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El Catoblepas, número 86, abril 2009
  El Catoblepasnúmero 86 • abril 2009 • página 18
Artículos.

Sexualidad, placer y saber
en nuestra sociedad actual

Eduardo Alberto León León

Descubrir los procesos socioculturales y discursivos
que actualmente constituyen nuestra forma de ver el sexo

«En el Espíritu del tiempo de cada época hay un afilado viento del este que sopla a través de todas las cosas. Yo puedo encontrar huellas de ello en todo lo que se ha hecho, pensado y escrito, en la música y en la pintura, en el florecimiento de este o aquel arte: deja su marca sobre todas las cosas y sobre cada uno.»
Arthur Schopenhauer

Descubrir los procesos socioculturales y discursivos que actualmente constituyen nuestra forma de ver el sexo, demuestra el camino que los mismos imponen en resolver de manera mediática, los retos que se le han impuesto a la sexualidad desde que el paradigma moderno está inscrito en ella. Reconocer esto es el primer paso en este análisis para demostrar la imposibilidad de separar nuestro sexo de la modernidad inscrita en nuestra sociedad modernizada, con sus respectivos roles, patrones, reglas y secretos establecidos en el lado oscuro de Occidente.

1. la sexualidad vista sólo como «carne»

El poder sobre la vida es descrito a través de su desarrollo en dos formas básicas: una, alrededor de la concepción del cuerpo, su disciplina. Optimización y crecimiento de su utilidad, y la otra, alrededor de una concepción de población, de la especie y las varias dimensiones apropiadas para su gobierno (por ejemplo, «propagación, nacimientos y mortalidad, el nivel de salud, expectativa de vida, &c.»). En resumen, el ejercicio del bio-poder, poder sobre la vida implica la entrada de fenómenos peculiares de la vida de la especie humana al orden del conocimiento y el poder, a la esfera de las técnicas políticas. El significado del sexo como un asunto discutido políticamente surge del hecho de que cada acceso a los dos ejes por medio de los cuales se ejerce la tecnología política de la vida, permite acceder tanto a la vida del cuerpo como a la vida de la especie.

A principios del siglo XIX, continúa habiendo una experiencia sexual a través de la cual en las sociedades occidentales los individuos llegan a reconocerse a si mismos como sujetos, donde la sexualidad es  conceptualizada como una experiencia histórica singular constituida a través de la correlación entre:

a) campos de conocimientos (ciencias) que se refieren a ella.

b) relación de poder que regulan sus prácticas.

c) modos y técnicas a través de las cuales los individuos se reconocen como sujetos de ella

Cuando la palabra sexualidad redunda en nuestros oídos inmediatamente la asociamos con la genitalidad es decir como una esfera biológica. Esto indiscutiblemente ya forma parte de la manera –general– de pensar del hombre moderno. No hemos tenido la delicadeza de reflexionar sobre la episteme que construye el sexo y de los discursos que el mismo ha fomentado. No hemos notado la simple operación aritmética de la sexualidad, que no es más que el producto del «resultado del cruce de la naturaleza con la estructura social y responde, por tanto, a condiciones sociales determinadas por un contexto» (Osborne y Guasch, 2003:11)

La restricción de la falacia sexual a pura genitalidad es un grave error, lamentablemente en la modernidad todas las personas se han dogmatizado en solo hablar del genital, del acto sexual y del mero placer. La sexualidad es mucho más de lo que percibimos de primer momento. Ni siquiera nos percatamos de la diversa e inmensa arquitectura que hemos levantado desde el sexo. Vivimos en una estructura construida con infinidad de discursos sexuales, se puede notar en el amplio imaginario social que tenemos para describir nuestros sexos, ya que existen figuras, olores y hasta luces, que son sexuales y no necesitan de la genitalidad y de sus órganos para ser sexuales, pues «cada pasión tiñe los objetos de conocimiento con su color»(Schopenhauer, 2005:141).

Bourdieu hace referencia a este gran problema de una manera suspicaz:

«La construcción de la sexualidad como tal (que encuentra su realización en el erotismo) nos ha hecho perder el sentido de la cosmología sexualizada, que hunde sus raíces en una topología sexual del cuerpo socializado, de sus movimientos y de sus desplazamientos inmediatamente afectados por una significación de lo social» (Bourdieu 2005:19.)

