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El Catoblepas, número 89, julio 2009
  El Catoblepasnúmero 89 • julio 2009 • página 11
Artículos

El anti Rousseau

María Teresa González Cortés

¿Puede mantenerse casi 250 años después de la publicación
de El Contrato social que Rousseau fue el paladín de la libertad,
el gran amigo de la democracia?

El anti RousseauEl anti Rousseau

«Y cuando el príncipe le dijo: es conveniente para el Estado que tú mueras, él debe morir puesto que bajo esta condición es como ha vivido a salvo hasta entonces, y su vida no es solamente un regalo de la naturaleza, sino un don condicional del Estado.»
«Entonces, todos los resortes del Estado son vigorosos y simples, sus máximas son claras y luminosas, no hay intereses embrollados, contradictorios, el bien común se muestra en todas partes con evidencia.»
(Rousseau, El contrato social.)

Las ideas de Jean-Jacques Rousseau alcanzaron tal nivel de popularidad entre políticos e intelectuales europeos que, once años después de su muerte, su cuerpo sería llevado al Panteón de Francia, al lugar donde tenían que reposar los grandes hombres. Pero, más que un símbolo de la inteligencia, Rousseau fue el que alentó con su lengua délfica la llegada del Romanticismo. Y por usar ad infinitum términos como «pueblo», «bien público», «igualdad»... acabó siendo considerado el padre de la democracia, el inspirador de los derechos humanos y, en último término, quien cimentó la legitimidad de tales principios domesticando los despotismos de la esfera política. Sin embargo, y pese a la fama que imperturbablemente y durante siglos ha escudado a este pensador ginebrino gracias al apoyo de los Jovellanos y Kant de turno, nos preguntamos: ¿fue Rousseau un amante, un paladín de la libertad, un defensor de la tradición liberal occidental? Creemos que no, dado el modo en que Rousseau validó el concepto de Voluntad General o dado ese afán suyo por buscar la armonía social en el marco del Estado Leviatán. Demostraremos que existen dudas más que razonables acerca de las bondades del pensamiento político de Rousseau, sobre todo una vez conocida la intolerancia que anima su libro de fundaciones El contrato social, o Principios de derecho político (1762), libro que por sí mismo pone en entredicho las supuestas conquistas que se adscriben a su autor.

Rousseau y la superioridad moral

En muchas ocasiones por ingenuidad o, quizá, por pereza mental solemos creer en la melodía de las palabras y, con exceso de docilidad, caer en sus redes. Y cuando eso ocurre, y no pocas veces, la palabra acaba hipostasiada y venerada, ajena consiguientemente a la mirada crítica. Por estas maneras tan poco filosóficas de actuar, un relato puede terminar ocupando un lugar desmedidamente privilegiado. Tal es el caso del pensamiento de Jean-Jacques Rousseau, cuyo hechizo procedía de la singularidad oracular con que se expresaba:

«¡Oh tú, hombre, de cualquier país que seas, cualesquiera que sean tus opiniones, escucha! He aquí tu historia tal como he creído leerla, no en los libros de tus semejantes, que son mentirosos, sino en la naturaleza, que jamás miente».{1}

«Yo concibo una empresa que jamás tuviera parangón y cuya ejecución no tendrá imitador. Yo quiero mostrarme a mis semejantes como un hombre con toda la verdad de la naturaleza. Y ese hombre seré yo.
Yo solo. Siento mi corazón y conozco a los hombres. No estoy hecho como ninguno de los que he visto. Me atrevo a creer no estar hecho como ninguno de los que existen».{2}

«En el seno del fanatismo más furioso se hizo oír [la voz de] la suprema sabiduría».{3}

«El fanatismo, aún siendo sanguinario y cruel, es, sin embargo, una pasión grande y fuerte que eleva el corazón del hombre, que le hace despreciar la muerte, que le da un impulso prodigioso y que sólo debe ser dirigida de la mejor manera posible para extraerle las mejores virtudes».{4}

Entre episodios de vanidad, megalomanía... y no pocas dosis de irracionalidad se movía Rousseau. Y el gigantismo moral que siempre exhibió, y nunca ocultó, se convirtió en ese gran aliado que empequeñecía sus abundantes incongruencias filosóficas. Por eso, al pomposo Rousseau, capaz al mismo tiempo de decir algo y su contrario, nadie le afeó la conducta cuando en unos casos defendía lo cultural, lo convencional como elemento que legitimaba el pacto social y, en otros casos, señalaba justo lo opuesto, sosteniendo el valor de lo natural y de cómo lo que es bueno y conforme al orden se debe a la naturaleza de las cosas.{5} Y si hay actos, afirmaba convencidamente Rousseau, que están fundados en la razón, en otros lugares aseguraba que «la religión y, en general, el espíritu razonador y filosófico inducen a aferrarse a la vida, envilecen y vuelven afeminadas las almas, concentran todas las pasiones en la bajeza de los intereses particulares, en la abyección del yo humano».{6}

No le importaban los paralogismos o argumentos falsos. Y como no le causaban transtorno ni contrariedad, este pensador podía criticar que un proceso acabara convirtiéndose en un contencioso a falta de una convención y, en otro lugar, apoyar que las diferencias de ser humano a ser humano son menores en el estado de naturaleza que en sociedad y desde el presupuesto de que la civilización, la cultura, en definitiva, las convenciones constituían formas tan artificiales y dañinas como antinaturales.{7}

Pese a estas y a otras incoherencias, por falta de profesionalidad tales contradicciones pasan desapercibidas a filósofos e intelectuales, entre otros cosas porque Rousseau, el padre de la pedagogía moderna que a sus cinco hijos, sin hacerse cargo de ellos, supo abandonar en orfanatos, ha sido confiado a las inercias verbales de la tradición. De esta manera, vive Rousseau desde hace siglos dentro del estereotipo mágico e inmovilista del «abracadabra», es decir, encerrado en la rutina fonética del «se repite lo que se dice» y, sin variaciones, «se vuelve a utilizar lo que anteriormente de él ha sido dicho».

