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El Catoblepas, número 95, enero 2010
  El Catoblepasnúmero 95 • enero 2010 • página 7
La Buhardilla

Diógenes de Sínope:
la moral y el morral

Fernando Rodríguez Genovés

Semblanza biográfica y filosófica de Diógenes de Sínope, miembro destacado de la escuela cínica griega, aunque, en realidad, siempre fue por libre

Diógenes, por Jean Leon Gerome (1860)

«Es más, nada esclavo hay en él, ninguna afectación, nada añadido, ni disociado, nada sometido a rendición ni necesitado de escondrijo.» Meditaciones

1

El sueño del perro

La exhortación o soliloquio de Marco Aurelio (Meditaciones, Libro III, § 8) que preside este breve ensayo, refleja en una imagen panorámica a todo hombre de pensar disciplinado y purificado, pero da la impresión de haber sido escrito expresamente para exaltar a Diógenes de Sínope, el Cínico{1}. Acerca de esta clase de hombres, dice el emperador-filósofo que «nada purulento ni manchado ni mal cicatrizado podrías encontrar». Elogia allí a individuos que se hallan por encima de las apariencias y de las convenciones, y por tal motivo no tienen nada que demostrar ni ocultar.

Hablamos de sujetos que completan su vida como un acto de vaciamiento, como se bebe de una copa hasta la última gota; así colman el espacio interior y saben de la plenitud de sí mismos, y también algo sobre los fragmentos que son las cosas que les rodean, de las que son conocedores, no expertos. A una firme decisión de llevar a cabo los ideales filosóficos se debe su disposición, producto más bien de una voluntad soberana y de una orientación práctica que de un esfuerzo teórico.

La vida propia, su plenitud, es lo que les preocupa; y ella no se hace plena sino mediante un plan de actuación en dos plazos enlazados por una común finalidad: el propósito, que se piensa, y el actuar, que se evidencia en la decisión. El segundo paso, la decidida actuación, tiene más valor al atraer la filosofía al vivir y hacer de la vida una experiencia filosófica. Por eso son estos hombres tan desprendidos, aunque no veamos siempre en su actitud simple propensión a la acción desinteresada. Se deshacen de aquello que es superfluo y banal, como la simulación y el embuste, y se quedan con lo que tienen y lo que siempre llevan puesto: la libertad para lograr hacer de ella algo por lo que vale la pena esforzarse.

SócratesDiógenes

A esta casta pertenecen héroes de la talla de Sócrates y Diógenes. El primero expresa el ideal en clave dramática; el segundo, como una comedia. Sócrates es un filósofo serio y sereno hasta la muerte; Diógenes es un rufián y un desvergonzado, o, como lo llamó Platón, un «Sócrates enloquecido». Dos vidas cruzadas se encuentran ante sí mismas, y saben muy bien lo que quieren, algo muy similar en ambos casos: vivir de acuerdo con un proyecto, aunque no proyecten lo mismo, y ahí es donde se aleja uno del otro.

Sócrates examina su vida y la evalúa según los logros y conquistas, aspira a la gloria, sólo reservada a los que cumplen con su deber; se toma la existencia demasiado en serio y siempre obra en consecuencia, hasta la muerte: he aquí la entraña y el sino de los mártires, también de los fanáticos, o de los conquistadores, como Alejandro el Grande.

Diógenes prefiere vivir a su aire, al aire libre, sin pena ni gloria, pero a lo grande, lo cual, según su parecer, no significa aplicarse a la filantropía ni a la conquista, sino vivir sencillamente bien, porque lo bueno reside en lo sencillo. «A uno que le decía que “vivir es un mal”, Diógenes le responde: “No, eso es el mal vivir.”» (Diógenes Laercio [D.L.], Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, Libro VI, 55).

