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El Catoblepas, número 84, febrero 2009
  El Catoblepasnúmero 84 • febrero 2009 • página 3
Guía de Perplejos

Vicios

Alfonso Fernández Tresguerres

Sobre lo que se considera reprobable en la naturaleza humana

En su sentido más amplio, un vicio no es sino la ausencia de un determinado rasgo que algo debería poseer, o también un funcionamiento inapropiado o defectuoso de ese algo (sea un objeto, sea un razonamiento o cualquier otra cosa de la que estemos hablando, incluso una situación: un ambiente enrarecido o viciado, por ejemplo). En definitiva, que algo posee un vicio o está viciado quiere decir que no es como debería ser (o se espera que sea) o que no funciona como debería funcionar, con arreglo a las expectativas que de ello se tiene o con las normas que le son inherentes.

Y esto significa, como es obvio, que no cabe hablar de vicio, en sentido moral, más que en relación con aquello que se supone que el hombre debe ser; en relación, por tanto, con aquello que se entienda por virtud. En Aristóteles, como se sabe, la virtud es siempre un justo término medio entre dos extremos igualmente viciosos, uno por exceso y el otro por defecto, lo que implica que los vicios se presentan siempre a pares y alejados ambos, en direcciones opuestas, de la virtud. Y así, por referirnos sólo a un caso, quien posee la de la valentía se halla igualmente reñido tanto con el timorato o cobarde (que peca por defecto) como con el temerario (que lo hace por exceso).

Esto referido, claro está, a las virtudes propiamente éticas. En cuanto a las que Aristóteles denomina dianoéticas o intelectuales, no tienen seguramente término medio: o se poseen o no se poseen. No existe un justo medio para la sabiduría o la prudencia, y eso por más que ambas admitan diversos grados. Y así como nadie peca de sabio por exceso, tampoco lo hace de prudente (si realmente se trata de prudencia), aunque, sin duda, alguien pueda serlo más o menos. Tales virtudes, sencillamente, se tienen o no. De manera que el vicio consistirá, precisamente, no ya en quedarse corto (en un defecto), sino en carecer de ellas.

Ahora bien, creo que la relación entre el vicio y la virtud es más compleja y también más sutil de lo que podría conjeturarse a partir de lo que hemos señalado. ¿Acaso no ser valiente implica de manera inmediata ser cobarde o temerario? Creo que no necesariamente. Me parece que acierta Kant cuando afirma que el vicio es algo más que ausencia de virtud. Tanto el uno como la otra –sostiene– suponen siempre algo positivo, y si la virtud consiste en superar la inclinación al mal,

«La condición del vicioso es la de una sumisión servil al poder de la inclinación» [Ethica, § 49];

de aquí que del hecho de que alguien no sea virtuoso no se concluye de modo inmediato que se halle dominado por el vicio, sino únicamente que carece de virtud. Ahora bien, tal carencia es algo meramente negativo, en tanto que el vicio implica el menosprecio de la ley moral y el hacer lo contrario de lo dictado por ella. Y por lo mismo, quien no posee ninguna inclinación al mal no puede ser considerado virtuoso (como les sucede a los santos), ni tampoco aquél que, en posesión de un buen corazón, lo es por instinto: la virtud implica siempre la inclinación al mal y su superación conforme a principios morales.

Se puede, pues, ser bueno sin ser virtuoso, y sin serlo, también, se puede no ser vicioso. Poco mérito tiene no ser apresado en las garras de un vicio cuando no existe disposición alguna hacia él, es decir, cuando no se tiene. La virtud presupone siempre la inclinación a algún mal que es vencido mediante la práctica que acaba por convertir en hábito o costumbre la acción opuesta a él. De ahí que, como acertadamente señaló Aristóteles, la virtud no es sino un hábito bueno adquirido por la repetición de determinados actos.

El vicio estriba, por tanto, no en la posesión de una determinada inclinación al mal, sino en verse incapaz de vencerla, y en vivir preso de ella y en ella (también, muchas veces, para ella). De ahí que acaso podría concluirse que el vicio por excelencia –el denominador común a todos ellos– es la falta de fortaleza o la pusilanimidad, o incluso, que tal es, en el fondo, el vicio único –al igual que Sócrates afirmaba que la sola virtud es la sabiduría–. Y si la virtud es –siempre según Sócrates– la sabiduría aplicada a diferentes campos, el vicio no sería sino la falta de fortaleza operando en frentes distintos. Determinar cuáles sean esos supondría, probablemente, embarcarse en la labor de construir un listado interminable.

