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El Catoblepas, número 84, febrero 2009
  El Catoblepasnúmero 84 • febrero 2009 • página 13
Artículos

Dios salve a la razón
adversus
La razón salve a Dios

Enrique Prado Cueva

Olvidos y fisuras en el discurso dado por Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona el 12 de septiembre de 2006. El estrato musulmán en el discurso pontificio a la luz del materialismo filosófico

«Dios salve la razón»

Dios salve la Razón, Encuentro, Madrid 2008Hace tan solo unas semanas la editorial Encuentro ha publicado un libro cuyo título coloco aquí a modo de introducción. Un libro que tiene una peculiaridad que podríamos calificar de histórica en el ámbito no sólo de la filosofía sino también de la historia social de nuestro país: justo bajo la fotografía del Papa aparece la de Gustavo Bueno, a la que siguen las imágenes de otros intelectuales, filósofos y teólogos, de reconocido prestigio mundial, tanto en oriente como en occidente: Wael Farouq (Egipto), André Glucksmann (Francia), Sari Nusseibeh (Jerusalén), Robert Spaemann (Alemania), J.H.H. Weiler (Sudáfrica), junto con los españoles Jon Juaristi y Javier Prades. Cierto que la precedencia de los autores es alfabética y, por puro azar, Benedicto viene antes de Bueno y Bueno antes que el resto. Quizás se haya invitado a Bueno como enfant terrible de la filosofía, es decir, por decir y creer lo contrario de la fe en la que cree, y a la que defiende, el Papa. Pero muchos hay que dicen no creer, que resultarían mucho menos molestos que Gustavo Bueno, y que, sin embargo, no han sido llamados a participar de esta comensalía.

¿Qué puede haber de común –si es que algo hay– entre Su Santidad Benedicto XVI y Gustavo Bueno? A mi juicio son dos las razones que constituyen el nudo dialéctico de este peculiar encuentro. Dos razones que unen y, al mismo tiempo, separan al Pontífice y a Bueno. Ambos comparten un antimodernismo que ha llevado a Benedicto XVI a enfrentarse al antiintelectualismo de ciertas posturas teológicas que dejarían de lado a la teología dogmática, por considerarla poco práctica y por su carencia de inteligibilidad para la gente sencilla. Un antimodernismo pontificio que se remonta a la condena que del modernismo teológico hizo Pío X, en su Syllabus de 1907. En el caso de Bueno ese antimodernismo filosófico, no teológico, se traduce, en el seno de sus coordenadas materialistas, en un repudio, que comparto, del llamado pensamiento débil o, en su conjunto, de la tan traída y llevada postmodernidad. En el caso de Bueno, su antimodernismo filosófico tiene bases doctrinales que pueden rastrearse en el propio tomismo. Este sería el segundo momento problemático de este nudo dialéctico del que hablo. Si Santo Tomás habla por boca del Papa, no menos lo hace por la de Gustavo Bueno quien –al igual que Marx hizo con Hegel– dio vuelta al tomismo mediante retruécanos dialécticos, tan caros a Marx –véase sino la importancia dialéctica del retruécano en la Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel–; retruécanos que han supuesto la configuración de una nueva filosofía, el materialismo filosófico. Bueno ha puesto de vuelta y media, cabeza abajo, al propio Aquinate, en una posición que, mire como se mire, es incomoda y fisiológicamente poco saludable para el tomismo fideísta. Al respecto resulta muy ilustrativo el comentario que realiza Fernando M. Pérez Herranz sobre las raíces tomistas de Gustavo Bueno{1}:

«Gustavo Bueno va a mostrar –para asombro de la concurrencia– que algunas Ideas filosóficas procedentes de la tradición aristotélico-tomista son suficientemente poderosas para comprender las mismas ciencias de nuestro siglo, aunque –naturalmente–, rectificándolas, corrigiéndolas, adecuándolas lo que sea menester. (...) El uso que Gustavo Bueno hace de estas Ideas de tradición aristotélica suele producir cierta sorpresa, desazón y hasta escándalo. Pues, ¿cómo es posible –se preguntan los más condescendientes– recuperar la teoría hilemórfica –materia y forma– de Aristóteles a estas alturas? Sin embargo, las Ideas de Materia y Forma se encuentran ejercidas en otras filosofías, por más que sus autores las escondan o las olviden.»

Nada puede haber de extraño, al contrario, en las raíces tomistas de Gustavo Bueno, si tenemos, por ejemplo, en cuenta, cómo la propia lógica hegeliana se asemeja mucho a un despliegue cosmista de las nociones de persona (hipóstasis) y relaciones en el seno de la Santísima Trinidad.

El antimodernismo y el tomismo que comparten Su Santidad Benedicto XVI y Gustavo Bueno son, de suyo, dos momentos polémicos de este nudo dialéctico que no los une precisamente en una fe común. En este punto aflora lo que en este artículo se entenderá por razón. Los discursos de los comensales llamados a esta mesa pontificia aparecen de modo paratáctico o yuxtapuesto, dando así la impresión de que hay una razón común distributiva, en tanto se tratara de una cierta razón común que se repartiría por igual en cada uno de los capítulos de la obra; o bien, en su defecto, afloraría una razón atributiva en la que los diversos discursos, nueve en total, encajarían como lo hacen las piezas de un puzzle. Pero la razón que de suyo es polémica no se deja armonizar de esta guisa. En realidad, para que haya una razón verdadera, esencialmente filosófica, es necesario que uno de los discursos pueda fagocitar al resto hasta envolverlos en su propia «métrica racional». Repasémolos brevemente, pues.

La lección magistral de Benedicto XVI es el origen del debate. Es el texto objeto de análisis e interpretación. A él dedicaremos todo el artículo, señalando, según sea el caso, los puntos a dirimir. Será el campo de batalla donde se medirá la capacidad dialéctica de cada uno de los contrincantes. André Glucksman propone un logos terapéutico, habla de una razón profiláctica para erradicar el nihilismo, pero no dice en que consiste esa razón; y aunque aboga por un encuentro entre razón y fe, no explicita, sin embargo, esa relación ni los modos de ese encuentro. Sería, en todo caso, un discurso fácilmente fagocitable pero difícilmente métrico o si se quiere dialéctico. La presentación de Javier Prades termina por suavizar las tremendas exigencias que conllevan los dogmas y misterios de la teología dogmática –a los que sin duda no renuncia– mediante una ocurrencia a medio camino entre la moral provisional cartesiana y la doble verdad averroísta: «Aunque la modernidad rechazaba la pretensión de la tradición cristiana, la podía aceptar todavía como sustituto provisional del ejercicio autónomo de la razón» (pág. 15). Su discurso es, ante todo, conciliador, no estrictamente polémico. Pero, en todo caso, mantiene la preeminencia de la fe sobre la razón al dejar muy claro que las coordenadas que posibilitan la Idea de razón no vienen determinadas ni por las ciencias ni por las técnicas sino por el amor Dei. Robert Spaeman presenta un discurso valiente al reivindicar el dogma trinitario de la teología dogmática como misterio revelado, resaltando así el quiasmo que existiría entre teología natural y dogmática. Este dogma es el que lleva al Islam a considerar al Cristianismo como un politeísmo. Joseph Weiler reflexiona sobre la relación entre razón y violencia para concluir que su relación es inextricable, es decir, problemática; al tiempo, crítica, implícitamente, la analogía fidei que sirve a Benedicto XVI para mal interpretar el pasaje de Isaías 35, 4, en el que Dios es calificado como vengador: «Como hebreo –dice–, me rebelo ante esta forma de explicar las palabras de Isaías. Para mí, venganza es una venganza» (pág. 188). El capítulo de Sari Nusseibeh «Violencia: racionalidad y razonabilidad» resulta muy interesante por sus preclaras matizaciones sobre el voluntarismo en la filosofía árabe y sobre el pretendido irracionalismo que le alejaría del logos helénico. Sari Nusseibeh plantea la plausibilidad de la doctrina averroísta de la doble verdad como un modo de comprender la relación que pueda existir entre disciplinas humanas y científicas; vislumbra, también, la importancia del voluntarismo de Ibn Hazm para poder entender el dogma de la Santísima Trinidad. Wael Farouq retoma las reflexiones de Muhammad ‘Abid al-Gabri sobre las contradicciones tan tremendas, entre tradición y modernidad, en que vive la cultura árabe. Y aunque pretender distanciarse de Muhammad ‘Abid al-Gabri en la solución de la inextricable dicotomía modernidad-tradición, mi impresión es, sin embargo, que no es capaz de zafarse del análisis que de la misma hace el autor de El legado filosófico árabe. Alfarabi, Avicena, Averroes, Abenjaldún. Lecturas contemporáneas. Acaba Wael Farouq con una loa a los beduinos y a los valores que han desarrollado por mor del desierto en el que viven. Termina por identificar la razón con el logos beduino y eremita –en el sentido etimológico de lugar yermo y desértico, vacío y al margen de la polis{2}– que nada puede aportar a los millones de musulmanes que viven en ciudades o aldeas, salvo una suerte de filiación panislamista. El artículo de Jon Juaristi –publicado originalmente en el ABC– es un ejemplo de un nuevo género literario que mide sus fuerzas en las distancias cortas: dice lo justo para sugerir mucho más de lo que apunta. Entre las cosas que pergeña, se encuentra su aguda observación sobre la presencia, entre escondida y tímida –yo diría que vergonzante–, de la teología en nuestro entramado social tan progresista y post-modernista.

En cada discurso hay motivaciones políticas y religiosas de toda índole, sopesadas por intereses étnicos y culturales muy difíciles de conciliar. Sólo la prudencia de quienes escriben, su ánimo de no confrontación, las insinuaciones que no devienen en reproches, permiten dar una falsa idea de una razón susceptible de ser armonizada. Ensayaremos, pues, una manera distinta de enfrentarnos al discurso papal, tomando como puntos de partida diversos nudos dialécticos que aparecen desperdigados en los diversos discursos pero que, de suyo, constituyen motivos o materia de un entramado formal que Gustavo Bueno prefigura en su lección «¡Dios salve la razón!». El núcleo esencial del materialismo filosófico aparece en la lectio de Gustavo Bueno mediante el análisis de la Idea de Razón propiciado por tres pares de Ideas: materia/forma, términos/relaciones, parte/todo.

El desarrollo de los tres pares de Ideas anteriores genera momentos problemáticos que impiden atribuir al Dios de la teología natural, en cualquiera de los casos, el predicado de racionalidad. El hylemorfismo aristotélico circunscribe la entidad primera a un ámbito puramente mundano. El theos aristotélico con ser una entidad, y carecer de materia –es acto puro sin traza alguna de potencia con el fin de evitar la kínesis–, no traspasa el horizonte del cosmos, aun cuando carece del mínimo contacto que lo vincule a él: como Primer motor inmóvil que es, mueve a las esferas sin someterse él mismo a ningún tipo de kínesis; en tanto que Conocimiento de conocimiento dispone de todas las formas, conceptos universales, sin necesidad de pagar el tributo tan humano de percibir y manipular para poder conocer. Theos al carecer de materia no puede ser racional; al ser forma pura carece de capacidad dialógica, «vive», por analogía con la actividad dialógica del ser humano, en la más pura soledad e incomunicación. El cosmos aristotélico, el hylemorfismo de la entidad, tampoco excluye la violencia porque no se entiende que ésta sea un elemento irracional del mismo, ni en el ámbito físico (Física, 215a15: impulso por antiperístasis; reposo por fuerza ejercida, 231a7; movimiento por fuerza ejercida, 253b34) ni en el político (Política, 1304b y ss.) cuando se trata de un cambio de régimen.

¿Cómo proyectaremos todos estos presupuestos y corolarios del materialismo filosófico de Gustavo Bueno sobre el discurso papal? Articulando polémicamente las siguientes tesis problemáticas de la lectio de Benedicto XVI en relación con la escolástica musulmana: (1) el voluntarismo a-logos de la filosofía árabe; (2) el recurso al yihad del Islam como modo de propagar su fe; (3) la ruptura con la teología natural aristotélica para dar paso a la teología dogmática mediante el postulado de la analogía entis. Estas tres tesis pretenden mostrar la racionalidad del Dios cristiano frente al Dios del Islam, Alá. Un Islam –según el pontífice– incapaz de desprenderse de la violencia para propagar su fe, incapaz de propiciar una imagen racional de Dios por causa de su voluntarismo y ocasionalismo y, por último, incapaz de dar el salto –ya bajo la interpretación de las coordenadas del materialismo filosófico– desde la teología natural a la dogmática y, por consiguiente, imposibilitado de postular una analogía entis. Esta incapacidad del islamismo viene determinada por la ausencia de un Dios hecho hombre, Cristo, núcleo tanto de la analogía fidei como de la analogía entis. Núcleo, éste, esencial y constitutivo de la teología preambular (Gustavo Bueno, La fe del ateo, págs. 21-23, 379).

La «métrica» racional, pues, que usamos como punto de partida es el materialismo filosófico de Gustavo Bueno que, para el caso que nos ocupa, afirma que Aristóteles es el fundador de la teología natural («¡Dios salve la razón!», pág. 70), la misma que explícitamente reivindica para el cristianismo el Papa en detrimento del Islam:

«Partiendo verdaderamente de la íntima naturaleza de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de la naturaleza del pensamiento griego ya fusionado con la fe, Manuel II podía decir: no actuar «con el logos» es contrario a la naturaleza de Dios.»

Pero las tesis y corolarios de Gustavo Bueno son racionalmente incompatibles con la tesis mantenida por Benedicto XVI en su discurso de Ratisbona, en el que plantea de modo muy claro y directo la deshelenización de la escolástica y filosofía musulmanas en relación con la idea de Dios. Esto es lo que sorprende de la tesis del Papa: ¿cómo puede considerarse a la filosofía y al kalam árabes como carentes del logos griego? La razón no puede ser, sin duda, la incompatibilidad entre logos y violencia. Esta asociación es el fundamento de la propia democracia ateniense que no dejó nunca de estar en perpetua guerra, como atestigua Tucídides en su Historia de la Guerra del Peloponeso. Es, al respecto, tremendamente significativo la decisión de la asamblea ateniense de pasar a cuchillo a todos los mitilenos; arrepentida de su cruel mandato, volvió a mandar una nave para avisar de que no se ejecutara la orden. De manera que Mitilene se salvo por muy poco (III, 36-49). Todo el proceso de toma de decisiones sobre la suerte de la ciudad estuvo avalado por la propia asamblea democrática ateniense y no fue sino el propio logos democrático, el que cruelmente les condenó, el que, mediante argumentos igual de especiosos, les salvó, por muy poco, de una muerte segura. En realidad –y esta es nuestra tesis– la acusación de alogicismo del pontífice procede de sus presupuestos tomistas que toman a la analogía entis como medida verdadera y única de lo que ha de entenderse por «helenización» e, incluso, por razón.

Será objeto de este artículo demostrar que tal deshelenización no existe en el Islam tal y como postula Gustavo Bueno en «¡Dios salve la razón!» (págs. 70-71):

«El Dios de la Teología natural, influye (suponemos) en el judaísmo y en el islamismo mucho más de lo que influyó en el cristianismo; (...) Esta diferencia permite afirmar también que el cristianismo representa una autentica subversión de la Teología natural aristotélica, porque el Dios de los cristianos ya no es una «sublime soledad», sino una Trinidad de tres Personas Divinas, la Segunda de las cuales, además, se une hipostáticamente con el hombre a través de Cristo.»

Son dos las tesis de Bueno que pondremos en juego en este artículo:

Tesis 1. La pretendida deshelenización del Islam propugnada por el pontífice –cuyo ejemplo paradigmático sería Ibn Hazm– no es compatible con la tesis de que fue Aristóteles quien fundó la teología natural. Si la filosofía árabe se caracteriza por algo, es por tener a la filosofía aristotélica como punto de referencia inexcusable para sus argumentaciones y polémicas. La teología natural, entonces, conforme a la tesis de Bueno, estaría funcionando desde el primer momento en el kalam o teología árabe. Justamente esto es lo que ocurre, tal y como demostraré en este artículo.

Tesis 2. El paso de la teología natural a la teología dogmática, vía teología preambular, –con ser una cuestión de fe para el Cristianismo– es un transitus racional para el materialismo filosófico por paradójico que pueda parecer –de ahí nuestro segunda parte del título de este artículo: «La razón salve a Dios»–. Este tránsito tiene, pues, momentos racionales propiciados por la propia teología natural. Estos momentos serían, al menos dos: la teoría voluntarista-ocasionalista y la analogía entis. Se trata de un transitus que no desemboca, ni mucho menos, en ningún argumento ontológico sino en prefiguraciones de relaciones materiales que con posterioridad se darán y aparecerán en diferentes ciencias: «El análisis de las procesiones de las personas divinas (una suerte de «proceso formal circulatorio», una pericoresis, un proceso de «realimentación» llamado a inspirar, entre otras, la misma idea de la circulación de la sangre)» (Gustavo Bueno, El sentido de la vida, pág. 128). Idea, ésta, de circumincessio o circuito –entre, también, las dos naturalezas de Cristo– que aparece ya prefigurada en el tratado de Qusta ben Luka (muerto en Armenia c.a 300, hégira / 912-3, d.C.) Epístola sobre la distinción entre el espíritu y el alma, de cuya traducción al castellano disponemos gracias a una traducción del arabista poleso Carlos Quirós (1884-1960). Este tratado, de corte galénico, comienza por una disección anatómica del aparato circulatorio-respiratorio con el fin de determinar la función fisiológica del espíritu (hálito) vital o pneuma. A continuación define el alma con la ayuda de la doctrina platónica y aristotélica, para acabar analizando la función que espíritu vital y alma tienen en la fábrica humana. El interés del tratado estriba en que modifica la psicología aristotélica a la luz de los conocimientos anatómicos galénicos, proporcionando, así, una idea del alma y del cuerpo muy alejada de las concepciones escolásticas. Aparece en esta breve epístola el vislumbre de lo que será el camino que seguirán, mucho después, Servet, Descartes y Spinoza.

No es, pues, baladí o una mera coincidencia que los descubrimientos de Miguel Servet sobre la circulación de la sangre aparezcan en el libro cuarto de la parte primera de su libro Christianismi Restitutio, parte ésta titulada «Sobre la Trinidad Divina». Estas prefiguraciones las encontraremos también en las religiones secundarias, en el politeísmo griego, concretamente en la Política de Aristóteles (libro I, capág. 4), es decir, en el seno de la teología natural aristotélica. Dice Aristóteles, para justificar la presencia finisecular de la esclavitud en la sociedad, que de no admitirla es como pretender que «las lanzaderas tejieran por sí solas y los plectros tocaran la cítara, para nada necesitarían ni los maestros de obras ni los amos de esclavos». Refuerza su argumento recordando las estatuas de Dédalo o los trípodes de Hefesto que, según cuenta Homero, entraban por sí solos en la asamblea de los dioses; a los que pone como ejemplo de algo maravilloso por su imposible realización a escala humana. Aquí se prefiguran los mecanismos robóticos y la producción industrial automatizada como bien vio y recogió Marx en El Capital (sección cuarta, libro primero: capítulo XIII, § 1 y § 3, b).

Con el dogma de la Transubstanciación ocurre lo mismo. Los principios racionales de este dogma pueden rastrearse en la conversión del agua en vino –como subciclo (agua-vinagre-vino) que forma parte del ciclo del agua– que Aristóteles explica en su Metafísica (1016a17-24, 1044b29-1045a6) usando para ello su teoría hylemórfica. La transformación del vino en sangre tiene su momento escenográfico y racional en la craterización –una craterización pitagórica que tiene su momento eucarístico en la craterización del alma del mundo en el Timeo de Platón (35a y ss, 41d y ss.– del vino griego con agua de mar para su conservación en los traslados marítimos{3}. Un mar que ya Homero cualificaba de oinopos pontos o de porphyreos, colores estos que se encuentran entre los brillos cromáticos de los púrpuras azules y rojizos. En la Ilíada se califica a la muerte como porphyreos thánatos (Ilíada, 5, 82-83) por contigüidad con el color de la sangre (17, 360-361) que sale a borbotones de las heridas de los héroes homéricos{4}. De esta manera, se traba racionalmente todo un ciclo de cualidades cromáticas que mantienen, según Aristóteles, un substrato único (hypokeímenon tó autó, 1016a23, Metafísica), es decir, una misma materia común que al modificar sus cualidades varía en su esencia o definición. Nos encontramos ante una transformación anamórfica de elementos procedentes de la cultura griega (primer estrato). La anamórfosis es un mecanismo dialéctico postulado por el materialismo filosófico de Gustavo Bueno que explica las metabasis allo génos que se producen en el seno del Mundo o Cosmos.

Pero hay algo más, y muy importante, que se deriva de esta segunda tesis de Gustavo Bueno. Los problemas que planteará el voluntarismo y el ocasionalismo árabes tendrán su solución helénica, vía analogía entis, en el dogma de la Santísima Trinidad y no en el seno de la propia teología natural como ocurre en la escolástica musulmana. Pero el núcleo de los problemas que Santo Tomás soluciona apelando al dogma trinitario se encuentran ya in nuce, como veremos, en el voluntarismo de Ibn Hazm. Por consiguiente, no sería menos racional el ocasionalismo de Algazel o el voluntarismo de Ibn Hazm que el dogma cristiano de la Santísima Trinidad según los presupuestos del materialismo filosófico. Razón que de nuevo impide usar la métrica de la helenización del dogma como modelo de racionalidad, dado que esa racionalidad existe y se ejerce en el seno de la escolástica y filosofía musulmanas como así también ocurre, aunque de modo diferente, en la teología cristiana.

Desde los presupuestos del materialismo filosófico no cabrá una separación entre la materia del mundo (teología natural y teología preambular) y la forma del mundo o de la creación (teología dogmática). Este artificio ontológico hubo de resolverse históricamente en una ontología general y especial en torno a la Idea de Materia, al modo en cómo lo elabora el materialismo filosófico: una Idea de Materia ontológico general en conexión con la idea de Materia (materias) ontológico especial(es). De este modo, toda la estructura formal, toda la lógica –ahora ya material– que aparecía para fundamentar las relaciones de Dios con el mundo y de las relaciones trinitarias en su seno, aparecerá en un nuevo proceso en el que las categorías aristotélicas aparecerán reabsorbidas por los cuatro predicables; reabsorción que tiene mucho que ver con considerar a la Lógica de Relaciones como transformada de la teoría de los predicables, como apunta Fernando M. Pérez Herranz en su artículo de El Basilisco, «La filosofía de la ciencia de Gustavo Bueno»{5}.

El único filósofo medieval que vio el colapso entre una teología natural y el intento de fundamentar una teología dogmática fue Averroes, tal y como veremos en el epígrafe siguiente.

Una métrica racional: ¿Qué entendemos por razón?

Las herramientas críticas que nos servirán, en este artículo, para medir la racionalidad del Islam las tomaremos de dos momentos esenciales, ambos nucleares en la doctrina aristotélica, a saber, la teoría hylemórfica y la teología natural aristotélica. Como explica Bueno, tanto en la presentación del libro{6} Dios salve la razón como en el capítulo por él escrito («¡Dios salve la razón!»), éstos son dos momentos problemáticos para la teología dogmática. Una teología dogmática, dice Bueno, que cristaliza en torno a dogmas y misterios como son los dogmas de la Encarnación y de la Trinidad o el misterio de la Transubstanciación. Todos ellos rompen el horizonte crítico que circunscribe al universo aristotélico y que no es otro que el de la entidad primera, formada por materia y forma. La tesis de Bueno apunta a que en el momento en que el cristianismo traspasa el horizonte del hylemorfismo configura, en su esencia, la teología dogmática de la que, por cierto, carece el Islam. Este traspase supone una clara perversión de la idea de materia. Este trabajo tiene como fin ejercitar –en el ámbito de la teología natural árabe y cristiana– la tesis que Bueno mantiene en relación con la teología dogmática cristiana, a saber, que así como la teología dogmática cristiana es el núcleo prefigurador de nuevas conexiones materiales, igual ocurre con los contenidos de la teología natural en seno de la escolástica árabe. De modo que las perversiones de la idea de materia que acontecen tanto en la escolástica árabe como en la cristiana no traspasarían el horizonte de la racionalidad. Esto es así porque ese horizonte circunscribe lo único que hay, el cosmos aristotélico sometido a la racionalidad del hylemorfismo. Si, pues, todo lo real puede acabar siendo racional y todo lo racional real, no hay propiamente momentos irracionales ni en la teología dogmática ni en la teología natural, en tanto se entiende que esta disciplina no hace sino prefigurar estados posibles de la materia en los ámbitos categoriales de la física, de la química o de la biología.

Pero el alcance de este trabajo no es el de la teología dogmática sino el de la teología natural y preambular. Las teologías natural y preambular tomista no se han construido al margen de las polémicas y los problemas que planteaba la filosofía o escolástica árabe a la propia escolástica o filosofía cristiana (Tesis 1). En realidad –y esta es la tesis que se mantiene en este trabajo–, la teología natural tomista se configuró polémicamente en torno a los problemas que, principalmente, le planteó el averroísmo: la existencia de un entendimiento unificado, la imposibilidad de la analogía entre Dios y sus criaturas y la existencia de una doble verdad, cuyo contenido habremos de matizar y explicar a lo largo de este artículo. Es, pues, la teología natural tomista fruto directo de los problemas que le planteaba la escolástica árabe. La solución y respuesta de Santo Tomás (Tesis 2) será la analogía entis que le permitirá justificar el paso de una teología natural a una teología dogmática en la que ya es posible la comunicación, vía analogía, entre Dios y sus criaturas. Pero como veremos, este paso, se realiza tomando la idea de materia como núcleo polémico. El problema de la materia, o la Idea de Materia, –vía falasifa árabe, y de mano de Averroes– está implícito en la analogía intelectualis para vislumbrar la procesión del Hijo, en la analogía voluntatis para mostrar la procesión del Espíritu Santo Razón o en las áreas de aplicación de la «apropiación» trinitaria a las que llega el Aquinate por vía de analogía{7}. Tiene Gustavo Bueno, entonces, al intuir componentes racionales ya no sólo en la teología natural sino también en la dogmática, dado que el horizonte infranqueable no es ya otro que el de la propia idea de materia.

Para Benedicto XVI la razón no es otra cosa que analogía entis que al margen de sentimientos personales tiene en el horizonte griego sus núcleos colimadores: el de la metempsicosis órfica, el de los catasterismos, el de las metamorfosis de dioses y hombres en el circuito de los tres ejes antropológicos{8} (circular, radial y angular). Pudiendo decirse, entontes, que la respuesta tomista, la analogía entis, convierte a la teología dogmática en una prolongación plausible de la propia teología natural.

Parte expositiva: la razón según Su Santidad Benedicto XVI

El problema de la relación entre fe y razón estriba sobre todo en qué se entiende por razón, lo que depende de las coordenadas desde las que se haga el análisis. Para Benedicto XVI, en su polémico discurso en la Universidad de Ratisbona, la traducción del Antiguo Testamento del hebreo al griego, cuyo resultado fue la Biblia de los Setenta, es un ejemplo del encuentro entre fe y razón. Aquí habrá de entenderse razón como ejercicio filológico especializado, el conocimiento de las dos lenguas, hebreo y griego. Y eso sin tener en cuenta que las propias traducciones suelen ser capciosas por las dificultades que plantean y por el sesgo ideológico de quienes la realizan. La Septuaginta sería, dice, un momento del espíritu, un momento en la historia de la Revelación. En cualquier caso, se trataría de una razón filológica, propia de especialistas que dominan a un tiempo las dos lenguas. Aunque no cree que sea un mero momento filológico sino un paso sobresaliente, encaminado hacia la helenización del cristianismo en un sentido fundamental: como elemento propagandístico y de divulgación de la propia doctrina. No obstante, creo que habría que añadir una segunda consecuencia nada despreciable de esta traducción: al verter el hebreo al griego se desnaturaliza a aquel en beneficio de un mensaje nuevo cuyo núcleo originario, el Nuevo Testamento, había sido escrito en griego.

