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El Catoblepas, número 99, mayo 2010
  El Catoblepasnúmero 99 • mayo 2010 • página 16
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Igualdad legal y desigualdad real

Fernando Álvarez Balbuena

Reflexiones en torno al artículo 14 de la Constitución Española

una desigualdad real española

«Artículo 14. Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.» (Constitución, 1978.)

El artículo decimocuarto de la Constitución Española de 1978, proclama solemnemente la igualdad de todos los españoles ante la Ley y, a mayor abundamiento, el artículo noveno de la misma, encomienda y atribuye a los poderes públicos la tarea y la responsabilidad de promover las condiciones necesarias para que los principios de libertad e igualdad se conviertan en algo real y tangible.

He aquí, renovada una vez más, una magnífica declaración de intenciones. La patentización en nuestra ley fundamental de los inveterados ideales ilustrados del siglo XVIII, que culminaron en la revolución de 1789. El compendio de las aspiraciones del humanismo, tanto cristiano como laico, que se hizo «mayor de edad» con la proclamación de los derechos del hombre y del ciudadano y que se ratificó tantas veces en las legislaciones constitucionales de los distintos países y, ya en nuestro siglo, en las actas fundacionales de la Sociedad de Naciones, en 1919, y en la de la Organización de las Naciones Unidas de 1945. Parece que es todo ello irreprochablemente justo, inherente a nuestra civilización avanzada y casi ya olvidado por sabido, pero que a pesar de todo, es difícil de llevar a cabo en la práctica por una serie de razones que esbozaremos en el curso de este estudio y que más que en el qué, radican en el cómo, pues la realización de este noble ideal de igualdad entraña dificultades de toda índole, tanto personales y sociales como legales, estructurales y aún territoriales, ya se miren desde enfoques teóricos críticos del conflicto, como no críticos, porque si nos fijamos en ciertos aspectos del artículo que sometemos a análisis, nos encontraremos de inmediato con que es relativamente sencillo –solo relativamente– el conseguir que las leyes consagren y la sociedad acepte una igualdad por razón de nacimiento, raza, sexo, religión ú opinión, pero ¿qué quiere decir «cualquier otra condición o circunstancia»? ¿A qué se refiere este precepto cuando dice «personal o social»? ¿Puede un enunciado tan impreciso y tan general ser algo normativo? ¿Puede invocarse esta igualdad, tan inconcreta, como un derecho personal o autónomo ante los tribunales? ¿Pretende esto ser algo más que una intención? ¿Cómo lograrlo en un país cuyas diferencias territoriales son notables? Y así podríamos continuar haciéndonos preguntas cuya respuesta no es fácil de encontrar, no obstante lo cual, trataremos de reflexionar lo más desapasionadamente posible sobre esta cuestión.

Cabría desarrollar el tema que nos ocupa, bien desde un punto de vista jurídico o desde una perspectiva política. No se puede, sin embargo, separar un aspecto del otro radicalmente, pues aunque tratemos de dar preferencia al aspecto político porque parezca más acorde con nuestra pretensión de hoy, el estudio social, pragmático y politológico de las disposiciones legales constitucionales y la obligada referencia a las propias normas, como reguladoras de la conducta humana de alteridad y definitorias inexorables de las situaciones sociales, nos llevarán a analizar algunos matices jurídicos interconectados con los políticos.

De cualquier modo, política y ley son dos realidades que en la práctica se solapan, aunque teóricamente puedan ser perfectamente separables. Cabe establecer entre ellas un claro orden de prelación, porque, sin duda, la ley es la última consecuencia del quehacer político y de su anhelo natural, tendente siempre a realizar en cada momento histórico determinado el ideal de justicia que taxativamente permitan las circunstancias.

Existe pues en la política (o debiera de existir), un fuerte componente de idealismo, una especie de vocación axiológica, una innata tendencia al bien y a la realización rigurosa de los principios de la equidad y de la justicia, contrapesada por las posibilidades reales, siempre restrictivas y obstaculizadoras del ideal en todos los aspectos. Esta consideración de las posibilidades obliga al estudioso a deslindar claramente los conceptos, considerando como más amplio, teórico y humano el político que el jurídico o legal, simple traducción éste último de las ideas políticas al plano de la realidad. Posee pues la idea política una fuerte carga de utopía y, por lo mismo, no es susceptible de aplicación real en estado puro, necesitando del filtro que a tal fin le proporcionan las matizaciones y las sutilezas legales que le presta la norma, haciendo así viable el concepto político en el desenvolvimiento diario de la realidad social y aún precisando todavía del mecanismo judicial interpretativo que aplique la doctrina, ya que la estructura compleja de la realidad no permite absolutos, cosa hacia la que la política y la propia ley tienden por su propia esencia y naturaleza.

