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El Catoblepas, número 94, diciembre 2009
  El Catoblepasnúmero 94 • diciembre 2009 • página 1
Artículos

Sobre el tránsito
o De mysterio mortis

María Teresa González Cortés

El modo de acercarse a la muerte siempre fluctúa
y depende de lo que cada cual está dispuesto a creer

De mysterio mortis

Dejando a un lado la afirmación de que la muerte es «la no-respuesta», idea esta expresada en la Sorbona por Jacques Derrida en su homenaje Adiós a Emmanuel Lévinas{1}, señalaré que la conciencia anticipatoria de la desaparición no se manifiesta solo en la posibilidad mental de morir, sino en la certeza apodíctica de tener que morir. Y dado que vamos a morir, el conocimiento de la irreversibilidad condiciona, querámoslo o no, nuestra forma de ver y entender la realidad.

En este ensayo hablaremos, pues, de la muerte, aunque soy consciente de que estas páginas son tan solo un intento, con toda probabilidad fallido, de acercarse a tan enigmática y dolorosa cuestión. O dicho de otra forma. Aquí retomaremos la incógnita kantiana ¿qué me cabe esperar?, incógnita que resulta de gran valor, ya que el acto de preguntarse acerca del futuro nos permite dibujar, tasar e incluso modificar la marcha del tiempo. Y, a la vez que no impide enriquecer el sentido de la vida desde los perímetros de la sensibilidad, el dilema ¿qué me cabe esperar? edifica desde la experiencia de la incertidumbre –no sabemos cómo ni cuándo moriremos– la evidencia de la finitud humana.

Trascender las barreras del tiempo

Cerca de Auschwitz-Birkenau, exactamente en una pared de hormigón de una escuela, han encontrado una botella con un extraño legado. En el interior de la vasija había un papel escrito a mano, con fecha de 9 de septiembre de 1944, que recogía los nombres, números carcelarios y nacionalidad de siete prisioneros de la Alemania nazi que tan solo contaban entre 18 y 20 años.{2} El mensaje fue elaborado con la intención de que alguien pudiera algún día saber que ellos habían vivido, padecido y (la mayoría) sucumbido en esa gehena que eran los campos de concentración. O dicho de otra forma. Teniendo en cuenta la tanatocracia que inspiraba la política concentracionaria de los líderes del nacionalsocialismo alemán –ahí está el relato minucioso y espeluznante del periodista y escritor ruso Vasili Grossman acerca del funcionamiento de las cámaras de gas{3}–, no hay duda de que con la iniciativa de dejar sus nombres guarecidos y sepultados, estos siete reclusos intentaron mantener su sed o hambre de inmortalidad. Y desde el latido de unas vidas, las suyas, que por la fuerza eran apagadas, recogieron entre sus querencias más íntimas el anhelo no solo de traspasar los muros carcelarios de la muerte, sino de romper los diques del tiempo.

Pues bien, utilizando como metáfora este reciente hallazgo arqueológico-militar, es innegable que delicuescente y efímera resulta nuestra presencia, como volátil cuando morimos es nuestra huella derramada sobre los demás. Por eso, el ser humano (que no desconoce la necesidad de la muerte) adivina el dolor de la existencia y, en muchas ocasiones, busca aferrarse al mástil de la esperanza contra evidencias e imponderables e, incluso, mantener el deseo de victoria sobre la muerte asegurando a través de, incluso, un mísero recipiente de vidrio la supervivencia de su identidad.