Pero en el mismo discurso nos da otro matiz de esa relación razón-fe. La filosofía árabe, representada en su totalidad por Ibn Hazm –lo que como veremos es una simplificación hiperbólica–, estaría muy lejos del logos griego, dado que se inclinaría hacia una concepción voluntarista de Dios frente, por ejemplo, al intelectualismo agustiniano y tomista. La propia filosofía medieval cristiana tendría momentos voluntaristas como los de Duns Scoto. Esto es ya una velada crítica a filosofías posteriores, como la existencialista, la heideggeriana o la fenomenología. No olvidemos que la filosofía de Heidegger toma un impulso inicial en la filosofía de Duns Scoto{9}. Según esta visión, la razón y la fe estarían de parte de San Agustín y de Santo Tomás, en tanto que el Islam tendría una fe a la deriva al no contar, supuestamente, con el logos griego. Siguiendo este hilo argumental, Benedicto XVI critica toda filosofía que anule la analogía entre Dios y sus criaturas:

«En contraposición a esa visión, la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía, en la que ciertamente –como dice el IV concilio de Letrán, en el año 1215– las diferencias son infinitamente más grandes que las semejanzas, pero a pesar de ello no llegan a abolir la analogía y su lenguaje.»

El voluntarismo es a-logos. Lo que hace Benedicto XVI es establecer todo un programa crítico de la Historia de la filosofía, dejando a la razón científica en el mismo ámbito que el ocupado por las ideologías voluntaristas. La fe incorpora al logos griego «críticamente purificado» frente a otros intentos ilegítimos de una completa deshelenización de la propia fe. Intentos que el Papa, trasunto ahora del teólogo Ratzinger, clasifica en tres oleadas sucesivas, insertas en el ámbito de la investigación teológica. Todas ellas tendrían en común el socavar, dispersar o anular la propia teología dogmática. Una primera iniciada por Kant que anclaría la fe en el uso exclusivo y restringido de la razón práctica. Una segunda oleada abanderada por Adolf von Harnack que pretendía volver al Jesús genuino, es decir, al margen de su reconstrucción neotestamentaria y, por consiguiente, en menoscabo de la teología dogmática. Evitaría de este modo los artículos de fe que, sin duda, enfrentan a la fe con la racionalidad científica y con la conciencia mundana de muchos hombres y mujeres, incapaces de creer en la divinidad de Cristo o en la trinidad de Dios, y no por estulticia sino por pura honradez en el uso y ejercicio de sus intelectos. Esta segunda oleada estaría marcada por una síntesis de «platonismo (cartesianismo), confirmada por el éxito de la técnica». La tercera oleada sería –siempre en el ámbito del pensamiento teológico– muy propia de lo que Bueno ha dado en llamar el Pensamiento Alicia, a saber, la vuelta a lo políticamente correcto, al respeto sin fisuras a las diferentes culturas, a las ideas y creencias del otro, hasta el punto de buscar arrancar todo vestigio griego del mensaje neotestamentario para, a continuación, incorporar lo que quede –si es que en realidad quedara algo– a una de las múltiples culturas que quieren o desean acercarse al mensaje de Jesús. Benedicto XVI, curiosamente, no tacha de absurda esta propuesta:

«Esta tesis no está totalmente equivocada, pero es torpe e imprecisa. En efecto, El Nuevo Testamento fue escrito en griego e implica el contacto con el espíritu griego, un contacto que había madurado en el desarrollo precedente del Antiguo Testamento. Ciertamente, en el proceso de formación de la Iglesia antigua hay elementos que no deben integrarse en todas las culturas.»

En realidad, tal tesis es absurda y sólo pueden entenderse los paños calientes del Papa por una mera cuestión de prudencia. Todo pueblo que se ha culturizado al margen de la influencia del logos griego tiene que ser convertido para su incorporación a la fe y la conversión supone la pérdida, en el ámbito puramente teológico, de los referentes de partida. Cualquier otro tipo de sincretismo tendrá un valor propedéutico, prudencial, pero no teológico.

Si las relaciones razón-fe fueran lo que dice Benedicto XVI, la razón de su propio discurso sería condición suficiente para enmarcar esta problemática, pero el discurso de la razón, la propia genealogía constructiva de la razón, nos hace sospechar que es sobradamente insuficiente. El logos del Papa es el de San Juan, no es el logos griego o si se quiere decir de otro modo, es el logos griego tamizado por el cristianismo. Además, su discurso tiene serias fisuras y notables olvidos. Estas fisuras y olvidos, que luego analizaremos, son de suyo polémicos y lo suficientemente elocuentes como para que nos hagan sospechar –aunque sea todavía a un nivel retórico o expositivo– que no toda la razón esta de parte de Benedicto XVI. Dicho de otro modo, el logos genuino, la razón, no se reconstruye históricamente del modo en cómo se dice en el discurso. Y no puede ser así, sin duda, no porque nuestros prejuicios ideológicos, que concedemos, sean mejores que los del Papa sino por el simple hecho de que la reconstrucción propuesta por Benedicto XVI adolece de demasiados olvidos en el propio primer nivel retórico y expositivo; es decir, en el primer impacto auditivo, hubieron de notarse lagunas que un público culto, como parece ser que fue el que le escuchó, tuvo que notar de inmediato. Son olvidos esenciales, llamativos, demasiado llamativos para ser propiamente olvidos o descuidos, al contrario, estamos ante lagunas intencionadas y calculadas.

Frente a quienes –según Platón, y ya al final de la República– beben de las aguas del Leteo para olvidar todo cuanto habían sido en otras vidas y cuanto habían visto en el mundo inteligible, propongo el mismo remedio, igual pharmakon, que el platónico: un logos profiláctico y dialéctico, una suerte de anamnesis, de rememoración, que ponga ante nuestros ojos lo que el discurso ha omitido y escondido. El puro ejercicio de esta razón, que en el plano meramente expositivo llamaré farmacológica o profiláctica, ya es de por sí una razón enfrentada, un logos disidente y, si se quiere, un logos, una razón alternativa que no encaja en el espacio de la razón teológica y que busca su acomodo en otros espacios, en otros anaqueles, de una inmensa biblioteca en la que, por seguir con la imagen, ninguno de los grandes ámbitos del conocimiento en que se clasifican los libros agotarían, por sí solos, la propia idea de razón.

Frente al discurso pontificio de corte tomista, y contra su tesis central de que la filosofía musulmana es alogos, planteo la tesis de que la filosofía árabe se encuentra mucho más cerca de la razón científica –tanto en sus planteamientos filosóficos como también teológicos– gracias a dos elementos esenciales –que iremos señalando a lo largo del artículo–: (1) el uso, por parte de filósofos y teólogos árabes, de la via remotionis en lugar de la analogía entis tomista; (2) la vinculación cosmista, al cosmos aristotélico, de todas sus polémicas sobre los atributos de Dios, la creación ex nihilo, la posibilidad de los milagros, la eternidad del mundo o la existencia de un entendimiento unificado. En este punto, quiero recordar al lector el análisis esclarecedor que realiza Gustavo Bueno en sus Ensayos materialistas, cuando modifica nuestro plano de atención intelectual para deslizarnos sobre una nueva concepción de la teología natural, entendida, ahora, como disciplina sometida a la continua apelación de la Mecánica clásica, con momentos fructíferos como el de Malebranche, capaz de descubrir, un siglo antes que Fresnel, las leyes de la luz y de los colores{10}.

La existencia de dos estratos (griego, musulmán), previos, dialécticamente hablando, a la filosofía tomista (tercer estrato), permite, a mi juicio, mostrar no sólo lo que la filosofía tomista debe al estrato árabe sino lo mucho que de racional tiene ese estrato. El hilo conductor de la exposición serán los temas que sirven a Benedicto XVI de apoyo para sustentar su tesis de una filosofía y teología árabes alejadas de la razón griega. Estos temas son: el voluntarismo divino, el ocasionalismo, la analogía entis y el yihad.

Comprobaremos, en el recorrido de estos asuntos, cómo los preambula fidei son la respuesta tomista al problema que planteaba al cristianismo la mal llamada teoría de la doble verdad; y cómo la analogía entis es la respuesta de Santo Tomás a los problemas que confluyen en la tesis averroísta de un entendimiento unificado.

La lectio de Ratisbona es una lección magistral dogmática, se asienta sobre el dogma oficial de la Iglesia. Ni siquiera es propedéutica o apologética y no lo es porque su invitación final al diálogo intercultural tiene como objetivo que los otros redescubran el logos griego helenizado por San Pablo; un logos que será entendido siempre desde las posiciones de la teología dogmática, eurocéntrica. No se ha de olvidar que la creencia en los dogmas y misterios de la teología dogmática configuran una suerte de bautismo que marca de forma inequívoca la distancia del creyente con el no creyente.

Olvidos y fisuras: la razón según nuestro «padre» Aristóteles

La métrica racional que usaré es la teología natural aristotélica, que según Gustavo Bueno es el verdadero humus dialéctico de la confrontación entre razón y fe. Tomaré como coordenadas de partida las explicitadas por Gustavo Bueno en su lectio «¡Dios salve la razón!», que determinan que la propia Idea de razón tiene como horizonte infranqueable las entidades corpóreas o entidades primeras aristotélicas. Con esta ayuda, iré desmontando las tres tesis o afirmaciones de Benedicto XVI que en su lección magistral de Ratisbona imputa al Islam: (i) su falta de conexión con el logos griego; (ii) su voluntarismo y ocasionalismo, como consecuencia de (i); (iii) su vinculo indisoluble con la violencia como método de propagación de la fe.

La analogía, en el sentido que la usamos aquí, es una operación que forma parte de lo que Gustavo Bueno llama lógica material. Esta lógica material queda incorporada a la propia TCC mediante artículos como «Predicables de la identidad» en El Basilisco, nº 25, 1999, págs. 3-30, o el muy reciente titulado «Conónimos» (El Catoblepas, núm. 67, septiembre 2007). Sobre la relación entre analogía y lógica material es de obligada lectura el estudio introductorio de Juan Antonio Hevia Echevarría a su edición y traducción de los libros de Cayetano Tratado sobre la analogía de los nombres y Tratado sobre el concepto de ente en la Biblioteca Filosofía en español (Fundación Gustavo Bueno, Pentalfa Ediciones, Oviedo 2005).

La analogía es una operación que surge por causa de la propia equivocidad de las ideas. Sin embargo, la analogía no rebasa el límite impuesto por el materialismo filosófico de Gustavo Bueno que hace residir el papel originario de la razón en las operaciones, holóticas, corpóreas entre todos y partes{11}. La analogía –como a continuación veremos– se da tanto en Platón como en Aristóteles, pero en ningún caso –y esta tesis podemos considerarla como polémica– esta operación rebasa los límites finitos del cosmos griego. Por ello, las nociones, relaciones y propiedades atribuidas a la Santísima Trinidad, no podrán, en ningún caso, rebasar la racionalidad del propio cosmos. Quiere esto decir que tal dogma no funciona como misterio ni como artículo de fe, de igual modo a como el mito de los mundos del Fedón nos remite a diferentes grados de materialidad pero no a mundos extra cósmicos. Dice Platón en el Fedón (109b-110b): ag/t = t/ai = ai/e, donde en cada grupo ag/t, t/ai, ai/e el numerador se correspondería, por analogía, con nuestra tierra y el denominador con nuestro aire.

agua tierra aire éter

Esta analogía de proporcionalidad entre diferentes tipos de materia está funcionando, por ejemplo, cuando se establecen analogías entre los fenómenos ópticos de refracción que ocurren en la atmósfera y el que acontece en un recipiente cuando se coloca un objeto en su interior que sólo llegará a verse al llenarlo de agua. De este modo, la observación realizada por Arquímedes{12} de un rayo de luz que emergiendo del cielo se desvía para precipitarse en el mar se explica por analogía con la refracción en un recipiente lleno de agua. Basta con sustituir el agua por la atmósfera, el recipiente por el cielo y el objeto por el sol, obteniendo así un modelo a escala del fenómeno atmosférico.

Por este motivo, mantenemos la tesis de Gustavo Bueno sobre el dogma de la Santísima Trinidad como momento prefigurador de estados de la materia que luego aparecerán categorizados en la física, en la química o en la biología, en definitiva, en algunas de las ciencias ya constituidas. Estos momentos formarán parte tanto del primer estrato (estrato griego), como del segundo (estrato musulmán), como también del tercero (estrato tomista). La analogía entis tomista, que permite el paso de la teología natural a la teología dogmática, convertirá al misterium Dei en una suerte de ordalía ontológica capaz de vaciar (kenosis) la propia idea de Dios de contenidos mundanos (vía apofática) –asociados, por ejemplo, al atributo de omnipotencia– para revertir esos contenidos (plerosis) al propio cosmos (vía katafática) en el ámbito, por ejemplo, de la ciencia física o de la ciencia cosmológica. La vía apofática (analogía en grado cero que faculta la construcción del receptáculo platónico, hypodokhé) permite generar núcleos operatorios que tratan de desplazar a las entidades mundanas, aristotélicas, en el ámbito de las filosofías espiritualistas o del materialismo grosero. En esta vía las actividades demiúrgicas y biológicas suelen ser los puntos de partida para alcanzar el grado cero, es decir, al sujeto aplotético incorpóreo, Dios y en su defecto, la idea de materia ontológico general. La vía katafática (analogía en grado pleno que faculta la aparición de la Idea de materia aristotélica, hylé) permite generar núcleos operatorios que aglutinan operaciones mundanas que nos trasladan a la idea de materia en el ámbito de la poiesis, y a la de alma y sus potencias –entre ellas el entendimiento unificado– en el ámbito de la praxis. Esta última vía nos conduce a la idea de materia ontológico especial.

Lo que viene a continuación es un ensayo crítico, en el ámbito de la Historia de la Filosofía, que tiene por objeto extender las tesis del materialismo filosófico de Gustavo Bueno a la filosofía y escolástica árabes pero en confrontación con la teología católica. El discurso del Papa Benedicto XVI ha tenido la virtud de generar esta polémica que, a mi juicio, permite al materialismo filosófico presentarse como un serio valedor de la racionalidad occidental, capaz de reconstruir y elaborar los problemas que plantean los artículos de fe en el ámbito de un universo que no está cerrado al misterio si, por tal, se entiende –como lo hace el materialismo filosófico– el hecho de que la ciencia no desvela la Realidad-Toda (omnitudo realitatis), dado que está desborda por todos los lados a los hombres, que tan sólo pueden organizar algunas de sus partes{13}. De esta virtud dialógica y dialéctica es ejemplo el reciente artículo, en El Basilisco (nº 39), de Javier Pérez Jara «Europa y Cristianismo: análisis del fenómeno cultural cristiano y su desarrollo histórico».

Los momentos olvidados de la analogía

1. Esta parte no tiene como preocupación primordial el problema de la analogía, aplicado a Dios y a sus criaturas. Sólo pretende recordar que la analogía entis aparece como solución tomista a los problemas que ciertos teólogos musulmanes –nos ceñiremos sobre todo a Algazel y a Averroes– se encontraban cuando trataban de justificar, frente a los filósofos, la creación del mundo en el contexto del cosmos aristotélico.

La analogía permitió a Santo Tomás desdibujar la idea de causalidad natural al sustituir a esta por una relación analógica entre Dios y sus criaturas (Suma contra los gentiles: I, 33; II, 35 § 7; III, 65, 66, 67, 68, 69, 70). Al tiempo, la propia relación causal quedaba reabsorbida por ideas que planteaban relaciones entre el todo (Dios) y sus partes (las criaturas), o viceversa, o entre las partes de un todo impropio que nunca pudieron ejercitarse en el seno de una totalidad corpórea, habida cuenta que Dios carece de materia. Estas ideas a las que me refiero eran diversas, caso del libre albedrío, la predestinación, la posibilidad de los milagros, el ejercicio de la gracia. La analogía así entendida desdibuja la idea de identidad sintética como fundamento de la verdad científica.

En cambio, la analogía en el mundo griego no se ejercía sobre entidades incorpóreas, por lo que tampoco tenía por finalidad unir al mundo con su creador, puesto que las ideas de creador y de creación no formaban parte del logos griego, ni de la filosofía ni de la conciencia del ciudadano, a despecho de la falsificación que Jaeger realizó en su libro La teología de los primeros filósofos griegos que plantó preocupaciones teológicas allí donde propiamente nunca las hubo.

Para demostrar nuestra tesis sobre la analogía, debemos de solventar dos escollos importantes, uno en Platón y otro en Aristóteles. Como la tarea no es fácil, situaré estos dos nudos problemáticos en un contexto polémico. En el caso de Platón, nos encontramos con el mundo inteligible, habitado por ideas y que, según su doctrina, es el verdadero mundo, donde se encuentran las verdaderas ideas, que no son otra cosa que las verdaderas entidades, frente a las entidades e ideas del mundo sensible. El camino que tiene Platón para llegar a este mundo es el uso continuado de la analogía, en sus diferentes modalidades de analogía de proporcionalidad, de atribución y de desigualdad para determinar qué contenidos caían bajo un mismo concepto (Menón) o qué posibilidades había de construir mundos diferentes en el seno de un mismo universo (Fedón, Timeo). Así que tenemos, por un lado, el primer nudo: la creencia común de que el mundo inteligible es para Platón inmaterial. El segundo nudo es obra de Aristóteles, con quien nos encontramos de lleno, no con el problema del ser, sino con el de theos, que carece de las características propias de una entidad primera. Aristóteles distingue tres tipos de substancias: divina, supralunar y sublunar. El problema lo planteará la substancia divina.

Estos dos momentos críticos y polémicos no desembocaron en la idea de Dios medieval –el Dios de los filósofos– por una suerte de tensión dialéctica que sólo pudiera culminar en un dios único y creador. La idea filosófica de Dios no surge exclusivamente como un desarrollo lógico de la idea de Demiurgo o la de primer motor. De hecho, este desarrollo se produjo cuando la concepción de el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, no fue suficiente para hacer frente a las grandes necesidades apologéticas a las que se veía sometido un cristianismo, en continua pugna con entendimientos capaces de distorsionar la palabra, el verbo divino, o de competir con el mismo. Estas presiones procedían de diferentes frentes: de los gentiles, bárbaros y romanos, que no creían en la existencia de un solo dios; del Islam, de su unitarismo enfrentado al trinitarismo cristiano, un Islam capaz, además, de reinterpretar a Aristóteles en beneficio de su propia teología y, al tiempo, de generar posiciones filosóficas comprometidas como fue el caso del averroísmo latino que planteó la existencia de un intelecto común a todos los hombres, que afirmó la eternidad del mundo y que abogó por la doctrina de la mal entendida doble verdad para poder articular las relaciones, ya de suyo polémicas, entre fe-razón; pero también había tensiones políticas entre el papado y los reyes que impugnaban la autoridad del Papa o entre las ciudades y la nobleza que obligaban a un obispo a presentarse no con las credenciales del dogmatismo sino de la dialéctica, y así, por ejemplo, San Anselmo de Canterbury hizo lo posible para que de forma universal se entendiera la existencia de Dios, mediante su argumento ontológico, que era como una credencial de embajador plenipotenciario ante instancias no proclives a admitir la autoridad papal –caso de Guillermo el Conquistador– y todo lo que ella pudiera conllevar; aunque también hubo creyentes deseosos de usar la dialéctica para aclarar y demostrar las verdades de fe, como fue el caso del arcediano Berengario de Tours que llegó a aplicar la lógica al dogma de la Eucaristía en su tratado De sacra coena, motivo por el que se le declaró hereje; muchas fueron también las herejías que obligaban a reformular el dogma, a reforzarlo y a declarar fuera de la iglesia a quienes lo proclamaban.

Con todo lo anterior, no se niega que haya habido un desarrollo interno, doctrinal, de carácter lógico o dialéctico o simplemente didáctico que, por ejemplo, permita a Santo Tomás asumir en su Suma de Teología el argumento a posteriori de San Anselmo –de su Monologion– «ex gradibus qui in rebus inveniuntur» (I quaesti. 2, art. 3) de los grados de perfección e incorporarlo a su cuarta vía, sin que por ello deje de apoyarse en la Metafísica (993b20-31) para argumentar sobre la gradación de los valores por similitud con la gradación de cualidades; pasaje éste en el que Aristóteles pasa de la univocidad o sinonimia de las causas con sus efectos (fuego-calor) a considerar que los principios que rigen a los astros (t¦j tîn ¢eˆ Ôntwn ¢rc¦j) serán por analogía causas en grado sumo de todo cuanto acontece en el mundo sublunar. Un desarrollo interno que atiende a la estructura lógica (dialéctica) y expositiva de las vías tomistas pero que se nutre de aportaciones externas, que no dejan de ser internas, como el argumento sobre la imposibilidad de remontarse a una cadena infinita de causas tal y como lo desarrolla Algazel en el Tahāfut-al-Falāsifa (Problema IV: 3. Nam series infinita causarum repugnat; Problema VI: 9. Per unum-atributo rumpitur catena causarum; Problema X: 3. Rumpetur catena causarum){14}. Añádase a esto, el non datur de Averroes que en el Tahāfut argumenta la posibilidad de un recurso ad infinitum de las causas{15}. Y para mayor abundamiento, tómese la proposición 147, de las condenadas en París (1277) por averroísmo, que permitía a la filosofía natural soslayar el problema de una cadena infinita de causas (impossibile simpliciter) gracias a los ciclos naturales que hacían possibile secundum philosophiam un infinito por circularidad{16}. Y sólo por complicar levemente la menesterosa biografía de las cinco vías tomistas, mencionaré, para solaz del pontífice, las tres pruebas de la existencia de Dios de Ibn Hazm, que parten de la necesidad de un primer motor, la contingencia de todo lo creado y el orden del universo{17}; añádase a esto la vía de la contingencia de Al-Farabi en su Comentario al tratado de Zenón el grande{18}.

Ocurre, además, que San Anselmo encontró cierta paz espiritual cuando un día fue capaz de estructurar su argumento ontológico, tras mucho desasosiego. La respuesta fue, según él, una dádiva divina para su atormentada alma que especulaba día y noche sobre cómo argumentar la existencia de Dios. Si hubiera sabido lo que Algazel discurrió en el Tahāfut-al-Falāsifa (Problema I, 4ª prueba de los filósofos) sobre la idea de posibilidad, y de cómo Santo Tomás{19} aprovechó las razones dadas por Algazel para criticar su argumento a priori sobre la existencia de Dios, hubiera caído en profunda desazón. Dice Algazel que

«La posibilidad que ellos han mencionado se deriva de un juicio intelectual. Verdad, cuando el Intelecto puede suponer la existencia de algo –la suposición no es inadmisible para la razón–, nosotros diremos que la cosa es posible. O, si la suposición es inadmisible, diremos que la cosa es imposible. O, si el Intelecto no puede suponer la no-existencia de alguna cosa, diremos que esa cosa es necesaria. Pero estos juicios intelectuales no requieren un (ser) existente al que atribuirle los atributos.»

Al-Farabi murió en el 950, Ibn Hazm desarrolló toda su vida en el al-Ándalus, entre el 994 y el 1065; Algazel vivió en Persia entre los años 1058-1111 y solapa parte de su vida con la de San Anselmo (1035-1109); Santo Tomás nació en 1225 y murió e 1274, en el ínterin vivió Averroes (1126-1198). Sus biografías no se tocaron en el tiempo ni un ápice con las de Santo Tomás y, sin embargo, Santo Tomás incorporará en su Suma contra los gentiles{20}, no solo las vías del kalam, o teología musulmana, para acercarse a Alá, sino también las reflexiones teológicas sobre la esencia divina que Algazel desarrolla, mediante veinte problemas, en su Tahāfut-al-Falāsifa, a lo que se ha de añadir la respuesta de Averroes a Algazel en su Tahāfut-al-tahāfut.

La Suma contra los gentiles se escribió entre 1258 y 1265 cuando Santo Tomás estaba en París. Dice Gregorio Celada Luengo en la introducción a la Suma de Teología de la BAC que la Suma contra los gentiles fue escrita para «presentar los temas teológicos adaptados a la mentalidad de un interlocutor no cristiano»{21}. Las influencias de la teología árabe hacen prudente otra lectura menos ambigua. Pero en cualquier caso, lo que dice Luengo sería como afirmar que Feymann escribió su manual de física para satisfacer la curiosidad de los diletantes en la materia. En realidad, la Suma contra los gentiles, es fruto de esas tensiones de las que venimos hablando, en concreto de las provenientes del kalam o teología árabe que, de algún modo, ejercían considerable presión sobre la doctrina oficial de la iglesia y que, por ello, el Doctor Angélico se encargó de contrarrestar. Al Dios de los filósofos de la escolástica medieval cristiana se le iba adhiriendo el Dios de los filósofos de la escolástica medieval árabe, en el contexto de ese horizonte clásico que Gustavo Bueno definió –en sus Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión–como{22}

«un horizonte teológico, (ontoteológico) en el sentido preciso siguiente: que la Filosofía, por un lado, en cuanto Filosofía primera al menos, tiende a concebirse como una actividad que culmina en el conocimiento de Dios –es la tradición escolástica. Y a la religión, por otro lado, en cuanto forma de vida superior, se le hará girar también, en última instancia, en torno a Dios –y cuando, por cualquier motivo, este girar se considere inviable, también se considerará inviable la misma religión (sin por ello salirnos del horizonte clásico, puesto que, según venimos diciendo, en él tienen cabida las posiciones más antagónicas).»

La analogía entis se inserta en este horizonte y no en el conjunto de la obra de los padres apologetas en quienes aun no estaba disponible el logos aristotélico para elaborar, desde la filosofía griega, la idea de Dios. La obra de Orígenes es eminentemente apologética como más tarde lo será La ciudad de Dios de San Agustín. Con Orígenes, en Contra Celso, nos situamos todavía en el campo de la alegoría no de la analogía entis (Libro sexto, § 64, § 65) aunque Orígenes sí maneja la analogía de proporcionalidad (Libro sexto, § 65) en relación con los atributos divinos{23}. Por este motivo, el tercer estrato será representado por Santo Tomás y no, por ejemplo, por San Agustín.

El uso teológico de Aristóteles supuso un enfrentamiento directo con la idea griega de cosmos, lo que originó, en la filosofía y teología árabes, el núcleo esencial de la dicotomía razón-fe. El enfrenamiento entre fe y razón derivaba de la constatación de que el cosmos aristotélico, tal y como era descrito en el capítulo octavo del libro XII de la Metafísica, era incompatible con la idea de creación. El cosmos griego era finito, esférico, no creado y eterno. En su seno se podía y se pudo llegar a manejar perfectamente la idea de infinito y de causalidad, sin necesidad de remontarse a un ser previo infinito y eterno que garantizase un cosmos por él creado; así lo hizo, por ejemplo, Arquímedes en su Arenario{24}. Ahora bien, el Dios al que se le aplica la analogía entis tomista no es compatible con el Dios de la fe, es un Dios herético, de circunstancias, adaptado para responder a las fuertes tensiones a las que la filosofía árabe sometía a la fe por causa de Averroes y del ocasionalismo de los mutacálimes asaríes. El Dios de Santo Tomás no es, pues, un Dios apto para creyentes; es un Dios fruto de la polémica filosófica más que de la fe: es un dios de los filósofos, alimentado polémicamente, y en parte, contra la filosofía y la teología del mundo islámico. No es, para entendernos, el Dios al que un creyente le gustaría rezar.

La analogía entis en este horizonte clásico surgirá, en Santo Tomás, por la imposibilidad de aplicar al cosmos aristotélico la idea de creación, en tanto que Averroes, por ejemplo, ante el mismo problema, cancelará la analogía al convertir a la materia en eterna, no creada.

2. El estrato griego de la analogía: primer estrato. Al inicio de este epígrafe se advirtió que la analogía tenía un camino propio en la Grecia clásica. Un camino que no buscaba trascender ni a la materia ni a los seres naturales. Lloyd en su libro Analogía y polaridad muestra como ambas ideas son, en realidad, operaciones recurrentes en los autores clásicos para explicar la naturaleza de fenómenos naturales cuyas causas aun se desconocían. En este punto la Epístola de Epicuro a Pítocles puede considerarse una exposición programática del uso de la analogía y de los discursos probables; su uso gnoseológico puede verse también en la Carta a Heródoto, en donde establece una analogía entre los átomos, invisibles, y las partes visibles de los cuerpos. Una analogía que es profusamente usada por Aristóteles en sus tratados naturales y que en Platón se convierte en discurso probable (eikós lógos), ejercitado en el Timeo para dar cuenta de fenómenos que hoy en día se encuentran englobados en ciencias ya consolidadas, pero que en aquel entonces no existían como tales, caso de la química, la biología, la meteorología, la física, la geología...

Así, por ejemplo, Aristóteles usará la analogía para explicar todos los fenómenos cromáticos asociados a los meteoros ópticos del mundo sublunar. Un buen ejemplo de ello es su explicación del arco iris en los Meteorológicos, en donde aúna el análisis geométrico –con la única limitación de que desconocía el fenómeno de la refracción de las gotas de lluvia– con los momentos analógicos. No es, pues, una analogía que trascienda al mundo ni a sus materiales. La analogía no es ni en Platón ni en Aristóteles –como sí lo será en Santo Tomás– una operación khorismática.

