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El Catoblepas, número 101, julio 2010
  El Catoblepasnúmero 101 • julio 2010 • página 11
Artículos

Del Apóstol Santo Tomás a Evo Morales. Genealogía de la derecha extravagante hispanoamericana

José Manuel Rodríguez Pardo

Acerca de la genealogía clerical de los movimientos revolucionarios indigenistas que tanto entusiasmo despiertan en Hispanoamérica

El apóstol Santo Tomás según El GrecoEl apóstol Evo Morales según Evo Morales

«Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» Mt. 22, 15-21.

Haec loca, vi quondam et vasta convulsa ruina,
Dissiluisse ferunt, cum protinus utraque tellus
Una foret

(Dicen que antiguamente un enorme terremoto
separó esas tierras del continente al que estaban unidas)
Virgilio, Eneida, III, 414.

«Cuando los europeos llegaron a Bolivia invadieron las Américas, nos saquearon y nunca los expulsamos» Evo Morales, año 2010

«Se ha dicho tanto mal de la Conquista,
española y feroz, Pablo Neruda,
que no hay sin sonreír quien se resista.»
Leopoldo Panero

1. Prolegómenos

En el contexto de los bicentenarios de independencia de las naciones hispanoamericanas, Pedro Insua ha señalado el proyecto, ya desde el comienzo del Imperio Español en América, de la formación de sociedades soberanas en Hispanoamérica, en su excelente artículo en tres partes «Hermes católico». Sin embargo, existe una fuente alternativa a esa independencia, que es la que reveló Gustavo Bueno en El mito de la derecha (Temas de Hoy, Madrid 2008), que en sus páginas 272-277 define la derecha extravagante en Hispanoamérica como aquellas organizaciones que toman sus referentes ideológicos en principios revelados (teológicos, en este caso), actuando internamente en una sociedad política para provocar paradójicamente la secesión de una de sus partes. En este caso, el Sermón de Fray Servando de 1794, cuatro años después de los hallazgos arqueológicos aztecas en la Plaza de Armas de la Ciudad de Méjico, en el que se relacionaba al Apóstol Santo Tomás con Quetzalcóatl y se le convertía en el evangelizador de América en los primeros años de la Era Cristiana, es el comienzo de esta variedad de la derecha política. La labor de España sería, en virtud de la Leyenda Negra a la que se asocia esta derecha extravagante, la de imponer en América un idioma postizo como el español, que no era superior a las lenguas indígenas para la predicación (en virtud del don de lenguas del Espíritu Santo), pues como dirán los teólogos de la liberación en el siglo XX, en las culturas indígenas se encuentra ya la semilla del Verbo (El mito de la derecha, páginas 275-276).

Así, los primeros movimientos de independencia en América serían obra de la derecha clerical más reaccionaria, aun envueltos en el liberalismo de los «españoles de ambos hemisferios» que designaba la Constitución Española de 1812. De hecho, el Antiguo Régimen al que se enfrentaban asumió en América las morfologías previas de los antiguos «imperios» azteca e inca, en la forma de los virreinatos de Nueva España y Perú (en el siglo XVIII añadidos los de Nueva Granada y Río de la Plata). Ante esta perspectiva, las rebeliones de los Comuneros o de Tupac Amaru en el siglo XVIII, consideradas por muchos precursores de la independencia, no eran tanto rebeliones para independizarse de la corona española en base a un pasado indígena independiente de España, sino protestas que reclamaban un modelo de administración más justo y que adoptaban las formas tradicionales (los Comuneros a los castellanos del siglo XVI que se enfrentaron a Carlos V y el Marqués de Oropesa el título de Tupac Amaru) para concederse una cierta legitimidad. Como decía la máxima habitual en estos casos: «Viva el Rey y muera el mal gobierno». La derecha extravagante hispanoamericana tendría, en consecuencia, otras fuentes que nos proponemos examinar si acaso de forma esquemática, con vistas a profundizar en sucesivos trabajos.

2. La Ciudad de Dios y la ciudad terrena

Sin duda la pieza fundamental del Antiguo Régimen, además de las distintas monarquías europeas resultantes de la descomposición del Imperio Romano, es la Iglesia católica, en tanto que sociedad civil no sólo distinta del Estado, sino «liberada» de la corrupción de ese Estado, tal como planteó San Agustín en su obra La Ciudad de Dios, escrita con motivo del saqueo de Roma a manos de Alarico en el 410. Una sociedad humana en la que caben hasta las bestias y monstruos más horripilantes, pues «todas proceden del linaje de Adán, y por tanto, tienen una misma Naturaleza. Que es, en cierto modo, intermedia entre los ángeles y las bestias». (Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la Religión. Mondadori, Barcelona, 1989, página 327, Cuestión 8. Lectura filosófica de «La ciudad de Dios»).

Ese mismo cristianismo se convertirá en religión oficial del Imperio Romano, tras haber sufrido la persecución en los primeros años de la Era Cristiana. En el año 312 el emperador romano Constantino I el Grande, tras vencer a Magencio, incorporará la famosa leyenda del In hoc signo vinces que habría visto el emperador en el cielo ligada a la cruz, que adoptaría como emblema. Tras el Concilio de Nicea (325), tan importante para decretar la doctrina de las Tres personas de la Trinidad y realizado bajo su patrocinio, el año 326, Constantino recuperará los lugares de martirio y sepultura de Jesucristo que habían sido cegados por un templo pagano erigido por el emperador Adriano. El Obispo de Roma (Papa a partir del siglo VI), como Vicario de Cristo y máxima cabeza de la Iglesia, asumirá posteriormente el papel que se le atribuía al emperador romano en la antigüedad, el de Pontifex maximus, tras la renuncia del emperador Teodosio en el año 369; en el 380 se adopta el cristianismo como religión oficial del imperio, dividido en el 395 y con el emperador bizantino Constantino reconociendo el poder papal (un poder papal ligado a la nobleza romana que incluso rechazaría a un plebeyo como León III, el mismo Papa que proclamó después emperador a Carlomagno, y en el que se infiltraría la familia Borgia con la persona de Alejandro VI, el mismo pontífice que dividió en 1493 el mundo en su Bula Inter Caetera a mayor gloria de España y Portugal):

«Roma ha dejado de ser el Anticristo, y los cristianos, como Iglesia, saben que el imperio constituye, en adelante, su soporte. El imperio será, acaso, el último imperio de la Historia; pero ya no será un imperio que hay que ver como un organismo moribundo y corrupto. Sino, precisamente, como el Summum, en el orden terrenal, algo tras el cual ya no podrá haber otro imperio, salvo el de la Iglesia y, más aún, el de la Iglesia romana (Constantino, se dirá después por los cristianos occidentales, se ha retirado a Bizancio para no hacer sombra, o para no dejarse cegar por la luz de su sucesor espiritual, el obispo de Roma, el que, en el siglo V, comenzará a llamarse el Papa)» (Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Barcelona 1989, página 292.)