Subsistir en el recuerdo

Las respuestas sobre la extinción humana han sido tan diferentes como variopintas a lo largo del tiempo, pues la fe (que también incluye la fe en la no fe) siempre ha sido un instrumento para la creatividad. Dicho esto, y como prueba de que las creencias constituyen un canal de respuestas frente a ese abismo de destrucción que es la muerte, en los estratos más antiguos de la religión griega y desde un imaginario profundamente litúrgico sobresalió Mnemosine, madre de todas las Musas y poseedora de un manantial de cualidades prodigiosas. Cuenta la tradición que su cauce (que brotaba del interior de la tierra y, claro está, llevaba su nombre) otorgaba el don, a quien bebía de sus aguas, de alcanzar fragmentos del pasado y hasta incluso de evocar los secretos de quienes no estaban entre los vivos. Los fuertes destellos mnemotécnicos que despertaba Mnemosine permitían, por tanto, traer a la memoria algo ya olvidado. ¡Háblame de ti aunque estés bajo tierra, hazme saber por medio del agua quién eras!, tal era el poder de esta corriente que, debido a su naturaleza ctónica, andaba vinculada a las riberas sombrías de la muerte. No podía ser de otro modo si la bebida de Mnemosine era fuente de experiencias «vividas», era canal de testimonios «ajenos», era recordatorio de hechos «biográficos». Y brote u origen de sucesos «ocurridos».

Había, en consecuencia, posibilidad de que, al morir, la huella impresa en los demás superviviera, viviera entre los vivos y continuara ahí, incólume, en el discurso del tiempo. Había margen, con el apoyo feliz de Mnemosine, para que la vida fúnebre rompiera su silencio por entre los recovecos de la ruidosa agua y, así, los (viejos relatos de los) fallecidos fuesen iluminados o, mejor, escuchados de nuevo. Y es que, como personificación de la memoria, el caudal de Mnemosine constituía un medio de evitar que el fatal telón del silencio cayera sobre los que eran obligados a habitar entre urnas o sepulcros.

Así que, aunque hace tanto tiempo que estoy muerto, ni me olvido de vivir entre los vivos ni renuncio a sobrevivir, pues con Mnemosine existía una vía para salir de las simas de la ultratumba. E igual que los arroyos corren y manan por lugares insospechados, en el lecho de las aguas de Mnemosine el finado encontraba una fisura, una hendidura salvadora que le permitía escapar de esa muerte más letal que la propia muerte: el olvido. La fuente impedía, entonces, que el difunto encallara en el abismo del vacío y naufragara en los surcos, sin regreso, de la oscuridad y sucumbiera a la desmemoria cicatera de los vivos, pues los muertos no estaban cercados por el fin ominoso de la muerte sin voz ni acorralados tampoco por la frontera de la nada sin eco. No, ahí estaba Mnemosine que, cual espejo de sus testimonios, era portavoz de sus vidas, de su pasado. Y garante de su identidad.{4}

Kayrós versus Krónos

El poeta español José Hierro en su obra Cuaderno de Nueva York (1998) sumergió la materia de los afectos en las luces fugaces de la existencia. Y en su poema Vida escribió:

«Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!»
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!»
Ahora sé que la nada lo era todo
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada».

Pues bien, a muchos seres humanos les cuesta aceptar el vértigo de la existencia y así mismo su efímera dimensión terrenal. Y, puesto que la idea de la desaparición, tempus fugit, genera grandes, enormes quebraderos, suelen aprovechar el bautizo periódico y renovado en los deseos del «aquí» y «ahora» como antídoto para rehuir la fealdad, el esperpento, la senectud y, de paso, mitigar y, claro está, acallar la conmoción del óbito. Así que Carpe diem quam minimum credula postero, es decir, aprovecha, vive el momento, no confíes en el mañana.

Asidas a lo que simbólicamente emana vida y tiene fuerza, hay personas, entonces, que buscan aventuras y experiencias que les reafirmen en su vida y desde la vida. Por eso, frente al sufrimiento euclídeo que deriva del hecho de que nuestro sistema biológico es espacio de dimensiones finitas, no pocos individuos optan, y como contrapartida, vivir el lirismo de la cigarra. No pocos se aferran a un se laisser porter de sensaciones agradables, en cuyo río discurren y se dejan llevar, estremecidos sensorialmente por esa philosophia perennis del carpe diem que el poeta romano Horacio (65-8 a. C.) inmortalizó en sus Odas y que también, y de modo espléndido, supieron retratar los integrantes del movimiento medieval de los goliardos:

«4La observancia religiosa crea caos en el vientre: el vientre ruge en la pelea, el vino lucha con el aguamiel. La vida es feliz y descansada cuando el vientre está ocupado».

