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El Catoblepas, número 98, abril 2010
  El Catoblepasnúmero 98 • abril 2010 • página 7
La Buhardilla

Cartas cartesianas a una princesa

Fernando Rodríguez Genovés

La correspondencia mantenida entre René Descartes y la princesa Elisabeth de Bohemia proporciona relevante información sobre la ética en el pensamiento del filósofo de La Haye, y, muy en particular, sobre sus meditaciones acerca del contento moral

Descartes, por Frans HalsElisabeth de Bohemia (1636) Autor desconocido

«He soñado el inconcebible dolor.
He soñado mi espada.
He soñado a Elisabeth de Bohemia.
He soñado la duda y la certidumbre.
He soñado el día de ayer.
Quizá no tuve ayer, quizá no he nacido.
Acaso sueño haber soñado.
Siento un poco de frío, un poco de miedo.
Sobre el Danubio está la noche.
Seguiré soñando a Descartes y a la fe de sus padres.»
Jorge Luis Borges, La cifra (1981)

1

La correspondencia mantenida entre René Descartes y la princesa Elisabeth de Bohemia trascurre desde el 16 de mayo de 1643 hasta el 3 de diciembre de 1649, incluyendo 26 cartas de la princesa y 33 del filósofo acerca de cuestiones tanto filosóficas como matemáticas.

¿Qué consejo mejor puede dar un filósofo sabio y prudente como Descartes a una princesa discreta y cultivada como Elisabeth de Bohemia, si no que viva en estado contento para librarse de los antojos y las servidumbres de la Fortuna?

¿Acaso no es cierto que con la felicidad apreciamos una liberación de cargas y pesares?

«Por último, lo que llamo alegría es una especie de gozo que tiene de particular el que su dulzura aumenta con el recuerdo de los males que se han sufrido y de los que uno se siente aliviado, del mismo modo que si se sintiera descargado de un pesado fardo que durante largo tiempo hubiese cargado sobre sus espaldas.»{1}

¿Y no es cierto también que la alegría la sentimos como una especie de alivio, característico de los estados anímicos que se han visto liberados de un «pesado fardo» durante demasiado tiempo asentado sobre las espaldas?

«Y es de temer que vos no pueda llegar a estar plenamente liberada, si, por la fuerza de vuestra virtud y a pesar de las desgracias de la Fortuna, no vuelve su alma contenta.»{2}

Ciertamente, la importancia de la princesa Elisabeth en las cogitaciones de Descartes sobre la moral y las pasiones es incuestionable. A la noble muchacha de Bohemia le dedica el filósofo de La Haye los Principios de Filosofía (1664). Este gesto a la princesa le estimula y satisface. En correspondencia, estimula ella el espíritu de Descartes a fin de que se afane en la tarea de componer, lo antes posible, un tratado sobre las pasiones. La persuasión tiene efecto y el proyecto acaba convirtiéndose en Les passions de l´âme (Las pasiones del alma, 1649), la última obra del filósofo, publicada un año antes de su fallecimiento en Estocolmo, bajo la presunta protección de otra dama muy influyente en la vida (y en este caso, también en la muerte) del filósofo: la reina Cristina de Suecia. Pero esa es otra historia.

Considerado, por encima de todo, como pensador metafísico, Descartes no abandona nunca el sueño de construir un sistema filosófico con el que poder penetrar e iluminar las verdades profundas del Yo, el Mundo y Dios. Mas, Descartes no desatiende por ello, en ningún momento, las meditaciones acerca de la moral. Aunque, implícita o indirectamente, la temática de la ética y las costumbres está siempre presente su obra, lo cierto es que hubo que esperar a su trabajo postrero para ver completado un texto específicamente dedicado al tema.

En el Discurso del método (1637), Descartes dejó establecida una «moral provisional» que sirviese al sujeto de soporte vital y prudente orientación práctica en la conducción y administración de la propia vida, hasta el momento de poder disponer de una doctrina moral definitiva. En la Carta-Prefacio con la que abre Los principios de la filosofía, el filósofo del método deja escrito que la primera obligación del hombre consiste en tratar de formarse una moral; ésta es la cuestión prioritaria y principal de la razón que no admite excusa ni demora: «porque debemos sobre todo tratar de vivir bien».{3}

René DescartesElisabeth de Bohemia (1642) por Gerrit van Honthorst

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Es en Las pasiones del alma, pues, donde hallamos cumplido espacio y ordenada argumentación sobre la naturaleza, clasificación y descripción que hace Descartes de las pasiones. No obstante, el examen de la correspondencia mantenida con la princesa resulta bastante útil en el discernimiento de las nociones cartesianas especialmente dedicadas a la vida buena y la existencia contenta. En el año 1643, da comienzo la comunicación epistolar entre el filósofo y la princesa, suscitada por el interés de la joven en conocer el parecer personal de su admirado maestro acerca del asunto concreto –aunque capital en la filosofía cartesiana y central en su doctrina de las pasiones– de la unión del alma y el cuerpo. Muy pronto, empero, las conversaciones derivarán preferentemente hacia la problemática moral. Es, a partir de este giro epistolar, cuando la princesa encuentra la ocasión oportuna para animar al filósofo a concentrarse en un examen más profundo de las pasiones del alma humana:

