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El Catoblepas, número 88, junio 2009
  El Catoblepasnúmero 88 • junio 2009 #8226; página 3
Guía de Perplejos

De la desconfianza

Alfonso Fernández Tresguerres

Sospecha, suspicacia, recelo y desconfianza

Ninguna de esas cuatro disposiciones son exactamente lo mismo, ni por fuerza sus nombres han de ser considerados sinónimos. Las sospechas son engendradas por alguien y por algo concreto, en tanto que la suspicacia es seguramente una actitud generalizada –una forma de ser, si así se quiere decir– que impregna la vida toda del sujeto, sin referencia específica a un individuo u objeto determinados, sino a todos ellos en general; y en cuanto al recelo, si bien puede ser indiscriminado, lo más frecuente es que, al igual que la sospecha, se halle orientado hacia un individuo concreto, aunque se diferencia de ella, y también de la suspicacia, en que el receloso, más que sospechar o temer ser engañado, diríase dar por supuesto que lo ha sido ya o que lo será sin duda alguna. Todas ellas tienen en común ser formas de desconfianza, engendrándola unas veces y siendo otras engendradas por ella.

Teofrasto considera que ésta última

«es una sospecha de maldad en todos los hombres» [Caracteres, XVIII];

y sin duda acierta al señalar el carácter genérico de tal disposición, porque el individuo desconfiado, como el suspicaz, lo es con todo el mundo, mas no porque, como éste, dondequiera halle indicios de engaño o de ofensa, sino porque, más precavido, ni siquiera quiere dar ocasión a hallarlos. Mas cuando cree que existen, la desconfianza se torna sospecha, y si ni siquiera los necesita para desconfiar, se troca en recelo. La desconfianza es, pues, disposición más inconcreta y genérica que las otras –disposición, también, más inteligente–. El desconfiado, diríamos, desconfía por principio: no porque sospeche, ni porque tenga una especial sensibilidad para ver ofensas y engaños donde acaso no los hay, y mucho menos porque tenga la certeza de que le van a engañar o de que ya le estén engañando, sino, sencillamente, porque aspira a atajar el problema antes de que se presente. Las otras son frecuentemente el resultado de una previa confianza que se ha visto traicionada, con independencia de que, a partir de ese momento, centren su foco de atención en el traidor o barran con su luz el orbe entero, viendo traidores en todas partes. Alguien a quien hipotéticamente nunca hubieran engañado, ni defraudado, ni traicionado, jamás sospecharía que pueda serlo alguna vez, ni se mostraría receloso o suspicaz con nadie. Mas nada de eso acontece sino donde antes ha habido una confianza. Tal parece ser la conclusión del desconfiado. La desconfianza se sitúa, pues, más acá de la confianza, y no en otra cosa consiste que en negarse a entregarla. No es necesario que nos engañen o nos traicionen para saber que pueden hacerlo. Por eso decía que considero la desconfianza disposición más inteligente que las otras, y entiendo que una razonable dosis de ella es inseparable de un individuo que ha visto lo suficiente y sabe lo que ha visto: que cada cual aspira a alcanzar sus propios objetivos –aunque sean tan nobles como hacerse un hueco en el santoral– y que, en pos de ellos, muy a menudo son los demás un simple medio para lograrlos. No se trata de sospechar, como afirma Teofrasto, que todos los hombres sean malvados, sino de saber que pueden llegar a serlo. Por eso, quien no es desconfiado hasta un cierto punto no es virtuoso, sino ingenuo. Que a veces se rebase ese punto y la desconfianza se torne patológica, no lo dudo, mas entonces ya no se trata de desconfianza, sino de suspicacia o recelo. Y en el límite hasta pudiera ser que nos encontráramos ante un trastorno paranoide de la personalidad, cuyos rasgos característicos son precisamente la presencia de una desconfianza, una suspicacia, un recelo y unas sospechas permanentes y extremadas y también sin fundamento alguno. Pero esta es otra cuestión enteramente distinta.

Suspicacia, recelo y sospechas tienen asimismo en común aquello que decía Bacon –sin hacer distingos entre ninguna de tales actitudes, y sin distinguirlas tampoco de la desconfianza–: el ser entre los pensamientos lo que el murciélago entre las aves: no volar más que en la oscuridad.