«15Al acercarnos todas se levantaron, y después de saludarlas nos respondieron: «Seáis bienvenido. Queréis sentaros aquí?» Y Venus dijo: «A otra cosa hemos venido».

[…] 17Se despojó luego de su vestidura la madre del amor para enseñarme su cuerpo blanco como la nieve. Acostándola, en el lecho pude aplazar por unas diez horas la rabia de mi pasión febril».{5}

Con el deseo por deseo o, mejor, desde la necesidad de liberarse de la incertidumbre del fin, quien se declara y vive hedonista suele consumir y consumar experiencias placenteras y aceptar por destino un incesante trajín de impulsos, capaces éstos si no de borrar, sí de maquillar y amortiguar, al menos, el desenlace de lo que está por venir. Más aún. En el gesto horaciano de vivir bien y disfrutar cada momento presente como si fuese el último, el hedonista nunca emplea la noción Krónos, es decir, nunca usa el tiempo que fluye en el tictac inasible del movimiento. Sino que para su satisfacción y goce personal se vale de la noción Kayrós, o sea, del tempus que irradia luz y perspectiva gracias a las ventajas que regala la oportunidad del momento «justo».

Llegado a este punto, conviene recordar las ideas de Epicuro (341-240 a. C.) sobre el fenómeno de someter compulsivamente el deseo a su consecución. Argumentaba este filósofo helenístico que «todo deleite es un bien a causa de tener por compañera la naturaleza, pero no se ha de elegir todo deleite. También todo dolor es un mal; pero no siempre se han de huir todos los dolores. Debemos, pues, discernir todas estas cosas por conmensuración, y con respecto a la conveniencia o desconveniencia; pues en algunos tiempos usamos del bien como si fuese mal, y al contrario, del mal como si fuese bien».{6}

Epicuro observaba la imprudencia de la premura y reclamo de acontecimientos centrados en la idoneidad de la ocasión propicia. Pues bien, más de dos milenios después, las personas de talante hedonista siguen intentando, y como mecanismo de autodefensa, hacer desaparecer cualquier presencia incómoda y odiosa contraria a su sentido de la felicidad. Y dado que son metafísicamente enemigas del displacer y acósmicamente hostiles a la muerte, los horacianos de hoy prefieren no asomarse a sucesos desagradables que certifican, registran o clasifican el devenir del tiempo en categorías irreversibles. La prueba de ello es que cualquier cadáver que es trasladado al tanatorio aparece decorado, maquillado, y depositado dentro de una cámara ornamental que funciona como una tumba-catafalco que, a su vez, contiene y de manera provisional el ataúd del familiar o amigo. Así, y por unas horas, permanecerá el finado en ese nicho provisional. Y así también, a través de un enorme cristal que ofrece vistas limitadas, será coartada toda manifestación de tacto o contacto.

Ahora bien, al ejecutar la división física entre vivos y no vivos con el apoyo de sutiles pero eficaces fronteras arquitectónicas, se ha logrado descorporeizar el enorme dramatismo que genera la experiencia mortuoria y, en una atmósfera de duelo contenido, reducir angustia, dolor, pérdida y contrariedad. Con lo cual, la planificación espacial de los tanatorios confirma, como documento social, una falta intencionada de nexo de la vida con su antónimo, pues de la mano de una novedosa topografía la muerte ha perdido todos sus relieves ontológicos tras ser enmascarada, desarticulada y aherrojada al terreno de la censura, a la lejanía intocable del tabú, igual que el contacto con los phármakoi era tajantemente prohibido entre los antiguos griegos.