Así pues, parece claro que la ley, la política y la realidad se confunden, y acaso también se enfrentan, en una interacción social compleja y de difícil equilibrio, sobre todo cuando hablamos de las normas constitucionales que, por definición, son extensas y generales, tratando de llegar a todo el ámbito social y de imponer unos principios a los que deben de someterse, acoplándose formalmente a ellos, todas las demás leyes, todas las peculiaridades de los distintos niveles sociales y territoriales que dan a los individuos ciertas características diferenciales y a los derechos de cada persona y de cada región, matices y extensiones diversas, muchas veces imposibles de conjugar entre sí bajo la rúbrica de una «igualdad» rigurosa, hacia la que tiende la ley fundamental.

Pero el concepto de igualdad ha sufrido, como cualquier otro, variaciones en el tiempo. Los sociólogos estudiosos de los procesos de estratificación, demuestran cómo las diferenciaciones personales, nacidas de las distintas y necesarias funciones sociales y de la propia división del trabajo, han creado e institucionalizado desigualdades personales, siempre indeseables según los teóricos del conflicto, y absolutamente lógicas y normales, según los funcionalistas y las cuales, la propia estructura social trata de explicar y aún de legitimar bajo la posibilidad teórica que tienen todos los individuos, dentro de un estado libre, de moverse y de ascender mediante su propio esfuerzo en la escala social, es decir: de alcanzar cierto status, gracias a la «movilidad social ascendente», la cual parece querer partir de una base sólida de igualdad, entendiendo esta en el sentido de «igualdad de salida» o, mejor expresado, en el más técnico de «igualdad de oportunidades».

Pero este viejo concepto liberal se ha mostrado escasamente eficaz en la instauración del llamado estado del bienestar –nueva concepción política y social contemporánea– y por ello ha sufrido una profunda revisión, al igual que la han sufrido, en distinta medida, todos los demás principios informadores del estado liberal-democrático, cambiando conceptos burgueses por otros sociales, sobre todo tras las revoluciones europeas de 1848.

Pero sucede que cuando pensamos en democracia, pensamos también en libertad y en igualdad, pareciendo que no puede existir una sin las otras y ello no es exactamente así. Ortega ya señaló que se puede ser muy liberal y escasamente democrático, en tanto que se puede ser muy democrático y nada liberal y lo mismo podríamos decir de la igualdad como principio de la democracia, incorporado a ella con la revolución de 1789 y completamente distinto al concepto aristotélico de la igualdad en la democracia, razón por la cual merece la pena que nos detengamos un momento a reflexionar sobre estos conceptos que nos parecen básicos para nuestro estudio.

Democracia, liberalismo e igualdad son tres respuestas a tres cuestiones de derecho político que se distinguen perfectamente. La primera corresponde a quién debe de ejercer el poder, la segunda a qué limitaciones debe tener ese poder, la tercera a qué leyes deben de instrumentarlo. Es decir: el poder no puede ser absoluto, sino que las personas tienen derechos que son inherentes a su naturaleza y, por tanto, previos a cualquier posible injerencia del estado.

Las antiguas democracias eran poderes más absolutos que las monarquías de la edad moderna. La democracia griega (como posteriormente Roma) desconoció por completo el concepto de liberalismo, así como también el de igualdad, ya que las decisiones de gobierno, aún siendo tomadas «entre iguales», descartaban de esta igualdad a esclavos, comerciantes y metecos, es decir: consagraban un régimen de privilegio para los ciudadanos libres y nobles.

El poder público tiende siempre al narcisismo y a no detenerse ante límite alguno, sea cual sea el sistema o forma política desde la que se ejerza, por eso el liberalismo ha representado un fortalecimiento de la democracia al establecer límites rigurosos a la misma, pues probablemente no haya autocracia más dura que la difusa e irresponsable del pueblo (Ortega), o, al menos, aquella que en nombre del pueblo se ejerce. Tomemos como ejemplo la dictadura del proletariado, que según Marx, al ser el proletariado la inmensa mayoría de los ciudadanos, su toma del poder es una verdadera democracia. Esta teoría es la síntesis más acabada de lo antiliberal, a la vez que de una desigualdad manifiesta y avasalladora al pretender una igualdad contra natura, negadora de méritos, peculiaridades y diferenciaciones que constituyen la base de la cultura, de la civilidad y de la misma justicia. Es básico que esta no pueda detenerse en la nivelación de los privilegios de clase, asegurando igualdad de derechos para todos, sino que la tarea que ha de imponerse es la de legislar y legitimar lo que hay de natural desigualdad entre los hombres porque la igualdad exasperada en criterios, religión, arte, pensamiento, expresión y, en suma en la mayoría de las cuestiones morales, y aún muchas materiales, lleva a una situación alienante, mayor aún que la que formula el concepto marxista de alienación en cualquiera de sus acepciones.

Por ello parece razonable que dediquemos un espacio a repasar brevemente los principios básicos del estado liberal-democrático y ver la evolución política y social que le ha llevado a adaptarse a los tiempos actuales mediante transformaciones que, algunas veces, como veremos a lo largo de este trabajo, parecen desnaturalizar la esencia misma de la democracia.

Estos principios, como es sabido, son los siguientes: nomocracia, individualismo, democracia, separación de poderes y sistema parlamentario representativo-voluntarista.

