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El Catoblepas, número 92, octubre 2009
  El Catoblepasnúmero 92 • octubre 2009 • página 1
Artículos

El Quijote en el Dictamen
sobre el sermón de fray Servando Mier

Marcelino Javier Suárez Ardura

Se ofrece una interpretación sobre la utilización que José de Uribe y Manuel Omaña hacen del Quijote en el Dictamen sobre el sermón que predicó el padre doctor fray Servando Mier el día 12 de diciembre de 1794

fray Servando MierJosé de Uribe

1. Escándalo en la Real Colegiata de Nuestra Señora de Guadalupe de la Nueva España

El 12 de diciembre de 1794, el fraile dominico novohispano fray Servando Mier predicó un famoso sermón, en la Insigne y Real Colegiata de Nuestra Señora de Guadalupe (México), según el cual ponía en duda toda la tradición católica guadalupana. Coincidía el día con el de la festividad de la milagrosa aparición de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, y asistían a la ceremonia el Virrey de la Nueva España (Marqués de Branciforte) y el Arzobispo de México, Alonso Núñez de Haro{1}.

La prédica de Servando Mier resultó escandalosa porque suponía una serie de afirmaciones –diríamos hoy– sin base científica ni fundamento metodológico alguno, pero también, y sobre todo, porque atentaba contra la fe tanto en sus postulados como en sus consecuencias{2}. Pero las afirmaciones que en el sermón se hacían estaban extraídas de las ideas de un abogado llamado José Ignacio Borunda, quien, metido a historiador filólogo, había elaborado toda una fantástica teoría sobre la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe y sobre la evangelización de América por Santo Tomás Apóstol 1500 años antes de la cristianización hispánica{3}. El sermón del dominico fray Servando Mier, rápidamente (al día siguiente), determinó que el arzobispo le retirase las licencias para predicar e iniciase una causa –que dio lugar al «Dictamen sobre el sermón…»{4}– que supuso la retirada del fraile al monasterio de las Caldas de Besaya (Santander) durante 10 años.

La lectura del Dictamen nos pone ante un texto que ejerce una crítica exhaustiva, analizando, en un primer recorrido, el sistema ideológico del cual parte el Sermón en sus líneas generales, pero sin abandonar la concreción necesaria a la demostración; y, en la vuelta al sermón que supone el segundo recorrido, refutando las proposiciones principales y aquellas en las que este se sustenta. El ejercicio crítico está presente en el Dictamen en toda su extensión, empleando en muchos momentos el método apagógico. El Dictamen, pues, tiene un interés por sí mismo, por el ejercicio de una crítica –en este sentido parece emplearse el término–, que arrasa los supuestos del sermón y al sermón mismo.

Mas también tiene un interés particular por la utilización constante del Quijote como elemento de comparación. El Dictamen hace uso del Quijote, globalmente o en parte, para precisar e identificar el objetivo de la crítica comparando con toda pertinencia los análisis de Borunda con las fantasías de don Quijote. Y, sin decirlo, el Dictamen está interpretando (leyendo), de paso, el propio Quijote según la proporción del propio Dictamen en relación con los escritos que se analizan. En todo caso, tenemos que los autores del Dictamen, José Patricio Uribe y Manuel de Omaña y Sotomayor{5}, pero también el dominico José Servando Mier y aun el abogado José Ignacio Borunda parecen ser conocedores del Quijote, cuando no consumados lectores, por la utilización que del mismo hacen. Y esto podría ser aplicado al arzobispo Alonso Núñez de Haro, a quien va dirigido el Dictamen, pues habremos de suponer que presuponen los autores, a su vez, esta lectura por parte de Don Alonso Núñez de Haro al incluirla en sus análisis, los cuales, evidentemente, habrían de ser leídos por el arzobispo.

Pudiera parecer que, dado que estamos ante documentos e interlocutores cuyo marco de referencia es la racionalidad teológica católica, tanto el sermón como el Dictamen o las consideraciones vertidas sobre este último por el mismo fray Servando Mier en su Apología se reducen a retóricas argumentaciones relativas al plano pragmático o a lo sumo al plano sintáctico del espacio gnoseológico en el que se desenvuelven. Y ello, sobre todo, si interpretamos el Dictamen a partir de la Apología del dominico, quien parece querer reducir las opiniones que se plasman en el Dictamen por la vía psicológica. Sin embargo, también desde un punto de vista etic es posible analizar el curso que va desde el sermón hasta la Apología, pasando por el Dictamen, no como «discursos» autónomos que siguen su propia pista como en una carrera de velocidad sino como partes de un discurso que está orientado a la verdad y a la realidad (a los referenciales semánticos). Cabría ver, por tanto, el Dictamen de José Patricio Uribe y Manuel de Omaña como una argumentación dialéctica que, engranando con las tesis de Borunda vertidas en el sermón del dominico Servando Mier, tiene potencia suficiente para reducirlas y barrerlas a la manera como un historiador procede con la basura historiográfica{6}. En este contexto, las comparaciones con el Quijote, a nuestro juicio, incorporan la obra de Cervantes al curso argumentativo de su refutación del sermón de manera que los autores estarían ejerciendo una lectura epistemológica, según la proporción del Dictamen como un discurso referido también a la realidad y por tanto a la verdad.

2. El sermón de fray Servando Mier del día 12 de diciembre de 1794

No hay un documento manuscrito del sermón de fray Servando Mier, sin embargo sí existen documentos alternativos que tuvo en cuenta el dominico, a saber: los Apuntes del sermón y los Borradores del sermón{7}. Tanto apuntes como borradores, que en esencia mantienen los mismos contenidos, fueron requeridos por el arzobispo Alonso Núñez de Haro mediante sendos oficios de 13 (día siguiente del sermón) y 30 de diciembre de 1794; este último, a petición de los doctores encargados de elaborar el Dictamen, don José Patricio Uribe y don Manuel de Omaña y Sotomayor, para quienes el sermón del padre Mier debía de tener alguna apoyatura textual mayor que la de los apuntes. No parecía creíble que el dominico no hubiera «extendido el Sermón a la letra, ni hubiese formado otros muchos apuntamientos». Y, aquí, los comisionados para el Dictamen no se equivocaban, pues de las instrucciones del arzobispo se obtienen varias hojas más. Así pues, apuntes y borradores son la sustancia del sermón que constituirá la materia del análisis y crítica que llevan a cabo Uribe y Sotomayor.

Aunque la crítica efectuada no se reduce, sin embargo, a ellos, las diligencias de ambos comisionados ponen su punto de mira sobre la Clave historial de Borunda en la que había bebido fray Servando Mier. De manera que don José Patricio Uribe y don Manuel Omaña y Sotomayor se encontraron ante la ocasión de poner en marcha todo su instrumental crítico para desmontar las fantásticas afirmaciones de unos personajes delirantes como resultaban ser el dominico José Servando Mier y el abogado José Ignacio Borunda. En esta crítica, el Quijote parece estar siendo interpretado como el modelo racionalista sin perjuicio de que el procedimiento sea según un modo ridiculizante. De ahí que la obra de Cervantes sea tan citada por los comisionados. Y, si no nos equivocamos, la crítica que se ha de presuponer ejercida en el Quijote será, así mismo, una crítica epistemológica dirigida, en este caso, ya no a las apariencias falaces sino a las falsas apariencias{8}.

Habrá que considerar, pues, el sermón de fray Servando Mier a partir de los Apuntes y de los Borradores, comenzando por lo que podríamos interpretar como el preámbulo. Éste tiene interés sobre todo por el paralelismo que pretende ver entre el Antiguo Testamento y las culturas precolombinas (aztecas) a las que considera en cierta manera como si fueran los antiguos israelitas{9}. Y acaso esté sugiriendo que la Alianza de Israel con Dios fuera la misma que la de los amerindios con el Creador por intermediación de la Virgen María (interpretada como Arca de la Alianza) con el concurso de Santo Tomás Apóstol{10}.

Sin duda, el marco contextual histórico y político del sermón tiene mucho que ver con tal urdimbre ideológica, en plena oleada revolucionaria francesa. En todo caso, el paralelismo entre los americanos y los israelitas alimentaría el fuego ideológico que se estaba encendiendo en el territorio hispanoamericano{11}.

El sermón del dominico Servando Mier se desarrolla a través de las famosas cuatro proposiciones, las cuales ponen en duda, como hemos dicho, una tradición asentada casi desde los inicios del descubrimiento de América. Por ello, nuestro autor considerará erróneas o equivocadas las obras de los historiadores que canalizaban y edificaban la tradición. Diríamos que les acusa, tanto desde la perspectiva de los relatos como desde la perspectiva de las reliquias{12}. Por un lado, no habrían tenido en cuenta en todo su significado las reliquias que estarían probando sus propias tesis (los peñascos, las cruces, las representaciones){13} y, por otro, señala que adolecerían de una crítica textual deficiente, porque serán los «frasismos» de la lengua indígena, «El estudio profundo de las lenguas contra ignota signa» –dirá fray Servando– las fuentes de la verdad de la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe. Porque, contraargumenta, la lengua mexicana podrá ser comparada en todo y más con los idiomas latino y griego y aún al hebreo, aventajándolas, y a través de ellas llegar al punto céntrico de la realidad{14}.