No rinde cuenta de sus actos, ni pide perdón por realizarlos; no se oculta cuando los omite, y por ello tampoco pide excusas. Tomándose la vida con filosofía, no maldice; prefiere burlarse de lo estúpido y vano, y mofarse de lo pomposo y fatuo. No siente hacia los hombres amor ni odio, acaso desprecio, como variación del menosprecio que se siente hacia los que desvalorizan su proceder y se alejan de la virtud: «La única nobleza», sentencia Diógenes, «es la que otorga la virtud».

Tenemos ante nosotros una estirpe pura de hombres libres, que no se rinden al desaliento ni se someten a otra fuerza que no sea la que emana de su destino, como un torrente impetuoso e intempestivo. A esta especie en particular pertenecen Diógenes y los cínicos; no se organizan como secta ni como escuela, simplemente no se organizan, forman una camada de perros (como su propio nombre indica: kynikoí, canes o perros), que no aceptan tener dueños ni dejar discípulos. Saben demasiado bien que al no poseer propiedades no pueden dejar deudas, así pueden aspirar a un ideal de existencia sin cargas, y por ello sin culpas, sin ataduras ni necesidades de las que cuesta despegarse; ahí reside el prototipo de la autarquía y de la autosuficiencia.

En esta actitud es justo apreciar orgullo, pero no orgullo del pobre, que es mezquino y resentido, sino el de la mejor clase, orgullo noble y distinguido. No se advierte en ella, ni por asomo, espíritu disminuido ni patrón de subsistencia; todo lo contrario, propala un dechado de super-vivencia y de existencia superior. Frente a los potentados o eruditos o patronos o sacerdotes no retroceden, sino que les replican con su incuestionable y veloz demostración de clarividencia.

Diógenes fue, sin duda, el miembro mejor dotado de la camada y muy afamado en su tiempo. A medio camino entre la historia y la leyenda, los ecos que reverberan en nuestros oídos hablan de un personaje fuera de lo corriente, ingenioso, locuaz, irreverente, procaz. Pero, además de este aprendizaje y de esta práctica (áskesis) de saber decir «no», y del valor de su saber, ¿qué sabemos de Diógenes, del hombre que quiere vivir como un perro y del perro que sueña con ser hombre?

Diógenes, por Waterhouse

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Noticias y leyendas de Diógenes

Realmente acerca de la vida de Diógenes sabemos muy poco, como ocurre con el resto de la jauría de cínicos. Sabemos lo que recogen algunos documentos y relatos de segunda o tercera mano que hablan de ellos, unos pocos escritos por coetáneos suyos, la mayoría muy posteriores a su vida y casi todos sin contrastar ni verificar con rigor, en los que no están ausentes las contradicciones ni las versiones divergentes: he aquí el escaso arsenal sobre el que rescatar la memoria de sus peripecias y ocurrencias. No interpretemos esta circunstancia como un inconveniente para saber quién era y lo que hacía.

Biografía, tan fantástica y fabulosa, se enriquece por la escasez de datos; la hace incluso más coherente, más sugestiva, más atrayente, más imprescindible. Aproximarse al entorno, sin gran aparato, con sencillez, no saber demasiado sobre su persona, promete tal vez una mejor vía de penetración en la propia entraña. Decía J.-J. Rousseau que a fuerza de estudiar al hombre, nos alejamos más y más de la posibilidad de conocerlo; en esta ocasión, será justo darle la razón al ginebrino, probablemente debido a la sintonía que muestran ambos espíritus entre sí, por lo que respecta, al menos, a sus elogios de la simplicidad y de la naturalidad en los actos humanos.

Acerca de su obra, sí desconocemos casi todo, y también diría que afortunadamente para nuestra exploración, pues tal contingencia transforma las sentencias y opiniones que se le atribuyen en un tesoro consecuente y luminoso de trayectoria improbable, pero no por ello menos valiosa. Disponemos, en primer lugar, de la antología de Diógenes Laercio sobre las vidas de los filósofos griegos, de los comentarios de Plutarco, de Juvenal y de Séneca, de los elogios de Montaigne o de Cioran, de las afectadas y arrogantes miradas escoradas, de escorzo y de soslayo, que le dirigieron Aristóteles o Hegel. Todos estos testimonios, con sus noticias y silencios, nos hablan de Diógenes (y de los cínicos) y trazan un retrato demasiado expresivo y vivaz como para desmerecerlo, porque a través de ellos comprobamos que casi todo se aviene y se armoniza, y que nos muestra la imagen de un personaje que no se puede poner en duda.

