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El Catoblepas, número 85, marzo 2009
  El Catoblepasnúmero 85 • marzo 2009 • página 10
Polémica

El crucifijo y el camuflaje indice de la polémica

Joaquín Robles López

Respuesta al artículo de Fermín Huerta Martín, «Gustavo Bueno y los crucifijos», publicado en El Catoblepas, 84:17, febrero 2009

ejemplar de Caligo memnon crucificado por un cruel entomólogo en su mariposario: el insecto sobrevivía camuflado de búho, pero no se convertía por ello en lechuza

En el pasado número de esta revista, Fermín Huerta criticó como contradictorias o incongruentes –con textos anteriores de Gustavo Bueno y con otros recientes como el de Javier Pérez Jara, «Europa y Cristianismo: análisis del surgimiento del fenómeno cultural cristiano y su desarrollo histórico», del nº 39 de El Basilisco– las declaraciones de Bueno a la cadena COPE en contra de la retirada de los crucifijos de instituciones tales como escuelas, hospitales, &c.:

«Como ateo me parece absurdo que se retiren los crucifijos. El crucifijo es un símbolo histórico, teológico y artístico que forma parte de nuestra cultura. Quitar el crucifijo es quitarse el vestido. Los que lo defienden son unos indoctos. El que haya leído, no a Santo Tomás sino a Hegel, sabe que el crucifijo no se puede quitar.»

Sumado a esta declaración, y, al parecer –siempre según Huerta– «para más INRI», aparece publicado el texto ¡Dios salve a la Razón!, en donde, definitivamente, el crítico constata el escoramiento de Bueno hacia posiciones apologéticas{1}.

Pues bien, Huerta comienza su peculiar criba, no tanto del Materialismo Filosófico cuanto de Gustavo Bueno, citando una «máxima» escrita por Bueno en las Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión (pero referida a su estancia, treinta años antes de la publicación de este ensayo, en Salamanca) que, convenientemente descontextualizada, parece servir a sus propósitos:

«Así como la mariposa Caligo extiende sus alas cuando se le acerca su ave predadora para no ser devorada por ella, así también nosotros debemos extender los brazos en cruz para no ser devorados por los sacerdotes.»

Ésta apelación, referida por Bueno a los años 50, al compararse con las recientes declaraciones a la COPE, mostraría el giro apologético de Bueno.

Pero, sobre todo –y por lo que respecta no ya a la persona de Gustavo Bueno, sino al sistema del que es principal constructor y artífice– a partir de esta «incoherencia» se estaría mostrando la inconsistencia de algunos contenidos doctrinales de la Filosofía materialista (filosófica) de la Religión, sus contradicciones internas, así como la incompatibilidad de otros con la «praxis política» del materialismo filosófico, en tanto ésta «praxis» habría de contener la «lucha por un estado ateo».

Para Huerta, parece ser que el valor de una trayectoria reside en el mantenimiento de los mismos principios, de modo «coherente», como si esos principios fueran meramente «formales» y pudieran separarse de la materia de la que son forma; como si esta tesis sobre la necesidad de camuflarse «para no ser devorado» por los clérigos fuese un principio trascendental, un axioma, del que no podría uno desprenderse sin merma de «coherencia» y sin que, por ello, quedara expuesto a ser encasillado en las filas «del enemigo».

Supongamos, para argumentar ad hominem, que estas dos «declaraciones» de Bueno implican la afirmación una cosa y su contraria. No vamos a repetir, de modo extenso, los análisis que del Principio de Contradicción ha realizado Gustavo Bueno{2}; sólo cabe aquí, dada la naturaleza de esta réplica, recordar su fragilidad cuando se asume desde la perspectiva de un sistema dialéctico: el modelo de contradicción «canónico» sólo afecta a un discurso particular, a una «foto fija». Es un principio que se diluye cuando tratamos con procesos dialécticos –como los que determinan el curso de las instituciones políticas, como asimismo el proceso de conformación de las personas y grupos– en donde, por ejemplo, «lo que es», termina, en virtud de sucesivas anamórfosis que tienen por límite una metábasis, «siendo otra cosa distinta». La tesis de la existencia de una sustancia trascendente que se mantendría esencialmente inalterable a lo largo del curso, al modo de una conciencia trascendental transmundana, de la que emanarían esos principios, es una tesis metafísica (megárica), en el peor sentido del concepto. Una falsa conciencia que tendría que considerar como accidentes suyos los materiales empíricos de los que se nutre.