Cuatro son las proposiciones que constituyen la trama del Sermón de nuestro dominico:

Primera: «La imagen de Nuestra Señora de Guadalupe no está pintada sobre la tilma de Juan Diego sino sobre la capa de Santo Tomás Apóstol de este reino»;

Segunda: «La imagen de Nuestra Señora de Guadalupe antes de 1750 años ya era célebre y adorada por los indios ya cristianos en la cima plana de esta tierra de Tenanyuca donde la erigió templo y colocó Santo Tomás.»;

Tercera: «Apóstatas los indios muy en breve de nuestra religión maltrataron la imagen, que seguramente no pudieron borrar y Santo Tomás la escondió hasta que 10 años después de la conquista apareció a Juan Diego la Reina de los Cielos pidiendo templo para servirnos de madre y la entregó la última vez su antigua imagen para que la presentase ante el señor Zumárraga.»;

Cuarta: «La imagen de Nuestra Señora de Guadalupe es pintura de los principios del siglo I de la Iglesia; pero así como su conservación su pincel es superior a toda humana industria; como que la misma Virgen viviendo en carne mortal se estampó naturalmente en el ayatl o lienzo.»{15}

No obstante, y antes de acometer la demostración de cada proposición, el padre Mier presenta –por decirlo así– las pruebas y afirma que las posee con tanta fuerza de demostración como las mismísimas Pompeya y Herculano. Se refiere a dos piezas prehispánicas encontradas bajo la plaza de armas de la ciudad de Méjico en 1794: la estatua de Coatlicue y un reloj solar mejicano que servía para señalar los sacrificios humanos en el día de Nahui Olliu{16}. De aquí y según su sinrazón infiera que los indios son los descendientes de las generaciones de Noé que habrían poblado América y más tarde fundado México.

No hará falta decir que, presentes el arzobispo y el virrey, el escándalo tuvo que remover algo más que conciencias, y no es de extrañar las acciones críticas llevadas a cabo por el representante del Altar con la ayuda del representante del Trono. José Servando de Mier Noriega y Guerra anulaba con su sermón toda la tradición relativa a la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe, pero también ponía en duda la validez de la intervención del señor de Zumárraga{17} en la validación del milagro. Los delirios que se vertieron en el sermón habían sido excitados por el mejunje borundiano y de este «bálsamo» tomaba sus fuerzas el dominico.

Si la tradición{18} mantenía que Nuestra Señora de Guadalupe se había estampado en imagen sobre la manta de Juan Diego y Juan Bernardino en 1531, Servando Mier lo negaba arguyendo que libraba a la tradición de equivocaciones. Pero ponía en duda las intervenciones del obispo Juan de Zumárraga dudando incluso de la claridad de la raíz del milagro. A partir de aquí comienza su «curioso» análisis etimológico. La estampa no está, pues, sobre la tilma de Juan Diego sino sobre la capa del apóstol Santo Tomás{19} como lo probarían las historias del Perú que hablarían de la estancia del apóstol en aquellas tierras. También aquí el dominico pone en marcha una serie de análisis filológicos tendentes a sostener su superchería. Por la segunda proposición, fray Servando Mier niega que la aparición de la Virgen de Guadalupe date de 1531 y la retrotrae a 1500 años antes. No habrían sido los españoles quienes primero{20} habrían evangelizado a los indios americanos, porque estos ya habían conocido el cristianismo –incluso antes que los propios colonizadores– predicado por Santo Tomás. No obstante habría que contar con un proceso de degeneración de la fe cristiana y con la apostasía consiguiente de los propios indios. Pero la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe habría sido un símbolo dado por santo Tomás a los indios, y la degeneración de esta religión y la apostasía de los indios habría llevado al apóstol a esconder la imagen de la Virgen. Habría sido esta imagen la que reaparece en el siglo XVI. De esta manera, conseguía el predicador reintroducir la aparición de la Virgen a Juan Diego para respetar el compromiso con la tradición. Sin embargo, de poco servirían estos arreglos, cuando en realidad los cambios introducidos suponían la demolición de lo admitido hasta ahora. Así pues, en la proposición final, atando los argumentos anteriores, fray Servando afirmará que la imagen de la Virgen tenía una antigüedad que se remontaba a los primeros años de la Iglesia, tiempo en el que se habría estampado en la capa de Santo Tomás. Nos remitirá a signos que aparecen en la misma imagen y que habría que retrotraer a la lengua siriocaldea o a los propios ropajes con los que aparece vestida la Virgen. Todo serán símbolos que verifican la verdadera antigüedad de esta imagen: el color del rostro de la Virgen, su postura, su ademán o el adorno de su cuello.

Apuntes y borradores no varían en lo esencial. El dominico quería presentar la verdadera historia de Nuestra Señora de Guadalupe, pero el «mejunje de Fierabrás» formado por las tesis de José Ignacio Borunda llenó sus argumentos de fantasías sin referencia alguna, convirtiendo su discurso en una sinrazón. Es lógico que tal construcción, atendiendo a la racionalidad interna del discurso católico, haya sido vista y comparada por los autores del Dictamen con las fantasías, al menos desde esta misma perspectiva, de don Quijote. El mismo fray Servando Mier recogerá años más tarde el envite en su Apología del doctor Mier, para difamar al censor José Patricio Uribe y defenderse de aquellas acusaciones de hacía más de 20 años, haciendo también referencias al Quijote, poniendo en duda la racionalidad del método de sus censores y acusando al arzobispo de ver en los criollos –a la manera de don Quijote– «encantadores, follones y malandrines». Con esta contrarréplica acababa por dar sentido político inmanente a un sermón que parecía moverse en un ámbito estrictamente religioso{21}.

3. El Dictamen sobre el sermón que predicó fray Servando Mier

El 21 de febrero de 1795 fue rubricado el dictamen sobre el sermón de fray Servando Mier por don José Uribe y don Manuel Omaña y enviado a don Alonso Núñez de Haro, Arzobispo de Méjico. El Dictamen dirige sus críticas al sermón del dominico, pero, conociendo como conoce la materia, José de Uribe no puede dejar de hacer un análisis global, viéndose obligado a extender sus críticas a la obra de José Ignacio Borunda, dirigiendo, así, sus golpes contra el sistema de éste (ídola theatri) y constituyendo, a nuestro juicio, un verdadero ensayo filosófico con ello.

Como hemos dicho, el Dictamen se basa en el análisis y crítica de los apuntes y borradores del sermón, pero tendrá en cuenta también, además del manuscrito de Borunda, las declaraciones de las personas involucradas. Fueron estas declaraciones –las del padre Mier– las que condujeron a los comisionados como censores a los escritos de José Ignacio Borunda. Los censores reconocerán la autoría de la Clave historial de Borunda, pero no verán en ella la responsabilidad que toca a las opiniones vertidas en el sermón, como prueban con la declaración del propio Borunda. Esto es muy importante para no confundir la crítica que llevan a cabo, porque, en efecto, sus análisis irán dirigidos, como aclaran con toda nitidez, a la obra y no al sujeto: «Que cuanto dijéremos sobre su sistema debe referirse a la obra y no al autor, a quien no pretendemos injuriar ni zaherir»{22}. Evidentemente, habrá que decir, por tanto, que el Dictamen supone un discurso racional que entra dialécticamente en la materia o asunto del que se discute. Se trata, pues, de analizar el sistema sobre todo por las consecuencias, que tienen que ver con la verdad de sus afirmaciones.

Verdaderamente el Dictamen constituye una crítica al sistema borundiano en toda regla: una crítica dirigida al método, pero también a las conclusiones que se extraen de su aplicación que son las que el padre Mier pone en juego en su sermón. José de Uribe y Manuel de Omaña, por tanto, comenzarán remitiéndonos a las obras que permitirán identificar el sistema de ideas borundiano.

a. Crítica a la Clave historial de Borunda

En primer lugar, la Clave historial, de José Ignacio Borunda, pero también el Fénix del Occidente, ave intelectual de rica pluma el Apóstol Santo Tomás de la que excusa citar a su autor (refiriéndose acaso a los manuscritos de Sigüenza resumidos por Sebastián de Guzmán y Córdoba en 1689). No se andan los autores con ambages a la hora de diagnosticar la etiología del sistema borundiano, por lo que no dudarán en calificarlo de ridículo e imaginario. Se trataba de demostrar la sinrazón borundiana abriendo una serie de vías críticas. Si el análisis que ofrece José Ignacio Borunda constituye la textura de una sinrazón será porque, por una parte, su método es todo él error y, por otra, porque sus fuentes, tanto la interpretación de las reliquias como la ordenación de los relatos constituyen un despropósito. El Dictamen recorrerá entonces los autologismos y dialogismos involucrados en el análisis borundiano, pero en el sentido inverso, pues tendrá que volver a las reliquias y a los relatos por un lado, o tendrá que demoler la crítica textual borundiana para poner las cosas en su sitio. Y ello sin perjuicio de que el marco contextual sea el de la misma fe católica.

Con relación a lo que podríamos considerar como crítica textual (los análisis etimológicos, los frasismos, el simbolismo y alegorismo relativo al idioma mexicano) los autores son contundentes. Borunda habría interpretado las palabras de manera libérrima, contraviniendo las reglas léxicas, haciendo caso omiso a las leyes de la sinonimia y polisemia, componiendo y variando las palabras fuera de toda norma, dividiendo o sustituyendo letras a su antojo. El análisis filológico borundiano resultaba así una acomodación a los intereses de su discurso que son los de hacer decir a la lengua lo que busca. Son ricos (y no sin falta de humor) los ejemplos de José Patricio Uribe: la etimología de «Tomatclán» nada tiene que ver con Santo Tomás sino con tomate; «tlapilli» significa nudo y no, como inventa Borunda, «preñada del verbo encarnado». También cabría introducir, como partes del método, la utilización de la cronología y la geografía (el tiempo y el espacio diríamos hoy). En este punto, los censores sabrán denunciar puntualmente tanto la periodización fantástica de la historia de la América precolombina que había elaborado Borunda como las contradicciones internas relativas a la vida del apóstol Santo Tomás. Dotado de un acopio documental vastísimo, José Uribe sabrá refutar los desatados arbitrios de Borunda sobre las edades de América y sobre las migraciones que poblaron los territorios novohispanos, incluídas de paso las alusiones a las polémicas entre catastrofistas y uniformistas. La cronología elaborada por Borunda no se atenía al principio de sucesividad y ni se correspondía con los ciclos naturales del relevo generacional, violentando así las reglas más elementales de la razón histórica. No salen, pues, los cálculos demográficos de Borunda, por lo que se desmorona todo su edificio en lo relativo a una tesis clave como era la cristianización de América en los tiempos de Cristo.