Las galerías del tiempo

En pleno siglo XVII se fragua e instala en el mundo del Derecho una serie de ideas en torno al contrato social. Dos fueron los defensores del contractualismo: Hobbes y Locke. Y aunque el primero influye en Rousseau y el segundo exhibe su ascendencia en el pensamiento político de Montesquieu, Hobbes y Locke intentaban por igual explicar los orígenes del Estado a partir de hipótesis más o menos verosímiles, y ello con el fin de extrapolar al presente lo que imaginaban del pasado para, de este modo, justificar la naturaleza del poder político.

Inmersos en ese gusto por lo irreal que el uso de argumentos contrafácticos siempre regala, los que apoyaban la teoría del contrato social procedían no solo a iluminar los pasadizos del tiempo, sino a reconstruir las galerías de la Historia dando por cierto un conjunto de circunstancias no acontecidas, pero que en su opinión bien podían haber sucedido.

Locke (1632-1704) compartía con Hobbes (1588-1679) que el abandono del estado natural hizo posible la aceptación de un contrato social que culminaría en la creación de un poder público: el Estado. El funcionamiento del Estado no debía incluir nunca, precisaba Locke, la pérdida, alienación y/o anulación de los derechos naturales que habían existido en el estado de naturaleza.

A diferencia de los presupuestos liberales e iusnaturalistas que mantuvo Locke, en Hobbes lo que prevalecía era la defensa del Leviatán y, desde el autoritarismo del Estado, la búsqueda a ultranza de la obediencia a la Ley. La meta hobbesiana del contrato social no era otra que anular, a favor del gobernante (monarquía) o gobernantes (aristocracia), la capacidad humana de decisión y de acción. Y dado que el Poder valía más que los individuos, más que la libertad de los individuos y mucho más que los derechos de las personas, éstas perdían todas sus prerrogativas naturales en el momento de vivir bajo el paraguas del Estado y de sus instituciones.

En la arena de este duelo entre libertad (Locke) y autoritarismo (Hobbes), entre individualidad (Locke) y colectivismo (Hobbes), tomaría parte años después, y con gran éxito, el filósofo suizo Rousseau (1712-1778). E igual que hicieron los pensadores anglosajones, Rousseau se embarcaría en la aventura de buscar desde el utopismo una respuesta a la constitución del Estado, la dimensión del Poder y las obligaciones ciudadanas. Y con la falsa humildad que siempre caracterizó a ese «nacido ciudadano de un Estado libre», como a sí mismo se definía Rousseau, en su tratado, «el menos indigno de ser ofrecido al público», propuso Rousseau:

«»¿Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada uno de los asociados, y por la cual cada uno de éstos, uniéndose a todos, solo obedezca a sí mismo y permanezca tan libre como antes?» Éste es el problema fundamental cuya solución proporciona el Contrato social.»{8}

Amistades peligrosas

De Rousseau se omite que era, como Calvino en su Ginebra natal, un ferviente admirador de la dictadura. Y es que Rousseau no solo había invocado en repetidas ocasiones la ínclita figura, a su juicio, de Licurgo, sino que profesaba admiración hacia Esparta. Y además de nombrar a Aristóteles en las ocasiones en que necesitaba hablar del desigualitarismo, Rousseau también se apoyaba en la auctoritas de Platón, a la sazón firme defensor de Licurgo y de la represión espartana.{9}

De otra parte, igual que Morelly, en su Código de la Naturaleza, o sea, el auténtico espíritu de las leyes (1755) cuya autoría algunos adscribieron a Diderot, había defendido que los individuos deben vivir esclavos al carro de las leyes colectivas y encadenados al dictamen del Estado, Rousseau también consideraría y que el ciudadano era, cual vasallo, un administrado, ¿o era al revés? En todo caso, y pese a que le veamos citando al mismísimo barón de Montesquieu, Rousseau siempre optó por la concepción de la indivisibilidad del poder de Bodin.{10}

Pero además de tener mucho cuidado en no citar en El Contrato social la teoría de Montesquieu sobre la división del poder, Rousseau no disimuló el enorme aprecio que sentía por ese tirano llamado Calvino. Y puesto que consideraba la libertad como señal de obediencia, no dejó de mostrar su admiración por filósofos reaccionarios. De hecho, de Hobbes decía Rousseau que era «el único que ha visto el mal y el remedio, [el único] que ha osado juntar las dos cabezas del águila con el fin de conseguir la unidad política, sin la cual jamás Estado ni gobierno estará bien constituido».{11}

Estas y otras amistades peligrosas suelen omitirse en la mayoría de las monografías que analizan la grandeza filosófica de Rousseau. Con lo cual, rara vez logran oírse las voces críticas de Feijoo, Benjamin Contant, Stirner, Bakunin, Albert Camus, Victor Kemplerer, Isaiah Berlin et alii. ¿La razón de tanto silencio? Rousseau, apunta Gustavo Bueno, «fue políticamente disidente con el Antiguo régimen».{12} Y por ese gusto suyo, añadimos, por el republicanismo consiguió ganarse el favor de los intelectuales de su época, así como la simpatía posterior de los revolucionarios franceses.