Con la caída final del Imperio Romano de Occidente en el año 476, su antiguo territorio se convertirá en un conjunto de feudos cuya identidad se marcará por su adhesión a la autoridad del Papa de Roma, quien incluso, en tanto que Pontifex maximus, autoriza la unción regia de los distintos reinos europeos, como sucedió con Carlomagno primero como rey de los francos (768), y después como «emperador» del ficticio Sacro Imperio el 25 de diciembre del 800. Un Carlomagno que después de llevar el cristianismo a sangre y fuego a los sajones (en la Capitular De Partibus Saxoniae del 775 se castigaba con pena capital hasta el simple robo), decidió por consejo de Alcuino de York que lo más conveniente era convencerles por la palabra mediante predicadores, ya que según San Agustín la fe era cuestión de voluntad, no de obligación.

Un reino, en definitiva, habrá de ser cristiano para ser legítimo: «Ahora, la Ciudad celestial estará representada por la Iglesia militante (en realidad triunfante en el sentido político), una ciudad impulsada, por ejemplo, por la orden de Cluny. Y esta interpretación sólo cobrará su sentido cuando las partes sean múltiples, porque si tan sólo consideramos una parte o sociedad política, entonces sería una pura sutileza considerar a la Iglesia como la totalización de la sociedad civil, como la clase unitaria» (Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Barcelona 1989, página 334). Según San Agustín, un estado no cristiano sería en realidad un estado depredador, pirata; Alejandro no se diferencia de un capitán de piratas más que por el número de barcos que posee (¿no recuerda semejante afirmación agustiniana a la del afamado anarquista Noam Chomsky cuando dice que «Una lengua es un dialecto con un ejército detrás»?). Procede, por lo tanto, reconocer que la Iglesia católica, desde el punto de vista agustiniano, mantiene una postura anarquista:

«Parecía imposible incluir a los cristianos, menos aún a la Iglesia, en el Estado; más sentido tendría incluir al Estado en la Iglesia, pero sólo con el fin de disolverlo en ella, en el final de los tiempos, en una especie de "anarquismo de la caridad"». (Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Barcelona 1989, página 312.)

Tenemos ante nosotros una Ciudad de Dios o sociedad civil que, pese a sus intenciones de abarcar todo el orbe, permanecía restringida al ámbito histórico del Imperio Romano. Hasta que en 1492 se produciría el descubrimiento de América, que con la vuelta al mundo de Juan Sebastián Elcano en 1521 consumará la primera globalización efectiva, no meramente intencional, una sociedad civil que «piensa globalmente y actúa localmente»: urbi et orbi. ¿Acaso no se dan cuenta los modernos antiglobalizadores que la apelación al poder municipal autogestionante, como en Porto Alegre, es en realidad un retorno al Antiguo Régimen y a la ficción de una sociedad civil al margen del Estado, ideal de la Iglesia católica? Nos dice Gustavo Bueno:

«La idea de una “sociedad civil” sustantiva e independiente en su fondo del Estado, aunque no de la Iglesia, adquirirá una fuerza mayor en la época moderna. Por ejemplo, muchos teólogos y misioneros hispánicos llegarán a creer que la evangelización del Nuevo Mundo, de África o de Asia, pudo y “debió” haber tenido lugar en virtud de la pura fuerza de la cruz, sin necesidad de la espada; del mismo modo que muchas “ciudades municipales”, las comuneras, por ejemplo, llegarían a creer, flotando en su falsa conciencia, que la riqueza de sus repúblicas urbanas era fruto de su propio esfuerzo, sin que nada debieran al poder político central, que les imponía levas e impuestos con las consiguientes tensiones (de las que nos ofrecen un reflejo obras clave, literarias, como El Alcalde de Zalamea o Fuenteovejuna)» (Gustavo Bueno, La fe del ateo, Temas de Hoy, Madrid 2007, página 164).

De hecho, como veremos, uno de los motivos para que esta derecha extravagante haya mantenido su pujanza en Hispanoamérica debemos encontrarlo en la corrupción de las naciones políticas hispanoamericanas, herederas de la descomposición del Imperio Español y sumergidas en un populismo y caciquismo por el que se filtra el clero católico hispanoamericano, seguidor de las máximas agustinianas de la Iglesia Católica.

3. Un mundo dejado de la mano de Dios

El Mundo, una vez que se considera desde la perspectiva cristiana creado por Dios, no puede ser más que uno, y ha de ser contemplado desde el exterior por ese mismo Dios creador que ejerce su papel de Ego Trascendental, que lo conoce y que cuida a todas sus criaturas, incluso a aquellas que, al contrario de los seres humanos que siguen al Vicario de Cristo, desconocen la doctrina cristiana. Como afirma Francisco López de Gómara en su Historia General de Indias:

«Poco estimaremos el dicho de estos gentiles, pues como dice San Agustín, se revolcaron por infinitos mundos con su vano pensamiento; ni el de los herejes llamados ofios, ni el de los talmudistas, que afirman diecinueve mil mundos, pues escriben contra los Evangelios, si no hubiese teólogos que hagan mención de más mundos. Baruch habló de siete mundos, como dice Orígenes; y Clemente, discípulo de los Apóstoles, dijo en una de sus epístolas, según Orígenes lo acota en su Periarcon: “No es navegable el mar Océano; y aquellos mundos que detrás de él están, se gobiernan por providencia del mismo Dios”.» (Francisco López de Gómara, Historia General de Indias, Tomo I: Hispania Victrix [1552]. Orbis, Barcelona 1985, página 30).

De hecho, la posición cristiana sobre el origen del hombre siempre fue monogenista, aunque de corte mítico, ya siguiendo a San Agustín, una especie de género plotiniano que tiene su origen en Adán y Eva y del que derivan todos los seres humanos, por más que tal género sea fantástico ya que considera al linaje de Adán repartido incluso por lugares ignotos y desconocidos: «Pero, a su vez, supone una óptica unitarista dentro del mundo entonces conocido (lo que Haushofer llamaba el «Universo isla», Eurasia y África)» (Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, página 326).

Pero a este «Universo isla» le aparecía un nuevo fragmento, América, que resultaba un verdadero quebradero de cabeza para la doctrina cristiana, en tanto que resultaba inexplicable, desde la Teología de la Historia agustiniana, que sus habitantes hubieran vivido tantos siglos «dejados de la mano de Dios» (en este caso, dejados de la mano del Vicario de Cristo, el Pontifex maximus). De ahí que los primeros historiadores de Indias, como el propio Gómara, tuvieran que considerar como «mojones de las Indias por el norte» nada menos que a las grandes islas de Europa, Islandia y Groenlandia –incluso llegaba a decir que el mito de la Atlántida de Platón se corroboraba con el descubrimiento de América, ya que «en Méjico llaman al agua atl, vocablo que se parece, si es que no lo es, al de la isla. Así que podemos decir que las Indias son la isla y tierra firme de Platón, y no las Hespérides, ni Ofir y Tarsis, como muchos modernos dicen; [...] También puede ser que Cuba, Haití, o algunas otras islas de las Indias, sean las que hallaron los cartagineses, cuya ida y población prohibieran a sus ciudadanos, según cuenta Aristóteles o Teofrasto, en las maravillas de la naturaleza no oídas» (Francisco López de Gómara, Historia General de Indias, Tomo I: Hispania Victrix [1552]. Orbis, Barcelona 1985, página 307).