b. Contra la urdimbre de un sermón delirante: crítica de fray Servando Mier

La crítica del Dictamen se va haciendo más sistemática –acaso haya que decir contrasistemática, si tenemos en cuenta que los censores consideran el edificio borundiano como un sistema a demoler– y contundente. Esto se verifica de manera especial en el análisis de las fuentes (las reliquias). El estudio de Ignacio Borunda habría dado lugar a una construcción descabellada: ya lo hemos dicho. Los famosos peñascos (reliquias) eran interpretados contra la corriente de las tradiciones universales, efectivamente, pero sin fundamento de ninguna clase: porque ni la estatua de Quetzalcohuatl es el apóstol Santo Tomás ni el calendario azteca es verdadero Teomaxtli, o libro de Dios. José Ignacio de Uribe y Manuel de Omaña, con una erudición aplastante, demostrarán que la primera es una estatua ante la que se realizaban sacrificios y la segunda un monumento constitutivo de un antiguo calendario astronómico. Con relación a los documentos (relatos) quedará demostrado de igual manera el delirio de Borunda para mantener en pie su fantástico edificio; consistía básicamente en seguir las tesis menos demostrables y más discutibles de los historiadores de América (Torquemada, Clavijero, Boturini{23}). En realidad, lo que hacen los censores en el dictamen es ordenar los fenómenos (reliquias y relatos) de manera racional segregando de la explicación que van constituyendo todo elemento de fantasía. Sin duda, el dictamen cuenta con componentes de la tradición católica que, desde nuestra perspectiva etic, se desmoronan ante una crítica más potente. Pero, en todo caso, los trámites gnoseológicos recorridos en su crítica del sistema borundiano son ellos mismos integrables en esta perspectiva etic. De alguna manera, los análisis de Borunda, cuando interpretan el origen de los famosos peñascos, reduciéndolos a erupciones volcánicas y segregando todo tipo de operaciones humanas (eliminando el sujeto operatorio) –preguntan los autores del dictamen: «¿Cómo pues se gravó este monumento a dirección de Santo Tomás? ¿A dónde se gravó?»– guardan cierta proporción con aquellas palabras de Ulises Aldrovandi recogidas por Glyn Daniel a propósito del instrumental lítico prehistórico: «los instrumentos de piedra, a mediados del siglo XVIII como «debidos a una mezcla de un cierto vaho de trueno y rayo con sustancia metálica, especialmente en las nubes negras, que se coagula por la humedad circunfusa y que se aglutina en una masa (parecida a la de la harina amasada con el agua) y posteriormente se endurece a causa del calor, al igual que un ladrillo»»{24}.

Porque, en efecto, Borunda, al eliminar el sujeto en la explicación tiene o bien que fantasear o bien que introducirlo en la comparación. Y esto es lo que ven con toda claridad los censores, iniciando una crítica que con el paso del tiempo habría de dar cuenta de la propia Biblia desenterrando monumentos{25}. Si Borunda busca una explicación en la naturaleza, José Ignacio Uribe y Manuel de Omaña la buscan en la cultura; aunque en ambos casos Dios quedará al fondo del escenario, la perspectiva borundiana se presenta como una auténtica metafísica. Termina el Dictamen verificando que Borunda hace hablar a las piedras para decir lo que él mismo piensa; y concluirán los censores: «Así duplica el sueño, transforma, varía y confunde los objetos».

Una vez puestas las cosas en su sitio, tras haber demolido el sistema borundiano se encuentran los autores en posición de atacar las ideas vertidas en el sermón de fray Servando Mier. Ya han desbrozado el galimatías de la Clave historial, recurriendo incluso a las notas del propio José Servando Mier. Ya han delimitado el contorno de la crítica y trazado las líneas maestras de su argumentación. De manera que no queda más que proseguir sistemáticamente con la demolición de las proposiciones del sermón: «Sobra ya lo dicho para que se conozcan los fantásticos y aéreos fundamentos sobre que se levanta el sistema de Borunda y el sermón del padre».

Y, en efecto, proposición a proposición, irán refutando las opiniones del dominico. El análisis y crítica de las proposiciones es el paso previo a la censura del sermón del padre Mier y será el resultado de aplicar la maquinaria que ya se había puesto en funcionamiento en la crítica a la Clave historial. Por esta razón, los censores no se demorarán mucho en la crítica de cada una de las proposiciones. El procedimiento llevado a cabo es común para las cuatro. Primero se trata de partir de la proposición principal para descomponerla en aquellas otras en las que esta se asienta; de manera que paso a paso se irá refutando el conjunto del sermón.

El padre Mier había defendido que la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe no estaba sobre la tilma de Juan Diego sino sobre la capa del apóstol Santo Tomás; los autores del dictamen mostrarán que tal afirmación no pasa de ser una fábula y confirmarán las contradicciones relativas a las proposiciones menores sobre las que se asienta tal afirmación, las cuales estaban, a la vez, vinculadas a las fases de la historia de América recogidas por Borunda y de las que ya había sido demostrada su estructura contradictoria. Sobre la antigüedad de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe se estimaban 1750 años, suponiendo que la Virgen tendría que haber estado en América y haberse estampado en la capa del Apóstol; pero la prueba crucial aquí es el material constitutivo de la misma manta, completamente distinto al de la supuesta capa de Santo Tomás. Habría en este punto un error en la interpretación filológica. También queda refutada la afirmación según la cual los indios habrían maltratado la imagen de la Virgen, como se probaría por el levantamiento de acta ya desde 1667{26} ante testigos oculares. Pero ni aun suponiendo el erosivo paso del tiempo, la imagen ha sufrido deterioro. Toda esta interpretación estaría fundada en una lectura interesada de los relatos de Tocitzin. Por tanto, también en esto se desvela la fantasía y extravagancia derivadas del sermón del dominico. En realidad, la cuarta proposición es una conclusión de las anteriores; pero, muy hábil, José de Uribe se centra en el análisis hermenéutico que el padre Mier había llevado a cabo, atendiendo a la cuestión del misterio de la Encarnación. Evidentemente el marco teológico limita la racionalidad crítica, pero la reducción filológica por la que se lleva a cabo la refutación de la proposición salva el trámite racional. Porque el error del padre Mier está en la argumentación filológica que procede sin importarle nada el conocimiento riguroso de la lengua mejicana.

Pues bien, una vez que queda demolido el edificio de Borunda y tras haber refutado las proposiciones que conferían una textura discursiva al sermón de Servando Mier, se acomete la labor censora para la que habían sido encomendados. Consiguientemente, concluirán los autores que el sermón del padre Mier deberá ser proscrito «por contener doctrina escandalosa, que perturba la piedad y devoción universal de esta América, e impugnando una tradición la más autorizada, y publicando en el púlpito supersticiosos e inauditos milagros». Acuden los autores a las normas establecidas por las instituciones católicas (El Invocat Sanctorum, de la sesión XXV del Concilio de Trento, la decisión de Inocencio III, de Reliquis et Beneratione Sanctorum, del Concilio General Lateranense) para respaldar su censura. Porque el padre Mier había engañado al pueblo con falsos documentos y ficciones impugnando la autoridad de la tradición con el pretexto de exaltarla. Pero la tradición guadalupana perteneciendo al género de las tradiciones eclesiásticas ocupa un lugar distinguido, junto a la tradición divina y apostólica como una verdadera tradición al cumplir las tres condiciones: quod ad omnibus, quod ubique, quod semper.

Y habiendo negado la tradición católica guadalupana habrá de calificarse la doctrina del sermón de escandalosa y perturbadora y ya no sólo por las consecuencias que causase en el vulgo sino también en el público ilustrado{27}. Y casi utilizando un lenguaje actual, por no decir moderno, el dictamen proseguirá: «porque formando un discurso bien que falso pero de mucha fuerza para unas vulgares luces diría, o podría decir [refiriéndose a la tradición guadalupana] esto es mentira». De manera que el discurso que, a su vez, queda estructurado por el Dictamen es un discurso dirigido a la verdad, sin perjuicio de cómo sea interpretada desde la tradición católica, pues, en todo caso, es la misma perspectiva que pretendía mantener el padre Mier con sus fantasías. Por ello, cabe impugnar el sermón y censurar la actitud del dominico, pues, si bien en algunos casos se busca lo verosímil y en la crítica se procura el ingenio en el púlpito –argumentan los comisionados– nada de esto estaría permitido porque las verdades santas deben ser el fondo de los sermones. Así pues, en virtud de ello, los autores concluirán con la condena total del sermón; primero, porque «contiene doctrina escandalosa» y, segundo, porque constituye «un tejido de sueños, delirios y absurdos que no tienen otro origen y fundamento, que el de una fantasía alterada, vendiéndose en él por historia genuina y verdadera, vanas y ridículas fábulas…»

Sin embargo, el licenciado Borunda se salva de la condena, pues consideran que no hay malicia ni intención insana, acaso por su ignorancia. Con toda la carga irónica que hay que suponer consideran que su obra, Clave historial, ni es historia ni constituye clave de nada: «Ella no es otra cosa como hemos demostrado, que una confusa colección de ficciones, de absurdos, y delirios, que contra la fe que se debe al común consentimiento de los historiadores de la América, inventando épocas, y sucesos desconocidos de todos los historiadores eclesiásticos, fingiendo monumentos proféticos, soñando milagros aunque viejos por la era que de ellos se supone, enteramente nuevos por inauditos, que carecen de toda calificación y aprobación superior, mezcla y confunde entre ridículas y vanísimas fábulas una respetabilísima tradición impugnándola y combatiéndola en puntos muy sustanciales». No obsta que no se condene a Borunda, sin embargo, para que no se advierta el peligro de tales escritos y no se recomiende la retención de los papeles del mismo (crítica translógica).