Añadamos a este cuadro un pequeño matiz: que su oposición a la institución monárquica no le imposibilitó a Rousseau emplear ideas «absolutistas» y términos de alto contenido «aristocrático». De hecho, en 30 ocasiones se ve a Rousseau hablando del príncipe (prince) en su Contrato social. ¿Y ello a qué obedecía? A la necesidad de revalidar el modelo contractual hobbesiano de sumisión al Poder, de sometimiento al Estado, que no libertad dentro del Estado. Y si Hobbes formuló el principio del soberanismo absoluto, Rousseau lo aceptó y acabó aplicándolo sobre la voluntad general hasta alentar que todos los servicios que un ciudadano puede ofrecer al Estado debe prestarlos de manera inmediata y sin dilación, o sea, justo en el momento en que le son exigidos.{13}

El modelo populista de Rousseau

Durante siglos se ha creído a pies juntillas que la noción de «Pueblo» de Rousseau era una señal clara e inequívoca de democracia y de defensa de los derechos humanos. En ello colaboraron los muchos Cloots que, valiéndose de la oratoria rousseauniana, proponían políticamente que «il n’y a pas d’autre dieu que la nature, d’autre souverain que le genre humain: le peuple-dieu» (no hay otro dios que la naturaleza, otro soberano que el género humano: el pueblo-dios).{14} Sin embargo, y pese a tanta retórica y tanta sobreadmiración por Rousseau, ¿es verdad que el modelo populista de Rousseau araba con ideas democráticas?

Jean-Jacques llegó a afirmar, en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1754), que el desarrollo de la civilización contribuía a reforzar los vicios y debilidades humanas y que, lejos de ser una muestra ilustrada de progreso, la civilización constituía un signo de regreso.{15} Su propuesta, alejada del optimismo cerval del Siglo de las Luces, incluía, pues, inyectar en el corpus político la simiente moral de la virtud, de la perfección y la armonía. Por este motivo, en su obra El contrato social, o Principios del derecho político (1762) revestiría Rousseau del aura de «la perfectibilité» a su proyecto político: el acuerdo mutuo entre cada una de las partes (o pacto social) debería ser capaz de reformar las instituciones políticas, de elevar la condición moral de los seres humanos e integrar dentro del Estado al individuo. ¡La única posibilidad de regeneración espiritual se realizaba por medio de un pacto social!

Que la regeneración espiritual se fraguara en el útero social tenía su importancia, habida cuenta de que esta tesis rousseauniana venía a coincidir con las líneas maestras de La profesión de fe del vicario de Saboya, escrito póstumo en donde Rousseau, al estilo de Morelly, recomendaba que había que eliminar cualquier rastro de impureza y ello con el objetivo de alcanzar un nivel de sinceridad personal tal que fuese posible identificar lo individual con lo universal.

Más allá de sus buenas intenciones, en Rousseau de facto existía el peligro de vivir asociadamente con menos libertad que antes. Y como existía tal riesgo, lejos de ser consecuente con lo que había propuesto: «uniéndose a todos, solo obedezca a sí mismo y permanezca tan libre como antes», el populista Rousseau transitará por caminos dialécticamente opuestos indicando que el mejor medio para la armonía social consiste en someter los intereses de los individuos a un proyecto de convivencia idéntico. Y con la bandera del dirigismo a sus espaldas Rousseau señalará que los hombres no tienen otro remedio que sumar fuerzas, «ponerlas en juego con un solo móvil y hacerlas actuar de mutuo acuerdo».{16}

Sabido esto, resultaba muy difícil que los seres humanos dentro de ese marco de convivencia gozasen de algún margen de actuación, sobre todo tras proponer Rousseau domesticar por medio de la coacción la voluntad del Pueblo. Y desde el argumento demagógico de que «el pueblo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve» justificaría la necesidad de iluminarle, de «mostrarle el buen camino que busca, librarle de las seducciones de las voluntades particulares». Es más, llegaría a proponer que las directrices del pacto social encierran el compromiso «de que cualquiera que se niegue a obedecer a la voluntad general sea obligado por todo el cuerpo: lo que significa que se le obligará a ser libre».{17}

A Rousseau no le importaban las incoherencias que podían surgir de su defensa coactiva de la libertad ni tampoco le daba miedo incurrir en otras contradicciones. De hecho, si a su juicio, y con su perspectiva terriblemente misógina, «razonar» envilece y afemina el alma y la orgullosa filosofía, señaló en otro pasaje, conduce al fanatismo{18}, bien podía Rousseau entonces elaborar, como así hizo, un canto poético a la libertad para a continuación proceder sin ningún miramiento a su negación.