Con tales mimbres pues, no es que en ciertos momentos sea de mal gusto hablar de la pena, de los sentimientos de pérdida o de la confusión y gran fractura espacio-temporal que engendra la muerte cuando ella, de lleno y de cerca, golpea. Es que dentro del marco de un tipo de vitalismo la muerte resulta no solo un acontecimiento sin vida ni interés, sino un acto que contraría y repugna. Sin embargo, «como las estrellas y galaxias, también un día desapareceremos. Y aunque busquemos los medios culturales más avanzados para desanimalizarnos e incluso hallemos las técnicas más sofisticadas destinadas a conjurar la irreversibilidad del proceso de senectud, nunca lo conseguiremos del todo, pues el cuerpo carnal con su estructura proteínica siempre estará ahí, aguardando a consumar su ciclo».{7}

El drama ontológico

Frente al culto al cuerpo que hoy y gracias a esas ceremonias edificadas sobre los altares de la belleza física gustan fomentar las religiones laicas de nuestro tiempo, el paradigma fractal de los antiguos discursos teológicos siempre ha intentado rebajar, y desde hace milenios, los niveles de envanecimiento personal, siempre ha procurado humillar el señorío de la (id) entidad humana desde el postulado claramente antiesteticista de que la gloria de la perfección carnal, además de pasajera, no va pareja con las vicisitudes y declive de la existencia humana.

Con tal perspectiva entendemos, entonces, estas palabras: «Respondió Jesús y dijo: […] vosotros juzgáis según la carne».{8} Lo cual viene a significar que la vida humana va más allá de las apariencias. Y como no constituye un fetiche «digno de adoración», la vida, lejos de cualquier ensoñación juvenil narcisista, es un recorrido con término, un espacio que por tener límite avanza inevitable e irreversiblemente hacia su deterioro y consiguiente fin.

Desde parámetros de contingencia y debilidad, la religión cristiana ha retratado los daños terribles de esa guillotina que es la muerte al enseñar que el cuerpo es el espejo en donde se visualiza sin maquillajes ni mentiras, pero no sin elevadas dosis de angustia, la hora del invierno, la llegada de los infortunios y descalabros de la enfermedad para, al final y más allá de cualquier metáfora, quedar reducido nuestro futuro a un vulgar residuo terrestre, tan menudo como inconsistente: «en polvo te convertirás».

La muerte es en definitiva, dentro del corpus doctrinal cristiano, un suceso absolutamente natural. Por eso, y ante esas simbologías botánicas tejidas a partir del impulso de hacer desvanecer el imperio de la muerte a través de flores sobrenaturales, como así lo dejó plasmado el relato oriental Poema de Gilgamesh (c. 2000 a. C.); o ante las multividas, llenas de avatares, que aguardan a las personas en cada renacimiento o reencarnación según preconizan algunas religiones; o ante las copiosas creencias dietéticas que, por influencia de la alquimia farmacológica actual, prometen acercarnos al rocío, al maná de la eterna juventud; resulta que en la perspectiva cristiana el cuerpo humano posee una geográfica e imborrable dimensión temporal y, por ser nuestra anatomía el único subsuelo que habitamos, en ella quedan impresas las marcas de la erosión, así como escritas las alteraciones de la fýsis.

Por tanto, en la hermenéutica cristiana la existencia trasciende la cara estival de la vida. Y la extinción, además de un drama, constituye un proceso ineludible cuya probabilidad (que aumenta con el paso del tiempo) nunca se detiene aunque pueda frenarse. Así, y desde su universalidad, la muerte deviene categoría común a toda la humanidad, tal y como lo refieren las Escrituras.{9} Así, y por que los confines de la muerte pueden encontrarse en cualquier espacio y bajo cualquier circunstancia, «el máximo enigma de la vida humana es la muerte. [Y] el hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo».{10}

Sí, somos apátridas o «extranjeros» en un mundo provisional, pero en la perspectiva tanatológica de esta religión nuestro comportamiento es moral y altamente relevante. Así que, tras ubicar el «buen vivir» en coordenadas agapeísticas (amar al prójimo, respetar a los enemigos…), la teología cristiana intenta mermar el poder del nihilismo o, parafraseando al escritor húngaro Sándor Márai, procura controlar la tendencia a ser «muertos vivientes», «muertos de verdad», y más cuando la peor muerte no deriva de la del cuerpo, sino de la del alma, denominada en el Apocalipsis «segunda muerte», por la deshumanización y desierto que a su paso genera.{11}