Si nos detenemos con calma a reflexionar sobre la sexualidad que hemos conformado, notaremos que la misma «no se ajusta a un modelo unívoco sino que es plural procesual y cambiante, características éstas intrínsecas a todos los hechos sociales. Por eso puede afirmarse que la sexualidad es un producto social e histórico» (Osborne y Guasch, 2003:22). Y que sin percatarnos hemos construido «una red a partir de la cual nace la sexualidad como fenómeno histórico y cultural en el interior de la cual reconocemos y nos perdemos a la vez» (Foucault, 1992:166). Ahora bien, entendiendo que la sexualidad constituye toda una maraña de elementos sociales, que van desde la política hasta la cultura, en la historia y las «historias» comentadas por la gente, el elemento social (acción) y su orientación cultural (sentido) han influido la sexualidad moderna de manera determinante.

Si la sexualidad es una construcción histórica y social, y por ende no es una simple referente biológica. Entonces, esa supuesta sexualidad natural que siempre vemos, leemos y practicamos es solo carne{1} una carne sin sustento, sin discursos, sin –y por– historias, sin relación con la sociedad. Esta carne sin condimentos, la hemos digerido desde siempre, hemos sido poco exquisitos en materia sexual.

2. Represión-Incitación de la sexualidad en la modernidad.

Desde el siglo II, el cristianismo como religión única y redentora, ha asentado «las prohibiciones y prescripciones sexuales que van a regir en el mundo occidental» (Bonnassie, 1984:143) tratando de minimizar los placeres. En el giro de la «modernidad» se terminan de acentuar con la total desexualización del cuerpo.

La reinante modernidad comienza en la época donde el mundo «abrió» los ojos con la circunstancia de lo que llamamos «iluminismo», con sus banderas de progreso, evolución y control. Esta época data del siglo XVIII, el Siglo de las Luces. Donde la razón es colocada como centro (logocentrismo), donde todo tiene que ser controlado y verificado empíricamente. Es la cuna de la ciencia experimental, la cual desarrolla técnicas muy precisas para controlar el curso de la experiencia, la que propicia las condiciones para que un determinado fenómeno pueda ser estudiado mediante una lógica o forma de pensamiento específico y arroja a su vez (a partir de ciertos datos) resultados que pueden medir y repetirse con cierta frecuencia (Bunge, 1981: 105).

«Con la relación «ciencia-modernidad» podemos entender la importancia del siglo XVIII, para observar cómo se configuró hace tres centurias el pensamiento de lo que llamamos hombre moderno, el científico. Durante este siglo, la sexualidad fue objeto de investigación científica, control administrativo y preocupación social, pues el afán de control de la sociedad por parte del sujeto moderno era apremiante.» (Foucault 2005: 145.)

Las administraciones en la Europa –especialmente Francia– del siglo XVII (con el reclamo de control del contexto), poco a poco fueron institucionalizando procedimientos de intervención para la vida sexual de la población. La sexualidad empezó a ser cosa del Estado, una cuestión política que requería código y ley, una bisagra que se puede descomponer y con esto romper el equilibrio del orden social. Esto debido a que «la cultura nunca se conforma con las ligazones que se le han concedido hasta un momento dado, que pretende ligar entre sí a los miembros de la comunidad también libidinalmente. […] Para cumplir este propósito es inevitable limitar la vida sexual» (Freud, 1979b:106). Es importante entender esta condición, ya que el fervor capitalista de la época, fomentó el condicionamiento de la vida sexual humana, sometiendo al proletariado a las reglas dictadas por la burguesía, para aumentar la producción obrera. Leamos a Herbert Marcuse en Eros y Civilización:

«El trabajo básico en la civilización no es libidinal, es esfuerzo: ese esfuerzo es desagrado y ese desagrado tiene que ser fortalecido. Porque, ¿qué motivo puede inducir al hombre a dirigir su energía sexual hacia otros usos si sin ningún arreglo puede obtener un placer totalmente satisfactorio? Él nunca dejaría ir ese placer y no progresaría nada. Si no hay un instinto de trabajo original la energía requerida para el trabajo (desagradable) debe ser extraída de los instintos primarios (de los instintos sexuales) (1968:94-95).[En] la civilización madura, la dominación llega a ser cada vez más impersonal, objetiva, universal, y también cada vez más racional, efectiva, productiva.» (1968:101.)