Las tres, en efecto –dejo al margen la desconfianza– nacen de la ignorancia. Y si eso es evidente en el caso de la sospecha, no lo es menos en el de la suspicacia o el recelo, que, después de todo, no son sino manifestaciones del sospechar mismo: nadie se muestra suspicaz o receloso sí sabe fehacientemente que ha sido engañado u ofendido, y sí únicamente cuando abriga la sospecha, más o menos generalizada o intensa, de que lo ha sido o de que puede llegar a serlo. Mas si la sospecha con frecuencia tiene un motivo (aunque sea infundado), la suspicacia y el recelo no parecen necesitarlo: se alimentan siempre de sí mismos. Son, por así decirlo, una sospecha a priori. De ahí que si bien ésta desaparece cuando conoce la verdad sobre aquél o aquello que la ha suscitado, la suspicacia y el recelo, en cambio, no se conforman con tan poco, y mantendrán siempre viva su presencia en la forma de relacionarse el suspicaz o el receloso con los demás o con un individuo en particular. Difícil cura tiene un sujeto de esas características. La de la sospecha, sin embargo, es obvia: procurar informarse sobre el asunto que la carcome. Hacer partícipe de ella a quien la provoca o preguntarle directamente sobre el particular, no se me antoja (en contra de lo que opina Bacon) un buen remedio para librarnos de ella: presiento que la respuesta que recibiremos será siempre negativa, es decir, se nos intentará convencer de que nuestro temor es infundado; y entonces, una de dos: o quien así nos habla dice la verdad o miente; mas, si por la razón que fuere, llegó a hacérsenos sospechoso, ¿qué nos impide ahora sospechar de su sinceridad? Por el contrario, esperar que alguien confirme por sí mismo nuestras sospechas, yo sospecho, a mi vez, que es una clamorosa ingenuidad.

En cambio, en algo estoy enteramente de acuerdo con Bacon:

«El mejor medio para moderar las sospechas es tomar precauciones como si fueran fundadas y disimularlas como si fueran falsas; porque así nos conduciremos de tal suerte que, aun en el caso de que sean verdaderas, no tendremos nada que temer» [Ensayos morales y políticos, XXXI].

Este sí me parece sabio consejo: se precavido y disimula; mas averigua también. Pero este modo de enfocar el asunto tiene ya mucho que ver, sino me equivoco, con la desconfianza como tal; asunto a propósito del cual opinaba Stendhal que tan aconsejable es desconfiar como disimular la desconfianza. Ésta, ciertamente, sólo se da donde existe desconocimiento, pero ni es una sospecha directa, ni mucho menos un recelo, ni tampoco una suspicacia generalizada que en todo encuentra motivos para recelar, sino que es, justamente, una forma de precaución que, a diferencia del carácter tormentoso y atormentado de las otras tres, asume con perfecta serenidad que puede llegar el daño y, sin prejuzgar nada ni ver amenazas donde no las hay, se prepara para, si es fuera el caso, poder hacerles frente. En esta forma de prevención es en la que con toda seguridad pensaba Girolamo Cardano cuando aconsejaba guardarnos nuestras opiniones y mirar con más cuidado a quién se le habla que a quién se le presta dinero. Y lo mismo el cardenal Mazarino cuando sostenía que es preciso mantener una cierta desconfianza con todo el mundo, entre otras cosas porque nadie tiene mejor opinión de nosotros que de los demás; e incluso llegaba a sugerir que:

«Te será muy útil tener un espejo delante de ti cuando estés sentado a la mesa, o cuando escribes, para poder ver lo que sucede a tu espalda» [Breviarium politicorum, «No dejarse engañar»].

La desconfianza, pues, tal como aquí la estamos entendiendo, no es sino la aplicación al ámbito de las relaciones humanas de lo que es la desconfianza en general, ante el mundo y la realidad, a saber: la duda, la sospecha (sí así se quiere decir en un sentido ahora especial) de que acaso las cosas no son lo que parecen ser, de que quizás vemos lo que queremos ver o no vemos lo que no queremos ver. Es decir, simple precaución, sea social (de la que ahora hablamos), sea ontológica o cognoscitiva. Y si como parece obvio, tal como señala Aristóteles, que la confianza es una ausencia de temor, entonces hay que concluir que la desconfianza, cuando se halla contenida en los límites de una cierta proporción, es un temor razonable a ser engañado; temor que sólo puede ignorar quien es un mentecato o quien nunca ha sido víctima de una engaño o una traición, porque, como dice el propio Aristóteles,