¡Qué importa que sus escritos, diálogos y tragedias se hayan perdido, si su vida es lo más importante! ¡Qué más da si ni siquiera llegó a escribirlos! Nuevamente se impone hacer de la necesidad virtud y congratularnos de este desconocimiento puntilloso de su obra. Diógenes no sería quien es si hubiese dejado una «obra». ¿Qué hubiesen hecho con él, y con ella, los estudiosos, los exégetas o los profesores de filosofía sino convertirlos en objeto de tratado y en motivo de curso monográfico? ¿Qué clase de sistema filosófico hubiesen construido sobre el polvo y las cenizas de quien no pensó en esos términos? ¿Y qué pensar si realmente nos persuaden de que lo elaboró, gracias (que no se merecen) a una exhumación de sus restos que así lo acreditasen?

Cuentan que Diógenes pidió a sus allegados no ser enterrado una vez muriese, tan sólo cubierto por una fina capa de polvo, para que así su cadáver diera de comer a otros animales, a otros perros quizá. ¡Qué decepción se hubiese llevado si llegara a saber que sus devoradores no eran más que académicos hambrientos, no en busca de alimento sino de ganancias entre los despojos! ¡Qué mejor reconocimiento para un escéptico y un descreído como Diógenes que dejarlo vagabundear sobre un manto de incertidumbre e irresolución! ¿Qué mejor sueño que éste? El sueño de Cioran. Y el sueño de Diógenes.

Diógenes, por Rafael

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La libertad amaestrada

¿Por qué sigue fascinándonos en el presente este huérfano sin ciudad, este paria sin patria, este sabio vagabundo que no tiene donde caerse muerto? ¿Quién fue Diógenes? Como la primera pregunta queda comprendida por las posibilidades de respuesta de la segunda, veamos, pues, ésta. Diógenes nace en Sínope, ciudad de Asia Menor, al sur del mar Negro, vive en Atenas y muere en Corinto. El rastro de esta crónica no tiene en sí misma nada de singular, pero Diógenes fue capaz de dotarla de contenido significativo, con una sencillez a la altura de lo reseñado. Ante todo, nos hallamos ante un hombre sin raíces, que se mueve por el mundo sin mirar hacia atrás. Ninguna ciudad le atrapa, a ninguna ley ciudadana se debe; sólo a sí mismo guarda obediencia: «Preguntado de dónde era, contestó: «Cosmopolita.» (D.L., VI, 63). El mismo acuña el término que desde la primera proclamación adquiere caracteres de declaración de principios.

Fue acusado (o quizá su padre) de acuñar moneda falsa en su localidad natal y por ello recibió como castigo el destierro. No se lo toma mal; corrompe las reglas financieras y comerciales, que son después de todo nada más que leyes ciudadanas, pero por lo que respecta a la palabra no hay corrupción sino revelación. ¿Cómo puede lamentar el primer «ciudadano del mundo» ser expulsado de un villorrio y lanzado al mundo? «Echándole alguien en cara su exilio, repuso: «¡Infeliz! Gracias a él me acerqué a la filosofía.» Otro le recordó que los de Sínope le habían condenado al destierro. Diógenes le replicó: «Y yo a ellos a quedarse.» (D.L., VI, 49).