La nomocracia, o imperio absoluto de la ley, como referente último de la organización político-social, garantiza teóricamente la seguridad del ciudadano frente al Estado y frente a los demás, impidiendo que la arbitrariedad pueda informar cualquier acto de gobierno, cualquier decisión de los poderes públicos o cualquier sentencia de los tribunales y este principio, ya conocido por los griegos, implica en el día de hoy, de manera muy especial, el de la igualdad de todos ante la ley, también en el sentido que le confiere el artículo catorce de la Constitución Española. El único cambio sufrido por este principio es, probablemente, la irretroactividad de la ley cuando esta no es beneficiosa para el ciudadano y sus derechos personales.

El principio democrático o gobierno del pueblo, también proveniente del helenismo, sufrió numerosas vicisitudes a lo largo de la historia, hasta que se definió, tras la caída del Antiguo Régimen y la eclosión del constitucionalismo, como la participación del ciudadano en las tareas del gobierno, anteriormente reservadas a una determinada clase y a la decisión final e inapelable del soberano absoluto. Al igual que el anterior, este principio implica el concepto de igualdad (un hombre, un voto), pues los sistemas censitarios decimonónicos y otras peculiaridades electorales, (como los votos dobles ingleses) que omitimos detallar, se consideran hoy absolutamente inviables, discriminatorias e incluso antidemocráticas pues, como decíamos antes, democracia e igualdad han venido a ser ya dos conceptos prácticamente inseparables.

Sin embargo, el principio: «un hombre, un voto», requiere en la práctica ciertas reglamentaciones, ciertas matizaciones, ciertos índices de corrección que, de alguna manera, vulneran el principio de igualdad y ello es así porque aquel principio tampoco puede ser aplicado en su estado «químicamente puro». Hoy son necesarias las fórmulas de proporcionalidad, (como la de d’Hont, por ejemplo, que es la que se aplica en España) para encajar los resultados electorales de una determinada circunscripción según el cómputo corregido de los votos, atribuyéndose en su virtud un cierto número de diputados a cada partido político, en función del número de aquellos que es necesario obtener, con lo que suele acontecer que por falta de unos pocos votos un partido puede perder un diputado y aquellos que le faltan para obtenerlo carecen de todo aprovechamiento, por lo que puede considerárseles «perdidos», habiendo generalmente muchos más votos perdidos en las circunscripciones grandes que en las pequeñas, con lo que fácilmente podemos deducir que la eficacia del voto es claramente desigual en unas y en otras.

Ocurre igualmente que en circunscripciones con mucha población se necesitan más votos para obtener un diputado que en otras de menos densidad, por lo que la desigualdad electoral es manifiesta en estos casos, pues nos podemos encontrar en el parlamento (y de hecho así es), que dos diputados, exactamente iguales en derechos representativos, tengan una diferencia de miles de votos entre ambos. Igualmente la situación en la lista electoral es fundamental para obtener el acta, por lo que hay una manifiesta desigualdad entre los candidatos ya que el situado en primer lugar tiene muchas más posibilidades de ser elegido que el situado en el quinto, y como quiera que son las cúpulas de los partidos políticos quienes deciden la posición del candidato, el votante tiene muy poca capacidad de elegir a «su» representante, siendo en realidad el partido quien provee y no el elector. Esto, a su vez, es una clara desigualdad, como lo es también la derivada de la lista cerrada y bloqueada, por razones obvias.

Por lo que atañe al principio de separación de poderes, nos atrevemos a decir que su evolución ha sido negativa. El ejecutivo sale del legislativo y en muchos aspectos prácticos, e incluso formales, está sometido a él, así como el propio poder judicial, cuyos órganos de gobierno son solo relativamente autónomos. De los doce miembros del Tribunal Constitucional, ocho son nombrados por el legislativo, en proporción a cada color político del espectro parlamentario, dos por el gobierno y solamente los dos restantes por el Consejo General del Poder Judicial. Este tampoco es independiente del legislativo –ya que todos sus miembros son elegidos por Senado y Congreso– ni en lo que a su propia administración se refiere lo es del ejecutivo, pues si bien puede existir en él, pese a su innegable politización, un sana y teórica independencia de criterio, dependen del Ministerio de Justicia tanto la creación como las asignaciones de jueces y tribunales y ciertamente la dependencia económica y la falta de autoadministración, ofrecen una serie de inconvenientes que exceden el ámbito del presente trabajo. (Como también lo excedería el comentario detallado y crítico de la «muerte y entierro de Montesquieu», pregonada por un político ya poco activo, afortunadamente, cuyos criterios eran tan peregrinos como desgraciadamente influyentes, llegando a afirmar que las cortes, al proponer y aprobar una ley, merecían sin ninguna duda más credibilidad que los tribunales, haciendo inútil el recurso de inconstitucionalidad, pues eran la manifestación soberana del electorado, en tanto que los jueces eran unos simples funcionarios poco dignos de ser considerados «democráticos»){1}.

Esta evolución de la escasa separación de poderes, además de los problemas de funcionalidad que representa, acarrea también una desigualdad manifiesta entre los distintos órganos del estado al predominar unos sobre otros.

