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El Catoblepas, número 82, diciembre 2008
  El Catoblepasnúmero 82 • diciembre 2008 • página 14
Artículos

¿Revisionismo histórico en España?

Pedro Carlos González Cuevas

El conocimiento y la profundización en las obras de los historiadores verdaderamente revisionistas podría dar un impulso a la racionalización de la vida cultural e historiográfica española

Revisionismo histórico en España

I. El malestar en la cultura española:
pseudorrevisionismo y contrarrevisionismo

1. Pío Moa: el pseudorrevisionismo

Hoy, ya resulta más que evidente que el actual momento cultural español se caracteriza por una falta de creatividad ciertamente singular; lo que resulta ser, en gran medida, un reflejo de la privatización, el hedonismo, la promiscuidad y el narcisismo característico de nuestra vida social, donde la improvisación, el dinero y la autogratificación marcan la pauta y se han convertido en norma general. Buena muestra de ello ha sido –y sigue siendo– la escasa calidad con que se han desarrollado las polémicas sobre la denominada «memoria histórica» y la guerra civil. Hace poco más de un año, el conocido polemista Pío Moa Rodríguez anunciaba, en una airada respuesta a mi artículo sobre La decadencia cultural de la derecha española , la próxima publicación de un nuevo libro suyo titulado La quiebra de la historia progresista . Por mi parte, profeticé, en una contrarréplica, que esa obra sería, como todo lo suyo, un mero «parto de los montes»; en el mejor de los casos, un libro biodegradable, de usar y tirar{1}. Tras su lectura, creo que no me equivoqué; todo lo contrario. Su lectura me ha producido una penosa impresión. Mero amasijo de artículos publicados en Libertad Digital , La quiebra de la historia progresista pretende refutar las obras dedicadas a la guerra civil y al régimen de Franco escritas por historiadores como Antony Beevor, Manuel Tuñón de Lara, Bartolomé Bennassar, Paul Preston, Santos Juliá, Angel Viñas, Alberto Reig Tapia, Enrique Moradiellos, Fernando García de Cortázar, &c. La obra tiene, con todo, una ventaja, y es que en sus páginas el señor Moa Rodríguez resume sus tesis sobre la II República, la guerra civil y el régimen de Franco. Desde sus primeras páginas, puede verse lo infructuoso del intento; y no porque tales obras carezcan de puntos débiles –todo libro de historia los tiene-, sino por la ausencia de metodología, de sistematicidad, de perspicacia, de cultura y de capacidad de trabajo que siempre ha caracterizado la producción de Pío Moa Rodríguez. No se puede borrar de un voluntarístico plumazo el contenido de esas obras; ni ese objetivo está al alcance del presuntuoso crítico. Que tal libro haya sido publicado por una editorial prestigiosa e incluso haya sido jaleado por sus incondicionales –cada vez menos numerosos– corrobora la banalidad cultural dominante en nuestra sociedad.

En este nuevo libro, Moa Rodríguez no ha abandonado sus costumbres, ni su peculiar estilo de polemista. Y recurre al insulto sistemático e incluso a la descalificación a partir de una valoración tremendamente subjetiva de la vida privada o del origen de sus contradictores. Los presuntos representantes de esa «historia progresista» son «lisenkos», stalinistas, marxistas, herederos del franquismo, funcionarios de la dictadura convertidos, por intereses personales, en izquierdistas, &c. Nada de ello tiene que ver con la calidad de esas obras. Además, endilga la etiqueta de «progresistas» a historiadores como Bennassar o García de Cortázar, católicos y más bien moderados, que apenas tienen relación con Reig Tapia, Tuñón de Lara, Juliá o Preston. Sin embargo, para el polemista, todo vale. No creo, por otra parte, que la mayoría de estos autores sea marxista y mucho menos stalinista. Tuñón de Lara fue, sin duda, marxista; no lo son Beevor, Juliá o Viñas. Preston y Reig, en muy escasa medida. En el caso del historiador de Liverpool su presunta metodología histórica me parece un misterio. Tanto en Preston como en Reig, y luego incidiré en ello, prima claramente el «pathos» sobre el «logos». No deja de ser curioso que el socialista y biógrafo de Indalecio Prieto, Octavio Cabezas –que, a lo que parece, debe ser un Moa de izquierdas– considere de Beevor un historiador «revisionista» y profranquista{2}.

Y es que Moa, en su indigencia o en su malicia, identifica sin más marxismo –y, por ende, stalinismo– con el análisis histórico-sociológico o con cualquier forma, por atenuada que sea, de materialismo histórico{3}. No parece ser consciente de que el materialismo histórico resulta, en el fondo, praxeológicamente neutral, y que puede ser asumido, y de hecho lo ha sido, sin dificultad, por conservadores y liberales. Como ya dijo a comienzos del siglo XX el filósofo idealista y político liberal-conservador italiano Benedetto Croce, el materialismo histórico, desprovisto de los elementos de finalidad o utopía que pretendía conferirle el marxismo, no implica necesariamente un respaldo al socialismo o a cualquier tipo de alternativa política. El materialismo histórico puede servir para explicar las razones, la génesis de los acontecimientos, pero no ayuda a iluminar una visión utópica del futuro{4}. Existen, de hecho, ejemplos doctrinales de esta perspectiva en la obra de Lorenz von Stein, uno de los padres del conservadurismo prusiano{5}. O en el proyecto político-social del gran economista conservador Joseph Schumpeter, quien, en su célebre Capitalismo, socialismo y democracia , afirmó: «Decir que Marx, desnudado de sus frases, puede ser interpretado en un sentido conservador, es decir solamente que puede ser tomado en serio»{6}. En la actualidad, no es necesario, pues, considerarse o ser considerado marxista, ni siquiera socialista para estudiar, por ejemplo, la historia de la literatura o de la pintura o de cualquier régimen político a la luz de los conflictos sociales de un determinado período; esto puede hacerse sin necesidad de creer que toda la historia es la historia de la lucha de clases o que los diferentes aspectos de la civilización no tienen historia propia porque la «verdadera» historia es la historia de la tecnología y de las relaciones de producción, porque la «superestructura» deriva de la «base», o que necesariamente la lucha de clases conduzca a la dictadura del proletariado. No pondremos al señor Moa Rodríguez en las listas de filósofos de la historia.

Como en otras obras, Moa Rodríguez parte de una valoración muy positiva del régimen de la Restauración, que, según él, permitió «por primera vez desde principios del siglo XIX, un progreso sostenido y acelerado», «prosperidad creciente», «libertades», «florecimiento cultural». «De haberse mantenido –dirá Moa Rodríguez– España se habría evitado muchas tragedias». La responsabilidad del fracaso de la Restauración recae, a su juicio, en «los movimientos mesiánicos y desestabilizadores (socialismo, anarquismo y separatismo) en auge desde la crisis del 98»; y también, siguiendo las tesis de José María Marco, en la negativa influencia de los intelectuales –sobre todo, Ortega, Azaña, Maeztu, Prat de la Riba, Unamuno y Ganivet–, a los que acusa de «traición a la libertad»{7}.