Diógenes, por J.H.W. Tischbein, c. 1780

Allí contacta con Antístenes, considerado como fundador del movimiento cínico, quien al principio lo rechazó, pues conocida es la renuencia de los perrunos a tomar discípulos. Diógenes insiste y su tenacidad es recompensada con la definitiva aceptación. Del maestro toma prestadas, en consonancia con sus postulados, unas pocas enseñanzas, pero de gran valor: resistir los golpes con dignidad para fortalecer el cuerpo y el alma, iniciando la práctica ascética de la sabiduría; escuchar la ley de la virtud antes que las de la ciudad; caminar por la vida ligero de equipaje, manta plegada, bastón y morral, que componen el distintivo uniforme de los cínicos.

Para un hombre que procura mantenerse al margen de las urgencias y de la obstinación, hay una preocupación que le persigue, justamente para liberarse de ella: la libertad; y el correlato inmediato que supone su falta, es decir, la esclavitud. Llega a Atenas acompañado por su esclavo Manes, quien pronto desaparece. Cuando le interrogaron qué significaba para él la huida del sirviente, Diógenes contesta llanamente: «Puede ser absurdo pensar que Manes pueda vivir sin Diógenes, pero en absoluto que Diógenes pueda hacerlo sin Manes.» (D.L., VI, 55).

El sentimiento griego clásico es inseparable de la ciudad. Platón la idealizó como modelo de convivencia humana, de justicia y de felicidad. Aristóteles realizó esa idea mediante un tratado filosófico, Política, donde la presenta como objeto de un arte: el arte de gobernar la ciudad. El ámbito de la ciudad es natural para los hombres, como la división que la caracteriza, ciudadanos y esclavos. Una existencia natural, feliz y justa significa, empero, para Diógenes algo más simple: valerse por sí mismo y poder rascarse cuando ataca el escozor, sin necesidad de que otros hombres nos asistan. «Por eso, a uno que estaba siendo calzado por su criado, le dijo: “No serás enteramente feliz hasta que tu criado no te suene también las narices, lo que ocurrirá cuando hayas olvidado el uso de tus manos”» (D.L., VI, 44).

Diógenes conoció el oprobio de la esclavitud, y como otras veces supo arreglárselas gracias al ingenio y buen actuar para salir airoso y bien librado de la embarazosa situación. A raíz de un viaje a Egina fue hecho prisionero por unos piratas, trasladado a Creta y allí puesto en venta: «Cuando el heraldo le preguntó qué sabía hacer, respondió: «Gobernar hombres». Luego señaló a cierto corintio vestido de rica púrpura, el Jeníades antes mencionado, y dijo: «Véndeme a ése; necesita un amo.» (D.L., VI, 74). En efecto, Jeníades lo compró y muy pronto seducido por la sabiduría del filósofo lo liberó y puso en sus manos la educación de sus hijos; quedando todos muy satisfechos.

Alejandro y Diógenes, por Gaspard de Crayer

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Diógenes frente al Filósofo y al Guerrero

Fue contemporáneo de Aristóteles y de Alejandro, y ello le otorga a su particular modo de vida un significado, si cabe, más especial. Junto a estos gigantes del pensamiento y de la guerra, el cínico de andrajosa estampa ofrece un aspecto demasiado tentador como para rehuir una semblanza concisa, a modo de vidas contrastadas. Como astros que adornan el universo, hay personajes estelares que brillan con luz propia y con desigual intensidad y duración: Aristóteles se expande cual esfera de estrellas fijas, Alejandro refulge como una estrella fugaz y Diógenes atraviesa el espacio dejando la estela de la candela buscando el hombre honesto y virtuoso. Sus luminosidades se extinguen en la hora que a todos nos iguala, y este caso aconteció casi al mismo tiempo, dejando el firmamento a oscuras por un instante: Diógenes y Alejandro mueren el mismo año, el 323, Aristóteles un año más tarde.

No es el fin de los tiempos, pero con ellos desaparece un periodo histórico y con él un sentido profundo que sostenía la concepción de la ciudad. Las distintas vivencias que cada uno encarna, aunque muy discordantes, están muy relacionadas con el fin de la ciudad, entendida como «lugar natural» de la filosofía griega, hasta el punto de que su desaparición de la escena ciudadana la dejó huérfana de protagonistas: el constructor, el destructor y el mendigo cronista.