4. La naturaleza ensayística del Dictamen: un verdadero discurso

Hasta aquí el Dictamen sobre el sermón que predicó el padre doctor fray Servando Mier. A pesar –o precisamente por ello– del trasfondo teológico, estamos ante un trabajo directo, dinámico y de un gran sistematismo. La seriedad del asunto{28} da cuenta de la exhaustividad con que los autores recorren y analizan los escritos de Borunda y los apuntes y borradores del padre Mier amén de otros documentos que se citan en el Dictamen. Es destacable el tono irónico, que tampoco queda obstaculizado por la temática. En este contexto, se introducen las abundantes citas y alusiones al Quijote{29}. Alusiones y citas que están trenzadas en el texto dotándolo de una gran ductilidad e iluminando sus argumentos con relación a las obras que analiza. El Dictamen no sólo tiene la virtud de refutar y desmontar el sistema Borunda-Mier sino que ordena y organiza los propios escritos que analiza, acaso llevando a la práctica la norma filosófica según la cual pensar es pensar contra alguien. En este plano, la interpretación que hacen del Quijote –sin perjuicio de la representación que los autores puedan tener del mismo– parece alinearse, cambiando lo modificable, con el propio Dictamen, manteniéndose en su misma escala filosófica. Los autores, al tomar al Quijote como modelo comparativo, ejerciéndolo en el Dictamen, estarían interpretando el Quijote dentro de la clase de obras que ellos nos ofrecen.

Acaso quepa atribuir el Dictamen a la clase de los ensayos críticos, si es que decir «ensayo crítico» no constituye una redundancia{30}. En todo caso, el término «crítica» aparece recogido en el propio Dictamen. Afirmar que el trabajo de José de Uribe y de Manuel de Omaña constituye un ensayo tampoco es una aseveración puramente descriptiva (empírica) que pueda ser proferida con absoluta neutralidad desde un punto de vista filosófico. Aquí, ensayo supone no restringir el género a aquello que escribió Montaigne o el propio Feijoo{31}, amparándonos en la flexibilidad del mismo. Nos acogemos a la amplitud y heterogeneidad del género para postular que el Dictamen de nuestros comisionados censores podría ser considerado como un ensayo (crítico). Y una de las razones que nos permiten considerarlo como un ensayo es el mismo hecho de entreverarse argumentativamente con el Quijote –sin perjuicio de que aquella sea una novela– configurándose así una estructura objetiva que nos remite al finis operis. Difícilmente, podríamos decir ante el Dictamen que estamos ante una obra científica. Y no porque –como muy bien sabemos– se trate de un asunto religioso, pues los cursos de la demostración de los errores filológicos o la acumulación de pruebas para demostrar la naturaleza de las reliquias pertenecen, sin duda, a ámbitos categoriales. Se trata, más bien, de tener presente que el Dictamen se mantiene en una perspectiva que, desde nuestros presupuestos etic, involucra las ideas filosóficas de verdad, apariencia, error, pluralidad o uniformidad constitutivas del plano filosófico.

Sobre todo, porque el Dictamen, en cuanto ensayo, es un discurso constitutivo de una teoría –ya no científica–; es decir, el ensayo de José de Uribe y Manuel de Omaña es la teoría –o contrateoría– orientada a refutar el sistema, el edificio teórico, resultante de las fantasías de Ignacio Borunda vertidas en el sermón del padre Mier. Es constitutivo del Dictamen su carácter crítico y censor que podemos encontrar en numerosos ensayistas modernos. Es en el proceso de refutación, cuando se va construyendo su teoría de la verdad y la estructura de su discurso. Pero no estamos ante la demostración de una verdad científica, porque, aunque el asunto de que trata involucra cuestiones que hoy pertenecerían a las ciencias (a la Biología, a la Arqueología, a la Filología) el tema de fondo tiene que ver con la idea de Verdad. Se podrá objetar, no obstante, que los propios autores parecen poner aparte la cuestión de la verdad y centrarse en aspectos –diríamos– didácticos al manifestar: «no puede menos, que calificarse de escandalosa y perturbadora de la sola piedad la doctrina que contiene el sermón del padre doctor Mier. En efecto, no puede ponderarse la conmoción que ella ha causado no ya en el pueblo y rudo vulgo; sino entre los más sabios, la ridícula soñada aparición que publicó. Pero si estos se escandalizan despreciándola, podría sin duda causar otro género de escándalo más nocivo en el pueblo menos instruido». Sin embargo, el Dictamen no puede reducirse a su función pedagógica –que, por otra parte, incluye–, porque el didactismo que se ejerce en él tiene sobre todo un sentido pragmático en el contexto de los dialogismos entre los censores y el arzobispo. Y porque la refutación va dirigida sí al pueblo «poco instruido», pero con relación a la materia de la instrucción que no es otra que aquella del asunto que tratan los autores. Un poco más abajo de las líneas que acabamos de citar dirán que este pueblo podría ser inducido a caer en el error por la fuerza, acaso estética, generada desde el púlpito, aunque el discurso fuese falso, corrigiendo, a nuestro juicio, el sesgo didáctico. Pero –y esta es la nota esencial– porque el Dictamen, en cuanto ensayo, viene dado en español, es decir, en una lengua nacional. Cabe decir que la importancia de la lengua nacional es aquí doble. En primer lugar, porque el latín queda relegado a determinadas citas que cumplen una función unas veces representacional y otras como síntesis de una demostración; en segundo lugar, porque es desde el español desde donde se hace la crítica textual recogiendo los frasismos de la lengua náhuatl y llevando a cabo los análisis etimológicos pertinentes según el caso. De manera que nos encontramos con una lengua con la potencia suficiente –la potencia de la formación social española en que se ha generado–, a una altura histórica determinada, para dar cuenta del estado del mundo o dicho de otra manera, tener la virtualidad de ofrecer en tanto que contexto de trascendentalidad, un mapa del mundo{32}. José de Uribe y Manuel de Omaña no se detienen a refutar las afirmaciones del padre Mier según las cuales la lengua mejicana sería «superior en sublimidad al idioma latino, tan abundante como el griego, abrevia como el hebreo en una palabra muchos conceptos, y su sentido enérgico es todo figurado y simbólico.», pero entran al fondo de los análisis que él y Borunda proponen a partir de una lengua, el español, que será mucho más que un resorte instrumental. Así pues, es la lengua española, a través de sus sintaxis y su semántica, el idioma en el que se analizará el significado de aquellas fantasías.

Así, según esto, el Dictamen de José de Uribe y Manuel de Omaña es un ensayo constitutivo de un discurso{33} dado en una lengua nacional. Pero el discurso se construye en el proceso de refutación de las tesis del licenciado Ignacio Borunda. Este contexto pragmático supone el ejercicio de la norma –repetimos– según la cual pensar es pensar contra alguien y en él el Dictamen puede ser entendido como un ensayo en el que se genera un contradiscurso. Pero aún entendido como contradiscurso se pueden observar una serie de líneas que nos sitúan ante una concepción clara de lo que es un discurso. Los autores supondrán que un discurso puede ser interpretado o remite a cierto sistema. La Clave historial de Borunda arrojará, por tanto, un sistema que hay que someter a crítica. Habrán de asumir, implícitamente, utilizando la analogía arquitectónica, que el sistema borundiano es un edificio de cimientos endebles; por estos cimientos comenzarán las operaciones de demolición. El método de los censores se dirige al sistema completo, pero los procesos de crítica se llevarán a cabo a través de las partes diferenciadas. Se identificarán por tanto, varias partes que irán siendo, una a una, refutadas. Ya hemos visto como descomponen las argumentaciones de Borunda. Primero, la crítica textual; luego, los relatos históricos; finalmente el análisis y reinterpretación de las reliquias arqueológicas. Como se dice en el Quijote, José de Uribe y Manuel de Omaña proceden llevando a cabo numerosas pruebas y repruebas. La Cronología y la Geografía serán tenidas en cuenta en virtud de su pertinencia gnoseológica, sin perjuicio de su representación epistemológica («la cronología y la geografía son los ojos de la Historia»). Los argumentos biológicos (con relación al crecimiento demográfico) serán aportados con toda pertinencia a un engranaje argumentativo constitutivo de la construcción discursiva. El Dictamen va procurando avanzar apagógicamente y, en este proceso, rodea y encierra el sistema de Borunda, a la manera como las abejas obreras envuelven a la polilla, en su propia argumentación, inutilizándolo completamente. Por otra parte, se concede –en un sentido epistemológico– un sentido instrumental a las argumentaciones del sistema; ahora, los análisis de Borunda-Mier serán defectuosos por las aberraciones propias de su microscopio. Utilizando las expresiones del dominico, podríamos decir que el Dictamen avanza de manera «irrefragable» trazando las líneas ya no sólo de su refutación sino del discurso. Pero todo discurso irá dirigido a la verdad; una verdad, por otra parte, indivisible. El monismo de la verdad es el telón de fondo: «la verdad siempre se sostiene en la uniformidad»; sin embargo, este supuesto metafísico no empaña la verdad del discurso. Así pues, el Dictamen puede ser interpretado como un ensayo en toda regla. Ni siquiera algunos llamados ensayos actuales se atienen a los canales formales que supone la crítica implícita en este Dictamen.

Ahora bien, postular que el Dictamen pueda ser interpretado como un ensayo crítico puede parecer, cuanto menos, paradójico. Una paradoja que quizás sea puesta de relieve por quienes duden en asignar el concepto de crítica a un «informe interno», procedente de la dogmática del campo del catolicismo. Acaso, ejerciendo una idea de crítica con mayúsculas (La Crítica), a la manera como se concibe también la idea de La Razón{34}, de raíz idealista. Una idea de crítica de la que se pretenderá la «verdadera crítica», llevada siempre a cabo sobre una materia universal constitutiva por definición del material filosófico puro{35}. Sin embargo, no toda crítica es filosófica y, si hacemos caso a Covarrubias, no habría que entender la crítica como crítica general sino como crítica especial dada en un campo restringido sin que por ello deje de ejercer su función crítica. Porque el propio Covarrubias se refiere al término crítico como aquel que hace referencia a la operación de juzgar («Vale tanto como judicial, o judiciario») y por extensión dirá «y de aquí se dixeron críticos los que juzgan y examinan con rigor las poesías y las escrituras y obras de otros»{36}. Pues, en efecto, habrá que conceder que hay muchas obras de crítica, sin que quepa decir que son obras filosóficas, como la crítica de las poesías de la que nos habla Covarrubias. Tampoco cabría oponer crítica, como ejercicio puro del juzgar, a una dogmática. Porque la crítica, por sí misma, no supone ningún puesto privilegiado frente a una dogmática inferior, salvo que, por un ejercicio de petición de principio, se esté presuponiendo esa inferioridad. Porque la inferioridad, o no, de la supuesta dogmática es el resultado de la potencia de la crítica, que, en el ejercicio de su censura, ha de presuponer, así mismo, una doctrina determinada –explícita o implícita–. De hecho, la crítica se puede llevar a cabo desde dogmáticas muy diferentes: puede haber una crítica desde el cristianismo al islamismo y recíprocamente{37}. Habrá que volver, por tanto, a la operación de juzgar obras de otros –como diría Covarrubias– para destacar su formato funcional. Desde la perspectiva de este formato funcional del concepto de crítica, no cabría retirar el atributo de crítico al Dictamen. Pues éste presupone «escrituras y obras de otros» (en este caso las opiniones y teorías de Borunda-Mier) consideradas como material que ha de negarse desde los criterios que establecen José de Uribe y Manuel de Omaña, orientados a refutar, censurar y corregir aquellas opiniones introduciendo con ello el momento constitutivo de la crítica. En este sentido, la crítica llevada a cabo por los censores se acoge puntualmente al trámite dialéctico de negación y afirmación.