En Platón y en Aristóteles hay dos momentos que a menudo se han intentado ver como khorismáticos pero que, en realidad, nos remiten a contenidos mundanos o cósmicos. Uno es el primer motor inmóvil de Aristóteles y otro el mundo inteligible de Platón.

2.1. En Platón no se habla de materia debido a la peculiar supeditación de todo el despliegue cosmológico a la mímesis del demiurgo. No existe una materia fundacional, aunque sí un desorden en el espacio inicial que, mediante el receptáculo, se llevará al orden{25}. El único recurso que tiene para mencionar los materiales del mundo es el ir equiparando, via remotionis, al receptáculo con distintos campos demiúrgicos. Lo consigue mediante la analogía con las actividades artesanales o técnicas (cerámica, carpintería, estatuaria, gravado, estampación, coroplastia, metalurgia, técnica forense, medicina, óptica, música, el trabajo del talabardero, actividad agrícola), con los modelos naturales (movimientos de las olas del mar, solidificación de sustancias, meteorología, movimiento de los astros, generación de seres, tectónica, cinética del remolino), con las actividades artísticas (pintura, coreografía, comedia), con los modelos antropológicos (actividad sacrificial, vaticinios), los procesos psicológicos (los sueños) y con los modelos epistémicos (geometría, lingüística y música). No existe un material privilegiado y, por consiguiente, no hay disponible una materia inaugural en el inicio. Lo que sí se encuentra en el Timeo son momentos constructivos que operan por analogía con los campos artesanales y naturales citados. Una analogía que no remite a las entidades mundanas de partida sino que las anula para construir un género de materialidad diferente, el receptáculo; por este motivo hablamos de analogía en grado cero.

La teoría de la visión del Timeo proporcionará un circuito cerrado al transitus entre ideas y cosas. Con el concurso de la analogía en grado cero del Timeo, Platón viene a decirnos que no es menos material el alma que las imágenes (eidola) que recibe y, por consiguiente, las ideas no son menos materia que los objetos que nos ayudan a recordarlas. El tránsito –para Platón es un tránsitus, no es un khorismós– se hace mediante materia o estofa óptica: de la idea pasa a los mimémata que se convierten, por mediación del receptáculo, en objetos mundanos{26} y de estos a los eidola, por mediación del ojo, y al alma y desde aquí de nuevo se vuelve hacia las ideas y todo ello sin solución de continuidad. No hay un khorismós{27} al modo en que pareció entenderlo Aristóteles. En el peculiar horizonte del Timeo puede entenderse como momento analógico la vinculación entre cosas y verdaderas ideas mediante la parousía, participación o methesis y la mímesis, que son formas de homonimia. Tengamos en cuenta que Platón está ejercitando en el Timeo una peculiar teoría atómica en la que los átomos o moria{28} son los cinco cuerpos platónicos capaces de recomponerse para constituir los diferentes elementos de la naturaleza{29}.

2.1.1. El acceso platónico a las ideas como momento analógico. En el Fedón aparecen la fe y la persuasión (70b) en un alma separada del cuerpo, tras la muerte, y con las capacidades intelectuales del hombre intactas, justificada por la teoría filosófica de la anamnesis que, a su vez, se vincula a la analogía de proporcionalidad que aparece desarrollada en el símil de la línea y en la descripción de los mundos del Fedón (109a-110b).

En este primer estrato aparece la analogía, elaborada mediante la teoría de la anamnesis que puede entenderse como una caso de analogía por homonimia o semejanza y que Platón unas veces denominará participación, parousía o mímesis entre ideas y cosas. Esta anamnesis aparece para hablar de lo que habitualmente se considera una realidad khorismática (alma y cuerpo) en un contexto, el Fedón, en el que Cebes advierte a Sócrates de lo mucho de fe y persuasión que se necesita para aceptar la separación que él postula entre alma y cuerpo. La justificación socrática ante la objeción de Cebes lleva a recordarnos la teoría de la reminiscencia ya puesta en juego en el experimento filosófico del Menón.

En este contexto, encontramos, en relación con la anamnesis, la posibilidad de considerarla como el estrato previo de la analogía entis (72e-77a), es decir, como una analogía de atribución en el caso de la idea de Bien, de lo igual –o de unidad de referencia o analoga per participationem seu per attributionem: ¢f’ ˜nÕj (provienen de algo uno) o prÕj e7 n (son en orden a algo uno)–, o, incluso, como una analogía de desigualdad, en el caso de la relación entre ideas y cosas –o de consecución o como unidad de serie (tù ™fexÁj)–. Ahora bien, en el primer estrato esta analogía de atribución se inserta en la creencia órfica de la metempsicosis, en el seno de un universo finito sometido a un eterno retorno, increado, sin un dios trascendente y con una firme creencia en que una vez muerto el cuerpo se descompone hasta su disolución. Todo ello supone que no hay un primer analogado sino tantos analogados como ideas hubiera y que esos primeros analogados son vistos por el alma del hombre, de igual modo a como en vida ve la mesa sobre la que come.

La anamnesis es, entonces, una teoría filosófica, una hipótesis (Fedón, 92d-e) que conecta dos mundos, cuya distancia es finita, mediante el ejercicio de la dialéctica (República, 511b-d). Esta teoría se desarrolla como un proceso que entiende que entre cosas e ideas hay una relación de tipo analógico. Pero esta distancia finita ha de recorrerse en el ciclo de las reencarnaciones sucesivas.

Este primer estrato se proyecta sobre el segundo (el estrato musulmán) y sobre el tercero (el estrato tomista) por vía neoplatónica fundamentalmente. Pero también se proyecta sobre el tercer estrato mediante la polémica en torno al entendimiento unificado averroísta procedente del segundo estrato (Suma de Teología, I c. 76, a.2). Santo Tomás no entiende la teoría de las ideas platónicas sino es a través de la teoría de la abstracción aristotélica; y Aristóteles ni entendió ni compartió con Platón su teoría de las ideas, por absurda. Es bajo el prisma aristotélico como ve Santo Tomás tanto la teoría platónica de las ideas (I, c. 84 a. 1, a. 2, a. 4, a. 7, I, c. 88 a. 1) como su teoría de la reminiscencia (I, c. 84 a. 3, I, c. 117, a. 1).

Este primer estrato griego, el de la anamnesis, aparecerá en el segundo y tercer estratos bajo el problema de la participación de las ideas, por vía neoplatónica, tal y como acabamos de decir. En el segundo estrato Avicena se encargará de elaborar una teoría emanantista conectada con el cosmos que traerá como consecuencia que Dios sólo conoce lo particular porque conoce sus causas universales. Santo Tomás rechazará de plano está idea que impediría a Dios tener conocimiento de las cosas particulares (I, c. 15, a. 1, 2 y 3).

2.2. En Aristóteles la misma operación conduce a un resultado distinto. Todo bulto, cosa, objeto, chisme, todo fulano o mengano, todo tal, se presupone configurado a partir de un cierto material. Esa presunción, que parece casi proporcionárnosla el sentido común, es a lo que Aristóteles llama hypokeímenon. Por reiterada proporción entre las entidades y el material que las constituye, obtiene Aristóteles la hylé. Pero la hylé, al contrario que la hypodokhé, adquiere su significado y sentido por concurrencia continuada con las entidades de este mundo. En este caso, la propia analogía no se cancela sino que, como una especie de bucle, hace que la idea de materia vuelva una y otra vez hacia las entidades corpóreas que le dan su sentido{30}. Decimos que ahora la analogía se nos presenta en grado pleno. No obstante, Aristóteles mantiene, como Platón, una analogía en grado cero, y, además, en estrecha relación con el problema de la materia. Me refiero a su idea del entendimiento que maneja en el De anima (430ª14-18) y que tantas dificultades y polémicas creó en la filosofía medieval. Se puede afirmar que el entendimiento aristotélico es un trasunto del receptáculo o hypodokhé platónica y, por consiguiente, un término homónimo para designar la idea de materia ontológico general de Gustavo Bueno tal y como la presenta en sus Ensayos materialistas.

Para llegar al primer motor, se ha de pasar primero por la idea de materia. Sólo tras sucesivas anulaciones ontológicas, mediante analogías en grado pleno y en grado cero sucesivas, llegaremos al motor inmóvil. Se trata de un proceso de autoanulación de la propia entidad aristotélica, conforme a los siguientes pasos:

i. Una analogía en grado pleno de la idea de materia. La analogía en grado pleno es ejercida por Aristóteles en la Física (191a7-13) para llegar a la materia y es explícito en nombrarla con el nombre de analogía. Se trata de una analogía de proporcionalidad dirigida a mostrar la presencia de un único término, la idea de materia y de hypokeimenon, que se conecta con entidades materiales. En la Metafísica (1042a27-28) dice: Ûlhn d lšgw ¿ m¾ tÒde ti oâsa ™nerge…vdun£mei ™stˆ tÒde ti / llamo materia a lo que no es algo (determinado) cuando está en acto, en potencia es algo (determinado)/. La analogía en grado pleno es realmente una vía apofática que permite generar núcleos operatorios que aglutinan operaciones mundanas como ocurre con la idea de materia, en el ámbito de la poiesis, y de alma, en el ámbito de la praxis. Se trata también de la via remotionis medieval descrita por San Agustín{31}:

«Así, por ejemplo, la unidad se atribuye por sí a la materia prima, no por la imposición de alguna forma de unidad, sino por la remoción de las formas diversificantes. De ahí que, cuando advienen formas que distinguen la materia, decimos, en sentido absoluto, que hay muchas materias, más bien que una.» (San Agustín, De veritate, q. I, a. 5, Respuesta a la decimoquinta cuestión).

ii. Una analogía en grado cero que se consigue se consigue equiparando el nous al receptáculo platónico (De anima, 429a10). Esta analogía no tiene cabida en el mundo medieval ya que es cancelada por la idea de un Dios creador, cuyo acto de creación es suficiente para asegurar la existencia del mundo.

iii. Una anulación de la idea de «sinonimia» en relación con la idea de firmamento (oÙranÒj) (Metafísica, 1074ª31 y ss.):

«Por otra parte, que el Universo es uno solo, es evidente. En efecto, si hubiera muchos universos, como hay muchos hombres, el principio de cada uno de ellos sería específicamente uno, pero numéricamente muchos. Ahora bien, las cosas que son muchas numéricamente tienen materia (ya que la noción es una y la misma para muchos, por ejemplo, la de «hombre», pero Sócrates es uno). La esencia primera, sin embargo, no tiene materia, puesto que es plena actualidad. Luego lo primero que mueve, siendo inmóvil, es uno en cuanto a la noción y también en cuanto al número. Y uno es también, sin duda, lo movido eternamente y sin interrupción. Por consiguiente, sólo hay un universo.»

Las relaciones sinonímicas como género-especies, especie-individuos no pueden darse en relación al cosmos porque entonces podría haber varias especies uránicas con sus propios individuos o firmamentos.

iv. Una «paronimia» en «grado cero» del par conjugado pensamiento-pensado y una cancelación del circuito eidético sensible-inteligible (Metafísica, 1074b35 y ss.). El primer motor ejerce su pensamiento sobre sí mismo y no sobre los objetos. El pensamiento (nous) no se ejerce (noesis) sobre los objetos (noumena) sino que él es objeto de sí mismo. El pensamiento no puede distribuirse en los objetos pensados porque esto nos remitiría de nuevo al mundo (paronimia de distribución). Por eso Aristóteles necesita cancelar la paronimia: Si concibe, otro hay principal que él, pues ya no es él mismo el que es entidad noética de si mismo, sino potencia, no podría ser la entidad más noble (1074b18-20). Es decir, ya no coincidiría en dios la noesis y el noema, es decir, no sería noema de sí mismo. Este problema estará muy presente tanto en Algazel como en Averroes, en relación con la esencia del conocimiento divino.

En los capítulos VIII y IX del libro XII de la Metafísica, a pesar de que la anulación de la entidad corpórea construye el primer motor inmóvil, nunca se dice que el primer motor o su actividad noética se realice fuera del mundo o al margen de él. De hecho, dice en la Metafísica (1026a10-22) que lo divino, con tener una existencia separada e inmóvil, se da en la naturaleza. El argumento aristotélico es seguido por Santo Tomás en la Suma Teológica (I, q. 14, a. 2), pero de él obtendrá consecuencias diferentes:

«Así, pues, dado que Dios no tiene potencialidad alguna, sino que es acto puro, es necesario que en Él el entendimiento y lo entendido sean, de todas maneras, lo mismo: de tal modo que no carezca de especie inteligible, cuando le ocurre a nuestro entendimiento cuando está en potencia para entender; ni la especie inteligible sea otra cosa distinta de la sustancia del entendimiento divino, como le ocurre a nuestro entendimiento cuando está entendiendo en acto, sino que la propia especie inteligible es el propio entendimiento divino. Y, así, Dios se entiende a sí mismo por sí mismo.»

Lo que hace Santo Tomás es simplemente intercambiar la idea de nous por la de Dios, dando así una vuelta de tuerca a la idea de analogía, con la pretensión de que existe un primer analogado que no depende de contenidos mundanos para definir su esencia (dialelo de la causa o dialelo religioso).

Podemos concluir diciendo que la analogía en el mundo griego, en sus momentos más polémicos, no conlleva contenidos tan claramente khorismáticos como habitualmente se pretende. Esta es la razón por la que afirmé, al principio, que estos dos núcleos polémicos no conducen necesariamente a la idea de Dios cristiano. Ni tampoco puede decirse que el Dios de la revelación se encuentra en ellos in nuce, acechando momentos ideológicamente propicios para eclosionar y salir a la luz como Dios revelado y trinitario.

3. El uso gnoseológico de la analogía en el estrato musulmán: segundo estrato. Pondré, como ejemplo ilustrativo, el problema de la creación en el Tahāfut-al-Falāsifa de Algazel (Problema I: 1 Refutación de su creencia en la eternidad del mundo) que se elaborará mediante una analogía con una balanza. Analogía cuyo origen metodológico se inserta en la propia razón o logos griego. La piedra de toque, en la polémica de Algazel con los filósofos naturales, era si hubo una causa determinante o una voluntad inicial que inclinara a la creación. De haberla, supone un tiempo definido en ambos casos y un sometimiento de Dios al tiempo y a la materia. La causa determinante es una desviación de la eternidad en un momento preciso, lo que recuerda al clinamen de las teoría atómica.

Hay analogías que son internas al propio campo como ocurre con la demostración que realiza Arquímedes en su Método sobre la cuadratura de la parábola: «una sección de parábola excede en 1/3 al área del triángulo de igual base que la sección y cuyo vértice es el de la parábola». En este caso Arquímedes considera ciertas proporciones geométricas como análogas al estado de equilibrio de una balanza sometida a dos pesos. Esta analogía servirá a Leibniz, mucho después, para presentar el principio de razón suficiente (Segunda carta de Leibniz en su polémica con Clarke){32}.

balanza

Podemos tomar el diámetro del círculo como los brazos de una balanza y su centro como el lugar en el que se encuentra el fiel de la misma. De este modo, tendremos una lectura mecánica del propio círculo, en relación con una pesada, tal y como se resuelve el problema 1 de la Mecánica, libro perteneciente al corpus aristotelicum. El contexto es todavía puramente categorial, es decir, estamos ante un contexto determinante. Además, el círculo se define en los Elementos como «la figura plana circundada (periekhómenon) por una sola línea, que se llama periferia (periphéreia), respecto de la cual las rectas sobre ella inciden desde uno de los puntos colocados en el interior de la figura son iguales entre sí». De este modo, bajo una misma figura tenemos la representación del universo y de una balanza. Un universo que es: esférico; isotópico, tanto según Platón como según Aristóteles; y finito. Por analogía con este modelo o paradigma surgirán todos los problemas que se van a plantear en esta primera refutación.

El problema central que se plantea Algazel, vía analogía mecánica, es el de negar la pertinencia de una causa determinante (murayyah, en árabe) que hubiera inclinado a lo eterno, a Dios, a comenzar su creación en tal momento y no en tal otro, de tal manera y no de tal otra.

figura a figura b

Figura a. Cuando Aristóteles da una explicación dinámica del brazo de la balanza lo hace mediante categorías dinámicas que se resuelven en la propia geometría del círculo. Figura b. Se trata de explicar dinámicamente el hecho de que el brazo de una palanca se encuentre en equilibrio cuando los pesos suspendidos de sus extremos son inversamente proporcionales a sus distancias al punto de soporte o rotación. Un peso de 10 en un brazo equilibrará a otro de 20 si el de 10 se encuentra dos veces más lejos del fulcro. Aristóteles da una explicación dinámica de este fenómeno estático. Si un brazo equilibrado se pusiera en movimiento, las velocidades de los pesos en movimiento serían inversamente proporcionales a las magnitudes de sus respectivos pesos. En el tiempo en que un peso de 20 se mueve sobre la distancia b, el peso de 10 se habrá movido 2b. La explicación es que la mayor velocidad de un cuerpo en movimiento compensa exactamente el mayor peso del otro.

Sobre el modelo de la balanza en equilibrio, pues, –en el caso concreto de iguales pesos a igual distancia del punto de equilibrio– se plantea el problema de la causa determinante de Algazel, modelo que toma de la filosofía clásica. La analogía mecánica recoge el problema planteado por algunos filósofos sobre si le era posible al alma –mediante un acto de la voluntad (epiklinon)– poder escoger o discriminar entre dos cosas completamente iguales sin necesidad de causa externa alguna. Esta idea es recogida por Plutarco en su De Stoicorum repugnantis (1045F4-6). Siguiendo el mismo hilo conductor, Algazel intentará justificar la existencia de una voluntad divina que mueva sin que ello le suponga gasto energético alguno ni físico ni mental, preservando así su esencia inmutable. El argumento de los filósofos, contrarios a la creación del mundo y favorables a su eternidad –usando de la analogía de la balanza– dirán que cualquier leve movimiento, cualquier decisión, supondrá necesaria e inevitablemente una modificación de las condiciones iniciales. De este modo, argumentan contra la posibilidad de que Dios, al tiempo que creador, sea inmutable.

Al rebasar los contenidos geométricos, dinámicos y estáticos que se elaboran a partir del propio círculo –entendido aquí como contexto determinante– se rebasa, en cierto modo, al propio universo como campo fenoménico en el que actúa, por ejemplo, la astronomía geométrica. Entonces entramos en el campo de la teología natural, y no porque exista un Dios que justifique ese rebase sino porque tal rebase es, precisamente, y de suyo injustificable en el seno del cosmos aristotélico. El propio equilibrio de la balanza, tras una metábasis, aparecerá, entonces, como núcleo de ideas problemáticas, metafísicas, como es el caso de las ideas de causa determinante, de libertad, de voluntad y de creación. Las leyes físicas que explican el equilibrio de los pesos, también, por medio de esta metábasis, se truecan en principios metafísicos como el de identidad de los indiscernibles o el principio de razón suficiente. Del mismo modo, los experimentos con balanzas y otros artilugios mecánicos se vuelven ahora experimentos mentales filosóficos del tipo «el asno de Buridan» que Algazel elabora de forma distinta: pone a un hombre sediento a medio camino (en el fulcro de la balanza) de dos vasos de agua completamente iguales o a medio camino de dos dátiles absolutamente iguales.

Este rebase nos conducirá al espacio de la equivocidad: de la analogía y de la homonimia. Así por ejemplo, la mano cuando pierde sus funciones y sus facultades ya no es sino una mano homónima (Metafísica, 1036 b 30-32). Igual ocurre con el hombre momificado, la mano de piedra, la sierra de madera, con la fruta escarchada (Meteorológicos, libro IV) o el ojo de piedra (De anima, 412b20-22){33}. Si el todo se destruye, ya no habrá ni pies ni manos. Pero esa destrucción pautada, esta metábasis, en el seno de una ciudad es el comienzo de la obra de arte, del modelado, de la estatuaria, del retrato. Al remo de Ulises le ocurre lo mismo cuando ya lejos del mar pierde su razón de ser (Odisea 11, 121 y ss.):

«toma al punto en tus manos un remo y emprende el camino / hasta hallar unos hombres que ignoren el mar y no coman / alimento ninguno salado, ni sepan tampoco / de las naves de flancos purpúreos ni entiendan los remos / de expedito manejo que el barco convierte en sus alas. Una clara señal te daré, bien habrás de entenderla: / cuando un día te encuentres al paso con un caminante / que te hable del bieldo que llevas al hombro robusto, / clava al punto en la tierra tu remo ligero y ofrece / al real Poseidón sacrificios de reses hermosas (...).»

La homonimia estriba en que un mismo objeto, dependiendo de quienes lo vean, entenderán que es o un ™retmÒn (/eretmón/ «remo») o un ¢qhrhloigÕn (/athērēloigón/ «bieldo»). El significado que se le atribuya al instrumento dependerá de un recorrido en cuyo transcurso cambiará el significado del objeto y el nombre que reciba. Es una homonimia sobre la definición de la entidad (lÒgoj tÁj oÙs…aj / lógos tēs ousías/), no sobre el nombre. Durante el viaje de Ulises el objeto deja de significar una cosa para significar otra completamente diferente. Es el objeto el que acaba por encontrarse en un instante determinado en grado cero: es y no es bieldo porque es y no es remo. Esta vulneración del principio de no contradicción sólo es posible, como dice Aristóteles, por causa de la homonimia (Metafísica, 1006b18-20).

Ahora bien, ¿puede llegarse a la idea de Dios por cancelación y metábasis de contenidos mundanos? La homonimia descrita en el párrafo anterior no rebasa la escala de lo humano, de hecho nos remite de nuevo a contenidos mundanos fenoménicos: mano o bieldo. Se trata de una metábasis eis allo génos. En realidad, la idea de Dios parece funcionar de un modo distinto. Ni la analogía ni la homonimia griegas sobrepasaron nunca la escala humana. Esto sólo aconteció cuando la teología convirtió a la analogía en el camino para desbordar al cosmos en dirección a su creador, Dios.

La polémica genuina y originalmente dialéctica sobre si puede haber un acto de creación es la de Algazel porque que aun tiene que vérselas con los argumentos de los filósofos naturales, cuyas objeciones se mueven en el seno del cosmos aristotélico. Esto explica que la analogía, al modo en que la entendían los griegos, juegue todavía un importante papel en la filosofía y el kalam árabes en relación con la dilucidación del problema del conocimiento de Dios y de Dios como causa primera. Santo Tomás, en cambio, no se plantea realmente la objeción que supone el cosmos aristotélico para el acto de creación divino, simplemente parece solucionarla de un plumazo mediante el recurso a la analogía entis: puede comprobarse en la Suma de Teología, I, q. 19, a. 3 «Lo que Dios quiere, ¿lo quiere o no lo quiere por necesidad?». Esto indica, a mi juicio, que Santo Tomás se sitúa, a sabiendas, en un segundo estadio evolutivo de la resolución teológica del problema de la voluntad divina, en relación con el acto de creación. El primer estadio se encontraba ya en las fuentes árabes que manejaba y de las que dependió, en buena parte, para levantar todo su edificio teológico.

Santo Tomás recoge, casi punto por punto, en La Suma contra los gentiles (II, 31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38) los mismos argumentos de Algazel –pone incluso los mismos ejemplos– que son, en realidad, los contra argumentos que él mismo (Algazel) arguye y pone en boca de los filósofos, en los Problemas I, II y III del Tahāfut-al-Falāsifa. Realmente Santo Tomás está leyendo a Algazel y, al mismo tiempo, elaborando su propia respuesta teniendo presente, además, las respuestas de Averroes, a los mismos problemas, en el Tahāfut-al-tahāfut.

Decir, por último, que, en Algazel, el momento analógico representado por la balanza tiene su continuación en otro tratado, el Al-Quistās al-Mustaquin (La justa balanza). En este libro hará un uso analógico de la balanza para deshacer las homonimias que aparecen en el Alcorán.

3.1. El rechazo del uso ontológico de la analogía en el segundo estrato. Es claro que la analogía mantenía un valor heurístico o gnoseológico, sin embargo, su estatuto ontológico era claramente rechazado por Averroes. Sin contar que en el Alcorán (42, 11) se dice explícitamente que entre Dios y las criaturas no hay semejanza alguna{34}.

El caso de Algazel admite matices. En su Al-maqsad Al-Asnā, en relación con el nombre de omnisciente atribuido a Alá, deja entrever una suerte de analogía entis entre Dios y el hombre{35}:

«Una advertencia: El hombre tiene parte de la caracterización de al-‘Alim que a duras penas se oculta. Sin embargo, su conocimiento es distinto del conocimiento de Dios respecto a tres de sus propiedades. Una de ellas concierne al número de objetos de conocimiento. Dado que las cosas conocidas por el hombre, con independencia de cuan extensas puedan ser, son con todo limitadas y pocas (en número). ¿Como, entonces, podemos compararlas con aquellas que son infinitas?
La segunda (propiedad) concierne a su visión espiritual. Aun cuando sea clara, todavía no alcanza el último punto más allá del cual nada hay más posible. Más bien él ve cosas como las vería tras un delgado velo. No niego la diferencia entre los (varios) niveles de visión espiritual, debido a que el poder de la percepción interna es como (el poder de) la visión externa. (Tu debes) distinguir entre lo que es revelado en el tiempo del amanecer y lo revelado al mediodía.
La tercera propiedad consiste en el hecho de que el conocimiento de Dios el Altísimo no se deriva de (la observación de) las cosas. Mas bien son las cosas las que se derivan de Él. El conocimiento del hombre (viene a existir) mediante cosas, depende de ellas y resulta de ellas.»

Algazel trató de indagar la esencia de Dios mediante una inducción analógica (tašbīh) que es una asimilación de Dios a las criaturas: las perfecciones de Dios se encuentran en éste e sumo grado. Pero este camino podría conducir al antropomorfismo, por lo que Algazel propone contrastrar este camino con otro que denomina tanzīh o exención y que consiste en excluir de la esencia divina las imperfecciones de sus criaturas hasta alcanzar de ellas las cualidades finitas de tales perfecciones. Se trataría de la via remotionis frente al anterior camino o via analogia o analogía entis{36}. Las admoniciones en el Al-maqsad Al-Asnā tiene el carácter de tanzīh o exención. La contrapartida en el seno de la teología trinitaria será la «apropiación» que trata de evitar que la analogía termine por antropomorfizar los atributos esenciales de la Trinidad divina (Suma de Teología, I, q. 39, a.7, «Los nombres esenciales, ¿son o no son atribuibles a las personas»).

Por su parte, Algazel en su libro sobre los predicados divinos, al-Iqtisād, considera que el poder es el atributo esencial de Dios que, incluso, fagocita a todos los demás. Un poder que impide que el hombre pueda, por analogía, reducir esa infinita distancia que existe entre Dios y el hombre. El ocasionalismo y el voluntarismo divinos –postulados por Algazel– serán una muestra palpable de esa distancia entre Dios y el hombre, en el orden de las causas, lo que cancelaría, por ejemplo, las cinco vías tomistas y, por consiguiente, también, los preambula fidei. Así lo vio Santo Tomás en la Suma de Teología (I, q. 105, a.54). Pero, aunque Algazel no asimila el hombre a Dios, no renuncia a poder explicar algunos de sus atributos como el del conocimiento.

El problema de los atributos divinos en Algazel estriba en cómo un ser único sin materia, ni sometido al cambio, puede actuar sobre las criaturas. La solución que ofrece en al-Iqtisād es considerar los atributos como sobreañadidos a la esencia de Dios. Pero, aquí, de nuevo, coexiste su negativa a admitir una analogía entis, en relación con los atributos divinos, con una aceptación de un orden causal, a pesar del ocasionalismo, que al mismo tiempo, propugnará. Un ocasionalismo que tiene como finalidad, precisamente, evitar la asimilación de los atributos humanos, caso del poder, a los divinos, pues entiende Algazel que asimilación es constricción y demérito para Dios.

Algazel tomará como punto de partida la teoría del todo y las partes para hacer viables esos atributos de un Dios único con la multitud de partes que constituyen su creación. Comienza por un silogismo en el que la premisa mayor es problemática ya que conecta causalmente a Dios con sus criaturas mediante una premisa menor demiúrgica: Cualquier trabajo magistral procede de un agente poderoso, el mundo es un trabajo magistral, por lo que él procede de un agente poderoso (al-Iqtisād-fil-l’tiqād, Capítulo I{37}). La justificación del Algazel para conectar la premisa mayor con la menor le conduce a salvar el escollo de una voluntad poderosa que no puede saltarse el principio de no contradicción, a pesar del ocasionalismo de las causas que propugna. Principio que el propio Santo Tomás acepta en su Suma de Teología (I, q. 25, a.3 y a.5) y en Suma contra los gentiles (I, 84). Un ocasionalismo, pues, –el de Algazel– matizado, frente a los mutacálimes asaríes{38}.

