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El Catoblepas, número 84, febrero 2009
  El Catoblepasnúmero 84 • febrero 2009 • página 10
Polémica

Recuperar y rectificar

Pedro Carlos González Cuevas

Respuesta a Pío Moa,
«Para un debate productivo», El Catoblepas, 83:10, enero 2009

Existen, sin duda, personas cuya conducta resulta tan elemental como previsible. Los primeros behavioristas trataron de alcanzar la pretensión de articular una técnica de conducta humana fundada en la intervención sobre los resortes psicológicos que la mueven y creían posible trazar los movimientos del hombre ateniéndose al juego de sus piezas y órganos. Como diría La Rochefoucauld en una de sus Máximas: «El hombre cree conducirse a sí mismo, cuando, en realidad, es conducido». En rigor, lo mismo pensaron siglos más tarde Watson, Pavlov y Skinner. Quizás sea el conductismo el mejor método psicológico para explicar la forma de actuar del señor Pío Moa Rodríguez. Como los perros de Watson y Pavlov o las ratas de Skinner, el polemista gallego suele responder de manera intempestiva y harto previsible a los estímulos que le ofrecen sus presuntos enemigos, sobre todo si son historiadores universitarios. El señor Moa es tedioso y reiterativo; sus respuestas siempre tienen el mismo tono e idéntico contenido; y, lo que es peor, carece de sentido del humor. En su psicología destaca igualmente una monstruosa egolatría. Parece sentirse el centro del mundo; mejor: del universo. Cuando hace referencia, en su alegato, a las «exhibiciones del ego» lo único que hace es autorretratarse. Lo demuestra cuando afirma que dedico el conjunto de mi artículo a refutar sus presuntas tesis. Algo completamente gratuito y falso, porque la mayor parte de su contenido tiene como objeto a los historiadores de izquierda, mucho más eruditos e inteligentes que él, lo que, dicho sea de paso, tampoco resulta excesivamente difícil; y, sobre todo, la exposición del contenido de las tesis revisionistas de Renzo de Felice, George L. Mosse, François Furet y Ernst Nolte. La réplica del señor Moa delata igualmente, un profundo autismo intelectual, porque, a juzgar por sus escritos, parece por completo ajeno a cualquier conexión con las aportaciones de los historiadores universitarios, que él finge, como su amigo César Vidal, despreciar, en un sentido muy próximo a la moraleja de la conocida fábula de La zorra y las uvas. De ahí su inconsecuente orgullo de ser objeto de crítica por parte de profesores universitarios como Reig Tapia, sin darse cuenta de que, en el caso del discípulo de Tuñón de Lara, lo de menos es refutar sus presuntas teorías, sino arremeter contra su lista de obsesiones: las derechas españolas, Francisco Franco y Ricardo de la Cierva. Incluso se permite el señor Moa hacer referencia a mi obra, que, a buen seguro, desconoce. No le aconsejaré de nuevo que lea mis libros; creo que sería inútil por mi parte. Pero yo puedo criticar su obra porque la conozco. Pero como él desconoce la mía, carece de legitimidad para criticarla y, sobre todo, para minusvalorarla. Y, por supuesto, ignora la influencia que haya podido tener en otros autores. De eso, como de casi todo, el señor Moa habla por boca de ganso; no sabe nada.