Las competencias jurisdiccionales –digámoslo de paso– entre los distintos órganos del poder judicial, vulneran también la seguridad jurídica del ciudadano que se ve afectada por los conflictos que inevitablemente surgen, (como el no solucionado aún entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, cuyos respectivos magistrados, en un alarde de celo, trataron de implicar a la Corona, como poder moderador, en su contencioso). Tampoco han desaparecido por completo las jurisdicciones especiales, subsistiendo aún la Audiencia Nacional, (trasunto descafeinado del antiguo Tribunal de Orden Público) la cual, aunque con distinto nombre, mantiene funciones muy similares a aquel, que en estricta interpretación del concepto jurídico penal, es tendente a vulnerar el derecho de todo ciudadano a ser juzgado por su «juez natural», predeterminado e inamovible, estableciendo de esta manera una clara desigualdad fácilmente erradicable y de la que ya protestó públicamente el Consejo General de la Abogacía, aunque con escaso éxito.

No podemos omitir la inseguridad y la desigualdad que representa el hecho de poder ser juzgado por un juez surgido de los nombramientos por el «cuarto turno», en el que se elige al magistrado entre abogados «juristas de reconocido prestigio», cualidad que, al parecer, se consigue con el ejercicio profesional de solamente diez años y que, quiérase o no, son una constante preocupación para los justiciables y para sus abogados, pues no puede por menos de cuestionarse razonablemente la capacidad real de estos neojueces.

Por lo que concierne al principio de representación voluntarista, nuestro sistema no puede gloriarse de que el parlamento represente verdaderamente la voluntad ciudadana. Es sumamente complicado, ciertamente, establecer un sistema que lo fuera de verdad, como lo eran en ciertos aspectos, las cortes estamentales medievales, donde los procuradores acudían con un mandato imperativo, para asuntos de gran puntualidad, como el de proveer de subsidios al rey, por lo que habrían de votar de acuerdo con las instrucciones previas que su comunidad, estamento o municipio les hubieran impartido. Hoy el mandato del diputado no puede ya ser imperativo sino representativo; razones técnicas de toda índole lo hacen imposible y por ello el diputado tiene libertad –relativa libertad– para votar de acuerdo con las conveniencias y las circunstancias, en nombre de la representación que ostenta, pero la disciplina partidista de voto, algunas veces al menos, dista bastante de la que sobre determinado punto, proyecto o asunto tiene la opinión pública, e incluso la opinión del propio votante del partido a que pertenece el diputado, por lo que la representatividad pública más bien la posee el partido que el diputado y esto da lugar a una partitocracia que, cada vez más, separa al pueblo de sus representantes legales.

Puede aducirse, y con razón, que en los programas electorales de los distintos partidos políticos, va implícita la voluntad del ciudadano quien se identifica con un determinado programa y que, en su virtud, vota a los representantes que el partido propone. Esto teóricamente es así, no puede negarse, pero en la práctica tampoco puede negarse que la comprensión exacta de los programas (algunos de cientos de folios) está fuera del alcance del ciudadano medio, quien solo se entera de algunas generalidades mediante la propaganda electoral, tan llena de frases hechas, de muletillas y de demagogia, que no puede proporcionar un conocimiento serio al votante de la voluntad del partido con la que ha de conformar la suya propia, resultando, casi siempre, que se vota por clichés, por sentimientos radicales mal entendidos, por motivaciones que difieren notablemente del interés general y quién sabe si también del verdadero interés del propio votante. En suma, solo vota con raciocinio y justeza una inmensa minoría a quien sí preocupa la situación política de forma seria, que se informa y que analiza el meollo de los programas y que reflexivamente concede su confianza y su verdadera representación a aquellos candidatos que propone el partido cuyo programa promete cumplir mejor sus aspiraciones sociales y políticas.

He aquí pues que, incluso ante el voto representativo, existe también una cierta desigualdad, por lo que no puede decirse seriamente que los cuatro principios definitorios del estado liberal democrático, cumplan hoy en la práctica con el ideal de igualdad expreso y manifiesto en el artículo catorce de la constitución.