Tamañas incongruencias explicarían por qué Rousseau redujo antidemocráticamente todas las cláusulas de su contrato social a una: a la obediencia, y por qué subrayaba de manera también antidemocrática que el asociado tenía que ceder, transmitir y, en suma, alienar todos sus derechos a favor de la comunidad, de manera que «consumándose la alienación sin reservas, la unión resulta tan perfecta como puede serlo, y ningún asociado tiene ya nada que exigir: pues si a los particulares les quedasen algunos derechos, [...] el estado de naturaleza subsistiría y la asociación llegaría a ser necesariamente tiránica o inútil».{19}

La sumisión al Estado

Cuando se evaporaba el acuerdo común y el objetivo, en lugar de ser único, devenía plural, aparecía el desorden. Y para Rousseau el desorden social no solo era un problema de egoísmo. También constituía un inconveniente muy grave, surgido por el conflicto de intereses. Y esa pluralidad de intereses dentro del Pueblo impedía alcanzar la homogeneidad perfecta, por la que suspiraba él.{20}

Ante un planteamiento tan antiliberal como uniformizador, el pensador alemán Carl Schmitt (1988-1985) llegaría a considerar y muy seriamente que si la unanimidad de los asociados constituía el fin primigenio del Estado rousseauniano, entonces, se preguntaba Schmitt, ¿para qué mantener la ficción de que los seres humanos se reúnan, pacten un contrato social y organicen un Estado cuando todo esto no sirve de nada y lo que vale es la unidad y solo la unidad?{21}

Igual que el viejo Hobbes en su escrito El ciudadano (1642) hubo justificado el poder omnímodo del soberano y sentenciado que la libertad que exonera del cumplimiento de las leyes del Estado no pertenece a las personas, sino que «está reservada a los gobernantes», Rousseau retomaría la línea argumental de Hobbes y señalaría que «así como la naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social otorga al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos».{22}

Con esta manera de pensar organicista y dictatorial, el disfrute personal de los derechos era, en Rousseau, una muestra de tiranía, mientras que la docilidad, la claudicación, en suma, la alienación jurídica constituían, a su juicio, señales inequívocas de perfección política. La sumisión, que no la libertad, era el hálito que animaba el pacto social de Rousseau. De ahí la sentencia rouseauniana de que «la obediencia a la ley es la libertad». De ahí que Benjamin Constant en una de sus conferencias más célebres anotara que Rousseau, que el abate Mably y otros más habían defendido «que los ciudadanos estén completamente sometidos para que la nación sea soberana, y que el individuo sea esclavo para que el pueblo sea libre».{23}

Digno antecesor de Hegel

Desde la cultura del consenso, sobre la cual había en apariencia edificado su Contrato social, Rousseau no supo diferenciar entre legalidad y legitimidad. Y como al respecto no estableció ninguna distinción, no le quedó más remedio que alegar que los hombres tenían que someterse a los preceptos legales y obedecer los designios que marcaba la Ley, signo visible de la voluntad general. Y no solo porque habían renunciado dentro del Estado a todos sus derechos con tal de vivir asociados, sino también porque la Ley era, en opinión de Rousseau, una emanación perfecta del Todo, un símbolo del poder del Pueblo. Y desobedecer la Ley implicaba renunciar a la perfección inherente de la humanidad y, de paso, transgredir, repudiar y rechazar los fundamentos de la soberanía popular.

En medio de este gran enredo ideológico y lejos de separar el ámbito privado (de la moral) del espacio público (de la política) y, lo más importante, al margen de los argumentos que utiliza para maquillar su gusto por el despotismo, lo cierto es que Rousseau justificó el liberticidio en nombre del Todo. De ahí que su modelo populista abocara a la justificación de la tiranía y con estos argumentos:

1. es de suma importancia suprimir las voluntades particulares y, como las más y las menos se destruyen entre sí, argumentaba Rousseau, «quedará la voluntad general como suma de las diferencias»;

2. como la ley apunta al todo, no a los individuos, la voluntad general es «indivisible», «indestructible» e «indudable»;

3. si hay críticos u opositores al pacto, se debe proceder a su «exclusión»;

4. y si alguien ataca el derecho social, en nombre del Estado es lícito el castigo penal hasta hacer morir al culpable, pero no como Ciudadano, sino como enemigo: «et quand on fait mourir le coupable, c’est moins comme Citoyen que comme ennemi»;

5. «todos necesitan guías. Es preciso obligar a los unos a conformar sus voluntades a su razón, y enseñar al otro a conocer lo que quiere»;

6. al Estado le es legítimo el recurso de «la dictadura» para no debilitarse.{24}

Desde la intolerancia moral en su estadio más elevado, Rousseau incidió en las bondades del arquetipo de convivencia espartana. De este modo, cada sujeto había de vivir en, para y por el Estado y, sin titubeos, volcarse en el ordenamiento civil a fin de encontrar solamente en el ámbito de lo colectivo su desarrollo pleno. Con estas premisas, Rousseau aspiraba a alcanzar, como Hobbes, el horizonte comunitario de la uniformidad. Con estos mimbres, Rousseau creía políticamente beneficioso reunir en una la voluntad de todos los miembros que integraban el Estado. Con una ideología así, Rousseau opinaba que el Estado y el disfrute de los derechos individuales eran realidades tan incompatibles como mutuamente excluyentes.

