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El Catoblepas, número 104, octubre 2010
  El Catoblepasnúmero 104 • octubre 2010 • página 6
Filosofía del Quijote

El Quijote no es anticlerical ni antieclesial

José Antonio López Calle

Tercera y última parte del estudio sobre la interpretación de Benjumea del Quijote como sátira antirreligiosa. Las interpretaciones religiosas del Quijote (4)

El Quijote no es anticlerical ni antieclesial

En general, la visión de Cervantes del clero es positiva, si bien con algunas pinceladas de crítica e ironía. Del cura de la aldea de don Quijote y amigo suyo, Pero Pérez, se nos ofrece, desde luego, una muy buena imagen. Es una pieza clave de la trama de la novela, especialmente de la primera parte, y se nos presenta como un modelo de sensatez y buen sentido. Es además un cura ilustrado, aunque ha estudiado en una universidad menor, la de Sigüenza, a través de cuyos juicios Cervantes expone su propio punto de vista sobre diversas materias, sobre todo acerca de cuestiones literarias. El que en alguna ocasión, como sugiere Benjumea, don Quijote trate desabridamente al cura (en una ocasión, comenta, le insulta y desafía, en otra le llama demonio, y en otra el pregunta que ¿quién lo fía?), no invalida el retrato esbozado, ya que en las ocasiones en que esto sucede don Quijote está preso de su locura, de modo que su comportamiento en tales circunstancias son sólo un reflejo del estado desquiciado de su personalidad y no de una actitud hostil hacia su amigo, que constantemente se desvela por su salud y su curación.

El personaje del canónigo, que parece ser introducido como un mero auxiliar para exponer las ideas literarias del autor, también pertenece a ese sector del clero ilustrado. El tío de Marcela, que, como Pero Pérez, es un párroco de aldea, se nos muestra bajo una luz muy favorable, pues goza de buena fama en el pueblo y además defiende la libertad de elección de las mujeres para el matrimonio; por eso no quiere casar a su sobrina sin su consentimiento. En la segunda parte de la novela, en el episodio de las bodas de Camacho entra en escena otro cura de pueblo, al que el narrador retrata como un «varón prudente y bienintencionado». Luego de casar a Quiteria con Basilio, gracias a una treta de éste, surge una contienda entre los partidarios de Basilio y los de Camacho, que se sienten burlados; pero el buena proceder del cura, no sin la colaboración de don Quijote que se interpone entre ambos contendientes, logra persuadir a Camacho de que acepte el casamiento de Basilio con Quiteria –con la que Camacho estaba comprometido para casarse, pero que el hábil ardid de Basilio impidió en el último instante que tal cosa sucediese–, el conflicto se termina resolviendo a gusto de todos y con Camacho y los de su bando pacificados y sosegados.

En cuanto a los curas de la aventura de los encamisados o del cuerpo muerto y la de los disciplinantes que acompañan la imagen de la Virgen en una procesión, sólo desempeñan una función auxiliar en el seno de unos episodios cuya pretensión es parodiar las aventuras caballerescas. El narrador no entra en la definición de su personalidad que es irrelevante para sus fines. En la primera, los encamisados, de los que doce son sacerdotes, son confundidos con seres demoníacos que llevan cautivo a un caballero herido o muerto, y don Quijote los ataca; en la segunda, a los disciplinantes, de los que cuatro son sacerdotes, los toma por follones y malandrines que llevan secuestrada a una dama principal. Está meridianamente claro que contra lo que sostiene Benjumea el sedicente caballero manchego no ataca a unos y otros porque sean clérigos (de hecho, don Quijote no sabe que entre los encamisados y disciplinantes hay sacerdotes), sino porque cree equivocadamente que tiene ante sí a unos sujetos perversos que han cometido viles crímenes, tal como matar o herir a un caballero, como en el lance del cuerpo muerto, o secuestrar a una dama, como en el episodio de los disciplinantes. Pero Benjumea pasa esto por alto. E igualmente pasa por alto el hecho de que el propio don Quijote se disculpa en la aventura de los encamisados cuando al final de la misma descubre que los enlutados que portan el cuerpo muerto son clérigos inocentes y no malvados secuestradores o asesinos, e incluso hace una profesión de fe católica y de respeto a la Iglesia y sus cosas: «Yo no pensé que ofendía a sacerdotes ni a cosas de la Iglesia, a quien respeto y adoro como católico y fiel cristiano que soy, sino a fantasmas y a vestiglos del otro mundo» (I, 19, 173).