Aristóteles simboliza la gran filosofía arquitectónica de la ciudad, diseña los límites, diserta sobre legislación y define su finalidad íntimamente vinculada a la suerte del hombre, lo cual le permite afirmar «que la ciudad es una de las cosas naturales y que el hombre es por naturaleza un animal cívico (zôon politicón{2}. La consecuencia de esta declaración no puede sorprender: «el que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios.»{3}

Tampoco puede resultar sorprendente la reacción adoptada por los cínicos ante tal dilema, por ser la única consecuente para quien se dice perro. Ante una imagen de la ciudad que se deshace en la autocomplacencia, la vanidad y la molicie, Diógenes elige el camino de la divinidad y de la animalidad, como original medio, y lugar intermedio, para encontrar al hombre: «En pleno día, iba con el candil encendido diciendo: «Busco un hombre.» (D.L., VI, 41).

No es la comunidad la pócima que regenera al individuo, pues sólo genera muchedumbre, vulgo o gente, sino que es el esfuerzo personal por mor de la virtud y de la sabiduría lo que le aproxima al reino de los dioses. En esa vía de iniciación, de travesía ascética, Diógenes prefiere el estilo de los animales que el de los conciudadanos, de los que nada espera porque nada pueden enseñarle. Un simple ratón correteando por la mesa se le antoja una visión más grata que contemplar a la gente deambulando en la plaza pública.

No es un marginado ni un necesitado, aunque mendigue, sino el primer nihilista que rechaza la vida de la ciudad, la cultura y la civilización, y descree de la suerte del hombre ligada a la de la multitud. «En cierta ocasión, cuando salía de los baños públicos, alguien le preguntó si había muchos hombres bañándose, y respondió que no; pero a otro que le preguntó si había mucha gente, le contestó que sí.» (D.L., VI, 40).

Por esta razón, Diógenes construye la vida alrededor de él y de su circunstancia, el tonel, y, como ya sabemos, uno no puede salvarse sin el otro. Pero en vez de advertir aquí aislamiento o soledad, es mejor columbrar un aprendizaje de la autosuficiencia, una energía autárquica que no guarda para sí, ni rumia en confesiones o en lamentos (como Rousseau) sino que pregona y exhibe, muchas veces impúdicamente en la plaza pública. Es un exhibicionista y un provocador, que disfruta mostrándose en público para demostrarles a las gentes su lamentable situación: él contrapone sus harapos a los oropeles de los demás y en el contraste vence el gesto o la procacidad que les lanza. Va a contracorriente, como él mismo confiesa, acuñando moneda falsa, transmutando valores, llevando al absurdo a sus vecinos, anticipando la transgresión surrealista, aunque sin ninguna pedantería: el pedante exhibe los conocimientos o destrezas con el fin de sentirse superior a los demás; el cínico exterioriza sus chanzas y la sutileza de los discursos sin ostentación, sólo para que los demás observen lo necios que son.

Diógenes y Alejandro, por Alexander Puchinov

Cuando mendiga no se rebaja sino que practica el honor de exigir que le entreguen aquello que le pertenece; nada parecido a una seguridad social ni a un monte de piedad sino un ejemplo de reivindicación de un estatus y una señal de reconocimiento. Cuando acude a un banquete invitado exige que se le dé las gracias por la merced de asistir; cuando se demora o titubea o queda indeciso un viandante en entregar el óbolo que le solicita, Diógenes se impacienta y le recuerda que le pide para comer no para su entierro...

Se trata, en suma, de un programa de tributo que este singular Robin Hood demanda, no por la fuerza sino por la persuasión, y siempre con saludable ironía. «Cuando pedía dinero a sus amigos, les decía que no mendigaba, sino que sencillamente reclamaba lo suyo.» (D.L., VI, 46).

