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El Catoblepas, número 92, octubre 2009
  El Catoblepasnúmero 92 • octubre 2009 • página 3
Guía de Perplejos

Sobre los rumores

Alfonso Fernández Tresguerres

Cotilleo y chismorreo, rumores y habladurías

Norman Rockwell (1894-1978), The Gossip (The Saturday Evening Post, 6 marzo 1948)

No sé yo de dónde vendrá esta afición al cotilleo a la que tantos son adictos. Acaso haya sido en sus orígenes –remontándonos incluso a nuestro más remoto pasado evolutivo– una forma de control y de sanción social: el deseo de no andar en boca de todo el mundo pudo haber resultado un mecanismo efectivo para forzar al individuo a adaptarse a las normas del grupo, disuadiéndole de cualquier comportamiento antisocial. Naturalmente, se trataría, en ese caso, de un mecanismo más, y cuya eficacia no hay por qué suponer mayor que la de otros, y sí, probablemente, menor que la de algunos. Pero, después de todo, nada sobra cuando lo que está en juego es la supervivencia.

Claro que, en ese caso, podría pensarse que también hoy cumple esas funciones. Y yo no digo que no sea así de cuando en cuando, pero las excede ampliamente. Que en sus inicios haya servido para lo que hemos dicho, podría ser; que paulatinamente nos hemos aficionado a él hasta convertirlo en un fin en sí mismo, no es una conjetura, sino una certeza: cotilleamos –es preciso reconocerlo– por el mero placer de cotillear.

Proust, sin embargo, le confiere un importante valor psicológico, en tanto que el cotilleo, según él, impide que nuestra mente se duerma en lo que cree que son las cosas, y que no es más que su apariencia; apariencia a la que el cotilleo le da la vuelta mostrándonos un aspecto insospechado del envés de la trama. Confieso que no sé lo que quiere decir. La sospecha, la duda, incluso la desconfianza, sirven a tal fin; que también lo haga el cotilleo es cosa que no se me alcanza, porque, a lo que yo entiendo, adorna la realidad con tantos ribetes, abalorios y baratijas que antes la oculta que la desvela; y en cuanto a su utilidad, ninguna encuentro que no sea el contribuir al entretenimiento y al regocijo de los que a él se entregan, sin advertir que quien hoy cotillea de otro contigo, mañana lo hará con él de ti. Porque es debilidad seguramente incurable, y quien la tiene no parará mientes con tal de satisfacerla. Por eso yo, cuando alguien me llama a capítulo para chismorrear, sé de inmediato con quién tengo que andarme cuidado.

Mas puestos a buscarle algún valor psicológico, el cotilleo, en efecto, tiene uno: el poder sentirnos un peldaño por encima –en honradez, inteligencia, buenas maneras o costumbres– de aquél que está siendo despellejado, sin caer en la cuenta de que por menguadas que sean las de éste, nosotros estamos poniendo de manifiesto una estupidez casi ilimitada al pensar que denigrar nos enaltece, y que basta con subrayar la necedad de otro para que el orbe entero quede ciego ante la luz que de inmediato irradia nuestra inteligencia. El cotilleo, en efecto, cuando no es una forma de maldad lo es de estupidez, y con frecuencia de las dos cosas a un tiempo.

Cotillas los hay en todas partes, y el club de aficionados a tal menester es legión. Así que no me atrevo a pronunciarme sobre si (como a veces se dice) el cotilleo es vicio particularmente extendido entre nosotros: me conformaré con constatar que lo cultivamos con fervor. Al igual que la envidia. Lo que no tiene nada de extraño, porque la segunda es a menudo una de las principales nodrizas de las que se amamanta el primero: cuando se envidia a alguien o se le ignora o se destruye su reputación. Y téngase la seguridad de que siempre hallará el cotilla envidioso público suficiente que acogerá de buen grado sus intrigas y se hará eco de ellas.

«No son los hechos, sino los rumores –escribe Joseph Joubert– los que provocan las emociones populares. Lo creído lo hace todo [Cuaderno 83.- 17.4.89]».

Muy cierto: antes se halla dispuesta la gente a creerte un asesino en serie que a reconocerte como autor de cualquier obra o acción medianamente pasable. De lo segundo no se enterará nadie, entre otras cosas porque ya habrá alguien que se ocupe de que nadie se entere; y cuando, por las razones que fuere, no tienen más remedio que enterarse, fingirán no hacerlo. Prueba, en cambio, a que las iniciales de tu nombre y apellidos aparezcan en el periódico, en un recuadro diminuto en la esquina de cualquier página y con un tamaño de letra que haya que leer con lupa, como sospechoso de cualquier delito (o para el caso que circule el rumor): te conocerán hasta los conductores de autobús, y cuando subas a uno, la viejecita que se encuentra sentada al fondo te señalará con el dedo y cuchicheará con su vecina: «Es aquél».