«El patrimonio del vicio es un territorio muy extenso» [Ethica, § 47],

decía Kant. O si se quiere expresar de otro modo:

«hay tantos vicios como hombres» [Séneca, De Ira, II, 8, 1.]

Y ni siquiera suele ser frecuente que se distribuyan en relación de uno a uno, esto es, que a un solo hombre corresponda un solo vicio: lo habitual es que nos habiten varios; y eso es tal vez lo que impide, como sospechaba La Rochefoucauld, que nos abandonemos a uno solo. Sí, desde luego: es muy probable que no seamos fieles ni siquiera a nuestros vicios.

Ahora bien, si es cierto que es posible no poseer la virtud y, sin embargo, no ser vicioso, es evidente que no cabe serlo más que estando ausente aquella. O lo que es igual: que el vicio se define siempre en relación a una determinada virtud. E incluso no pocas veces, como ya observó Séneca, se presenta bajo su apariencia y en su vecindad

–«Hay vicios vecinos de las virtudes» [Séneca, Cartas a Lucilio, CXX]–,

y de esa manera, el cobarde quiere pasar por prudente o el avaro por prevenido y ahorrador, al igual que el glotón desea ser visto como gourmet o el envidioso como fino catador de los escasos méritos de aquél al que envidia.

Mas que el vicio se defina siempre sobre el telón de fondo de una virtud significa, al mismo tiempo, que lo que se entienda por vicio depende siempre de lo que se considere virtuoso. Y así, por ejemplo, desde determinadas concepciones religiosas puede que se dictamine como vicioso todo lo que tiene que ver con el cuerpo y su satisfacción, incluso las de aquellas necesidades consideradas primarias o elementales, de tal manera que se califique de pereza a lo que no es sino el ejercicio de nuestro derecho a tomarnos un tiempo más o menos variable para no hacer absolutamente nada que no sea mirar por la ventana y ver la vida pasar, o que se llame glotón a quien disfruta sin exceso alguno de los placeres de la mesa, o lujurioso a quien se limita a practicar –con periodos de mayor o menor intensidad– el sano ejercicio amatorio, sin el cual no digo yo que no fuera posible vivir, pero sería distinto. Mas, a lo que se ve, hay algunos a quien les parece que la vida nos reporta pocas penas y quebraderos de cabeza como para que resulte conveniente incrementar el pesar con la renuncia a determinados placeres que sin dañar a nadie nos causan satisfacción. Llevo años tratando de entender, sin ir más lejos, cuál es la lógica subyacente al hecho de que Dios nos haya creado activos sexualmente todo el año para luego prohibirnos tal actividad mediante el anatema del pecado y la amenaza infernal. Yo creo que no se ha prestado suficiente atención a este misterio, tan profundo, al menos, como el de la Santísima Trinidad o el de la virginidad de María.

Pero esto que decimos viene a significar, entonces, que, como dice Vauvenargues, no sólo hay virtudes que en realidad no son tales, si también vicios imaginarios:

Il ne faut pas croire aisément que ce que la nature a fait aimable soit vicieux : il n´y a point de siècle et de peuple qui n´aient etabli des vertus et des vices imaginaires.
[«No es de creer fácilmente que lo que la naturaleza ha hecho amable sea vicioso: no hay siglo ni pueblo que no hayan establecido virtudes y vicios imaginarios», Réflexions et maximes, 122].

Así es, efecto, e incluso creo que puede suscribirse la totalidad de la afirmación del moralista francés: porque si es verdad que toda sociedad tiene su propio repertorio de virtudes ficticias y vicios imaginarios, lo es, igualmente, que ningún placer natural puede ser considerado en sí mismo vicioso, y hasta cabe conjeturar que se encuentra siempre en estricta correspondencia con una necesidad que no sólo es lícito satisfacer, sino también necesario hacerlo. Estamos hablando de aquellos placeres que Epicuro consideraba naturales y necesarios, y que se corresponden muy aproximadamente con lo que nosotros entendemos hoy por necesidades primarias o biológicas (seguridad, sed, hambre, sueño y sexo), y de las que depende la supervivencia ya del individuo, ya de la especie. El vicio residirá, en cualquier caso, en satisfacerlas de una manera innecesaria (como diría el propio Epicuro) o (diríamos nosotros) en convertir cualquiera de ellas en objetivo dominante y único de nuestra existencia, en no vivir sino para ella, sin conocer otro límite que el hartazgo o el hastío, para volver a lo mismo una y otra vez, no bien repuestos del empacho. Pero disfrutar de la comida y la bebida no es gula ni glotonería, como no es pereza hacerlo con el descanso o lujuria con el sexo. Mas hay quienes parecen pensar que no existe término medio, y que evitar los vicios correspondientes, para alcanzar el camino que conduce, no ya a la santidad, sino a la mera virtud, pasa por comer y beber con auténtica repugnancia, dormir como si lo hiciéramos sobre un lecho de alfileres y olvidarnos del sexo que no tenga como objetivo inmediato la reproducción inmediata, y aun practicar tal actividad reproductiva presos del más vivo desagrado y de un profundo asco.