Averroes, al rechazar el voluntarismo divino de Algazel (Tahāfut-al-tahāfut, decimoséptima discusión), sólo admitirá una symploké causal que revertirá de pleno sobre la materia, siguiendo los dictados de la metafísica aristotélica. El núcleo generador de este momento polémico se debe al problema que plantean los milagros en el seno del cosmos aristotélico. Algazel lo solucionará mediante su teoría ocasionalista, en tanto que Averroes sólo admite un curso natural de los fenómenos.

La vinculación del nous, intelecto, con el Primer Motor inmóvil y no con Dios es la razón por la que Averroes, en su Fasl al-maqāl fimā bayna al-hikma wa-l-šarī‘a min ittisāl (Doctrina decisiva), dice que entre la ciencia de Dios y la del hombre no hay analogía{39}:

«Efectivamente, nuestra ciencia es efecto del objeto conocido y, por consiguiente, se genera al generarse su objeto y se muda con sus mutaciones. La ciencia que Dios –¡glorificado sea!– posee de lo existente funciona justamente de la manera opuesta a la nuestra, pues es ella la causa del objeto conocido, que es lo existente. Se concluye, pues, que quien asemeja estas dos ciencias identifica las esencias de cosas opuestas, lo que constituye el colmo de la ignorancia.» (Doctrina, 19 [172-173]).

Motivo este por el que Averroes tampoco admite la analogía entis entre el mundo sensible y el suprasensible, entre el conocimiento eterno (uno de los atributos de Dios) y el conocimiento humano{40}. Entre ambos no hay relación. Ante el problema de cómo puede Dios conocer cambios en el mundo sin que ello suponga cambio alguno en él, Averroes responde en su Damima (§ 206){41}:

«El error en este asunto ha surgido simplemente por llevar a cabo una analogía (qiyās) entre el Conocimiento eterno y el conocimiento creado, esto es, entre lo suprasensible y lo sensible; y la falsedad de esta analogía es bien conocida. Justo cuando no ocurre ningún cambio en el agente es cuando su acto viene a ser, esto es, un no cambio que aun no ha ocurrido, de modo que ningún cambio ocurre en el eterno y Glorioso Conocimiento cuando el objeto de su conocimiento resulta de él.»

Lo más divino que hay en el ser humano es el nous. Es en el ejercicio de lo que Aristóteles llama la vida contemplativa, en donde el hombre se acerca a lo divino{42}. Se trata de un desafío aristotélico –como reconoce Aubenque{43}– contra toda la tradición griega que considera esta pretensión como impía. Recordemos que a Sócrates se le condenó, entre otras cosas, por asebeía o impiedad para con los dioses.

La vida conforme al nous nos conduce, necesariamente, al Primer Motor, cuyo atributo esencial es ser pensamiento de pensamiento{44}, y que, además, comparte con el hombre el placer que a éste produce la actividad noética{45}:

«Así pues, si Dios se encuentra siempre tan bien como nosotros a veces, es algo admirable. Y si más aún, aún más admirable. Y se encuentra así. Y en él hay vida, pues la actividad del entendimiento es vida y el se identifica con tal actividad. Y su actividad es, en sí misma, vida perfecta y eterna. Afirmamos, pues, que Dios es un viviente eterno y perfecto. Así pues, a Dios corresponde vivir una vida continua y eterna. Esto es, pues, Dios.»

Este atributo compartido, por el hombre y por la divinidad, conducirá, en el estrato segundo, al problema del intelecto unificado, cuya polémica recoge Santo Tomás (estrato tres) en su libro Sobre la unidad del intelecto contra los averroístas. El camino ontológico trazado por un entendimiento unificado cancelaba cualquier acceso a la analogía por el acuciante y gravísimo problema que conllevaba, a saber, que el alma era identificada con el intelecto o nous y que ese intelecto era compartido por igual por todos los seres humanos.

Averroes no hace sino seguir los planteamientos de Aristóteles que vincula el nous con la capacidad de captar intuitivamente los principios (Et. Nic., 1141a6). Esta captación viene obligada por el principio aristotélico de que la deducción no hace sino reproducir el proceso mismo por el que las cosas son producidas, es decir, reproduce los procesos naturales, la physis. De manera que el nous es trasunto humano del primer principio, el Primer Motor inmóvil. En definitiva –como afirma Aubenque– el nous no es sino el correlato cognitivo del principio, su manera de ser conocido. Esta vinculación noética es interpretada por Averroes, en su Gran comentario al libro sobre El alma de Aristóteles{46}, como la participación de cada individuo de una naturaleza noética común. De aquí, los esfuerzos de Santo Tomás –en Sobre la unidad del intelecto contra los averroístas– por demostrar que el alma individual es un todo mayor que una de sus partes, el intelecto. De este modo, trata de evitar que alma e intelecto se identifiquen, pues tal equivalencia arrastra al intelecto a posiciones cosmistas, físicas o naturales que le vincularían directamente con el Primer Motor inmóvil y no con Dios. Razón por la cual, Santo Tomás responderá con la analogía entis (I, q. 4, a. 3; I, q. 13, arts. 1-12) que declara la infinita distancia entre Dios y su criatura, el hombre, aunque salvable por analogía. Démonos cuenta que la distancia entre el hombre y el Primer Motor inmóvil, con ser problemática, no es infinita.

4. La respuesta tomista a la cancelación de la analogía ontológica del estrato musulmán: el problema sobre el conocimiento divino de los particulares. Este atributo divino, el del conocimiento, planteará el problema de la vinculación entre el nous del hombre con el Primer Motor inmóvil y el de Dios con el ser humano y con el mundo o universo. Santo Tomás encontró en la analogía entis un resquicio para obtener predicados de Dios que no perturbaran su conocimiento de los particulares ni su omnipotencia. Para solucionar el problema del conocimiento divino de los particulares, Santo Tomás utilizará la analogía entis, en tanto que Averroes la negara. Algazel aceptará una asimilación de los atributos divinos a los humanos en el Al-maqsad Al-Asnā, aunque en el al-Iqtisād-fil-l’tiqād y en el Tahāfut-al-Falāsifa no responderá a esta cuestión como lo hará Santo Tomás. Éste último mediante el dialelo de las causas –núcleo generador de la analogía entis– atribuirá al intelecto divino las cualidades del humano para, a continuación, afirmar que los límites del intelecto humano se vuelven per negationem atributos positivos en Dios (Suma de Teología, I, q. 14, a. 11); algo que Algazel nunca hará ni planteará así. Averroes se percató de que Abu Hamid (Algazel) recurría, para explicar atributos como el conocimiento divino, a posiciones cosmistas capaces de ser asimiladas por el intelecto humano, como si éste fuera un trasunto del divino. Por este motivo, podría decirse que el Tahāfut-al-tahāfut es, en conjunto, una respuesta razonada –como veremos en breve– a la imposibilidad de tal tipo de analogía o asimilación noética entre Dios y el hombre.

Algazel postulará una teoría relacional, de carácter puramente lógico, en el seno del cosmos aristotélico. En el al-Iqtisād-fil-l’tiqād lo hará pero sólo en relación con los atributos divinos, en tanto que en el Tahāfut-al-Falāsifa llevará el problema al seno del cosmos aristotélico. Por su parte, Averroes responderá con su teoría del intelecto unificado a la explícita negación de la analogía entre Dios y su criatura.

Para Algacel (Problema 13: «Refutación de su doctrina de que el Primer (principio) no conoce los particulares») el conocimiento de Dios es el de todos los estados posibles, que es tanto como decir el de todas las relaciones posibles entre los particulares. Relaciones que, por su naturaleza, están sometidas a leyes generales, caso del eclipse de sol, ejemplo que el propio Algazel pone. De este modo, lo particular deviene universal y lo universal deviene particular, pero gracias a un sistema categorial, científico. El conocimiento de Dios, nos remite al propio cosmos, a la symploké de relaciones materiales que se dan en su seno{47}.

La respuesta de Santo Tomás la encontramos en la Suma de Teología (I, q. 14, a. 11: «Dios, ¿conoce o no conoce lo singular?»), en donde, además, utiliza el mismo ejemplo del eclipse, tomado, sin duda, de Algazel:

«Nuestro entendimiento abstrae la especie inteligible de los principios de individuación, de ahí que la especie inteligible de nuestro entendimiento no puede ser semejanza de los principios individuales. Por eso nuestro entendimiento no conoce lo singular. Pero la especie inteligible del entendimiento divino, la esencia de Dios, no es inmaterial por abstracción, sino por sí misma, principio de todos los principios que entran en la composición de la realidad, tanto de la especie como del individuo. Así, por ella Dios conoce no sólo lo universal, sino también lo singular.»

Es obvio que Santo Tomás esta leyendo, que tiene delante suyo, el problema 13 del Tahāfut-al-Falāsifa e, incluso, la discusión sexta del Tahāfut-al-tahāfut, pero no es menos cierto que no es capaz de elaborar una solución a partir del ilustrativo ejemplo de Algazel sobre el eclipse de sol; es decir, no es capaz de ofrecer una teoría plausible que explique cómo es posible que Dios, siendo uno e inmutable, puede conocer lo múltiple y mudable. Esta clara desconexión entre el ejemplo y la conclusión –desconexión que no existe en Algacel– muestra el claro intento de Santo Tomás de evitar resolver el problema de Dios como una symploké de ideas que surgen del humus cósmico, de la propia naturaleza. Esta desconexión entre la idea de Dios e ideas, como la de relación o identidad, surgidas en el seno del devenir fenoménico, muestran el bloqueo que la analogía entis lleva a cabo entre el cosmos aristotélico y Dios. Una analogía entis de la que tanto Algazel como Averroes prescinden por completo, aunque para ello den soluciones muy diferentes.

Algazel organiza toda su argumentación en torno a la idea de relación que le permite obviar el problema físico del cambio{48}. Si Dios conociera lo particular, conocería la multiplicidad, que, por su naturaleza, es cambiante. Para evitar introducir este atributo en la esencia de Dios, Algacel apelará a la idea de relación, evitando así la sucesión temporal como esencial para describir un fenómeno, caso del eclipse. De este modo, saca todo el partido posible al ejemplo del eclipse de sol del que partió al inicio del problema. Y, quiéralo o no quiéralo Algazel, su solución al problema de si Dios conoce los particulares, es una solución intra mundana, dada en el seno del cosmos aristotélico, de la mano de una ciencia, la astronomía (Tahāfut-al-Falāsifa, problema 13). Propone que la estructura lógico-porfiriana del mundo (división en género, especie) es una estructura relacional, en la que no interviene el tiempo sino que apela de modo exclusivo a relaciones puramente formales en el seno de la naturaleza, del cosmos. De este modo, trata de preservar la unidad de Dios, como de igual modo se preserva la unidad de una teoría astronómica en relación con la formación de los eclipses –es decir, no como una estructura formada por géneros plotinianos–, independientemente de que estos se produzcan en el tiempo, dado que el propio tiempo se vuelve relación en el propio ámbito categorial de la astronomía. De nuevo, comprobamos cómo la solución dada por Algazel apela razonablemente a la propia estructura del cosmos, de donde saca sus argumentos. Además, el problema 13 da in nucecursus operatorio externo, procedente del segundo estrato, el kalam musulmán– la solución al problema de las relaciones en el seno de la Trinidad, tal y como ya Boecio lo hacía en De cómo la Trinidad es un Dios y no tres dioses (capág. 6){49}cursus operatorio interno, procedente de la patrística, siglo VI, que desembocará en Santo Tomás– y al modo en cómo lo hará Santo Tomás al afirmar que los relativos que estudia la teología trinitaria (Padre, Hijo y Verbo, Amor y Don) son relativa secundum esse, es decir, son relaciones reales en un relativo y de «razón» en el otro (Suma de Teología, I, q. 13, a. «Los nombres que implican relación a las criaturas, ¿son o no son dados a Dios partiendo del tiempo?»).

Santo Tomás ante el mismo pasaje –que hubo de tener delante– responde con su analogía entis (Suma de Teología, I, q. 14, a. 5, a. 6, a. 7) entre el conocimiento humano y el divino. Busca concluir de modo similar a como lo hace Algazel, pero guiado no por una ciencia, como es el caso de la astronomía, sino por una analogía entre lo sensible y lo suprasensible –entre la materia y Dios– que es su respuesta habitual frente a los problemas que en el estrato musulmán se le plantean en relación con el conocimiento e intelecto divinos (I, q. 14, a. 11):

«De ahí que, como la fuerza activa de Dios abarca no sólo las formas, de las que se toma la razón de lo universal, sino también la materia, como se demostrará (q. 44, a. 2), es necesario que la ciencia de Dios abarque también lo singular, que está individualizado por la materia. Pues como conoce lo distinto a El por su esencia, en cuanto que es semejanza de las cosas o su principio activo, es necesario que su esencia sea principio suficiente para conocer, no sólo en lo universal, sino también en lo singular, todo lo que es hecho por El. (...)
Aun cuando la materia, por su potencialidad, esté alejada de la semejanza de Dios, sin embargo, por tener ser, conserva cierta semejanza con el ser divino

Averroes dirá –respondiendo a Algazel sobre esta cuestión, en la decimotercera discusión del Tahāfut-al-tahāfut– que Algazel comete un error de bulto al asimilar el conocimiento divino al humano. Es decir, Averroes se percata de que Algazel, para solucionar el problema, apela a una reflexión filosófica sobre las categorías científicas que sólo pueden elaborarse en el ámbito del intelecto humano.

Averroes rebajará las expectativas teológicas de Algazel sobre el conocimiento que Dios tiene de las cosas, al vincular al intelecto humano con el Primer Motor inmóvil, con el propio cosmos, negando así la posibilidad de que Dios pueda conocer algo. En el Kitab fasl al-maqal, deja claro que el problema del conocimiento se circunscribe al intelecto humano y nunca al divino{50}:

«...nuestro conocimiento de ellos (los particulares) es un efecto del objeto conocido, originado cuando el viene a la existencia y cambiando cuando el cambia; mientras que el Conocimiento de la existencia del Glorioso Dios es opuesto a este: es la causa del objeto conocido que es un ser existente. De este modo, suponer las dos clases de conocimiento similares una a la otra es identificar las esencias y las propiedades de cosas opuestas, y es el summum de la ignorancia. Y si el nombre «conocimiento» es predicado de ambos, el originado y el eterno conocimiento, se predica por pura homonimia (bišrāk al-ism), como muchos nombres son predicados de cosas opuestas: verbi gratia, ŷalal de lo grande y de lo pequeño, sarim de la luz y la oscuridad. Así que no existe una definición que abarque de una vez ambas clases de conocimiento, como los teólogos de nuestro tiempo imaginan.»

Averroes se enfrentará al mismo problema que Algazel sobre el conocimiento divino, pero le dará una respuesta que, a mi juicio, contribuirá, junto con las otras doctrinas de Averroes, a un materialismo filosófico musulmán; respuesta de la que la propia filosofía árabe no ha sabido o no ha podido sacar partido. Averroes afirmará que el conocimiento que tiene Dios no es ni particular ni universal{51}. Lo que hace Averroes es dejar el conocimiento divino en tierra de nadie. Lo dice en el Tahāfut-al-tahāfut (pág. 462), en el Comentario a la Metafísica, libro XII (pág. 1708) y en el Tratado decisivo (pág.19). De hecho, Averroes, al final de la discusión once del Tahāfut-al-tahāfut, aplica a Dios dos proposiciones contradictorias que califica de simultáneamente verdaderas, lo que es tanto como decir que el conocimiento de Dios se encuentra en grado cero, en epojé:

«La contestación a todo esto es que el conocimiento de Dios no puede ser dividido en los opuestos de verdad y falso en los que el conocimiento humano es dividido; por ejemplo, se puede decir de un hombre que o bien sabe o no sabe otras cosas, porque estas dos proposiciones son contradictorias, y cuando una es verdad la otra es falsa; pero en el caso de Dios ambas proposiciones, que El conoce que El conoce y que El no lo sabe, son verdaderas, dado que El no conoce por medio de un conocimiento que determina una imperfección, sobre manera el conocimiento humano, sino que conoce mediante un conocimiento que no acarrea imperfección alguna, y es este un conocimiento cuya cualidad nadie excepto Dios mismo puede comprender. Y en lo concerniente tanto a los universales como a los particulares es verdad de Él que Él los conoce y no los conoce.»

Decir esto, es llevar a un absurdo lógico la hipótesis de un intelecto divino. Conlleva esta afirmación la negación absoluta de una analogía entre el intelecto del hombre y de Dios. Analogía que, como ya hemos visto, es negada explícitamente por Averroes. Entre los atributos de Dios y los del hombre hay una pura equivocidad (bišrāk ism). Lo interesante es que Averroes llega a esta conclusión en su Comentario a la Metafísica de Aristóteles, XII{52}, es decir, utiliza la propia racionalidad griega (primer estrato) –y los mismos textos que usará luego Santo Tomás– para concluir todo lo contrario de lo que defiende este último (tercer estrato).

Los argumentos de Averroes no son nada especiosos y no es necesario forzarlos para concluir que Dios se resuelve en el propio entendimiento humano, que es tanto como negar la propia esencia de Dio. En su Comentario a la Metafísica de Aristóteles, XII da un argumento de por qué Dios no conoce los particulares{53}:

«Aun es más claro que Su conocimiento no es particular dado que los particulares son infinitos y ningún conocimiento los abarca.»

Son las ciencias las que son capaces de abarcar lo particular bajo leyes universales. Pero, otro tanto ocurre con las ciencias jurídicas. En la introducción a la Bidāyat, el mismo argumento es utilizado para justificar la analogía jurídica. Averroes se opone a la doctrina de los Zahiríes que dicen que entre los hombres se producen infinitos incidentes que no pueden ser abarcados por la analogía, salvo de modo impropio. Averroes sabe de la existencia de relaciones equívocas entre una clase y sus individuos, analiza esa equivocidad y justifica – desde los argumentos de la propia lógica y tópica sofística– el uso de la analogía jurídica en la interpretación de la Ley coránica. En realidad, lo que hace Averroes es mostrar que las categorías aristotélicas no justifican el uso de una analogía entre Dios y sus criaturas, es decir, que la analogía entis es un uso impropio de la analogía. El siguiente paso es mostrar que tal analogía no puede darse porque tal analogía se resuelve, en realidad, en una analogía fidei, entendida, ahora, como analogía jurídica. Este paso es decisivo porque junto a su teoría de la doble verdad –que analizaremos más adelante– Averroes coloca a Dios y al Alcorán en su dimensión exacta, que no es otra que la dimensión política y jurídica.

La cancelación del conocimiento divino, en tanto que no conoce ni lo universal ni lo particular, conduce o bien a la analogía fidei, entendida, como ya he dicho, como analogía jurídica, o bien a una analogía de proporcionalidad entre el Primer Motor inmóvil y el intelecto humano.

A los estudiosos de Averroes su cancelación del intelecto divino les ha parecido siempre un punto ciego en su filosofía, no fácil de interpretar. En la discusión sexta del Tahāfut-al-tahāfut{54} mantiene la aporía del intelecto divino y evita el dialelo religioso, afirmando que

«Por consiguiente los filósofos creen que el Primer Conocimiento requiere que hubiera un conocimiento en acto y que no hubiera universal alguno en el mundo divino y tampoco pluralidad de la que surgiera potencia, como la pluralidad de las especies que resultan del género. Y por esta razón solo nosotros somos incapaces de percibir el infinito actual, ya que las cosas conocidas por nosotros están separadas las unas de las otras, y de existir un conocimiento en el que las cosas conocidas estuvieran unificadas, entonces con respecto a el, lo finito y lo infinito son equivalentes.»

A continuación ahonda en la aporía, afirmando explícitamente que entre el intelecto de Dios y el de la criatura no hay analogía. El intelecto de Dios es un punto ciego, pero, atendiendo a lo dicho hasta ahora, podríamos afirmar que el intellectus absolutus infinitus, Dios, al quedar colapsado, se vuelve intellectus infinitus actu. Este intellectus infinitus actu no sería otro que el entendimiento unificado sustentado por una reunión de individuos, es decir, por la Ciudad o el Estado. Tomo aquí, y trasplanto a Averroes, salva veritate, el argumento de Vidal Peña, de su hermoso libro El materialismo de Spinoza (págs. 147-164){55}. Averroes, sin duda, no es Spinoza. Tiene por medio el Alcorán y una ciudad islámica que se rige por las leyes coránicas. El mismo fue nombrado en 1169 cadí de Sevilla. Su teoría de la doble verdad no genera en su obra un Tratado teológico-político. Pero, en Averroes, está el germen de una filosofía materialista, independientemente de que no fuera esa su pretensión. Y ello es así, porque cancela, mediante aporías, al entendimiento divino, y desplaza las supuestas intelecciones divinas a intelecciones jurídicas o categoriales (científicas), según sea el caso.

Frente a la argumentación averroísta, Santo Tomás, en la Suma de Teología, I, q. 14 (todos los artículos), justifica la existencia de una ciencia de Dios. Santo Tomás no deshace los problemas lógicos que le plantean tanto Averroes como Algazel. Su respuesta es zambullirse plenamente en el dialelo religioso, por el que se da a Dios los atributos del hombre, pero en grado sumo, proporcionando a la divinidad virtualmente toda ciencia en acto, obviando, así, el inevitable desarrollo histórico al que se somete todo esfuerzo humano por conquistar el conocimiento, y convirtiendo, así, a Dios en intelecto de intelectos. Este dialelo religioso es el núcleo de la analogía entis. Para Santo Tomás siempre habrá una respuesta que solucione las aporías a las que el estrato musulmán somete la existencia de Dios. Aporías, por otro lado, razonables.

Averroes pone –en el Comentario a la Metafísica, libro XII– el ejemplo del calor del fuego para tratar de explicar porque Dios no conoce lo particular ni lo universal. Aunque la explicación que da parece indicar que Dios sólo conoce lo universal, niega, sin embargo, y explícitamente, esa posibilidad. Santo Tomás responde al mismo ejemplo con diferentes argumentos en la Suma de Teología (I, q. 14, a.6), tratando de salvar la ciencia de Dios mediante la analogía entis. En realidad, Averroes no nos está situando más allá de la naturaleza en la comprensión del intelecto divino, sino en el seno de la misma, advirtiendo de que no existe una ciencia de ciencias que, utilizando los mismos métodos que las disciplinas científicas o categoriales, de cuenta del ordo et connexio de toda la naturaleza. Entre otras cosas, porque esa pretendida ciencia se distribuye en el conjunto de las ciencias existentes a las que se accede histórica y evolutivamente en el seno del intellectus infinitus actu o entendimiento agente unificado.

Comparemos las argumentaciones de ambos sobre el mismo ejemplo planteado inicialmente por Averroes{56}:

«La verdad es que porque algo se conoce únicamente a sí mismo, conoce los (seres) existentes por medio de la existencia que es la causa de su existencia. Por ejemplo, uno no dice, con respecto a aquel que conoce el calor del fuego solamente, que el no tiene conocimiento de la naturaleza del calor en tanto que calor. Así mismo, el Primero es Él quien conoce absolutamente la naturaleza del ser en tanto que ser, que es Su esencia. Por tanto la palabra «conocimiento» se dice de Su conocimiento y del nuestro por homonimia. Por lo que su conocimiento es la causa del ser y el ser es la causa de nuestro conocimiento; y Su conocimiento no puede ser descrito como universal ni particular.»
Averroes, Comentario a la Metafísica de Aristóteles, XII, pág. 1708
  «Hay que decir: Sobre esto algunos [se refiere a Averroes] se equivocaron diciendo que Dios no conoce lo distinto a El más que con un conocimiento general, es decir, en cuanto que son seres. Pues, así como si el fuego se conociera a sí mismo como principio del calor, conocería la naturaleza del calor y todo lo demás en cuanto que es caliente, así también Dios, en cuanto que se conoce a sí mismo como principio de ser, conoce la naturaleza del ser y todo lo demás en cuanto es ser. Pero esto no es posible. Pues conocer algo en general y no específicamente es conocerlo de forma imperfecta. (...) Así, como quiera que Dios contiene todas las perfecciones, se compara la esencia de Dios a todas las esencias de las cosas, pero no como lo general a lo particular, como pueda ser la unidad a los números o centro a las líneas; sino como el acto perfecto a los imperfectos, como si dijéramos, el hombre al animal.»
Santo Tomás, Suma de Teología, I, q. 14, a. 6

Desde los postulados del materialismo filosófico esta polémica lo que hace es replantear los límites del conocimiento humano en el seno de un cosmos que encierra todo cuanto pueda existir, al tiempo que problematiza toda idea, como es la idea de Dios, que se postule al margen del mundo, de la symploké material, fuera de cuyo seno no hay nada, no hay ser, ni universo, ni cosmos. Dialécticamente, este núcleo polémico –¿conoce o no conoce Dios los particulares?– marcará la esencia del intelecto humano como copartícipe que es de operaciones mundanas, demiúrgicas o tecnológicas y epistémicas, que permiten al hombre conocer y transformar la materia.

La idea de Dios no es otra, pues, que la idea del universo finito y es envuelta por la del Primer Motor inmóvil que, como idea límite, plantea el fundamento de nuestro conocimiento categorial. No olvidemos que el Primer Motor inmóvil es también nóēsis nóēseōs, es decir, es nous y el nous es la actividad por la que se caracteriza el ser humano y la que le permite alcanzar los primeros principios de las ciencias (Analíticos posteriores, 100b13). Por esta razón, por ser el límite y fundamento de nuestro conocimiento, el ejercicio del intelecto nos acerca a lo divino. Y no es lo divino otra cosa que el propio ejercicio del nous, que nos va conduciendo, paso a paso, por cada uno de los rincones del universo, al tiempo que levanta su carta astronómica, con la ayuda de un gnomon, o de un astrolabio, para medirlo y cuantificarlo, conforme a las leyes de la astronomía y de la geometría. La vida del hombre es feliz en el propio ejercicio de su capacidad para generar espacios categoriales que le vayan dando respuesta al lugar que ocupa en el cosmos (Ética a Nicómaco,1177b 30-1178a8):

«Si, por tanto, la mente es divina respecto del hombre, también la vida según ella es divina respecto de la vida humana. Pero no hemos de tener, como algunos nos aconsejan, pensamientos humanos puesto que somos hombres, ni mortales puesto que somos mortales, sino en la medida de lo posible inmortalizarnos y hacer todo lo que está a nuestro alcance por vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros; en efecto, aun cuando es pequeño en volumen, excede con mucho a todo lo demás en potencia y dignidad. Parecería también que cada uno es ese elemento suyo precisamente, si cada uno es lo principal y lo mejor que hay en él; por consiguiente, sería absurdo no elegir la vida de uno mismo sino la de otro. Lo que dijimos anteriormente viene a propósito también ahora: lo que es propio de cada uno por naturaleza es también lo más excelente y lo más agradable para cada uno; para el hombre lo será, por tanto, la vida conforme a la mente (noun), ya que eso es primariamente el hombre. Esta vida será también, por consiguiente, la más feliz.»

Incluso, en este texto (del primer estrato), se anticipa una respuesta al problema del entendimiento unificado del segundo estrato. El ejercicio del intelecto es individual e intransferible. Es Arquímedes quien descubre a título individual los principios de la hidroestática, pero las leyes de la hidrostática no pertenecen a un intelecto en particular, no son de su propiedad por el hecho de haberlas descubierto. Así nos lo dice también Averroes, en su Doctrina decisiva, para justificar uso de la lógica en la hermenéutica e interpretación de la Ley coránica{57}.

El nous en el primer estrato griego nos conduce, en el segundo estrato, a los límites del conocimiento divino, tal y como puede deducirse de los problemas 6, 7, 8, 9, 11, 12 y 13 del Tahāfut-al-Falāsifa de Algazel y que derivarán en el problema del entendimiento unificado de Averroes. La respuesta tomista a todo esto será la analogía entis.