Incluso el jesuita Lorenzo Hervás y Panduro, ya en el siglo XIX, señalaba que no sólo Groenlandia, sino hasta las Islas Azores (aunque en nota al pie reconocía que la Isla denominada Brasil no era la región sudamericana que recibió el nombre posteriormente, sino la Isla Tercera de las Azores, según el mapa de Toscanelli), eran parte de América: «La primera noticia que hallo cierta y clara de haberse conocido parte de América, pertenece al principio del siglo IX, en el que Gregorio IV, electo para el año 827, a San Anscario, arzobispo de Hamburgo, y a sus sucesores, hizo legados suyos para las naciones circunvecinas, y para las septentrionales y orientales, y entre ellas nombra a las de Gronlandon e Islandan. Gronlandon es claramente Groenlandia, extremidad septentrional de América, no muy lejos de la isla de Islandia. En documentos, que aún existen, y se escribieron antes del año 1492, en que Christobal Colombo o Colón descubrió la América, se da noticia de países de América, o cercanos a ella, que se llamaban islas del Brasil, Antillas, y Mano de Satanás» (Lorenzo Hervás y Panduro Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas, [1800] Tomo I, páginas 108-109).

De ahí que los misioneros católicos, dentro de su falsa conciencia, tuvieran que suponer que era imposible que América no fuera conocida mucho antes y menos aún que vivieran sus habitantes sin evangelizar; el continente americano tendría que haber sido descubierto previamente, para evitar que no hubiera seres humanos procedentes de la dispersión de la humanidad desde la primigenia Babel «dejados de la mano de Dios». El mismo Lorenzo Hervás y Panduro intentaba probar que las distintas lenguas habían surgido según relataba La Biblia, que dice que existían muchas personas esparcidas por el mundo porque, a causa de la construcción de la Torre de Babel, «los dispersó [Dios] por la superficie de toda la tierra» (Génesis, 11:9):

«La sola observación de no hallarse palabras de los idiomas europeos, asiáticos y africanos en las lenguas americanas, basta para que se conozca claramente que las naciones americanas, sin mezclarse ni tratar con las de los otros continentes, pasaron a América prontamente al suceder la dispersión del linaje humano después de la confusión de las lenguas en Babel» (Lorenzo Hervás y Panduro, op. cit., página 113).

Incluso Gómara consideraba los delirantes mitos incas como explicaciones en las que se hallaban los relatos bíblicos del diluvio universal y del primitivo linaje adánico: Con, hijo del Sol, llenó la Tierra de hombres y mujeres, pero enojado con ellos les quitó la lluvia, hasta que Pachamaca («creador» [sic]), le desterró, por lo que le tomaron como Dios. Y prosigue:

«Dicen asimismo que llovió tanto una vez, que anegó todas las tierras bajas y todos los hombres, excepto los que cupieron en algunas cuevas de unas sierras muy altas, cuyas puertas pequeñísimas taparon de forma que no les entrase el agua, metiendo dentro muchas provisiones y animales. Cuando no sintieron llover, echaron fuera dos perros, y como regresaron limpios, aunque mojados, comprendieron que las aguas no habían menguado. Echaron después más perros, y como regresaron enlodados y enjutos, comprendieron que había cesado, y salieron a poblar la Tierra; y el mayor trabajo que para ello tuvieron, y el mayor estorbo, fueron las muchas y grandes culebras, mas al fin las mataron y pudieron vivir seguros. También creen en el fin del mundo; sin embargo, lo precederá primero una grandísima seca, y se perderán el Sol y Luna, que adoran; y por esto dan grandes alaridos, y lloran cuando hay eclipses, sobre todo de Sol, temiendo que se vayan a perder él y ellos y todo el mundo» (Francisco López de Gómara, op. cit., página 186.)

Asimismo, un fragmento de la tragedia Medea de Séneca, le parece a Gómara «cuadrar puntualmente con el descubrimiento de las Indias, y que nuestros españoles y Cristóbal Colón lo han sacado verdadero» (Francisco López de Gómara, op. cit., página 307): Venient annis / Saecula seris, quibus Oceanus, / Vincula, rerum laxet, e ingens / Pateat tellus, Tiphisque novos / Detegat orbes / Nec sit terris ultima Thile: «Vendrán siglos de aquí a muchos años que afloje las ataduras de cosas el Océano, y que aparezca gran tierra, y descubra Tifis, que es la navegación, nuevos mundos, y no será Thile la postrera de las tierras».

En este contexto, las tesis del poligenismo de la humanidad cuadraban mucho mejor con el irracionalismo protestante que con el catolicismo. El poligenismo, como el defendido por el protestante Isaac de la Pereyre –Dios habría creado no un varón y una hembra solos, sino muchos varones y hembras en todo el mundo, para después crear a Adán y Eva, que serían los progenitores del pueblo elegido–, podría tener su razón desde nuestra perspectiva actual en lo biológico, pero en lo teológico sitúa sus raíces en el pueblo elegido de Israel. Feijoo, criticando a Pereyre y buscando los orígenes de la población americana para encajarla en el «Universo-isla», afirmaba que tal tesis suponía considerar como seres inferiores a los americanos (como «Hijos de Satanás», que dirían los protestantes para justificar su exterminio):

«Esta cuestión es de mucho mayor importancia, que la que a primera vista ocurre. Parece una mera curiosidad histórica; y es punto en que se interesa infinito la Religión; porque los que niegan que los primeros pobladores de la América hayan salido de este nuestro Continente para aquel, consiguientemente niegan, contra lo que como dogma de Fe tiene recibido la Iglesia, y está revelado en la Escritura, que todos los hombres que hay en el mundo, sean descendientes de Adán: de donde se sigue, que todas las dificultades que ocurren en la transmigración de los primeros habitadores de la América desde nuestro Continente a aquel, sirven de argumentos a los espíritus incrédulos, para impugnar el dogma de que Adán y Eva fueron padres universales del humano linaje». (Benito Jerónimo Feijoo, Teatro Crítico Universal, Tomo 5 [1733], Discurso 15: «Solución del gran problema histórico sobre la población de la América», §. II, 3.)

Incluso Feijoo se planteaba que esa parte del linaje de Adán desperdigada tras Babel hubiera pasado a América a través de un istmo intracontinental después destruido por accidentes geológicos (apenas cinco años antes, en 1728, Vital Bering había descubierto el estrecho que después tomará su nombre, el Estrecho de Bering):

«A la posibilidad del supuesto que hacemos, nadie puede contradecir; porque ¿qué repugnancia, ni aún dificultad hay en que en aquel sitio donde se creyó estar el Estrecho de Anian, o en otro alguno de los más septentrionales de Asia, u de Europa, hubiese un Istmo, o estrecho de tierra, que sirviese como de puente para transitar de un Continente a otro, y al cual, después los continuos y violentos embates del Océano fuesen rompiendo poco a poco hasta abrirle del todo, y hacer piélago lo que antes era tierra firme? Ni era menester la reiterada batería del mar por el dilatado espacio de tantos siglos. Un terremoto en poco momento podía hacer todo ese estrago. En Plinio, Estrabón, Séneca, y otros Autores hay repetidos testimonios, de que varios terremotos, dividiendo o precipitando en anchísimas cavernas grandes espacios de tierra, dieron lugar a que los cubriese el Océano». (Benito Jerónimo Feijoo, Teatro Crítico Universal, Tomo 5 [1733], Discurso 15, § VIII, 17).