Y es que el señor Moa me recuerda, con su actitud, a los compañeros más zotes de mi colegio de curas, en cuyo cuaderno de notas aparecía frecuentemente la calificación de «Muy Deficiente» y el consiguiente «RR», es decir, «Recuperar y Rectificar». Sin duda es esa la calificación que merece no solamente el contenido de su respuesta, sino el conjunto de su obra. El leif-motiv de mi artículo era evaluar la producción historiográfica de los denominados historiadores «revisionistas» españoles, tanto conservadores, o lo que sean, como izquierdistas; y mostrar su inanidad respecto a lo que se entiende por «revisionismo» histórico en Francia, Italia, Alemania o Estados Unidos. Una muestra más de nuestro subdesarrollo cultural e intelectual. La requisitoria del señor Moa demuestra, una vez más, su escasa talla intelectual. Desde mi perspectiva de historiador y profesor universitario, la respuesta del polemista gallego merece un «Muy Deficiente» como calificación; un «RR» como valoración; y, por lo tanto, debería, en mi opinión, «Recuperar» y «Rectificar». El señor Moa es incapaz de contestar a ninguna de las preguntas que le hice, limitándose, como es costumbre en sus respuestas, al desdén y al insulto. Volveré, pacientemente, a repetirlas, por si no hubiera entendido su contenido: ¿No tuvo nada que ver Alfonso XIII en la caída del régimen constitucional? ¿Existió el desastre de Annual? ¿Y el Expediente Picasso? ¿Pidió El Debate en 1919 una dictadura civil? ¿Cuál fue la ideología y el proyecto político de la CEDA? . ¿Ha consultado en las hemerotecas la colección de El Debate o sólo la Antología de dicho diario elaborada por José María García Escudero? ¿Ha consultado el Boletín de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas? ¿Y el órgano de las Juventudes de Acción Popular? ¿Le suena de algo la Revista de Estudios Hispánicos? ¿Se ha pasado alguna vez por el Archivo de la Fundación Antonio Maura y ha consultado sus fondos? ¿Cuál fue la actitud de los católicos sociales ante la Dictadura de Primo de Rivera?¿Ha leído las memorias de José María Gil Robles?¿Le suena el nombre de Manuel Jiménez Fernández? ¿Cuál era la ideología de Gil Robles desde su juventud? ¿No se planteó el líder de la CEDA la posibilidad de un golpe de Estado militar? ¿Conoce su admiración por Oliveira Salazar? Pero es que hay más. Los autores a que hago referencia parece desconocerlos. Casi podríamos decir que le suenan a chino. No sabe ni de qué habla cuando hago referencia a la obra de Charles S. Maier, ni a su concepto de «corporativización», que erróneamente relaciona con el marxismo. ¡Con Lenin y Stalin, nada menos!. Tampoco parece haber consultado las obras de Fernando del Rey, Francisco Villacorta, sobre la «corporativización» de la sociedad española. Ni la de María Jesús González Hernández, sobre el maurismo. O la de María Sierra sobre la «cultura política» de los partidos dinásticos durante la Restauración. O la de Eduardo González Calleja sobre la violencia y el militarismo, a lo largo de la Monarquía constitucional, la Dictadura o la II República. O la de Nigel Towson, sobre el Partido Radical en la II República. O la de Julio de la Cueva sobre el anticlericalismo español. O la de Feliciano Montero sobre el movimiento católico. O los de José Manuel Macarro sobre la izquierda andaluza. No digamos ya las de Renzo de Felice, George L. Mosse, François Furet o Ernst Nolte, que simplemente parece ignorar, tanto en su respuesta como en el conjunto de su obra.

Con tan apabullante ignorancia, resulta imposible –racionalmente, al menos– intentar pontificar sobre la crisis de la Restauración, la II República, el período de entreguerras o la guerra civil española. Pero hay consecuencias más graves de todo esto. Y es que de sus trampas y hondas ignorancias históricas las principales víctimas son sus lectores. Todavía recuerdo la patética imagen del dirigente popular madrileño Antonio Beteta, esgrimiendo como fuente de autoridad el libro firmado por César Vidal, Checas de Madrid, frente a la reivindicación de la II República por parte de las izquierdas. La rechifla fue general, entre sus antagonistas, y con razón, porque el libro firmado por el locutor de la COPE no era otra cosa que un refrito de la Causa General, de Tomás Borrás y algunas obras de Ricardo de la Cierva. El señor Beteta y el conjunto de la derecha social española no se merecía aquella humillación. Lo mismo ocurre con los libros del señor Moa, tan fáciles de leer, tan biodegradables, como carentes de investigación de archivo, análisis social o ideológico.