Benjumea ve anticlericalismo donde no lo hay y se le escapa un pasaje irónico contra ciertas costumbres del clero. En efecto, en la aventura de los encamisados, el autor deja caer una nota crítica contra los clérigos cuando Sancho y don Quijote se disponen a comer de la fiambrera que el escudero se apropió tras despojar a la acémila de aquéllos, bien abastecida de cosas de comer. Este hecho brinda la ocasión a Cervantes de decir de pasada, a propósito de los clérigos, tales como los de la aventura de los encamisados, «que pocas veces se dejan mal pasar» (ibid.). Observación bastante inocente que hace referencia al tópico tradicional relativo al buen comer de los clérigos o a su vida regalona.

Más enjundia tiene el tratamiento que se da al eclesiástico que desempeña el papel de consejero de los Duques, posiblemente perteneciente a alguna orden religiosa regular, pues el narrador lo califica de «grave religioso» y más adelante se mencionan sus hábitos. El autor lo retrata como un ser mezquino y miserable cuya influencia en los nobles aragoneses es perniciosa, ya que contagia a éstos de su propia mezquindad y miseria. Se trata, sin duda, del pasaje de crítica a miembros del clero más ácida de todo el Quijote. Benjumea se refiere a la agria contienda de don Quijote con el capellán de los Duques como una señal de su hostilidad al clero. Pero Cervantes, siempre propenso a ver algún rasgo positivo en los personajes más negativos en primera instancia, nos da una pincelada positiva del grave eclesiástico, que los estudiosos, incluido Benjumea, suelen omitir: se niega a participar en las burlas que los Duques piensan organizar en su palacio a costa de la pareja inmortal, palacio que piensan convertir burlescamente en una especie de corte según el modo de los libros de caballerías para alimentar la locura del hidalgo y la ingenuidad o simplicidad del escudero. El clérigo, nada más oír hablar a don Quijote figurándose ser un caballero andante que vence a gigantes, a malandrines y follones, y del encantamiento de Dulcinea, se da cuenta de que es un loco y lo reprende aconsejándole que vuelva a su aldea y se ocupe de su hacienda.

Sin embargo, con mayor aspereza reprende a los Duques, si cabe, por la mascarada que piensan organizar en torno al hidalgo y al escudero, y de la que él se excluye indignado, luego de espetarles a los Duques: «Es tan sandio, Vuestra Excelencia como estos pecadores. ¡Mirad si no han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan sus locuras!» (II, 32, 794). Y sin decir más, se marcha del palacio con la intención de no regresar mientras don Quijote y Sancho permanezcan en él. Vale la pena recordar también que el propio narrador retrata al grave eclesiástico, luego de su reprensión a don Quijote, como «venerable varón» (II, 32, 792). Su carácter mísero, según se nos pinta inicialmente, queda contrapesado con esta prueba o arrebato de dignidad, en que el religioso, en vez de seguirle la corriente al hidalgo manchego, le obliga a enfrentarse con la realidad de su locura y, en vez de burlarse de él o de reírse a costa de sus manifestaciones de locura, como hacen los Duques y tantos otros, le aconseja que regrese a su hogar. En cualquier caso, aun dejando al margen los aspectos positivos del personaje, no debe olvidarse, como hace Benjumea y muchos otros, que la censura cervantina del eclesiástico consejero de los Duques no va dirigida contra el clero en general, sino sólo contra los eclesiásticos de pareja catadura moral que ejercen tan mala influencia en las casas de los nobles:

«La duquesa y el duque salieron a la puerta de la sala a recibirle, y con ellos un grave eclesiástico de estos que gobiernan las casas de los príncipes: de estos que, como no nacen príncipes, no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son; de estos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos; de estos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados, les hacen ser miserables. De estos tales digo que debía de ser el grave religioso que con los duques salió a recibir a don Quijote.» (II, 31, 788)

Benjumea sostiene, como hemos visto, que Cervantes muestra más simpatía por el clero secular que por el clero regular, una tesis que harán suya los partidarios de la interpretación erasmista del Quijote, como Castro, Bataillon y José Luis Abellán. Ya hemos visto la acritud con que Cervantes habla del eclesiástico, que parece ser un religioso del clero regular. También es cierto que en una de las primeras aventuras de don Quijote, la de los frailes benitos, don Quijote arremete violentamente contra miembros del clero regular a los que insulta tildándolos de «gente endiablada» y de «fementida canalla». Pero esto no es suficiente para concluir que Cervantes pinta más desfavorablemente al clero regular que al secular. Volvamos sobre ésta última aventura. No se debe olvidar que el propósito primario de Cervantes es parodiar los libros de caballerías y que, por tanto, esta aventura se debe interpretar como una imitación cómica de un típico episodio de éstos en que se habla de caballeros secuestradores; así los frailes de san Benito son confundidos con caballeros, incluso encantadores, que llevan secuestradas unas altas princesas. Don Quijote no los ataca, pues, como decíamos antes de los otros dos episodios en que se embiste con armas contra representantes de la Iglesia, porque pretenda meterse con ellos por ser frailes, sino porque son vistos como personajes de las novelas caballerescas, como malvados caballeros encantadores de éstas. La vis comica se suscita, por tanto, no a cuenta de que sean odiosos frailes de los que haya que reírse o maltratar con violencia, sino a cuenta de que en la mente del hidalgo son enemigos que hay que batir. En ocasiones, como en la aventura del cuerpo muerto, el autor va más allá de la parodia y aprovecha para lanzar una suave pulla contra el clero, al decir de los clérigos (ahora sin distinguir entre ellos, aunque los que motivan ahora la observación no son frailes, sino curas) que se dejan bien pasar. Pero en la aventura de los frailes benitos el autor no se distancia para lanzar pulla alguna sobre los frailes, por lo que no hay manera de poder sacar conclusión alguna sobre la actitud de Cervantes o de don Quijote hacia el clero regular sobre la base de este episodio.

Además, Cervantes no sólo presenta a los frailes como figuras cómicas y objeto de violencia, si bien, como acabamos de ver, de forma oblicua, y tan sólo, tampoco es tanto, una sola vez, sino también, como ya hemos comprobado, a los clérigos seculares, y aun en más ocasiones y en mayor número que a los primeros. Ya hemos mencionado antes que en la aventura del cuerpo muerto son los curas los que aparecen en primer plano entre los encamisados, doce de ellos lo son y comparecen como figuras cómicas, también de forma oblicua, que salen huyendo ante las acometidas de don Quijote, que no sabe que está arremetiendo contra representantes de la Iglesia, y asimismo Sancho interviene para desvalijarlos, ahora para apropiarse de sus provisiones. Y es curioso, contra la hipótesis de la supuesta simpatía de Cervantes hacia los clérigos regulares, que sea aquí, hablando de clérigos seculares, donde se dé salida a la amable pulla de que los clérigos no dejan pasar la ocasión de bien comer. Igualmente en la aventura de los disciplinantes son curas, los cuatro que encabezan la procesión de la Virgen, y no frailes, los que son tratados cómicamente, pero no en cuanto curas, sino en cuanto como en la aventura precedente son tomados por don Quijote por personajes del mundo caballeresco. Tan es así que en la aventura del cuerpo muerto cuando el propio don Quijote se da cuenta de su error, se disculpa ante uno de los curas alegando que los había confundido con fantasmas de otro mundo y que, según citamos más arriba, no pensaba ofender a sacerdotes ni a cosas de la Iglesia, a los que respeta como fiel católico que es. En la aventura de la procesión de los disciplinantes, no llega a disculparse, porque sencillamente el autor no ha querido presentarnos al protagonista en el momento en que se da cuenta de su error y prefiere dejarlo tendido en el suelo, pero mientras tanto su amigo el cura Pero Pérez lo arregla todo por él, pues conoce a uno de los curas de la procesión y le explica que todo lo sucedido es resultado de que don Quijote no está en sus cabales.