Abismos de destrucción

La muerte, pues, es ley de vida. Y, al mismo tiempo, límite y fin del estadio terrestre según la antropología cristiana. Por eso, la muerte no es despreciada sino, al contrario, sublimada, de modo que «la necesidad de muerte» incide en su glorificación, incluso, en la creencia de victoria sobre el valle de las sombras. Y por el hecho de que es pórtico de vida sobrenatural, ella, la muerte, es capaz de otorgar significación a la existencia del ser humano que, igual que Cristo, no muere, ya que como dijo Jesús a los saduceos: «Dios es un Dios de vivos», no de muertos.{12}

En un extremo opuesto a esta interpretación se posicionó Henri Barbusse. De hecho, este escritor francés nos informó, con todo lujo de detalles, de las etapas por las que transitaremos cuando la vida escape de nuestro cuerpo:

«Unas moscas muy menudas, las courtouneras, asedian el cuerpo algunos instantes antes de la muerte… [… Luego,] desde que el primer soplo de corrupción se hace sentir, acuden muchas más: la mosca azul, la mosca verde, cuyo nombre científico es Lucilia Caesar, y el moscardón llamado «el gran sarcófago» […]. Después acude un cuarto escuadrón que acompaña a la fermentación caseica, y se compone de unas moscas, las piefilas, que producen los gusanos de queso –a los cuales se les conoce fácilmente por sus saltos característicos que ejecutan– y unos coleópteros, los corinetos.
La fermentación amoniacal, la licuefacción negra de las carnes, atrae una quinta invasión, formada por moscas que reciben los nombres de loncheas, o firas y foras […]. La descomposición delicuescente negra atrae también a unos coleópteros, las sílfides, y a las nueves especies de necróforos. […] Todo lo que queda de materia blanda, pasta orgánica harinosa y mortajas almidonadas por los líquidos gelatinosos del período anterior, lo devora otra especie de insectos: unos acarios redondos y ganchudos, casi invisibles a simple vista. Su número se duplica de quince en quince días; si al principio eran veinte, al cabo de dos meses y medio son dos millones.
A los acarios sucede una séptima inmigración. La forman las aglosas, que ya acudieron al empezar la destilación de los ácidos grasos y luego desaparecieron. Estas aglosas roen, asierran, desmenuzan los tejidos apergaminados, los ligamentos y tendones, transformados en una materia dura de apariencia resinosa, así como los pelos y las ropas.
[…] Por último, al cabo de tres años, acude el último enjambre de obreros. ¿Qué es lo que éstos devoran? Todo lo que queda, todo, hasta los restos de los insectos que en estado de larva se sucedieron en el cadáver. El que arrambla con las últimas sobras es un menudo coleóptero negro cuyo nombre científico es el de Tenebris Obscurus.
Estos coleópteros no dejan nada tras de sí, a no ser algunos restos de restos alrededor de los huesos blanqueados y una diminuta masa compacta en el fondo de la cápsula del cráneo. Esa suerte de mantillo pardusco, granuloso [… es] la acumulación de los caparazones, pupas, crisálidas y excrementos de las últimas generaciones de insectos devoradores.
A todo esto, han pasado tres años. Todo ha terminado. La criatura que fue adorada y adoró ha vuelto toda ella en tres años al reino mineral».{13}

Frente a esta u a otra descripción privada de vida humana, el Papa Juan Pablo II llegó a reconocer que «uno de los elementos más importantes de nuestra condición actual es la «crisis de sentido». […] Los puntos de vista, a menudo de carácter científico, sobre la vida y sobre el mundo se han multiplicado de tal forma que podemos constatar cómo se produce el fenómeno de la fragmentariedad del saber. Precisamente esto hace difícil y a menudo vana la búsqueda de un sentido. Y, lo que es aún más dramático, en medio de esta barahúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama misma de la existencia, muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido».{14}