Averroes en el Tahāfut-al-tahāfut (párrafo final de la decimotercera discusión) ejerce, a mi juicio, una crítica materialista, orientada por su teoría de la doble verdad, que anula cualquier posibilidad de que el entendimiento divino sea el garante de la estructura categorial de la realidad{58}:

«Pero es imposible, en conformidad con los filósofos, que el conocimiento divino sea análogo (qiyās) al nuestro, dado que nuestro conocimiento es el efecto de los (seres) existentes, en tanto que el conocimiento divino es su causa, y no es cierto que el conocimiento eterno sea de la misma forma (‘alā sūrat) que el temporal. El que cree esto hace a Dios un hombre eterno y al hombre un Dios mortal, en suma, se ha mostrado anteriormente que el conocimiento divino se establece por oposición al del hombre, por ello es su Conocimiento{59} el que produce los (seres) existentes y no los (seres) existentes los que producen su Conocimiento.»

Benedicto XVI crítica en su lectio que la racionalidad sólo se adscriba a la ciencia, convirtiéndose, así, en puro positivismo. Pero olvida que esa misma racionalidad es la que permite la construcción del Dios de los filósofos, es decir, la que genera al propio tomismo y, por consiguiente, su propio discurso. Una construcción que encuentra su único fundamento en los problemas cosmológicos que se plantean para incorporar a Dios al cosmos aristotélico. Los problemas que esta incorporación suponen son internos a la razón filosófica y afectan a la symploké de ideas. Nada tiene que ver, pues, con la fe. Enfrentar la razón positiva, científica, a la fe es un espejismo de quienes usan la propia razón para fundamentar una idea, Dios, cuya conexión con el resto de las ideas es problemática. El problema de Dios no se caracteriza –como dice el pontífice– por ser a-científico, ninguna idea es a-científica:

«Esto implica dos orientaciones fundamentales decisivas para nuestra cuestión. Sólo el tipo de certeza que deriva de la sinergia entre matemática y método empírico puede considerarse científica. Todo lo que pretenda ser ciencia ha de atenerse a este criterio. También las ciencias humanas, como la historia, la psicología, la sociología y la filosofía, han tratado de aproximarse a este canon de valor científico. Además, es importante para nuestras reflexiones constatar que este método en cuanto tal excluye el problema de Dios, presentándolo como un problema a-científico o pre-científico. Pero de este modo nos encontramos ante una reducción del ámbito de la ciencia y de la razón que es preciso poner en discusión.»

La idea del Dios de los filósofos es un problema filosófico que históricamente ha resultado ser muy fecundo. La apelación continua de la mecánica clásica o celeste a la teología natural no es –como bien dice Gustavo Bueno en sus Ensayos materialistas– en modo alguno, extravagante{60}. Algo que puede comprobarse no sólo en la lectura del Tahāfut-al-Falāsifa o en la respuesta de Averroes en su Tahāfut-al-tahāfut, sino también en la correspondencia que mantuvieron Leibniz y Clarke a inicios del siglo XVIII. Este intercambio epistolar contiene importantes discusiones en relación con la symploké de ideas y con la concepción de una cosmología física que subsumiría las preocupaciones cosmológicas de la teología natural. Son temas de esta polémica Lebniz-Clarke: la decadencia de la religión natural, el espacio como sensorium Dei, la intervención de Dios en el mundo, el vacío, la gravedad, el principio de razón suficiente, la identidad de los indiscernibles y la teoría de la relación. Dicho de otro modo, la idea de Dios nos remite a otras ideas que no pueden ser reabsorbidas por la propia teología natural, pero que lejos de contribuir a la autonomía de la teología natural, convierte a esta en una urdimbre de ideas que, en realidad, niegan su propio estatuto como disciplina cerrada y autónoma. Y esto es así porque su esencia no es sino un juego de espejos, ideológicamente orientados, para mostrar que el Dios que los sostiene es el garante de las imágenes reflejadas por un cosmos que, en realidad, no necesita de tal hipótesis para mostrarse al hombre; una hipótesis propiciada por la analogía entis que para su consecución se abisma en el dialelo religioso o de las causas.

No es extraño, pues, que Averroes en su Kitab fasl al-maqal{61} afirme que entre Dios y los seres hay una tercera realidad, el mundo, que bien puede entenderse como una Facies totius Universi, a la manera de Spinoza{62}. El universo, el cosmos, neutraliza a Dios, al ser que es pre-eterno, en la symploké del mundo, es decir, en el conjunto de los seres que han sido fabricados o llevados a término y que, tampoco necesitan para su funcionamiento de la hipótesis divina, en tanto causa primera. Esta neutralización se produce porque el cosmos comparte (šabah) con los otros dos tipos de seres sus atributos principales sin ser, en esencia, ninguno de ellos. Es decir, el mundo, el cosmos, con ser eterno, no es pre-eterno, y con ser mudable no es perecedero. De esta manera, Averroes cancela la analogía entis al generar una tercera esencia por asimilación (šabah) de los predicados de dos esencias contradictorias. Es decir, se produce un reductio ad absurdum, en el seno del propio universo, cuando se postula un Dios creador; o, dicho de otro modo, se generaría, en la propia idea de asimilación (šabah) o analogía entis, un colapso dialéctico.

4.1. La analogía entis no se resuelve en la analogía de proporcionalidad que usa tanto Averroes como Maimónides. Thérèse-Anne Druart{63} confunde ambas, por el simple hecho de llamarlas de igual modo y, por este motivo, no es capaz de interpretar adecuadamente la cancelación que realiza Averroes del intelecto divino. Pero es claro, tal y como venimos explicando en este artículo, que no son lo mismo. Averroes en su Comentario a la Metafísica de Aristóteles, XII, para evitar los problemas que plantea la creación ex nihilo, apela a la analogía de proporcionalidad para conducirnos a la idea de materia prima{64}:

«Por consiguiente, se dice que todas las proporciones y formas existen en potencia en la materia prima y en acto en el primer motor, de un modo similar a como la existencia de los artefactos se encuentran en acto en el alma del fabricante.»

En esto, Averroes se mantiene fiel al estrato griego (vid. § 2, de este capítulo). A la materia se llega via remotionis mediante una analogía de proporcionalidad en grado pleno.

Algazel, en el Tahāfut-al-Falāsifa (Problema II, 2ª questión) apelará a la analogía de proporcionalidad para salvar el escollo planteado por los filósofos acerca de la creación ex nihilo, que niegan. Argumenta diciendo que así como el objeto es imagen en el humor vítreo, así también la forma es un inteligible en el alma. De este modo se consigue un transitus hacia lo inteligible desde el mundo material, sin solución de continuidad.

Maimónides en su libro Guía de perplejos (Capítulo 69 /Sentido filosófico de «Dios, Causa Primera»/) explica en qué consiste la relación de Dios con el mundo, una relación en la que no contempla la semejanza (analogía entis) pero si la analogía de proporcionalidad para poder explicar esa relación entre Dios y el mundo{65}:

«Pero no has de imaginarte que, si afirmamos de él es la forma postrera de todo el universo, se trate de una alusión a la «última forma» del mundo, o es porque exista analogía{66} entre él y la forma dotada de materia, de manera que Dios (¡exaltado sea!) constituya una forma para un cuerpo: no se dice en ese sentido, sino que así como todo ser dotado de forma es tal en virtud de la misma, pues, desaparecida la forma, el ser desaparece, así Dios se encuentra en una relación absolutamente similar con los principios más remotos del ser, puesto que por la existencia del Creador existe todo, y él es quien perpetúa su duración por una especie de «emanación», como expondremos en uno de los capítulos de este Tratado. Por tanto, si la inexistencia del Creador fuera admisible, tampoco existiría el universo, al desaparecer el elemento constitutivo de sus causas remotas, su últimos efectos y lo intermediario. En consecuencia, Dios es al universo lo que la forma a lo formalizado, que merced a ella es lo que es, porque la forma es el elemento constitutivo de su verdadera entidad.»

La biografía de Maimónides (1135-1204) se solapa con la de Averroes. Su analogía de proporcionalidad representa los momentos más recientes del segundo estrato (estrato musulmán).

La Guía de perplejos comienza desgranando los atributos aplicados a Dios. Su análisis se inserta en el estrato griego (estrato primero) por la vía romana de las Metamorfósis de Ovidio; para explicar su uso se apela a la homonimia, la anfibología y al sentido traslaticio o metafórico que pueden adquirir las palabras. Este tipo de atribución, lo encontramos mucho antes de Maimónides en la doctrina de el tā’wīl, de las interpretaciones alegóricas de los términos usados en el Alcorán para describir a Dios y que podemos encontrar en el libro de Algazel Al-maqsad Al-Asnā sobre los noventa y nueve nombres de Dios; o en De divinis nominibus de Dionisio Aeropagita; y mucho después, en el siglo XVI, en la obra de Fray Luis de León De los nombres de Cristo.

Maimónides, en su Guía de perplejos, no acepta la analogía entis tal y como la formulará más tarde Santo Tomás. El propio Doctor Angélico recoge y critica el sentir de Maimónides –en concreto lo que dice en Guía de perplejos (Parte I, apág. 59)– en la Suma de Teología (I, q. 13, a. 5) al referirse a la negativa de Maimónides a admitir la analogía entre Dios y su criatura que, según Santo Tomás, inclina a Maimónides a una pura equivocidad en relación con los atributos divinos. Para Maimónides, efectivamente, no hay analogía –lo dice de forma expresa– sino tan sólo equivocidad. Una equivocidad que Santo Tomás definirá{67} como a casu aequivoca o pura equivocatio (equívoco por casualidad). Y no hay analogía porque no puede aplicarse la analogía de proporcionalidad entre los atributos de Dios y los del hombre, algo que ya vieron Algazel y Averroes. Sólo puede llegarse a los atributos divinos mediante pura sentido traslaticio, alegórico. Pero, ¿cuál es el origen de esa equivocidad?, ¿por qué puede producirse esa alegoría?

Las relaciones entre fe y razón no son internas a la helenización de la fe, lo que significa que no se encuentran bajo el signo exclusivo de la revelación cristiana. Quiere esto decir que la analogía entis tiene su núcleo originario en los procesos metamórficos por el que dioses y hombres (en el primer estrato o estrato griego) se transformaban en cosas, animales, minerales, vegetales, astros (catasterismos)... en un recorrido completo por el conjunto de las entidades, tanto orgánicas como inorgánicas, del cosmos. Gustavo Bueno, en El animal divino, entiende que el núcleo originario de la esencia de Dios se encuentra en la relación del hombre con los animales, en la religiones primarias, y, por extensión, con el contorno natural en el que estos habitan. La que llamaré metábasis por metamorfosis sería el núcleo originario de la analogía entis tomista; la encontraremos en los relatos sobre las metamorfosis de hombres y dioses, seres y cosas que, rompiendo sin pudor los compartimientos biológicos de los géneros porfirianos, permiten acercar dioses a hombres, hombres a animales, plantas e, incluso, a estrellas, mezclando y otorgando atributos que de partida serían inconcebibles para procurar a un ser humano{68}.

La metábasis por metamorfosis se transforma en la metábasis por analogía en grado cero del Primer Motor inmóvil. Esto sucede cundo los dioses empiezan a tener que compartir con los hombres un cosmos que estos últimos empiezan a poder medir y geometrizar. El Primer Motor es un ser que ya no necesita de un proceso por el que pasar de lo indiferenciado a lo diferenciado –como el apeiron de Anaximandro o las homeomerías de Anaxágoras–, es decir, ya no es necesario que en su seno exista un proceso de génesis o transformación para ir convirtiéndose en las diferentes entidades del cosmos. Hace que todo se mueva y transforme sin él moverse o transformarse, hace que todo cambie sin ser él materia (hylé) ni sustrato (hypokeímenon). Hace que el universo padezca sin que él padezca nada. En definitiva es el resultado de teologizar a la hylé y al hypokeímenon, abstractamente, mediante una teleología de las causas finales, reunidas todas, en la gran y única causa final. El correlato metamórfico de la hylé y el hypokeímenon lo encontramos en las sucesivas transformaciones de Tetis. Esta nereida para zafarse del abrazo de Peleo se transformó sucesivamente en agua, fuego, bestia salvaje... hasta que hubo de rendirse por cansancio.

Si la teología es algo, no será otra cosa que el producto de una combinatoria bien estructurada entorno a las ideas en litigio y, en el caso que nos ocupa, habremos de procurar una «rectificación –como dice Gustavo Bueno en sus Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión{69}del exclusivista planteamiento de los problemas de la Filosofía de la religión en términos teológicos «clásicos»». Dicho de otro modo, el primer estrato puede atravesar al segundo y al tercero, el segundo puede atravesar al tercero, pero el tercero y el segundo no pueden, sino ideológicamente, atravesar a su o sus predecesores. Aunque ésta última premisa no tiene un sentido negativo, dado que es en el nivel ideológico en el que se mueve toda confrontación filosófica. Por este motivo, es posible encontrar para la analogía entis tomista un primer estrato que algunos interpretarán como anticipación del reino de la Gracia, en el seno del paganismo, y otros, simplemente, como un momento más en el desarrollo de la razón. Es decir, algunos usando el retruécano causal del «hysteron proteron» o post hoc, ergo propter hoc dirán que San Agustín es anticipado por Platón y Santo Tomás por Aristóteles. En realidad, toda interpretación fideísta de la filosofía asume esta perversión del orden causal. San Justino (muerto en 163-167) en su Segunda apología convierte a Sócrates en discípulo de Cristo. Desde nuestra posición, es un uso ilegítimo de las ideas, habida cuenta de que el logos griego, que atraviesa los tres estratos, no tiene vocación alguna fideísta ni redentorista; y es un uso impropio porque, además, el «hysteron proteron» sólo puede hacer un uso exclusivamente ideológico de las relaciones que históricamente se dan entre ideas.

5. La analogía es, según, Benedicto XVI una manera de volver a la síntesis deseable entre espíritu griego y cristiano, de volver a lo que llama la helenización del cristianismo. Con la analogía se contrarrestaría, además, el voluntarismo, tal y como dice en su discurso:

«En contraposición a esa visión, la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía, en la que ciertamente –como dice el IV concilio de Letrán, en el año 1215– las diferencias son infinitamente más grandes que las semejanzas, pero a pesar de ello no llegan a abolir la analogía y su lenguaje. Dios no se hace más divino por el hecho de que lo alejemos de nosotros con un voluntarismo puro e impenetrable; el Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno de amor por nosotros.»

Pero ese espíritu clásico o helénico pasó en primer lugar por el espíritu islámico que agotó doctrinalmente la dialéctica mundo increado y eterno frente a un Dios creador, dejando exhausta la vía analógica. La analogía entis de Santo Tomás surge para paliar ese agotamiento dialéctico que hubiera impedido a la Iglesia justificar ideológicamente su estructura jerárquica, poniéndola, incluso, en peligro.

La analogía pertenece por derecho propio al Dios de los filósofos y no al Dios de la fe. Reivindicar la analogía entis –como hace Benedicto XVI frente al voluntarismo musulmán es reconocer que el Dios de la fe hubo de recurrir, in extremis y de manera dramática, al Dios de los filósofos para garantizar su supervivencia apologética.

K. Barth considera la analogia entis (del ser) como una invención del Anticristo y piensa que ella es el único verdadero obstáculo para poder aceptar el catolicismo{70}, por lo que aboga para que la analogía entis se resuelva en analogía fidei{71}. Esta reivindicación tan contundente esconde el profundo malestar que supone reconocer y darse cuenta de que Santo Tomás reconstruye, en beneficio de la fe, al Dios de los filósofos y que esa reconstrucción, si es sincera e intelectualmente honrada, ha de reconocer –entre otros avatares– el estrato procedente de la teología árabe como un momento esencial de su elaboración. Esto, en realidad, es muy inoportuno e incómodo para una fe que además de tener que convivir con una helenización de sus contenidos, a mayores, y por avatares del destino, o del Espíritu, percibe que esa elaboración griega procede en buena medida de la teología musulmana, del kalam, y de la filosofía árabes. Esto demuestra que la reconstrucción racional de los contenidos de la fe ni es propiamente un asunto de fe ni tampoco algo que pueda dejarse en las exclusivas manos de la teología.

Los momentos olvidados del voluntarismo y el ocasionalismo

1. Cuando Benedicto XVI acusa a la teología árabe, al kalam, de voluntarista toma en realidad la parte por el todo:

«En cambio, para la doctrina musulmana, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está vinculada a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la de la racionalidad. En este contexto Khoury cita una obra del conocido islamista francés R. Arnaldez, quien observa que Ibn Hazm llega a decir que Dios no estaría vinculado ni siquiera por su misma palabra y que nada le obligaría a revelarnos la verdad. Si fuese su voluntad, el hombre debería practicar incluso la idolatría.»

Podría haber empezado por citar la aleya del Alcorán, 35, 43-44{72}:

«¿Acaso esperan algo distinto de la costumbre de Dios respecto a los primitivos? No encontrarás cambio en la costumbre de Dios, no encontrarás alteración en la costumbre de Dios.
¿No han recorrido la tierra y han visto cuál fue el fin de quienes los precedieron, a pesar de que fueron más fuertes que ellos? Nada de lo que hay en los cielos y en la tierra puede constreñir a Dios. Él es omnisciente, todo poderoso.»

Pero la solución a este pasaje no es unívoca en el seno de la teología y filosofía musulmanas. En esta sinécdoque que plantea Benedicto XVI, la parte, la filosofía de Ibn Hazm, se convierte en el todo y llega a representar a todo el kalam y a toda la falasifa musulmana. Lo que en realidad sucede es mucho más complejo e interesante. Los mutacálimes asaríes tenían como objetivo establecer la existencia de un Dios libre, separado del mundo pero obrando sobre el mundo. Escogieron la teoría atómica para llevar a cabo esta labor contra los filósofos, lo que les condujo al ocasionalismo. Pero precisamente son Averroes y Maimónides quienes van a intentar echar abajo la doctrina ocasionalista de los mutacálimes asaríes{73}. Ni siquiera en Algazel encontramos esa libérrima voluntad de Dios capaz de crear un mundo que no fuera este{74}, a pesar de su idea de que entre causa y efecto hay una relación habitual, no propiamente causal.

El atomismo de los mutacálimes asaríes hace que la voluntad divina impere, sin prácticamente restricciones, sobre la necesidad de las causas materiales, al postular su principio de la admisibilidad que permite concebir a una voluntad divina como creadora de este u otro universo diferente a este. Santo Tomás, en la Suma contra los gentiles (III: 65{75}, 69, 97) hace expresa mención a los mutacálimes asaríes para mostrar su rechazo a su ocasionalismo. La idea de analogía, en el ámbito ontológico, desplazó a la de causalidad en el tercer estrato tomista{76}, lo que tiene su claro reflejo en el orden gnoseológico: por un lado, se obtenía (1) la especie inteligible{77} (species intelligibilis a rebus acepta) obtenida por abstracción que, a su vez, participaba mediante el entendimiento agente (2) en las razones eternas{78} (rationes eternae), lo que permitía unir nuestros entendimientos con Dios{79}. La respuesta tomista tiene muy presente contra quienes se dirige, en el segundo estrato, y que no son otros que los mutacálimes asaríes. Es su doctrina ocasionalista y su voluntarismo lo que motiva la respuesta tomista, como bien puede comprobarse en la Suma contra los gentiles.

Antes de continuar, hemos de mencionar el primer estrato griego. Este estrato tiene dos elementos esenciales: el propugnado por Platón y Aristóteles y el propiciado por los atomistas. Platón creía que este universo era el único posible que el Demiurgo podría fabricar (Timeo, 31a-b); también Aristóteles pensaba que este era el único universo posible (Metafísica, 1074a). Demócrito dirá que los mundos son infinitos (Diels 67 A 1, 68 A 1, 68 A 43, 68 A 81); Epicuro en su Epístola a Heródoto (§ 74) dirá lo mismo que Demócrito. La concepción de un universo único procede de la teoría de las esferas atribuida a Eudoxo de Cnido (ca. 390-ca. 337) y compartida por su contemporáneo Platón. Esta teoría de los cielos es la que asume también Aristóteles. En los atomistas no hay constancia de un modelo del universo que permita, por ejemplo, explicar el movimiento errante de los planetas, tal y como hacía Eudoxo mediante la generación de una hipopeda en el seno de los movimientos de esferas concéntricas. Comprobamos que las teorías cósmicas, estructuradas según un modelo geométrico que trata de explicar el movimiento de los planetas, impiden en el estrato segundo (estrato musulmán) el voluntarismo de Dios. En tanto que, aquellas como el atomismo, que carecen de tal modelo dejarán vía libre al voluntarismo. La razón parece obvia. El cosmos aristotélico estructura la causalidad de las causas segundas según un modelo mecánico, el de las esferas bajo ritmos geométricos muy precisos que influyen y actúan sobre la materia, sublunar, en sus ciclos de generación y corrupción; mientras que los átomos entran en una combinatoria ilimitada de tipo incluso probabilístico, capaces de crear estructuras sólo limitadas por la imaginación del hombre (principio de admisibilidad de los mutacálimes) y la voluntad de Dios. Los átomos son para los mutacálimes asaríes las substancias que soportan los accidentes.

El no voluntarismo supone que es Dios quien establece las leyes en conformidad con las leyes del cosmos; el voluntarismo supone que Dios puede establecer leyes ad libitum. En el primer estrato nos encontramos con el cosmos aristotélico. En él no cabe un Dios trascendente. Los atributos del primer motor se obtienen por analogía de proporcionalidad y con el recurso procedente de las matemáticas de la reductio ad absurdum tal y como fue desarrollado por Aristóteles en Primeros analíticos (41a21-30), en relación con la demostración de la inconmensurabilidad de la diagonal. Tanto los principios de bivalencia como el de tercero excluido y el de no contradicción participan implícitamente de este tipo de demostración.

Tanto las teorías voluntaristas como las no voluntaristas recogerán del primer estrato los principios lógicos de no contradicción y tercio excluido. Serían, a grosso modo y con matices, teorías voluntaristas las de: Algazel, los mutacálimes asaríes, Duns Scoto, Ibn Hazm y Guillermo de Ockham. Serían no voluntaristas las de Santo Tomás y Averroes.

Determinemos ahora de un modo métrico-dialéctico la distancia que media entre una doctrina no voluntarista, como la tomista, y otra voluntarista, como la de Algazel, con la racionalidad griega. Se hará así para comprobar en qué media puede ser más racional –conforme a los parámetros de Benedicto XVI– Santo Tomás con su teoría de la analogía entis que Algazel con su ocasionalismo. Dice el pontífice:

«Por honradez, en este punto es preciso anotar que, en la tardía Edad Media, en la teología se desarrollaron tendencias que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano. En contraposición al así llamado intelectualismo agustiniano y tomista, con Juan Duns Escoto comenzó un planteamiento voluntarista que, tras sucesivos desarrollos, llevó al final a la afirmación de que sólo conoceríamos de Dios la voluntas ordinata. Más allá de esta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual él habría podido crear y hacer también lo contrario de todo lo que efectivamente ha hecho.
Aquí se perfilan posiciones que, sin lugar a dudas, pueden acercarse a las de Ibn Hazm y podrían llevar incluso a la imagen de un Dios arbitrario, que no está vinculado ni siquiera a la verdad y al bien. La trascendencia y la diversidad de Dios se acentúan de una manera tan exagerada, que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien dejan de ser un auténtico espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inalcanzables y escondidas tras sus decisiones efectivas.»

Implícito en la polémica sobre el voluntarismo divino se encuentra el problema de si Dios puede o no puede obrar milagros. Para explicar cómo un ser infinito, Dios, puede mover a seres finitos –paso previo para poder explicar como un ser infinito puede saltarse el orden causal que impera en las criaturas, finitas–, Santo Tomás dará una explicación tomada de la Física de Aristóteles. En el capítulo VIII, ya al final, Aristóteles demuestra, mediante una analogía de proporcionalidad como «no puede haber una potencia infinita en una magnitud finita, ni una potencia finita en una magnitud infinita» (266b 25-27). Este razonamiento lo recoge por entero Santo Tomás en I, c. 105, a. 2 «¿Puede o no puede Dios mover directamente algún cuerpo?». Aristóteles usa la analogía de proporcionalidad en otros dos pasajes de la Física en los que, por reductio ad absurdum, trata de demostrar que no hay vacío (libro IV, capítulo 8) o llega a la siguiente fórmula s = F/m x t (Libro VII, capítulo 5) que, a su juicio –y de modo equivocado{80}– expresaría la relación entre la fuerza y el movimiento producido por esa fuerza.

Pues bien, en el capítulo VIII ya citado, Aristóteles demuestra que el primer motor por tener movimiento infinito en un tiempo infinito, no ha de tener partes y, por consiguiente, no puede tener magnitud. Pero, el primer motor no es trascendente al mundo sino inmanente al mismo. Su modelo es el de una esfera finita que posee un movimiento eterno en un tiempo infinito (267b24-26). Santo Tomás ya dispone del logos, de los conceptos que permiten a Aristóteles explicar el funcionamiento del cielo, del cosmos. El siguiente paso es la aplicación de la analogía entis, es decir, admitir los conceptos del cosmos aristotélico, supuesto un dios trascendente que mantiene con sus criaturas una distancia infinita que sólo es conmensurable mediante el propio cosmos. La analogía entis tomista surge precisamente para esto, para construir a Dios con la ayuda del cosmos para, luego, situarlo por encima del propio cosmos sin perder en ningún momento esa vinculación genética inicial. De este modo, es posible explicar la posibilidad de que Dios ejerza el milagro sobre el mundo mediante un dialelo de las causas segundas tal y como nos lo dice en la Suma de Teología (I, c. 105, a. 6 «¿Puede o no puede Dios hacer algo fuera del orden establecido de las cosas»). El dialelo de la causa consiste en la suposición implícita de una causa que explícitamente se considera al mismo tiempo elidida. El dialelo causal, que es un caso peculiar de elipsis, está definido en la Poética (1452 a 1-11) de Aristóteles. Veamos el texto de Santo Tomás al respecto:

«Si se considera el orden de las cosas en cuanto dependiente de la primera causa, Dios no puede hacer nada fuera del orden de las cosas; si lo hiciera obraría contra su presciencia, o voluntad, o bondad. Pero si se considera el mismo orden de las cosas en cuanto dependiente de cualquiera de las causas segundas, de este modo Dios sí puede obrar fuera del orden natural. El porqué de esto radica en que El no está sujeto al orden de tales causas, antes, al contrario, este orden está sujeto a El, como proveniente de El, no por alguna necesidad natural, sino por arbitrio de su voluntad, pues pudo Dios haber establecido cualquier otro orden en las cosas, y, por tanto, puede obrar contra este orden establecido siempre que quiera, por ejemplo, produciendo los efectos propios de las causas segundas sin necesidad de ellas, o produciendo otros efectos a los que no alcanza la virtud de las causas naturales. Confirmando esto, dice Agustín, en XXVI Contra Faustum 12, que Dios obra contra el curso ordinario de la naturaleza, 11. Ib. 12. Ib. 13. Ib. pero de ningún modo contra la ley suprema, porque no puede obrar contra sí mismo.»

La analogía entis de Santo Tomás prescinde ya por completo de la analogía de proporcionalidad aristotélica –que nunca nos sitúa fuera de la physis{81}–, es decir, de la racionalidad del primer estrato: mantiene el orden causal de las causas segundas con la posibilidad de que Dios por su sola voluntad altere la propia relación causal. Esto, en realidad, suena a voluntarismo puro y duro. En cambio, Algazel, en el segundo estrato (Tahāfut-al-Falāsifa, problema XVIII), necesitará, para explicar el milagro, postular un ocasionalismo de las causas guiado por la teoría atomista de los mutacálimes asaríes, es decir, se ve en la obligación de dar una teoría racional de la relación entre causa y efecto, sin perjuicio de que el conjunto de su explicación tenga momentos irracionales.

Si la medida de la racionalidad es para Benedicto XVI, como así parece, la analogía entis, es claro, por lo que hemos visto, que su grado de irracionalidad es evidente. No tanto porque Santo Tomás sea incoherente con sus principios sino porque, si medimos el grado de racionalidad por la vinculación al primer estrato, esa vinculación es mayor, por ser mucho más consecuente, en el caso de Algazel, por ejemplo, que en el caso de Santo Tomás. ¿Por qué decimos que es más consecuente? Porque Algazel modela la idea de causa segunda mediante una teoría que pretende ser lógicamente coherente y facultar, al mismo tiempo, que la voluntad de Dios pueda obrar milagros. Dicho con otras palabras, en Algazel, Dios obra milagros porque su teoría de la causalidad, sobre la base del universo aristotélico, hace posible que Dios pueda actuar así, es decir, el propio universo facultaría a Dios o a los ángeles para hacer lo que hace. Con lo que, paradójicamente, el Dios de Algazel no caería, como el de Santo Tomás, en el voluntarismo.