En cualquier caso, el viaje de Colón supuso el comienzo del mundo globalizado que hoy conocemos y una empresa que superaba con mucho cualquier otra hasta entonces conocida, una vez que Juan Sebastián Elcano dio la vuelta al mundo y sus contemporáneos percibieron la magnitud del proceso iniciado en 1492:

«Grande fue la navegación de la flota de Salomón; sin embargo, mayor fue la de estas naos del Emperador y rey don Carlos. La nave Argos de Jasón, que pusieron en las estrellas, navegó muy poquito en comparación de la nao Victoria, la cual se debiera guardar en las Atarazanas de Sevilla como recuerdo. Los rodeos, los peligros y trabajos de Ulises fueron nada en comparación de los de Juan Sebastián; y así, él puso en sus armas el mundo por cimera, y por letra Primus circumdedisti me; que conforma muy bien con lo que navegó; y en verdad él rodeó todo el mundo» (Francisco López de Gómara, op. cit., página 156).

Se planteaba, desde esta perspectiva de la Ciudad de Dios, de nuevo el problema de la evangelización de todo el Orbe usando de las bases del Imperio Español, el nuevo Imperio Romano a todos los efectos. Si acaso un Imperio mucho más valioso porque desde su formación y en sus planes y programas era ya cristiano, no era necesario convertirlo a la fe de Cristo, al contrario de la Roma de los Césares, como señalaba el Inca Garcilaso a propósito del triunvirato que en Perú formaban los hidalgos Pizarro, Almagro y Hernando de Luque, comparado al triunvirato de César, Pompeyo y Craso:

«El triunvirato que hemos dicho otorgaron aquellos tres españoles [Pizarro, Almagro y Hernando de Luque] en Panamá, en cuya comparación se me ofrece el que establecieron los tres emperadores romanos en Laino, lugar cerca de Bolonia; pero tan diferente el uno del otro, que parecerá disparate querer comparar el nuestro con el ajeno. porque aquél fue de tres emperadores, y éste de tres pobres particulares. [...] Empero si bien se miran y consideran los fines y efectos del uno y del otro, se verá que aquel triunvirato fue de tres tiranos que tiranizaron todo el mundo, y el nuestro de tres hombres generosos, que cualquiera de ellos merecía, por sus trabajos, ser dignamente emperador; [...] Aquel triunvirato fue para dar y entregar los valedores, amigos y parientes en trueque y cambio de los enemigos y contrarios por vengarse de ellos, y éste para morir ellos, en demanda del beneficio ajeno, ganando a su costa nuevos imperios para amigos y enemigos, sin distinción alguna, pues gozan de sus trabajos y ganancias los cristianos, gentiles, judíos, moros, turcos y herejes, que por todos ellos se derraman las riquezas que cada año vienen de los reinos que nuestro triunvirato ganó; demás de la predicación del santo evangelio, que es lo más que se debe estimar, pues fueron los primeros cristianos que lo predicaron en aquel gran imperio del Perú y abrieron por aquella parte las puertas de la iglesia católica romana, madre nuestra, para que hayan entrado y entren en su gremio tanta multitud de fieles, cuya muchedumbre ¿quién podría numerar?» (Inca Garcilaso de la Vega, La conquista del Perú (1613), Libro I, Capítulo II.)

Sin embargo, pronto se planteará si este nuevo Imperio es heril, en tanto que permitiría a esa sociedad civil que es la Iglesia Católica desenvolverse al margen del Estado, o civil, con el Estado vigilando la evangelización para controlar que todos los evangelizados son asimilados como súbditos (que será la tesis, ligada al aristotelismo político, de los teólogos de la «Escuela de Salamanca», como señala Pedro Insua en la segunda parte de su «Hermes católico»). Si, en resumen, basta con la nueva parusía de Cristo para recuperar la unidad efectiva del género humano desperdigado en Babel como resolución de la cuestión americana o era necesario algo más. Cuestión que en su momento se codificó en el Patronato de Indias concedido por el Papa a España para disponer de los religiosos como funcionarios a su servicio, tema del que tan bien han hablado Pedro Insua y Atilana Guerrero.

Por lo tanto, seguían existiendo corrientes de la Iglesia católica que pensaban que la Ciudad de Dios podía desenvolverse al margen del Estado. Son, sin ir más lejos, las tesis de Bartolomé de las Casas, que considera que con la mera predicación bastará para que las Indias puedan cristianizarse. De hecho, en el siglo XVI comienza a imprimirse la Política de Aristóteles, y las traducciones de lo que Aristóteles denomina como polis convergen en la asociación o la comunidad (cristianas), pero no en la ciudad-estado griega (cuyo referente principal en aquella época se encontraba precisamente en las ciudades-estado italianas, tan cercanas al Papado, y que son la inspiración de El Príncipe de Maquiavelo). Este anarquismo tan presente en la Iglesia católica como sociedad civil. Sociedad civil equivalente a la ecclesia, la congregación de fieles más allá de sus diferencias políticas o culturales, que da «al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (algo que desde las tesis anarcocapitalistas, como las de Murray Rothbard, no se percibe, interpretando que los escolásticos españoles son un precedente de su liberalismo antiestatalista).

4. La primera empresa global

Asumida la primera Globalización por el Imperio Español, era lógico que desde entonces cualquier empresa se formase desde perspectivas efectivamente globales, urbi et orbi. Y en este contexto surge lo que podríamos denominar –mutatis mutandis– la primera multinacional moderna, la Compañía de Jesús, tras la bula Regimini militantis Ecclesiae aprobada por Paulo III el 27 de septiembre de 1540. Una orden religiosa sumamente peculiar, que pronto colisionó con los dominicos en lo doctrinal (como puede comprobarse en la famosa disputa teológica de auxiliis, que nos hace dudar del sedicente rótulo «Escuela de Salamanca» usado para englobar a órdenes tan contrapuestas como dominicos y jesuitas) y en sus prácticas evangelizadoras en América, pues los dominicos son la Orden de Predicadores por antonomasia y ya han establecido su prédica por el Nuevo Mundo, especialmente en la Nueva España. De hecho, el dominico Melchor Cano afirmó en su De locis theologicis, en clara referencia a los jesuitas, que el nombre de Compañía de Jesús designaba directamente a los que fueron compañeros de Jesucristo –«Fiel es Dios, por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo, nuestro Señor» (San Pablo, 1, Corintios, 1, 9)–, y por lo tanto era una suerte de usurpación que en el límite conducía a la herejía:

«Como esta Compañía es, sin duda alguna, la Iglesia de Cristo, los que se arrogan este título cuiden de no mentir, diciendo, como los herejes, que en ellos solos está la Iglesia» (Melchor Cano, De locis theologicis, 1, IV, c. 11. Citado en Antonio Astrain, S. J., Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España. Tomo I, Madrid 1902, página 101).