«los hombres se hacen insensibles por dos razones: o porque no tienen experiencia o porque tienen recursos» [Retórica, II, 1383a: 25-30];

recursos, se entiende, para evitar aquello que causa temor o supone un peligro. Pero me quedo con lo primero e= n lo que hace al tipo de desconfianza del que ahora hablo: únicamente aquél que jamás ha sufrido una traición puede confiar en que jamás va a sufrirla. Lo de los recursos lo admito, sin duda alguna, en otros contextos a los que se refiere Aristóteles –que habla de la confianza y, consiguientemente, de la desconfianza, muy en general–, pero en lo que atañe a la desconfianza en las relaciones personales, no imagino que otro recurso puede haber más que la desconfianza misma.

Cuestión distinta es si cualquiera de esas actitudes suponen injusticia para los demás y son, por ello mismo, inmorales. Desde siempre ha existido una suerte de moralina (que yo no sabría decir muy bien de dónde ha nacido, aunque, en lo que a nuestro ámbito cultural se refiere, tengo la impresión de que el cristianismo no es del todo ajeno a ello), una moralina según la cual todo aquello que se oponga a la ingenuidad, la mansedumbre, la entrega al prójimo, el perdón, la dulzura, la generosidad y toda una serie de lo que se consideran virtudes, siempre coloreadas de rosa, son vicios negros y tenebrosos. Se trata, en suma, de una especie de maniqueísmo ético que ignora que las cosas no son siempre rosas o negras, y que es preciso analizar cuidadosamente el contexto en el que se presenta una supuesta bondad o maldad. Porque bien pudiera suceder que, en según qué casos, aquello que se considera bondadoso no sea sino una forma de estupidez; y paralelamente, lo que se ha decidido tildar de perverso, sin más, no otra cosa sea que el ejercicio de nuestro derecho a no permitir que nadie nos dañe o nos mangonee. Cuando se habla de cualquiera de esos afectos que tienen que ver con el mundo moral, es por entero arbitrario declararlos buenos o malos sin mayores consideraciones y sin atender a las distintas circunstancias concretas en las que puedan presentarse. En el caso que ahora nos ocupa, es claro que cualquiera de las actitudes de las que hablamos se oponen a la confianza y al confiar, mas, ¿en virtud de qué decretaremos que esto es bueno y sus contrarios malos? Cuando hablamos del confiar, como cuando lo hacemos de cualquier otra disposición que es considerada virtud o vicio, hemos de preguntarnos inmediatamente por el dónde, el cuándo, el cómo, el cuánto y el quién, en lo que ahora atañe, de esa confianza. Porque en función de cuál sea la respuesta a tales preguntas, es posible que, en no pocas circunstancias, confiar no sea una manifestación de bondad, sino de tontería; porque, con frecuencia, la inclinación a una confianza sin cortapisas conlleva la aceptación implícita del engaño y como una suerte de resignación anticipada ante el mismo.

Por ejemplo, ¿por qué abrigar sospechas sobre alguien va a ser malo, siempre que exista algún indicio, por ligero que sea, que las justifique? Hablando en general, las sospechas no se dividen en buenas y malas, sino en justificadas e injustificadas; y si en el primer caso no es sino manifestación de inteligencia, en el segundo no se trata tanto de una falta moral como de un error (razón de más para no comunicárselas abiertamente al otro, e intentar por nuestra cuenta averiguar la verdad sobre el asunto). No acabo de entender, pues, qué tiene qué ver todo esto con la ética o la moral, y por qué se dice tantas veces que al sospechar actuamos de forma injusta con el prójimo.