Considerar la relación habitual entre causa y efecto es contemplar causa y efecto como dos sucesos relacionados por una determinada probabilidad de que se den simultánea o correlativamente. En La lógica de la investigación científica, Popper discute en los epígrafes § 67 y § 68 cómo salvar el concepto de probabilidad causal para la física sin caer en una probabilidad metafísica que, según su teoría, no es falsable. No es pretensión de Algazel abrirnos el camino hacia discusiones científicas, pero su confrontación con los filósofos pone en el límite de su racionalidad al cosmos aristotélico, en beneficio de su propia doctrina teológica. Podemos comprobarlo en el Problema II (parte 1) del Tahāfut-al-Falāsifa, donde discute a Galeno su postulado de la eternidad del mundo; se trata de un ejercicio lúcido de filosofía de la ciencia acerca de las relaciones entre forma y materia del silogismo. En este punto está mucho más cerca del primer estrato, por el modo en que formalmente plantea los problemas teológicos.

Sus réplicas y contra réplicas en el Tahāfut-al-Falāsifa, de las que Algazel es el único autor, tienen una similitud extraordinaria con el intercambio epistolar entre Leibniz y Clarke sobre los límites de la omnipotencia divina, uno de los atributos que se le suponen de siempre a Dios. En esta polémica Leibniz-Clarke, de corte metafísico, se abre camino la racionalidad del pensamiento físico frente al teológico.

La similitud de la que hablamos, entre el Tahāfut-al-Falāsifa y el intercambio epistolar de Leibniz y Clarke, se da tanto en los temas como en el modo de tratarlos. Sólo pondré un ejemplo, correspondiente a la discusión a la que somete Clarke, en su cuarta y quinta respuesta, al primer parágrafo de la segunda carta de Leibniz. Leibniz pone a una balanza en equilibrio como un sistema analógico que le permite postular el principio de razón suficiente, aplicado no sólo a los principios físicos sino también a la divinidad. Clarke replica que de aplicarse este principio, Dios no habría podido crear en absoluto materia. Lo más curioso estriba que, en muchas de sus discusiones, perviven los razonamientos ocasionalistas de los mutacálimes asaríes. La similitud entre ambas obras –en el caso de Leibniz y Clarke no es propiamente una obra sino un intercambio epistolar– sorprende hasta el punto de que –de no conocer ambos la obra de Algazel– consiguieron, no obstante, reproducir algunos de los problemas que este autor plantea y de hacerlo, además, conforme a las operaciones racionales del primer estrato. Por este motivo, no es del todo cierta la afirmación de Benedicto XVI cuando dice «que el método (se refiere al método científico) excluye el problema de Dios, presentándolo como un problema a-científico o pre-científico». Porque el problema de Dios se presentó en el siglo XVII como un problema cosmológico, al igual que en el siglo XI por mano de Algazel y Averroes.

Averroes en su respuesta –en la cuestión decimoséptima de su Tahāfut-al-tahāfut– a Algazel, contra su pretensión de un ocasionalismo de las causas, responderá con argumentos puramente Aristotélicos, pero con un matiz añadido, en relación con la idea de materia. Ese matiz es la idea de symploké que Algazel no pudo ejercer en su libro al-Iqtisād-fil-l’tiqād ni en el Tahāfut-al-Falāsifa debido a que mantenía su ocasionalismo. Algazel, en la cuestión decimoséptima, tiene que enfrentarse al argumento de los filósofos que advierten que de admitir el ocasionalismo de las causas –en el que sólo Dios puede actuar como causa, sin límite alguno de su voluntad– no habría symploké alguna, por lo que todo estaría relacionado con todo, hasta el punto de poder llegar a que de un libro salga un hombre o un caballo. Para poner ciertos límites a esta absurdidad, Algazel plantea que Dios no puede querer lo imposible y es imposible traspasar el principio de no contradicción y que tampoco puede pasar de un género a otro al no haber en común un substrato o materia que lo faculte. No obstante, da vía libre a aquellas acciones que no caen bajo el principio lógico de no contradicción, caso de la mano de un muerto facultada por Dios para escribir un libro. Las operaciones ontológicas se restringen al ámbito de lo necesario, es decir, a principios lógicos como el principio de no contradicción, al dictum de omni et de nullo{82}, a la conjunción (sólo es verdad si las dos proposiciones son verdaderas) y al ciclo de la generación{83} –entendiendo que la materia es un mismo género informado sucesivamente para pasar desde un proceso a otro en el seno de un mismo ciclo– con la advertencia de que lo posible –que no cae bajo estos principios– no deja de ser, al mismo tiempo, una norma habitual puesta por Dios.

2. La solución de Averroes al ocasionalismo se circunscribe exclusivamente al orden causal aristotélico. En el seno de este orden causal, no es posible encontrar una explicación racional ni plausible de los milagros. No es posible sacrificar la causalidad para demostrar la existencia de los milagros. Es muy claro al respecto en la cuestión decimoséptima de su Tahāfut-al-tahāfut{84}. Para la mayoría de los historiadores árabes de la filosofía, esto es una laguna en la doctrina causal averroísta. Pero, curiosamente, no se percatan de que esta laguna tenía cumplida explicación en Averroes, mediante su teoría de la doble verdad que articuló en clave política.

Para Averroes hay tres modos o especies de conocimiento: demostrativo, dialéctico y retórico. A esta triple distinción le hace corresponder tres tipos de seres humanos: los filósofos, los teólogos y el vulgo, lo que, a su vez, le conduce a una triple división de las disciplinas en filosofía, teología escolástica y retórica. La filosofía no es una ancilla theologiae, es autónoma y no contradice a la fe porque la fe tiene su propia manera de transmitirse, en concordancia con un tipo de personas, el vulgo, que no puede acceder a los argumentos de razón. La ley islámica, el Alcorán, obliga a todos los musulmanes como también a los filósofos. Pero a estos obliga por un acto de pura prudencia política. Por eso, en relación con los milagros, en la decimoséptima cuestión del Tahāfut-al-tahāfut, dice Averroes (traducción de Carlos Quirós){85}:

«17. En cuanto a la impugnación, atribuida (a los filósofos), del milagro de Abraham es algo que sólo han afirmado los incrédulos del Islam; porque los sabios entre los filósofos no creen lícito hablar ni disputar sobre los principios de las leyes (reveladas), hasta el punto de que quien tal osa es juzgado por ellos como merecedor de un fuerte castigo. Porque si toda arte consta de principios que el profesional de ella debe admitir (y respetar) sin hacerla objeto de negación e impugnación, el arte práctico de ley merece con mayor razón que con ella se guarden tales miramientos. Porque el proceder conforme a las virtudes legales lo creen los filósofos necesario no sólo para el hombre en cuanto hombre, sino además para el hombre en cuanto sabio. Por eso todo hombre debe admitir los principios de la ley y abanderarse sin excusa en las filas de su fundador. Negarla y discutirla es fatal para la vida del hombre: de ahí que deba condenarse a muerte a los impíos.
18. Lo que debe decirse de la Ley es que sus principios transcienden el entendimiento humano, por lo cual deben ser admitidos aun ignorando sus causas. Por eso no encontramos que ninguno de los antiguos (filósofos) haya tratado de los milagros, a pesar de haberse éstos realizado y extendido por el mundo. Y no trataron de ellos porque los milagros son principios confirmatorios de las leyes, y las leyes son principios de las virtudes. Ni siquiera trataron de los principios de la Ley que se refieren a ultratumba. El hombre criado en el ambiente de las virtudes de la Ley es un virtuoso integral, y si el tiempo y la fortuna se empeñan en que sea del número de los sabios de sólida ciencia y se le ofrece interpretar públicamente y que exclame con el Alcorán (3-5): «Los sabios de ciencia sólida dicen: hemos creído». Así han de ser definitivas las leyes y los sabios.»

Unamos a esto que Averroes no admite, en esta decimoséptima cuestión, la ruptura del orden causal para explicar los milagros (traducción de Carlos Quirós):

«35. La doctrina universal que resuelve todas estas dificultades es: los seres se dividen en opuestos (por ejemplo blanco y negro) y correlativos (por ejemplo, padre e hijo). Si fuera posible separar los correlativos, también lo sería reunir los opuestos; pero como no es posible reunir los opuestos, tampoco lo es separar los correlativos. Esta es la sabiduría de Dios que resplandece en los seres y la costumbre por Él seguida en su obra. «Y no encontrarás en la costumbre de Dios cambio» (Alcorán, 33-62). Por la percepción de esa sabiduría es entendimiento el entendimiento humano, y por existir esa sabiduría en el entendimiento eterno, es ella la que causa su existencia en los seres. Por eso el entendimiento no es tan fluctuante como para ser creado de diferentes tipos, como imaginó Ibn Hazm.»

Curiosa vuelta de tuerca. Averroes no admite el ocasionalismo y cita, como también lo hizo Benedicto XVI, a Ibn Hazm; tampoco podría estar de acuerdo con la solución dada por Santo Tomás a la existencia de milagros en la Suma de Teología, dado que es categórico en su consideración de que no puede vulnerarse de ningún modo el orden causal. Deja claro, de una forma muy abrupta, que no es un ateo, pero cancela toda posibilidad racional de justificar, por vía de la razón, la existencia de los milagros. ¿Qué camino queda entonces? Sólo el político.

La solución averroísta a la interpretación de las escrituras es la teoría de la doble verdad que tiene dos dimensiones: una social y otra jurídica.

En el Kitab fals al-maqal{86}, Averroes postula la existencia de tres tipos de clases sociales en función del tipo de acceso a las escrituras: vulgo, filósofos y teólogos a los que, respectivamente les corresponde el razonamiento retórico, demostrativo y dialéctico. Deja muy claro que son compartimentos estancos cada uno de ellos. Ante un mismo texto, susceptible de interpretación demostrativa, la élite hará tal interpretación, en tanto que las masas estarán obligadas al significado aparente de lo que la escritura dice. Para ser exactos habría que hablar de una teoría social de la triple verdad: cada compartimiento estanco es inmune a las conclusiones de cada uno de los demás, siendo, además, ilícito que uno de ellos se inmiscuya en el otro. No hay ósmosis dialéctica entre los tres compartimientos{87}. Ibn Hazm será del mismo parecer en El libro de los caracteres y las conductas{88}.

La Ley es el propio Alcorán, la palabra descendida o revelada al Profeta, Mahoma. La Ley aglutina al conjunto de la umma o comunidad islámica que se rige por sus preceptos. El Alcorán, la Ley, tiene carácter jurídico y se extiende sobre toda actividad humana, sin excepción. Citemos, al respecto, lo que dice Carlos Quirós, uno de los grandes expertos que tuvo España en derecho islámico malequita{89}:

«La palabra Islam se toma en diversos sentidos. Pero más importante que enumerar las diversas acepciones de esta palabra, es fijar aquélla en que nosotros la tomamos aquí, que es la de sociedad musulmana. Y la sociedad musulmana no es otra cosa que la agrupación de personas para cumplir los fines previstos en la ley manifestada por el «profeta» Mohammed. Mas la ley musulmana engloba y monopoliza todas las actividades humanas, aun las más nimias. Actos que a nosotros nos parecen indiferentes y de ambiente puramente humano, han sido intervenidos y regulados por el Islam, aplicándoles, para los efectos de viabilidad y ejecución, la calificación de lícitos. Si se puede, por ejemplo, realizar una venta no es porque se haya abandonado las ventas a la libre disposición de la razón humana, sino porque se halla declarada positivamente la licitud de ventas y contratos.»

En el mundo musulmán no hay distinción entre religión y política: la una y la otra son una y la misma. La respuesta de Averroes no deja de ser irónica porque ¿en qué afecta al orden jurídico la existencia de milagros, habida cuenta que, por su naturaleza supranatural, no serán nunca objeto de litigio entre particulares? De nuevo, sólo cabe una salida, la ideológica y política. Dice Averroes, para mayor abundamiento, que no hay mayor milagro que la propia redacción del Alcorán que no es sino –como acabamos de decir– la Ley{90}:

«La mayor parte de las cosas posibles en sí mismas son imposibles para el hombre, y lo que es verdad del profeta, que puede interrumpir el curso ordinario de la naturaleza, es imposible para el hombre pero posible en sí mismo. Pero no es necesario por esto admitir que las cosas lógicamente imposibles son por el contrario posibles para los profetas. Si se examinan los milagros de cuya autenticidad no se duda se descubrirá que son de esta clase. El más evidente de todos ellos es el Libro Venerable de Dios, cuya existencia no supone una interrupción del curso de la naturaleza conocida por tradición, como sucede con la transformación de un bastón en una serpiente, sino que su naturaleza milagrosa se establece por medio de una simple percepción y reflexión por parte cada hombre que ha sido y será hasta el día de la resurrección. Por eso, este milagro es muy superior a todos los demás.»

La teoría de la doble o triple verdad mantiene que para un filósofo no hay milagros, pues el cosmos aristotélico no los faculta. Los milagros forman parte de la esfera de la Ley islámica y la Ley islámica en nada contradice a los estudios de los filósofos porque no es categórica, como veremos, sobre los temas disputados por la filosofía. Pero, además, esta teoría de la doble o triple verdad, según se mire, cancela los preambula fidei.

2.1. La respuesta, en el tercer estrato, a los graves problemas que plantea la teoría de la doble verdad averroísta, serán los preambula fidei y la teoría tomista de la Gracia. Y será en la Suma contra los gentiles{91} –con similares argumentos a los de Averroes en el Kitab fals al-maqal, aunque con las diferencias doctrinales que señalamos– donde Santo Tomás mostrará un mayor apremio ante estas angosturas que le plantea la razón procedente del estrato musulmán. Sus reflexiones sobre la compatibilidad entre fe y razón acabarán en el capítulo 13 del libro I («Razones para probar que Dios existe») y que no son otras que las cinco vías tomistas que tanto deben a la filosofía musulmana.

Averroes en el Kitab fasl al-maqal estable compartimentos estancos para cada una de las tres clases de hombres que pueden acercarse a las escrituras: el vulgo, los filósofos y los teólogos. La educación para cada uno de ellos es distinta, el tipo de libros y de enseñanzas también es diferente. De manera que mezclar los discurso de unos con los de otros es una grave equivocación. Hasta tal punto es así que, explícitamente, no admite los preambula fidei{92}:

«Como resultado, un grupo vendría a calumniar a la filosofía, otro a la religión, y otro a reconciliar la primera con la segunda.»

Acusa, directamente, de esta práctica a Algazel quien, a juicio de Averroes, intentó esa intersección entre fe y razón en sus libros.

La teoría de la doble verdad tiene consecuencias no deseadas para la teología musulmana. Pero, sobre manera, planteará serios problemas a la escolástica cristiana que entenderá que de mantener la postura averroísta:

(i) Se daría clara preeminencia a la razón sobre la fe y, por consiguiente, la filosofía se encontraría en situación de privilegio sobre la teología.

(ii) Según las aleyas 35, 43-44 y 33, 62, no hay posibilidad de milagros, por lo que el cosmos aristotélico queda desvinculado de la providencia divina. Cierto es que Algazel interpreta de modo distinto estas aleyas. En cualquier caso, los milagros quedan desvinculados del orden causal, es decir, no son conmensurables con ese orden.

(iii) Por (ii), y paradójicamente, la ley divina no queda vinculada racionalmente con la ley de la naturaleza. Dicho de otro modo, no serán necesarios unos preambula fidei que permitan vincular la omnipotencia de Dios con el funcionamiento del cosmos, tal y como afirma Averroes en el Tahāfut{93}:

«Cuando los aš’aríes [y Algazel] afirman que la naturaleza de lo posible [lo contingente, es decir, el mundo en su totalidad] es creada y llega a la existencia en el tiempo, de la nada (una noción a la que se oponen todos los filósofos, crean o no en el inicio temporal del mundo), no dicen eso, si se examina correctamente esta cuestión, basándose en la autoridad de la ley religiosa, y no hay prueba que lo demuestre. Lo que el texto sagrado dice es que hay que abstenerse de investigar todo aquello acerca de lo cual la Ley religiosa guarda silencio porque va mucho más allá de lo que el común de las gentes puede comprender, y porque, además, no necesita tal conocimiento para alcanzar la felicidad.»

(iv) Favorece la tesis, averroísta, de la eternidad del mundo porque no es necesario vincular las causas segundas a la acción de Dios.

(v) El estudio de la ley divina quedaría circunscrito a los artículos de fe.

(vi) Lo profético no tendría otra naturaleza que la del sueño (Tahāfut, cuestión decimoséptima, § 25 y § 26) por lo que el ámbito de la Gracia quedaría reducido –en las coordenadas tomistas– a los artículos de fe.

Santo Tomás mantendrá que fe y razón se mantengan vinculadas en el ámbito de la teología natural mediante los preambula fidei (Suma de Teología: I, q. 1, a. 1; I-II, q. 109, a. 1 y a. 2; II-II, q. 2, a. 4) para evitar, precisamente, todas las consecuencias anteriores derivadas de la teoría de la doble verdad averroísta. No obstante, considerará que, en el seno de la teología dogmática, los artículos de fe tienen precedencia esencial y epistémica sobre cualquier otra ciencia (Suma contra los gentiles, I, capág. 7 (nº 47), Suma de teología, I, q. 1, a. 8) por lo que la razón científica queda supeditada a la fe, en tanto que en Averroes ocurre todo lo contrario.

La doctrina de Santo Tomás no procede de la inspiración divina sino de la polémica doctrinal con el estrato musulmán, al que tiene que dar respuesta. Santo Tomás percibe que la teología y filosofía árabes mantienen sus argumentos en el ámbito de la confrontación racional. No es un enfrentamiento doctrinal sin más, de dos fes que de suyo no son compatibles. Santo Tomás responderá a todo ello con los preambula fidei o preámbulos de fe, pero lo hace en medio de la polémica, a sabiendas de las nefastas influencias que la doctrina averroísta ejerce sobre las universidades cristianas como la de París.

2.2. Asín Palacios, en un espléndido artículo, publicado a principios del pasado siglo, titulado Averroísmo teológico de Santo Tomás de Aquino,{94} proporciona cumplida documentación, y muy valiosa, de lo que Santo Tomás debe al segundo estrato musulmán, en relación a la precedencia de la teoría averroísta de la doble verdad sobre los preambula fidei. Sin embargo, entiende que entre ambos autores y ambas teorías hay una coincidencia, en tanto que nosotros interpretamos los textos como una prelación de la teoría averroísta sobre la tomista, prelación que es a todas luces problemática para Santo Tomás. Dice Asín Palacios en la introducción: «lejos de ser Averroes el maestro y patrocinador del racionalismo averroísta, fue su más irreductible adversario, tanto, que la doctrina teológica de Averroes para conciliar la razón y la fe, coincide en un todo con la del Angélico Doctor».

Los textos que aporta Asín Palacios muestran, con meridiana claridad, lo que el estrato tomista debe al estrato árabe, hasta el punto de que hay textos de Santo Tomás que parecen copia, palabra por palabra, de los de Averroes. Asín Palacios hace un cotejo paratáctico de los textos, mostrando, así, lo que venimos diciendo en este artículo, que la doctrina tomista debe mucho al Islam. Sin embargo, el curso de las ideas –que por su naturaleza es polémico– no indica que ese parecido suponga coincidencia doctrinal. El cotejo del insigne arabista convierte en obvio lo que en su época resultaba polémico: si los textos de dos autores coinciden, es obvio que uno de ellos usó o copió al otro, es decir, Santo Tomás bebió hasta saciarse en las fuentes árabo orientales (Algazel, Avicena) y arabo occidentales (Averroes). Pero no hay, como pretende Asín Palacios, coincidentia oppositorum entre Averroes y Santo Tomás, en relación a la teoría de la doble verdad, por las razones que he ido desgranando en los epígrafes 2 y 2.1.

Para empezar, hay que advertir que una es la teoría de la doble verdad de Averroes y otra la de los averroístas. La de estos últimos queda perfectamente expresada por el obispo de París, Esteban, en su condena de 1277 a las tesis averroístas: «Dicunt enim ea esse vera secundum philosophiam, sed non secundum fidem catholicam, quasi sint due contrarie veritates, et quasi veritatem sacre scripture sit veritas in dictis gentilium dampnatorum». Es decir, hay dos verdades que no coinciden ni tienen porque coincidir. No es esto lo que dice Averroes. Averroes no ve ni parece intuir peligro alguno proveniente del Alcorán. La fe no deslegitima a la razón. El Alcorán no tiene capacidad para establecer discursivamente si el mundo es o no coeterno con Dios; la teoría de la creación no aparece explicitada en el Alcorán e igual sucede con la inmortalidad del alma. Para Averroes la fe no era un inconveniente para el desarrollo de la razón. En cambio, el cristianismo disponía de un desarrollo dogmático incorporado a la fe que imponía severas restricciones a las conclusiones a las que podía llegar la filosofía. Esta debilidad dogmática del tawhīd (absoluta unidad divina y aislamiento de Dios en una trascendencia absoluta) le permitió a Averroes realizar una lectura política de la fe, como ley; tal es la fe, ley, bajo cuya férula se regía, y rige, todo musulmán.

No hay en el Alcorán pasajes claros que permitan fundamentar la tesis de una creación ex nihilo. El verbo usado para indicar «causar» o «producir» es jalaqa que presenta la misma ambigüedad que el verbo poieo, utilizado en la Septuaginta para decir que Dios hizo el cielo y la tierra{95}. El verbo griego dice «hizo» o «produjo». En la aleya más proclive a una interpretación de creación ex nihilo (52, 35){96} aun cabe la ambigüedad ante la expresión árabe min gayr šay’in que tanto puede interpretarse como «creación de la nada» como «sin ninguna finalidad o propósito particular». La explicación que da Idoia Maiza Ozcoidi de este asunto es muy reveladora para nuestro propósito. Cita, además, un pasaje del Fals al-Maqāl{97} en el que Averroes interpreta la aleya 11, 9-7{98} como una indicación de la eternidad del mundo.

Además de todo lo anterior, Averroes queda facultado por la aleya 3, 7 para elegir su propia hermenéutica (ta’wīl) y prescindir de la teología especulativa{99}.

En resumen, el propio Alcorán permitía postular la mal llamada teoría de la doble verdad dado que no existía de partida ni un cuerpo dogmático, ni artículos de fe, ni tradición escrituaria que constriñera previamente los análisis de la filosofía; el Islam, al contrario que el cristianismo, carece de una teología dogmática. Sobre lo que digo es muy explícito Averroes en el Tahāfut{100} cuando plantea el problema de la resurrección de los cuerpos. Pero, entiéndase bien esto también, la filosofía árabe no tenía vocación dogmática ni preambular para con la fe.

Volvamos de nuevo a la investigación de Asín Palacios. Pongamos un ejemplo de como la construcción paratáctica, con mostrar la deuda de Santo Tomás con los textos de Averroes, no indica, sin embargo, similitud de doctrina.

La idea de milagro averroísta se inserta en una consideración política global sobre las religiones positivas como elementos esenciales para el buen funcionamiento del gobierno social{101}:

«Todo esto no obstante, aparece bien claro para el que conoce a los peripatéticos, que ellos son los hombre más respetuosos para con las religiones positivas y que más asentimiento prestan a sus dogmas. La causa de esto consiste en que ellos creen que las religiones positivas hacen el oficio de un gobierno de las sociedades por virtud del cual el hombre en cuanto tal adquiere la perfección de su ser y consigue su felicidad propia. En efecto, las religiones son necesarias para la existencia de las virtudes morales en el hombre, así las especulativas o intelectuales como las prácticas. La vida humana en este mundo no puede darse sin las virtudes prácticas, ni sin las especulativas en este y en el otro mundo. Unas y otras no pueden ser adquiridas por el hombre sino mediante las virtudes morales, las cuales preexigen necesariamente el conocimiento y veneración de Dios por medio de los actos de piedad preceptuados en cada una de las religiones, como son los sacrificios, las oraciones y plegarias y otras fórmulas semejantes que se emplean para honrar a Dios, a los ángeles y a los profetas.»

Este texto, a mi juicio, no tiene correlato en los textos de Santo Tomás que ofrece Asín Palacios: el que da como correlativo es el correspondiente a la Suma de Teología, I, q. 1. a. 1 o, inclusive, el correspondiente a I, q. 1. a. 2. La razón es, creo, evidente. Santo Tomás nunca considerará a la Iglesia o al cristianismo como un mero instrumento útil para mantener vínculos sociales o identidades nacionales o culturales o étnicas. El cristianismo tiene vocación hegemónica pero en un orden distinto al planteado por Averroes. El reino cristiano es el reino de la Gracia que no presenta a la genuflexión, pongamos por caso, como acto de humillación jerárquica –aunque lo es, si tenemos en cuenta que uno inclina su cerviz ante el cuerpo de Cristo, cabeza de la Iglesia– sino como un acto que vincula al que se arrodilla al sacramento de la comunión y al misterio de la transubstanciación. El cristiano se define jurídicamente, sobre todo, por sus vínculos sacramentales, en la Edad Media, y así lo recoge el código de Las Siete Partidas de Alfonso X El Sabio. Y así, por ejemplo, mucho después, durante la sublevación morisca de finales de 1568, ante la gran cantidad de hombres, mujeres y niños cautivos de los cristianos, se planteó el problema de si era posible hacerlos esclavos, a pesar de que muchos de ellos estaban bautizados. La respuesta vino del Consejo Real y de la Audiencia de Granada, conforme al canon VII del XVII concilio de Toledo. Dictaminaron que «por haber apellidado a Mahoma y declarado ser moros» era lícito someterles a esclavitud{102}.

Por la razón anterior, no hay concordancia doctrinal entre textos en los que sí hay concordancia textual. Pondré un solo ejemplo más sacado del Tahāfut{103}:

«Ahora bien: en todas las ciencias que proceden por demostraciones apodícticas existen, sin embargo, axiomas o principios cuya verdad se supone sin demostración. Por consiguiente, à fortiori deben existir tales principios indemostrables en las religiones positivas, cuyas verdades derivan de la revelación divina y de la razón humana{104}; porque toda religión revelada, aunque haya nacido por inspiración de Dios, ha sido objeto luego del estudio racional; y el que crea admisible que pudiese existir una religión positiva fundada por las solas fuerzas de la razón humana, deberá forzosamente reconocer que ella sería más imperfecta que todas las que has sido establecidas por la razón y la revelación divina. Pero todos está unánimes en admitir que los principios determinantes de un acto humano deben ser aceptados sin razonamiento, porque no hay otra manera de demostrar la necesidad de ese acto, sino la real existencia de los excelentes resultados que producen los actos morales.»

Los textos correlativos podrían ser estos de la Suma de Teología:

«La doctrina sagrada es ciencia. Hay dos tipos de ciencias. 1) Unas, como la aritmética, la geometría y similares, que deducen sus conclusiones a partir de principios evidentes por la luz del entendimiento natural. 2) Otras, por su parte, deducen sus conclusiones a partir de principios evidentes, por la luz de una ciencia superior. Así, la perspectiva, que parte de los principios que le proporciona la geometría; o la música, que parte de los que le proporciona la aritmética. En este último sentido se dice que la doctrina sagrada es ciencia, puesto que saca sus conclusiones a partir de los principios evidentes por la luz de una ciencia superior, esto es, la ciencia de Dios y de los Santos. Así, pues, de la misma forma que la música acepta los principios que le proporciona el matemático, la doctrina sagrada acepta los principios que por revelación le proporciona Dios. (I, q. 1, a. 2)
Los principios de las otras ciencias o son evidentes y no necesitan ser demostrados; o lo son en alguna otra ciencia y son demostrados por un proceso mental natural. El conocimiento propio que se tiene en la ciencia sagrada lo da la revelación, no la razón natural. De ahí que no le corresponda probar los principios de las otras ciencias, sino sólo juzgarlos. Así, condena por falso todo lo que en las otras ciencias resulta incompatible con su verdad. Dice 2 Cor 10, 4ss: Derribamos las falacias y todo torreón que se yerga contra el conocimiento de Dios. (I, q. 1., a. 6).»

Para Averroes había un entendimiento único que compartía todo el género humano. Su ejercicio ya no sólo dependía de las cualidades de cada uno, sino de la inserción de las mismas en el seno de la ciudad y del fruto que daban en ella. No olvidemos que la reflexión sobre la polis, la ciudad griega y la musulmana, tenía antecedentes en al-Farabi con La ciudad ideal, y que el propio Averroes realizó un análisis de las mismas en su Exposición de la «República» de Platón. En Santo Tomás estos dos elementos faltan. La unidad del entendimiento agente era una proposición herética y la ciudad no forma parte de sus reflexiones. La ciudad, como núcleo dinamizador de hábitos y virtudes, queda desplazada por el reino de la Gracia como puede comprobarse en el capítulo 3 de su libro Del reino: «Que la razón de gobierno debe ser tomada del gobierno divino».