Freud ratifica lo anterior en El malestar de la cultura cuando menciona que el trabajo «obtiene una gran parte de la energía mental que necesita sustrayéndola de la sexualidad» (Freud, 1979: 74). Se ha utilizado tanto una violencia física como simbólica para hacer efectivo el sometimiento a esas normas que saturan nuestras vidas desde el siglo XVII y se sitúan por encima de nosotros mismos, pudiendo llegar a hacernos sentir invisibles frente a un todo social definido desde el poder. Un poder creado por la burguesía y la monarquía, productos del auge capitalista y que se extendió en todas las clase sociales multiplicándose indefinidamente. Foucault hace hincapié en este punto de la siguiente manera:

«[…] No era el niño del pueblo, el futuro obrero, a quien habría sido necesario inculcarle las disciplinas del cuerpo, era el colegial, el jovencito rodeado de sirvientes, preceptores gobernantas, y que corría el riesgo de comprometer menos una fuerza física que capacidades intelectuales, un deber moral y la obligación de conservar para su familia y su clase una descendencia sana. Frente a ello, las capas populares escaparon durante mucho tiempo, pero [...] Los mecanismos de sexualización penetraron lentamente en esas capas –populares– [...] Puede decirse que entonces el dispositivo de «sexualidad», elaborado en sus formas más complejas y más intensas por y para las clases privilegiadas, se difundió en el cuerpo social entero.» (Foucault ,2005:147-148.)

Hay que empezar a reconstruir el poder para evitar malentendidos, no ver el poder como sólo algo que reprime y controla –aunque eso es lo que parezca– sino que también incita. Esto es muy importante de repasar ya que las relaciones de poder se encuentran en todos lados, son omnipresentes. Al no escapar de ellas, siempre se han creado resistencias y puntos de escape hacia el poder, tratando incansablemente de aprovechar sus flaquezas. Para entender esto vale la pena citar de nuevo La voluntad de saber de Michel Foucault:

«[…] Pueden por objetivo global y aparente negar todas las sexualidades erráticas o improductivas; de hecho -más bien-, funcionan como mecanismos de doble impulso: placer y poder. Placer de ejercer un poder que pregunta, vigila, acecha, espía, excava, palpa, saca a la luz; y del otro lado, placer que se enciende al tener que escapar de ese poder, al tener que huirlo, engañarlo o desnaturalizarlo. Poder que se deja invadir por el placer al que da caza; y frente a él, placer que se afirma en el poder de mostrarse, de escandalizar o de resistir [...] Los llamados, las evasiones, las incitaciones circulares han dispuesto alrededor de los sexos y los cuerpos no ya fronteras infranqueables sino las espirales perpetuas del poder y del placer.» (Foucault ,2005:59.)

Vemos entonces que el sexo no para de hablar, es incontenible y precipitado, no se deja controlar por las censuras y secretos que se le han impuesto. Curiosidad, curiosidad, curiosidad es lo que nos activa nuestro dispositivo repetidor de discursos sexuales.

«Bien podría ser que hablamos de él más que de cualquier otra cosa; nos encarnizamos en la tarea; nos convencemos, por un extraño escrúpulo, de que nunca decimos bastante, de que somos demasiado tímidos y miedosos, de que nos ocultamos la enceguece dora evidencia por inercia y sumisión, y de que lo esencial se nos escapa siempre y hay que volver a partir en su búsqueda. Respecto al sexo, la sociedad más inagotable e impaciente bien podría ser la nuestra.» (Foucault, 2005:44.)

El hombre al esconder el sexo, más bien se ha centrado en hablar todo sobre él, de manera «tímida» como dice Foucault, debido a los estatutos de moral en la época, los cuales contradictoriamente, han creado una especie de moral traicionada que ha sido común denominador desde el siglo XVIII, cuando aumentaron considerablemente las habladurías secretas sobre el sexo. Pero, aunque se habla mucho, se habla como algo que no se tiene. Debido a que la represión del siglo XVIII creó un mecanismo de lenguaje alterado para desdibujar y de construir todas las palabras de temática sexual, tratando de crear un lenguaje censurado, para cualquier oído que lo escuche. Se crea entonces un vocabulario autorizado y restringido especial para el sexo. Cualquier minuciosidad o detallismo a la hora de hablar de éste, era tomado como un insulto –preguntémosle a Sade– que estaba en contra del pudor de las mayorías. Conviene leer a Foucault:

«La prohibición de determinados vocablos, la decencia de las expresiones, todas las censuras al vocabulario podrían no ser sino dispositivos secundarios respecto a esa gran sujeción: maneras de tornarla moralmente aceptable y técnicamente útil.» (Foucault 2005:29.)