Una Compañía que se caracteriza sin embargo por renunciar a todos los elementos propios de la vida contemplativa y monástica propia de órdenes fundadas en tiempos medievales (no tienen coro, ni procesionan en las fechas señaladas, ni tampoco tienen cargo ordinario de monjas, al contrario de órdenes clásicas como agustinos, benedictinos, cistercienses o dominicos), un cuerpo de elite formado para la misión apostólica y predicación al mundo efectivamente globalizado –los «Apóstoles de América», según ciertos autores–, formado en los duros Ejercicios de San Ignacio de Loyola y que añade a los votos habituales de las órdenes monásticas el de obediencia al Papa, como compañía del Vicario de Cristo, tal como señala la Bula:

«Y aunque el Evangelio nos enseña, y por la fe ortodoxa sabemos y firmemente creemos, que todos los fieles cristianos son súbditos del romano Pontífice, por ser éste cabeza de ellos y Vicario de Jesucristo, sin embargo, para mayor humildad de nuestra Compañía, para más perfecta mortificación de cada uno y abnegación de nuestras voluntades, juzgamos muy conducente obligarnos a esto con voto particular, fuera de la obligación común de todos los cristianos; de suerte que sin tergiversaciones y excusas, y con toda la prontitud posible, debamos cumplir todo cuanto el actual romano Pontífice y sus futuros sucesores nos mandaren para bien de las almas y propagación de la fe en cualesquiera provincias adonde nos quisieren enviar, ya nos manden a los turcos, ya a las tierras de cualesquiera otros infieles, ya a las partes que llaman Indias, ya a los países de herejes, cismáticos o de fieles cristianos» (Antonio Astrain, S.J., Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España. Tomo I, Madrid 1902, página 99).

De hecho, esta empresa global, para poder sostenerse en un mundo de competencia feroz como el que tenían a su alrededor, habría de disponer de los mejores especialistas en cada ámbito, y bien que dispuso de ellos: el francés Francisco Lafitau, misionero en Norteamérica en el siglo XVIII, es considerado el fundador de la Etnología; a Luis de Molina (entre otros religiosos incluidos dentro del sedicente rótulo «Escuela de Salamanca») le consideran algunos precursor de la Economía Política; Lorenzo Hervás y Panduro es visto como fundador de la Filología comparada (aunque Guillermo Humboldt se cuidó de borrar las huellas de tal origen). Fueron los astrónomos jesuitas quienes asesoraron al Papa en el caso Galileo, y también reconocidos astrónomos jesuitas provenientes del Vaticano, como Juan Bautista Carbone, quienes asesoraron a Portugal para renegociar el Tratado de Límites con España en el siglo XVIII.

Una Compañía de Jesús que siempre colisionó no sólo con los dominicos, sino también con la propia Corona, negándose a aceptar el Patronato de Indias. De hecho, ante la Real Cédula de 1654 donde se dice que deben ser removidos los religiosos de las parroquias por orden real, los jesuitas de las reducciones del Paraguay se negaron a admitirla, argumentando que no regían sobre parroquias sino sobre misiones o doctrinas (Antonio Astrain, S.J., Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España. Tomo VI, Madrid 1920, páginas 388 y ss.). Finalmente, tras arduas disputas acerca de la materia, la cédula será modificada y se autorizará a los jesuitas a remover a los suyos sin dar explicaciones a las autoridades.

Otro aspecto controvertido es el supuesto monopolio que los jesuitas mantenían respecto a determinados bienes económicos (algo que encaja perfectamente con su carácter de empresa global), de lo que Astrain reniega al destacar que existían claras disposiciones para evitar que los jesuitas participasen en el comercio. Y lo cierto es que, pese a no obtener moneda en las transacciones que realizaban, sí usaban del mecanismo comercial de la permuta, aparte que disponían del privilegio de la exportación de yerba mate (así como del algodón) para pagar la encomienda de los indígenas que tenían a su servicio, compitiendo en gran ventaja con la yerba de los colonos de la provincia, libre de impuestos y con mano de obra gratuita de las misiones (de hecho, la yerba mate, de la que casi mantenían el monopolio, era moneda en la Provincia del Paraguay junto al tabaco, como señala el estudio de Herib Caballero Campos, De Moneda a Mercancía del Rey, Arandurá, Asunción 2006). Estos mismos jesuitas serían quienes, tras recibir permiso de la Corona y gracias a la labor de un veterano de los Tercios de Flandes que se adhirió a la Compañía, Domingo de Torres, formaron al mejor ejército de América con el adiestramiento de los indígenas guaraníes y derrotaron a los bandeirantes paulistas, auténticos cazadores de hombres que siempre mantuvieron el acoso a las fronteras de los virreinatos españoles. Ejército que fue el único mantenido de forma regular en América hasta bien entrado el siglo XVIII, que defendió Buenos Aires de los franceses en 1697 y de los ingleses en 1704, recuperando Montevideo de las manos de los portugueses en 1724 (Henry Kamen, Imperio. Aguilar, Madrid 2003, páginas 326-327).

Foucault, abandonando el chovinismo francoalemán que caracteriza a ambos países como adalides de la modernidad o el neuzeit, llega incluso a afirmar que los jesuitas representan la verdadera modernidad, al combatir la esclavitud y fundar nuevas comunidades centralizadas (las misiones jesuíticas se edifican en torno a la iglesia, situada en el centro, desde la que incluso se les recuerda a los matrimonios sus obligaciones conyugales con el tañido de campana nocturno), que además como dijimos intentaban escapar a la autoridad del Rey de España escudándose en que no habían fundado parroquias sino misiones (las denominadas «doctrinas»). Pero estos mismos jesuitas insertarán a los indígenas a su cargo en las reducciones no sólo introduciendo instituciones fundamentales para la civilización (el arado para los cultivos, las armas para poder defenderse de los bandeirantes paulistas), sino también las enseñanzas cristianas, ya no tan modernas ni a ojos de Foucault ni a los nuestros.

De hecho, los delirantes mitos indígenas se tornarán readaptaciones a la luz de las doctrinas jesuíticas. Así, Tupá, dios de la lluvia para los guaraníes (una suerte de Zeus), mutó en Dios padre (de ahí viene Tupasy, Madre de Tupá literalmente, que es la Virgen María); Pa´í Tume, el mismo Apóstol Santo Tomás del que decía Fray Servando que había evangelizado América en los primeros años de la Era Cristiana, era el auténtico predicador del cristianismo a los guaraníes. Otros mitos tomaron forma más añeja, como el de Tupí y Guaraní, dos gemelos a imagen y semejanza de Rómulo y Remo cuya discordia provocó la extensión de la etnia Tupí-Guaraní en todo el continente sudamericano.