Es pues, una falacia utilizar declaraciones –descontextualizadas hasta el punto de parecer, en la tergiversación de Huerta, emanadas de un sujeto trascendental al margen de la historia– «incoherentes» desde el punto de vista de su mera enunciación actualista. Póngase la fecha y analícese el estado de las instituciones de la Iglesia y del cuerpo de profesores de Filosofía, y sus relaciones mutuas, en los años 50 y en 2008, y la contradicción se esfuma{3}:

¿Qué sentido tendría en la España del presente el mantenimiento de este «principio»{4} cuando la Iglesia Católica anda varias décadas replegándose? ¿Acaso la mariposa Caligo debería extender sus alas ante un depredador que carece de la energía, de la potencia suficiente para comérsela?

Porque lo que inducía a Bueno a asumir este «lema» no era, ni por asomo, la necesidad de criticar a la Iglesia como institución histórica, sino más bien lo contrario: la crítica de la institución sacerdotal en la medida en que ésta asume unas funciones ideológicas encaminadas, entre otras cosas, a bloquear «institucionalmente» y de un modo efectivo («devorar») la crítica materialista y la dialéctica inherente a esta crítica, llegando, incluso, a afectar a la vida pública de la persona, hasta el extremo de provocar la «muerte civil» del disidente.

Con toda claridad lo ha visto José Ramón Esquinas Algaba cuando muestra, a propósito de la lectura que de «¡Dios salve a la Razón!» han hecho algunos teístas, como José Luis Restán, una impresionante criba de las razones que explican las posiciones de Gustavo Bueno respecto de la Iglesia Católica:

«Ciertamente, Gustavo Bueno mantiene que la Racionalidad católica nos ha salvado del nihilismo, la prepotencia del Estado o del fundamentalismo islámico. Pero también añade la importancia del combate católico contra el «delirio gnóstico» –que Restán no cita– en el que, nos parece, están envueltos precisamente muchos de los receptores del libro de Bueno.»

Y, prosigue, con su lúcido análisis:

«Mucho nos tememos que los católicos que hasta ahora han leído a Gustavo Bueno lo hacen desde su propia Idea monista de Bien o Verdad en la cual ambos se identifican aunándose en un Dios que es pura bondad. Quiero decir con esto que muchos de los católicos que escuchan hablar bien a Bueno de la Iglesia Católica entenderán que si lo hace es porque comparte su verdad –lo cual no es del todo una equivocación–, lo que ocurre es que para esos católicos la verdad de la Iglesia está en la relación religiosa con Jesucristo, al que rezan, cantan, confían y esperan acaso su retorno glorioso para juzgar a vivos y muertos. Un dios al que pueden adorar nocturnamente en horas de vigilia sintiéndose cada uno «religado» al estilo zubiriano. Son por tanto las categorías con las que se lee a Bueno las que impiden captar la crítica al propio catolicismo que supone el simple hecho de «traducirlo» a las coordenadas del materialismo filosófico.»

José Ramón Esquinas Algaba ha dado con las claves, que luego explicita en cuatro «Críticas materialistas al discurso de Benedicto XVI», de la desviación interpretativa del texto citado de Bueno desde las tribunas del teísmo.

Y Fermín Huerta nos regala una interpretación desde las coordenadas del «laicismo» militante. Que no tiene en cuenta que Bueno no critica a la institución sacerdotal en cuanto tal y sin distinciones, sino, antes bien, por las mismas razones que explican la critica a la institución de los pedagogos o de los psicólogos{5}; sin olvidarnos la de los mismísimos profesores de filosofía, dedicados al adoctrinamiento en los valores de la armonía universal, del fundamentalismo democrático o cualesquiera «dogmas» laicos (como el de la supuesta neutralidad del Estado en materia religiosa, defendido por el crítico Huerta, que tratamos más adelante{6}).

Y así «como la mariposa Caligo extiende sus alas…», ahora diríamos que muchos debemos nadar y guardar la ropa para no ser devorados por las directrices psicopedagógicas, firmando programaciones didácticas o asistiendo, más o menos sumisos o desganados, a las reuniones y cursillos impartidos por estos sofistas –antes con sotana, ya sin ella– cuya sofistería, en el fondo, detestamos y combatimos en otros lugares.