«Me gustaría además veros definir las pasiones para conocerlas bien; porque los que las llaman perturbaciones del alma me persuadirán de que su fuerza no consiste sino en deslumbrar y someter la razón, si la experiencia no me enseñara que hay algunas que nos llevan a acciones razonables. Pero estoy segura de que me lo aclararéis más cuando expliquéis cómo la fuerza de las pasiones las hace tanto más útiles una vez que están sujetas a la razón.»{4}

Con solicitud, pocos meses después, alternando el cuidado del jardín con el estudio y las investigaciones sobre Física, Descartes encuentra todavía tiempo y energías para dejar esbozadas algunas cuestiones de moral. Deja así perfilado «un pequeño Tratado de Naturaleza de las Pasiones del Alma, sin tener no obstante la intención de ponerlo al día»{5}. Estaría dispuesto, añade, a continuar la tarea («je serois maintenant d´humeur à ecrire encore quelque autre chose»), si tuviese la seguridad de que hay personas dispuestas a seguir las cavilaciones. Ciertamente, la princesa Elisabeth está bien dispuesta para ejercer la función de solícita alumna. De este modo, a partir del material ya elaborado, y añadiéndole el contenido de las propias cartas cruzadas entre maestro y discípula, Descartes puede, finalmente, dejar listo para la imprenta el tratado sobre moral, el cual ve la luz en Holanda a finales de noviembre de 1649.

No entraré ahora en el pormenor de la doctrina cartesiana sobre la moral y las pasiones, ni me detendré en examinar la vinculación del filósofo francés con la enseñanza estoica. Pero lo cierto es que una de las cartas –carta CCCXCVII{6} – dirigida a Elisabeth, en la que de manera muy clara y distinta expone su idea sobre la vida buena, tiene como argumento de base las reflexiones inducidas en la joven a raíz de la lectura del libro de Séneca De vita beata, texto, a su vez, recomendado por el filósofo a la princesa.

En ese lugar, con mano firme y disposición decidida, Descartes define la felicidad en términos inequívocos de contento. A la manera estoica, Descartes sostiene que la felicidad –o sea, la beatitud– «consiste, me parece, en un perfecto contento del espíritu y en una satisfacción interior [«un parfait contentement d´esprit et une satisfaction intérieure»], que ordinariamente no poseen aquellos que son más favorecidos por la fortuna, mientras los sabios la adquieren sin fortuna.»{7}

¿Qué es lo que procura en el hombre el estado contento («le souverain contentement»)? El filósofo francés responde, a la manera de Epicteto, que dos tipos de actitudes: las que dependen de nosotros –la virtud y la sabiduría–; y de las que no dependen –los honores, las riquezas y la salud–. Un hombre virtuoso y sabio, en no estando enfermo, ni sumido en la pobreza, ni ahogado por la humillación, puede vivir «d´un plus parfait contentement». Lo importante es que cada uno tome el contento como el estado de plenitud y haga dirigir en todo momento los deseos y la voluntad según las reglas de la razón.

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Para Descartes, tres son las reglas de la moral que proporcionan un vivere beate: primero, servirse lo mejor posible del propio espíritu para saber cómo conducirse correctamente en las variadas circunstancias de la vida; segundo, llevar a cabo aquello que la razón aconseja sin que la fuerza de las pasiones la tuerzan; y tercero, que se resista uno a desear todas aquellas cosas que están fuera de la posibilidad real de ser alcanzadas.

Desde este horizonte de actuación práctica, el filósofo no desaconseja rechazar las pasiones ni los deseos en bloque, sino aquello que es incompatible con la felicidad, como por ejemplo, la impaciencia o la tristeza: «y así la virtud sola es suficiente para estar contentos en esta vida.»{8}

Elisabeth de Bohemia

En realidad, Descartes debería haber escrito que la virtud sola es condición necesaria, más que suficiente, para permitir que el contento se haga un sitio en la dirección de la vida Digo esto, porque a renglón seguido, el filósofo se ve en la necesidad de puntualizar que la virtud, para ser útil, debe ser esclarecida por el entendimiento al objeto de que la voluntad y la resolución en el actuar no se distraiga hacia las cosas malas en vez de hacia la buenas, cayendo así en el error.