Pero la crítica que se pone en marcha, en el contexto del Dictamen, tampoco puede ser reducida a una crítica de unas teorías (las fantasías Borunda-Mier) por otras (las relativas al propio Dictamen). En primer lugar, porque hay que considerar tanto los componentes institucionales desde los que se hace la crítica como aquellos a los que va referida la misma. Desde esta perspectiva, que considera las instituciones involucradas en los trámites dialécticos de la crítica, no cabe reducir la misma a aquellos componentes institucionales{38} formados exclusivamente por teorías o libros, porque la crítica se dirá de muchas maneras con diferente alcance cada una. Habrá que reconocer, en efecto, una crítica dialógica entendida como la negación de unas teorías mediante otras en la que encaja puntualmente el Dictamen, frente a los apuntes y borradores del padre Mier o frente a la Clave historial de Borunda. Pero el propio Dictamen introduce elementos que nos obligan a tener en cuenta la crítica logoterápica y la crítica translógica. La crítica logoterápica supone las correcciones verbales que habrían de dirigirse a la persona de fray José Servando Mier, incluida su reducción en Santander, así como la propia retractación del dominico; la crítica translógica irá dirigida ahora a las obras mismas (a las opiniones, a las teorías) de Mier y Borunda. En el mismo Dictamen se propone una modulación de la crítica translógica relativa a tales obras: «Así pudiéramos, señor excelentísimo, en vista de estas juiciosas reflexiones, pedir alcanzar que se recogieran y archivaran en el más profundo secreto los manuscritos en que se ha sostenido la imaginaria identidad de Santo Tomás con Quetzalcohualt, que así han transformado la cabeza de Borunda, que por medio de éste han precipitado al padre doctor Mier en un profundo abismo, y que en lo sucesivo son capaces de formar mil caballeros y novelistas historiadores». Son las obras mismas las que están sometidas a censura, pero ya no desde otras obras sino desde determinadas instituciones llamadas a corregir de manera translógica el logos borundiano.

No debemos desconsiderar tampoco la crítica en el sentido ontológico. La crítica ontológica, entendida como la crítica de determinadas acciones, instituciones o realidades a otras acaso deba ser vista en el mismo marco o contexto crítico del propio Dictamen. El contexto que nos permite diagnosticar el punto crítico que corresponde a todo el proceso sobre el sermón del padre Mier. Volvemos a Covarrubias para recoger la acepción de crítico según la cual se refiere a «Días críticos llaman los médicos aquellos en los que se puede hacer juicio y discurso de la enfermedad del paciente…» La crítica ontológica supone, por tanto, esta idea de crisis tomada de la experiencia médica y ejercida en los campos sociales y políticos. Así, diremos que la crisis que nos permite entender mejor el contexto crítico del Dictamen es la crítica ontológica a que estaba siendo sometido el Antiguo Régimen por los acontecimientos de la Gran Revolución{39}. Una crisis que amenazaba cambiar la configuración política del imperio español provocando la fractura de su placa tectónica{40} y generando con ello procesos de deriva orientados al resquebrajamiento de sus placas que en poco tiempo acabarían por convertirse en nuevas placas en la nueva configuración política internacional. Es éste el contexto que se entreteje en el sermón del padre Mier y será el contexto que, según el buen juicio de los censores, permite ver los peligros antropológico-metafísicos de las afirmaciones del mismo. Así pues, engranado en su contexto determinante, el Dictamen sobre el sermón del padre Mier podrá ser interpretado como un ensayo crítico en su tiempo y cuya racionalidad obstativa se pone de manifiesto. Por otro lado, dado el clima sociopolítico en el que insertamos el Dictamen, en modo alguno se podrá decir que se trata de un texto gnóstico; bien al contrario, se deberá postular su implantación objetiva en la realidad en la que está inmerso.

No hay que perder de vista que el Dictamen sobre el sermón de fray Servando Mier supone un análisis de unas teorías sobre la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe y sobre la predicación de santo Tomás en América. Estas teorías, por muy descabelladas que fueran –o precisamente por ello–, involucraban contenidos fisicalistas y fenoménicos con los que también se ha de enfrentar el discurso de José Uribe y Manuel de Omaña. En este sentido, el Dictamen debe ser visto como refiriéndose a las realidades del Mundo, a la verdad construida en la que los fenómenos y los términos quedarán ordenados y organizados conforme a una estructura diferente que constituye la refutación del sueño de Borunda. En tanto que discurso, el Dictamen entrañaría componentes pragmáticos, sintácticos y semánticos. Entendido así, se comprende mejor las alusiones al Quijote, porque el Quijote, al ser interpretado en el marco de la argumentación del Dictamen ha de ser visto como un discurso igualmente dirigido a la verdad o a separar, al menos, las apariencias de las verdades. ¿Dicen los frasismos lo que, según Borunda, parecen decir?{41} ¿Acaso los peñascos aparentan ser la estatua de Santo Tomás o la misma «Biblia Americana» y no la estatua de Quetzalcohuatl y un calendario indígena? ¿Son los molinos gigantes y los rebaños ejércitos? o, dicho de otro modo, ¿son veraces estas apariencias o son falaces? o ¿en qué sentido son verdaderas y no falsas apariencias? Y, en efecto, parece que el Quijote es traído aquí en el contexto de aquellas apariencias falaces identificadas en el sermón y en la Clave historial. Porque si es posible suponer en Borunda un Quijote es porque las apariencias que ante el sujeto Borunda remiten a la imagen de Santo Tomás son apariencias falaces de presencia, como apariencia falaces de presencia de gigantes eran los molinos, hasta llegar, en el límite a ser puras alucinaciones.

5. El Quijote en el Dictamen sobre el sermón del padre Mier

Las alusiones y citas del Quijote en el Dictamen son abundantes, y todas van en el sentido de mostrar las alucinaciones de fray Servando y del licenciado Borunda. A nuestro juicio, el Dictamen realiza una lectura del Quijote en términos epistemológicos. Sin embargo, esto no es óbice para que puedan ser vistas las connotaciones gnoselógicas incorporadas en él. Con todo, el hecho de que veamos el ejercicio de una interpretación epistemológica no quiere decir que ésta sea la representación que del Quijote tuvieron los autores. Más aún, se podrá decir que los censores a la vez que se representaban el significado del Quijote en términos de ridiculización (la lectura cómica del Quijote característica del siglo XVIII según algunos) estaban dando pie implícitamente a una interpretación filosófica porque permitían ver a don Quijote en tanto que sujeto ante determinadas apariencias –sin perjuicio de que estas apariencias ni siquiera fuesen falaces y resultasen falsas apariencias–.

Las alusiones indirectas al Quijote florecen en toda la extensión del Dictamen por medio de sintagmas o frases que, en todo momento, remiten a la obra de Cervantes; remisión potenciada sin duda por las citas directas. Las alusiones a las que llamamos indirectas imitan el estilo de Cervantes o harán referencia a la locura de Borunda –pero de manera que nos hace tener presente la locura de Alonso Quijano–. Así, por ejemplo, se dirá de Ignacio Borunda que «se creyó ya en disposición de hacer su primera salida y desagraviar al orbe literario de los entuertos históricos que ha recibido de cuantas historiadores de Indias han escrito hasta el día»; otras veces el Dictamen se referirá a la obra, pero también imitando el estilo cervantino: «no viendo justo empeñar las armas de la razón para rebatir locuras, sólo tocaremos algunos puntos de este desvariado sistema». Sin embargo, las alusiones indirectas más frecuentes se refieren a su locura como las del hidalgo manchego: «sin otro fundamento que el de su trastorno celebro», «La verdad es que esta piedra como la explican Borunda y el predicador, es una prueba irrefragable y el testimonio más irrefragable de que ambos están locos», «¡Oh! Locura, exclamaremos nosotros, ¡Oh furor atrevido y blasfemo de unos hombres tan faltos de juicio como de historia!» o «los insignes anacronismos del nuevo autor; pero aún sin ellos, sobrada materia da para reír la inaudita y disparatadísima alegoría». Estas alusiones, efectivamente, no se formulan al margen de toda ironía y vis cómica, pero si cobran alguna fuerza lo hacen en el contexto de las demostraciones y refutación del sistema borundiano. Por esta razón decimos, sin perjuicio de su vis cómica, que la lectura se hace en términos epistemológicos.