Y todo esto ¿es realmente así? o ¿es solo algo aparente? La respuesta es que, según el concepto previo a que nos atengamos, puede considerarse de una ú otra forma. En España, tras un largo período de una restauración monárquica no muy democrática, una dictadura militar «sui generis», una república que no supo consolidar los ideales de los que nació y otro período largo de dictadura, sin verdadera participación ciudadana en el gobierno, en la mentalidad de los españoles, carentes de experiencia política democrática, aún persisten conceptos sobre lo que es una forma política moderna que ya han sido superados en otros países. Así pues, hemos de considerar que la igualdad literal en el sentido gramatical y puro de la misma, es algo inherente e inseparable de la conciencia individual. En otras palabras: la igualdad es una virtud individualista, como lo era el viejo sistema liberal. La instauración del actual sistema de libertades solidarias y mucho menos individualistas, solo ha sido posible estableciendo restricciones importantes a la igualdad químicamente pura, de modo que hemos tratado de compaginar la igualdad ante la ley o igualdad de salida, con otro tipo de igualdad: igualdad dentro de la ley o igualdad de llegada, porque el liberalismo ha sido superado por otro concepto político distinto o, si se prefiere, ha evolucionado y se ha adaptado a lo que nuestra propia constitución llama «estado social y democrático de derecho», en el que se consagra la función social incluso de la propiedad privada, de la libre empresa y del libre mercado, que pueden ser regulados por algo tan poco liberal como la planificación. Dicho de otra manera: la forma política del estado democrático ha evolucionado con en el tiempo, como todas las demás cosas. No es igual la democracia de hoy a la del siglo XIX, como tampoco aquella era igual a la griega por la sencilla razón de que los supuestos sociales tampoco son los mismos y que cada modelo de sociedad requiere sus propias y singulares formas de gobierno. Pero es que la propia doctrina socialista también ha evolucionado desde las anteriormente mencionadas revoluciones del 48. Ha perdido radicalismo y agresividad y ha encontrado una vía de entendimiento con el capitalismo liberal remodelado y, desde luego, no exenta de dificultades, pero que implica una transformación profunda de los viejos postulados «socialdemócratas» decimonónicos de tipo colectivista y autogestionario más ligados a la lucha de clases marxista que a la negociación interclasista y civilizada de hoy. En otras palabras: el socialismo se ha hecho más liberal, en tanto que el liberalismo se ha socializado, rompiéndose con ello los viejos esquemas radicales de clase que, al menos en la doctrina política, se consideran ya hoy inservibles y se tratan de superar con declaraciones de intenciones –como la del artículo 14– y con políticas humanistas y alternativas del conflicto, que hemos dado en llamar «políticas del consenso».

Dentro de estos nuevos esquemas socio-políticos, que conservan sin duda aún muchas de las viejas características, pero cuya evolución se va acelerando, debemos, ateniéndonos a la distinción formal con la que empezábamos este trabajo, discernir entre el principio jurídico de igualdad ante la ley y el principio político de igualdad en la ley.

El primero, o de igualdad ante la ley, establece que a supuestos de hecho iguales se apliquen consecuencias jurídicas iguales, en tanto que a los supuestos de hecho diferentes se apliquen consecuencias diferentes, lo que en síntesis equivale a una prohibición de discriminación, de arbitrariedad, de desigualdad carente de justificación objetiva y razonable y no con estimaciones, igualmente injustificadas, de diferencias jurídicas relevantes.

El segundo, o de igualdad en la ley, establece que es esta misma ley la que trata de mantener o de alcanzar la igualdad. Así pues si se da en un supuesto la igualdad, la ley debe de mantenerla y, si no se diera, debe de introducir diferentes tratamientos jurídicos que compensen cualquier desigualdad de base.

Por lo tanto, la igualdad, en el marco de nuestro ordenamiento jurídico o, lo que es lo mismo, en el moderno concepto de derechos y de libertades, propio del estado social y democrático de derecho (el cual está muy distante ya de los conceptos liberales decimonónicos), es de toda lógica que debe de fundamentarse ahora sobre una sólida base de proporcionalidad entre la finalidad constitucionalmente lícita de propiciar una igualdad real y efectiva y los medios empleados para el logro de éste fin. Y esto es así porque ciertas desigualdades de derecho tienden razonablemente a corregir desigualdades de hecho y, por lo mismo, a propiciar una igualdad verdadera y real. Por ejemplo: la desigualdad que representa el que los impuestos sean progresivos y unos ciudadanos paguen más que otros, es, en realidad, una afirmación de igualdad, baremada y tabulada por la diferencia en la percepción de renta, haciendo así proporcionales las aportaciones de los ciudadanos para sufragar las cargas comunes y, sin embargo, las personas jurídicas, sociedades mercantiles, tienen un trato fiscal igualitario pues no sería justo ni proporcional que sus impuestos fueran progresivos. Sí lo es que sus correspondientes socios, que perciben distintas cuantías de dividendo, según sus participaciones, tengan un trato fiscal diferente.

Pero estas o cualesquiera otras diferenciaciones en el estado social de derecho o estado de bienestar, han de tener siempre un sentido positivo de mejoramiento de la convivencia porque la efectividad de la igualdad y de la libertad están, por principio, vinculadas al fin superior de garantizar un bienestar material generalizado, lo que requiere de los poderes públicos actuaciones positivas que remuevan obstáculos y creen cauces institucionales para conseguir la efectividad de la libertad y de la igualdad, así como para solucionar los conflictos sociales. Pero todo ello debe de realizarse siempre en el bien entendido de que en función de la igualdad real y efectiva no se puede dar lugar a resultados contrarios a los derechos y libertades reconocidos, ni tampoco pueden disponerse normas contrarias a otros preceptos constitucionales, ni menos aún, establecer diferencias discriminatorias. En otras palabras, el legislador debe buscar siempre la equidad y la justicia, pero nunca al margen del ordenamiento jurídico{2}, lo que no quiere decir que cualquier excepción o limitación temporal del principio de igualdad, pueda contenerse en una ley si tiene una justificación razonable.

