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El Catoblepas, número 100, junio 2010
  El Catoblepasnúmero 100 • junio 2010 • página 7
La Buhardilla

Celebración al cien por cien

Fernando Rodríguez Genovés

A cuento de los cien primeros números
de la revista El Catoblepas, que son los que ahora cuentan

Carl Spitzweg (1808-1885), Im Dachstübchen (La buhardilla, 1882)

Entra por la ventana de mi buhardilla un mensaje con una invitación muy especial. Se trata de celebrar los cien primeros números de El Catoblepas. La solicitud me llega desde la dirección/coordinación de la propia revista, y con mucho gusto la acepto. Aquí estoy, pues, sumándome a una celebración que no me es ajena, por compartida, aunque sólo sea por la pequeña parte que me toca.

Llevo, en efecto, cien números, cien, colaborando con El Catoblepas. Desde su primer número. Una colaboración al cien por cien. Una celebración al cien por cien.

Tras el estreno en el primer número con un artículo sobre la filosofía y el canon (no el canon digital, ojo), más de ocho años llevamos revista y yo manteniendo un encuentro mensual con los lectores de El Catoblepas. Una cita que desde el segundo número tiene como escenario «La buhardilla», espacio de la publicación que todavía sigue hoy en activo, con las ventanas abiertas, por la entran y salen palomas mensajeras (estas sí, en versión digital) portando los correos.

«¿Ha sido difícil llegar hasta el número 100?», me pregunta un amigo fiel visitante de la publicación, emulando la faena de un entrevistador. Seguro que los responsables directos de la edición de El Catoblepas tendrán más y mejores datos que yo, y más generales, para poder dar una respuesta más solvente. Por lo que a mí respecta, y desde mi particular perspectiva, asomado al mirador de mi mansarda, no tengo dudas a la hora de responder a la cuestión: «Una vez el lector ha sido capaz de pronunciar correctamente el nombre de la revista –El Ca-to-ble-pas–, la cosa ha venido rodada.»

Cuando, tras el primer número de la revista publicado en la Red, me proponen desde la dirección/coordinación (marzo de 2002) mantener una sección mensual fija, para así dotar a la jovencísima publicación de unas patas estables con las que empezar a caminar, no dudo tampoco en aceptar la invitación. Algo se me ocurrirá, me digo a mí mismo, con lo que cumplir con este compromiso. Y conste que cumplir con El Catoblepas mensualmente no es tarea menor, comparable, por ejemplo, a pergeñar una columna semanal o aun diaria en una revista de opinión o periódico.

Las colaboraciones para El Catoblepas deben suponer trabajos extensos e intensos, pequeños ensayos, para así estar al nivel que se ha marcado desde el principio. A esta altura de la navegación, con cien números sobre la espalda, la preparación periódica de una «próxima Buhardilla» ya forma parte, en mi caso, casi de una tradición o ritual de trabajo, de una sana costumbre, no sé si incluso decir, de una adicción.

Carl Spitzweg (1808-1885), Ein Besuch, 1855

En una publicación plural y pluralista, como he visto pocas en estos tiempos extremosos, escribo mis «Buhardillas» en El Catoblepas con plena libertad, según decide la ocasión, mi propio criterio y acaso también la escurridiza inspiración. Nunca he sido orientado (para no perderme) ni reconvenido (para que aprenda) por parte de la dirección/coordinación de la revista. Doy por seguro, por lo demás, que ni siquiera habrá concebido tamaño propósito. Estamos hablando, entonces, de El Catoblepas como una isla u oasis donde resulta tonificante recalar en esta España de hoy, árida, devastada y marchita. ¿Sólo intelectual y culturalmente hablando?

Nunca me han corregido aquí ni una coma de mis escritos. ¡Y no será porque como escritor distraído y poco gramático que soy, no hubiese hecho falta alguna pequeña reparación en mis textos! Pero he aquí mi estilo y así es, por su parte, el carácter abierto, benevolente y respetuoso de El Catoblepas, sin rígido Libro de Estilo, sin consignas y sin reglamentaciones. Mejor, pues, dejar las cosas como están.