La inconsistencia doctrinal sólo existe en la cabeza de quien quiere ver a estas doctrinas como meras opiniones no fundamentadas, como postulados ideológicos. Sin caer en la cuenta de que al conectar estas doctrinas con sus fundamentos la contradicción queda suspendida. Porque lo que resultaría contradictorio es que Gustavo Bueno fuese, en la actualidad, un «librepensador» impregnado del espíritu del laicismo. Tanto como que, a estas alturas, se metiera a fraile mercedario.

Huerta, denunciante de supuestas contradicciones no cae en la cuenta de las propias. Por un lado dice:

«Cabría preguntar entonces ¿el materialismo filosófico, esta a favor o esta en contra de las religiones? Es decir, en este supuesto Estado ateo, ¿Qué se haría con los curas y los templos?, ¿se metería los curas en la cárcel y se destruirían los templos?, ¿se transformarían los templos en delegaciones de la Fundación Gustavo Bueno donde poder impartir la asignatura de Filosofía de la Religión de sesgo materialista y se obligaría a los curas a asistir a esas clases? o ¿se daría un ministerio a Rouco Varela en premio por el esplendor pasado de la filosofía escolástica?»

Cuando reconoce la tesis de Bueno (aunque a su falsa conciencia le parece, como es natural, «curiosa»):

«En la cita de la pág. 377 se hace un salto muy curioso, se dice que si los pueblos no están preparados para organizarse socialmente bajo los auspicios de un racionalismo filosófico y ateo, hay que evaluar el grado de racionalismo actuante en las distintas confesiones religiosas realmente existentes.»

Huerta postula, sobre un texto de Javier Pérez Jara que no entiende{7}, un «supuesto [y tanto, añadimos nosotros] estado ateo» para preguntar qué haríamos con los curas y los templos si admitimos el supuesto. Pero es que no lo podemos admitir, sencillamente. ¿Qué significado tendría ese estado ateo más allá de la simple suposición? ¿Reconoce la tesis de Bueno sobre la imposibilidad factual de tal «estado» y a continuación se atreve a introducirlo como supuesto?

Desde otro punto de vista diferente, tomando ese estado ateo no ya como un suposición o un imposible de facto, sino como un ortograma o proyecto, diremos que Huerta, autor de una escrupulosa enumeración de las obras de Gustavo Bueno, no parece tener, sin embargo, la misma determinación a la hora de entenderla.

Advierte una contradicción entre el proyecto, que supone inherente al Materialismo Filosófico, de construir un «estado ateo» (como si los sistemas filosóficos tuviesen potencia, por sí mismos para cambiar el mundo sin necesidad de su coordinación con las corrientes políticas realmente existentes) y defender la presencia de los crucifijos: ignora que entre los momentos formal-ideal y empírico de una trayectoria, de una corriente política o religiosa, no existe una separación tajante sino que son dos momentos disociables, pero inseparables. No podemos separar las «obras» o «hechos» de los hombres, de sus proyectos, expresados en ideas y conceptos. O dicho de otro modo: los hechos humanos de carácter político (o ético-moral) responden a un plan determinado que desborda la individualidad corpórea del sujeto{8}.

No perder de vista que estos dos momentos son disociables, pero inseparables, es asunto central: la separación efectiva y real de estos dos órdenes, en virtud de su incompatibilidad, revelaría, por una parte, el carácter metafísico de los conceptos e ideas que no pueden ser referidas a corrientes reales; por otra, que aquellos hechos u obras que no puedan ser puestos en correspondencia con planes y programas institucionalizados carecerán de significado político (o ético-moral){9}.

Pero ésta «inseparabilidad», también significa que la trayectoria empírica está determinada tanto por el plan, ortograma o momento ideal, como viceversa: la trayectoria formalmente recta que trazo, por ejemplo, para llegar hasta la línea de la playa desde la carretera, no es recta en su momento empírico-factual pues está supeditada, para realizarse efectivamente, a los accidentes del terreno. Y en cada caso, es precisamente el mantenimiento de la trayectoria el que obliga a «desviarse» (aunque sólo por relación al momento ideal), vertical u horizontalmente, de ella.

Lo que nos devuelve a la cuestión que plantea Huerta del siguiente modo: la acción política del materialismo filosófico no puede asumir el puro formalismo de considerar como contradicciones o incongruencias éstas desviaciones de la «orto-doxia» formal y atea. Ni mucho menos operar en el presente sin tener en cuenta «los accidentes del terreno».