Esta interpretación del sistema canovista carece, como suele ocurrir en todos los libros de Moa Rodríguez, de cualquier originalidad. Ya ha sido defendida por historiadores profesionales de la derecha liberal o de izquierda{8}. Por encima de los indudables valores intrínsecos de estas obras, que están años luz de los panfletos de Moa, su objetivo no era otro que servir de marco histórico de referencia para la recién estrenada Monarquía constitucional. En el caso de los historiadores profesionales no se ocultaban los indudables defectos del sistema político, aunque tendían a minimizarlos y daban por hecho su capacidad de renovación. Moa Rodríguez radicaliza esa posición apologética y ni tan siquiera menciona sus características abiertamente negativas. Por tanto, deja fuera demasiadas cosas; lo que le impide contextualizar históricamente los factores que llevaron a la crisis del régimen restauracionista y al advenimiento de la Dictadura. Atribuir en exclusiva la responsabilidad de tales hechos, de esa quiebra política fundamental, al «mesianismo» de las izquierdas y a los intelectuales resulta no sólo inexacto e insatisfactorio desde el punto de vista histórico, sino que refleja una abrumadora simpleza mental y un pasmoso sectarismo político. El polemista no parece tener nada que decir sobre el caciquismo, que, lejos de ser un mero tópico izquierdista, constituye un fenómeno político, social y económico de singular relevancia, que condiciona todo el período de la Restauración. Y es que el caciquismo no puede ser considerado únicamente como una corrupción pasajera y superficial del régimen político, ni un mero producto del apoliticismo de los españoles. Ciertamente, el caciquismo no puede comprenderse sin un análisis global de la realidad española; forma parte del entramado de una nación, como España, en que la burocratización de tipo patrimonial caracteriza al dominio de la sociedad por el Estado; la desarticulación y pasividad de las masas, la centralización gubernamental, la distribución regional de los centros de decisión, el localismo y el abismo entre el régimen legal y el ejercicio cotidiano del poder. Pero el permanente recurso a las prácticas caciquiles fue consecuencia igualmente de la acción deliberada de las élites del sistema con el objetivo de restringir la participación política y defender el régimen. La consiguiente composición oligárquica del Parlamento y las peculiaridades del sistema de contribución directa –que permitía a los grandes terratenientes influir en el reparto de la carga tributaria correspondiente a cada provincia y a cada municipio– influyeron decisivamente en un brutalmente desigual reparto de la imposición tributaria, centrada fundamentalmente en los que menos tenían. Como consecuencia de ello, el sistema de la Restauración mostró unas flagrantes limitaciones en el fomento del bienestar social de las clases trabajadoras y en especial de los trabajadores del campo en la España meridional. A pesar de que la aprobación de importantes leyes sociales, sobre todo durante la Dictadura de Primo de Rivera, el Estado no dispuso nunca de recursos para cumplirlas, debido a que «el camino de la reforma fiscal estaba vedado por el sistema político de la Restauración»{9}. De la misma forma, la Restauración se mostró muy poco eficaz a la hora de llevar a cabo lo que el gran historiador George L. Mosse ha denominado «nacionalización de las masas». Un proceso que en España fue mucho más débil que en Francia, Alemania e incluso Italia. El tan criticado centralismo español fue, como ha señalado Juan Pablo Fusi, más «legal» que «real»{10}. El Ejército nunca fue un foco de nacionalización de la población, dada la fragilidad de su estructura, la permanencia más o menos estable de conflictos y guerras intestinas que contribuyeron a la división; la organización de alternativas para el mantenimiento del orden público, como fueron las milicias nacionales; o la posibilidad ofrecida a las clases altas de sustituir la prestación obligatoria del servicio de armas. La esencial función nacionalizadora de la escuela estuvo igualmente distorsionada por la dificultad de establecer regulaciones y planes duraderos. De hecho, hasta la ley Moyano de 1857 no se fijaron criterios firmes para la organización del servicio; y aún entonces, se hizo recaer la responsabilidad principal de organizarla y financiarla en los ayuntamientos. Esta realidad, que duró hasta comienzos del siglo XX, produjo desastrosas consecuencias sobre la educación, que funcionó en una situación de penuria extrema, de falta de atención e insuficiencia de formación del personal responsable del servicio. En consecuencia, la administración fue incapaz de llevar a cabo una política lingüística que convirtiera al castellano en la lengua común de todos los españoles. A ello se unió la incapacidad de la clase política restauracionista para establecer una simbología, un ritual nacional: banderas, himnos, festividades, monumentos, etc, que simbolizaran las glorias de los antepasados y el orgullo de los ciudadanos a la hora de sentirse miembros de una patria común. Hasta 1908 no se estableció la implantación obligatoria de la bandera nacional en todos los edificios públicos; y hasta 1927 no se ordenó que se enarbolaran también en todos los buques mercantes. El himno nacional, la llamada Marcha Real, tampoco se declaró oficial hasta la misma fecha de 1908; pero careció de letra, salvo durante el régimen de Franco; y en eso estamos todavía. Tampoco fue construido ningún panteón nacional al estilo de la Abadía de Westminster o del cementerio del Père Luchaire en París. Lo que más se aproximó a ello fue el fallido Panteón de los Hombres Ilustres, en la basílica de Atocha, que se construyó entre 1891 y 1901. Fue significativo que el proyecto no se concluyera por falta de recursos económicos{11}.

De la misma forma, Moa Rodríguez nada tiene que decir de las transformaciones experimentadas por el sistema económico europeo y español como consecuencia de la Gran Guerra, es decir, la transición del capitalismo liberal al capitalismo corporativo, un proceso magistralmente descrito por el historiador Charles S. Maier para Francia, Alemania e Italia; y para España, por Fernando del Rey Reguillo y Francisco Villacorta{12}. Este proceso de «corporativización» implicó en el conjunto de las sociedades europeas un desplazamiento del poder en favor de las fuerzas sociales y económicas en desmedro de un parlamentarismo cada vez más debilitado. Pero hay más. ¿No tuvo nada que ver Alfonso XIII en la caída de la Monarquía constitucional? ¿Existió, para el señor Moa Rodríguez, el desastre de Annual? ¿Y el expediente Picasso? Ni los menciona. ¿Para qué seguir?

En resumen, el régimen de la Restauración se caracterizó, a lo largo de su existencia, por la ausencia de representación política efectiva y de integración simbólica, por la ineficacia económica y la injusticia social. Todo lo cual hizo que el liberalismo careciese de legitimidad para gran parte de la población. En ese sentido, la Monarquía dejó una herencia muy negativa a la II República: una nación desunida y mal articulada, desigualdades sociales explosivas, importantes tasas de analfabetismo, un Estado débil, &c. Sin duda, la sociedad española experimentó, en esos años, un proceso de modernización importante, pero que tuvo como consecuencia la alteración de las bases de sustento social de la Monarquía constitucional. El sistema de poder oligárquico sólo podía sostenerse en una sociedad mayoritariamente rural, con núcleos aislados de población, sin centros industriales de importancia, con un limitado mercado nacional, con escasas comunicaciones y, sobre todo, con escasas y poco organizadas clases medias. El sistema comenzó a deteriorarse en 1898; y recibió una fuerte sacudida en 1917. Ante la imposibilidad de reconstruirlo sobre bases sólidas, Alfonso XIII apoyó una dictadura de carácter militar. Primo de Rivera destruyó los partidos políticos dinásticos –conservadores y liberales– y, con sus intentos de reforma social y económica, enajenó el apoyo a la Monarquía de las elites económicas, pero fue, además, incapaz de integrar a las clases medias, a los intelectuales y a la clase obrera. Tras la caída de la Dictadura, la Monarquía no tuvo a su disposición ninguna organización política capaz de conducir el proceso político de retorno al régimen político constitucional. Sus elites políticas eran conscientes de la profunda crisis de legitimidad que padecía el sistema. De ahí su caída en abril de 1931. Las candidaturas monárquicas consiguieron, sin duda, un mayor número de concejales en las zonas rurales, pero en las ciudades el triunfo de la coalición republicano-socialista fue rotundo. No existía ciertamente ningún motivo legal para que el monarca renunciara al trono, aunque tampoco resultaba dudoso que la opinión manifestada anunciaba, al término del proceso electoral, una decisión difícilmente compatible con la pervivencia de la Monarquía, que corría el riesgo de encontrarse con una votación favorable a la República en las próximas elecciones constituyentes. Tampoco era discutible la distinta representatividad de las ciudades, dadas las mayores facilidades que los pequeños distritos ofrecían a la influencia de los caciques. Según el duque de Maura, Alfonso XIII percibió que «la parte más culta de España» había votado en su contra{13}. En realidad, el monarca se quedó solo y careció de opciones. Su salida de España no se debió a un altruista gesto para evitar una posible guerra civil; es que no tuvo otra alternativa.

Las páginas dedicadas por Moa Rodríguez a la II República no son mucho mejores; todo lo contrario. Como estudioso de las derechas españolas, me ha llamado mucho la atención el tono radicalmente apologético con que el polemista analiza la trayectoria política de la C.E.D.A., a lo largo del período republicano. En su opinión, la «táctica» desarrollada por Gil Robles fue «fundamentalmente conciliadora», «no violenta», «legalista». No obstante, reconoce que no se trataba de un partido político democrático o liberal; pero aduce que, con aquella actuación, defendió al régimen republicano de los embates revolucionarios de las izquierdas{14}. No cabe la menor duda de que la C.E.D.A. no era un partido fascista y mucho menos nazi. Su estructura nada tenía que ver con la de un «partido-milicia», que es lo específico del fascismo{15}; y, entre otras cosas, prohibía a sus juventudes portar armas. Gil Robles y sus seguidores rechazaron el fascismo, pero no desde una perspectiva liberal, sino católico-tradicional. Para ellos, tanto el fascismo como el nacional-socialismo eran productos de la modernidad, que arranca de Descartes y la Ilustración para culminar en Hegel y el «panteísmo» de Estado. A la hora de analizar a la derecha católica, Moa Rodríguez ni tan siquiera se plantea un análisis de su cultura política. Hijo del teórico tradicionalista Enrique Gil Robles, el líder católico manifestó, desde sus primeros escritos, una profunda antipatía por la modernidad, el liberalismo, el régimen de partidos y el laicismo. En su tesis doctoral, Gil Robles presentó al liberalismo como producto del «individualismo igualitarista dominante en la Edad Moderna, que infundió en los espíritus y en los corazones un hábito de extraviada independencia»; y a la Revolución francesa como «errónea en sus principios y doctrinas, injusta en sus fines e inmoral e inicua en sus procedimientos»{16}. Por su parte, Ángel Herrera Oria, director de El Debate , presentaba como alternativa al liberalismo «una forma de democracia orgánica que empiece por vivificar con savia del pueblo las primeras instituciones de la vida pública y de las organizaciones económicas», basada en «la familia, el municipio y la corporación»{17}. Tampoco debemos olvidar que la Asociación Católica Nacional de Propagandistas apoyó a la Dictadura de Primo de Rivera e incluso, en un primer momento, el anteproyecto constitucional de 1929, aunque luego llegaría a rechazarlo, no por su tradicionalismo y antiparlamentarismo, sino porque resultaba, a su juicio, excesivamente progresista, ya que debilitaba los poderes del rey y los del gobierno, al paso que destruía «la representación política de la aristocracia», prescindiendo del senado{18}.