Así como la moral aportó su limpieza «ética» desdibujando y alterando el lenguaje para referirse al sexo, la medicina también creó repugnancias sexuales que reprimían la sexualidad del individuo, a pesar de todo este ambiente de represión y control, el hombre creó una supermaquinaria de incitación sexual, en virtud de que el poder –como ente normativo– se presenta de manera dialéctica, construye desequilibrios y desigualdades, fuerzas y debilidades, resistencias y ablandes, que afectan sin querer –o queriendo– la manera como se ensambla la sexualidad en nuestra sociedad. Comprendiendo la relación poder-sexo se ve claramente reflejado: la intensificación de nuestro placer, la formación del conocimiento en materia sexual, los controles y las leyes implementadas y las resistencias y altanerías que ellas crearon. Schopenhauer resalta esta condición de la siguiente manera:

«Este [reglamento] es... el elemento picante y el motivo de chanza de todo el mundo, que la preocupación principal de todo hombre es perseguida secretamente y ostensiblemente ignorada tanto como es posible. Pero, de hecho, a cada momento la vemos asentarse como el verdadero y hereditario señor del mundo, con toda la plenitud de su fuerza, en el ancestral trono, dirigiendo desde allí desdeñosas miradas y carcajadas ante los preparativos que se han hecho para sojuzgarla, para aprisionarla o, al menos, para limitarla y ocultarla si es posible, o para dominarla de modo que aparezca como una preocupación subordinada y secundaria de la vida.» (2005:513.)

La situación de la represión incitante de la sexualidad, madura un poco más con la emergencia del capitalismo, la revolución industrial y los avances en medicina del siglo XIX. En este siglo se busca con más énfasis amaestrar la sexualidad –desde la infancia–, se persigue el sexo hasta en los sueños, se acorrala la conciencia, se interroga hasta la última pregunta. Esto crea una fuerte exposición en los discursos sexuales al sentirse reprimidos, pues las gentes del Occidente exigían verdad, el discurso sexual se magnificó en los undergrounds debido a que la sociedad burguesa con su no verdad exaltó a los espíritus sexuales «pobres» a hablar de sexo, a practicarlo, a difuminarlo y a comprender su verdad verdadera.

Concluyendo; la modernidad, con su fervor científico, impulsa al hombre a conocer los más mínimos detalles acerca de los biológicos y psíquicos secretos en los cuales el cuerpo participaba. El resultado fue, ciertamente, un avance científico, pero también una sensualización del poder del Estado, que tuvo como consecuencia la potenciación del sexo, que no quería permanecer simplemente en la alcoba de los padres.

3. Implantación de lo «anormal» y ocultación del sexo-placer

Aunque en estos tiempos el sexo ya no es pecado, el sexo no es desbordado, ya que afortunada o lamentablemente, existen marcos que determinan los mínimos y los máximos del sexo en nuestra sexualidad, y si el individuo se sale de este marco sería el otro –la prostituta, el enfermo, el aberrado, el raro– que no está en la «supuesta normalidad» del nosotros. Esta ideología moderna fue tan seguida que se globalizó en todos debido a: «dos hipocresías simétricas: una, dominante, de la burguesía que negaría su propia sexualidad; otra, inducida, del proletariado que por aceptación de la ideología de enfrente rechaza la propia.» (Foucault, 2005:154).

En la sociedad moderna, el sexo es igual a secreto, a censura, a controversia.

Esta «ocultación» humana sobre todo para con el sexo, ha creado una incitación propia de estudio. El secreto del tema nos hace hablar –en voz baja– más de él. El secreto es el mecanismo impulsor de la sexualidad parlanchina. En unas líneas de La voluntad del saber se hace referencia a este punto de la siguiente manera:

«Como si el deseo de hablar de él y el interés que se espera hubiesen desbordado ampliamente las posibilidades de la escucha, algunos han puesto sus oídos en alquiler.» (Foucault, 2005:14.)

La deformación de nuestra sexualidad es un hecho desde el siglo XVIII. Desde entonces se ha creado un bucle reproducción-sexualidad, que enmarca los territorios de la sexualidad «buena». La «mala» es todo lo infecundo, todo lo que no tiene generación como fin, situando fuera de «lo normal» a toda práctica sexual sin motivos reproductivos. Por ello, se genera en la familia el hogar ideal del sexo en la modernidad, ella es la que traza las fronteras entre lo debido y lo no-debido, lo normal y lo descarriado. Se protegía ferozmente la monogamia matrimonial, todo fuera de esto era considerado un pecado grave.