Así somos: únicamente si alguien se halla lejos, se muere o es inglés tiene alguna posibilidad de ser estimado por nosotros.

Pero si estos son vicios típicamente españoles (y asturianos, por supuesto), permítaseme que declare con toda desfachatez hallarme libre de ellos. Tengo más que suficiente con tratar de corregir mis defectos como para ocuparme de los del prójimo; y entretenimiento y diversión de sobra conmigo sin necesitar buscarlos en el chismorreo de los demás. Y si no soy cotilla, menos aún soy envidioso: la envidia es siempre una declaración de inferioridad a la que de ningún modo me hallo dispuesto. Haga cada cual lo que mejor le venga en gana, obtenga los beneficios que pueda y reciba los honores que tengan a bien tributarle, que a mí con lo mío me basta, y perfectamente me encuentro

toga tritaque meaque
[«con la toga raída, pero mía», Marcial, Epigramas, III, 36:9].

Todo es efímero, y la vida demasiado breve como para perder el tiempo mirando de reojo al vecino. Si de algo he terminado por estar plenamente convencido es de que de ninguna otra forma merece la pena vivir que no sea para el propio contento;

eo magis, quod mihi a spe, metu, partibus rei publicae animus liber erat
[«animábame, además, a ello el hallarme libre de aspiraciones, de recelos y de toda aspiración de partido», Salustio, Conjuración de Catilina, 4, 2-3].

Mas, siguiendo con el asunto, hay que aclarar, por si lo que llevamos dicho hasta ahora pudiera prestarse a alguna confusión, que los cotilleos no son simplemente rumores –aunque el objeto de un cotilleo pueda acabar convirtiéndose en un rumor–. Ya que, por una parte, el rumor, a fuerza de circular entre la gente, acaba por ser anónimo, y no resulta nada sencillo rastrearlo hasta hallar la fuente originaria de la que nació; y por otra, si bien precisamente ese mismo anonimato le permite derivar con facilidad a la calumnia o la falsedad, no siempre es así, y pueden existir rumores enteramente neutros y hasta referidos a asuntos honrosos –puede circular el rumor, por ejemplo, de quién será el próximo papa o el próximo Nóbel de Literatura–. Finalmente, el rumor, si es tal, es porque aunque pueda tener algún fundamento real, y existan indicios que apuntan a él, no es cosa sabida la veracidad o falsedad del mismo. Un sinónimo adecuado sería «habladuría»: cosas que se dicen, que nadie en concreto las dice, y que circulan de acá para allá –los rumores, en efecto, corren–.

Distinto es, seguramente, el caso del cotilleo. Por un lado, no es nunca una voz anónima, sino que tiene nombres y apellidos, aunque no es infrecuente, ni mucho menos, que el cotilla busque eludir su responsabilidad disfrazando el cotilleo de rumor –se lo han dicho, lo ha oído…– . Además, no hay cotilleo que no resulte ofensivo para quien es objeto del mismo: a veces porque no es sino un cúmulo de injurias, calumnias y mentiras; otras, porque aun consistiendo en verdades, o medias verdades, con su declaración se busca como mínimo ridiculizar o poner de relieve determinados aspectos grotescos de la víctima, cuando no (que es casi siempre) atentar contra su honor y destruir su reputación o su buen nombre, siendo así el cotilleo

«arma favorita de los asesinos de la reputación»,

como dice A. Bierce en su Diccionario del Diablo. (Me apresuro, sin embargo, a aclarar que tal definición responde a la voz «rumor», prueba evidente de la confusión que existe en estas cuestiones y de la necesidad de matizar al respecto.) Por lo demás, si el rumor, como decimos, nunca dispone de una prueba fehaciente de aquello que se rumorea, el asunto del cotilleo puede ser algo tanto plenamente infundado como del todo falso o por entero cierto. Pese a todo, lo característico del mismo no es tanto su relación con la verdad como el impulso que lo mueve: rebajar, no importa hasta dónde, a aquél sobre el que se despliega.

No es simple novelería, al modo en que entiende ésta Teofrasto:

«una invención de dichos y hechos falsos, a los que quiere su portavoz que se les preste crédito» [Caracteres, VIII],

porque la novelería, así entendida, cubre un campo mucho más amplio (al margen, volveré a repetirlo, que el contenido del cotilleo no tiene por fuerza que ser falso), y puede extenderse potencialmente a todo, en tanto que el cotilleo se halla referido expresamente al honor y la dignidad de las personas. Un sinónimo mucho más adecuado sería «chismorreo»: no cabe chismorrear de alguien bien, como tampoco cotillear para resaltar sus destrezas o virtudes.