Cervantes, lejos de mostrar antipatía alguna hacia el clero regular, es respetuoso. Sobre su respeto a la vida religiosa de los frailes es oportuno traer a colación dos pasajes. En uno de ellos (I, 13, 112-3), Vivaldo, en conversación con don Quijote, encomia la exigencia de la vida ascética de los frailes cartujos, lo que el hidalgo comparte, aunque no sin puntualizar que la orden de la caballería andante es tan necesaria en el mundo como la de los cartujos. Pero el hecho mismo de que don Quijote equipare la caballería, que para él en su desvarío está por encima de cualquier otra institución secular, con la orden de los cartujos, es manifestativo de su altísima consideración de la exigente vida de los frailes de esta orden religiosa. Y en el segundo de ellos (II, 8, 604-8), en la conversación entre Sancho y su amo camino de El Toboso, el criado llama la atención de se señor sobre la santidad de dos frailes descalzos que acaban de ser canonizados y reflexionando acerca de este hecho llega a proclamar: «Señor mío, más vale ser humilde frailecito, de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero». Esta declaración, que don Quijote no cuestiona, sino que la comparte, entraña el reconocimiento del elevado ideal de perfección religiosa que ambos ven encarnado en la vida ascética de los religiosos. La respuesta de don Quijote: «Pero no todos podemos ser frailes» equivale a admitir el elevado ideal de santidad que pretenden alcanzar los frailes, sólo que no todos están en condiciones de alcanzarlo y además hay otros caminos que conducen a la salvación: «Muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo». Así que Cervantes, y con él don Quijote, no sólo no siente animadversión hacia frailes y monjes, sino que, a la luz de este pasaje, encuentra encarnado en los frailes el ideal de virtud y de santidad.

En el Quijote tampoco falta la figura del ermitaño, que va a dar lugar a una observación punzante de don Quijote sobre la hipocresía de los ermitaños de su época, que Benjumea interpreta de inmediato como un signo inequívoco más del anticatolicismo del hidalgo. Empecemos diciendo que la figura del ermitaño la encontramos en algunos libros de caballerías. Así en el Amadís es un ermitaño quien acoge al héroe de la novela cuando éste decide hacer penitencia en la Peña Pobre. En el Quijote, el papel del ermitaño es más modesto, pues no comparece como personaje que entre en escena, sino como personaje en cuya cercanía se mueve la pareja inmortal y del que se habla. Tras la aventura de la cueva de Montesinos, don Quijote y Sancho, guiados por el chiflado y estrafalario personaje del Primo, con quien don Quijote se entiende a la perfección, se dirigen a una venta para pernoctar y es entonces cuando el Primo les informa de que cerca hay un ermitaño, quien, después de haber sido soldado, decidió consagrarse a la vida retirada. El Primo lo retrata como un buen cristiano, discreto y caritativo. La información del Primo da pie a don Quijote para hacer un breve comentario sobre la vida de los ermitaños, no tan negativo como sugiere Benjumea, pues empieza habando bien de ellos, aunque al final termina con una nota punzante, que es en lo único en que se ha fijado el crítico liberal. Positivo, porque, si bien el hidalgo declara que los ermitaños de ahora no llevan una vida tan exigente y sacrificada como los que habitaban en el desierto de Egipto, son todos, no obstante, buenos. Pero al final esta visión favorable de los ermitaños queda empañada con la inesperada declaración de que en el peor de los casos, menos mal hace el hipócrita que se finge bueno que el público pecador (II, 24, 736), lo que parece sugerir implícitamente que la hipocresía debía de ser un rasgo de comportamiento no infrecuente en los ermitaños de la época. De hecho, a la postre la propia imagen del ermitaño, tan positivamente descrito por el Primo basándose en la opinión común, no deja de quedar enturbiada, o al menos bajo sospecha, cuando el autor nos habla de una sotoermitaño que vivía con él, pero no está claro si se trata de una mera beata de la ermita o acaso de la querida del ermitaño (II, 24, 737).