Con tales antecedentes, resultaban completamente lógicas las sospechas de los republicanos, algunos tan conservadores y moderados como Alcalá Zamora y Miguel Maura. Algo que desde luego no exime en modo alguno a los republicanos de izquierda y, sobre todo, a los socialistas de su responsabilidad a la hora de intentar borrar del mapa social y político a un sector cualitativa y cuantitativamente tan decisivo como los católicos, e imponerles una Constitución tremendamente sectaria y anticatólica. Y es que los republicanos de izquierda gobernaron, al lado de los socialistas, a la «jacobina»; mientras que el PSOE optó, antes de la posible llegada de los católicos al gobierno, por la revolución. En ese sentido, no hace falta seguir a Moa a la hora de considerar a los socialistas como revolucionarios y antiliberales. Existe, desde hace tiempo, una bibliografía académica de mucha mayor altura intelectual, en la que destacan las obras de Andrés de Blas y de Juan Manuel Macarro Vera, ésta última desgraciadamente poco conocida{19}. El anticlericalismo radical, obsesivo y, a la par, poco inteligente de los republicanos y de la izquierda en general contribuyó eficazmente a la esterilización política de la derecha republicana de Alcalá Zamora y Miguel Maura, y tuvo como consecuencia la subida de cotización de la C.E.D.A. La táctica de la derecha católica, no exenta de equívocos y ambigüedades, se diferenció de la de los monárquicos en no propiciar, en principio, un golpe de Estado militar; y de los falangistas, rechazando la movilización de masas al estilo fascista. Gil Robles y sus seguidores apostaron por una especie de contrarrevolución legal , a través de la conquista del poder político y la transformación del régimen desde el Estado, siguiendo sus supuestos organicistas, autoritarios y corporativos. Su modelo no era el fascismo italiano, sino el Estado novo portugués. El estadista favorito de Gil Robles fue Antonio de Oliveira Salazar{20}. A pesar de esta táctica legalista, el propio Gil Robles señaló, en sus memorias, que, en más de una ocasión, se tanteó la posibilidad de un golpe de Estado militar, primero en plena resaca de la revolución de octubre, y luego durante su etapa de ministro de la Guerra, descartados por la falta de unanimidad en el seno de las Fuerzas Armadas{21}.

No veremos tampoco en la obra del señor Moa la menor mención a la política social desarrollada por la derecha católica a lo largo de 1934 y 1935. Gil Robles no recató posteriormente su arrepentimiento a la hora de juzgar su escaso apoyo a los proyectos reformistas de Manuel Giménez Fernández, ministro de Agricultura, a quien dejó sólo frente a la ofensiva de los grandes propietarios agrarios. En No fue posible la paz , denunció la «carencia de verdadero espíritu social», «el exagerado sentido conservador y de tutela y defensa de núcleos privilegiados», los «brotes de mentalidad caduca», «las rígidas fórmulas capitalistas», dominantes en los sectores más influyentes de su partido{22}. Y es que resulta forzoso reconocer que las derechas españolas, en su conjunto, no estuvieron, durante el período republicano, a la altura de los tiempos. Desde Edmund Burke y Lorenz von Stein, la misión de las derechas ha de ser evitar la revolución mediante la reforma. Evidentemente, no lo consiguieron; quizás ni se lo plantearon.

A ese respecto, podemos preguntarnos cuáles han sido las fuentes del señor Moa Rodríguez, a la hora de tratar el tema. ¿Ha sido la colección de El Debate o sólo la Antología de dicho diario elaborada por José María García Escudero? ¿Conoce la existencia de la Revista de Estudios Hispánicos , órgano intelectual de la derecha católica y mero plagio de Acción Española ? Aunque las hemerotecas no parecen ser su fuerte, ¿ha consultado la revista de las Juventudes de Acción Popular? Todo parece indicar que no. Concluyo la revisión de la obra de Moa. El autor no merece, al menos por mi parte, mayor interés. El texto es un conjunto más de las banalidades a que nos tiene acostumbrados este autor. Se ha dicho, a injusto título de acusación, que el polemista gallego es un mero discípulo de Ricardo de la Cierva. Discrepo. Moa supone una radical regresión con respecto a La Cierva, autor de una obra de considerable calidad en su tiempo, como fue la Historia de la guerra civil española , publicada por la Editorial San Martín en 1969, y que desgraciadamente careció de continuidad.

2. Contrarrevisionismo y demonología histórica

Toda idea genera su contrario. A pesar de la mediocridad, o quizás gracias a ella, las obras de Moa Rodríguez han suscitado diversas polémicas con historiadores de izquierda. Y algunos de sus antagonistas le han dedicado incluso tres libros. Francisco Espinosa publicó en 2005 El fenómeno revisionista y los fantasmas de la derecha española , luego reeditado en un volumen misceláneo titulado Contra el olvido. Historia y memoria de la guerra civil. Ha sido, sin embargo, Alberto Reig Tapia, discípulo de Manuel Tuñón de Lara y catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rovira y Virgili de Tarragona, quien se muestra más beligerante contra el polemista gallego, dedicándole nada menos que dos libros Anti-Moa y Revisionismo y política. Pío Moa revisitado . Algo que, a nuestro modo de ver, constituye un episodio más del malestar en nuestra vida cultural. No disponemos todavía de biografías intelectuales de nuestros historiadores más importantes, como Menéndez Pelayo, Pirala, Sánchez Albornoz, Jesús Pabón, Américo Castro, Menéndez Pidal, José Antonio Maravall o Manuel Tuñón de Lara; pero un polemista tan mediocre como Moa dispone ya de tres obras dedicadas a criticar sus planteamientos.

En primer lugar, hay que destacar que tanto Espinosa como Reig Tapia tienen razón en sus críticas a Moa como historiador y cuando denuncian su escasa talla intelectual. Sin duda, Espinosa acierta cuando describe al polemista como un historiador de «mesa camilla»{23}. Más vehemente, Reig Tapia considera que su obra resulta «reiterativa, vacua, tediosa»{24}. Ahora bien, tras la lectura de estos libros, surge de inmediato una duda y luego la consiguiente pregunta: si la obra de Moa es tan absolutamente deficiente, ¿por qué dedicarle esa atención desmedida? A mi modo de ver, Moa –y lo mismo podría decirse del prolífico César Vidal Manzanares{25}– ha dado a la izquierda cultural la posibilidad de inventar un maniqueo, es decir, un adversario ideal a quien refutar, al tiempo que se finge sabiduría y capacidad de innovación. En el fondo, ha sido esa izquierda –y no sólo un sector de la derecha mediática– quien ha «creado» e incluso «inventado» a Moa Rodríguez y al locutor de la COPE. Sin embargo, resulta preciso profundizar en este fenómeno. El relativo éxito de Moa es, al mismo tiempo, una consecuencia de la indefensión intelectual que padece el conjunto de la derecha española, desde hace más de treinta años. No deja de resulta irónico e incluso risible que el señor Reig Tapia denuncie airadamente la posibilidad de que el supuesto revisionismo histórico defendido por Moa pueda «mutar en cualquier momento y convertirse en una verdadera pandemia política de efectos siempre imprevisibles»{26}. Hoy, por mucho que el señor Reig Tapia se empeñe en demostrar lo contrario, apenas existe espacio en la sociedad española para una memoria franquista, ni una narración o investigación en esa dirección. Los libros de inspiración manifiestamente franquista han quedado al margen de los circuitos académicos o de las editoriales de prestigio. Ni tan siquiera Moa o Vidal se autodefinen como «franquistas»; ellos son liberal-conservadores y defensores de la Constitución de 1978. La palabra «franquista» se ha ido convirtiendo en el calificativo por excelencia del «otro», del enemigo, encarnación del Mal en términos absolutos. Desde la instauración del régimen de partidos e incluso antes, la izquierda intelectual logró crear una oligarquía cultural, que, mediante múltiples rituales de exclusión simbólica, articuló, a su vez, un sistema segregacionista que define lo «correcto» y lo «incorrecto», contra el que, hoy por hoy, es casi imposible rebelarse con éxito. Sin necesidad de ninguna censura explícita a partir de la imposición de una serie de clichés ideológicos que han sido asumidos como dogmas de fe, la izquierda ha logrado, casi sin esfuerzo, llana y simplemente, su hegemonía . También incluso en la propia derecha política oficial, el Partido Popular, que se ha resignado a desempeñar un papel ridículo, como es el de jugar una partida en la que el adversario elige el campo y determina las reglas de juego. Ilustremos este asunto con algún ejemplo que juzgo irrebatible, aunque podríamos aducir cientos. ¿Cuántas novelas, películas, poemas, ensayos se han publicado o producido en los últimos veinte años que tengan por asunto, principal o afluente, la guerra civil? Centenares, seguramente. ¿Cuántos ofrecen una visión que se aparte mínimamente de los planteamientos de la izquierda? Casi con toda seguridad, ninguna. ¿Hemos de pensar que en España no hay directores de cine, guionistas, ni novelistas ni poetas que desafíen esa por otra parte empobrecedora hegemonía? ¿Hemos de creer que no hay millones de espectadores, lectores dispuestos a leer una novela un poema, a ver una película en la que no se pinte o se describa a los combatientes nacionales como asesinos o villanos? Parece que no. Nadie, sin embargo, se atreve a desafiar el «sentido común» establecido.