Por lo que respecta a España –hasta donde yo conozco o tengo noticia y salvo honrosas excepciones, como El Catoblepas–, la labor de impresión y composición de libros y publicaciones periódicas bascula entre la negligencia y rutina inherentes a la poca profesionalidad y el rigorismo y fervor propios del vándalo iconoclasta. Tras las mesas de edición y redacción de ambos arquetipos proliferan cada vez más autores en proyecto y autores frustrados. En unos casos, no afilan más el lápiz rojo de corrección y borrado porque no saben muy bien hacia dónde apuntar; en otros, porque, remendando un texto original, ven crecer su talla o autoestima.

El ponerse en el lugar del otro no suele conllevar justas, razonables ni anheladas –y no siempre reconocidas– alternativas o alternancias, sino bruscas suplantaciones y severos trastornos en el orden de los factores que sí alteran el producto.

A algunos de mis textos, publicados por allá y acullá, aprendices de brujo les han amputado fragmentos, modificado frases, movido de lugar puntos y comas, trastornado acentos, quitado comillas, puesto comillas, anulado cursivas (o sustituidas por comillas: para algunos es lo mismo), y hasta modificado el título del escrito. Un crimen, este último, inexcusable sin reservas, porque, para mí, el título es lo primero.

Carl Spitzweg (1808-1885), The Alchimist (1860)

En fin, qué les voy a contar. Semejantes atropellos (y otros que callo por no hablar… más) ni siquiera son siempre anunciados, y no digo sugeridos por parte de editores e impresores tan audaces (anteriormente, simples pero rectos linotipistas). Sobre la importancia de la respuesta ya he tenido ocasión de disertar en este espacio hace bastante números. Todo escritor ha pasado –en particular, los escritores jóvenes o noveles lo pasan a diario– por la situación afrentosa de escribir a un medio, ofrecer un trabajo o formular una sencilla pregunta y no recibir respuesta en absoluto. ¡En la era del correo electrónico! Ordinariamente, los irresponsables (literalmente: los que no responden) de unas y otras fechorías suelen coincidir en los mismos puestos y departamentos: la cosa no da para más. ¿Falta de buenos modales? ¡Hummm…!

¿Causas económicas? No podría asegurarlo. Hay trabajos en los que el sueldo es muy bajo, pero para ciertos individuos que los ejercen les compensa el poder que con ellos se arrogan y ejercen. No es por señalar, pero algo de eso hay en el oficio de funcionario de ventanilla, de secretaria de ejecutivo, de guardia de gorra, de portero de edificio y de discoteca, y, en fin, en la misión de gran parte de la «infantería» de las editoriales y medios de comunicación. Lo cierto es que, en pleno momento de monumental crisis económica la industria editorial no sólo no mengua y se seca sino que florece (hablaré de este tema en otra ocasión).

¿Causas culturales? Tampoco lo sé, aunque es hecho comprobado que en España el hábito/vicio de no responder la correspondencia (valga la redundancia) está mucho más extendido que en otros lugares del mundo. ¿Carácter nacional? Nunca he tomado en serio tal concepto. Ahora menos, ¡sobre todo, cuando en España no se pueda hablar ya de Nación!

¡Ánimo, pues, escritor joven o novel, y no desfallezca ante el silencio ni el horror vacui provocados por quienes no responden a sus misivas o ante el estupor de ver descuartizados sus tiernos manuscritos por mano delictuosa! Sólo puedo decirle, como triste consuelo, que cuando llegue a escritor viejo o veterano –o sea, curtido– a estos hechos les otorgará menos importancia. Como a casi todo lo demás.