De otro lado, y por el hecho de que estaba convencido de que la salud del Estado se materializaba en el vínculo de unidad que desprende esa persona colectiva soberana que es el Pueblo, Rousseau aceptó la identidad mística entre gobernante y gobernado. Rousseau admitió que existía «una justicia universal, emanada de la sola razón». Rousseau creyó que, como «la diferencia de un solo voto rompe la igualdad; [y] un solo opositor quiebra la unanimidad», en caso de litigio «lo que generaliza la voluntad es menos el número de votos cuanto el interés común que los une»; que «la ley de la pluralidad de sufragios [...] supone, al menos una vez, la unanimidad»; que la justicia «da a las deliberaciones comunes un carácter de equidad que se desvanece en la discusión de todo asunto, por falta de un interés común que una e identifique la regla del juez con la de la parte»; y que «mientras más armonía exista en las asambleas, es decir, mientras más se acerquen las opiniones a la concordia, más dominará la voluntad general; mientras que los debates largos, las discusiones, el tumulto, anuncian la preponderancia de los intereses particulares y la decadencia del Estado».{25}

En resumidas cuentas: en el modelo político de Rousseau sólo había cabida para una sociedad musicalmente uniforme, no polifónica. Sólo lugar para un proyecto político de corte colectivista. De ahí la necesidad de obligar a los unos a conformar sus voluntades. De ahí que, ante actos de resistencia, oposición o rebeldía, cualquiera que se negara a obedecer a la voluntad general fuera obligado por todo el cuerpo. Y por dos motivos. En primer lugar, porque en opinión del ginebrino «en una legislación perfecta la voluntad particular o individual debe ser nula». Y, en segundo término, porque si los opositores no invalidan el pacto social, entonces no hay más que un contrato en el Estado que «excluye todos los demás», sentenciaba categóricamente Rousseau.{26}

Lo sagrado bajo nuevo formato

Suele admitirse que en Rousseau, también en Kant, «la libertad queda definida como un rasgo de la naturaleza humana que no es preciso ir a buscar como don divino [..., sino] dentro de un nuevo escenario: el diseño de la vida política, emancipada ahora de la religiosidad como moral exclusiva».{27} Esto es cierto, pero solo aparentemente, ya que filósofos, como Rousseau, en su crítica al credo tradicional no escondieron jamás el objetivo de construir una religión civil. Con lo cual, en las paredes de su moral supuestamente «racional» no hubo nunca signos reales de emancipación religiosa y más cuando vemos que no pocos pensadores mantenían, aunque en formato laico, todas las viejas prerrogativas de la fe, incluida la persecución al hereje.

Hay muchas pruebas al respecto, sobre todo tras analizar el empeño que muestra Rousseau a la hora, por un lado, de sustituir la fe cristiana e imponer, por otro lado, su concepción religiosa de lo civil. Recordemos que este pensador suizo señalaba que «quienes diferencian la intolerancia civil respecto de la intolerancia teológica se engañan». Recordemos que en su Contrato social había sostenido que «el orden social supone un derecho sagrado que [...] se funda en convenciones». Recordemos que su teoría del pacto giraba en torno al poder soberano del que, no es capricho, Rousseau predicaba que era «todo absoluto, sagrado e inviolable». Recordemos así mismo que Rousseau insistía en no poner jamás trabas «al sagrado poder de las leyes». Recordemos, en fin, que Rousseau habló de religión civil y, por convertirla en elemento consustancial del Estado, nos regaló perlas como éstas: «Hay, pues, una profesión de fe puramente civil cuyos artículos le pertenece al Soberano fijar, no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad, sin los cuales no se puede ser buen ciudadano ni súbdito fiel. Sin obligar a nadie a creer en ellos, puede desterrar a cualquiera que no los acepte; puede desterrarlo no como impío, sino como insociable, como [ser] incapaz de amar sinceramente las leyes, la justicia y de inmolar, en caso de necesidad, su vida en aras de su deber. Si alguien, después de haber reconocido públicamente estos mismos dogmas, se comporta como si no los creyera, que sea castigado con la muerte; él ha cometido el mayor de los crímenes, ha mentido ante las leyes».{28}

Muerte al enemigo

Rousseau inauguró la era del Estado «Iglesia». Y por reivindicar status de antifilósofo y situarse en un estado de inmunidad y superioridad moral creyó estar al margen de los errores del género humano y, por ende, buscó erigir, igual que las antiguas pitonisas, sus ideas sobre sí mismo, esto es, fuera del debate, más allá de la duda y del razonamiento. Es más, por el hecho de que sus pensamientos se fundan en un lenguaje-fósil que gira en torno a Esparta y Roma, Rousseau no solo es ajeno al mundo de la política moderna. Rousseau no solo es un crítico de las conquistas del parlamentarismo democrático de los siglos XVII y XVIII, sino que su concepción calvinista de la regeneración de la Humanidad desde el respeto sagrado a la nueva tradición que él impone, la ley del Estado, aboca a la dictadura.{29}

No obstante y pese a que el ginebrino reflotó, igual que Hobbes, las sentencias políticas del viejo Bodin, por ironías de la vida Rousseau ha pasado a la Historia como símbolo del progresismo en su nivel más avanzado e, incluso, hoy en las universidades es considerado el padre de la democracia, mientras que a Hobbes se le denigra y define como el ideólogo más recalcitrante y rancio del pensamiento político occidental. Lo cual no deja de ser, además de falso, un desatino: fijémonos en que Rousseau, al eliminar cualquier rastro de divergencia ciudadana, admitió perseguir el ateísmo ideológico y, de paso, matar a esos díscolos e incómodos Miguel Servet que aparecieran en su Estado; y bajo el argumento a priori de que «la voluntad general es siempre recta y tiende constantemente a la utilidad pública», defendería que quien transgrede la ley de la voluntad general acaba convirtiéndose en enemigo.

