano, que Donoso trastocará a su medida, dándole perfiles netamente político-ideológicos. Para Kant, la razón encontraba en el escepticismo liberal de Hume ese puerto seguro en el que hacer escala en los momentos de tormenta dogmática, si bien no podía ser considerado un puerto de destino definitivo. Para Donoso, la doctrina liberal era como un puerto incierto par hacer una escala breve e insegura, en la ruta que el barco de la sociedad deberá seguir para, o bien dirigirse al puerto seguro y definitivo del catolicismo, o bien estrellarse indefectiblemente, naufragando en las escolleras del socialismo.

No caben, pues, vías intermedias entre la revolución y la reacción, ha de tomarse partido entre una y otra, inevitablemente. Un planteamiento éste que puede parecer hoy maximalista en exceso, pero que había llegado a ser común en el debate teórico europeo, tras más de cincuenta años de convulsiones revolucionarias en Europa. Un planteamiento que está presente en numerosos autores políticos de la época, tanto en España como en el extranjero. Marx en el Manifiesto Comunista (1848), utilizó ese mismo lenguaje apocalíptico, al igual que lo hizo Pi y Margall, en 1854, en su obra La Reacción y la Revolución. No se trata, pues, tanto de que Donoso realizase un análisis maximalista o extremado, cuanto de que, en las circunstancias del momento, los planteamientos eran sumamente extremos.

Para el Marqués de Valdegamas, en esa la lucha a muerte entre el Bien y el Mal que representan, respectivamente, el catolicismo y el socialismo, el liberalismo sólo puede dominar en os momentos de debilidad en que la sociedad desfallece, y el período de predominio liberal se identifica con el momento transitorio y fugitivo en que el mundo no sabe si irse con Barrabás o con Cristo, dudando entre una afirmación dogmática y una negación suprema. La sociedad entonces, dice Donoso, se deja gobernar de buen grado por una doctrina, la liberal, que nunca dice afirmo ni niego, y que a todo dice distingo. El supremo interés del liberalismo, para nuestro autor, está en que no llegue el día de las negaciones radicales o de las afirmaciones soberanas. Para ello, el liberalismo, en tanto que indecisión, tiende a confundir por medio de la discusión todas las nociones y propaga el escepticismo, sabiendo como sabe, que un pueblo que oye perpetuamente en boca de sus sofistas el pro y el contra de todo, acaba por no saber a qué atenerse, y por preguntarse a sí mismo si la verdad y el error, lo injusto y lo justo, lo torpe y lo honesto son cosas contrarias entre sí, o si son una misma cosa mirada bajo puntos de vista diferentes. Este período angustioso, por mucho que dure es siempre breve. El hombre ha nacido para obrar, por lo que la discusión perpetua contradice a la naturaleza humana. Apremiados los pueblos por todos sus instintos, llega un día en que se derraman por las plazas y las calles pidiendo a Barrabás o pidiendo a Cristo, resueltamente, y revolcando en el polvo las cátedras de los sofistas».

Y es que el liberalismo, para desesperación de Donoso, no puede ser conservador, pese a defender la propiedad privada, porque lucha por la libertad individual. Para el liberal no hay motivo de desconcierto ante las preguntas que no parecen tener respuesta fácil. El estudio y el aplazamiento de la decisión hasta tener un conocimiento más profundo de las cosas está inscrito en la propia idea de sociedad libre y comercial de la que ha nacido su doctrina, y desprecia a aquellos que parecen tener respuesta definitiva para todo, sin disponer de mucha información. Su relativismo no es fruto de la debilidad, sino de la prudencia.

Por razones de estricta prudencia, sería conveniente exponer todo el planteamiento de Donoso en un lenguaje más llano, aunque seguramente menos elocuente y, al actuar así, podría contraponerse al torrente retórico de Donoso, que al pensamiento liberal, es decir, a la gente sensata e ilustrada, le inspira horror por igual toda afirmación dogmática, como las del mismo Donoso, y toda negación absoluta como las de Proudhon, Fourier o Marx. Porque el liberalismo aspira al buen juicio, le causa horror la locura de las afirmaciones y negaciones absolutas que no estén sólidamente fundamentadas, preferiblemente en la experiencia. Y por ello mismo es muy posible que el liberalismo esté condenado sin saberlo, pero a menudo sabiéndolo perfectamente, a no poder gobernar durante largo tiempo a los pueblos, porque estos no son ilustrados ni sensatos. Y por esa razón, por la falta de sensatez y de prudencia generales, suele ocurrir que gentes extremadas conduzcan la nave de la sociedad, o bien al puerto católico del día de la Victoria, el 1 de abril de 1939, con el saqueo en nombre de la religión y de la tradición, al grito de vivan la inquisición y las cadenas, o bien estrellen a la sociedad contra los escollos socialistas de los motines y las checas. El liberalismo sólo puede aspirar al predominio cuando la barbarie general desfallece, y por eso domina en Inglaterra, en Estados Unidos, o en Suiza. La sociedad entonces se deja gobernar por los principios liberales que nunca imponen afirmaciones ni negaciones absolutas, porque siempre distingue entre la religión y la superstición, entre la libertad y la irresponsabilidad, entre Santa Teresa y Sor Patrocinio, Castelar y Tonet Gálvez.

Frente al torrente de excelente retórica presente en la obra de Donoso Cortés, debe señalarse que el supremo interés del liberalismo, y bien se puede añadir que también el supremo interés de la sociedad toda, está en que no llegue nunca el día de las negaciones radicales o de las afirmaciones soberanas. Es decir, que no llegue nunca el Diaes Irae de Robespierre o de Lenin, el día de San Bartolomé o el de las matanzas de Stalin y Mao, ni el día de los autos de fe o el día de la guillotina, ni el día de los asesinatos de los judíos o el de los asesinatos de frailes y monjas. Porque si llegase ese día, nos veríamos obligados a tener que elegir de nuevo entre lo malo y lo peor, entre la reacción y la revolución.

Y para que nunca llegue de nuevo ese día, el liberal seguirá distinguiendo todas las nociones por medio de la discusión, procurará ilustrar a la opinión pública y propagará el sano escepticismo, es decir, la doctrina filosófica que nos aconseja examinar detenidamente las cosas antes de creer, con los ojos cerrados, en los salvadores de la humanidad. Y es que, cuando un pueblo no es digno de tener un sistema de gobierno liberal e ilustrado, se cansa pronto de las discusiones que no entiende, quiere obrar y se va a los montes con un trabuco, o apremiado por sus instintos (Dios nos libre de ellos), se derrama por las plazas y por las calles pidiendo lo que se le antoja o tomándolo sin pedir, y revolcando en el polvo las cátedras de los sabios.

Quede expresado con estas últimas palabras, trasunto de la crítica de Juan Valera al Ensayo de Donoso Cortés, el juicio sobre éste tan ilustre romántico español que descolló por igual en el liberalismo más exaltado, en el conservadurismo más completo y en reaccionarismo más cabal, resumiendo así en su propia peripecia vital las angustias, los sinsabores y los dramas del tiempo agitado de revolución y reacción que le tocó vivir.

 

El Catoblepas
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