Si Platón quería convertir a los filósofos en reyes de la ciudad con el fin de garantizar en ella la práctica de la justicia, Diógenes opta por proteger la especie a través de la manutención que le debe la ciudad y sus habitantes. Como no desea nada lo exige todo: es su manera de entender la justicia, que (aquí sí coincide con Platón) consiste en poner a cada cosa en su sitio. Diógenes no quiere poder, sino poder querer para no ansiar nada: la libertad se establece por encima de la justicia y la práctica se erige como realidad superior a la acción.

El encuentro de Alejandro con Diógenes", bajorrelieve en mármol de Pierre Pujet (1680)

El moderno Diógenes daría la vida por exigir la posibilidad de votar en las elecciones…, en las que siempre se abstendría. Sí, aquí hay orgullo, también dignidad, y no pocas razones. «Argumentaba así: “Todo pertenece a los dioses; los sabios son amigos de los dioses; los amigos lo poseen todo en común; luego, todas las cosas pertenecen al sabio.”» (D.L., VI, 37). Una vez ha hecho valer sus derechos, Diógenes vuelve a su hogar, al tonel, donde reina la paz, y la estrechez no impide albergar un alma que se crece por momentos.

De Macedonia proceden tanto Aristóteles como Alejandro; el primero, meteco en Atenas, es un huraño advenedizo que quiere afianzar las ciudades por la ley natural; el segundo, príncipe del mundo, considera como lo más natural adueñarse de las ciudades para ejercer el derecho de conquista. Aristóteles abandona una ciudad para edificar otra, Alejandro la abandona para fundar un imperio que requiere para saquear ciudades como forma de aniquilarlas, como marco conquistador sobre el que ganar fronteras y perder vidas y libertad. Por su parte, Diógenes no deja la ciudad sino que se abandona en ella para holgazanear, y observando su descomposición, como un perro que es, se sustenta de desechos. Ya conoció el exilio exterior, ahora experimenta el exilio interior como forma de liberarse del mundo amenazador, de la civilización y sus servidumbres.

En ambos casos, se hace efectivo el mismo efecto: la unidad que ligaba la polis y el logos queda desecha, o por la acción del tajo certero de la espada alejandrina que la secciona, o por la mofa que mana de la boca insolente del cínico. Alejandro encarna el valor y la fortaleza; fuerzas capaces de armar un ejército que domina el orbe. Diógenes personifica el temor y la experiencia sospechada de lo que tal catástrofe puede causar en el hombre, y hace que su dominio y sus fuerzas se concentren sobre sí mismo; se repliegan dentro de un caparazón donde protegerse de la intemperie.

Diógenes ejemplifica con su vida y con sus sentencias esa sensación de vivir a la intemperie, tanto ciudadana como cósmica, es decir, a cielo abierto y sin techo.

Buen balance hizo Marco Aurelio a la hora de sopesar estas dos figuras: «Alejandro, César y Pompeyo, ¿qué fueron en comparación con Diógenes, Heráclito y Sócrates? Éstos vieron cosas, sus causas y sus materias, sus principios guías eran autosuficientes; pero aquéllos, ¡cuántas cosas ignoraban, de cuántas cosas eran esclavos!»{4}

Diógenes

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El ámbito filosófico de Diógenes: ánfora y ágora

Diógenes no aspira a construir ni a destruir ciudades, ni siquiera a inventar un mundo ideal, pues su único empeño se apuntala sobre una idea: sobrevivir a la decadencia; para ello, además de bastón y morral, sólo precisa de un pequeño hogar donde cobijarse, de un lugar que transforma en su bastión y en su moral. El ideal de vivir de acuerdo con la naturaleza le lleva a recuperar los espacios más simples, que no están en el campo sino en algún punto discreto de la ciudad.