Pondré algunos ejemplos de tal ignorancia, pocos para no cebarme. El señor Moa no se entera, ni de lejos, de la significación de la crisis del 98. La historia política e intelectual no parece ser su fuerte. La crisis del 98 no tuvo como consecuencia graves transtornos económicos; más bien todo lo contrario. Y los problemas políticos eran anteriores al Desastre: la oligarquía caciquil, la cuestión social y la escasa nacionalización de las masas con la consiguiente emergencia de los nacionalismos periféricos en el País Vasco y Cataluña. Pero la derrota ante Estados Unidos incidió decisivamente en el agravamiento de todos aquellos problemas acumulados durante tanto tiempo. Fue, ante todo, una crisis del legitimidad, que puso al desnudo la ineficacia del sistema político de la Restauración. Así lo vieron no pocos de sus contemporáneos. «Las Cortes que son uno de los más principales órganos del Poder y como una irradiación del Gobierno, mueren sin duelo y nacen sin alegría. ¿Por qué? En primer lugar, porque la inmensa mayoría del pueblo español está vuelta de espaldas, no interviene para nada en la vida pública. De los que quedan, eliminad las muchedumbres socialistas, anarquistas y libertarias; restad las masas carlistas y las masas republicanas de todos los matices; id contando mentalmente lo que os queda; subdividid entre las fracciones gobernantes y decidme la fuerza verdadera que le queda en el país a cada una de las fuerzas que representa cada organismo gobernante con su mayoría, con su voto decisivo, con la acción y dirección que ejerce la nación». Poco después, el mismo personaje reiteró su posición: «Debajo de la mentada armazón constitucional, lo que de veras existe es un cacicato, editor de la Gaceta y del presupuesto». ¿Quién hizo tan duros juicios sobre la Restauración? ¿Costa? ¿Quizás Azaña? ¿Acaso Ortega y Gasset? ¿Otros intelectuales «mesiánicos» que tanto molestan al señor Moa? No, hombre, no; se llamaba Antonio Maura; y fueron pronunciados, el primero, ante las Cortes el 15 de julio de 1901; y el segundo como respuesta a la encuesta de Joaquín Costa sobre Oligarquía y caciquismo. El prócer mallorquín sabía de lo que hablaba, porque había crecido en el seno del más genuino de los caciquismos, al entrar en el bufete de Gemán Gamazo y convertirse en su cuñado. Toda su carrera política se hizo a la sombra del fundador de la Liga Agraria Castellana, hasta que logró crearse una situación de poder, tras pasar del Partido Liberal al Conservador. Afirmar como hace Moa que el régimen de la Restauración tendía «por su propia dinámica a una democracia cada vez más amplia», no sólo refleja una concepción teleológica de la historia, sino que significa negar lo que realmente ocurrió. Como es sabido, ocurrió todo lo contrario. El propio Maura, tan crítico con el caciquismo, no hizo el menor reparo a las prácticas de su ministro Juan de la Cierva. Y en la célebre Ley Electoral de 1907 estableció, en su artículo 29, el nombramiento automático de los candidatos sin contrincante, cuyo resultado fue que en amplias zonas del país dejaron de celebrarse elecciones y que un buen porcentaje de diputados comenzaron a acceder al Congreso sin necesidad del pasar por las urnas, es decir, sin un efectivo mandato de los ciudadanos bajo un sistema de sufragio teóricamente universal. La corrupción electoral fue una de las constantes del régimen; y duró hasta su final. En concreto, las elecciones celebradas en la primavera de 1923 fueron, según la mayoría de los historiadores, unas de las más corruptas y caciquiles de toda la Restauración: nada menos que 145 actas de diputados, de un total de 400, fueron adjudicadas sin elección aplicando el artículo 29 masivamente. El espectáculo que ofreció el gobierno presidido por García Prieto, a la hora de adjudicar las carteras ministeriales y de distribuir los puestos del «encasillado» entre distintas familias y allegados fue cualquier cosa menos edificante. Tampoco fue la Restauración el paraíso de libertades que el señor Moa describe. Las elites del sistema recurrieron permanentemente al estado de excepción y a la supresión de las garantías constitucionales. Según los cálculos del historiador Eduardo González Calleja, a lo largo de la Restauración el conjunto de los ciudadanos tuvo sus derechos básicos en entredicho un total de 14´2 años; y la supresión de garantías constitucionales a escala local, provincial y regional afectó a importantes masas de la población por 11´4 años más. En suma, un 45´6 % de los cincuenta y seis años de duración del régimen monárquico (Un 38´6 % si omitimos la Dictadura de Primo de Rivera) trascurrió con las libertades públicas gravemente limitadas en toda o una parte del territorio nacional.