Y es que el suizo por cuestión ideológica justificaba que la relación con el poder fuese servilmente vinculante y, por serlo, no admitió la posibilidad de que hubiera adversarios, tampoco signos de prudencia, tolerancia e imparcialidad. Por eso, no solo procedía a atajar los delitos del pensamiento desde su raíz. Por eso, no solo prohibía la aparición de grupos y asociaciones que fuesen por caminos distintos a la dirección que marcaba la política «soberana». Sino que Rousseau a los opositores al pacto social les aplicaba la muerte civil. ¡Había que tratarlos como «extranjeros entre los ciudadanos»!{30}

Item más. Dado que la neutralidad era un acto que a Rousseau le asqueaba; dado que en su utopía solo cabía la adhesión en cuerpo y alma a los dogmas ideológicos del Estado; dado que en una situación de desacuerdo entre gobierno e individuos, la supervivencia del Estado era incompatible con la conservación de éstos; las relaciones entre Estado y vasallo, entre amo y administrado quedaban imperativamente claras. Y los gobernantes, gracias a los instrumentos del poder, disponían de la potestad de aplicar la muerte física conduciendo al cadalso a los (clasificados como) enemigos del Estado.{31}

Con esta racionalización de la legalidad; con esta defensa del asesinato del enemigo público; Rousseau caía en el dogmatismo más denso y, al emplear el derecho de guerra para dar muerte al perseguido y vencido, justificó (y puso los cimientos de) la violencia por parte del Estado siendo tristemente un precursor de los errores/horrores del Estado contemporáneo.

La cuestión, entonces, es la siguiente: en condiciones políticamente tan coactivas como las que plantea Rousseau, ¿era factible que los disidentes, una vez rotas las cláusulas del pacto social, lograran abandonar esa sociedad estatista y recobraran su libertad natural?, porque si el contrato social podía deshacerse tal y como había señalado Rousseau, ¿entonces cómo explicar el uso de medidas sumarísimas, es decir, cómo ampararse en la bondad punitiva de la normativa militar y proceder al exterminio de los acusados desde el argumento de que ponen en peligro el pacto social y sus instituciones?{32}

El pretexto que cohonestaba las purgas políticas en nombre del bien del Pueblo derivaba de la defensa de la libertad coactiva. Por tanto, como el contrato social tiene como meta la conservación de los contratantes, quien quiere el fin [= la conservación de los contratantes] quiere también los medios, y estos medios, decía Rousseau, son inseparables de algunos riesgos, incluso de algunas pérdidas en vidas humanas. Así razonaba este epígono y conspicuo sucesor de Calvino.{33}

Querencias de totalitarismo

En El Contrato social se insiste en más de 30 ocasiones en la obediencia. Quizá por eso, Rousseau aceptó con total naturalidad la aniquilación de las personas aduciendo que la vida «es un don condicional del Estado», amén de que no podía aceptar que alguien respirara dentro de los muros de la nación sin adherirse patrióticamente y con docilidad al Estado. Pero por otra parte, no lo olvidemos, por el hecho de que hizo un canto a la obediencia Rousseau hablará del rol del súbdito (sujet) y de cómo «las palabras Súbdito y Soberano son correlaciones idénticas cuya idea se integra únicamente bajo la palabra «ciudadano»«.{34}

Dejando al margen la tendencia de el ginebrino a establecer identidades entre «sabiduría y fanatismo», «persona particular y persona colectiva», «juez y parte», «represión y libertad», «gobernante y gobernado», «súbdito y soberano», etc.; lo cierto es que para Rousseau todos eran «iguales por convención y en derecho». Y por ser «iguales» este filósofo incidía en que «en una legislación perfecta la voluntad particular o individual debe ser nula; [...] la voluntad general, o soberana, siempre dominante y norma única de todas las demás».{35} De donde se deduce que todos los individuos tenían que mostrar mansedumbre, respeto y mucha pleitesía al Estado, emanación final de la unidad del Todo. Y, en caso de haber disidentes, sobre ellos caerían la acusación de incivismo y, con la acusación de incivismo, el hacha de la ley, o sea, la pena de muerte.

Prohibida la imparcialidad, perseguida la tolerancia y, claro está, castigada la oposición política en ese bálsamo à la force que era su Contrato social, Albert Camus criticaría las querencias totalitarias de Rousseau e, incluso, le acusará de haber sido el primero en justificar la pena de muerte en una sociedad civil, el primero en validar la sumisión absoluta a la realeza del soberano al establecer «firmemente que hay que saber morir si el soberano lo ordena y que, si es necesario, se debe dar la razón al soberano contra uno mismo».{36}

Así que, de la misma manera que en la Ciudad de Dios era lícito, a juicio del dominico Tomasso Campanella (1568-1639), imponer un Estado por la vía de la fuerza, el suizo Rousseau propondría un escenario similar: la defensa de la dictadura en nombre del Pueblo. Por este motivo o, mejor, por ese sentido tiránico de la autoridad que tan bien le caracterizaba, Rousseau, diría: «El hombre ha nacido libre y en todas partes se encuentra encadenado. [...] ¿Cómo se ha operado este cambio? Yo lo ignoro. ¿Qué es lo que puede legitimarlo? Yo creo poder resolver esta cuestión».{37}

En cualquier caso, Rousseau se dio cuenta de las dificultades que entrañaba su enfoque, mas por buscar frondas políticamente imposibles llegaría a sostener afirmaciones de esta guisa: «¿Cómo los opositores son libres y sumisos a las leyes a las que no han dado su consentimiento?