Distinto es que uno esté de modo permanente recelando de todo y de todos, ya que, por mero cálculo de probabilidades, no es posible que esté en lo cierto siempre. Pero esto tiene ya mucho más que ver con la suspicacia o el recelo que con la sospecha como tal. Mas cuando esa suspicacia y ese recelo tienen por objeto a alguien que con anterioridad ha dado motivo para ello, tampoco alcanzo a entender en qué sentido podría decirse que se comete una falta moral. O mejor dicho, me parece que una suspicacia o un recelo extremos y permanentes hacia un solo individuo, de ser falta moral lo será, en todo caso, para con nosotros mismos, al obligarnos a encadenarnos y hacernos esclavos de tal sujeto, con lo que si en algo faltamos es al respecto que a nosotros nos debemos. Y aun en el supuesto de que nos hallemos ante una suspicacia o un recelo generalizados, yo no estoy muy seguro que eso se halle más relacionado con la ética que con la psicopatología, acercándose, quizás, al trastorno paranoide de la personalidad al que antes nos referíamos. Mas sin llegar a esos extremos, una actitud tal denota, probablemente, una completa inseguridad en nosotros mismos, y es manifestación, antes que de bajeza moral, de sentimiento de inferioridad y de una ausencia plena de confianza, sí, pero en nosotros: diríase que nos vemos tan menesterosos y tan poca cosa, que parece que tengamos la plena seguridad de no haber venido a este mundo más que para recibir los golpes de los otros y ser objetivo preferente de sus chanzas y motivo de diversión. Y, como decía Nietzsche:

«La inclinación a rebajarse, a dejarse robar, mentir y expoliar podría ser el pudor de un dios entre los hombres» [Más allá del bien y del mal, 66],

pero poco tiene que ver con un hombre entre semejantes.

Claro que podría pensarse también (y sin duda que habrá algunos que responden a esta segunda modalidad) que a alguien extremadamente receloso y suspicaz lo que le sucede es que se encuentra tan convencido de su grandeza y de ser permanente objeto de envidia, que a ninguna otra conclusión puede llegar más que el que los otros no viven sino para buscar su ruina y su desprestigio (después de todo, la manía persecutoria del paranoico suele ser inseparable des sus delirios de grandeza).

Y nuevamente, la desconfianza queda por entero al margen de este panorama, porque quien es desconfiado no necesariamente sospecha ni recela ni es suspicaz, simplemente –y resulta perogrullesco tener que decirlo– no es confiado. La desconfianza significa sencillamente ausencia de confianza, y desconfiar es meramente no confiar, lo que es muy distinto de sospechar o recelar o mostrarse suspicaz. La desconfianza se encuentra más acá de tres actitudes y es previa a ellas, y bien pudiera suceder que ni siquiera encuentre ocasión de dar el paso hacia ninguna de las otras. Es una forma de precaución y de mostrarse precavido, que nace, seguramente, a partes iguales de la inteligencia y de la experiencia.

Cierto que a lo que obliga es a no entregarse pronto ni a hacerlo del todo, y mucho menos a todos; obliga a intentar, como aconsejaba Gracián:

«No ser fácil ni en creer ni en querer [porque si] es muy ordinario el mentir, sea extraordinario el creer» [Oráculo manual, 154].

El desconfiado, en efecto, calibra muy bien en quién confía, en qué circunstancias y hasta qué punto, y cuando finalmente otorga su confianza a alguien, no es su entrega tan incondicional que le haga olvidar que los amigos son amigos hasta que dejan de serlo, y por eso mantendrá siempre un reducto en el que no hay lugar para otro más que él, y al que siempre podrá volver. Ser desconfiado consiste, en suma, en advertir que el engaño o la traición son posibilidades siempre presentes y abiertas, por lo que lo más razonable es hallarse preparado para que, si llegara el momento, no nos afecten más de lo que pueda hacerlo el roce de una ortiga: pica, pero su naturaleza es picar. Si se quiere decir de otro modo, ser desconfiado consiste en relacionarse con los otros como si algún día fueran a ser nuestros enemigos; máxima que algunos deploran y que yo encuentro del más apabullante sentido común, hallándome en esto en total consonancia con el cardenal Mazarrino, quien en su Breviarium politicorum la convirtió en el primero de sus axiomas:

«Compórtate con todos tus amigos como si se tuvieran que convertir en enemigos tuyos».

O consiste, también, en no darse, sino, a lo sumo, prestarse:

«uno debe prestarse al prójimo, y no darse más que a sí mismo» [Montaigne, Ensayos, III: X].

¿Qué falta moral o que injusticia hay en ello?: a quien no vaya a dañarnos ni piense hacerlo, en nada le denigra nuestra prevención, y quien lo haga, nos encontrará preparados. En este sentido, como bien señalaba Aristófanes, la desconfianza es madre de la seguridad. Y, a la inversa, quizá, como siglos después dirá Shakespeare:

«la confianza es el mayor enemigo de los mortales» [Macbeth, Acto III. Esc. V].

Una prevención tal no es, pues, vicio moral, sino virtud: es uno de los múltiples rostros de la prudencia.

 

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