Cuando arriba a Atenas y es aceptado en el círculo de Antístenes, solicita que le procuren una instancia donde morar, y como tarda la respuesta a su demanda se aloja en una tinaja situada en los pórticos del templo de Metroon, sede consagrada a la diosa Cibeles y archivo de la ciudad: tan austero lugar se designa con la célebre denominación de «el tonel de Diógenes». Ciertamente no se trataba de un tonel en sentido estricto, sino de una tinaja, una vasija o un gran cántaro, de aquellos que según cuentan se usaban para enterrar a los muertos. Sea como fuere, y lo denominemos como más nos guste, el cubículo de Diógenes no sólo contiene a un filósofo perruno sino toda la fuerza simbólica de un espacio único para desarrollar una existencia e incubar una filosofía igualmente única.

Resultaría inapropiado interpretar el escenario como un escondrijo o una guarida, de hecho Diógenes no habita en el tonel, sino que en él instala sus aposentos, reservando las actividades físicas y mentales para la plaza pública. He aquí la existencia de Diógenes: del ánfora al ágora. Sin ambos espacios no viviría bien. El ánfora es el ámbito del yacer y el ágora el del hacer. Y, en efecto, gusta de frecuentar la plaza pública y satisfacer allí todo género de necesidades.

«Solía hacerlo todo en público, las obras de Deméter y las de Afrodita. Y lo justificaba argumentando que, si comer no es un absurdo, no es absurdo hacerlo en la plaza pública. Se masturbaba en público y lamentaba que no fuera tan sencillo verse libre de la otra comezón del hambre frotándose las tripas.» (D.L., VI, 69).

Adora escandalizar y contravenir las reglas públicas, y ello no tendría sentido si no se hiciera a la vista del público. Se comporta como un perro, se alimenta de lo que le echan. Todo muy natural. Come carne cruda, que le cuesta digerir, y bebe sangre humana. Este seductor onanista y caníbal, se me antoja una transfiguración vampírica de Nosferatu (de príncipe de las tinieblas a príncipe de las luces) que se arroja a la arena pública para obtener sus piezas y practicar sus hábitos de reaparecido y de espectro loco, que colma la pasión de apoderarse del alma del vecino, a quien sangra con sarcasmos y le exige compartir los bienes, lo abate con argumentos incontestables, para, finalmente, regresar al tonel-tumba donde halla reposo tras las correrías.

Diógenes no vive ni piensa para los hombres sino que vive de ellos, los gobierna, no desde el púlpito ni desde la milicia, ni desde la tribuna de político, sino desde la razón. Lo importante es sentirse bien y vivir bien.

Desde el estrecho receptáculo de Diógenes, desde el tonel, puede divisar un universo muy amplio: es una generosa habitación con muchas vistas y algunas visitas. A él acudían viajeros, modestos e ilustres, a presentarle sus respetos. No constituía el centro del mundo, porque ya no había centro en él, pero muchos lo consideraban como tal, a modo de fuerza centrípeta y atrayente que seducía por el alma de quien lo habitaba, más que por el cuerpo que lo albergaba. Así lo quería Diógenes: como un imán atraía hombres, como un volcán expandía pensamientos rutilantes como fulgurantes teas.

Cuando Alejandro le visita en Corinto se interpone durante unos instantes entre él y la luz solar, y promete concederle lo que desee, sin que nada le haya pedido, bastan unas célebres palabras del sabio para que las cosas vuelvan a su sitio: el guerrero retorna a la batalla envidiando la sana vida del sabio, y éste permanece imperturbable en su alojamiento exiguo, en el tonel, donde no ruge la guerra sino que gobierna la paz.

Diógenes, por Jordanes

La tina de Diógenes no pasó desapercibida para los habitantes de la ciudad, en una percepción que sugiere que eran conscientes de su enorme potencial simbólico; lo visitaban con frecuencia y protegían tanto su intimidad como su integridad.

«Era apreciado por los atenienses. Pues cuando un muchacho le destrozó su tina le apalearon, y ofrecieron a Diógenes una nueva.» (D.L., VI, 43).