Yo respondo que la cuestión está mal planteada. El ciudadano consiente en todas las leyes, incluso [...] en las que le castigan cuando osa violar alguna de ellas. La voluntad constante de todos = los miembros del Estado es la voluntad general; es por ella por la que son ciudadanos y libres». Así, en términos tan dogmáticos, zanjaba Rousseau cualquier destello de duda o de desacuerdo ciudadano.{38}

Concluyendo

El paradigma de Estado que el pensador suizo defendió ni fue progresista ni modelo democrático y de derecho. Y amén de que careció de la generosidad de la tolerancia, la defensa cerrada que hizo de la pena de muerte fue tan anticipatoriamente fascista que a día de hoy resulta ininteligible que Rousseau sea considerado el inspirador de los derechos humanos. Y si no arbitró mecanismos que restringieran el poder de las elites gobernantes ni admitió el papel activo de los individuos, nos preguntamos: ¿debemos continuar en torno al laureado Rousseau repitiendo consignas y estereotipos que se han sido venido afirmando de Rousseau desde el XVIII? O mejor, ¿casi 250 años después de la publicación de El Contrato social ha de mantenerse que Rousseau fue el paladín de la libertad, el gran amigo de la democracia? Aunque previamente a Marx hablara a veces de igualdad y soberanía popular, jamás consiguió el ginebrino acercarse a un Estado democrático. Y mucho menos construir una sociedad políticamente plural, libre, abierta y carente de despotismos.

Notas

{1} Jean-Jacques Rousseau (1754), Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité parmi les hommes, Edición de Jean-Marie Tremblay, Chicoutimi, Québec 2002, pág. 19.

{2} Jean-Jacques Rousseau (1782-1789), Les confessions, Charpentier, París 1858, Iª parte, lib. I, pág. 1.

{3} Jean-Jacques Rousseau (17??), La profession de foi du vicaire de Savoie, obra póstuma integrada en el Émile ou de l’éducation, Garnier Frères, París 1866, lib. IV, pág. 349.

{4} Jean-Jacques Rousseau, La profession de foi du vicaire de Savoie, o. cit., lib. IV, pág. 355.

{5} Jean-Jacques Rousseau (1762), Le contrat social, ou Principes du droit politique, Lyon 1792, imprimerie d’Amable Le Roy, lib. II cc. 4 y 6.

{6} Ibidem, lib. I cap. 4. Rousseau, La profession de foi..., o. cit., lib. IV, pág. 355.

{7} Rousseau, Le contrat social..., o. cit., lib. II cap. 4. Rousseau, Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité parmi les hommes, o. cit., pág. 35

{8} Rousseau, Le contrat social, ou Principes du droit politique, o. cit., lib. I cap. 6, pág. 23. Las palabras acerca de que su tratado político era «el menos indigno...» se encuentran en la Advertencia con que Rousseau inicia Le Contrat Social.

{9} Ibidem: Licurgo (lib. II cc. 3, 7, y 8), Esparta (lib. II cc. 8, 11, lib. III cc. 3, 5, 11, 15, lib. IV cc. 4, 5, 6, 7 y 8), Aristóteles (lib. I cap. 2, lib. III cap. 5), Platón (lib. II cc. 7 y 8, lib. III cap. 6).

{10} Citas de Montesquieu por parte de Rousseau: ibidem, lib. II cap. 7, lib. III cap. 8, lib. IV cap. 3. Comentemos que Bodin había señalado en su obra Los seis libros de la República (1576), y en contra del parecer políticamente prudente de la Escuela de Salamanca, que el Rey no está obligado ni siquiera por sus propias leyes (I 8). Hobbes y Rousseau concibieron, bajo la estela de Bodin, que el representante de la autoridad política era un ser superior a los administrados y, por tanto, carente de limitaciones.

{11} Ibidem, lib. II cap. 7 (Calvino) y lib. IV cap. 8 (Hobbes).

{12} Gustavo Bueno, «Filosofía y Locura», revista El Catoblepas, nº 15, mayo 2003.

{13} Jean-Jacques Rousseau, Le contrat social..., o. cit, lib. II cap. 4.

{14} Anacharsis Cloots, Discours prononcé à la Tribune de la Convention nationale, 27 brumario, l’an II, pág. 5.

{15} Acerca del Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Voltaire escribiría lo siguiente con la ironía que siempre le caracterizó: «He recibido, señor, su nuevo libro contra el género humano; se lo agradezco. [...] No se puede pintar con colores más fuertes los horrores de la sociedad humana de la que nuestra ignorancia y nuestra debilidad prometen tantos consuelos. No se ha empleado jamás tanto ingenio en querer volvernos bestias; se tiene ganas de andar a cuatro patas cuando se lee su libro. Sin embargo, como hace más de sesenta años que he perdido la costumbre [de gatear], siento desgraciadamente que me es imposible retomarla» (J'ai reçu, monsieur, votre nouveau livre contre le genre humain; je vous en remercie. [...] On ne peut peindre avec des couleurs plus fortes les horreurs de la société humaine, dont notre ignorance et notre faiblesse se promettent tant de consolations. On n'a jamais employé tant d'esprit à vouloir nous rendre bêtes; il prend envie de marcher à quatre pattes, quand on lit votre ouvrage. Cependant, comme il y a plus de soixante ans que j'en ai perdu l'habitude, je sens malheureusement qu'il m'est impossible de la reprendre», Voltaire (30-VIII-1755), Lettre à Rousseau).