Por otro lado, es ridículo suponer que en un «estado ateo» (Dios sabrá lo que quiere decir con esto Huerta) habría que hacer alguna cosa con la religión católica salvo prohibirla a ella y a todas las demás. Cualquier otra alternativa que pase por tolerar su existencia no podría ser propia de semejante estado; al modo como en un «imperio universal» no tiene sentido plantearse qué se va a hacer con las soberanías resistentes a ese imperio, por la sencilla razón de que su resistencia a desaparecer implica la inexistencia de un imperio universal. Hablando en plata: si un «estado ateo» tiene que preocuparse sobre qué hacer con una masa importante de ciudadanos teístas es que, entonces, no es un estado ateo. Salvo que Huerta, en un simplismo ramplón, considere que el estado se reduce a su capa conjuntiva elegida por la mayoría emanada del sufragio universal.

Huerta no se da cuenta, a pesar de tenerlo enfrente, que es precisamente la imposibilidad de facto, de un estado ateo la que nos obliga a tomar partido en virtud del «grado de racionalismo actuante en las distintas confesiones religiosas realmente existentes».

A pesar de todo, trata de poner a salvo al Maestro, aduciendo, como una especie de justificación ad hoc, (que, no obstante, implica, por su parte, un reconocimiento explícito de los «accidentes del terreno») que:

«Uno de los motivos que parecen mover a Gustavo Bueno a estas posiciones es el temor al fanatismo islámico, pero bajo mi punto de vista, lo que tiene que hacer para luchar más eficazmente contra ese miedo no es pedir que se mantengan los crucifijos de las escuelas, lo que tiene que pedir es que aumente el presupuesto del Ministerio de Defensa, de la Policía Nacional, de la Guardia Civil y del CNI, ¿o es que piensa que si nos intentan invadir los musulmanes, los curas se organizaran en batallones y con el crucifijo en la mano saldrán a la defensa de nuestra querida patria?»

De este modo, la equivocación ya no vendría derivada de la contradicción entre atacar a los curas –antes– y defender los crucifijos –ahora– sino en el cálculo prudencial erróneo sobre el modo de «parar» la Jihad islámica. Pero, a mi juicio, este razonamiento es pura necedad. En primer lugar porque no existe tal «temor» (como si el «miedo» obnubilara el juicio) sino que son poderosas razones objetivas las que obligan a tomar partido por el Catolicismo frente al Islam. No porque temamos «una invasión» (que debería ser rechazada por el ejército) sino porque constatamos una penetración –no en la soberanía directamente, por el momento- del Islam en España, favorecida, entre otras cosas, por la cristofobia agresiva del laicismo (aunque también por actitudes ecuménicas de los propios cristianos).

El señor Huerta nos toma por tontos si pretende colarnos de matute perlas como la anterior. Reducir, como pretende, la defensa de Bueno de la presencia de los crucifijos en las instituciones a la categoría psicologista de «alivio de los síntomas del miedo al Islam» es un insulto en toda regla. Como es un insulto sugerirnos la posibilidad de pedir más gastos en policías y militares con el fin de que nos quedemos tranquilos.

Y más tarde prosigue con sus peculiares impertinencias:

«Dice en La fe del ateo, pág. 155: «Un gobierno realista podrá ser confesional, o antirreligioso, pero no neutral o laico.»
No puedo imaginar un disparate antieutáxico más grande, ¿se imagina alguien que ganando el PP las próximas elecciones, las primeras medidas que tomara fueran: prohibir el divorcio, el aborto, los métodos anticonceptivos, hacer obligatoria la enseñanza de la religión, &c. O que el PSOE al renovar el poder, cerrase las iglesias, prohibiera las procesiones, &c.?»

¿Quién le ha dicho a Huerta que un gobierno del PP o del PSOE tenga que identificarse, necesaria y respectivamente, como un gobierno confesional y otro antirreligioso? ¿José Bono? Veamos: la cita de Bueno está inserta en un contexto bastante más sutil que la erudición de brocha gorda de Huerta; la reproducimos en su párrafo correspondiente, en el que Bueno examina el ideal «laico» de la asignatura de Epc:

«V. El ideal de educar a los ciudadanos en el ejercicio de una conducta «racional», sobreentendiendo la racionalidad sin parámetros, de un modo puramente negativo, a saber, por el laicismo. Y ello mediante la ficción (antropológica y sociológica) según la cual las religiones positivas son asunto privado y no público. (¿Acaso habría que considerar como irracionales a los ciudadanos creyentes en una religión positiva, por ejemplo, a los millones de ciudadanos con derecho a voto, que más allá de la distinción entre izquierdas y derechas, llenan las calles de las ciudades españolas durante las procesiones de Semana Santa?). Un gobierno realista podrá ser confesional, o antirreligioso, pero no neutral o laico.»