Mucho más numerosas son las alusiones o citas directas del Quijote: párrafos o pasajes de mayor extensión que los anteriores, donde ahora tiene lugar la mención de Cervantes, Don Quijote, Sancho o algún otro personaje de la obra. Las citas directas dan comienzo casi al abrirse el Dictamen, con el planteamiento metodológico de los autores respecto al sistema borundiano: «que los delirios de Don Quijote de la Mancha, variada la materia no se concibieron sólo en el celebro de Cervantes». Acaso se quiera decir que hay más de un autor y que la obra de fray Servando pertenece a un sistema más amplio, pero acaso quepa también interpretar esta cita en el sentido de atender a los finis operis. Borunda será presentado como un don Quijote histórico que pretende resucitar una suerte de nueva caballería historiográfica. En el análisis de las etimologías de la lengua náhuatl se ponen ya de manifiesto las falacias de Borunda de manera que los censores no desaprovecharán la ocasión para acudir de nuevo a Cervantes: «¿Fue otro el delirio de Don Quijote cuando creyó, que la manada de carneros significaba un ejército o cuando tuvo por un gigante como Briarco al molino de viento?» y también: «No de otro modo que a pesar de los clamores de Sancho creía firmemente Don Quijote, que la bacía del barbero era el mismo yelmo de Mambrino fabricado de un oro puro».

Si el Quijote puede ser incorporado al Dictamen será porque su interpretación es pertinente, es decir, porque puede ser «incluida» en la totalidad de la argumentación –y no exclusivamente por lo risible de su mención, porque, en todo caso, habrá que explicar la estructura normativa objetiva que lleva a la «risa» subjetiva–. Y puede ser «incluida» en la argumentación porque –deben de interpretar los autores–, «variada la materia» estamos ante sistemas de dispositivos proporcionales en cuyo contexto se dan los sujetos operatorios. Una relación entre sujeto y objetos que permite comparar a Borunda con don Quijote: «Todo esto señala la piedra; todo esto ha visto en ella por ministerio del anteojo de Borunda el padre Mier. Pero nosotros que no vemos ni tinteros, ni iglesias, ni patriarcas muertos ni vivos, ni ranas, ni mosquitos ni estrellas que en el medio día se oscurezcan por un eclipse, (rara astronomía) diremos como en otro tiempo Sancho a Don Quijote, señor licenciado encomiendo al…hombre ni gigante ni caballero de cuantos vuestra merced dice, parece por todo esto, a lo menos yo no los veo. Pero el licenciado Borunda que ve en la piedra lo que imagina, ve en ella ministros de orden sacro, ve veinte iglesias o fundaciones, y aludiendo a que el nombre de Dioses, o sacerdotes…»

¿Puede ser considerada la «lectura» de los censores José de Uribe y Manuel de Omaña como una interpretación en un sentido exclusivamente cómico despojada de toda involucración filosófica? A nuestro juicio, la respuesta debería ser en sentido negativo. El Quijote en su conjunto es «leído» epistemológicamente; la crítica a las novelas caballerescas no será una crítica que se reduzca a la inmanencia autogórica del campo literario sino que se considera también en cuanto tiene que ver con la verdad y no exclusivamente con la verosimilitud novelesca. Es como si Uribe y Omaña hubieran descubierto una realidad de un género distinto al de los molinos imaginados como gigantes por las lecturas de un hidalgo manchego, pero también a los libros de caballerías. Es cierto que los autores ya al final del Dictamen dirán: «Si los novelistas no hubieran atestado el mundo de libros de caballería, no hubieran en otros tiempos infatuádose muchos a quienes quiso ridiculizar el ingenioso Cervantes con su imaginario Quijote». Pero volvemos a hacer hincapié en nuestra argumentación, si José de Uribe y Manuel de Omaña pueden cerrar así sus citas del Quijote (aunque supongamos que el Quijote cumple la función de un escalar) es por dos razones que tienen que ver respectivamente con la representación y el ejercicio de la hermenéutica del Quijote. Desde el plano de la representación, están diciendo que la obra de Cervantes es una novela cómica; y así han comenzado leyendo la obra, al iniciarse el Dictamen, mediante una cita de Horacio: «Ridiculum acri/Fortius et melius magnas plerunque secat res». Y sin duda se trata de ridiculizar con agudeza. Los autores justifican la introducción de las alusiones al Quijote atendiendo a la inmanencia de los documentos (el mismo Borunda habría bebido de fuentes que aluden al Quijote). Pero también los versos de Horacio presuponen la consideración de las cosas mismas: «plerunque secat res». Y esta alusión a las cosas nos pone ante el plano del ejercicio. Será, entonces, desde el plano del ejercicio desde donde cabe reinterpretar la interpretación que, a su vez, llevan a cabo los autores del Dictamen. Porque sin sus análisis y crítica de las apariencias falaces –acaso de presencia– que atribuyen al sujeto Borunda no habría manera de utilizar el Quijote como proporción ridiculizante; si esto es así, es porque cabe llevar adelante la comparación, teniendo en cuenta las cosas mismas.

Sin duda, la representación que los autores hacen del Quijote como obra cómica está en sintonía con su tiempo. De hecho la interpretación ordinaria supone que la obra de Cervantes habría sido leída en clave cómica hasta prácticamente principios del siglo XIX, momento en el que iría abriéndose paso, poco a poco, la llamada «concepción romántica»{42}. El Quijote sería, pues, visto como novela cómica. Una apreciación que coincidiría con las intenciones declaradas por el propio Cervantes, según las cuales Alonso Quijano vendría a ser una suerte de Amadís pintado a lo burlesco. El siglo XVIII (Gregorio Mayans y Síscar, Vicente de los Ríos) habría acertado en su apreciación de la obra de Cervantes. Las características del Quijote se dibujarían en el plano de la inmanencia literaria y serían el reflejo de las intenciones del autor. El conjunto de dispositivos que configura un marco de confrontación entre los objetos y el sujeto serán vistos aquí como un sistema de contrastes en busca de lo grotesco, es decir, orientados a motivar la risa. Pero con esta interpretación se pierden las determinaciones objetivas de las normas que canalizan la comicidad, incurriendo en una lectura psicologista de la misma e impidiendo ver el importante papel de estos dispositivos con relación a la verdad. Pero el Quijote será definido como «épica cómico-burlesca en prosa». La interpretación cómico-burlesca habría sido transformada por los románticos (Schlegel, Schelling, Tieck, Rickter) en la medida de su oposición a los cánones estéticos del siglo XVIII. Entre 1797 y 1805, los románticos alemanes habrían iniciado su particular batalla a favor de una visión completamente distinta de la obra de Cervantes. Habría que esperar unos cuantos años para que la interpretación romántica se asentase en el solar hispano. Se dirá entonces que la interpretación romántica del Quijote en España es heredera de la interpretación alemana, pues habría que esperar hasta mediados del siglo XIX. Se suele entender que el arraigo romántico en España, sin embargo, tuvo que ser anterior para poder explicar la rapidez de su implantación.

A nuestro juicio, la lectura del Quijote que se lleva adelante en el Dictamen si bien, desde el punto de vista de la representación, es una lectura cómico-burlesca, desde el punto de vista de su ejercicio, introduce connotaciones epistemológicas suficientes como para incluirla con cierta dificultad en la interpretación ordinaria atribuible al siglo XVIII. Carece de las formulaciones metafísicas que oponen un sujeto idealizado a la «realidad» o al mundo entendido como objeto. Pero estas versiones del Quijote sí son más problemáticas dada su formulación metamérica. Sin embargo, la meditación ejercida por José de Uribe y Manuel de Omaña se hace en el contexto de una crítica que tiene mucho de ejercicio filosófico. Si tenemos esto en cuenta, nos vemos obligados a dejar aparte las explicaciones inmanentistas porque nos impiden comprender una perspectiva como la que estamos intentando demostrar. Y, en todo caso, nos parece que la versión del Quijote del Dictamen plantea el problema de su lectura en clave cómica. Si las cosas son así, habrá que admitir también que el Quijote pudo ser interpretado desde una perspectiva que desbordaba el corsé de lo burlesco en lengua española antes de sufrir ninguna influencia del idealismo alemán. Admitiendo la tesis de la concepción romántica del Quijote –sin que ello suponga postular que esta concepción propugne una lectura desviada– podríamos decir que en el Dictamen se dan los primeros pasos hacia una interpretación que introduce parámetros filosóficos, esto es, no puramente filológico-literarios.

Laviana, 23 de septiembre de 2009

Notas

{1} En adelante, remitimos al lector a los siguientes documentos: fray Servando Mier: «Apuntes del sermón de 12 de diciembre de 1794» (http://www.filosofia.org/aut/001/17941214.htm); «Borradores del sermón de 12 de diciembre de 1794» (http://www.filosofia.org/aut/001/17941230.htm). Poca diferencia se encontrará entre los distintos borradores y los apuntes del sermón de fray Servando Mier. Tienen aquellos, no obstante, el interés de poder comprobar la reiteración de los mismos errores y supercherías; verdaderamente, estas reiteraciones debieron cansar a los elaboradores del Dictamen sobre el sermón.

{2} La tradición guadalupana habría que iniciarla en los últimos años del primer tercio del siglo XVI, remontándonos a los orígenes de la aparición. En 1531, habría tenido lugar la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe al indio Juan Diego y al arzobispo de México, Juan de Zumárraga. En 1555, había sido fundada la primera basílica de Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac por el arzobispo Montúfar que en 1556 llevó a cabo una investigación sobre la misma aparición.

{3} Sobre José Ignacio Borunda véase José Ignacio Borunda (1740-1800) en http://www.filosofia.org/ave/001/a300.htm. Así mismo, sobre Servando Mier véase, José Servando de Mier Noriega y Guerra (1763-1827) en http://www.filosofia.org/ave/001/a303.htm.

{4} José de Uribe y Manuel de Omaña: «Dictamen sobre el sermón que predicó el padre doctor fray Servando Mier el día 12 de diciembre de 1794» (firmado en 21 de febrero de 1795) (http://www.filosofia.org/aut/001/17950221.htm.).

{5} Sobre José de Uribe y Manuel de Omaña puede consultarse: José Patricio Fernández de Uribe y Casarejo (1742-1796) en http://www.filosofia.org/ave/001/a301.htm; Manuel de Omaña y Sotomayor (1735-1796) en http://www.filosofia.org/ave/001/a302.htm. Igualmente resulta interesante y recomendable el libro de Iván Escamilla González sobre José de Uribe, José Patricio Fernández de Uribe (1742-1796). El cabildo eclesiástico de México ante el estado borbónico, Conaculta, México 1999, 313 páginas) (http://www.filosofia.org/aut/002/esc1999.htm).