Vidal y Moa han sido lo suficientemente astutos y oportunistas para percibir tal situación e intentar cubrir ese desguarnecido espacio político-cultural-simbólico-mediático. Pero lo han hecho de una forma tan intelectualmente precaria y vulgar, que el remedio ha sido peor, mucho peor que la enfermedad. La cultura de derechas en España, lastrada por la discontinuidad, los complejos y la más elemental picaresca, tardará, sin duda, mucho tiempo en superar esta situación de indigencia y oscuridad, una de la más graves de toda su historia; incluso resulta dudoso que alguna vez pueda lograrlo. Por de pronto, Vidal y Moa han bloqueado eficazmente la posible y necesaria emergencia de un auténtico revisionismo histórico a nivel académico. Lo que ha beneficiado, de paso, a la izquierda cultural, que sigue manteniendo su empobrecedora hegemonía intelectual.

Ni que decir tiene que mis críticas a Moa y Vidal en modo alguno suponen por mi parte el menor apoyo a las tesis histórico-políticas de la izquierda. Francisco Espinosa es un historiador erudito, lo que le honra; pero totalmente ideologizado. Más que un investigador parece, en ocasiones, un predicador. Tanto es así que se ha convertido en una especie de sumo pontífice de una nueva religión civil que él denomina «memoria histórica democrática de la humanidad». Nada menos. Y todo el que no acepte su «buena nueva» y sus dogmas se convierte en poco menos que un réprobo. En tal categoría aparecen Santos Juliá, Juan Pablo Fusi, Felipe González, los hombres de la COPE y, por supuesto, la Iglesia católica española. Incluso acusa, en este caso no sin razón, al periodista Rafael Torres, autor de un libro titulado Desaparecidos de Franco, de «intertextualidad y refritanga». Su permanente campaña a favor de la recuperación de la «memoria histórica» esa adolece, como no podía ser menos, de un profundo maniqueísmo. Como buen teólogo-político, Espinosa distingue netamente entre los amigos y los enemigos, entre los malos y los buenos. Su «memoria histórica democrática de la humanidad» se identifica con el conjunto de las izquierdas españolas. ¿Era democrática la izquierda española de los años treinta? Depende, claro está, de lo que se entienda por «democracia», un vocablo prostituido en aquella época y aún en la nuestra. Si democracia equivale a régimen pluripartidista, basado en la división de poderes y en la garantía de las libertades individuales, es obvio que no lo era. Basta leer los discursos y escritos de Luis Araquistain, Dolores Ibárruri, José Díaz, Francisco Largo Caballero, Andrés Nin, Federica Montseny, etc, etc, para llegar a esa conclusión. Para Espinosa, sin embargo, la izquierda española –es decir, comunistas, anarquistas, socialistas revolucionarios, republicanos jacobinos, &c.– era reformista y democrática. Tendrá que demostrarlo; lo que hasta ahora no ha hecho en sus discutibles libros. Las derechas eran, en cambio, sin el menor atisbo de duda, «fascistas», su vocablo favorito{27}. Creo que el señor Espinosa no tiene una idea clara de lo que fue históricamente el fascismo. No obstante, resultan unos curiosos «demócratas» aquellos que asesinaron a unos «fascistas» tan feroces como Melquíades Alvárez, Manuel Rico Avello, José Martínez Velasco o Rafael Salazar Alonso; o que estuvieron a punto de acabar con Ortega y Gasset, Marañón, Madariaga, Menéndez Pidal y otros intelectuales liberales. Para el historiador extremeño, sin embargo, las tumbas de los asesinados en Badajoz anticipaban «la Europa de los campos de exterminio».{28} ¿Qué decir entonces de las tumbas de Paracuellos del Jarama o de las checas de Madrid? Puede sonar a tópico, pero los tópicos son frecuentemente verdad. Lo que ocurre es que Espinosa no considera a esos muertos parte de esa alambicada «memoria histórica democrática de la humanidad». Espinosa no se modera; va más lejos. Portavoz de un marxismo arcaico, ha descubierto, sin que nadie se hubiese dado cuenta, uno de los hechos más trascendentales de la historia reciente de España, incluso mundial, cuando nos dice, seguramente sin caérsele la cara de vergüenza, lo que sigue: «La izquierda carecía de proyecto represivo»{29}. Bastaría con tal «descubrimiento» para invalidar, desde una perspectiva tanto histórica como ético-política, el contenido de toda su obra. Por eso, lo abandonamos. Este autor no merece mayor atención.

Distinto, aunque convergente, es el caso de Alberto Reig Tapia. Hace tiempo que sigo la producción del antiguo discípulo de Manuel Tuñón de Lara; y me da la impresión de que lleva veinte años escribiendo el mismo libro. Reig Tapia tiene estilo, cultura y escuela; pero creo, y es una opinión muy personal, que ha desperdiciado ese bagaje. Desde su primer libro, Ideología e Historia hasta Pío Moa revisitado , pasando por Violencia y terror, Franco «caudillo»: mito y realidad, Memoria de la Guerra Civil: los mitos de la tribu, Franco. El César superlativo , la temática es idéntica, como lo son sus planteamientos y sus conclusiones. Su obra consiste, por decirlo en términos del historiador italiano Delio Cantimori, en una especie de «moralismo sublime» o de «qualunquismo sublime», basado en sermones de tipo ideológico{30}. Se ha convertido en fautor de vulgatas antifranquistas. Cuando el señor Reig Tapia escribe sobre la II República, la guerra civil o el régimen de Franco no sólo carece de la necesaria empatía, sino que pierde la compostura y el talante académico; no razona, no discute{31}. Y es que parece ser que frente a lo que considera radicalmente malo solo cabe la condena. En ese sentido, su método, como el de Paul Preston, consiste en acumular testimonios, datos y opiniones que le sirvan para consolidar sus prejuicios antifranquistas y vituperar, venga o no al cuento, a sus adversarios. Las «bestias negras» del señor Reig Tapia son, en primerísimo lugar, Francisco Franco; luego, las derechas españolas en general; y en todo momento, Ricardo de la Cierva, a quien ataca constantemente, lo que tenía cierta lógica hace veinte años, en los momentos en que este historiador disfrutaba todavía de una cierta influencia mediática, pero no hoy cuando es un autor marginado, viejo, cansado y enfermo. Franco es, sin duda, para Reig Tapia, la encarnación del Mal absoluto; aquí no hay cuartel. Franco es «el César superlativo», «fatuo y envanecido», una «figura tan poco atractiva», «mezquino», «asesino», «cobarde», «mediocre», «el gran matarife», «enfermiza personalidad», «genocida», «patas cortas», «mediocridad espectacular», «megalómano», etc, &c. Basándose en los discutibles ensayos psicoanalíticos de Enrique González Duro y de Gabrielle Ashford-Hodges –esposa, por cierto, de Paul Preston–, Reig Tapia sostiene que Franco era un «hombre inmaduro y acomplejado desde su infancia que se esforzó por disimular sus miedos». «Al igual que Mussolini, Hitler y Stalin, Franco nunca superó la fase de despotismo paranoide propia de la infancia, en la que se cree tener siempre a todo el mundo en contra». Según tales descubrimientos, Franco padecía «neurosis, narcisismo, baja autoestima infantil, rigidez, hipersensibilidad, autoengaño, cinismo, severidad, frialdad, ausencia de piedad, distanciamiento, autoritarismo e intolerancia»{32}. Siempre escéptico ante semejante método de análisis psicohistórico, cuando leo tales simplezas, me pregunto: ¿cómo lo saben?, ¿en qué se fundamentan? Como observó Karl Popper hace muchos años, este esquema psicoanalítico resulta irrefutable y constantemente autoconfirmatorio, y, por lo tanto, carece de todo valor científico{33}.