Existe, finalmente, otra importante diferencia entre el rumor y el cotilleo: la impersonalidad del primero, el que del mismo se hagan eco unos y otros, hace que podamos estar en boca de cualquiera, de alguien que ni siquiera nos conoce personalmente. La ruindad (o a veces simple estupidez, dependiendo del objeto del rumor) de quien lo propaga es notable, mas no tanta como la del cotilla, porque quien cotillea de otro suele conocerle perfectamente, y, en consecuencia, es consciente, con toda seguridad, de lo verdadero o falso de aquello que propala. Como la envidia, el cotilleo exige, por lo general, la proximidad y la cercanía. El rumor o la habladuría no tienen límites, quiero decir que pueden referirse a cualquiera; el cotilleo o el chismorreo, por el contrario, suelen tener sus cotos de caza predilectos entre aquéllos con los que, en grado mayor o menor, se convive en

«Amistad de corral, fe de zorros y sociedad de lobos» [Chamfort, Máximas generales, 84].

Se pregunta Teofrasto que pretenden con sus invenciones esos cultivadores de la novelería, ya que no sólo mienten, sino que, además, tampoco obtienen ningún provecho de sus mentiras. Si lo obtienen o no, es otra cuestión (porque es verdad que con frecuencia son desenmascarados y objeto de burla), pero el provecho que buscan es claro: sentirse un punto por encima de los demás en información, en relaciones personales o en inteligencia, para lo cual ningún otro camino encuentran que el histrionismo o la mentira en serie y compulsiva. Si a eso añadimos superioridad en excelencia moral, habilidad social o talento, del tipo que sea, no otro es el provecho que persigue el chismoso, sólo que, de forma infinitamente más miserable que el simple embustero, lo hace destrozando la reputación y la dignidad de aquél al que ha colocado en el punto de vista de su venenoso cotilleo.

En cualquier caso, me parece a mí que todo esto, como muchas otras cosas, tiene la importancia que quiera dársele. Quiero decir que el ser objeto de chismorreos o habladurías sólo pueda afectarnos hasta dónde estemos dispuestos a dejar que nos afecte. Porque si de nada tenemos que avergonzarnos, qué importa lo que digan y quién preste oído a los murmuradores. A un individuo así, como dice Marco Aurelio:

«Lo que pueda decir o suponer alguien de él o hacer contra él, eso ni siquiera lo considera en su inteligencia, porque le es suficiente con actuar él mismo con justicia en lo que está ahora realizando y desear lo que le está siendo asignado, y con haber dejado a un lado todas las ocupaciones y empeños» [Meditaciones, 10.11];

y por eso hará más bien lo que hizo Sócrates, quien

«A uno que le dijo: “¿No está aquél hablando mal de ti?”, respondió: “No, por cierto: nada me toca de cuanto dice”» [Diógenes Laercio, Vida de los más ilustres filósofos griegos, II, V];

aunque lo que es yo –lo confieso– no soy tan sufrido como para limitarme a encajar el golpe si se me presenta la ocasión de devolverlo, ya por procedimientos legales, si es el caso, ya, si no lo es, por el procedimiento que mejor me cuadre. No tengo ya edad para adornarme con dulzuras y mansedumbres que no poseo y que no tengo el menor deseo de poseer, porque en verdad creo que ningún adorno suponen.

De todos modos, lo ideal sería lograr que nuestros murmuradores se vieran obligados declarar lo mismo que Zoilo de Anfípolis, cuando preguntándosele por qué hablaba mal de todo el mundo, respondió: «porque, aunque quiero, no puedo causarles ningún daño». Que el hablar mal de nosotros sea, pues, = una declaración de su impotencia para dañarnos de otro modo; y siendo así, no permitamos tampoco que lo hagan mediante el cotilleo mismo.

Pero es que, además, si bien se mira, quien tal hace con nosotros no deja, en algún sentido, de rendirnos un homenaje: porque con su vil acción pone de manifiesto que nos considera la suficientemente importantes como para estar pendiente de nosotros, y si leemos al revés lo que dice –y así hay que leerlo, y así deberían de leerlo los otros–, hay que concluir que nos considera buenos, inteligentes o hábiles, dependiendo de que quiera que se nos crea perversos, necios o torpes. De manera que quien anhela desprestigiarnos con cotilleos y habladurías nos presta en realidad un gran favor si tenemos la suerte de que dé con el público adecuado. Pero lo difícil es realmente eso: más fácil es que el oyente añada su propia piedrita al montón de desatinos, aportando, así, su modesta contribución a esa pequeña historia de la injuria.

Pero, en fin, si quieren hablar, que hablen: eso significa que no resultamos indiferentes. Ya lo decía Unamuno: lo importante es que hablen de uno… aunque sea bien. O como señala Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray:

«Sólo hay algo peor que el hecho de que hablen de uno, y es que no hablen de uno».

 

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