{6} Hemos intentado, por nuestra parte, tener presente, a la hora de analizar tanto el sermón como el Dictamen, el concepto de basura historiográfica del profesor Pedro Insua. Véase Insúa, Pedro: «Sobre el concepto de basura historiográfica» en El Basilisco, número 33, septiembre de 2003, págs. 31-40.

{7} Véase la nota 1.

{8} Gustavo Bueno, Televisión: Apariencia y Verdad. Gedisa. Barcelona 2000. 333 páginas.

{9} No hay que perder de vista que el recurso al Antiguo Testamento para comparar a los indios aztecas en sus migraciones con los israelitas era un argumento manejado tiempo atrás. Los intentos de la historiografía por mantener vivo el mapamundi bíblico llegaban a postular la hipótesis de los preadamitas. Jacques Lafaye nos dice: «Esta declaración de ortodoxia es importante; según tenemos entendido, todos los autores del siglo XVI que emitieron hipótesis relativas al origen de los indios se sometieron a ella, y tendremos que llegar al siglo XVII, con Isaac La Peyrère, para que la hipótesis de los indios preadamitas, exentos del pecado original, sea emitida». Una hipótesis –continúa Lafaye– duramente combatida por Feijoo. Véase Lafaye, Jacques: Quetzalcoatl y Guadalupe. La formación de la conciencia nacional. FCE. México, 2002. Pág. 82.

{10} Desde luego, en esta Alianza entre los indios y Dios, como si fueran los antiguos israelitas, aún con el concurso de la Virgen en su modulación guadalupana, pone Lafaye el origen de la conciencia nacional mexicana. Para Lafaye serán los americanos criollos quienes se apropiarán de estas imágenes y recursos religiosos para oponerse a la metrópoli (España). El nombre mismo de México deberá entonces interpretarse contra el de Nueva España y la tierra prometida a los israelitas como la independencia mexicana. «La generación criolla que nos ocupa [mitad del siglo XVIII] tuvo como móvil hacer que la autoridad pontificia y la real reconociesen la evidencia de que el cielo favorecía a los mexicanos, nuevo pueblo elegido; ello será también su triunfo.» Lafaye, Jacques: Opus cit., pág. 126-127.

{11} En efecto, en 1794, ya habían pasado algo más de cinco años desde los acontecimientos que dieron lugar a la Gran Revolución. Por otra parte, las placas tectónicas constitutivas del Antiguo Régimen (véase Gustavo Bueno: El mito de la derecha. Temas de hoy. Madrid 2008) comienzan a fracturarse; una fractura que podrá afectar a la bóveda ideológica que formaba parte del status quo. Por tanto, ni siquiera cabrá permitir brechas en puntos aparentemente inocuos. Nos permitimos sugerir, en este contexto, la impostura que supone considerar a José Servando Mier como uno de los «intelectuales» de la liberación americana (Gustavo Bueno: «Los intelectuales, esos impostores» en Los Cuadernos del Norte. Número 48. Marzo-abril 1988. Págs 2-21).

{12} Utilizamos los términos «reliquias» y «relatos» en el sentido de Gustavo Bueno («Reliquias y relatos: construcción del concepto de «historia fenoménica»» en El Basilisco. Número 1, Marzo-Abril, 1978. Págs. 5-16.

{13} Peñascos, cruces y representaciones que ninguna relación guardaban con la imaginería cristiana, más allá que la que determinadas interpretaciones pretendían.

{14} Otra locura, la de comparar la lengua náhuatl con la de los latinos y los griegos, buscando acaso una asimilación de la naturaleza, los hombres y los dioses descubiertos al formato renacentista que se difundía desde España.

{15} Así, en los Apuntes del sermón y en los Borradores sin ninguna variación sustancial entre unos y otros.

{16} Coatlicue era una deidad terrestre madre de los dioses. Como madre de los dioses –dice Alfonso Caso– tiene una importancia especial entre los mitos aztecas. Coatlicue es madre del Sol, la Luna y las estrellas. De ella nace Huitzilopochtli, quien sale de su vientre armado del rayo de luz. Se la representa con una falda formada por serpientes entrelazadas, sostenida por una serpiente a la manera de cinturón. Véase Caso, Alfonso: El pueblo del Sol. FCE. México, 1978; Matos Moctezuma, Eduardo: Tenochtlitan.FCE. México, 2006.

{17} Fray Juan de Zumárraga (1475-1548), franciscano, fue el primer obispo de México y creador del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco para instruir en la doctrina cristiana en 1536. Zumárraga tuvo una gran actividad organizadora en México tanto en el campo doctrinal, en el ejecutivo como en el que pudiéramos llamar social (fundación de colegios, hospitales e imprenta).

{18} Una tradición que guardaba un gran paralelismo con la de Nuestra Señora de Guadalupe de las Villuercas en España tanto en lo referido a la imagen, al testigo de la aparición, al lugar de la aparición como a las circunstancias que rodearon al fenómeno y al desarrollo de la devoción (Lafaye, Jacques: Opus cit. Págs 358-386).

{19} En este punto, Jacques Lafaye señala: «Mier no hizo sino exponer las borrosas ideas de un amante de las antigüedades mexicanas, el licenciado Ignacio Borunda, y sostuvo que la aparición de la Virgen sobre la tilma del indio Juan Diego, y ante los ojos del obispo Zumárraga, era una leyenda piadosa. Según el dominico, el manto era de Santo Tomás de Malipur (y no del apóstol Santo Tomás), que había evangelizado a México hacia el siglo VI, acaecimiento que demostraban con toda evidencia las creencias, los ritos y los códices de los antiguos mexicanos. Así, sin negar la tradición milagrosa de Guadalupe retiraba el beneficio a los españoles: la aparición los había precedido en 10 siglos». Y más adelante prosigue: «ligada a la hipótesis de la evangelización prehispánica, hubiese minado el principal (e incluso el único) fundamento jurídico de la conquista, la misión evangelizadora (Lafaye, Jacques: Opus cit. Pág. 264). Como vemos, el texto de Lafaye pone los fines de Mier en línea con el independentismo criollo. Por nuestra parte, hemos de señalar que, en todo caso, la alusión a Santo Tomás de Malipur no casa bien con las referencias de Mier a «Santo Tomás, Apóstol de este reino». Aparte, en otro momento, también afirma: «en cuanto a Mier, propuso la identificación del apóstol santo Tomás con la divinidad mexicana que Quetzalcóatl, idea que, según él mismo confesó, no era nueva pero que él acompañó de una hipótesis que sí lo era» (Lafaye, Jacques: Opus cit. Pág. 248).

{20} Aunque Lafaye reconoce la ruptura de Mier con la tradición piadosa guadalupana, difícilmente podemos estar de acuerdo con él en que las explicaciones del dominico eran explicaciones racionales, sobre todo, cuando las enfrentamos al Dictamen: «El dominico echó por tierra, pues, los principales aspectos de la tradición piadosa, proponiendo explicaciones racionales a todo lo que los apologistas de Guadalupe, desde hacía un siglo y medio, se habían esforzado en presentar como manifestaciones sobrenaturales (Lafaye, Jacques: Opus cit. Pág. 350). Comprendemos que se pueda tener cierta simpatía hacia la figura de José Servando Mier, pero ello no puede llevar a postular la racionalidad de sus explicaciones.

{21} Se atribuye la mayor responsabilidad en el Dictamen a José Patricio Fernández de Uribe y Casarejo. No hay que olvidar que José de Uribe se había dedicado durante mucho tiempo al estudio de la tradición guadalupana. La labor de Uribe, a nuestro juicio, puede calificarse de encomiable, sin embargo, éste no llegará a tener la aureola de fama que envolvió al dominico Mier. Como dice Escamilla: «el canónigo José de Uribe, un personaje casi exclusivamente conocido en la actualidad como el censor que condenó las heterodoxas ideas expresadas por fray Servando Tersa de Mier en su célebre sermón guadalupano de 1794, mismo que le costó al dominico salir desterrado a España. Como ocurre tantas veces en la historia, la reputación de la víctima suele sobrevivir a la del juez, mientras que el exilio llevaría al padre Mier a ser recordado hasta hoy entre los próceres de la independencia, su censor ha pasado a las sombras». Véase Iván Escamilla González: «Un rector ilustrado: José de Uribe y la Universidad de México en Permanencia y Cambio: Universidades hispánicas 1521-2001. [Acta del VIII Congreso de Universidades Hispánicas. México, 2001], México, 2006. Pág. 198. (http://www.filosofia.org/aut/002/esc2001.htm).

{22} Este procedimiento ya nos pone ante un dispositivo operativo que, en principio, se aleja de todo psicologismo y subjetivismo. Efectivamente, lo que interesa del análisis son sus consecuencias objetivas. Esto no significa que no se pueda hacer una crítica logoterápica, pero ésta habrá que verla en virtud de la materia sobre la que están dictaminando. El análisis del sistema, desde luego, tendrá en cuenta factores sociales o individuales relativos al autor, pero no reducirá sus explicaciones a estos factores. Al contrario, envolverá o absorberá tales factores en la consideración de la materia.

{23} Juan de Torquemada (1557-1624) escribió una importante obra titulada Monarquía indiana, con el origen y guerra de los indios occidentales, de sus poblaciones, descubrimiento, conquista, conversión y otras cosas maravillosas de la misma tierra. La obra se editó en 22 libros en Sevilla en 1615. Aunque abundan en ella los errores, se suele considerar indispensable para el conocimiento de las sociedades precolombinas en América. Francisco Esteve Barba dice que hay en Torquemada un especial afán por entroncar la historia universal con la historia del Nuevo Mundo, vinculando comparativamente a judíos y grecorromanos con aztecas (Esteve Barba, Francisco: Historiografía indiana. Gredos. Madrid, 1992. Pág. 205). Para Lafaye, Torquemada será uno de los analistas de Quetzalcóatl, considerándolo un mensajero de las tinieblas (Lafaye, Jacques: Opus cit. Págs 239-244).