Carl Spitzweg (1808-1885), Der Bücherwurm, 1850

Contaré al lector una anécdota personal. En el manuscrito de mi libro Saber del ámbito (2001), enviado a la editorial que lo imprimió, escribía yo a propósito de Diógenes la frase que sigue: «además de bastón y morral, sólo precisa de un pequeño hogar donde cobijarse, de un lugar que transforma en su bastión y moral». En la edición publicada, tras la corrección de pruebas, leemos, en cambio: «además de bastón y moral, sólo precisa de un pequeño hogar donde cobijarse, de un lugar que transforma en su bastión y moral» (págs. 120 y 121. Las cursivas y las negritas están puestas aquí para destacar los términos). Una tontería, ¿verdad? Vale, pero es mi tontería. Y a todas mis criaturas las quiero por igual: a las afortunadas y a las menos afortunadas. En la segunda edición del libro, yo –erre que erre– intentaré que el orden y la justicia sean restablecidos…

Uno, a fin de cuentas, hace lo que puede. Pero aprende siempre de sus maestros, una circunstancia ésta también extraordinaria en nuestros días:

«ser un buen escritor, es decir, un escritor con estilo, es causar frecuentes erosiones a gramática y léxico. Por eso un tan gran lingüista como Vendryès ha podido definir lo que es una lengua muerta diciendo que es aquella lengua en que no hay derecho a cometer faltas –lo cual invertido, equivale a decir que la lengua viva vive de cometerlas.» (José Ortega y Gasset, El hombre y la gente).

Ortega y Gasset ha estado presente en muchas «Buhardillas» a lo largo de estos años. No podía quedar ausente en este acontecimiento.

Hay un sentido de la gramática, definido como «arte de escribir y leer» que me place. Hay otros sentidos –tiránicos, absurdos y repelentes– ante los que este heterodoxo español que siempre va conmigo, cuando menos, retrocede. A ambos modos se refirió Sexto Empírico en su diatriba contra los gramáticos, incluida en su obra –conocida en latín como– Adversus matemáticos. Allí leemos:

«Ahora bien, visto que la gramática comprende dos disciplinas diferentes –la una promete enseñar los elementos y sus combinaciones y en general es un arte de escribir y leer; la otra tiene un alcance más profundo en comparación con aquélla y no consiste en un mero conocimiento de las letras sino también en investigar su descubrimiento y naturaleza, y además las partes del discurso compuestas de letras y cualquier otro estudio del mismo tipo–, no es ahora nuestra intención hacer una crítica de la primera, pues todo el mundo está de acuerdo en su utilidad.»

En este primer sentido de la gramática estamos de acuerdo, en efecto; si no todos, al menos casi todos. Probablemente los mismos que también aplaudimos el siguiente aforismo de E. M. Cioran:

«¡Tantas páginas, tantos libros que fueron fuente para nosotros, y que releemos para estudiar la calidad de los adverbios o la propiedad de los adjetivos!» (Silogismos de la amargura).

He aquí, en fin, una vieja polémica que, como las golondrinas, van y vienen, vuelan y van, según las estaciones, las modas o las ocasiones. ¿Recuerdan la polémica levantada hace años tras las declaraciones sobre gramática de García Márquez? [Cuando provoca sin hablar de gramática, dicho sea de paso, hay menos polémica, ay]:

«Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura [la lengua], sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. […] Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?» (Gabriel García Márquez, «Botella al mar para el dios de las palabras». Discurso ante el I Congreso Internacional de la Lengua Española)

Pues, sí, no le faltaba razón al escritor colombiano. Al menos en lo que respecta a este asunto.

Arthur Rimbaud escribió hace más tiempo un intrincado verso «Je est un autre». Traducido literalmente al español: Yo es un otro. Frase enigmática y retorcida, que encantará a los devotos de la otredad, así como a los discípulos de Emmanuel Lévinas y de Paul Ricoeur, entre otros. Leerla en francés epata, sin duda alguna. ¿Pero qué me dicen si la vertemos a otro idioma? Dícese de toda traducción que es una traición. Mas llevar estas palabras de Rimbaud a otra lengua puede convertirse en una desesperación. O, tal vez, no. En el presente, algún traductor o corrector muy celoso de –o ceñido a– su oficio, muy estricto y muy severo, muy gramático y muy poco poético, en fin, probablemente enmendaría la plana a Rimbaud poniendo los puntos sobre las íes, a texto y a autor. ¡Corrección lingüística, monsieur! ¡Un poco de seriedad!

Felicidades a El Catoblepas por el número cien, una revista del presente con mucho futuro.

Carl Spitzweg (1808-1885), Verdächtiger Rauch (Humo sospechoso, 1860)

 

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