Las leyes singulares también pueden tener su justificación en razón de la igualdad. La igualdad ante la ley exige, en principio, leyes generales, pero no limita al legislador para que contemple la necesidad, o incluso la conveniencia, de regular situaciones distintas con tratamientos igualmente distintos, es más: en esto consiste la propia esencia de la igualdad. La ley especial o singular, debe responder a una situación de igual índole y ser una medida razonable y proporcionada al supuesto de hecho sobre el que se proyecta.

Así pues y para resumir: el principio «político» de igualdad orienta al legislador, en tanto que el «jurídico» lo limita.

Sin menoscabo de esta situación funcional, el Tribunal Constitucional entiende que el principio jurídico de igualdad da cobertura al principio político, es decir: el artículo catorce de la Constitución, a pesar de que literalmente se refiere tan solo a la igualdad «ante la ley», incluye también la igualdad «en la ley». Es esta una cuestión de gran trascendencia, ya que el principio de igualdad jurídica del referido artículo está protegido por el recurso de amparo, con lo que se corrige la situación que crea el artículo noveno, que no es susceptible de tal recurso. Quedan así mucho más protegidos los derechos de los ciudadanos en la lucha contra la discriminación, aunque se relegue y vacíe, en parte, de contenido al artículo noveno.

De cuanto hasta aquí queda dicho, es manifiestamente deducible que la igualdad, concepto muy claro gramaticalmente hablando, resulta de no fácil comprensión ni explicación políticas, siendo enormemente técnica su aplicación en la práctica, pues presenta, como derecho, una forma y un perfil muy singulares. Difícilmente se entendería una reclamación general de igualdad ante los tribunales. Sería necesaria siempre la referencia a derechos concretos, por lo que la igualdad puede ser calificada con mayor propiedad como un principio que informa el ordenamiento jurídico, no como un puro derecho exigible «per se», sino como algo ligado a otro derecho y, en virtud de ello, para el sujeto, administrado o justiciable, algo que encierra en si mismo una fuerte carga de contradicción, de imposibilidades, de frustraciones y de limitaciones, en suma, que paradójicamente son la propia garantía, la propia esencia de la igualdad, entendiendo esta «esencia» como principio estructural de la sustantividad, de esa sustantividad de difícil comprensión –como políticamente hemos de entenderla– que el principio de igualdad encierra en si mismo.

Sin embargo, fuera de los aspectos personales a los que hasta aquí nos hemos referido, nos queda por considerar otra faceta de la igualdad, que es aquella que concierne al desigual reparto de poder territorial en el Estado de las Autonomías y que por su extraordinaria importancia no podemos obviar, aunque no lo trataremos «in extenso», dada su gran complejidad, que excedería el ámbito del presente estudio.

Hemos de decir ante todo que la desigualdad territorial en España no es nueva. El reparto territorial desigual del poder es problema antiguo que las distintas administraciones y constituciones que precedieron a la actual no supieron resolver adecuadamente nunca. La actual incurrió también en el mismo error, pero hemos de considerar que la Constitución española de 1978 se redactó en tiempos sumamente difíciles, cuando se trataba de efectuar una transición del autoritarismo a la democracia y por personas con criterios políticos de muy distintas tendencias. Ello motivó la aparición en muchas partes del texto constitucional de numerosas ambigüedades, fruto de la consecución de difíciles equilibrios o, lo que es lo mismo, a ciertas definiciones imprecisas que solo el tiempo, la aplicación doctrinal y las posibles modificaciones que se vayan introduciendo, podrán hacer que el contenido sea más preciso, ya porque las diferencias territoriales se acorten o simplemente porque las suspicacias ideológicas se eliminen. De todos modos las constituciones de todos los países han nacido siempre con una manifiesta vocación de ser norma orientadora y perdurable, pero esta vocación se ha visto casi siempre frustrada por los avatares de la historia y, en virtud de ello, la vigencia de casi todas ha sido escasa y, o bien se han reformado sustancialmente, o se han abolido para redactar otras más acordes a los tiempos nuevos. La constitución de los Estados Unidos de América, teóricamente, es la que continúa vigente desde su promulgación en el siglo XVIII, pero sucesivas enmiendas han ido adaptando sus preceptos a las nuevas necesidades rectificándola y perfeccionándola, lo que dice mucho del buen sentido de los legisladores. Igual cabe decir de la constitución inglesa, (no escrita), que ha sido readaptada a las necesidades del país, desde el primer «Bill of Rights» hasta el día de hoy.

En Francia, desde la primera constitución republicana, siguiente a la revolución de 1789, se han sucedido hasta seis leyes fundamentales más y en España es bien patente el carácter de provisionalidad de todas las constituciones que hemos tenido. Desde el Estatuto real de 1808, primer atisbo constitucional del siglo XIX, hasta la actual de 1978 se han promulgado hasta diez leyes fundamentales{3}, ninguna de las cuales tuvo una vigencia mayor de doce años, excepto la de la restauración, que pervivió desde el año 1876 hasta la constitución de la II República de 1931.