Aunque, de todos modos, no sé yo si tiene mucho sentido empeñarnos en ser virtuosos. Después de todo, con frecuencia se nos perdonan más fácilmente nuestros vicios que nuestras virtudes, y antes se ganan enemigos por éstas que por aquéllos. Como observa Chamfort:

«Existen pocos vicios que impidan a un hombre tener un montón de amigos, cosa que puede ocurrir de tener grandes cualidades» [Máximas generales, II: 47.]

Y la razón es que nadie nos envidia por nuestros defectos, sino por nuestras buenas aptitudes: acaso por éstas nos persigan, mas por aquéllos se limitan a compadecernos; y ni siquiera eso, sino a fingir una especie de lástima que tiene más que ver con el desprecio que con la compasión genuina. De manera que, como escribía Joseph Joubert en 1776:

«No es equivocado decir que a menudo se nos ama más por nuestros defectos que por nuestras buenas cualidades.»

Claro que esto no tiene mucho que ver conmigo, porque ni tengo grandes cualidades que envidiar ni me intereso en las del prójimo lo suficiente como para ser envidioso. Lo único que pido de él es que mi vida le ocupe el mismo tiempo que a mí la suya. Mis necesidades –no hablo ahora de aquéllas que engendran placeres naturales y necesarios– se ven plenamente satisfechas con un buen libro que leer y alguna tontería que escribir. Hay quienes en lugar de vivir para sí lo hacen para el otro, pendiente de él, mas no entregado a él –empresa que, en según qué casos, será más o menos noble, aunque no es la mía–, sino a su acecho: si va o si viene, si hace o no hace y si tiene o deja de tener. Y éste no es, ciertamente, uno de los vicios menores; y vicio, por lo demás, incorregible, si es que no son incorregibles todos ellos, porque si la virtud es un hábito bueno, entonces el vicio no puede ser otra cosa que uno malo, y es probable que no exista cárcel tan férrea como la costumbre: comenzamos por hacer algo, como podríamos haber hecho cualquier otra cosa, y al cabo de un tiempo, sin advertirlo siquiera, caemos en la cuenta de que apenas sabríamos vivir sin ello. Mas esto no significa, por mi parte, renegar de la costumbre, ni aun llevada al extremo de rutina; antes bien, creo que ella constituye mi medio natural y en el que mejor me encuentro, y nada hay que me altere tanto como aquellos acontecimientos que me obligan a romper con mi rutina diaria.

Pero volviendo a eso de si es posible corregirnos de nuestros vicios, yo –lo acabo de señalar– tengo serias dudas al respecto. Es necesario, en primer lugar, el firme deseo de corregirse, y aunque Kant afirma que

«nadie es tan malvado como para no desear tan siquiera ser bueno» [Ethica, § 49],

yo no estoy tan seguro que ese deseo se dé realmente, al menos en todos los casos. Para ello sería necesario comenzar por reconocer que nuestros vicios son tales. Pero no pocas veces parecemos creer que se trata de formas de ser o de actuar tan lícitas y válidas, tan naturales como cualquier otra. Tan inherentes terminan por convertirse a nuestro ser y a confundirse hasta tal punto con él, que difícilmente podemos reconocerlos como tales y de imaginarnos a nosotros mismos siendo distintos de cómo somos.

Y hasta ocasiones hay en los que damos en suponer que nadie hay, en ese aspecto, diferente a como nosotros somos, al igual que le sucedía con su marido a la esposa de Hierón, tirano de Gela y Siracusa. Pues habiéndole alguien reprochado a éste su mal aliento, alegó que su mujer nunca le había dicho nada al respecto, a lo que ella respondió: «Yo pensaba que todos los hombres olían así».

Añádase a ello que casi todos los vicios reportan una gratificación inmediata, con independencia de cuánto sea lo que acaben por perjudicarnos pasado un tiempo más o menos largo.