Todo lo «irregular», «raro», «extraño» en cuanto a sexualidad, era una abominación, una cuestión medicalizable, esto era castigable con los argumentos del derecho canónico y las leyes civiles. Desde esa época –siglo XVII– se han incrustado en la mente humana «perversiones» que determinan y describen lo irregular en nuestra sexualidad. Ha creado clasificaciones sexuales, determinado territorios de cada una, creándose con esto sexualidades periféricas a partir de «la medicalización del sexo y la psiquiatrización de sus formas no genitales» (Foucault, 2005:22).

Aunque, hasta el sol de este día, la sexualidad no es controlada como antes por la Iglesia, en nuestras sociedades –las occidentales– estas rarezas sexuales pueden ser vistas como un delito moral y más cuando con la mencionada secularización sexual, la medicina y sus logros ha creado toda una serie de patologías orgánicas, funcionales o mentales para «catalogarlas». Es decir, la ciencia moderna y sus especializaciones en sexualidad –scientia sexualis–, no buscan intensificar el placer, sino más bien establecer rigurosos análisis de todo el pensamiento y acción que concierne placer, construyendo así un vasto esquema de anomalías, de perversiones, de especies de sexualidad que pintaban como «anormales».

Es posible que Occidente no haya sido capaz de inventar placeres nuevos, y sin duda no descubrió vicios inéditos. Pero definió nuevas reglas para el juego de los poderes y los placeres: allí se dibujó el rostro fijo de las perversiones. Esta fuerte necesidad de árbitro moderno, crea una estructura netamente científica para explicar la sexualidad humana, alternativamente -y como consecuencia significa que la experiencia científica y no la individualidad del sujeto, puede explicar el sexo.

Las primeras víctimas en beber el veneno de los dispositivos de contención sexual modernos fueron los niños. Se crean instrumentos pedagógicos para incrustar paradigmas errados pero buenos en los jóvenes, para así minimizar las perversiones y rarezas sexuales en la sociedad. Esta implantación perversa está fundamentada en la cientificidad del sexo. La verdad sexual ocultadora la tenía el maestro, extendiéndose infinitamente por calles y avenidas, por los comentarios del alumno enseñado, el alumno que crece para convertirse en un hombre de bien, que jamás caerá en perversión. Se observa hasta con los ojos más ciegos, que se le ha puesto desde la niñez un gran dique al desarrollo sexual con el asco, la vergüenza y la moral (Freud, 1979a:147), estas tres palabras han sido los pilares donde se fundamenta la ocultación de la sexualidad humana.

Como consecuencia directa de la institucionalización de la perversión y la ocultación en el sexo, la policía y los entes del Estado, han perseguido a los anormales prostitutas, y locos sexuales desde la modernidad. Aun así –y para mal de muchos– se ha difundido esta anormalidad, quedando algunos afuera, pues cabe destacar que la policía –como representante de la ocultación– siempre llegó tarde a la fiesta, escapándose muchos de estos anormales.

4. Modernidad y orden patriarcal: la figura a seguir por cada sexo

Con unos pocos ejemplos suficientemente representativos, suficientemente diferentes y suficientemente elocuentes, recogeremos fragmentos dispersos, como tiestos de la visión androcéntrica del mundo occidental; a partir de ahí, con el instrumento de una arqueología histórica del inconsciente, sabremos que originalmente la patriarcalidad se constituyó sin duda en un estadio muy antiguo y muy arcaico de nuestras sociedades, y desde entonces habita en cada uno de nosotros, hombres o mujeres. Bourdieu menciona algo similar, proponiendo que:

«El inconsciente que gobierna las relaciones sexuales, y, más generalmente, las relaciones entre los sexos, no sólo se encuentra en la ontogénesis individual sino también en la filogénesis colectiva, desde la larga historia parcialmente inmóvil del inconsciente androcéntrico.» (Bourdieu 2005:128.)

Analizar el enorme peso ejercido por el orden patriarcal en el occidente es importantísimo. El pensamiento occidental patriarcal refleja el dualismo, alteridad y diferencias establecidas de los arquetipos masculinos y femeninos constituidos en la sexualidad moderna. Implementando armas como la hermenéutica y la sospecha, interrogándonos incansablemente sobre la sexualidad que nos invade, abriendo nuestros horizontes de comprensión, se nota que  los mecanismos históricos responsables de la deshistorización y de la eternización de las estructuras que dividen el hombre (dominador) y la mujer (dominada), se imprimen definitivamente en la modernidad, que es entendida como la realidad del orden del mundo, con sus sentidos únicos y sus direcciones prohibidas (Bourdieu, 2005:11). Comprendiendo aun más, notaremos que en una sociedad patriarcal, lo normal es todo aquello que se acerque a la figura masculina y a lo masculino en general, de hecho es tan normal que no necesita explicación de ningún tipo. Leamos, para aclarar, La dominación masculina del citado Pierre Bourdieu.