Estemos o no de acuerdo con que la crisis del sentido puede llegar a destruir el sentido de la cuestión del sentido, está claro que Barbusse realiza un esfuerzo por visibilizar el acto de la extinción con el objetivo de romper alas a cualquier utopía transmundana, a cualquier sueño de supervivencia, esté presente en el Libro de los Muertos, en la Torah o en la tradición del Nuevo Testamento. Y es que Barbusse, al rechazar todo atisbo de transcendencia, acaba argumentando al estilo parmenídeo y negando que del no ser (la muerte) se suceda el ser (la vida). Sin embargo, y puesto que desde el siglo XVI la ciencia ha roto con todo tipo de dualismos (alma/cuerpo, inteligencia natural/inteligencia artificial, sublunar/supralunar, cielo/tierra, cerca/lejos, dentro/fuera, interior/exterior...), hoy hay quienes se preguntan: ¿cómo es posible que en nombre de lo inorgánico se cierre la puerta a lo orgánico cuando, ya en 1953, recreando en un laboratorio las condiciones de la atmósfera y de los mares primitivos de la Tierra, al mezclar hidrógeno, metano, amoníaco y vapor sometidos a descarga continua, Stanley L. Miller logró aminoácidos, es decir, los elementos a partir de las cuales se construyen las proteínas y, por tanto, nace la vida?

Luchas heroicas

Si al inicio de este breve ensayo hacíamos hincapié en los gritos de desesperación que encerraba la nota de la botella encontrada en las cercanías de Auschwitz-Birkenau con los nombres de Bronislaw, Stanislaw, Jan, Waclaw, Karol, Waldemar y Albert, ahora y para cerrar estas páginas nos centraremos en quienes por altruismo lucharon contra Goliat y sus verdugos, y sin temer morir –escribir «grandeza» no es exageración– prefirieron ayudar a otros seres humanos a escapar de las zarpas seguras de la muerte.

El 3 de julio de 1936, tras el discurso del delegado español Sr. Barcia, un periodista de origen checo, Stephan Lux, no solo alertaba a todos los delegados presentes en la sede de La Sociedad de las Naciones de los peligros del antisemitismo nazi, sino que denunciaba los inicios del genocidio judío. Y para que su testimonio poseyera la sangre del sacrificio, se disparaba a sí mismo, en el pecho, en señal de protesta públicamente y ante los asistentes allí congregados. Pese al altruismo del que hizo gala delante de los representantes de las delegaciones de todos los países, el testamento de Setphan Lux (1888-1936) no tuvo efectos ni a corto ni a largo plazo en la política de La Sociedad de Naciones. Y esa Casandra que había planificado su suicidio de forma meticulosa –en su maletín encontraron cartas suyas dirigidas al Secretario general de la Sociedad de Naciones–, no llegó nunca a imaginar la impasividad de esa organización que no tomaría acciones contra el régimen asesino de Hitler.{15}

Como Lux había predicho, las matanzas comenzarían. Y en los campos de concentración, construidos para exterminar, prevaleció una regla inicua que rezaba: «por cada persona fugada diez serán asesinadas». Pues bien, a finales de julio de 1941 se ponía en marcha tal medida. En Auschwitz, uno de los elegidos para cumplir la sentencia era Franciszek Galowniczek que, al tener conocimiento de su inminente asesinato, imploraba y decía: «Dios mío, tengo esposa e hijos. ¿Quién los va a cuidar?» Ante las muestras de dolor y de desesperación de este militar, un sacerdote polaco, de nombre Maximiliano María Kolbe (1894-1941), decidió hacer real la enseñanza de San Juan de «nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos», y convenciendo a las autoridades nazis logra ponerse en lugar de Galowniczek. Realizado el trueque, Kolbe era condenado a morir de hambre. Con esta sentencia, durante tres semanas malvivió entre la extenuación y el dolor hasta que un 14 de agosto y, como no fallecía, recibió una inyección letal de fenol.{16}

Por supuesto, al otro lado de las verjas y muros concentracionarios hubo personas que intentaron controlar la voracidad de Leviatán. El industrial Herr Direktor, alias de Oskar Schindler (1908-1974), lograba, pese a su relación personal con los nazis, ver a las personas al margen de su nacionalidad o religión. Y con coraje y sin temer las consecuencias de su conducta, Schindler decidió luchar contra el monstruo Leviatán y crear horizontes de humanidad manteniendo con vida y en su fábrica, lejos del tsunami genocida, a 1.200 hombres y mujeres judíos.