En gran medida, el franquismo a que hace referencia Reig Tapia –y lo mismo podemos decir de otros historiadores– no es el franquismo histórico, sino lo que podríamos denominar el franquismo «demonológico», interpretado como un delito, como una enfermedad política y moral, como un Mal radical, que, por lo tanto, no puede tolerarse. Mal radical que, por otra parte, se halla presente como posibilidad en el seno de la sociedad española, dado que las derechas son sus herederas. Para Reig Tapia, el franquismo es una «tenia», porque «aún perviven en nuestro interior restos de semejante inmundicia sin ver la manera de que desaparezca definitivamente»{34}. Un «mito» muy útil para estigmatizar y deslegitimar a la derecha y garantizar, de paso, la unión de las izquierdas con los nacionalismos periféricos frente al enemigo común. No deja de ser significativo que cuando Reig Tapia hace referencia a los mitos de la «tribu» solo aparezca el bando nacional{35}; por lo visto, sus antagonistas carecen de mitos dignos de crítica o de análisis histórico. Claro que este autor suele identificar a los comunistas, anarquistas y socialistas revolucionarios con «los combatientes por la libertad y la democracia»; y afirma que la represión en la zona frentepopulista fue poco menos que espontánea{36}. El régimen de Franco tenía, en cambio, según él, sus orígenes ideológicos en «el nazifascismo». Para probarlo, analiza su obra Raza , en cuyas páginas ve «signos evidentes de racismo y voluntad imperial». Todo lo cual no le impide llegar a la conclusión de que la izquierda intelectual «todavía no ha encontrado una réplica de similar enjundia teórica o tan intelectualmente trabada» a la interpretación del sociólogo Juan José Linz del régimen de Franco como prototipo de régimen autoritario{37}. Sin embargo, considera, al mismo tiempo, «engañosa» la conceptualización de Linz.{38} ¿En qué quedamos? El señor Reig Tapia tiene todo el derecho del mundo a ser tan antifranquista como desee y de expresarlo donde quiera y pueda; pero con una mayor finura intelectual. Creo, además, que debería sosegarse. Un buen ejemplo a seguir sería el de Juan Pablo Fusi, en su ensayo biográfico Franco. Autoritarismo y poder personal . Por mi parte, creo que la figura de Francisco Franco puede ser todo lo discutida y discutible que se quiera; pero el monolitismo condenatorio no lo explica. Hace falta un esquema polivalente y matizado, como el que los historiadores revisionistas europeos, a quienes luego haremos referencia, han desarrollado en sus obras. La noción de Mal absoluto, referida a los asuntos humanos, carece de sentido, porque lo absoluto no es de este mundo. Como puso de relieve en su momento el historiador italiano Renzo de Felice: «Rabia y resentimiento, indignación y condena, son sentimientos que, al igual que la militancia, deforman la correcta interpretación histórica, prohíben la reconstrucción de los hechos, impiden identificar las motivaciones que subyacen bajo hechos tan monstruosos que parecen inconcebibles (...) Fórmulas tales como «mal absoluto» o «locura histórica» hoy tan de moda, no explican ni tienen ninguna función pedagógica»{39}.

Su poco matizado ímpetu antifranquista lleva al señor Reig Tapia a errores de perspectiva y a deficientes lecturas de los textos. Pondré algunos ejemplos. Comentando un artículo de Gonzalo Fernández de la Mora, «Franco, ¿dictador?», cree que en ese texto se niega el carácter dictatorial del régimen nacido de la guerra civil, cuando el problema que se plantea es el de dilucidar, siguiendo las distinciones schmittianas, si fue una dictadura «comisaria» o «soberana». Y es que Reig tan sólo parece haber leído el título del artículo y sus últimos párrafos{40}. Como tantos otros, continúa interpretando mal, ahistóricamente, la conocida frase del doctor Samuel Johnson sobre el patriotismo como «último refugio de los canallas». Y es que su opinión debe ser analizada dentro del contexto lingüístico del siglo XVIII, donde «patriota» significaba enemigo de la oligarquía y partidario de la democracia{41}. Johnson no era precisamente un progresista; era un tory radical. No es muy objetivo tampoco el señor Reig Tapia en el manejo de las fuentes. En algunos momentos, utiliza el testimonio de Salvador de Madariaga para atacar a Franco –«No hay acto suyo que no se proponga otra cosa que durar»–; lo mismo hace Paul Preston; pero uno y otro desautorizan, a continuación, su condena de la revolución de octubre de 1934, porque «no puede ser conceptualizado como un historiador profesional de referencia»{42}. Un Madariaga de quita y pon, como puede verse. Reig Tapia toma en serio la obra del coronel Blanco Escolá, cuyo único argumento parece ser la reiteración del insulto{43}. Considera que es «imprescindible abusar (el subrayado es mío) de la memoria de las víctimas (del bando vencido, por supuesto) para no perder el dramatismo de tan preciosos testimonios a la hora de reconstruir la intrahistoria de la posguerra española»{44}. Niega que en la España frentepopulista tuviera lugar una revolución social{45}. Las colectivizaciones y sindicalizaciones de tierras y empresas debieron ser una broma pesada. Siguiendo al historiador Antonio Elorza, cree que el franquismo se configuró como una «religión política»{46}. Lo que ocurre es que la «religión política», como ha puesto de relieve Emilio Gentile, sólo puede instaurarse con éxito cuando se ha producido el reflujo de la religión tradicional, algo que no ocurría en la España de la posguerra. Además, el propio Elorza ha renunciado a esa tesis{47}. Para el señor Reig Tapia, en fin, la herencia de Franco no se cifra en el desarrollo económico, ni en las obras públicas, la seguridad social, &c. Su herencia es ETA, el GAL, la corrupción económica y la megalomanía de Felipe González y José María Aznar. Y así todo. Desde esta perspectiva, es difícil razonar y dialogar. Alberto Reig Tapia es el continuador y heredero de aquel «frentepopulismo historiográfico»{48}, que dio sus frutos a partir de los años sesenta y logró una cierta hegemonía tras la muerte de Franco, para comenzar a decaer, lo que es muy significativo, cuando los socialistas llegaron al poder en octubre de 1982; y que hoy, al menos en mi humilde opinión, se encuentra intelectualmente periclitado. En su haber, se encuentra la recuperación de la historia del movimiento obrero y el estudio histórico-sociológico de las elites económicas. Pero igualmente bloqueó otro temas, como el de los nacionalismos periféricos o el nacionalismo español, al igual que la emergencia de nuevas tradiciones historiográficas, a las que luego haremos referencia. A lo que se ve, el señor Reig Tapia hace tiempo que no investiga e intelectualmente parece vivir de prestado. A mi modo de ver, pudo llegar lejos, pero ha preferido dedicar su pluma a la polémica banal; quizás es más cómodo, pero en cualquier caso resulta muy triste. Por eso, tiene más sentido analizar la obra de los autores en que se apoya sus opiniones. Solo lo haré con tres: Pierre Vilar, Herbert R. Southworth y Paul Preston, a los que admira no sólo como historiadores, sino como modelos cívicos a seguir.

En una de las páginas de su Anti-Moa , el señor Reig Tapia se pregunta ingenuamente si la izquierda actual reivindica, por ejemplo, a Stalin, mientras que un sector importante de la derecha sigue reivindicando a Franco{49}. De lo que no hay duda es que una cierta izquierda sigue reivindicando a Fidel Castro; ahí está para demostrarlo el libro de Ignacio Ramonet, Fidel Castro. Biografía a dos voces ; y que no pocos representantes de esa izquierda «caviar» se extasían ante la figura de Ernesto Che Guevara. Sin embargo, Reig Tapia olvida, no sé si ignora, que algunos de sus maestros fueron apologistas hasta el final del líder soviético. Ese fue el caso de Pierre Vilar, un historiador merecidamente célebre por su obra Cataluña en la España moderna . Vilar fue siempre un marxista-leninista convencido, que consideraba como elementos esenciales de su proyecto político «el análisis de los lugares de acumulación y la crítica a la democracia formal ». El 17 de diciembre de 1984 intervino en la presentación de las Obras Completas de Stalin, valorando, sobre todo, su labor como teórico de la cuestión nacional. Para Vilar, los planteamientos stalinianos equivalían «en el campo del análisis histórico» a «las ecuaciones fundamentales en el campo de la Física». Y añadía: «Si no se tiene presente en todo momento, no se entiende nada ni de la cuestión nacional, ni siquiera de toda la historia del siglo XX, siglo de liberaciones nacionales, de la descolonización». Y es que, siempre según el historiador galo, los planteamientos stalinistas sirvieron, además, para establecer «un nuevo tipo de relación entre pueblos y poderes revolucionarios, y asegurando un nivel de desarrollo completamente distinto del que los imperialismos burgueses permitían a los territorios de sus colonias». «Si las cosas fueron así, es el pensamiento de Stalin, en este dominio el que lo permitió». Su valoración positiva se extendía al campo de la economía. Su libro Los problemas económicos del socialismo en la URSS era, para Vilar, una «obra fundamental», donde el dirigente soviético «aconsejaba la educación política y dibujaba un porvenir donde todos los hombres podrían tener numerosas posibilidades, cambiar de oficio para disfrutar de varios tipos de trabajo y volver, con más tiempo, liberados por la técnica, a hacer del trabajo un gusto como lo anunciaba Marx». Idílico. En marzo de 1987, Vilar publicó una introducción a los Escritos políticos de Elena Odena, fundadora y dirigente del PCE (m-l), figura en la que veía no sólo «una personalidad excepcional», sino la personificación de «la vida». Y destacaba su fidelidad «a los tres pensadores, a los tres creadores revolucionarios, Marx, que previó la revolución, Lenin que hizo la revolución, Stalin que construyó la revolución y la salvó, ganando la guerra contra los fascismos». Y concluía: «Desde hace treinta años, la burguesía internacional, a través de los grandes medios de comunicación, pretende establecer que la contradicción fundamental de las sociedades no se sitúa entre las clases explotadoras y clases explotadas, sino entre «democracia» (por muy formales que sean) y «totalitarismo» (como si todas las dictaduras fueran iguales). Elena Odena se negó a asimilar Stalin con Hitler y Enver Hoxha con Pinochet. Para ella, por supuesto, esto era una certidumbre política ». No resulta extraño que Vilar se mostrara nostálgico de la España revolucionaria de los años treinta, a la que consideraba con «un nivel de modernidad» superior a Francia; y que diera su apoyo a la autodeterminación de las Vascongadas y de los «Países Catalanes»{50}.