«Esta relación social extraordinariamente común ofrece por tanto una ocasión privilegiada de entender la lógica de la dominación ejercida en nombre de un principio simbólico conocido y admitido tanto por el dominador como por el dominado, un idioma (o una manera de modularlo), un estilo de vida (o una manera de pensar, de hablar o de comportarse) y, más habitualmente, una característica distintiva, emblema o estigma, cuya mayor eficacia simbólica es la característica corporal absolutamente arbitraria e imprevisible.» (Bourdieu ,2005:12.)

El hombre es entendido como «Un macho monstruoso, con voz estruendosa, con mano dura» (Bourdieu, 2005:12). Demostrando con mucho énfasis el dominio y la fuerza del hombre, mientras que las mujeres permanecen «encerradas en la vivienda familiar sin que se les permita participar en ninguno de los numerosos hechos sociales que componen su sociedad» (Bourdieu, 2005:13). Esto conforma la dimensión propiamente simbólica de la dominación masculina.

Las jerarquías de género –y la correspondiente dominación masculina– son producto de la biologización de lo social, pues la notable «diferencia anatómica entre los órganos sexuales, puede aparecer de ese modo como la justificación natural de la diferencia socialmente establecida entre los sexos» (Bourdieu, 2005:24). «Las niñas envidian a los varones, porque estos poseen el pene o le tienen envidia porque, siendo poseedores del pene, gozan de innumerables privilegios que ellas no tienen (Gianini, 1973:85). Representado así, la forma paradigmática de la visión falocentrista{2} y la cosmología androcentrista.

Con una filosofía política del acto sexual se revelaría que, como siempre –en la política del hombre– ocurre una relación de dominación ideológica, donde las prácticas y las representaciones de los dos sexos no son en absoluto simétricas, relación de dominación que se legitima en una «una naturaleza biológica que es en sí misma una construcción social naturalizada» (Bourdieu, 2005:37), que llega a su cumbre en el pecado sexual, en una especie de desafió intelectual de la divinidad, aborreciendo a «la mujer como desenfreno, como perdición, y su vagina como puerta del infierno» (Bonnassie, 1984: 145). A través de su poder sexual, la mujer es peligrosa para la comunidad. Por eso, la desvalorización del contacto con el cuerpo y el control del deseo se constituyen en un mal impuesto en las mujeres desde muy niñas. Esto acarrea como última consecuencia que «la familia monogámica [entendida como la normal y conformada por una mujer dominada], con las estrictas obligaciones que implica, restrinja con su monopolio [de dominación] el placer» (Marcuse, 1968:88). Las mujeres, «por no decir que les gusta su propia dominación, [diremos] que disfrutan con los tratamientos que se les inflige, gracias a una especie de masoquismo constitutivo en su naturaleza» (Bourdieu, 2005:56). Esta relación de poder hombre sobre mujer, se encuentra hasta apoyada por el Estado, el cual ha acudido a ratificar e incrementar las prescripciones y las proscripciones del patriarcado privado con las de un patriarcado público, inscrito en todas las instituciones encargadas de gestionar y de regular la existencia cotidiana de la unidad doméstica» (Bourdieu, 2005:109). Inclusive, el Estado moderno ha creado el derecho de familia y el derecho de mujer que ratifica la contundente dominación del hombre en la familia, al punto del deber del Estado en dominar esta dominación, notándose que las leyes del derecho moderno están influidas por el hegemónico androcentrismo.

Aunque quizás, a muchas mujeres les resulta difícil reconocer esto, debido a las profundas transformaciones que ha conocido la condición femenina, sobre todo en las categorías sociales más favorecidas: por ejemplo, el mayor acceso a las enseñanza secundaria y superior, el trabajo asalariado y, a partir de ahí, a la esfera pública; o también, el distanciamiento respecto a las labores domésticas, a pesar de todo esto y aquello, el modelo inconsciente androcéntrico se encuentra ya arraigado intrínsicamente en nuestras mentes, terminándose de demostrar que en la actual modernidad, con los trabajos –o mas bien cargas– que las mujeres realizan para adaptarse a la mencionada modernidad, supuestamente librada de toda anamnesis patriarcal, aun –así no quieran ellas– siguen siendo dominadas. Bourdieu comenta que el trabajo en nuestros días demuestra una relación de dominación del hombre sobre la mujer.