El precedente examen del retrato del clero en el Quijote nos invita a concluir con la siguiente reflexión: en la magna novela cervantina no hay atisbo alguno de anticlericalismo o de antieclesialismo en sentido fuerte o estricto, si se entiende por ello el cuestionamiento del papel o influencia del clero o de la Iglesia en la sociedad. Cervantes no pone en la piqueta al clero, ni siquiera al clero regular, ni tampoco a la Iglesia, sino que su actitud, como la de don Quijote, es de respeto a los sacerdotes y cosas de la Iglesia, un respeto que no impide ver sus defectos. Todo el anticlericalismo de Cervantes, si es que cabe hablar así, es bien poca cosa; queda reducido, a la postre, a sus pullas contra el eclesiástico de los Duques, y los de su catadura moral (compensadas, no obstante, con su negativa a participar en las burlas que sus señores piensan organizar en torno al hidalgo y su escudero) y sobre la hipocresía de los ermitaños, al cuento relatado por don Quijote de la viuda y el mozo motilón o fraile lego (I, 25, 243-4), en el que una viuda hermosa es reprendida por el superior de un casa religiosa por enamorarse de un fraile lego en vez de un maestro o teólogo de la comunidad (Bataillon recuerda que en un pasaje de El cortesano de Castiglione se hace referencia a un cuento similar; véase su Erasmo y España, FCE, 2ª edición española 1966 –1ª edición francesa 1937–, pág. 781, nota 21) y a la ironía sobre los clérigos que pocas veces se dejan mal pasar.

Además, la censura de vicios o defectos del clero o de la Iglesia no tiene por qué se un índice de anticlericalismo, menos aún de anticatolicismo. Es perfectamente normal criticar los defectos de la Iglesia y de los clérigos desde dentro de la Iglesia y desde el más estricto catolicismo; de hecho en España mismamente, y lo mismo se podría decir de otros países europeos, contamos con una tradición ininterrumpida de sátira anticlerical y antimonástica practicada desde esta perspectiva interna, muchas veces obra de los propios clérigos, que se remonta hasta la Edad Media, periodo en el que su más célebre representante en España es el Arciprestre de Hita, pero también se debe citar el Rimado de palacio, de don Pero Pérez de Ayala, donde en las últimas estrofas denuncia la vida poco ejemplar de los clérigos censurando sus graves defectos, o ya, a fines del siglo XV, la Vita Beata de Juan de Lucena, donde en el cuadro satírico que pinta de los diversos estados y condiciones sociales no excluye al clero. Y en un tiempo más cercano a Cervantes no faltan escritores críticos con los defectos del clero, como el autor anónimo de El lazarillo de Tormes, o coetáneos de Cervantes, como Quevedo en El Buscón y otros escritos satíricos suyos, e, incluso, una escritora tan grave como santa Teresa. Es más, las punzadas de Cervantes contra ciertos vicios de algunos clérigos son suaves, casi inocentes, comparadas con las aceradas críticas de santa Teresa de la relajación de costumbres en los monasterios de la época. Santa Teresa denuncia, por ejemplo, con amargura que en éstos la práctica de la verdadera religión y de la virtud es poco usual y que más han de temer el fraile y la monja que se inician en el camino de la vida religiosa a sus propios compañeros monásticos que al demonio. Siendo así no es de extrañar que llegue a aconsejar a los padres preocupados por la honra de sus hijas que antes las casen, incluso aunque sea bajamente, que no que las metan en semejantes monasterios (véase Libro de la vida, cap. 7, párrafos 3-5). De acuerdo con lo cánones hermenéuticos de Benjumea, habría que concluir declarando absurdamente a santa Teresa como anticlerical.