He aquí, en efecto, la línea característica de la cogitación moral cartesiana: el sujeto yerra en su conducta, no porque desee o quiera, sino porque actúe mal: «todas [las pasiones] son buenas por su naturaleza y simplemente tenemos que evitar su mal uso o sus excesos.»{9}

Ocurre que su voluntad va más lejos que el entendimiento, haciendo que los actos estén tentados a elevarse por encima de los límites de lo real y lo racional. Cuando, en cambio, la voluntad obedece el dictado del entendimiento, entonces emerge la virtud, cuyo ejercicio es el remedio soberano contra la tiranía de las pasiones:

«Ahora bien, ya que estas emociones interiores nos tocan más de cerca y, por consiguiente, tienen mucho más poder sobre nosotros que las pasiones de las que difieren, y se les unen, es cierto que, con tal de que el alma tenga siempre con qué contentarse en su interior, todas las perturbaciones que vienen de otra parte no tienen poder para perjudicarle, sino que más bien sirven para aumentar su gozo, porque al ver que no pueden molestarle, le hace conocer su perfección. Y, para que nuestra alma tenga así de qué estar contenta, sólo tiene que seguir exactamente la virtud.»{10}

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Recordemos que, para Descartes, las emociones internas, a diferencia de las pasiones, son aquella clase de afecciones provocadas por la propia alma, y, por tanto, no dependientes de una causa exterior. Esta reflexión es interesante porque, aparte de ayudar a precisar el punto de vista cartesiano sobre el tema, ayuda a demarcar diferencias entre la alegría y el contento.

Descartes viene a decir que para lograr la tranquilidad de ánimo y la satisfacción interior (el «vivir bien») resulta imprescindible dominar las propias emociones en vez de provocarlas. Merced al dominio interno –esto es, con el ejercicio de la virtud– es posible producir una fuerza moral soberana («le souverain contentement»), la cual permite transformar, por ejemplo, las pasiones de tristeza en emociones gratas.

Cuando leemos un libro, afirma Descartes, en el que se nos describe una situación dramática que provoca en nosotros tristeza por la (mala) suerte y la desgracia que padecen los personajes, nos conmovemos y nuestra alma se entristece. Pero, al mismo tiempo, si el escritor es sensible y competente en la narración, nos alegramos al comprobar la maestría de la descripción y el poder fascinante de la creación: «y este placer es un gozo intelectual, que puede muy bien nacer tanto de la tristeza como de las demás pasiones.»{11}

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Es por esta razón que la vita beata puede ser lograda, no tanto en importando o exportando pasiones, cuanto logrando que las aflicciones estén al servicio de la persona (y no al contrario), así como dominando la maîtresse de soi. Descartes, quiero creer, pudo ser útil a la princesa porque la aleccionó y orientó para que fortalezca su ánimo y se formase un alma grande por sí misma, no porque le transfiriera alegrías.

La felicidad es pariente de la buena suerte, de la buena hora (bonheur, en francés); no necesariamente de las buenas noticias:

«Yo sé bien que sería cosa imprudente querer inculcar la alegría (la joye) a una persona, a quien la Fortuna trae todos los días nuevos motivos de desagrado, pues no soy en absoluto de la clase de Filósofos crueles que practican la sabiduría de modo insensible.»{12}

Quién dudará, en fin, que Descartes y la princesa Elisabeth fueron afortunados por haberse tratado de aquel modo tan galante y tan elegante.

Notas

{1} René Descartes, Las pasiones del alma, traducción de José Antonio Martínez Martínez y Pilar Andrade Boué, Tecnos, Madrid, pág. 274).

{2} Carta CCCLXXV de Descartes a Elisabeth (Egmond, 18 de mayo de 1645), en René Descartes (1976), AT: Œuvres de Descartes. Publiés par Charles Adam & Paul Tannery (1897-1913), 11 vols. Nouvelle présentation, Librairie Philosophique J. Vrin, Paris (1976), Tomo IV, pág. 201.

{3} René Descartes, Principia, en AT, tomo IX, pág.12.

{4} Carta CDII, Elisabeth a Descartes (La Haye, 13 de septiembre de 1645), en AT, Tomo IV, págs. 289 y 290.

{5} Carta CDXXXIX, Descartes a Chanut (Egmond, 15 de junio de 1646), en AT, Tomo IV, pág. 442.

{6} Carta de Descartes a Elisabeth (Egmond, 4 de agosto de 1645), en AT, Tomo IV, págs. 263-268).

{7} René Descartes, Correspondencia, en AT, Tomo IV, pág. 264

{8} Ibíd., pág. 267.

{9} Cfr. Las pasiones del alma, op. cit., pág. 275.

{10} Ibid, pág. 221.

{11} Ibid., pág. 220.

{12} Carta CCCLXXV, Descartes a Elisabeth (Egmond, 18 de mayo de 1645), en AT, Tomo IV, págs. 201 y 202.

 

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