Visto desde la perspectiva moderna, parece portentoso que, a pesar de sus extravagancias, fuera Diógenes persona querida y respetada por los parroquianos, de Atenas y Corinto; a nadie escapaba, sin embargo, su conducta sorprendente y genial, propia de un ser fuera de lo común. Cioran dijo de él: «Siempre he pensado que Diógenes debió de sufrir algún desengaño amoroso en su juventud: nadie escoge la vía del sarcasmo sin la ayuda de una enfermedad o de una mujer intratable.»{5}

Por mi parte, pienso más bien que su sarcasmo y mordacidad provienen de un toque de locura del que, sin duda, estaba afectado. No hablo, claro está, de enfermedad mental, sino de falta de cordura y de prudencia, la falta de juicio de aquel que, por encima de todo y de todos decide consagrar la vida a la verdad.

Sólo un loco o un adolescente es capaz de decir aquello que piensa que es verdad. «Cuando se le preguntó cuál era la cosa más hermosa del mundo, respondió: «La sinceridad.» (D.L., VI, 69). Estas son palabras de un loco, de un ebrio de franqueza y de lógica, de un personaje que, como Nietzsche, está poseído por el demonio de la veracidad.

El acto de perseguir ese fin sin descanso ni concesión conduce irremisiblemente a la perturbación de la vida: Nietzsche interioriza la pulsión, enciende la mecha y estalla como dinamita que es; Diógenes exterioriza sus demonios para perturbar la convivencia ciudadana, pero él se mantiene al margen de la onda expansiva (en él «nada purulento ni manchado ni mal cicatrizado podrías encontrar»), su ideal es la ataraxia, la imperturbabilidad.

Para ello no se separa del tonel, que es su tótem, su talismán. Cuentan que cuando Filipo se disponía a atacar Corinto, los habitantes andaban muy atareados preparando la defensa. Diógenes ajeno al trasiego general se limitaba a trasladar de un sitio para otro su habitáculo. Preguntado por qué lo hacía contestó: «arrastro mi tonel porque no tengo nada mejor que hacer.» Diógenes está tan unido a la tina como Sísifo al pedrusco, y, como Albert Camus, también los contemplo felices, dueños de la tina y de la piedra. De ellos nunca diremos que llevaron una vida de esclavos.

Diógenes no precisaba sirvientes para gobernar la casa, y a ella unió tanto su vida como su muerte. «Se le preguntó si disponía de criado o criada y respondió que no. «¿Quién, pues, te enterrará cuando mueras?», inquirieron. «Quienquiera que necesite la casa.» (D.L., VI, 52).

Murió muy viejo, a una edad cercana a los noventa años. Según unos a consecuencia de ingerir pulpo crudo, según otros reteniendo el aliento, según los menos mordido por un perro. Tres maneras muy significativas de morir, las tres aplicables con su forma de vivir. Fue encontrado envuelto en un manto a la sombra del tonel. Vivió como un perro, que nadie diga que murió como tal. Murió como un hombre, como todo un hombre, como todos los hombres.

Diógenes

Notas

{1} El presente texto vio la luz por vez primera como capítulo («Diógenes en el tonel») incluido en el libro del autor: Saber del ámbito. Sobre dominios y esferas en el orbe de la filosofía, Síntesis, Madrid, 2001, págs. 111-123. El manuscrito que sirvió de base al citado libro fue previamente galardonado con el Premio Juan Gil-Albert de Ensayo 1999, convocado por el Ayuntamiento de Valencia.

{2} Aristóteles, La Política, Editora Nacional, Madrid, 1977, pág. 49.

{3} Ibíd., pág. 50.

{4} Marco Aurelio, Meditaciones, Gredos, Madrid 1994, pág. 146.

{5} E. M. Cioran, Silogismos de la amargura, Tusquets, Barcelona, 1990, pág. 110.

 

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