Otro de los héroes historiográficos de Reig Tapia es el norteamericano Herbert R. Southworth, a quien presenta como el principal crítico de los mitos generados por el régimen de Franco y como «un ardoroso liberal norteamericano»{51}. Al señor Reig Tapia la pasión parece cegarle. No hace falta ser simpatizante de Moa Rodríguez o de La Cierva –yo no lo soy– para llegar a la conclusión, tras la lectura de sus obras, de que el polemista norteamericano era un erudito con múltiples carencias de tipo cultural y metodológico. Los eruditos saben, sin duda, muchas cosas; pero no suelen pensar ni mucho ni bien. Tampoco creo que política e incluso moralmente el hombre de Oklahoma fuese un ejemplo a seguir. Reig Tapia sostiene que su obra Antifalange es de «imprescindible consulta»{52}. Estamos de acuerdo. El libro resulta imprescindible, pero no para conocer mejor la historia del fascismo español, sino para caracterizar al propio Southworth. Y es que Antifalange es un conjunto de errores, despropósitos y afirmaciones escandalosas. Veamos, por ejemplo, su valoración del asesinato de José Calvo Sotelo: «Si observamos el asesinato de Calvo Sotelo desde una perspectiva histórica, la víctima aparece como un preminente conspirador, afortunadamente eliminado días antes del levantamiento, y antes de que los efectos de su traición pudieran tener plenas consecuencias (...) Si el gobierno de la república estuvo implicado en el asesinato de Calvo Sotelo –hecho que los esfuerzos realizados por los publicistas del franquismo no han llegado a demostrar– la disculpa política sería fácil en consideración a lo peligroso del momento ». Y es que para el polemista norteamericano el gran error de los dirigentes republicanos fue «no escuchar las palabras de Largo Caballero y no prepararse para afrontar el conflicto armado». De ahí que considerase la revolución de octubre de 1934 una «revuelta democrática». Su interpretación del fascismo no sólo resulta esquemática, mero reflejo de un marxismo-leninismo mal digerido, sino pueril. Si el fenómeno fascista se redujera a un mero imperialismo económico, Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña, China, etc, serían hoy un ejemplo claro de régimen fascista. Otro ejemplo de la mala fe historiográfica del hombre de Oklahoma es la atribución, sin pruebas, a la Gestapo del asesinato del economista y político católico Antonio Bermúdez Cañete. Y, para colmo, dice cosas tan curiosas sobre José Antonio Primo de Rivera como la que sigue: «Hombre guapo, quizás demasiado»{53}. Como puede verse, todo un ejemplo a seguir.

Sin embargo, el autor por excelencia del contrarrevisionismo español ha sido –y es– el historiador británico Paul Preston, cuya biografía del general Franco ha sido recibida por el señor Reig Tapia como un auténtico hito. Franco. «Caudillo de España» destaca, según Reig Tapia, por su «rigor intelectual y frescura literaria»; está escrita «con pasión y objetividad» y consigue, por supuesto, «demoler contundentemente, uno a uno, los mitos más persistentes y contumaces del franquismo que su propaganda de guerra se encargó de infundir hasta el delirio en las indefensas mentes infantiles»{54}. En el mismo sentido, se ha expresado Enrique Moradiellos, quizás el historiador más notable de la izquierda liberal, para quien la obra de Preston se encuentra «al mismo nivel y rango» que «la magna obra de Renzo de Felice sobre Benito Mussolini»{55}. Tratándose de Moradiellos, no creo que esta opinión sea fruto de la ignorancia, sino de la amistad que profesa a quien fue uno de sus maestros{56}. Sin embargo, basta haber frecuentado la obra de Preston y la de Renzo de Felice para llegar a la conclusión de que se trata de dos personalidades profundamente disímiles; y lo mismo podemos decir del conjunto de su producción historiográfica. El italiano poseía una formación humanista y pluridisciplinar y el británico no. De Felice procuraba mantener la distancia, la objetividad y la empatía, mientras que Preston siempre se ha mostrado beligerante y tendencioso. De Felice desafió valientemente las convenciones historiográficas de su tiempo, lo que le valió no sólo críticas, sino atentados personales, mientras que Preston, y luego incidiremos más detenidamente en ello, se ha desenvuelto como pez en el agua en la ciénaga de lo «políticamente correcto».