Con tales enseñanzas, estaban asentando esta nueva Teología de la Historia agustiniana en la que Santo Tomás, Pa´i Tume, y el apartamiento de los indígenas respecto al resto de la sociedad para evitar el «mal ejemplo» criollo, suponían una fuente de la derecha extravagante ya previa al Sermón de Fray Servando. Una derecha en la que el Espíritu Santo sopla donde quiere y dispone del don de lenguas por encima de un Imperio Español que, al igual que el Imperio Romano trazó las calzadas romanas para la predicación cristiana, fleta los barcos en los que la doctrina cristiana es llevada como «recuerdo» de las prédicas del Apóstol a América, Asia y África.

Esta resistencia continua de los jesuitas a incorporar a los indígenas a la vida civil plena, máxime cuando ya en 1718 se habían anulado las encomiendas y los indígenas ya podían vivir en pueblos como cualquier súbdito de la monarquía, acabó provocando su expulsión en 1767, ya que, en virtud del don de lenguas del Espíritu Santo, se negaban a enseñarles la lengua española (de los 17 millones de habitantes de Hispanoamérica contabilizados por Alejandro Humboldt, sólo 5 millones hablaban español), algo que sin embargo en Méjico, donde la Compañía de Jesús tuvo poco arraigo precisamente en virtud de la fuerza de los dominicos, comenzaba a realizarse poco a poco. Nos dice François Xavier Guerra: «Aunque este propósito tenía raíces lejanas, fue sobre todo, a partir de mediados del siglo XVIII, cuando la Iglesia lanzó la primera gran ola de la creación de escuelas primarias. En el arzobispado de México, en 1756, había ya 262 escuelas en 61 de sus 202 curatos» (Modernidad e independencias. Encuentro, Madrid 2009, página 341). En 1790 se descubrirán los restos de la Plaza de Armas de Ciudad de Méjico y en 1794 el ya citado Sermón de Fray Servando anticipará el fenómeno de la independencia hispanoamericana.

5. El triunfo del lumpenproletariado

Consumada la independencia por los «españoles americanos» y destruido así el Imperio Español, las elites hispanoamericanas desdeñaban la escolástica anterior, representada para ellos por el Antiguo Régimen ya superado, y adoptaban filosofías tales como el vitalismo y el positivismo. Mientras, la Iglesia Católica se mantenía como sociedad civil en unas sociedades ya fragmentadas y donde la política, ante la ausencia de formación suficiente entre los hispanoamericanos, recayó en el populismo para intentar salvar el claro divorcio entre las elites criollas y una población mayoritariamente campesina.

En el siglo XX, siguiendo las modas ya asumidas por las elites en el siglo XIX, se detecta el extravagante uso de la filosofía idealista alemana mezclada con el indigenismo propio de la derecha extravagante para fundar la unidad del continente, como se puede ver en el concepto de «raza cósmica» del mejicano José Vasconcelos o la «Indoamérica» del peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA. Pero también se incorporaba el materialismo histórico marxista y se proyectaban los primeros partidos obreros al calor de la III Internacional, todo ello igualmente mezclado con indigenismo, perdiendo de vista al proletariado y poniendo en su lugar al indígena, lo que supone caer en la defensa de lo que Marx denominó como lumpenproletariado (los excluidos, los apartados a la periferia de la corriente económica mundial, como diría Enrique Dussel) y una completa desvirtuación doctrinal del marxismo.

Es paradigmática la posición de José Carlos Mariátegui al respecto, que podemos considerar como una renuncia a los principios marxistas al asumir al indígena, el arrojado a la periferia de las sociedades modernas, como elemento principal (aunque no excluyente del resto), auténtico fundador de unas naciones que habría que remontar no al comienzo de la conquista española sino a inmemoriales tiempos precolombinos, a tiempos incluso del Apóstol Tomás. Algo que detectan muchos de quienes han estudiado el pensamiento de Mariátegui:

«Antes de fundar Amauta, Mariátegui intentó definir en qué consistía el "indigenismo" de la "nueva generación peruana" y sostuvo que, en primer lugar, implicaba considerar al indio como representación de la nacionalidad. Se trata de un importante quiebre con las concepciones de los dos “conservatistas peruanos”, que creían que lo nacional comenzaba con la Colonia y presentaban lo indígena como símbolo de lo pre-nacional. Para Mariátegui, el “vanguardismo indigenista” propugnaba una “reconstrucción peruana sobre la base del indio”, en función de una nueva evaluación del pasado. Las obras de estos artistas y ensayistas, que se incorporaban a Amauta, tomaban como material la historia de los Inkas y promovían algo más que un “pasatiempo romántico” o una “inocua apología del imperio de los Incas”. A estos escritores y artistas, Mariátegui los inscribía entre los “indigenistas revolucionarios” y consideraba que su radical diferencia con todo indigenismo anterior residía en que manifestaban una “activa y concreta solidaridad con el indio de hoy”.» (Fernanda Beigel, «Mariátegui y las antinomias del indigenismo», Utopía y Praxis Latinoamericana (Venezuela), año 6, nº 13 (junio 2001) página 48.)

De hecho, Mariátegui y Hugo Pesce (el mismo con quien se encontraría el Che Guevara en una leprosería) intentaron postular en una conferencia de la Internacional Comunista celebrada en Buenos Aires en 1929, tras haber fundado el Partido Socialista Peruano, que el principal paso revolucionario a dar en Perú consistía en la liquidación de una «feudalidad» que ocultaba la vida comunitaria primitiva (en línea con el comunismo primitivo de Rousseau) de los quechuas y aymaras, que en aquel comunismo primitivo habían arraigado los hábitos de cooperación, olvidados bajo la opresión feudal-capitalista. Indigenismo que ya era percibido por contemporáneos suyos como Ramiro de Maeztu:

«Ya estaba implícito en el naturalismo de Rousseau y en su admiración a los pueblos salvajes. Cuando se celebra en febrero de 1927 la Conferencia de Bruselas, que puso en contacto, bajo la organización de Moscú, a los negros de los Estados Unidos, los indios de Méjico y Perú y las Federaciones Universitarias de la América española, con los revolucionarios hindús, chinos, árabes y malayos y constituyó la «Liga contra el imperialismo y para la defensa de los pueblos oprimidos»; ya estaba actuando el espíritu bolchevique en casi todos los países hispanoamericanos, avivando el resentimiento de las razas de color y de los braceros inmigrantes.
De entonces acá, la agitación no cesa. Ha habido levantamientos comunistas de indios en la altiplanicie de Bolivia y en las montañas de Colombia, verdaderas batallas en la República del Salvador y en Trujillo, Perú, e intervención de los comunistas en las revoluciones y motines de Méjico, Cuba, Centroamérica, Ecuador, Paraguay, Chile, Uruguay, Brasil y la Argentina». (Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad, 4ª edición. Cultura Española, Madrid 1941, página 180. Previamente como artículo en «La Hispanidad en crisis [III]», Acción Española, Tomo IV, número 19, Madrid 16 de diciembre de 1932, página 7).