{16} Rousseau, Le contrat social..., o. cit, ib. I cap. 6.

{17} Ibidem, lib. II cap. 6 (el pueblo no siempre ve el bien. Rousseau repió esta misma idea en su libro II capítulo 3); lib. I cap. 7 (obedecer a la voluntad general).

{18} Videtur citas nn. 3 y 4. «L’orgueilleuse philosophie mène au fanatisme» puede leerse en Rousseau, La profession de foi..., o. cit., lib. IV, pág. 356.

{19} En su canto poético a la libertad aducía Rousseau que renunciar a la libertad «es renunciar a su condición de hombre, a los derechos de la humanidad y a sus mismos deberes. No hay compensación posible para quienquiera que renuncie a todo. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre; y es despojar toda moralidad a sus acciones como quitar toda libertad a su voluntad. En fin, es una convención vana y contradictoria estipular, por una parte, una autoridad absoluta y, por otra, una obediencia sin límites» (Rousseau, Le contrat social..., o. cit., lib. I cap. 4). Pero luego, dos capítulos más adelante, Rousseau incoherentemente incidiría, como hemos traducido arriba, en las bondades de la alienación jurídica señalando: «l'aliénation se faisant sans réserve, l'union est aussi parfaite qu'elle peut l'être, et nul associé n'a plus rien à réclamer: car, s'il restait quelques droits aux particuliers, [...] l'état de nature subsisterait, et l'association deviendrait nécessairement tyrannique ou vaine« (ibidem, lib. I cap. 6. Ver lib. II cap. 4).

{20} Ibidem, lib. II cap. 7 (perfección).

{21} Carl Schmitt (1923), Situación histórico-intelectual del parlamentarismo de hoy, Prefacio de 1926, Tecnos, Madrid 1996-2ª, pp. 18-19. Traducen: Thies Nelson y Rosa Grueso.

{22} Thomas Hobbes (1642), On the citizen, Cambridge University Press, 1998, edición de Richard Tuck & Michael Silverthorne, cap. IX, § 9, pág. 112. Jean-Jacques Rousseau, Le contrat social..., o. cit, lib. II cap. 4.

{23} Ibidem, lib. I cap. 8. Benjamin Constant (1819), La libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, Ateneo de París.

{24} Rousseau, Le contrat social..., o. cit, lib. II cap. 3 (voluntad general); lib. II cap. 2 (indivisible), lib. IV cap. 1 (indestructible) y cap. 6 (indudable); lib. IV cap. 2 (exclusión legal); lib. II, cap. 5 (pena de muerte) y cap. 6 (coacción); lib. IV cap. 6 (dictadura del Estado).

{25} Ibidem, lib. II cap. 6 (justicia universal), lib. IV cap. 2 (ruptura), lib. II cap. 4 (interés común), lib. I cap. 5 (unanimidad), lib. II cap. 4 (juez y parte), y lib. IV cap. 2 (decadencia del Estado).

{26} Ibidem, lib. III cap. 2 (la voluntad particular debe ser nula), y lib. III cap. 16 (único contrato social).

{27} Silverio Sánchez Corredera, «Sobre la filosofía de Jovellanos», revista El Catoblepas, nº 61, marzo 2007.

{28} Rousseau, Le contrat social..., lib. IV cap. 8 (intolerancia civil y teológica), lib. I cap. 1 (derecho sagrado), lib. II cap. 4 (poder «sagrado»), lib. IV cap. 6 (poder sagrado de las leyes), y IV cap. 8 (muerte a los que no creen).

{29} Rousseau critica el parlamentarismo inglés: ibidem, lib. III cap. XV.

{30} Ibidem, lib. II cap. 3, lib. IV cap. 1 (contra las asociaciones), y lib. IV cap. 2 (muerte civil).

{31} Ibidem, lib. II cap. 5 (muerte física).

{32} Sobre la ruptura del pacto social y la vuelta a la libertad natural, ibidem, lib. I cap. 6.

{33} «Le traité social a pour fin la conservation des contractants. Qui veut la fin veut aussi les moyens, et ses moyens sont inséparables de quelques risques, même de quelques pertes. [...] D’ailleurs tout malfaiteur, attaquant le droit social, devient par ses forfaits rebelle et traître à la patrie, il cesse d’en être membre en violant ses lois et même il lui fait la guerre. Alors la conservation de l’Etat est incompatible avec la sienne, il faut qu’un deux périsse, et quand on fait mourir le coupable, c’est moins comme Citoyen que comme ennemi» (Ibidem, lib. II cap. 5).

{34} Ibidem, lib. II cap. 5 (la vida, don del Estado. Sobre la necesidad de servir a la patria: léanse ibidem, el libro II capítulo 4, y el interesante pie de cita del libro III capítulo 18), y lib. III cap. 13 (súbdito y ciudadano, correlaciones idénticas).

{35} Ibidem, lib. I cap. 9 (iguales por convención y en derecho), y lib. III cap. 2 (voluntad general).

{36} Albert Camus (1951), El hombre rebelde, Losada, Buenos Aires 1981-10ª, IIIª parte, pág. 108. Traduce: Luis Echávarri.

{37} Rousseau, Le contrat social..., op. cit., lib. I cap. 1, pág. 6. La negrita es nuestra.

{38} Ibidem, lib. IV cap. 2. Videtur lib. II cap. 5.

 

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