Al texto anterior del Tahāfut propuesto por Asín Palacios, le precede este otro que deja muy claro la inserción del texto en su teoría de la doble verdad y, por tanto –según lo que ya hemos visto– la imposibilidad de asociarlo a los preambula fidei{105}:

«En definitiva, las religiones son, de acuerdo con los filósofos, obligatorias, dado que conducen hacia la sabiduría mediante un camino universal para todos los seres humanos, dado que la filosofía solo conduce a cierto número de gente inteligente al conocimiento de la felicidad, por consiguiente ellos tienen que aprender la sabiduría, en tanto que la religión busca la instrucción de las masas generalmente. No obstante, no encontramos ninguna religión que no esté atenta a las especiales necesidades del que aprende, aunque de modo primordial se ocupe de las cosas en las que participa la masa.»

Averroes mantiene una actitud prudencial ante la religión, pero entiende que en las cuestiones que atañen a la filosofía, nada de lo que diga la filosofía contradirá lo que diga la Escritura, entre otras cosas, porque la propia Escritura se mueve en la pura ambigüedad, en relación con esas cuestiones, y, además, tampoco hay dogmas de fe que puedan intervenir a favor de la Ley escrita.

Averroes no dispuso de la Política de Aristóteles para su comentario. Su lugar lo ocupó la República de Platón. En su Exposición de la «República» de Platón tiene en mente a la ciudad islámica, sometida a la ley islámica. En el tratado segundo de su exposición (§ 3) identifica al imām con el filósofo, el rey y el legislador; advirtiendo, al tiempo, que el legislador profeta era quien «poseía la virtud intelectual por la cual las normas prácticas nacían en las naciones y comunidades{106}». Asimila, así, a un contexto ciudadano los elementos de autoridad de la ley islámica, herederos, en este caso particular, de la phrónesis aristotélica.

Asín Palacios tuvo un interés extraordinario en armonizar a Averroes con Santo Tomás. Fruto de ese esfuerzo es el descubrimiento de las similitudes entre los textos de ambos autores. Pero lo que no es claro es que pueda armonizarse de igual modo sus discrepancias. Hablan de lo mismo, en muchos casos, pero no con la misma intención ni de la misma manera. Si cotejamos uno de los textos del Kitab fals al-maqal que propone Asín Palacios (págs. 295-296) con la cuestión I, q.1, a. 10 de la Suma de Teología, vemos que hablan de lo mismo, de la interpretación histórica, filológica, alegórica y analógica de las escrituras. Y lo hacen, además, en los mismos términos. Pero Averroes mantiene un matiz que no aparece en Santo Tomás, en el caso en que el texto revelado hable de tesis filosóficas ya establecidas o estudiadas{107}:

«En la segunda hipótesis, o sea cuando la revelación contiene algún texto relativo a dicha tesis filosófica, hay que ver si el sentido literal del texto se conforma con ella o la contradice. Si se conforma, no hay cuestión; mas si la contradice [a la revelación], debe entonces buscarse la interpretación alegórica del texto revelado. Esta interpretación consiste en sacar a las palabras de su significado literal a su significado metafórico, siguiendo para ello las leyes ordinarias de la lengua árabe en el uso de los tropos, es decir, denominando a una cosa con el nombre de otra cosa semejante a ella, o causa suya o contigua en el espacio, &c...»

Es claro que Averroes hace primar la investigación filosófica sobre la teológica, hasta el punto de que afirma que, ante una discrepancia, se usará de la interpretación alegórica para forzar al texto revelado a adecuarse a las tesis filosóficas. Asín Palacios usando iguales textos que nosotros, sorprendentemente, saca la conclusión contraria (págs. 300-301).

Lo que sí está fuera de toda duda es que Santo Tomás tuvo claras influencias de la filosofía y teología árabes. Es mérito de Asín Palacios el haberlo mostrado. Una influencia debida, precisamente, al estrato racional de sus argumentaciones que requerían, por parte cristiana, una cumplida respuesta. El esfuerzo por contestar a los gentiles no era puramente apologético, sino doctrinal. Entre otras cosas, porque el enemigo hacía comensalía puertas adentro; como dice Asín Palacios, abates había que en público decían lo que era prudente que se escuchara, pero que privadamente, en conciliábulos universitarios, decían lo que realmente pensaban; y éstos eran, entre otros, los averroístas latinos. Es el propio Santo Tomás quien cierra su tratado Sobre la unidad del intelecto contra los averroístas con estas contundentes palabras, por cuya virtud busca localizar a aquellos que aunque dicen lo que se debe, sin embargo, a la hora de la verdad, no enseñan conforme al canon:

«Pero si alguno, gloriándose bajo el falso nombre de la ciencia, quiere decir algo en contra de esto que escribimos, que no hable a escondidas por los rincones ni al corazón de los niños que no saben juzgar sobre cuestiones tan arduas; sino que escriba contra esto, si se atreve. Y no sólo me encontrará a mí, que soy el menor de todos, sino a muchos otros protectores de la verdad, por quienes su error será resistido y en su ignorancia será aconsejado.»

3. Benedicto XVI coloca a Ibn Hazm (994-1065) entre los voluntaristas:

«En esta argumentación contra la conversión mediante la violencia, la afirmación decisiva es: no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. El editor, Theodore Khoury, comenta: para el emperador, como bizantino educado en la filosofía griega, esta afirmación es evidente. En cambio, para la doctrina musulmana, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está vinculada a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la de la racionabilidad. En este contexto, Khoury cita una obra del conocido islamista francés R. Arnaldez, quien observa que Ibn Hazm llega a decir que Dios no estaría vinculado ni siquiera por su propia palabra y que nada le obligaría a revelarnos la verdad. Si él quisiera, el hombre debería practicar incluso la idolatría.»

Ya queda fuera de toda duda que la vara con la que Benedicto XVI mide la racionalidad musulmana –su mayor o menos lejanía con el logos griego– es la analogía entis:

«En cambio, para la doctrina musulmana, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está vinculada a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la de la racionalidad.»

En Ibn Hazm hay un abismo entre el ser finito y el infinito, entre Dios y sus criaturas, no hay, pues, analogía entis{108}:

«En la cuestión de los nombres y atributos divinos, la verdad consiste en afirmar que las únicas realidades positivas que existen son el Creador y su criatura; todos los atributos y nombres divinos que el mismo Dios no consigne textualmente en su revelación como propios suyos, no le es lícito a nadie atribuírselos; en cambio, todo cuanto Él consigna literalmente, todos son verdad que debemos acatar y confesar, aunque reconociendo que los significado por ellos es sólo Dios (...) Nosotros no nos creemos obligados a declarar lícito el denominar a Dios con nombre alguno por analogía con las cosas creadas.»

El voluntarismo de Ibn Hazm, junto con su negación de la analogía entis, le son suficientes al pontífice para marcar su distancia ideológica con la teología musulmana y mostrar, en muy pocas líneas, lo mucho que ésta se aleja del logos griego. Pero, de nuevo, el problema no se deja resolver por mera apelación al carisma del Papa ni a sus palabras.

La estructura teológica de Ibn Hazm no se resiente por su voluntarismo. Como bien vio Asín Palacios, en el Kitāb al-fisal de Ibn Hazm «Apenas habrá una sola cuestión de las que dentro de este tratado la teología cristiana discutió a través de su larga historia desde el siglo XII a nuestros días (...) que carezca de sus respectivos precedentes en la teología del Islam»{109}. No sólo trata, en este libro, sobre la necesidad de la gracia, el libre arbitrio, la predestinación, sino que lo hace de una manera en la que la economía divina, a la hora de distribuir méritos y justicias sobre el hombre, no se resiente de ningún posible capricho emanado de su voluntad. Ibn Hazm –en su Epístola sobre el establecimiento del camino de la salvación de una manera abreviada{110}– afirma con rotunda claridad que sólo la revelación profética permite conocer el camino de la salvación del hombre.

Dios ayuda al hombre mediante la gracia suficiente (al-hadà), que es común a todos los hombres, y la gracia eficaz (al-tawfīq). Este es el fundamento teológico de su ética. La Gracia divina no está desvinculada del ejercicio práctico, ciudadano, en el seno de las polis o ciudades musulmanas del al-Ándalus. Según el apresuramiento doctrinal de Benedicto XVI, cabría esperar en Ibn Hazm una suerte de virtu maquiavélica en sintonía con el voluntarismo divino. Pero, no es eso lo que encontramos. Aunque ésta es fácil hallarla en el buen entendimiento que mantuvieron el duque Valentino (César Borgia) y Alejandro VI por la hegemonía de Italia entre los siglos XV y XVI{111}.

En el primer estrato (estrato griego), Aristóteles nos dice que Dios (theos) no gobierna imperativamente, sino que cara a él como su fin es como la prudencia (phrónesis) gobierna{112}. La prudencia es una virtud humana, propia, sobremanera, del buen político, capaz de aunar lo público y lo privado en beneficio de la polis{113}. Las acciones, objeto de la virtud, no son ni buenas ni malas{114}. Algunas, por su peculiar naturaleza, se juzgan conforme al kairós{115}, al momento oportuno, por lo que, propiamente, no entran a juzgarse según el término medio. Es en este tipo de acciones, que no son ni voluntarias ni propiamente involuntarias, donde –como bien vio Aubenque{116}– podría haber un resquicio para una cierta amoralidad. Sin embargo, los ejemplos que pone Aristóteles son el tipo de hechos que colocan a los hombres en situaciones extremas, nada habituales y que, por consiguiente, han de recibir también soluciones extra-ordinarias. El kairós Aristotélico no llega, ni mucho menos, a la estrecha relación que tiene en Maquiavelo con la virtu.

En realidad, Ibn Hazm sitúa el bien y el mal al mismo nivel ontológico que la praxis, a la manera en que lo hacía Aristóteles. La praxis, tomada en sí misma, no es buena ni mala. Pero Ibn Hazm llega a esta conclusión mediante un dialelo de las causas (dialelo religioso): La distancia entre Dios y las criaturas es infinita, luego, no es posible determinar como bueno o malo nada de lo que hubiera en Dios o hiciera, es decir, hay una desconexión causal entre Dios y el mundo, aun a pesar de que se postula como creador o artífice del mismo. Las consecuencias de esta desconexión sólo pueden gravitar sobre el mundo, no ya sobre Dios{117}

«No habiendo manera de suponer que existiese con el Creador Altísimo en la eternidad cosa alguna real, buena ni mala, ni inteligencia tampoco que la pudiese estimar mala o buena, síguese de cierto (...) que lo que ahora y para nosotros es malo no lo era ab eterno, sino que su maldad tuvo principio, antes del cual no existía realmente. ¿Cómo, pues, había de ser malo antes de comenzar a existir? Y dígase lo propio de la bondad, sin diferencia alguna.»

El límite del voluntarismo divino viene determinado por la propia Ley alcoránica, que es ley revelada y que, según Ibn Hazm, Dios la ha proporcionado a los hombres para que no acabaran por destruirse entre ellos, así como les proporcionó también las ciencias para que pudieran vivir{118}:

«La segunda de las utilidades que ha aportado la revelación profética reside en el rechazo de las injusticias de la gente, a la que no corrige la admonición y que no tiende con presteza a la verdad, en la conservación de los bienes, de las personas, del honor y de las riquezas, en la seguridad de todo ello respecto de la transgresión y de la violencia y en el abastecer de los suficiente a quien ha tenido pérdidas y no puede mantenerse por sí mismo. Se trata de una utilidad grande y excelsa sin la que nadie puede subsistir en este mundo, ni tener paz alguna. De lo contrario, la destrucción es inexorable y la pérdida es segura.»

La propia preservación del cuerpo humano, como condición indispensable para la conservación del cuerpo social y político, es el límite que se impone al voluntarismo divino. Sin esta premisa no hay ni puede haber criatura sobre la tierra. De esto no se aleja Santo Tomás cuando postula su principio de sindéresis. La sindéresis es en relación a la razón práctica lo que el principio de no contradicción a la razón teórica. Es el principio del que emanan, según santo Tomás, todos los principios de la ley natural, incluido el de la conservación del propio cuerpo{119}. Sin embargo, para Ibn Hazm la ley revelada subsume a la natural, es decir, no habría propiamente ley natural al margen de la ley revelada. Una distinción que sí hace Santo Tomás{120}. Del mismo parecer que Ibn Hazm es Averroes en el Kitab fals al-maqal{121}.

Desde la perspectiva del materialismo filosófico, la revelación no puede sobreponerse a la ley natural porque ésta determina al hombre en una dimensión social, etológica, política, psicológica que marca su esencia, frente a la esencia derivada o ideológica de una ley eterna o divina revelada.

En Ibn Hazm, el argumento de la absoluta voluntad de Dios para determinar, a su libre arbitrio, lo que es bueno y malo, deriva de la práctica jurídica, y de los problemas de interpretación que ésta plantea en el mundo islámico. Aquí, como es habitual en la práctica religiosa, se aplica el principio de post hoc, ergo propter hoc. En la peculiar analogía fidei musulmana, la aleya coránica 36, 82, explicaría el voluntarismo como un efecto jurídico derivado de la propia ley alcoránica: «Cuando quiere una cosa, su Orden consiste en decir: «¡Sé!», y es». Se trata de la doctrina coránica del Arm que aplicada al Alcorán conduce al voluntarismo. Emilio Tornero lo explica muy bien cuando muestra cómo frente a la tesis mu‘tazilí que dice «Es absolutamente malo, en todo caso, que tú hagas con tu prójimo lo que no quieres que se haga contigo», Ibn Hazm responde con ejemplos sacados de la sunna o tradición del Profeta en relación con la poligamia del varón y la monogamia de la mujer o de la asimetría en la herencia a favor del hijo varón en detrimento de la hija. Esta falta de reciprocidad impide la aplicación de la máxima mu‘tazilí{122}. Pero se trata de una constatación jurídica, puramente positiva. Por lo que, el voluntarismo divino nos conduce, en realidad, al problema de las fuentes en el derecho.

El voluntarismo de Ibn Hazm iba unido al zahirismo jurídico que profesaba y que le impedía no solo cancelar la posibilidad ontológica de una analogía entre Dios y su criatura –El zahirismo cancelaba, incluso, la analogía jurídica–, sino que, además, esta cancelación conllevaba que fuera de la autoridad de Dios no había ninguna otra, descartando, así, la de cualquiera que se dijera intermediario entre Dios y los hombres{123}. Por este motivo, criticó a cristianos y judíos que atribuían una autoridad divina delegada a monjes y rabinos que se permitían, de este modo, administrar, jurídica y políticamente, esa distancia ontológica que para Ibn Hazm era insalvable. La crítica que hace a los Evangelios tuvo que hacer mella en el pontífice –de conocerla Benedicto XVI–. Ibn Hazm rechaza las Escrituras por haber sido elaboradas por obispos y reyes, que las comprometían, así, en una cocción política interesada y prejuiciosa, muy proclive a manipulaciones. Aplica el mismo argumento a la ley de los judíos.

4. La respuesta al voluntarismo divino y al ocasionalismo de las causas nos remite a una disolución de la idea de Dios en el seno de la ley natural, de la práctica jurídica o de las causas segundas del universo. El problema del voluntarismo, planteado por filósofos y teólogos islámicos, es el fundamento de una severa crítica a la idea de Dios que desvela las razones, no de su trascendencia, sino de su ocultamiento entre artefactos humanos y naturales. Santo Tomás, mediante la analogía entis, tratará de preservar incontaminada la esencia de Dios de toda fábrica humana o natural pero ese intento, convertido en proeza teológica, no tiene más sentido que la de quien dedica su tiempo a acostumbrar o a intentar habituar a una piedra a que en lugar de bajar suba, cuando es soltada de la mano que la sostiene.

Un olvido histórico: el Yihad tiene carácter jurídico

1. Tras el discurso de Benedicto XVI hay cuatro personas haciéndose y revolviendo con las palabras que pronunció: el propio Benedicto XVI, San Pedro, Ratzinger y Manuel Paleólogo. Todas ellas son entidades genealógicas que actuarían según unidad de serie (tù ™fexÁj), es decir, según un tipo de analogía en cuya cúspide ya no se encontraría Dios sino Cristo, trasunto de todas ellas y por este orden: Manuel Paleólogo, luego Ratzinger, a continuación Benedicto XVI, prosiguiendo con San Pedro y acabando con Cristo. Un Cristo polémico en la medida en que su naturaleza resultaba discutible para los arrianos, los monofisitas, los monotelistas, los nestorianos y los judíos. Todos tenían sus razones pero ninguna de las sectas cristianas se ponía de acuerdo con las otras para fijar la naturaleza de Cristo, lo que impedía garantizar su unidad doctrinal frente a Mahoma.

Cuando Manuel Paleólogo (1350-1425) –antepenúltimo emperador de una Bizancio que poco más tarde, en 1453, caería en poder de los turcomanos– entabló un curioso diálogo con un persa, tenía tras de sí una iglesia oriental herida de muerte, cuyo testigo recogería el Gran Príncipe Vassilij por intercesión, entre 1515 y 1521, del monje Filoteo del monasterio Eleaza de Pskov; una salvaguarda que perpetuarían los zares por el tratado de Kütchük-Kaynardja (1774). El poderío turcomano habría de extenderse hasta los Balcanes y norte de África, ejerciendo así una decisiva hegemonía sobre el Mediterráneo. No eran pocas las guerras que había sostenido Bizancio, contra los persas primero y luego contra los árabes. Por este motivo, el diálogo mencionado, entre un cristiano y un mahometano –diálogo citado por Benedicto XVI en su discurso en la Universidad de Ratisbona y que tantas protesta suscitó–, se enmarca en las revueltas aguas de la confrontación militar e ideológica. El padre de Manuel había hecho votos privados de sumisión al Papa para así lograr que los príncipes cristianos aunaran fuerzas para salvar a Constantinopla de su más que probable caída. Esto condujo a tensiones con los patriarcas bizantinos que no dudaron en poner en situaciones arriesgadas e incomodas al emperador con su pueblo{124}.

Frente a Cristo, cabeza de una Iglesia que no era capaz de aglutinar en torno suyo el esfuerzo de los príncipes para defender Constantinopla, ni tampoco para imponerse política ni hegemónicamente, se encontraba un enemigo que amenazaba el comercio por el Mediterráneo y se zambullía sin sonrojo sobre Europa hasta acabar superponiendo, en 1451, su imperio sobre el bizantino y que terminaría, en el siglo XVI, pinzando el Mediterráneo desde Argelia, todo el norte de África, Egipto, Palestina, Arabia, Siria, Anatolia, Grecia, Albania, Bosnia, Serbia, Hungría, Moldavia y Ucrania. Teniendo como telón de fondo los inicios de este tan impresionante poderío otomano, Manuel Paleólogo recuerda el diálogo que mantuvo con un embajador persa en el campamento de Bayaceto, en Ankara, en 1391, tres años antes de escribir sus Controversias. En este contexto, la defensa que hace del cristianismo el futuro emperador se enmarca entre los discursos apologéticos. Su esfuerzo, durante la séptima controversia –de la que Benedicto XVI sacó su polémica cita– se centrará en enfrentar los preceptos legales del yihad con los preceptos cristianos –la ley cristiana– representados a su juicio por cuantas indicaciones dio Cristo en el Sermón de la Montaña (Mateo, 5-7).

Pero el yihad es, en realidad, un componente más de la ley islámica. Podemos comprobarlo con la lectura de El libro del Yihad de Averroes que es, en realidad, un capítulo de su libro jurídico que, de forma abreviada, se conoce como la Bidaya. La analogía (quiyas) se somete a los preceptos de Alcorán y de los hadices que nos trasmiten noticias del Profeta. Este carácter exclusivamente jurídico de la analogía permite establecer jurisprudencia en casos no contemplados expresamente en el Alcorán. Si tomamos la Bidaya como referencia, comprobaremos cómo preceptúa la vida completa de un musulmán hasta en los aspectos más nimios e, incluso, los más dispares, caso de la oración y del interés dinerario.

El juego apologético, y meramente retórico, de Manuel Paleólogo –como he dicho uno de los heteróclitos de Benedicto XVI– es contraponer el Sermón de la Montaña, por el que ni siquiera él podía políticamente regirse, con la šarī‘a que es la ley islámica. La argumentación del emperador bizantino fue del siguiente tenor: como si frente a los preceptos jurídicos del yihad, Alfonso X o el emperador Justiniano hubieran sacado a colación el Sermón de la Montaña o las Bienaventuranzas. Cosa que como bien sabemos no hicieron. Frente a la Bidaya, Castilla tenía el código de Las Siete Partidas. Pero no por esto el código alfonsí deja de incorporar elementos ideológicos, esenciales para definir jurídicamente a un súbdito o a un ciudadano. Elementos que definen al súbdito o al ciudadano como un individuo sometido a los sacramentos de la Santa Madre Iglesia. Por su parte, el Código de Justiniano comenzaba con una suerte de apelación programática a De summa trinitate et fide catholica. Dicho de otro modo, no hay mayor convicción que la de un Dios, uno y trino, frente al dios único, Alá. Cualquier manifestación política o cultual que no fuera trinitaria era herejía y susceptible de condena no sólo moral sino también jurídica.

2. Es un puro acto retórico –y un olvido imperdonable– citar las Bienaventuranzas o el Sermón de la Montaña, ocultando, al mismo tiempo, que el papado se presenta como fuente jurídica de la que deriva (de-rivare) todo poder jerarquizado, tanto el laico (potestas jurisdictionis) como el sacramental (potestas ordinis). Estas intenciones fueron tempranas, cuando en el siglo II o comienzos del III apareció la Epistola Clementis, supuestamente escrita por Clemente I a San Jaime, a la sazón en Jerusalén, para informarle que, pocos momentos antes de su muerte, San Pedro había pronunciado ante el pueblo romano las siguientes palabras:

«Yo le doy (a Clemente) la autoridad para atar y desatar, de manera que cuanto (él) crea conveniente decidir sobre la tierra, sea aprobado en el cielo, ya que atará lo que deba atarse y desatará lo que deba ser desatado.»

De este modo, se justificaba jurídicamente el mandato dado a Pedro por Jesús (Mateo, 16, 18-19):

«Tu es Petrus es super hanc petram aedificabo ecclesiam meam... et tibi dabo claves regni coelorum, et qoudcumque solveris super terram, erit solutum in coelis.»

Este mandato conllevaba la idea de principatus, que, a partir del siglo V, se convirtió en un legado de la institución pontificia. Sin olvidar que este «atar y desatar» se hacía con la inestimable ayuda del derecho romano. Ya San Pablo había contribuido a la rotación lógica (ideológica) que propició que permitió al cristianismo palestino originario acomodarse a la eutaxia del Estado romano{125}.

El papado se encargó de llenar de contenido jurídico las formas paulinas para justificar la gracia que dispensaba a los reyes y emperadores. La cancillería papal emitía Privilegia, Tituli y Litterae de gratia que eran documentos que conferían derechos tales como excepciones, inmunidades, beneficios... Los decretos papales actuaban como fuente jurídica de aplicación universal aunque fueran dirigidos a personas particulares. La idea jurídica que se aplicaba era de validez para toda la Iglesia en circunstancias similares. Se trataba del mismo principio jurídico utilizado por Justiniano en su código, donde establece que lo decidido por la majestad imperial es ley de obligado cumplimiento por los jueces y no sólo para con las circunstancias que le dieron lugar sino en todas aquellas que fueran similares. Este es el principio islámico de la analogía jurídica que se utilizaba para impartir justicia en situaciones sobre las que el Alcorán no era explícito. El derecho papal «no era otra cosa que la transformación de la pura doctrina (teológica) en regla de acción obligatoria»{126}. De hecho, el derecho canónico medieval era un sistema jurídico supranacional, por encima, incluso, del derecho romano.

El Papa durante la Edad Media tenía capacidad jurídica para poner y quitar reyes, podía anular leyes seculares, como la Carta Magna o el Espejo de Sajonia, podía prohibir a los venecianos que comerciaran con los florentinos hasta que estos cumplieran las órdenes papales... Su estatus era el de un monarca cuya jurisdicción era de precedencia jerárquica sobre los reyes cristianos.

La actuación del papado y la eficacia de sus decretos, durante toda la Edad Media, sólo pueden explicarse por la trabazón intima entre fe y derecho. La conservación de la fe sólo podía realizarse mediante el derecho. Una fe que se vinculaba a la exégesis jurídica de la Biblia y del derecho romano.

3. Frente a la igualdad carismática de los obispos de Bizancio, Roma proclamaba el primado de honor del obispo de Roma. El intento de Juan VIII, hijo mayor de Manuel Paleólogo, de unirse a la Iglesia de Roma para preservar su imperio contra la amenaza otomana, chocaba también con cuestiones doctrinales. En la delegación bizantina del concilio de Ferrara (1438), trasladado al año siguiente a Florencia, había admiradores de Santo Tomás (Jorge Escolario, Jorge Ameruzes y Jorge de Trebisonda), pero estaba también Pletón que era platónico. El palamismo del teólogo Gregorio Palamás, con su doctrina de las energías, no facilitaba tampoco la unión de las dos iglesias, unión, que, al final, no se produjo.

No ayudaron a salvar a Bizancio los intereses geoestratégicos, muy cambiantes, de venecianos y genoveses, ni tampoco las imposiciones doctrinales de la Iglesia de Roma. El resultado fue la caída de Constantinopla y la consumación del cisma, al caer la mayor parte de las sedes metropolitanas bajo influencia rusa{127}.

¿De qué, entonces, le sirvió a Manuel Paleólogo disponer de las Bienaventuranzas, sin con ellas no fue capaz, siquiera, de hacer un frente común junto con la Iglesia romana que las compartía? Su paz de espíritu, su comunión con Cristo, con ser muy espiritual y encomiable, no fue suficiente para salvar a Bizancio, porque la dimensión política es inmune a la dimensión psicológico-espiritual de los individuos que participan en ella. La pretensión de guiar de modo responsable a un pueblo se enmarca en categorías políticas, no en ámbitos místico-religiosos. Fue la política de genoveses, venecianos y los intereses político-doctrinales –que también tenían una dimensión geoestratégica– del papado los que acabaron por dejar a Bizancio en manos de los otomanos, sin olvidar, por supuesto, el poderío militar del que éstos disponían.

Epílogo

El discurso del teólogo Ratzinger se trasladó a la opinión pública como una confrontación, una defensio fidei, frente al Islam y arrastró al Papa, Benedicto XVI –su heteróclito– y, por extensión, a la Santa Sede y al sucesor de Pedro, a un conflicto diplomático con los estados árabes. En un momento delicado en el que se postulaba el choque de civilizaciones, el discurso del teólogo Ratzinger o del Papa Benedicto XVI, sucesor de Pedro, o de su trasunto, Manuel Paleólogo, fue terreno abonado para un malestar generalizado con el catolicismo en la escena internacional. Al fin y al cabo, una lucha mundial contra el terrorismo islamista, no deja de ser una cruzada global que merece la bendición apostólica y pontificia. Pero en esa cruzada no se puede arrastrar a la razón. Una razón que no se le quita a S. S. Benedicto XVI para dársela, de forma abstracta, al mundo musulmán. Entre otras cosas, porque el propio mundo musulmán no fue capaz, ni parece serlo, de momento, de construir una filosofía crítica materialista, aun a pesar de disponer de un punto de partida envidiable, Averroes.

1. Tras Santo Tomás se encuentra, indudablemente, el estrato griego (primer estrato) pero también el musulmán (segundo estrato). La afirmación de Benedicto XVI de que «para la doctrina musulmana, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está vinculada a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la de la racionalidad» es incierta como hemos visto, salvo que se entienda por racionalidad la analogía entis. Y exactamente eso es lo que el pontífice entiende por razón, la analogía entre Dios y sus criaturas. Pero esta analogía no era griega y, en cambio, los argumentos de Algazel y Averroes se encuentran mucho más cerca de la analogía de proporcionalidad en su intento de determinar la esencia de Dios, sus atributos y qué tipo de relación causal existe entre Dios y sus criaturas. El voluntarismo de Dios en Algazel está matizado frente a las tesis de los mutacálimes asaríes. En Averroes tal voluntarismo no existe. Además, el mismo Averroes, en el Tratado decisivo, defiende y revindica el estudio de la lógica y filosofía de la tradición griega como algo bueno y saludable para el propio estudio de la Ley alcoránica.