El siguiente jalón de esta derecha extravagante hispanoamericana es sin duda la Teología de la Liberación, con exponentes como Camilo Torres, el cura guerrillero, entre otros clérigos que dejaron la sotana para cargar con el fusil –es interesante a este respecto una tesis doctoral, por desgracia aún no publicada, de Eliseo Rabadán Fernández, La liberación latinoamericana desde las coordenadas de la Filosofía y la Teología. Universidad de Oviedo 1998–. Teología de la liberación que Gustavo Bueno sitúa junto a la filosofía política clásica (Platón, Aristóteles, Suárez) por analogía de atribución, con el paradigma ya nombrado de La Ciudad de Dios agustiniana (Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas», Cultural Rioja, Logroño 1991, página 34). Agustinismo político que también encontramos en el tradicionalismo de Juan Donoso Cortés, que consideraba que la sociedad política es un mero sucedáneo de la sociedad religiosa, su degeneración, siendo una sociedad algo más que un rebaño sometido por la violencia gracias a la religión; si la religación de la sociedad política fuese completa, ésta desaparecería transformada en Iglesia (Gustavo Bueno, Primer ensayo..., página 90).

Ideología que ya ha olvidado al proletariado y se queda con los pobres, el lumpenproletariado nuevamente: «Al menos así lo enseñan algunos teólogos de la liberación, aquellos que con Ronaldo Muñoz, se guían por el silogismo teológico fundamental. Es el silogismo que parte de una premisa mayor ofrecida por la fe y según la cual es el amor a los semejantes (inseparable del amor a Dios) el que impulsa a ayudar a los pobres y a liberar a los oprimidos. Pero sabiendo entre otras cosas (premisas menores de razón) que la resistencia a aquella exigencia amorosa procede de los explotadores, concluye: «Luego el amor cristiano nos lleva hoy en nuestra situación concreta a constituir el socialismo, por el camino de la movilización popular y la lucha de clases». (Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión. Mondadori, Barcelona 1989, págs. 344-345. Cuestión 9: «Teología de la Liberación»). El candoroso amor cristiano sustituye al odio de clase característico del marxismo-leninismo, algo que en plena Guerra Fría era más difícil de discernir, pero que caído el Muro de Berlín hemos de calificar como derecha extravagante sin tapujos.

Todo el contexto de la Teología de la Liberación aparece preñado de contradicciones y seudoargumentaciones (ya su propia defensa de una teología que nos remonta a los tiempos de Pelagio, en la que son las obras y no la fe la que salvan, pudiendo salvarse hasta los ateos y marxistas, es una completa herejía), pero tomando como referencia a Fray Servando y al Apóstol Tomás y su fantasiosa labor evangelizadora de los primeros años de la Era Cristiana en América, podemos entender cómo salvan los teólogos de la liberación tales problemas al afirmar que los indígenas han de liberarse de los «opresores europeos» que condujeron de forma efectiva a América esa misma fe que ellos profesan, pese a que quienes manifiestan tan pomposas palabras son descendientes directos de tales «opresores europeos», pues sus apellidos son Ellacuría, Gutiérrez, Boff y otros frailes secularizados o simplemente condenados por su herejía.

6. ¿Socialismo del Siglo XXI o más derecha extravagante?

Un caso curioso de esta derecha extravagante, ligeramente posterior al surgimiento de la Teología de la Liberación, es el caso de la denominada Filosofía de la Liberación, de la que Augusto Salazar Bondy y Enrique Dussel son los principales adalides. Dussel, obsesionado con el presunto «helenocentrismo» de la filosofía, parece haber probado sobradamente (al menos, su fe en tales ideas es indiscutible, tal y como lo señala en un artículo de 2004 titulado La China (1421-1800). Razones para cuestionar el eurocentrismo), que en China no sólo se había alcanzado un nivel científico y filosófico superior al de Europa, sino que los mismos chinos ya habían alcanzado las costas americanas en el siglo XV, proporcionándole a Colón un mapa para que llegara a la presuntamente ya descubierta América (todo inspirado en el delirante y reciente relato de Joseph Mentzies). Algo que ya había anticipado en sus años de juventud –Enrique Dussel, «Iberoamérica en la historia universal», en Revista de Occidente (Madrid), nº 25 (1965), páginas 85-97– y que, según se iban acercando las fechas del V Centenario del Descubrimiento de América, analizaba tal evento usando las metafísicas coordenadas de Heidegger: Europa es el ser-ahí y América el no ser, un ser en el mundo desvelado por los «europeos» que ya era preexistente (Enrique Dussel, Historia de la Filosofía y Filosofía de la Liberación. Editorial Nueva América, Bogotá 1994, páginas 125 y ss.).

Además, Dussel no se libra del delirio religioso propio de la derecha extravagante, en el que hasta los ritos más delirantes son dignos de respeto, al considerar los sacrificios humanos como un rito esencial para la «renovación cósmica» [sic] (sin distinguir la perspectiva emic de la etic):

«El español se escandaliza, por ejemplo, de los sacrificios humanos (uno de los usos prehispánicos) sin comprender la significación teológica de tal acto: era el rito esencial de la "renovación cósmica", puesto que los dioses necesitan de sangre para vivir y dar la vida al universo» [Enrique Dussel, «Historia de la Iglesia en América Latina. Medio milenio de coloniaje y liberación (1492-1992)», Mundo Negro, Madrid 1992, página 86.]

Además, como los ascendientes de los actuales indígenas americanos llegaron al continente cruzando el Estrecho de Bering desde Asia hace 15.000 años (lo que desde luego no les convierte en descubridores de algo que un continente que no había sido delimitado, como señala Gustavo Bueno en «La Teoría de la Esfera y el Descubrimiento de América», El Basilisco, nº 1 [1989], páginas 3-32), América sería para Dussel una prolongación de China en todos los aspectos. Pero, tras este aparente razonamiento se esconde nuevamente la raíz clerical indigenista, la exaltación del delirio religioso de la Pachamama como una verdad insoslayable incluso para personajes caracterizados como de izquierdas, caso del famoso intelectual Eduardo Galeano, en consonancia con el delirio de Dussel: «Las terrazas y los acueductos de irrigación [de los incas] fueron posibles,… merced a la prodigiosa organización y a la perfección técnica lograda a través de una sabia división del trabajo, pero también gracias a la fuerza religiosa que regía la relación del hombre con la tierra –que era sagrada y estaba, por lo tanto, siempre viva [sic]» (Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina. 15º Edición. Siglo XXI, Madrid 1999, página 67).

De hecho, cuando el Presidente de Bolivia, Evo Morales, afirmó este mismo año que España invadió Bolivia y la saqueó, está suponiendo que tanto el continente americano como la propia Bolivia (cuya existencia como nación política no es anterior a 1825) estaban plenamente establecidas en 1492 como realidades efectivas y eran de sobra conocidos (en los mapas chinos, dirá Dussel, para fundamentar la impostura). Impostura que ha crecido al calor de internet, pues en algunas enciclopedias virtuales llega a decirse que desde 1492 en adelante no se produjo el «descubrimiento de América» sino la «invasión de América». Pero si los pueblos precolombinos y sus respectivas esferas culturales vivían en un aislamiento tal que sólo rompían para practicar el canibalismo de los pueblos derrotados, y sólo con la exploración y conquista llevada a cabo por España comenzaron las relaciones efectivas entre estos pueblos y el resto del planeta, siendo así incluidos en la Historia Universal (pese a que Hegel, en sus Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, afirmara con gran ignorancia que América no tiene Historia, sino Geografía, afirmación que muchos «filósofos de la liberación» han usado para afilar sus garras contra el presunto «eurocentrismo» de la Filosofía de tradición académica), ¿cómo, salvo que se participe en algún modo del delirio teológico de Fray Servando y su ubicuo Apóstol Tomás, puede sostenerse que fuera invadida una América cuyos límites geográficos eran entonces desconocidos?