En contra del Imperio de la Parca sobresaldría también el diplomático español Ángel Sanz Briz (1910-1980). Éste zaragozano, con la ayuda de su amigo italiano Giorgio Perlasca (1910-1992), que más tarde le suplantaría identidad y cargo, siguió el ejemplo de su antecesor en Budapest, Miguel Ángel de Muguiro, y del funcionario de la Embajada española en Berlín Fernando Oliván, y a través de documentos falsos luchó contra las autoridades nazis. Saltándose las leyes nazis vigentes, Sanz Briz creó casas asilo en las que pudo mantener con vida a más de 5.200 judíos. En esta red clandestina, tejida para salvar de los progromos a mujeres y hombres, ocuparía así mismo un lugar muy especial Carl Lutz (1895-1975). Este diplomático suizo fue el artífice de la Schutzbrief o documento de protección para refugiados. De esta manera, y por medio de una inteligente ingeniería burocrática, Lutz se opuso al asesinato como estrategia política y llegaba en Budapest a librar de la muerte a más de 62.000 judíos tras darles cobijo en el Departamento de Emigración de la Legación suiza. En su ayuda colaboraron el Nuncio Apostólico Angelo Rotta y el diplomático sueco Raoul Wallenberg, que continuaría la hazaña de salvar vidas judías por medio del engaño ideado por Lutz.{17}

Mientras la planificación de la destrucción devoraba las entrañas de Europa, colaboracionistas italianos y seguidores del Gobierno de Vichy ayudaban a mantener viva la muerte. Sin embargo, en contra de semejante barbarie hubo árabes que, desobedeciendo las normas políticas, protegieron por humanidad y altruismo a los perseguidos. Tal fue el caso de Al Sakdat, alcalde de Túnez, que ocultó a los judíos hasta que las tropas aliadas los liberaron, y de Kaddur Benghabrit, regente de la Gran Mezquita de París, que proporcionaba identidad falsa musulmana a los detenidos y deportados judíos.{18}

Pero es que también, muy cerca del horror de los guetos, hubo individuos que se alzaron contra la indignidad de la injusticia realizando una labor callada, pero efectiva y ejemplarizante, tal fue el caso de Irena Sendler (1910-2008). La proeza de esta mujer, descubierta en 1999 por unos escolares de Kansas, no es baladí, pues de los tres millones y medios de judíos polacos tan solo sobrevivirían 70.000. Y de esos setenta mil supervivientes 2.500 fueron, gracias a la acción de Sendler, librados de la guadaña de la muerte. Recordemos que esta asistente social polaca pudo escapar con vida del cautiverio al que le sometió la Gestapo, a diferencia de la antinazi Sophia Magdalena Scholl. Y pese a las coacciones, palizas y fracturas de huesos sufridas durante su encierro, Irena, que fue detenida el 20 de octubre de 1943, jamás dijo nada en la cárcel, jamás empleó el camino de la delación. ¿Su crimen? Haber convencido a madres y abuelas de que sus hijos y nietos podrían sobrevivir a las matanzas de los campos de concentración si disponían de otro nombre. ¿Su delito, entonces? Lograr, para escarnio de los Gilles de Rais nazis, sacar del gueto a 2.500 niños judíos después de haber minuciosamente escondido su verdadera identidad en minúsculos trozos de papel, guarecidos en protectores tarritos de cristal sepultados bajo un manzano.{19}

¿Conclusión?

Al margen de que guste o no el enfoque expuesto, aquí hemos querido analizar la vía horaciana de hedonismo. También el hambre de inmortalidad. E igualmente hemos pretendido exponer, aunque en trazos algo rápidos, la perspectiva altruista, así como la vocación de inerrancia que palpita en el nihilismo. En todo caso y sabiendo que no agotamos en absoluto el amplio espectro hermenéutico que conlleva la experiencia fúnebre, percibo que el modo de acercarse a la muerte siempre fluctúa y depende de lo que cada cual está dispuesto a creer. Y a hacer. Percibo que la manera de acercarnos al drama de la extinción deriva, en palabras de Miguel de Unamuno, de la contradicción de que «ni el sentimiento logra hacer del consuelo una verdad ni la razón logra hacer de la verdad un consuelo».{20}

A la memoria de Florencia Cortés Testillano

Notas

{1} Jacques Derrida (1996), Adiós a Emmanuel Lévinas, en http://blog.pucp.edu.pe/item/41245 (traducción de José Manuel Saavedra e Isabel Correa).