Digamos, finalmente, que cualquiera que ose hablar del anticlericalismo del Quijote debería tener en cuanta, no sólo el respeto profesado por don Quijote al clero y a la Iglesia, sino también el anuncio de Sancho, al tomar posesión de su cargo de gobernador, de que, entre los más importantes objetivos programáticos de su gobierno, el más descollante consiste en «tener respeto a la religión y a la honra de los religiosos» (II, 49, 919). Es difícil pensar que quien combatió en Lepanto por la fe católica, amén de por la patria, fue salvado del cautiverio en Argel por unos frailes mercedarios y que durante los últimos años de su vida, mientras escribía la segunda parte del Quijote, veía acentuarse su religiosidad, hasta el punto de, primero, recibir el hábito de la Orden Tercera de san Francisco el 2 de Julio de 1613, de decidir profesar con todos los votos como terciario de san Francisco el 2 de Abril de 1616 y disponer ser enterrado vestido con el hábito franciscano, no tuviese el mismo respeto por la religión, la Iglesia y el clero que el que habían declarado sus criaturas, don Quijote y Sancho, en su obra magna.

Hemos alegado suficientes razones para mostrar que no se sostiene en pie la interpretación de Benjumea del Quijote como una sátira anticatólica, anticlerical y antieclesial. Sin embargo, ello no ha sido óbice para que su influencia haya sido enorme, aunque desafortunada. Todas las interpretaciones posteriores en clave religiosa o antirreligiosa están marcadas por la impronta de la de Benjumea. Los seguidores inmediatos de Benjumea se dividieron en dos tendencias: una representada por Benigno Pallol (conocido por el pseudónimo de Polinous) y Baldomero Villegas, que radicalizaron la orientación antirreligiosa, anticlerical y antieclesial del maestro; y la otra, representada por Cortacero y Velasco, que adopta el mismo método alegórico-esotérico, pero al servicio de una interpretación radicalmente opuesta, en la que el Quijote se convierte en una alegoría sistemática del Evangelio.

De lo dos primeros baste con decir que Pallol en su Interpretación del Quijote (1893) parte de que éste es una invectiva contra los libros sagrados y la religión y no desperdicia ocasión para cometer toda suerte de tropelías hermenéuticas que le permitan ofrecer una lectura de la novela como combate contra el sacerdocio, la Iglesia y la Inquisición y, en suma, el catolicismo, contra el que, nos asegura, moviliza todas sus armas, como en el comentario del capítulo de la quema de los malos libros de caballerías emprendida por el cura y el barbero, en el que se condensan a la vez la diatriba contra el sacerdocio, contra la Inquisición enemiga del pensamiento y contra la Iglesia, que en vez de apoyarse en el libro y la verdad para la dirección de las almas, se apoya en la mentira y el verdugo; y que Villegas, en su Estudio tropológico (1893), sigue el mismo camino, un camino que le conduce a regalarnos, entre otras perlas, la de que Marcela personifica la Iglesia de los primeros tiempos, Crisóstomo a san Juan Crisóstomo y el cabrero Pedro, a los Pontífices Romanos, o la de que Maritornes representa la iglesia española del siglo XVI, cuyas relaciones carnales con el arriero simbolizan las relaciones nefandas con el Estado. De Cortacero y Velasco baste con lo dicho, pues analizaremos más adelantes su interpretación. Ahora bien, la influencia de Benjumea no se agota en los autores precedentes. Lejos de ser así, con él comienza una línea hermenéutica, que llega hasta a Unamuno, cuya deuda con Benjumea es evidente, aunque el sentido de su exégesis sea totalmente opuesto, y se cierra con Américo Castro, en quien también es visible la huella de Benjumea.

 

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