Abundando en este criterio, nuestra constitución actual –la segunda en magnitud de vigencia– necesita una serie de reformas que llenen los vacíos legales que el articulado presenta, pues si bien el espíritu de la misma es conseguir una mejora sustancial de nuestro marco político y legal, el texto adolece de defectos tanto materiales como formales pues ya de desde el debate del artículo segundo se puso de manifiesto la imprecisión del tipo de estado que se quería conseguir. Había un miedo ancestral, por parte de unos, a la fórmula federalista (recuérdese la amarga experiencia del cantonalismo), otros no querían oír hablar de regionalismo, había quienes veían en cualquier alternativa al centralismo unitario la ruptura de la unidad nacional y los que, precisamente en la fórmula centralista, veían la anulación de las peculiaridades y de las libertades regionales, dando todo ello origen a que se creara la denominación imprecisa de «estado autonómico» que nada aclara sobre los modos y formas de igualdad-desigualdad que pudiera implicar la nueva regulación expresada en el Título VIII.

De cualquier modo, con o sin eufemismos, España, según el artículo segundo de la Constitución es un Estado Central cuya unidad es indisoluble, pero se reconoce y se garantiza el derecho a la autonomía de las «nacionalidades y regiones» que lo integran y se formula algo que, en principio, no pasa de ser un buen deseo: «la solidaridad entre todas ellas», lo que la convierte, a la vez, en un Estado Compuesto.

Las relaciones de coordinación, supra y subordinación y de inordinación, que vertebran este tipo de estado, son ambiguas y confusas (arts. 146, 148, 149, 150, 151 y 155) y generan disfunciones, tanto teóricas como prácticas que consecuentemente han sido causa de conflictos que solamente la jurisprudencia que va creándose, pretende, con grandes esfuerzos y poco a poco, clarificar, pero, como anteriormente decíamos, la causa de estas anomalías no debe buscarse en otras razones que las puramente históricas, pues, como señala el profesor Faustino Fernández-Miranda:

«Tales disfuncionalidades, criticables desde una perspectiva de lógica institucional, no lo son tanto si nos atenemos a las circunstancias históricas en que fue elaborada la Constitución. Es posible, incluso, que no existiera otro camino, sobre todo si tenemos en cuenta que en el planteamiento originario se enfrentaban varias concepciones: centralistas residuales, aceptando como mal menor la realidad que se imponía; regionalistas, que englobaban hasta cierto punto la tradición derivada de la II República; federalistas de distinta índole y también concepciones confederales en su sentido más estricto. Esta yuxtaposición de ideas, aliviadas por el consenso, dieron lugar a la compleja normativa existente».
De todos modos el proceso autonómico no es algo que se termine con su finalización institucional sino que continúa y continuará siendo algo itinerante en el tiempo, pues existen dos tipos distintos de comunidades: unas que han alcanzado su techo competencial, otras que aún continúan con sus procesos de transferencias. La complejidad y la oscuridad de la norma constitucional originan, en unas y otras, multitud de conflictos. Las que mayor autonomía poseen no son, curiosamente, las menos conflictivas y las de menor techo, en multitud de ocasiones y tanto por causas políticas como estructurales, al asumir nuevas competencias, (a veces innecesarias y reclamadas por puro mimetismo) se encuentran con que no están técnica ni financieramente preparadas para asumirlas con eficacia.»

El problema de la desigualdad territorial subsistirá probablemente durante mucho tiempo y ello no solo porque la norma sea oscura, imprecisa y muchas veces difícil de aplicar, sino porque a su debido tiempo, lejos de haberse tratado de cortar de raíz en bien del consenso, se optó por la tesis política de asumir que existen causas endógenas que son más profundas y que hacen la igualdad más difícil y más difícil también la necesaria coordinación entre el Estado y las Autonomías. No puede olvidarse que para ello existen razones históricas, pero es igualmente falso no insistir que es necesario superarlas, porque en gran medida ya lo están. La modernidad tiende a la unidad y no a la división. Los ejemplos de las antiguas Yugoslavia y Checoslovaquia, ahora trituradas y divididas, son un gigantesco paso atrás, cuando Europa entera trata (a veces infructuosamente) de constituir una unidad fuerte y sin fisuras. España, quiérase o no se quiera ver así, es una unidad nacional, por difícil que haya sido lograrla. Los distintos reinos que la componían tenían leyes distintas cuyas peculiaridades y diferenciaciones subsisten lógicamente en el derecho foral. La unidad de todos los reinos bajo los Reyes Católicos, fue el primer paso para conseguir la cohesión entre todos los territorios hispánicos, rebatir esta realidad o, al menos poner las cosas en su sitio exacto, excedería los límites del presente estudio y la sacralización política de este criterio de unidad nacional, llevada a cabo en el siglo XVIII y mantenida desde entonces, no empece al hecho de haber sido cuestionada siempre «sotto voce» y por una inmensa minoría, que cuando hubo ocasión lo hizo a cara descubierta. Es por ello por lo que además de los fueros subsistentes a los que aludíamos, hay un sentimiento de diferenciación en las llamadas «comunidades históricas» que verá siempre con malos ojos y con recelo, probablemente injustificado, todo lo que no sea inherente a su propia singularidad. Pero existe también otro sentimiento colectivo, (superponible al patológico complejo de inferioridad indivudual), en las demás comunidades no históricas, que las impulsa a reclamar, como antes queda reseñado, competencias que para nada necesitan o que son absurdas y, lo que es peor, se detecta claramente que en muchas de estas comunidades se están creando «ex-novo», con una clara irresponsabilidad política, peculiaridades y sentimientos nacionalistas que, hasta ahora, eran completamente inexistentes, o poniendo un énfasis exagerado en pequeñas diferencias tradicionales aunque irrelevantes, queriendo hacer de ellas, muchas veces con empeños que rozan el absurdo y hasta el ridículo, unos auténticos «hechos diferenciales», al objeto de aumentar con cualquier pequeñez una diferenciación cuya utilidad es más que dudosa y probablemente muy perjudicial, no solamente para el conjunto de la nación, sino también para la propia región que la promociona .