Francisco Xavier Clavijero (1731-1787). Conocedor de las lenguas y culturas indígenas así como del latín. Con la expulsión de los jesuitas se establece en Bolonia donde se dedicará al estudio de la historia mexicana. Escribe la Historia Antigua de México organizada en diez libros. A pesar de ser redactada en español, su obra se edita en italiano. Lafaye sitúa a Clavijero entre los criollos que ejercen un patriotismo mexicano en sus obras y lo considera un difusor privilegiado de la cultura mexicana en suelo europeo (Lafaye, Jacques: Opus cit. Pág. 161).

Lorenzo Boturini Benaduci (1698-1755). Se embarcó hacia Nueva España sin licencia por encargo de la Condesa de Santibáñez con el fin de cobrar las cuentas atrasadas de su encomienda. Boturini tenía un gran fervor a la Virgen de Guadalupe. Era, además, muy aficionado a las antigüedades mexicanas. Fue reuniendo manuscritos y documentación de las tradiciones mexicanas a la vez que aprendía el náhuatl. En 1743, es apresado y enviado a España. Aquí, redactó una obra con el título Idea de una nueva historia general de la América septentrional, fundada sobre material copioso de figuras, símbolos, caracteres y geroglíficos, cantares y manuscritos de autores indios últimamente descubiertos (1746). Según Lafaye, en la Historia General Boturini pretendía dar un fundamento histórico a la tradición guadalupana. Así mismo, viene a decir que el apresamiento de 1743 y el proceso por el que se le envía a España reconocían que el asunto de la tradición guadalupana era un tema de Estado (Lafaye, Jacques: Opus cit. Pág. 346).

{24} Daniel, Glyn: El concepto de prehistoria. Labor. Buenos Aires, 1973, págs. 33-34.

{25} Finkelstein, Israel y Silberman, Neil Asher: La Biblia desenterrada. Siglo XXI. Madrid, 2007. 414 págs.

{26} Claro está que se refiere al deterioro del que habla José Servando Mier.

{27} Obsérvese la utilización, al modo de Feijoo, del concepto de «vulgo». Como se puede ver, el término no debe ser reducido a su significación sociológica porque al ir asociado a su correlativo «público ilustrado» quedan corregidas o absorbidas en él las posibles connotaciones reduccionistas.

{28} En efecto, la seriedad del asunto podemos entenderla, hoy, mucho mejor desde una perspectiva no estrictamente religiosa. El sentido del sermón de Servando Mier queda objetivado (como el sentido de una llave acoplada a la cerradura o de un síntoma a la enfermedad) al componerse con los acontecimientos que dieron lugar a la independencia de Nueva España. Ya hemos señalado cómo Lafaye va registrando en su libro (Lafaye, Jacques: Opus cit.) relacionándolo con la veneración de Nuestra Señora de Guadalupe. Gustavo Bueno, a nuestro juicio muy acertadamente, identifica en este movimiento criollo independentista la formación de una derecha no alineada que desembocó en la secesión de Nueva España. El Antiguo régimen español reprimirá estos brotes secesionistas y, en este sentido, así se puede interpretar los acontecimientos que envuelven al sermón del dominico Servando Mier. Por consiguiente, las ilusiones –y también las de Borunda– de José Servando Mier fueron reprimidas porque abonaban el campo de la sedición objetivamente. La simpatía –tal nos parece– que Jacques Lafaye siente por fray Servando no parece nacer de la reivindicación de un anhelo de justicia universal (acaso gnóstica) sino de una postura relativista vinculada al indigenismo. El sermón de 1794, según lo que venimos diciendo no fue intrascendente, mirando las cosas desde un punto de vista político. En su contexto, la reacción del arzobispo y del virrey no puede ser valorada metafísicamente al margen de su alineación con el imperio español. Como dice Gustavo Bueno «el significado político del escandaloso sermón de fray Servando no sólo tenía un alcance religioso (en tanto que obligaba a revisar tradiciones de siglos), sino también un enorme alcance político. En efecto, afirmar en el México de 1794 que la Virgen de Guadalupe, puesta en la misma línea que la Virgen del Pilar de Zaragoza, había estado presente en carne mortal no sólo en Zaragoza, sino también en México, quince siglos antes de la entrada de los españoles, equivalía a sentar el principio de la independencia histórica de México respecto de España». Véase Gustavo Bueno, El mito de la derecha, Temas de hoy, Madrid 2008, pág. 275.

{29} Conviene señalar que en la medida en que el Dictamen, según nuestra tesis, constituye un discurso dialéctico orientado a refutar las tesis sostenidas por fray Servando Mier en el sermón, supone aparejadas unas premisas relativas a la apariencia y la verdad. Al utilizar el Quijote como modelo de comparación en virtud de la cual se ponen de manifiesto una serie de paralelismos entre el sermón, la Clave historial y el modelo que constituye el Quijote, los autores del Dictamen están incorporando al Quijote en términos de la misma interpretación epistemológica y ya no solamente por sus aspectos más o menos risibles (aspectos que no se nieguen) sino porque el Quijote mismo tendrá que ser interpretado, aunque lo sea en el ejercicio, de alguna manera, como tratando también con la apariencia y la verdad.

{30} El concepto de ensayo ha sido tratado de muchas maneras. Aquí nos acogemos al concepto ofrecido por Gustavo Bueno («Sobre el concepto de ensayo», en «Simposio sobre el padre Feijoo y su siglo, celebrado en la Universidad de Oviedo del 28 de septiembre al 5 de octubre de 1964». Publicado en Cuadernos de la cátedra Feijoo, 18 (I) (1966); págs. 89-112.). Así mismo, José Manuel Rodríguez Pardo en su libro El alma de los brutos en el entorno del Padre Feijoo ha realizado una reexposición del concepto de ensayo en la línea del materialismo filosófico de lectura recomendada en todo punto. Permite entender con claridad, sobre el ejercicio de análisis de los ensayos del padre Feijoo, cuál es el alcance del concepto materialista de ensayo. (José Manuel Rodríguez Pardo, El alma de los brutos en el entorno del Padre Feijoo, Pentalfa, Oviedo 2008, 519 págs.

{31} Véase Gustavo Bueno, «Sobre el concepto de «ensayo»», en «Simposio sobre el padre Feijoo y su siglo, celebrado en la Universidad de Oviedo del 28 de septiembre al 5 de octubre de 1964». Publicado en Cuadernos de la cátedra Feijoo, 18 (I) (1966); págs. 89-112.

{32} Gustavo Bueno: «El puesto del ego trascendental en el materialismo filosófico» en El Basilisco, revista de materialismo filosófico, número 40, 2009.

{33} Gustavo Bueno: «Discurso» en El Basilisco. Número 2. Mayo-Junio 1978. Pags. 75-79.

{34} Gustavo Bueno: «¡Dios salve la razón!» en Dios salve la razón. Encuentro Madrid, 2008. Págs. 57-92.

{35} Véase el importante análisis de la idea de crítica de Gustavo Bueno («La filosofía crítica de Gracián» en «Actas del congreso Ética, Política y Filosofía. En el 400 Aniversario de Baltasar Gracián» publicado como Baltasar Gracián: ética, política y filosofía, Pentalfa, Oviedo 2002).

{36} Sebastián de Covarrubias (ed. de Martín de Riquer): Tesoro de la lengua castellana o española. Alta Fulla. Barcelona, 1998. Pág. 372.

{37} Estamos reexponiendo la idea de crítica que Gustavo Bueno presentó en su artículo «La filosofía crítica de Gracián». Véase nota 35.

{38} Gustavo Bueno, «Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones» en El Basilisco. Segunda época. Número 37. Julio-Diciembre 2005. Págs. 3-52

{39} Merece la pena reflejar las palabras de Escamilla. Ellas, creo, recogen el contexto general de crisis política vivida en Nueva España durante los años finales del siglo XVIII. «Diciembre de 1794. Cercana la fiesta de la patrona de la Nueva España, el espectro de la incertidumbre ronda a los habitantes de la ciudad de México. A pesar de la censura de las gacetas y de los esfuerzos de las autoridades por aparentar una situación de normalidad, del otro lado del mar siguen llegando noticias que anuncian una inminente derrota de España en la guerra contra la República francesa. El miedo a la revolución alentado desde mediados del año anterior por los predicadores, y exacerbado por las continuas esquilmas de los donativos y préstamos de guerra, se ha convertido a lo largo de 1794 en una especie de pánico colectivo del que no están exentos ni siquiera los más altos jerarcas civiles y eclesiásticos.
Aquel clima de tensión toma proporciones de pesadilla cuando primero la aparición en las paredes de pasquines prerrevolucionarios, y luego a fines de año la detención, por orden del virrey, de varios franceses residentes de la ciudad acusados de simpatizar y ser apologistas de la revolución, confirman lo que muchos temían: el enemigo se ha infiltrado en casa.» Iván Escamilla González: José Patricio Fernández de Uribe (1742-1796). El cabildo eclesiástico de México ante el estado borbónico. Conaculta, México 1999, págs. 237-238 (http://www.filosofia.org/aut/002/esc1999.htm).

{40} Gustavo Bueno: El mito de la derecha. Temas de hoy. Madrid, 2008.

{41} De nuevo Iván Escamilla nos ilustra al respecto: «Ninguno de los desatinos formulados por Borunda en su Clave y adoptados por Mier se le escapa al agudo censor. Demostrando su conocimiento de náhuatl, despedaza la lingüística ilógica del abogado, quien, al ignorar absolutamente todas las reglas de la morfología de ese idioma, acomoda, divide, deshace y junta palabras, topónimos y expresiones enteras para demostrar su creencia de que los indígenas conocieron la prédica apostólica de Santo Tomás». Véase Iván Escamilla González: José Patricio Fernández de Uribe (1742-1796). El cabildo eclesiástico de México ante el estado borbónico. Conaculta, México 1999, págs. 237-238 (http://www.filosofia.org/aut/002/esc1999.htm).

{42} Close, Anthony: La concepción romántica del Quijote. Crítica. Barcelona, 2005.

 

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