Uno de los principales defectos de la biografía de Preston, y tiene muchos, es la ausencia prácticamente total de análisis del mundo espiritual de referencia en que se forjó la personalidad de Franco. La generación del 98 no aparece; a Maeztu ni se le nombra. Como era de esperar, Preston no recurre a Unamuno hasta octubre de 1936, para ilustrar su incidente con Millán Astray. «Azorín» tampoco aparece, ni Baroja. De Ortega y Gasset, el biógrafo no tiene nada que decir. El nombre de Menéndez Pelayo brilla por su ausencia. Madariaga hace acto de presencia como opositor al franquismo, no como teórico de la democracia orgánica. Ni la menor alusión a Maura y al maurismo. El pensamiento militar español no es digno de análisis. No cita ni a Ricardo Burguete, ni a Joaquín Fanjul. Cuando hace referencia a las academias militares españolas recurre a los estudios de Blanco Escolá, con lo cual está todo dicho. Tampoco profundiza el biógrafo en la incidencia del nacionalismo económico en el pensamiento español de la época. Leyendo a Preston, se diría que el proteccionismo fue un invento de Franco. Pero esas ideas y los hechos son muy antiguos. Están en Canovas, Maura, Cambó, Primo de Rivera y también en la política económica seguida por los distintos gobiernos de la II República. De otro lado, Preston, como Reig Tapia, parte del prejuicio de la maldad y mediocridad de su biografiado y recurre para ilustrarla y confirmarla a los más diversos argumentos y testimonios, casi siempre de enemigos declarados de Franco. Como Reig Tapia, parece tomar en serio los estudios psicoanalíticos de González Duro y de su esposa Gabrielle Ashford Hodges, que, como ya he señalado, me parecen carentes de fundamento y verosimilitud. La conclusión era obligada: Franco padecía complejos edípicos. Preston señala, además, su «físico poco imponente» y «su fuerte inseguridad». Incluso considera inverosímil que Franco fuese capaz de leer biografías de figuras militares, libros de ciencia política o de filosofía antigua. Como militar, dice Preston, se caracterizó por «una falta de sensibilidad que roza el vacío interior». El historiador de Liverpool interpreta, ya lo había hecho en otros trabajos suyos, la revolución de octubre de 1934 como «una sublevación revolucionaria para evitar la inexorable destrucción de la República», y contra que la Franco se comportó con «gélida crueldad». No menos discutibles son sus opiniones sobre las derechas españolas, cuya historia nunca ha comprendido Y es que obsesión permanente ha sido identificarlas simple y llanamente con el fascismo. Vano intento. Y en una página de su obra dice que «la Falange, Renovación Española y la CEDA debían gran parte de sus ideas al carlismo», porque las tres organizaciones «a pesar de las diferencias tácticas, compartían el propósito estratégico genérico de construir un Estado autoritario y corporativo, con la clase obrera estrictamente controlada dentro de una organización sindical patrocinada por el Estado». Sin duda, Preston no ha leído ni a Enrique Gil Robles, ni a Vázquez de Mella, ni a Victor Pradera; y tiende a presentar el carlismo como una especie de remedo del fascismo italiano, sin tener en cuenta para nada el antiestatismo y antitotalitarismo característico del tradicionalismo en general y del carlismo en particular. No menos disparatada y discutible es su opinión de que el título de la novela de Franco, Raza , reflejara su «deslumbramiento por el nazismo». Como en el caso de Reig Tapia, aquí vale todo. El historiador británico parece desconocer que en España y en los países iberoamericanos hacía décadas que se celebraba la Fiesta de la Raza; y que este concepto carecía de fundamentos biológicos, siendo sus raíces espirituales y religiosas. Los capítulos más interesantes de la obra son los dedicados a la actuación de Franco a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, porque es ahí donde ha podido consultar material inédito. Su conclusión, por otra parte, era la previsible: Franco no entró en la contienda, en gran medida, porque Hitler no quiso. No voy a entrar en la polémica, en estos momentos todavía muy viva, ya que no soy experto en el tema. Sin embargo, el propio Preston hace una serie de precisiones que contribuyen, al menos en mi opinión, a relativizar sus propias tesis. Así, recoge que el 19 de noviembre de 1940, en la reunión de Berschtesgaden entre Hitler y Serrano Suñer, el Führer «insistió en que España debía entrar en la guerra lo antes posible». Y cuando Hitler se entrevistó con Mussolini, tras su entrevista con el ministro español, sugirió que el Duce empleara su influencia con Franco para asegurar la intervención en España. El 22 de noviembre Mussolini escribió a Hitler que «había llegado la hora de jugar la baza española» y se ofreció a reunirse con Franco para presionarle a unirse al Eje». El 5 de diciembre Hitler se reunió con el Alto Estado Mayor y decidió pedir a Franco permiso para que las tropas alemanas cruzaran la frontera el 10 de enero de 1941. «El Führer escribió a Mussolini para decirle que consideraba urgentemente necesaria la decisión final de Franco». «El 7 de diciembre el almirante Canaris visitó a Franco y le pidió, en presencia del general Vigón, que entrara en la guerra, pemitiendo que un cuerpo del ejército alemán atravesara España para atacar Gibraltar»{57}. ¿Cómo puede afirmarse sin más que Hitler no quiso nunca que España entrase en la guerra? Por otra parte, el historiador británico apenas hace referencia a la legislación social de los primeros años del régimen; todo se reduce a represión antiobrera. El establecimiento del Seguro Obligatorio de Enfermedad y la legislación promulgada por José Antonio Girón no se mencionan. Por supuesto, para Preston, siempre previsible, Franco no tuvo ningún papel en el proceso de desarrollo económico y de modernización social de los años sesenta. Y es que Franco, claro está, no entendía nada de economía. El planteamiento resulta absurdo. Oliveira Salazar sabía mucho más de economía que el dirigente español; pero sus prejuicios monetaristas y antikeynesianos impidieron, en buena medida, el desarrollo económico de Portugal. ¿Entendió De Gaulle el Plan Rueff o el de Massé? ¿Roosevelt el New Deal? La ultracatólica y tradicionalista Fuerza Nueva aparece, en la obra de Preston, como un grupo «neonazi». Sin embargo, lo peor de la biografía de Preston no es solo su ignorancia, su sectarismo, su falta de empatía; lo más criticable, a mi modo de ver, es su abierto servilismo hacia ciertas personalidades e instituciones. Pese a su adhesión incondicional al alzamiento del 18 de julio, Juan de Borbón es «alto y simpático». El contenido de su correspondencia con Franco era «una obra maestra de claridad y no carecía de matices irónicos». El Pretendiente era superior a Franco «en términos de buen gusto, savoir faire o capacidad intelectual». Era demócrata y quería ser «el rey de todos los españoles»{58}. El contenido de las Bases de Estoril, que Preston ni menciona, muestran todo lo contrario. En realidad, Franco siempre jugó con el pobre Juan de Borbón. Pero esta posiciones apologéticas le valieron la simpatía de Luis María Ansón y colaboraciones en el diario ABC . Luego, Preston publicó una acrítica biografía del actual Jefe de Estado, titulada Juan Carlos. El Rey de un pueblo. El último libro del historiador de Liverpool, El gran manipulador es un mero refrito de Franco. «Caudillo de España» ; y a buen seguro no contribuirá a mejorar su fama de historiador. Coincido con Preston en un aspecto; y es que, tras la publicación de su biografía, Francisco Franco «sigue siendo un enigma»{59}.

Todo esto demuestra que lo que hoy se entiende en España por «revisionismo histórico» y «contrarrevisionismo» apenas tiene algo que ver con lo que se entiende en el resto de Europa. De nuevo, un sector de la historiografía española se ha visto bloqueado por una serie de prejuicios ideológicos y por polémicas estériles. Incluso ha cometido el error de identificar a un conjunto de aficionados con los historiadores «revisionistas»; lo que contribuye a trivializar aún más el debate intelectual e historiográfico. Por todo ello, conviene precisar las características, los argumentos y los representantes del auténtico revisionismo histórico europeo.

II. El revisionismo histórico europeo

1.Algunas precisiones conceptuales

El revisionismo, como concepto, surgió en Alemania en la segunda mitad del siglo XIX, poco después de la formulación del socialismo marxista, como intento de modificar y moderar algunos de los puntos esenciales de su proyecto político. El primer teórico que reivindicó como necesaria la autocrítica marxista fue Eduard Berstein; de ahí que el término se empleara regularmente como sinónimo de socialdemocracia. El término fue utilizado despectivamente por los marxistas revolucionarios que homologaban la «revisión» con la traición a la ortodoxia y la capitulación ante la burguesía{60}. Este concepto ha pasado luego a ser un término de aplicación general como hábito de cuestionar doctrinas, teorías, leyes e interpretaciones comúnmente aceptadas como verdaderas o ciertas.

En ese sentido, el revisionismo resulta inherente a la investigación histórica. Como señala François Furet, el saber histórico «procede por «revisiones» constantes de interpretaciones anteriores»{61}. En el mismo sentido se expresa Ernst Nolte: «¡que sería la ciencia si no estuviera obligada sin cesar a volver a ejercer su crítica sobre la base del trabajo profundo, precisamente contra graves errores científicos, y a descubrir en los mismos errores otros núcleos de verdad!»{62}. Renzo de Felice se muestra igualmente contundente: «Por naturaleza, el historiador sólo puede ser revisionista, dado que su trabajo parte de lo que ha sido recogido por sus predecesores y tiende a profundizar, corregir y aclarar su reconstrucción de los hechos»{63}.

Sin embargo, el término revisionismo histórico ha tenido, y no sólo en España, una significación muy negativa. Así, el periodista Jordi García-Soler denunciaría, con poco conocimiento de causa, que el revisionismo histórico se encontraba ligado «a posiciones políticas ultraderechistas, por ejemplo respecto al nazismo y a la magnitud real de la política de exterminio, cuya misma existencia ha llegado incluso a ser puesta en cuestión»{64}. El periodista confundía, y con él otros muchos, revisionismo con lo que otros han denominado acertadamente «negacionismo»{65}. Esta última tendencia tuvo y tiene como principales representantes a Maurice Bardèche, Paul Rassinier, Wilhelm Stäglich, Henri Rockel y, sobre todo, a Robert Faurisson. El «negacionismo» se expresa, sobre todo, a través de la revista Journal of Historical Review . Los «negacionistas», que se autodenominan representantes del revisionismo histórico, han centrado sus estudios en el cuestionamiento e incluso la negación de la existencia real del «Holocausto» judío y de los campos de exterminio a lo largo de la Segunda Guerra Mundial. En palabras de Robert Faurisson: «las pretendidas cámaras de gas hitlerianas y el pretendido genocidio de los judíos forman una misma y única mentira histórica, que ha permitido una gigantesca estafa político-financiera cuyos principales beneficiarios son el Estado de Israel y el sionismo internacional y cuyas principales víctimas son el pueblo alemán, si bien no sus dirigentes, y el pueblo palestino en su totalidad»{66}.

Nada de estos tiene que ver con lo que aquí entendemos por revisionismo histórico europeo. Su aparición y difusión viene dada por la crítica, desde distintas perspectivas metodológicas, al paradigma histórico elaborado por los historiadores marxistas, a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, sobre el carácter y el significado de la edad contemporánea europea, centrada en dos temas íntimamente ligados para la historiografía marxista. Uno de ellos era la Revolución francesa de 1789, que, desde su perspectiva, suscitaba la sociedad capitalista y suponía, no sólo el orto de la era contemporánea, sino el necesario antecedente de la Revolución socialista de 1917; el otro era el fascismo, definido como la antítesis del socialismo y, en consecuencia, como arquetipo de la contrarrevolución burguesa y capitalista. Esta interpretación de la época contemporánea, muy influyente y extendida entre la opinión pública europea, entró en crisis, a partir de los años sesenta y setenta del pasado siglo, gracias a la labor historiográfica de los llamados historiadores revisionistas, entre los que hay que destacar a Ernst Nolte, Renzo de Felice, George L. Mosse y François Furet. Sus críticas fueron capaces de poner de manifiesto hasta qué punto la interpretación marxista de la época contemporánea resultaba poco válida y convincente no sólo a la hora de dar una visión plausible de la vida moderna, para prever el futuro o cultivar proyectos políticos de envergadura, sino para ofrecer una comprensión enriquecedora del pasado.