«Se observa, pues, un fuerte incremento de la representación de las mujeres en las profesiones intelectuales o la administración y en las diferentes formas de venta de servicios simbólicos -periodismo, televisión, cine, radio, relaciones públicas, publicidad, decoración-, así como una intensificación de su participación en las profesiones próximas a la definición tradicional de las actividades femeninas (enseñanza, asistencia social, enfermería). Una vez dicho esto, las diplomadas han encontrado su principal salida en las profesionales de nivel medio, con su función intermediaria (cuadros administrativos medios, técnicos, miembros del personal médico y social, &c.), pero permanecen prácticamente excluidas de los puestos de mando y de responsabilidad, sobre todo en la economía, las finanzas y la política.» (Bourdieu 2005:113.)

Entonces, y demostrado en la relaciones de poder en el trabajo, es perceptible y nombrable, que se sigue aplicando el mismo principio de división en la sociedad contemporánea, al asignar a los hombres lo más notable, lo más sintético, lo más teórico, lo más importante, y a las mujeres lo más analítico, lo más práctico, lo menos prestigioso.

Así pues, el conjunto de los espacios y los subespacios que le corresponden tanto al hombre como a la mujer, se encuentran más que determinados, forzados en una modernidad que no permite debate ni discusión. Dentro de la generalidad, en la trama semiótica de la occidentalidad, no se permiten discusiones que cambien los territorios que le pertenecen al hombre y la mujer. La relación de dominación masculina es una constancia transhistórica, algo indeleble, algo que sólo se puede encubrir mas no borrar, algo que se engendra en las mentes humanas, mediante esquemas fundamentales de poder, derivados de la asimilación de estructuras sociales androcéntricas.

Ahora bien, la eclosión de la sexualidad como ya se ha explicado anteriormente, es indisociable de un conjunto de ámbitos y de agentes en ocurrencia por el monopolio de discursos sexuales a favor del hombre, en los ámbitos religioso, político, jurídico, burocrático, capaces de imponer definición en las prácticas que conforman nuestra sexualidad, de imponer una definición que coloque el hombre sobre la mujer en la modernidad de hoy.

5. Sexualidad contemporánea y libertad

La sexualidad en el siglo XVII estaba mirada con tapujos, con prohibición. Se auspiciaba el matrimonio y la sexualidad adulta. Todo estaba enmarcado en las fronteras de la decencia y el lenguaje moralizado. Ahora bien, en nuestros tiempos –siglos XX y XXI– podemos notar que todo esto ha cambiado, los controles del poder se han desgastado y se han desmenuzado muchos tabúes debido a las nuevas tecnologías sexuales. Foucault nos convence con las siguientes líneas:

Pero admitamos en cambio que un examen algo cuidadoso muestra que en las sociedades modernas el poder en realidad no ha recogido la sexualidad según la ley y la soberanía; supongamos que el análisis histórico haya revelado la presencia de una [nueva] tecnología del sexo, mucho más compleja y sobre todo mucho más positiva que el efecto de una mera prohibición (2005:110).

Ya han avanzado lo suficiente la medicina, la demografía, la pedagogía, la antropología, la psiquiatría, el psicoanálisis o cualquier otra ciencia usada para el análisis del sexo, y estas nuevas tecnologías del sexo nos han dado el permiso requerido para desinhibirnos -un poco más- en nuestra sexualidad. También llama la atención, la evolución que ha sufrido nuestra cotidianidad, que se las ha ingeniado inventando cualquier artimaña para referir al sexo, para describirlo y desarmarlo de su esencia enviciante.

Hoy por hoy, se ha desmantelado el poder sobre lo sexual que tenía la religión. La sexualidad de ahora sólo tiene su acento regulador en la moral, la moral que canaliza el río del buen proceder y del buen comportamiento.

Aún con la moral como control, la institucionalización de la sexualidad de hoy no se encuentra materializada en la familia y la heterogeneidad obligatoria. Ya no son tan vehementemente castigadas las otras opciones sexuales. De hecho, «la afirmación de la sexualidad de las mujeres, de la homosexualidad tanto de hombres como de mujeres y de la sexualidad electiva están induciendo una distancia creciente entre el deseo de las personas y sus vidas familiares» (Castells, 1998:263). La sexualidad de esta época es para el cuerpo y depende del cuerpo, entendiéndolo como un órgano polivalente para el goce, de arquetipo de belleza, de fortaleza, de catalizador y espejo de nuestras relaciones sociales y sexuales. Nuestro cuerpo es el medio de liberación de la moralidad tanto colectiva como individual. Esto obedece a la búsqueda infinita de placer del cuerpo, lo que significaría quitarle el candado a las cadenas que nos han aprisionado siempre nuestros cuerpos, como es el caso del cristianismo, que le ha tenido un pánico indeleble a la corporeidad del sujeto, negativizándolo, aprisionándolo y sujetándolo en un alma rehúsa al deseo propio de los cuerpos.