Tampoco aprueba el señor Moa en historia del pensamiento económico y social. No es cierto, como dice Moa, que Joseph Schumpeter sostuviera que el marxismo terminaría por prevalecer sobre el capitalismo. En realidad, el economista austriaco opinaba que Marx se había equivocado en casi todos los aspectos. Solo aceptaba su enfoque. Le suspendió por sus teorías económicas, se negó a aceptar su teoría de las clases sociales, el análisis del proceso económico o sus reflexiones sobre las actividades y comportamientos de los actores económicos del capitalismo. El interés de Schumpeter por Marx radicó en que sus teorías estaban muy enfrentadas porque eran muy similares no en la sustancia o en el proceso, sino en el método. Las dos eran evolutivas, trazaban trayectorias históricas del capitalismo y apuntaban a su desplome. Para Schumpeter, la decadencia del capitalismo se debía a varios factores que poco tenían que ver con el marxismo: destrucción de los estratos protectores, enemiga de los intelectuales, decadencia del individualismo, desintegración de la familia, ausencia de atractivo para las masas, &c., &c. El sistema destinado a sucederlo, y que el economista austriaco denominaba «socialista», poco tenía que ver con el régimen comunista soviético. Las ideas de Schumpeter han sido, en ese sentido, relacionadas con el catolicismo social, con la tecnocracia o con el fascismo.

Pero el alegato de Moa no sólo adolece, como el resto de su obra, de una crasa ignorancia histórica. En mi colegio de curas, se daba una gran importancia no sólo a los conocimientos, sino a la conducta, a lo que entonces de denominaba urbanidad. En ese ámbito el señor Moa merece igualmente la calificación de «Muy Deficiente»; y, en consecuencia, debe «Recuperar y Rectificar». Su permanente recurso al insulto personal no es muestra sólo de una gran inseguridad intelectual y ausencia de razones; es testimonio, al mismo tiempo, de mala crianza. El señor Moa se permite la libertad, que nadie le ha otorgado, de ironizar sobre mi apellido, llamándome «Cavernas»; pero ni en esto siquiera resulta original, así llamaba, viniera o no al cuento, el inimitable Jiménez Losantos al difunto presidente de la CEOE. No es el único insulto que me espeta; soy, a su entender, «enredoso», «pedante», «Perogrullo», &c., &c. La verdad es que no he sido la única víctima de sus groseras diatribas. No hace mucho calificó a Mariano Rajoy de «proetarra» o comparó a Rodríguez Zapatero con Hitler. Pedro J. Ramírez y El Mundo han sido no hace mucho igualmente objeto de sus diatribas.

En mi colegio de curas, se daba igualmente un gran relieve a la ética y a los principios de justicia social. No deja de asombrarme, por ello, que el señor Moa relacione mi supuesto «materialismo histórico» con la mención a la intolerable situación social de los campesinos del Sur a lo largo de la Restauración y de la II República. Y es que a mí me enseñaron, en el colegio, que la justicia social era un imperativo evangélico o, si se quiere, humano. Así lo creía también Manuel Jiménez Fernández. Como buen converso, el señor Moa parece haber pasado de su maoísmo juvenil a un liberalismo económico a ultranza. Quizás estime, no lo sé, porque nunca muestra sus fuentes, como Friedrich von Hayek, que el principio de justicia social no pasa de ser un «atavismo» propio de sociedades cerradas o tribales. Al menos, eso parece deducirse de su diatriba. No hace falta ser marxista para someter a dura crítica ese tipo de liberalismo, que tanto aprecian sus compañeros de Libertad Digital, y que tanto daño ha hecho y hace en las sociedades donde se aplica sin restricciones. Lejos de ser un «atavismo» tribal o de ser reclamo de una utópica igualdad absolutamente perfecta, el principio de justicia social supone, como ha señalado el filósofo polaco Leszek Kolakowski, la existencia de «un destino humano común del que cada uno de nosotros es partícipe, y que la idea de la humanidad tiene sentido no solamente como categoría zoológica, sino también moral».