Mire Vd., Sr. Huerta, que lo que dice Bueno es que es imposible la laicidad del gobierno, por razones objetivas, que es exactamente lo mismo que señalaba Javier Pérez Jara. Lo que Vd. llama «disparate antieutáxico» es un disparate que se le ocurre a Vd. extrayendo la pintoresca y deformada conclusión de que un gobierno del PP prohibiría el divorcio (como si los del PP no se divorciaran) si fuera «realista». Cuando, antes bien, es no siendo realista como un gobierno del PP o del PSOE cometería un disparate «antieutáxico». De otro modo: si a Huerta le parece «antieutáxica» tanto la prohibición de la religión como lo contrario, es porque «se siente» habitante de ese lugar armónico e imposible del laicismo. Pero lo que dice Bueno es que ese ideal es falso. De modo que los gobiernos laicos en realidad son confesionales (unas veces) o antirreligiosos (otras) incluso aunque se trate del mismo: el mismo gobierno de Zapatero que mantiene colegios concertados católicos y dona parte del IRPF a la Iglesia, tiene un frente abierto con ella en torno a las cuestiones morales del aborto o la eutanasia. Nuevamente Huerta nos menosprecia, al tomarnos por imbéciles, con sus curiosas deducciones.

Así, Huerta nos lleva hasta su doctrina concreta:

«La segunda postura sería la de los ateos-materialistas-indoctos que hacen el siguiente razonamiento, el crucifijo representa al hijo de Dios que resucitó, si Dios no existe no puede tener hijos y para un sistema materialista la resurrección es imposible, por lo tanto, es un símbolo falso que solo debe estar en los sitios donde se aceptan esas mentiras como verdades.»{10}

Doctrina contradictoria con lo que decía antes sobre lo distáxico («antieutáxico», dice él) de prohibir las procesiones. Igual es que las procesiones le parecen a Huerta «cosas privadas» (¿?). Y más tarde:

«Lo eutáxico en la situación actual es el Estado neutral, llámele laico o aconfesional. Por que la guerra no va con la parte religiosa de la sociedad civil.»

Desde luego que la sutileza no es, precisamente, la principal virtud de su discurso. Veamos –para no extendernos en más consideraciones– otras consecuencias que pueden extraerse de este método «indocto y materialista»:

«El Apóstol Santiago no está enterrado en Santiago de Compostela, el Camino de Santiago representa, para un sistema materialista, el símbolo de una impostura, por tanto, los poderes públicos no deben inmiscuirse en asuntos concernientes a este Camino que sólo debe existir para quienes aceptan la mentira como verdad.»
«Los cuadros de Zurbarán, Ribera o El Greco –y tantos otros– en cuanto representan a Cristo, representan a un Dios que, como no existe, no puede tener hijos. Por tanto, estos cuadros sólo podrán ser exhibidos en lugares de culto para los creyentes en dicha mentira.»
«Las procesiones de Semana Santa, los sacramentos, el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, la Navidad, la Semana Santa, &c. (…)»

Pero volvamos a la declaración de Gustavo Bueno sobre los crucifijos: «El crucifijo es un símbolo histórico, teológico y artístico que forma parte de nuestra cultura.»

Reconocer que la religión católica es, en esencia, una religión externa, pública, que no puede quedar enclaustrada en su recinto propio sin dejar de ser católica, no es equivalente a reconocerse teísta o a asumir el carácter verdadero de la Revelación. Una vez más, rogamos encarecidamente a Fermín Huerta que lea el artículo de José Ramón Esquinas Algaba. Y reconocer la imposibilidad de la idea misma de Dios no implica menospreciar la existencia de la Iglesia como algo público, ni impele a luchar por la erradicación de sus símbolos o su liturgia de la vida pública de los ciudadanos.