En general, el proyecto moderno –y sus discursos– ha fracasado, pues ahora estamos desinhibidos y predispuestos a hablar del sexo sin ningún control y que todo apunta a que el sexo encerrará cada vez menos misterios, y que las formas de obtener placer con nuestro cuerpo se multiplican sin un ápice de culpa. Con esta revolución sexual basada en la sensualización del cuerpo como productor de placer, el molde social de la contemporaneidad, predica insaciablemente que vivimos en una sociedad sexualmente liberada, pero más bien parece un «supermercado de fantasías personales, en los que los deseos de los individuos se consumen mutuamente en lugar de producirse» (Castells, 1998:265) en un vaivén interminable, que obviamente se encuentra perneado por el sistema capitalista hegemónico desde hace tres siglos, cuyo desarrollo está  basado en el consumismo impulsivo que domina todo los ámbitos sociales, incluido el ámbito de la sexualidad. Este consumismo se construye a través del deseo, cuyo fin último es el sentimiento de placer que arrastra la consecución del mismo. Placer que demuestra la sexualización de la economía y el raro poder que tiene sobre nosotros la misma.

La mercantilización del sexo mencionada anteriormente, sugiere una notable confusión en el imaginario social de las gentes, demostrando que el ego maduro de la personalidad civilizada preserva todavía la herencia arcaica del hombre»(Marcuse, 1968:71).

Las consecuencias del control moderno, nos han heredado el desentendimiento de todas nuestras particulares diferencias, su principal victoria –y principal error–, fue cambiar para siempre nuestra verdad verdadera por una verdad totalizadora, que demuestra que:

No hay una estrategia única, global, válida para toda la sociedad y enfocada de manera uniforme sobre todas las manifestaciones del sexo: por ejemplo, la idea de que a menudo se ha buscado por diferentes medios reducir todo el sexo a su función reproductora, a su forma heterosexual y adulta y a su legitimidad matrimonial, no da razón, sin duda, de los múltiples medios empleados en las políticas sexuales que concernieron a ambos sexos, a las diferentes edades y las diversas clases sociales (Foucault, 2005:126)

La verdadera verdad de la sexualidad, seguro se encuentra en el burdel, en la prostituta y su cliente, en el violador enfermo y su psiquiatra. Suena escandaloso, y es escándalo porque nuestra sexualidad es una hipocresía creada por las clases dominantes para evitar que el homo ludens no descontrolara al homo faber. Ya que el sexo –y pensar en él– seguro no dejaría trabajar a los muchos pobres hombres que enriquecerían a los pocos ricos hombres. Pensar mucho en el sexo, seguro cambiaría los paradigmas de la economía mundial.

Sin ver esto, la mayoría diría que nuestra sexualidad es abierta, que en tiempos modernos supuestamente todo es libre, liberado, con libertad. Sin embargo, al adentramos más en la historia de la sexualidad humana, pensar lo contrario es lo correcto. Nuestra sexualidad es retenida, muda, con hipócrita libertad. Hemos vivido en una sexualidad deformada desde el iluminismo con su feroz hambre de control. Y lamentablemente esto se ha reproducido, ya que desde hace más de tres siglos, el sexo y sus discursos, han aumentado –contrario a los deseos de la modernidad– a pesar de todos los impedimentos que se le han puesto, se ha constituido como el error más divulgado –para lástima de Kinsey– de la humanidad.

Aunque muchos traten de refutar todo lo dicho anteriormente, con el auge y el sentido sexuado que ha tomado nuestra sociedad debido al fuerte contenido sexual de la publicidad y medios de comunicación, la realidad es que todavía tememos a la palabra sexo, ya que eso es un secreto. Un secreto que de saberse, ni siquiera nos hará libres, ya que sería erróneo.

Bibliografía

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Weeks, Jeffrey. (1985). El malestar de la sexualidad. Talasa. Madrid, España

Notas

{1} Entiéndase el término «carne» como la superficialidad que acompaña a nuestros discursos sexuales.

{2} Término usado por Pierre Bourdieu en su obra La dominación masculina para referirse a la colocación del hombre como centro o del hombre por encima de la mujer.

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