Otros conflictos que poseen una manifiesta base económica, inciden en el problema territorial, acentuando las discrepancias y las suspicacias. Es este el caso de los trasvases hidráulicos que muestran claramente el enfrentamiento entre el Estado central y las Autonomías y cuya solución se presenta difícil, no siendo posible para lograrla acudir a fórmulas vanas y meramente dialécticas, invocando la solidaridad{4} entre las distintas autonomías, sino que sería necesario precisar por medio de una legislación clara y terminante hasta donde llegan las facultades de unos y de otros y entreviéndose en el lógico discurso del problema que el federalismo, al que algunos invocan como la panacea de la equidad política, no abriría unas vías de arreglo y de entendimiento que la suspicacia particularista –cada vez con menos base real– se muestra incapaz de afrontar. Nos parece claro que solo la soberanía (con cuantas matizaciones y restricciones se le quieran imponer) y el trato entre iguales, pero desde posiciones de Estado, sabiendo cuánto y qué es necesario hacer por el Estado y cuanto y qué es necesario aceptar por la Autonomías, para el bien común, es capaz de llegar a disposiciones satisfactorias para las partes implicadas, en tanto que las disposiciones y legislaciones autonómicas, basadas en un traspaso exagerado de competencias, amén del despilfarro económico que suponen, tendrán siempre un marcado carácter de particularismo que aumentará el sentimiento de desigualdad y de descontento, acentuando el endémico problema español del reparto asimétrico de poder entre las distintas autonomías, nacionalidades o como quiera llamárselas, aunque lo más razonable y oportuno es empezar por llamarlas por su verdadero nombre que es el de provincias y regiones, como se las ha conocido desde que España es una unidad política integral y como reconoció y reestructuró en 1833 Javier de Burgos, dejándose ya de eufemismos políticamente correctos y de indefiniciones gramaticales que no hacen sino contribuir al descontento general y a la prolongación de una insensata batalla dialéctica.

De todos modos la solución del problema de la «igualdad–desigualdad» que nos ocupa, debe ser abordada desde estudios jurídicos y politológicos profundos, cosa que parece harto difícil en la cambiante realidad actual, sobre la que inciden conveniencias del momento, programas electorales, intereses de partido, protagonismos políticos de todo tipo y otras muchas dificultades casi imposibles de enumerar. De todos modos, para poder determinar las medidas difíciles, pragmáticas y sensatas que para este asunto son necesarias, se precisa de madurez política y de sensatez, así como de enormes dosis de generosidad y de paciencia, porque ni con actitudes ambiguas, ni con las demagogias al uso se podrá conseguir jamás el equilibrio de igualdad, tanto personal como territorial, deseable.

Bibliografía:

Constitución Española de 1978.

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Kerbo, H. R., Estratificación social y desigualdad. El conflicto de clases en perspectiva histórica y comparada, Mc. Graw-Hill, Madrid 1998.

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Reig, A. y Merino, E., El sistema Político Español, Mc. Graw-Hill, Madrid 1994.

Solé Tura, J., Constituciones y Períodos Constituyentes en España (1808-1936),

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Torres del Moral, A., Principios de Derecho Constitucional Español, Atamo, Madrid 1985.

Truyol Serra, A., Los derechos humanos, Tecnos, Madrid 1968.

Notas

{1} Por desgracia, ésta doctrina se reaviva a día de hoy con los criterios catalanistas sobre el tan traído y llevado «Estatut de Catalunya», que si bien está recurrido ante el Tribunal Constitucional, todos los días se le dirigen amenazas y presiones para que desestime el recurso.

{2} Consagración actual de los principios griego de la «dike» y romano de «ius»

{3} 1812 (vigente: 1812-1814 / 1820-23, Cortes de Cádiz). Estatuto Real (1834, Reina Gobernadora). 1837 (Cortes Generales). 1845 (Isabel II y Cortes Generales). 1856 (No promulgada). 1869 (Cortes Generales). 1873 (Proyecto Republicano Federal, no concluido). 1876 (Restauración, Alfonso XII). 1931 (Cortes Constituyentes II República. Fuero de los Españoles (1945, Francisco Franco)

{4} La solidaridad es, muy probablemente, la traducción moderna de la «fraternidad» revolucionaria de 1789.

 

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