Dice Huerta que su lucha por el laicismo –desde una posición atea, indefinida, al menos en este artículo que nos ha brindado– no es contra «la parte religiosa de la sociedad civil» a la que, condescendientemente, se le da la posibilidad de seguir existiendo mientras se mantenga en el ámbito de lo particular, mientras no desborde sus recintos propios. Cuando es, precisamente, esta reclusión separación de la vida ciudadana e institucional la que implica la desaparición del Catolicismo si, con Bueno y con Pérez Jara, reconocemos que una nota constitutiva (esencial) de esta Iglesia es su dimensión necesariamente pública.

En este sentido de la nota de las Cuestiones Cuodlibetales que reproduce Fermín Huerta y que reza:

«Esta sería la dialéctica de la historia actual de la Iglesia Romana: que tanto los que en su seno piden la integral conservación, como los que piden la renovación, tienen motivos de prudencia equivalentes y bien fundados. Solo que los motivos de los integristas (para decirlo al modo escolástico) se fundan en la esencia de la Iglesia, mientras que los motivos de los renovadores se fundan en su propia existencia. Aquellos dirán que mantener en la existencia una institución «desvirtuada», que va perdiendo sus esencias más puras, es una traición; y éstos, que pretender mantener unas esencias que comportan necesariamente la progresiva extinción, la inexistencia más o menos próxima, es tanto como mantener una utopía, una esencia que no existe en ninguna parte.»

En modo alguno cabe derivar una toma de partido por unos «existencialistas» que, en la versión de Huerta, estarían dispuestos a convertir su religión en asunto privado con tal de que les dejen en paz con sus cosas. En primer lugar, porque quienes estarían dispuestos a mantener la existencia de la Iglesia a costa de comprometer su esencia, en ningún caso podrían estar dispuestos a «sacrificar» el carácter público de sus creencias (su proselitismo, por ejemplo) puesto que la retirada, el repliegue sobre sí mismos que pretende Huerta afectaría no ya a su esencia sino a su existencia misma. No parece que esta cita de Bueno esté encaminada a subrayar la disposición de una parte de la Iglesia a asumir el sacrificio de su dimensión pública sino, más bien, a la tendencia de algunos a soslayar la divinidad de Cristo a favor del Jesús histórico, por ejemplo (de modo coherente con lo que repite en el discurso sobre Benedicto XVI).

Y, en segundo lugar, como consecuencia de lo anterior, la iniciativa laica de meterles en el convento y tirar la llave (eso que pretenden los laicos indoctos como Huerta) es ya una declaración de guerra. Por si no se ha dado cuenta Don Fermín.

Para seguir con la espiral de tópicos, resulta que para Fermín Huerta, la oposición de Bueno a que se denomine «Matrimonio» a la unión de dos personas del mismo sexo supone «alinearse con el catolicismo»:

«No es sólo en esta cuestión de los crucifijos donde Bueno se ha alineado con el catolicismo, dice en su libro Zapatero y el pensamiento Alicia, pág. 305, al respecto de los matrimonios homosexuales:
‘incoherencia y sinsentido de un «orgullo democrático» ante situaciones en las que un Pueblo que mayoritariamente asume las normas del matrimonio romano (y luego cristiano) deja pasar, sin embargo, una ley que mina la estructura misma de nuestra sociedad de familias; un Pueblo que, si tuviera un orgullo democrático auténtico, debiera haberse plantado ante un gobierno formado por un atajo de ideólogos indoctos e irresponsables, que deciden, en nombre de un progresismo que les da miles y miles de votos, destruir las bases de una sociedad milenaria y plantear más problemas para el futuro de los que puede resolver en el presente inmediato.’»

Con estas pinceladas toma forma el retrato grotesco de Huerta que pasa, por arte de birlibirloque, de las cuestiones teológicas a cuestiones del ordenamiento jurídico como si fueran la misma cosa. El «cerrojo ideológico» funciona a toda mecha: si la iglesia católica está en contra del matrimonio homosexual, criticar que se llame matrimonio a la unión de dos hombres o dos mujeres es alinearse con ella{11}. La misma conclusión sacan algunos «críticos» de «Zapatero y el Pensamiento Alicia» quienes, sin haber leído el libro, consideraban que criticar a Zapatero es equivalente a militar en el PP; también quienes entienden que la defensa de la Nación Española realizada en voz alta y con contundencia, por Gustavo Bueno («no en calidad de filósofo sino de español») es propia de un falangista. Y aquí no queremos argumentar ya, porque ante semejante exhibición de cretinismo «no hay diálogo que valga».