Pero la razón crítica, tiene otros momentos, por ejemplo, aquellos que permiten abrir el camino desde los propios contenidos teológicos hacia la ciencia o la política y hacia una filosofía materialista. Una apertura que es polémica, que ha de ser interpretada como tal desde los materiales que ofrece la historia de la filosofía y que no encuentra su fin ni refugio en contenidos teológicos.

El voluntarismo –de Algazel, de Duns Scoto o de Guillermo de Ockam– abrió el camino a la crítica epistemológica de los contenidos de la teología, sobre todo gracias a la inestimable ayuda de la lógica. Dado que la teología se había fundamentado en la analogía entis y había utilizado el cosmos aristotélicos para asentar la idea de Dios, la crítica metodológica a la idea de causalidad permitió empezar a establecer límites claros entre teología y ciencias como la física, la astronomía y las matemáticas.

Sin duda, el voluntarismo de Algazel hace que los atributos divinos (vida, justicia, sabiduría) sean devorados por el de omnipotencia, hasta el punto de que es bueno lo que Dios decreta como bueno. El hombre no puede escrutar la voluntad de Dios que está completamente fuera de su alcance. Este planteamiento, que pretende ser piadoso, es el fundamento de la acción política que nunca ha sometido su parecer ni su juicio a consideraciones morales. Maquiavelo desveló la justicia como la oportunidad instrumentalizada por la virtu del príncipe. Tenía como modelo, entre otros, a Mahoma y a los papas; estos últimos resultaron ser una fuente ejemplar para mostrar los fundamentos renacentistas de la Real Politik. El voluntarismo supone, en realidad, la anulación de los preceptos morales, una anulación que Spinoza resolvió en la Ética (proposición IX, parte tercera) mediante un retruécano: «Así pues, queda claro, en virtud de todo esto, que nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos«. Todo esto, a la postre, viene a decirnos que la propia teología –incluida la que se aparta de las veleidades voluntaristas– deviene en ateismo cuando sus olvidos y fisuras quedan desvelados por la razón política.

2. Añado a lo anterior que Santo Tomás debe mucho más al estrato árabe o musulmán de lo que habitualmente se reconoce. Esta deuda parece inerme, es decir, no metodológica, cuando se lee la Suma de Teología, pero al leer la Suma contra los gentiles, esta deuda adquiere un color distinto hasta el punto de que Santo Tomás tuvo que conocer a conciencia a los teólogos y filósofos árabes para hacer el cosmos griego compatible con un Dios que hizo al hombre a su imagen y semejanza (Génesis, 1, 27); y ese camino, sólo pudo ser iluminado, en buena parte, al medirse la teología cristiana con los tremendos problemas que le planteaba la teología árabe.

Esta teoría no es nueva. Aparece ya en Renán en su Averroès et l’averroïsme (1852) que decía{128}:

«Santo Tomás es a la vez el más serio adversario que la doctrina averroísta ha tenido y –puede afirmarse sin paradoja– el primer discípulo del Gran Comentador. Alberto se lo debe todo al persa Avicena; Santo Tomás, como filósofo, se lo debe casi todo al español Averroes. El más importante de sus plagios fue, sin duda, el método que sigue en sus escritos filosóficos.»

Como recuerda Andrés Martínez Lorca{129}, del Tahāfut al-falāsifa había ya una traducción realizada en Toledo hacia 1150. El propio Asín Palacios mostró en su artículo citado, El averroísmo teológico de Santo Tomás de Aquino, como el dominico Ramón Martí en su Pugio fidei adversus Mauros et Iudaeos tomó prestadas doctrinas de Algazel y Averroes que tuvieron, luego, su aportación en la escolástica cristiana, en concreto en la Suma contra los gentiles de Santo Tomás{130}.

3. Por desgracia, es frecuente que, en España, a un pensador, a un filósofo como Gustavo Bueno no se le reconozcan oficialmente sus méritos. Méritos y premios que se llevan otros que por sus opiniones –ya no por sus doctrinas, pues éstas suelen ser escasas y de difícil consecución– no molestan ni poco ni mucho y tienen, por ello, el beneplácito de los progresistas que se han inventado un pensatorio aristofánico –es decir, una fundación– con el sugestivo nombre –aunque vergonzosamente inapropiado– de «Ideas». En España el equivalente a la Legión de Honor francesa es el exilio interior o el exterior o, en su lugar, las galeras nacionalistas donde unos listos –por espabilados y no por otra cosa– capitanean y timonean y unos muchos, poco agraciados intelectualmente como los primeros, pero más torpes, reman y reman sin parar, sin descanso y sin argumentos ni portulanos. Ante panorama tan mediocre pocas figuras tienen el valor de decir lo que piensan y menos son los capaces de construir una estructura de pensamiento sistemática, dialéctica y polémica, capaz de analizar el mundo en que vivimos y de discutir, desde la filosofía, las posturas encontradas. Los presupuestos polémicos de Bueno en relación con los fundamentos de la religión serán vistos desde el propio catolicismo –perspectiva emic– como una impiedad manifiesta pero, paradójicamente, una impiedad que no pretende ni silenciarle ni obviarle por razones, además, puramente filosóficas, dialécticas, aun cuando las conclusiones del materialismo filosófico sean impías, en su sentido etimológico de asebeía. Pero no es la Iglesia la que arroja al materialismo filosófico al proceloso mar del ostracismo sino los gobiernos socialistas de turno. Poseidón castigó a Ulises por cometer impiedad para con él arrojándolo, para solaz nuestro y de todo el mundo occidental, a un mar de aventuras que duró diez hermosos y entretenidos años. Poseidón no tenía veleidades socialistas por lo que Odiseo se tuvo que ganar su vuelta a Ítaca con esfuerzo y metis (inteligencia práctica).

El Animal divino, La Fe del Ateo y el capítulo de libro «¡Dios salve la razón!» de Ediciones Encuentro son tres libros, al menos, que atestiguan este diálogo fructífero que ningún otro pensador en España ha logrado despertar entre la religión y la filosofía. Es digno de reflexión el que la mala fe para con el materialismo filosófico no provenga de la Iglesia sino de los gobiernos socialistas cuya máquina propagandística y clientelismo resultan tan inquisitoriamente eficaces contra quienes no comulgan con su sacrosanto progresismo.

Notas

{1} Fernando M. Pérez Herranz, «La filosofía de la ciencia de Gustavo Bueno», El Basilisco, págs. 15-42, loc. cit., pág. 16.

{2} Platón, Leyes, 677e8.

{3} María José García Soler (2001). El arte de comer en la antigua Grecia. Biblioteca Nueva; págs. 287-288.

{4} Un mapa cromático completo de todos estos colores puede verse en mi tesis doctoral El color en Aristóteles (2000) dirigida por Santiago González Escudero.

{5} pág. 16; segunda época, nº 26, abril-diciembre 1999.

{6} Ceremonia de presentación del libro Dios salve la razón, Madrid 11 de diciembre de 2008, El Catoblepas , nº 82, diciembre de 2008, pág. 18, vídeo, 19:30

{7} Suma de Teología, I, q. 2-10, 11, 14-26, 44 s.

{8} Gustavo Bueno, El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral, 1996, págs. 94-101.

{9} Safranski, Rüdiger, Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo. Barcelona, 1997, págs. 87-90, 92-94.

{10} Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, 1972, págs. 270-274.

{11} Javier Pérez Jara, «Materia y racionalidad: sobre la inexistencia de la Idea de Dios», El Basilisco, págs.27-64, loc. cit. pág. 35.

{12} Archimedes, fragmentos 17 (Theo in Ptolemaei Synt, I pág. 10 ed. Basil.) y 18 (Olympiodorus in Aristotelis Meteorolog. pág. 211, 18 ed. Busse II pág. 94 ed. Ideler) (vid. TLG). La definición 6 de la Catóptrica, atribuida a Euclides, dice «Si se deposita algo en un vaso y se toma una distancia tal que ya no se vea, estando a la misma distancia, si se vierte agua se verá el objeto depositado». Según Olimpiodoro en sus Comentarios a la Meteorología de Aristóteles este fenómeno fue demostrado por Arquímedes.

{13} Fernando M. Pérez Herranz, «La filosofía de la ciencia de Gustavo Bueno», El Basilisco, págs. 15-42, loc. cit. pág. 25.

{14} Bibliotheca Arabica Scholasticorum, Algazel, Tahafut Al-Falasifat, texto árabe editado por Maurice Bouyges, S. J., Beyrouth, 1927. Existe traducción inglesa, Al-Ghazali’s Tahafut Al-Falasifah (Incoherence of The Philosophers), traducción de Sabih Ahmed Kamali, 19632, Lahore. Citaré por esta edición.

{15} Tahāfut, par. 146. Parte tercera (151-152, según notación de Carlos Quirós, traducción inédita): «151. No tiene validez alguna esos razonamientos de los cuales crean los axaríes deducirse necesariamente que una cosa no puede engendrarse de otra. El más persuasivo de ellos es que si una cosa se engendrara de otra, esto originaría una proceso al infinito. 152. A lo cual ha de replicarse que tal cosa sólo sería imposible en el caso de que (la serie de generaciones) se operara en línea recta, por que esto implicaría la existencia de un infinito en acto. Pero (si las generaciones se sucedieran) circularmente, no habría tal imposible, pues del aire, por ejemplo, puede engendrarse fuego, y del fuego, aire y así hasta el infinito, si el sujeto es eterno.»

{16} Proposición 147: Quod impossibile simpliciter, id este, omnibus modis, est possibile vel impossibile secundum philosophiam. En el caso de lo possibile secundum philosophiam tenemos el ciclo del agua que sirve de argumentación a los filósofos para tratar de demostrar la eternidad del mundo (Tahāfut-al-Falāsifa, problema II, parte 2).

{17} Miguel Cruz Hernández, Historia del pensamiento en el mundo islámico, volumen 2, pág. 51.

{18} Idoia Maiza Ozcoidi, La concepción de la Filosofía de Averroes, págs. 141-142

{19} Suma contra los gentiles: I, 10, 11, 12.

{20} Suma contra los gentiles, I, capítulo XIII: «Razones para probar que Dios existe».

{21} Suma de Teología, «Introducción a la Suma de Teología de Santo Tomás de Aquino», pág. 8.

{22} Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Madrid 1989, «Cuestión 3.ª El Dios de los filósofos», pág. 121».

{23} Orígenes, Contra Celso: «Con ello damos un mentís a la afirmación de Celso, según la cual «no puede alcanzarse a Dios por la razón». Y que «tampoco se lo pueda nombrar», necesita también de distinción. Efectivamente, si se quiere decir que no hay dicho ni expresión que pueda representar los atributos de Dios, la tesis es verdadera; como que muchas de las cualidades de las cosas no son tampoco nominables. ¿Quién puede, en efecto, distinguir con un nombre la diferencia de dulzor de un dátil y de un higo? ¿Quién puede distinguir y representar por un nombre la propia cualidad de cada uno? Nada tiene, pues, de extraño que, en este sentido, no sea Dios nominable. Pero si nominable se toma en el sentido de que es posible representar algo de sus atributos para dar la mano al oyente y hacer que entienda algo de El en cuanto cabe en la naturaleza humana, no hay inconveniente en decir que Dios es nominable», traducción de Daniel Ruíz Bueno, BAC, 1967.

{24} Investigación y Ciencia, Tema 23 «Arquímedes ante lo innumerable», págs. 10-13, Ilan Vardi.

{25} Timeo, 30a4-5.

{26} Timeo, 50c5.

{27} Este vocablo aparece sólo dos veces en Platón, concretamente en el Fedón (67d4, 9), para indicar la separación entre el alma y el cuerpo.

{28} Timeo, 56b-c.

{29} Timeo, 57c-d.

{30} Física, 190 a 31- b 5, 190 b 5-10, 190 b 10 - 22.

{31} Tomas de Aquino, Sobre la verdad. Cuestiones disputadas sobre la verdad, artículo 5, en respuesta al decimoquinto argumento a favor, traducción de Julián Velarde.

{32} La polémica Leibniz-Clarke, Edición de Eloy Rada, Madrid, 1980.

{33} Sobre la homonimia de los cuerpos dibujados o esculpidos vid. también De partibus animalium, 640b35-641a3.

{34}} Sura, 42, 11: Creador de los cielos y de la tierra, os ha sacado, de vosotros mismo, parejas; de los rebaños también ha sacado parejas. Os multiplica por ese sistema. No existe nada semejante a Él. Él es el Oyente, el Vidente.

{35} Al-maqsad Al-Asnā, págs. 45-46, traducción de Robert Charles Stade, 1970.

{36} Idoia Maiza Ozcoidi, La concepción de la filosofía en Averroes, pág. 162, nota 171.

{37} Citamos por la versión inglesa de Abdu-R.Rahman abu Zayd de su traducción On divine predicates and their property, 1990, Lahore, Paksitán.

{38} Majid Fakhry, Islamic occasionalism and its Crituque by Averroës and Aquinas, Ruskin House, London, 1958, págs. 61-63.

{39} Citamos por el libro de Mohamed Ábed Yabri El legado filosófico árabe, Trotta, 2006, pág. 283.

{40} Al respecto, y para nuestro propósito, es de interés la tesis que mantiene Thérèse-Anne Druart en su Averroes on God’s Knowledge of Being Qua Being, «Anaquel de Estudios Árabes, IV (1993). La autora desautoriza a quienes pretenden ver en algunos textos de Averroes una apelación a la analogía entre el conocimiento humano y el divino.

{41} George F. Hourani, Londres, 1976, de la traducción inglesa. Hourani, 206; árabe, pág. 22, 22.1.

{42} Ética a Nicómaco, 1177b31, 1177b 26 y ss.

{43} Pierre Aubenque, El problema del ser en Aristóteles, págs.59-60.

{44} Metafísica, 1074b 34-35.

{45} Metafísica, 1072 b 24-30.

{46} Traducción de Andrés Martínez Lorca, en Sobre el intelecto, 2004, págs. 135-136.

{47} La solución dada por Algazel es contestada por Averroes en la cuestión decimotercera del Tahāfut-al-tahāfut y en el Damima (Hourani, 204-206; árabe, pág. 22, 22.1).

{48} Tahafut-al-falasifa, problema 13. Así explica Algazel los argumentos que le plantean los filósofos: Los estados son de tres clases [cada uno de estos estados se corresponde con cada uno de los estados o fases de un eclipse]: (i) Hay un estado que es puramente una relación, como estando tu a la izquierda o a la derecha. Esto, siendo puramente una relación, no puede, en modo alguno, ser calificado de un atributo esencial. Si algo a tu derecha es trasladado a la izquierda, ello es únicamente una relación tuya, no una esencia tuya, lo que por este motivo cambia. No es sino la mudanza de una relación de la esencia para ser seguida por otra –no se trata de la sustitución de la propia esencia por alguna otra cosa–. (ii) Comparable al primero es el segundo estrato. Si tu tienes el poder de mover ciertos cuerpos que se encuentran a mano, entonces la desaparición de alguno de estos cuerpos no cambiará tu vital energía o tu poder. Dado que tu poder es el poder de mover, primeramente, un cuerpo-en-general; y, solamente de forma secundaria, (el poder de) mover un cuerpo concreto, en tanto que es cuerpo. De aquí que la relación de poder respecto a un cuerpo concreto no es un atributo esencial, sino tan sólo una pura relación. Por consiguiente, la desaparición de los cuerpos solamente necesitará la ruptura de la relación, no un cambio en el estado de una cosa poderosa. (iii) El tercer estado es uno en donde la esencia no experimenta un cambio. Esto ocurre cuando, por ejemplo, uno que no sabe llega a ser sabedor, o uno que no tiene poder llega a ser poderoso. Esto viene a ser el cambio. Y un cambio en el objeto de conocimiento necesita un cambio en el propio conocimiento. Dado que la realidad de un particular conocimiento consiste en su relación con un particular objeto de conocimiento como tal. La relación respecto a ese objeto bajo una forma diferente, evidentemente, constituye un conocimiento diferente. Y la sucesión de tales cogniciones necesita una diferencia en el estado del que conoce. No es posible decir que la esencia no posee un conocimiento que llegue a ser el conocimiento de lo que es tras haber sido el conocimiento de lo que será; y que llegará ser el conocimiento de lo que fue tras haber sido el conocimiento de lo que es. El conocimiento es uno, y todos sus estados son similares. Si su relación es reemplazada, entonces –debido, en el caso del conocimiento, a que las relaciones constituyen la realidad de su esencia– su reemplazo necesita el reemplazo de la esencia del conocimiento tan bien. De aquí se sigue un cambio que es imposible en el caso de Dios.

{49} Citado por Gilles Emery en su libro La teología trinitaria de Santo Tomás de Aquino, 2008, pág. 126.

{50} Traducción inglesa de George F. Hourani, 1976: 94; Árabe, pág. 9 (8.1).

{51} Dice en Kitab fasl al-maqal (pág. 9, 8.1; Hourani, 98): Su conocimiento trasciende la calificación tanto de «universal» como de «particular».

{52} págs. 1706-1708.

{53} pág. 1708.

{54} pág. 345.

{55} Vidal I. Peña García, El materialismo de Spinoza, Revista de Occidente, 1974.

{56} Santo Tomás también responde a esta cuestión en el Comentario sobre el primer libro de la sentencias, didt. XXXV, q. 1, a. 2 y en Sobre la verdad, q. 2, a. 5.

{57} Hourani, § 40-46.

{58} Traducción inglesa de Simon van den Bergh.

{59} Un conocimiento divino que, no olvidemos, Averroes dice que no sabemos ni podemos saber en qué consiste, dado que no es posible aplicarla analogía entre el intelecto divino y el humano.

{60} Ensayos materialistas, Ensayo II, Introducción.

{61} Hourani, § 99-104. Árabe, pág. 11 (9.1-10.1).

{62} Seguimos el estudio de Vidal I. Peña, op. cit. págs. 124-126. Espinosa, Ética, Parte segunda, proposición XIII, axioma III, Lema VII.

{63} op. cit. pág. 51.

{64} pág. 1505.

{65} Edición de David Gonzalo Maeso, 20054, Madrid.

{66} Es obvio que aquí «analogía» significa «semejanza».

{67} Suma contra los gentiles, I, 33.

{68} Alfonso Fernández Treguerres en los Dioses olvidados. Caza, toros y filosofía de la religión, ejemplifica muy bien la importancia de la metábasis para pasar de un tipo de religiosidad a otro (primaria a secundaria, secundaria a terciaria).

{69} op. cit., pág. 143, «El Dios de los filósofos».

{70} Nota h de los editores de la Suma de Teología, I, q. 13, a. 4.

{71} Rom. 12, 6: Habentes autem donationes secundum gratiam quae data est nobis differentes, sive prophetiam secundum rationem fidei. En el propio Alcorán (sura 3 : 7) se plantea también el problema de la univocidad y de la equivocidad en relación con la interpretación de las aleyas, es decir, la llamada analogía fidei: Él es quien ha hecho descender sobre ti, ¡Oh, Profeta!, el Libro. En él hay aleyas explícitas: ellas constituyen la esencia del libro. Otras son equívocas. Quienes tienen en sus corazones dudas, siguen lo que es equívoco (mutašabihātun) buscando la discrepancia ansiando su interpretación. Pero su interpretación no la conoce sino Dios. Los arraigados en la ciencia dicen: «Creemos en ello. Todo viene de nuestro Señor.» Pero no relfexionan sino los poseedores del juicio. En esta aleya está implícito, también, el problema jurídico de la abrogación de unas aleyas por otras.

{72} Traducción de Juan Vernet.

{73} Ernesto Renán, Averroes y el averroísmo, págs. 127-128, Tomo I, Traducción de Edmundo González-Blanco. Maimónides, Guía de Perplejos, capítulo 73.

{74} R. M. Frank, Al-Ghazali and The Ash’arite school, 1994, Duke University Press.

{75} En este pasaje Santo Tomás se opone a la sexta proposición de los mutacálimes asaríes (quorundam Loquentium in lege Maurorum) expuesta por Maimónides en su Guía de perplejos, I, capítulo 73.

{76} Suma contra los gentiles, III, 69, en este pasaje, dice Santo Tomás lo siguiente contra el ocasionalismo de los mutacálimes asaríes: «Quien da a otro lo principal, le da juntamente con ello todo cuanto de ello se sigue; como quien da a un cuerpo elemental su peso, le da la capacidad de moverse hacia abajo. Y hacer algo en acto es una consecuencia de existir en acto, como consta en el caso de Dios; pues él es el acto puro y la primera causa de la existencia de todas las cosas, como ya anteriormente se ha dicho. Por consiguiente, si a otros seres comunicó su semejanza en el ser, al crear las cosas, consecuentemente les comunicó su semejanza en cuanto a la capacidad de obrar, de manera que también las cosas creadas tengan sus propias acciones.»

{77} Abstracción e iluminación: Suma de Teología, I, q. 84, a. 5. y I, q. 12, a. 4, a. 13, I, q. 79, a. 3 ad 3.

{78} Iluminación: Suma contra los gentiles, I (10, 11), III (54, 59); Suma de Teología, I, q. 14, a.2, I, q. 44, a. 1, I, q. 79, a. 4; Sobre la verdad, q. 1, a. 4, ad 5.

{79} Tomás de Aquino, Sobre la verdad. Cuestiones disputadas sobre la verdad, 2003, edición e introducción de Julián Velarde.

{80} La F = m x a. Aristóteles dirá en este pasaje que la F = m x v. Llega a esta fórmula mediante una analogía de proporcionalidad geométrica.

{81} Santo Tomás, en la Suma de Teología, (I, q. 13, a. 5 «Los nombres dados a Dios y a las criaturas, ¿son o no son dados unívocamente a ambos?») habla expresamente de analogía de proporcionalidad. Pero el Dios de Santo Tomás no es el Primer Motor inmóvil de Aristóteles. La analogía de proporcionalidad en el mundo griego estaba plenamente vinculada a la naturaleza y los resultados de sus operaciones eran inmanentes al mundo. Al respecto, es muy ilustrativa la lectura del libro de G.E.R. Lloyd, Polaridad y analogía, Madrid, 1987. El nudo problemático lo encontramos con Aristóteles, pero el mismo advierte en la Metafísica (1026a20) que si en algún lugar se encuentra lo divino, objeto de proté philosophía –es decir, de la teología– es en la propia naturaleza.

{82} «Lo que se predica de un todo se predica de cualquier parte de ese todo», se encontraría en los Primeros analíticos, 24b26.

{83} Tahafut-al-Falasifat, problema XVII.

{84} Tahafut al-Tahafut, «Cuestión decimoséptima. Primera de las físicas» donde trata de las causas, traducción de Carlos Quiros, revista Pensamiento, vol. 16 (1960), págs. 331-348.

{85} Traducción de Carlos Quirós.

{86} Hourani, 153-165. Ärabe, págs. 15-16 (16.1-17.1).

{87} Kitab fals al-maqal, Hourani, 165-186. Árabe, págs. 17-19, (18.1-19.1).

{88} Madrid, 2007, traducción de Emilio Tornero Poveda, pág. 70.

{89} El poder en el Islam, Tetuán, última conferencia pronunciada en el Centro de Estudios Marroquíes durante el curso 1941-42 por Carlos Quirós Rodríguez, a la sazón profesor del centro.

{90} Tahāfut, Decimosexta discusión en el apartado «Acerca de las ciencias naturales». Citado por Idoia Maiza Ozcoidi en su libro La concepción de la filosofía en Averroes. Análisis crítico del Tahāfut al-tahāfut.

{91} Suma contra los gentiles, I (2, 3, 4, 6, 7, 9), II (4).

{92} Kitab fasl al-maqal, pág. 14 (14.1).

{93} Citado por Idoia Maiza Ozcoidi en op. cit., pág. 196, cuestión octava del Tahāfut.

{94} En Homenaje a D. Francisco Codera en su jubilación del profesorado. Estudios de erudición oriental, Zaragoza, 1904, págs. 271-331.

{95} Génesis, 1, 1: 'En ¢rcÍ ™po…hsen Ð qeÕj tÕnoÙranÕn kaˆ t¾n gÁn.

{96} ¿Fueron creados de la nada o son ellos los creadores?

{97} Hourani, 107. Árabe, pág. 11 (11.1).

{98} Él es quien creó los cielos y la tierra en seis días –su trono estaba sobre el agua– con el fin de probar cuál de vosotros sería el mejor en las obras.

{99} La concepción de la filosofía en Averroes, op. cit. pág. 18.

{100} «Acerca de las ciencias naturales», cuestión IV.

{101} Traducción de Asín Palacios, pág. 284, op. cit., «Acerca de las ciencias naturales», cuestión IV.

{102} Julio Caro Baroja, Los moriscos de Granada, 2000, pág. 195.

{103} Traducción de Asín Palacios, pág. 286, op. cit., «Acerca de las ciencias naturales», cuestión IV, Par. 584.

{104} En árabe dice que «toda religión existe por revelación y mezcla (yujātahā) con la razón».

{105} «Acerca de las ciencias naturales», cuestión IV.

{106} Exposición de la «República» de Platón, traducción y notas de Miguel Cruz Hernández.

{107} Kitab fals al-maqal , Hourani, 60-62.

{108} Fisal, traducción de Asín Palacios, IV, págs. 101-103. Citado por Miguel Cruz Hernández, en su Historia del pensamiento islámico, volumen 2, pág. 47.

{109} Citado por Miguel Cruz Hernández, op. cit. págs. 52-53.

{110} Traducción de Emilio Tornero, pág. 54.

{111} Maquiavelo, El Príncipe, VII, De principatibus novis qui alieni armis et fortuna acquiruntur y XI De principatibus ecclesiasticis.

{112} Ética a Eudemo, 1249b13-15.

{113} Ética a Nicómaco, 1140a23-b29.

{114} Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1106a9, Platón, el Banquete, 180e4-181a4.

{115} Ética a Nicómaco, 1110a13.

{116} Pierre Aubenque, La prudencia en Aristóteles, págs. 112-122, Barcelona, 1999.

{117} Emilio Tornero cita la traducción de Asín Plalacios Abenházam de Córdoba y su historia crítica de las ideas religiosas, IV, 123.

{118} Traducción de Emilio Tornero Poveda, Epístola sobre el establecimiento del camino de la salvación de manera abreviada, pág. 53, en El libro de los caracteres y las conductas. Junto con esta traducción se incluye la de la Epístola sobre el establecimiento del camino de la salvación de manera abreviada.

{119} Suma de Teología, I-II, q. 94, a.2.

{120} Suma de Teología, I-II, q. 91, a.3.

{121} Kitab fals al-maqal, Hourani, 150 (Árabe, pág. 15, 16.1: La práctica correcta consiste en llevar a cabo los actos que traen felicidad y evitar los actos que traen aflicción; y es el conocimiento de estos actos a lo que se llama «ciencia práctica».

{122} Emilio Tornero en El Corán, ayer y hoy. Perspectivas actuales sobre el Islam, Estudios en honor del profesor Julio Cortés, «Alcance y límites de la razón práctica en el sistema zāhirī de Ibn Hazm, págs. 49-62.

{123} Epístola sobre el establecimiento del camino de la salvación de manera abreviada, traducción de Emilio Tornero, págs. 52 y 58.

{124} Diálogo con un musulmán, con prólogo de Jon Juaristi y estudios históricos de Georges Tate y Jean-Pierre Arignon. Incluye el Discurso de Benedicto XVI, Barcelona, 2005. Aunque mucho más amplia, es interesante y esclarecedora la obra de Francisco Veiga El turco, Barcelona, 2006, en la que se ofrece una historia del imperio turcomano hasta la actual Turquía.

{125} Javier Pérez Jara, «Materia y racionalidad: sobre la inexistencia de la Idea de Dios», El Basilisco, págs.27-64, loc. cit. págs. 52-58.

{126} Walter Ullmann, Principios de gobierno y política en la Edad Media, 1971, pág. 72.

{127} Sir Steven Runciman, La caída de Constantinopla 1453, Barcelona, 2006, capítulo I.

{128} Citado por Andrés Martínez Lorca en Maestros de Occidente. Estudios sobre el pensamiento andalusí, Trotta, 2007, pág. 232. De la traducción de E. González-Blanco, pág. 70.

{129} op. cit. «Un pionero en el laberinto. Esbozo de biografía intelectual de Miguel Asín Palacios», págs.226-227.

{130} op. cit. de Asín Palacios, págs. 320-324.

 

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