«Ningún vicio viene sin recompensa» [Séneca, Cartas a Lucilio, LXIX].

Nadie abraza un vicio en tanto que doloroso, sino sólo en la medida en que le resulta satisfactorio, del mismo modo que nadie quiere el mal por sí mismo, y sí únicamente en tanto que lo considera un bien. Tiene por eso razón Bentham cuando, muy próximo a Sócrates, sostiene que un vicio no es sino un cálculo erróneo en la persecución de la felicidad. Mas por erróneo que sea, nadie hay a quien se le torne en vicio algo que le resulte desagradable. Y así, si muchos son los que caen en la pereza, pocos hay para los que trabajar sea un vicio. Para que alguien, en suma, quiera ser bueno tiene previamente que reconocerse como malvado. Pero más fácil que eso es que encuentre siempre el medio para hallar una razón con la que justificarse. Creo que conviene, a este respecto, tener presente aquello que decía también Séneca:

«amamos nuestros vicios, salimos en su defensa y preferimos excusarlos en lugar de erradicarlos del alma» [Cartas a Lucilio, CXVI].

Nada hay tan desconocido para nosotros como nosotros mismos. Y a esta parte de ignorancia añádase otra igual de debilidad y de costumbre –y tan fuerte es ésta como frágiles nosotros–, de tal forma que acabaremos por advertir que si bien quien es capaz de saberse malvado y vicioso está muy cerca de dejar de serlo, puesto que tal reconocimiento es ya una forma de bondad y de virtud, erradicar de nosotros aquello que reprobamos exige todavía un gran esfuerzo, no pocas veces imposible de realizar. Porque incluso admitiendo que se den el reconocimiento del mal y el deseo de cambiar, es preciso, además, la firme resolución, nacida de una voluntad fuerte, de corregirse; pero sucede con frecuencia que nuestros vicios acaban por convertirse en necesidades, al punto de que ya no sabemos muy bien cómo pasar sin ellos. Y cuando sucede que alguna vez nos corregimos, no suele ser debido a nuestro esfuerzo (con lo que propiamente no cabe hablar de corrección), sino a las circunstancias. Y a menudo lo que en verdad acontece es que hemos cambiado un vicio por otro. De manera que casi nunca abandonamos nuestros vicios: son ellos lo que nos abandonan. Tiene razón La Rochefoucauld:

«Cuando los vicios nos abandonan abrigamos la ilusión de ser nosotros quienes los abandonan» [Aforismos, 192].

No se crea, sin embargo, que hablo desde el púlpito. Ningún inconveniente tengo en ponerme a mi mismo como modelo y ejemplo de esto que digo. Y siendo así, no seré yo quien exija a nadie que se corrija, y menos aún tratar de corregirlo yo. Mejor prefiero seguir en este punto a Espinosa y entender que los afectos humanos (incluidos los afectos viciosos) deben ser considerados igual que las demás cosas naturales, y si hemos de llamarlos malos, será sólo atendiendo a la utilidad humana [Ethica, IV: 57e [a]]. Después de todo, ¿qué criterio podría usarse, si no ése, para hablar de virtudes y vicios? ¿Qué razón hay para decir que un carácter, una actitud o una costumbre son viciosos si no perjudican a nadie? ¿A qué mundo de valores eternos vamos a recurrir para emitir tal juicio? ¿Y quién lo ha establecido?

Los vicios –continúa diciendo Espinosa–,

«considerados en sí mismos, se siguen de la misma necesidad y virtud de la naturaleza que las demás cosas singulares; y admiten, por tanto, ciertas causas por las que son entendidos y tienen ciertas propiedades tan dignas de nuestro conocimiento como las propiedades de cualquier otra cosa, cuya simple contemplación nos agrada» [Ethica, III: pról. [b]].

Goethe lo decía de otro modo:

«Podría decirse en broma –aclara– que el hombre está íntegramente compuesto de fallos, algunos de los cuales se consideran útiles para la sociedad, y otros, perjudiciales, algunos aprovechables y otros no. De los primeros se habla bien: los llaman virtudes; de los segundos, mal, y los llaman vicios» [Máximas y reflexiones, 836].

De lo que se trata, pues, no es tanto de odiarlos o despreciarlos como de entenderlos –que no es lo mismo que justificarlos–, considerando, de nuevo con Espinosa:

«las acciones humanas y los apetitos como si se tratara de líneas, planos o cuerpos» [Ethica, III: pról. [b]].

 

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