Y para terminar, nuestro indocto materialista pontifica y recomienda:

«¿No estaremos ante un caso de «falsa conciencia» por parte de Gustavo Bueno, de perdida de su capacidad correctora de errores?»

Cuando es exactamente al revés, y sigue acusando a los teístas católicos de ver a Gustavo Bueno como un monstruo de feria:

«No se si Bueno es consciente de que su imagen de prestigio (indiscutible) esta siendo utilizada por determinados medios de comunicación cercanos a la jerarquía católica (hay que recordar que los ateos no tenemos jerarquía) como cuando un circo presentaba la mujer barbuda o el niño lagarto. ¡Pasen y vean, el ateo que defiende los crucifijos! Cuando los católicos de base no lo van a entender (dice Pérez Jara en su artículo, pág. 64: «'Analfabetismo' de la mayoría de los creyentes 'populares'») y a la jerarquía católica le trae sin cuidado sus argumentos pues no deja de ser un ateo. Solo le interesa que defienda sus posiciones y por eso se le da publicidad.
¿O es que olvida Gustavo Bueno que si la Iglesia católica recuperase el poder perdido en épocas pasadas, le quemarían a usted y a sus libros en la hoguera? Quizás le consuele pensar que este método es mas racional y escolástico que su homologo islámico.»

Y esto es ya «para no echar gota»: ¿no se acuerda Huerta de la recomendación de la mariposa Caligo con la que comienza su esperpento? ¿No ve que es, precisamente, el repliegue de la Iglesia, su impotencia para prohibir libros, o quemarlos, la que explica que ya no haga falta «poner los brazos en cruz»?

Y, finiquita la cuestión recabando, en apoyo suyo, unas tesis de Gustavo Bueno, anteriores a su presunto «giro apologético»:

«La sistemática eliminación (incluyendo aquí la eliminación por la muerte o la hoguera) de quienes aportan «materiales» inasimilables o «conflictivos» al sistema de ortogramas dominantes es la causa principal del embotamiento dialéctico y la ocasión para el florecimiento de una frondosa red de recubrimientos apologéticos destinados a desviar los conflictos fundamentales hacia otros conflictos secundarios. La impermeabilidad hace posible el incremento eventual de una certeza o seguridad puramente subjetiva que conduce ordinariamente a la ingenua aceptación, como si fuera la única opción posible, de las propias construcciones ideológicas. La falsa conciencia termina convirtiéndose así en un aparato aislante del mundo exterior (del mundo social, no solamente individual) y su función está subordinada a los límites dentro de los cuales el aislamiento puede resultar ser beneficioso, hasta tanto no alcance un «punto crítico». Pero en general, cabe afirmar que, cuanto mayor sea el grado de una falsa conciencia, tanto mayor será la evidencia subjetiva, aunque no siempre recíprocamente.» (Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión.)

Y lo hace sin notar que si algún sentido tiene esta cita de Bueno no es únicamente contra la «falsa conciencia del creyente», sino contra los «ortogramas dominantes» que, en nuestros días no son ya los de la Iglesia de Roma, sino, entre otros, los de Fermín Huerta. Haría bien en aplicarse el cuento. Porque es precisamente su laicismo, como ortograma dominante en el pensamiento armónico, de estirpe krausista, quien ha adquirido la suficiente potencia para, por ejemplo, extirpar la filosofía crítica materialista de los planes de estudio, introduciendo, como sucedáneo suyo, una nematología del mercado pletórico, la Educación para la ciudadanía, con sus «valores» laicos; una «ancilla democratiae» que no necesita quemar libros, porque interrumpe la transmisión de los saberes necesarios para entenderlos. Y si de la filosofía como «ancilla theologiae» todavía podían recuperarse los métodos y doctrinas propios de la filosofía clásica, de ésta, apenas sí podemos obtener nada más que los cuatro tópicos hilvanados por los laicistas, al servicio de dogmas mucho más oscuros que los que combaten.

Notas

{1} Imprescindible es, en este sentido, leer el espléndido y preciso artículo de Juan Ramón Esquinas Algaba, «Dios condene la sinrazón», en El Catoblepas, 84:18, febrero 2009.

{2} Por ejemplo en el artículo «Sobre la Idea de dialéctica y sus figuras», en El Basilisco (nº 19, 1995.).