Un Evo Morales que, no lo olvidemos, se hizo proclamar en su investidura en 2006 mandatario de la etnia aymara, como si los aymaras fueran otra cosa que ciudadanos de la República de Bolivia, asimilando así los postulados de la más genuina derecha extravagante, uno de cuyos proyectos, manifestado expresamente por distintas organizaciones indigenistas, sería la recuperación del Imperio Inca (Pachacutic) y la destrucción de las naciones políticas históricamente constituidas desde las independencias hispanoamericanas.

A la vista de estos peculiares mandatarios, tales como Hugo Chávez o Evo Morales, coyunturalmente aliados con el gobierno socialista de España, no puede hablarse de unidad de España con Hispanoamérica, salvo que explicitemos desde qué parámetros puede postularse dicha unidad, justo cuando se han comenzado a celebrar los bicentenarios de la independencia. A día de hoy, el único hermanamiento existente parece el de la derecha extravagante (también existe la unidad en la exaltación de la Leyenda Negra), de las lenguas indígenas o minoritarias frente a la potencia del español en el que todos ellos se entienden. Hermanamiento originario de una Iglesia católica que, paradójicamente, intentan perseguir una vez que consumen a gusto su veneno ideológico.

Hermanamiento en la derecha extravagante que, por otro lado, también debe mucho a la corrupción de la soberanía de la Nación Española que ha supuesto el Estado de las Autonomías, espejo donde se miran los países hispanoamericanos, como ya detectó Gustavo Bueno hace más de veinte años en el Epílogo de Etnología y Utopía a propósito de los curas aggiornatos ejerciendo de antropólogos como si fueran los misioneros del Antiguo Régimen en los virreinatos del Imperio Español:

«la transformación política de España en un «Reino de las autonomías», nos pone ante un escenario muy adecuado para la consolidación del punto de vista antropológico, en su sentido más popular (el que sucede al antiguo Folklore). En cierto modo, el nuevo Reino español reproduce en miniatura la situación del antiguo Imperio, en el cual una gran diversidad de naciones y culturas se encontraban reunidas por la Corona en una unidad política similar a aquella en la que se engendró y maduró la antropología inglesa del siglo XIX. Lo que eran los virreinatos de Nueva Granada o Nueva España, serán, a nuestros efectos, ahora, las autonomías de Andalucía o Galicia. Ahora, los antropólogos españoles podrán hacer «trabajos de campo» en Cáceres o en El Bierzo, como lo hubieran hecho antes (como lo hicieron los precursores Bernardino de Sahagún o Diego González Holquín) entre aztecas o incas» (Gustavo Bueno, Etnología y Utopía, Júcar, Gijón, 1987, páginas 163-164.)

Una comunidad andina o, en el límite, indoamericana, inspirada en los criterios étnicos de una comunidad quechua o aymara, necesitaría no sólo negar las actuales fronteras nacionales de Perú, Bolivia o Ecuador, sino también reimplantar muchas instituciones y procedimientos propios de esa nación étnica que esos mismos descendientes quechuas y aymaras pretenden instaurar al margen de cualquier Estado existente, al igual que los terroristas de ETA aspiran a su particular «Gibraltar vaticanista» una vez separados de España. La justicia indígena, como privilegio de ciertas etnias que no disfrutan los demás bolivianos, ya lleva tiempo imponiéndose en diversos lugares de Bolivia (donde ya se festeja el nuevo año aymara, al parecer el 5518), e incluso en zonas de momento no infestadas por el «Socialismo del Siglo XXI», como algunos pueblos indígenas de Colombia, también se conocen procesos de este estilo.

Hasta la República Bolivariana de Venezuela, habitada mayoritariamente por criollos, mestizos y «afrodescendientes», con un núcleo marginal de indígenas, considera al indígena que vive en las vergonzosas reservas (fácilmente identificables con las reservas indígenas norteamericanas) como el modelo del venezolano, del homo venezuelanensis, algo que nos hace sospechar de un gobierno que ha convertido el Día de la Hispanidad, el 12 de Octubre, en «Día de la Resistencia Indígena». Si bien no cabe tomarse absolutamente en serio muchas de estas proclamas (en Venezuela, al contrario de en Bolivia o Ecuador, apenas existen indígenas), sí que cabe considerar que un proyecto de unidad continental que asume tales postulados está condenado al fracaso más absoluto, a la disgregación que implica su exagerado etnicismo y exaltación del pasado precolombino, o simplemente a recuperar su unidad e identidad en la lengua inglesa, una vez que los predicadores evangélicos hayan realizado su trabajo a mayor gloria del Imperio norteamericano.

Todas las constituciones hispanoamericanas han recogido históricamente, en mayor o menor medida, un cierto indigenismo, con referencias a los pueblos indígenas aún hoy reconocibles en sus fronteras. Pero la que más destaca en ese aspecto es la actual Constitución de Ecuador (país donde gobierna uno de los aliados de Chávez, Rafael Correa), la denominada Constitución de Montecristi, que en su Preámbulo apela nada menos que a la Pacha Mama, «de la que somos parte y que es vital para nuestra existencia» [sic], en cuyo Capítulo Séptimo se recogen los «Derechos de la naturaleza» [sic]. Artículo 71: «La naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos». Y, al igual que en Bolivia, la Carta Magna ecuatoriana recoge el derecho a la justicia indígena, incluida en el Artículo 57.1: «Mantener, desarrollar y fortalecer libremente su identidad, sentido de pertenencia, tradiciones ancestrales y formas de organización social». Una justicia, en consecuencia, distinta de la que se aplica a los demás ciudadanos ecuatorianos, con todo tipo de vejaciones y humillaciones que se plasman en lo práctico (baños en agua helada en el altiplano, colgamiento por las muñecas al aire libre o latigazos con ortigas). Todo en nombre de la Pachamama y el buen vivir, el sumak kawsay.

«Buen vivir» que, con el bicentenario de la independencia en el horizonte, sería para el indigenismo hispanoamericano un verdadero medio de librarse de «quinientos años de opresión europea» y dejar que los pueblos indoamericanos puedan al fin recuperar la libertad de aquel idílico paraíso en el que el Apóstol Santo Tomás habría predicado y convencido con la mera fuerza de su palabra a los americanos originarios y auténticos. Como dice San Agustín, la fe es creer en lo que no se ve, y quien tiene fe obtiene como recompensa el ver lo que uno cree. En consecuencia, quien tiene fe en que el Apóstol Tomás predicó el cristianismo en América no es porque crea en lo que no vio, sino porque realmente lo asume como un hecho incontrovertible, sin argumentos en contra que valgan.

 

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