{2} La noticia del descubrimiento de la botella es de 28 de abril de 2009: http://www.rtve.es/noticias/20090428/unos-albaniles-encuentran-auschwitz-mensaje-una-botella/272018.shtml

{3} Vasili Grossman (1960), Vida y destino, Galaxia Guttenberg, s. l., 2008, II ª parte, nº 45, pp. 685 y ss.

{4} Para un análisis de Mnemosine dentro de la religión griega, videtur María Teresa González Cortés, Eleusis, los secretos de Occidente, Editorial Clásicas, Madrid, 2000, pp. 234 ss.

{5} Anónimo, Carmina Burana (c. s. XIII), en La poesía de los goliardos, Gredos, Madrid, 1970, edición bilingüe de Ricardo Arias y Arias, fragmentos nº 86 (pág. 213) y nº 88 (pág. 219).

{6} Epicuro (341-240 a. C.), Carta a Meneceo. Traduce José Ortiz Sanz: http://www.cervantesvirtual.com

{7} María Teresa Glez. Cortés, Los viajes de Jano. Historias del cuerpo, Icaria, Barcelona, 2007, pág. 220.

{8} Jn 8, 14-15.

{9} Gen 3 19; 2 Sam 14 14; Eccl 17 1-2.

{10} Concilio Vaticano II (1965), Gaudium et Spes, Iª parte, cap. I 18. Puede leerse en http://www.vatican.va

{11} Sándor Márai (1972), ¡Tierra, tierra!, Salamandra, Barcelona, 2008, pp. 395-396. Jn, Apocalipsis 20 14; 21 8. Videtur Rom 6 21-23.

{12} Mt 22 32.

{13} Henri Barbusse (1908), El Infierno, Prometeo, Valencia, 1979, pp. 180-183. Traduce R. Cansinos-Assens.

{14} Juan Pablo II (1998), Fides et Ratio, cap. VII, nº 81.

{15} Betty Sargent, The Desperate Mission of Stefan Lux, en The Georgia review, 2001, nº 4 (http://www.uga.edu/garev/sargeantessay.pdf pp. 2-5). Puede completarse con el artículo de Michael Biggs, The Transnational Diffusion of Protest by Self-Immolation, University of Oxford, 2005 (http://www.wzb.eu/zkd/zcm/pdf/presentation/biggs06_berlin.pdf pp.16-18).

{16} Jn 15 13. Para conocer la vida del padre Kolbe: http://www.santopedia.com/

{17} Videtur Diego Carcedo, Un español frente al Holocausto: así salvo Ángel Sanz Briz a 5.000 judíos, Temas de hoy, Madrid, 2005. Sobre Muguiro y Oliván léase Bernd Rother, Leticia Artiles Gracia, Gonzalo Álvarez Chillida (2001), Franco y el Holocausto, Marcial Pons, Madrid, 2005, pp.127, 269, 271, 363, 397 y 430. Acerca de Carl Lutz: http://www.raoulwallenberg.net Complétese esta información con otros diplomáticos que lucharon contra la muerte: http://es.wikipedia.org/wiki/Miguel_%C3%81ngel_de_Muguiro

{18} Videtur Robert Statloff, Among the Righteous: Lost Stories from the Holocaust's Long Reach into Arab Lands, PublicAffairs: Perseus Books, New York, 2006.

{19} Irena Sendler en 2007 fue candidata al Premio Nobel de la Paz, galardón que ganaría Al Gore. Léase la interesante biografía de Sendler en Anna Mieszkowska, Die Mutter der Holocaust-Kinder, DVA, Random House, 2006. Y también http://www.elmundo.es/magazine/2007/407/1184167371.html

{20} Miguel de Unamuno (1912), Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, Renacimiento, Madrid, 1928, pág. 110.

 

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