{3} Huerta, atrapado en su formalismo sustancialista ignora que «el mismo fuego que ablanda la cera, endurece la arcilla».

{4} Que no es tal, sino, a lo sumo, una regla operatoria «moral» (o ético-moral, si se estima que el camuflaje es necesario cuando «peligra la vida del artista». Repárese en que esta regla tiene carácter ético para los cristianos que viven en las teocracias islámicas: «Así como la mariposa Caligo extiende sus alas… así los cristianos nos arrodillamos cinco veces al día para no ser degollados por los sarracenos», pues estaría conectada a la «firmeza», siempre que, además, también lo estuviese a la virtud moral de la lealtad. Es decir, siempre que el «camuflaje» no termine convirtiéndose en el «vestido»)

{5} Ver el «Prólogo» al Protágoras de Platón, o el artículo de la primera época de El Basilisco, «Psicoanálisis y epicúreos», por ejemplo.

{6} En mi artículo del nº 36 de El Basilisco (segunda época), «El Consejo de Europa y la educación del ciudadano», he mostrado el paralelismo de los fundamentos «catequéticos» de la educación laica (epc) y la educación católica.

{7} Dice Fermín Huerta: «Un Estado (laico, neutro o aconfesional) que consiguiera reducir al ámbito de lo privado el hecho religioso, ni seria neutro ni se mantendría al margen de las religiones, porque eliminar los crucifijos de los sitios públicos estatales, regular las procesiones, impedir que suenen las campanas de los templos para llamar a los fieles a la misa, no seria neutralidad, seria seguir quitando poder a la Iglesia católica, o ajustando ese poder hacia los que voluntariamente quieren aceptarlo, o sea sus fieles, no a toda la población». Y Huerta apostilla que, precisamente «esa es la lucha que parecen no ver desde el Materialismo Filosófico». O sea, que no se entera de que Javier Pérez Jara está postulando la imposibilidad de un estado neutro y lo inconsistente de una lucha orientada a conseguirlo mediante el trámite de fingir que «debe serlo». Huerta no advierte que no es lo mismo un estado ateo que un estado antirreligioso, como no son lo mismo Dios y la Religión.

{8} Porque la racionalidad, como ha señalado Bueno tantas veces, no se da a escala del sistema nervioso o del cerebro, sino en la interacción del cuerpo con otros cuerpos, a través de las operaciones manuales o lingüísticas. Los cuerpos no son mónadas leibnizianas «sin ventanas», ni tampoco forman meros agregados de individuos. Al señalar el carácter social del hombre no podemos estar diciendo que la socialización es un añadido posterior a un hombre configurado previamente (biológica o antropológicamente) sino, antes bien, que es el ser social del hombre la razón de su mismo ser; que el ser humano no es previo a su socialización, sino, en todo caso, su resultado. De modo que sus actos obedecen al moldeamiento que en ellos producen los distintos cursos institucionalizados de racionalidad.

{9} La conocida tesis de Marx sobre Feuerbach en la que se distingue «pensar el mundo» (momento ideal formal) y «transformarlo» (momento factual) queda disuelta en el Materialismo Filosófico, como una distinción dualista en la que se establece un corte imposible de justificar entre pensamientos y hechos. En la medida en que las ideas y conceptos de la izquierda, en el ejemplo tomado de El mito de la izquierda, representan trayectorias formales, proyectos determinados con palabras, son también hechos, acciones. Las ideas y conceptos de la izquierda que carezcan de potencia para «transformar el mundo» serán, por definición, artilugios metafísicos inservibles, utopismos idealistas.

{10} La presunta ironía de declararse «indocto» se vuelve contra el propio Fermín, cuando a continuación se atreve a endilgarnos un análisis propio de doctores laicos en el que se introducen conceptos como «sistema materialista», «mentira y verdad», «símbolo falso» (pues menos mal que es indocto, si llega a ser doctor…). Porque la brocha gorda no es sinónimo de ser indocto; ya lo sabía Heráclito: «Mucha erudición no enseña comprensión.»

{11} En cualquier caso, decimos «cuestión jurídica», no «moral» (cosa que se le escapa a Huerta), porque Gustavo Bueno jamás ha criticado como inmoral, ni nada parecido, que dos personas del mismo sexo tengan una relación afectiva o que este tipo de parejas tengan los mismos derechos que los matrimonios.

 

El Catoblepas
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