¿Debates? Por supuesto; todos los que el señor Moa quiera o desee; pero con unas condiciones mínimas. En primer lugar, el señor Moa debe abandonar su lenguaje soez y tabernario. Necesita unas cuantas clases de urbanidad, para abandonar tan deleznables hábitos. De lo contrario, el debate resultaría imposible.

Y en segundo lugar, lo más importante. Para entrar en un debate mínimamente racional el señor Moa debe, como ya ha dicho, «Recuperar» y «Rectificar», es decir, estudiar sistemática y detenidamente la Historia contemporánea española y europea, que ahora desconoce. Y es que el primer paso para el logro de la reforma moral que la sociedad española necesita es el de restaurar a todos los niveles, desde la escuela a la esfera pública, el principio de jerarquía. No todas las opiniones valen lo mismo si no se encuentran fundamentadas en unos conocimientos profundos de las materias sobre las que se quiere debatir. Se trata del «imperativo de selección» de que habló en su tiempo Ortega y Gasset. Resulta imposible debatir sobre la Restauración, la II República o el período de entreguerras con un individuo que apenas ha oído hablar o ha leído a Maier, De Felice, Furet, Mosse, Nolte, Del Rey, Gentile, Villacorta, González Calleja, De la Cueva, Macarro, González Hernández, Montero, Towson, Sierra, &c., &c.

En consecuencia, las tesis-estándar del señor Moa carecen, en el fondo, de relevancia; y no solo por su desconocimiento de la obra de estos autores, sino por su propia concepción de la historia. En sus tesis-estándar, el señor Moa sigue una concepción teleológica y presentista de la historia contemporánea española que solo se comprende a partir de un desenlace obligado y no examina de él sino aquello a lo que conduce este fin necesario. Ahora bien; lo que es preciso interrogar es precisamente esa ilusión retrospectiva inherente a ese movimiento a contrapelo que permite leer los signos precursores cuando el acontecimiento ya se ha cumplido y cuando se mira el pasado desde el punto de vista de ese final que no es, ni tiene por qué ser necesariamente su futuro. Además, sus puntos de partida resultan extraordinariamente ingenuos. Un ejemplo claro en su insistencia en el «mesianismo» de las izquierdas y de los intelectuales. ¿Cómo explicar a partir de un concepto tan ambiguo e impreciso como el de «mesianismo» un proceso enormemente complejo como el de la crisis de la Restauración o la II República? Un concepto que, en realidad, no explica nada. ¿De donde surge esa pretendido «mesianismo» de las izquierdas y de los intelectuales españoles? ¿Quizás de un inverificable «carácter nacional» como solía defender Salvador de Madariaga? ¿De la «vividura» hispánica de Américo Castro? ¿Se trata de una «mentalidad» específicamente española? ¿No habría entonces que relacionarla, como recomendaba Braudel, con el contexto social-económico-demográfico? Para colmo, las tesis-estándar de Moa ni tan siquiera son originales, porque se trata de una amalgama de ideas traídas de aquí y de allá: Richard Robinson, Juan José Linz, Ricardo de la Cierva, Payne, Salas Larrázabal, &c., &c. En estas tesis-estandar destaca igualmente el profundo y poco matizado maniqueísmo que caracteriza al señor Moa, lo que les priva aún más de credibilidad.

En fin; para concluir, el señor Moa debe, a mi modo de ver, «Recuperar» y «Rectificar», o sea, documentarse, esforzarse y estudiar más y mejor. Como este tipo de hábitos y de conocimientos no se improvisa, le emplazo para el 2020 a ese debate que tanto parece desear; creo que para entonces estará preparado para tales encuentros intelectuales, no ya conmigo, sino con cualquiera de sus demonizados historiadores universitarios. Todo un reto.

 

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