2. Renzo de Felice: la secularización del fascismo

Sin duda, corresponde al historiador italiano Renzo de Felice el gran mérito, quizás podríamos hablar de proeza, dado el contexto intelectual y político en que se desarrolló su obra, de haber emprendido la tarea de «secularizar» intelectualmente el fenómeno fascista, es decir, convertirlo en objeto de estudio y reflexión histórica; y no seguir viéndolo como la expresión de un supuesto Mal absoluto. Para ello, tuvo que enfrentarse a las corrientes históricas de raíz marxista-gramsciana, unido a la alta conflictividad política de la Italia de la posguerra y con el papel que en ella se asignaba a los distintos relatos históricos en tanto explicativos del presente, predictores de los cursos de acción futuros o simplmente legitimadores de los distintos programas de hegemonía cultural.

Nacido en Rietli el 8 de abril de 1929, Renzo de Felice era hijo de un funcionario de aduanas, antiguo oficial de complemento herido en la Gran Guerra y luego voluntario en la segunda conflagración mundial{67}. De Felice estudió Filosofía en la Universidad de Roma. Su encuentro con Federico Chabod fue decisivo para el desarrollo de su vocación historiográfica. Otro de sus grandes maestros fue Delio Cantimori. Chabod había desarrollado y renovado la tradición del realismo histórico de Giacchino Volpe y del historicismo ético-político de Benedetto Croce; mientras que Cantimori tuvo igualmente una formación historicista marcada por la influencia de Giovanni Gentile, y luego por el marxismo. Por su parte, De Felice se sintió seducido, en un primer momento, por el marxismo. De hecho, en su época de estudiante fue militante comunista activo, de tendencia trotskista; incluso fue arrestado en 1952 mientras preparaba una manifestación de protesta contra la visita a Roma del general americano Matthew Bunker Ridgway{68}. Finalmente abandonó el comunismo en 1956, por su desacuerdo con la invasión soviética de Hungría. Su marxismo tuvo una acusada influencia de Antonio Gramsci, sobre todo en su interpretación del Risorgimento y de la obra de Maquiavelo. Tras su abandono del comunismo, se fue alejando cada vez más del marxismo, acercándose al liberalismo y al conservadorismo. A su juicio, el marxismo pecaba de determinismo económico y dejaba de lado los factores políticos y culturales en el proceso histórico: «Los aspectos económicos, estructurales, de clase, son una realidad, pero esa realidad hunde siempre sus raíces en los hombres y se explica a través de ellos»{69}. Desde entonces, el historiador italiano estuvo abierto a las nuevas tendencias de la historiografía cultural, más próximas a la antropología que a la historia tradicional de las ideas. En ese sentido, las investigaciones de George L. Mosse en el universo de los mitos, los ritos y los símbolos de la política de masas, del nacionalismo y del nazismo, así como las teorías de la modernización y de la sociedad de masas del sociólogo italo-argentino Gino Germani jugaron un papel de primer orden en la evolución de la historiografía defeliciana.

Sus primeros trabajos se centraron en la Ilustración y el jacobinismo italianos, dando especial énfasis al análisis de los fenómenos de la política que podríamos conceptualizar como «irracionales»: el misticismo apocalíptico y revolucionario del período jacobino; lo que después tendría su continuidad en sus estudios sobre la cultura política de los líderes fascistas italianos, como Mussolini, D´Annunzio, Marinetti, &c.{70}

En su Entrevista sobre el fascismo con Michael Leeden, De Felice afirma haberse ocupado del fascismo casi por casualidad, tras escribir algunos artículos sobre el problema judío en Italia entre los siglos XVII y XX, decidiéndose a escribir su Storia degli ebrei italiani sotto il fascismo,{71} publicada en 1961, y que experimentó varias revisiones por parte de su autor. En esta obra, De Felice describió la tradición del antisemitismo italiano, en su versión clerical, el racismo y el antisionismo en la Italia liberal. Analizó la situación interna de las comunidades judías en los años veinte y treinta; la adhesión al fasismo de numerosos judíos, sin eludir el episodio de La Nueva Bandera, grupo judío profascista y antisionista. Resaltó el acontecimiento de la legislación y persecución antisemita, distinguiendo los períodos de 1938-1943 y 1943-1945. Para De Felice, el origen de la nueva política racial fascista era consecuencia de su alianza con Alemania; pero no ocultaba la complicidad, el consenso y el conformismo de buena parte de la sociedad italiana, especialmente en ciertos ámbitos intelectuales y estudiantiles. A lo largo de sucesivas ediciones, De Felice fue revisando sus tesis y profundizando en el tema, a la luz de nuevas fuentes y de los estudios de historia cultural de George L. Mosse. En la última edición de la obra, acentuó, al lado de la influencia de la alianza con Hitler, la importancia del problema derivado de la guerra de Africa, y la consiguiente necesidad de regular las relaciones entre los italianos y la población indígena; así como el objetivo de crear una nueva conciencia racial en los italianos, conectando la política antisemita con el giro totalitario del régimen y el anhelo mussoliniano de una «nueva civilidad» fascista{72}.

A partir de la publicación de esta obra, De Felice se propuso abordar la historia del fascismo sobre nuevas bases interpretativas y documentales. En 1965, publicó el primer tomo de su monumental e inconclusa biografía del «Duce», Mussolini, il rivoluzionario . Una de las principales novedades de su interpretación de la figura del político italiano y del fascismo, pero igualmente motivo esencial de las primeras polémicas contra su historiografía , fue la definición del carácter auténticamente revolucionario del Mussolini socialista y del fascismo de los orígenes hasta 1920. A su juicio, el movimiento fascista era un fenómeno social y político muy complejo, en el que se amalgamaban intereses sociales diversos y distintas tradiciones de tipo ideológico: «Que el fascismo ha sido un fenómeno con características de clase precisas, no hay la menor duda; pero traía aparejados también una serie de exigencias morales y culturales que le preexistían (sobre todo en el sindicalismo revolucionario) y que se yuxtaponían a otras (de tipo nacionalista) en un equilibrio extremadamente inestable que fue una de las grandes causas de la debilidad del propio fascismo. En realidad, Mussolini fue, a lo largo de su vida, un representante típico de las exigencias de origen sindicalista revolucionario»{73}. Pero el fascismo era, para De Felice, un movimiento social y político que no podía reducirse a «mussolinismo».

En un libro posterior, El Fascismo. Sus interpretaciones, publicado en 1969, De Felice abordó la crítica de las principales teorías interpretativas del fenómeno fascista: la liberal, la marxista, la sociológico-estructural, la católica, la psicosocial, la defendida por Ernst Nolte, la de Giacchino Volpe, &c. En sus conclusiones, el historiador italiano no creía en la validez absoluta de ninguna de estas interpretaciones, pero juzgaba necesario tenerlas presentes y articularlas entre sí a la hora de lograr una explicación histórica global del fenómeno fascista en general y de los fascismos en particular. Además, resultaba preciso tener en cuenta «las características concretamente nacionales, es decir, vinculadas con las situaciones históricas particulares (económicas, sociales, culturales y políticas) de cada uno de los países en los cuales se desarrollaron movimientos, partidos o regímenes fascistas». De Felice consideraba al fascismo «un fenómeno europeo que se desarrolló en el período transcurrido entre las dos guerras mundiales». Su aparición y triunfo no fueron inevitables, ni correspondieron en absoluto a una necesidad: «Fue la consecuencia de una multiplicidad de factores, todos racionales y todos evitables, de incomprensiones, de errores, de imprevisiones, de ilusiones, de miedos, de fatigas y –sólo en el casi de una minoría– de determinaciones que muy a menudo, por otra parte, no eran en absoluto conscientes de los resultados a los que su acción condujo efectivamente». En lo referente a su base sociológica, era evidente que el fascismo tuvo enemigos y partidarios en todas las clases sociales. Sin embargo, sus más ardientes defensores se reclutaron en «la pequeña burguesía», en «las clases medias». Y es que, después de la Gran Guerra, estos sectores sociales se enfrentaron a un período de «grave y en algunos casos (como en Italia y Alemania) de gravísima crisis», derivadas no sólo de las consecuencias del conflicto mundial, sino del proceso iniciado anteriormente de «transformación y masificación» de las sociedades europeas. Las clases medias se vieron obligadas a enfrentarse a la afirmación creciente del proletariado y de la gran burguesía; y tuvieron que afrontar esa lucha en condiciones económicas muy precarias, dada la inflación, el alto coste de la vida, la desvalorización de los créditos fijos, el congelamiento de los alquileres, etc, «sin instrumentos de defensa sindical adecuados y en una situación de pérdida progresiva de status económico y social». En el plano psicológico-político, esta crisis de las clases medias produjo «un estado de frustración social que se manifestó a menudo como profunda inquietud, un confuso deseo de venganza y una sorda rebeldía (que a menudo asumía modalidades destructivas y revolucionarias) frente a una sociedad en relación con la cual se consideraron como las principales o quizás las únicas víctimas». Los errores de los partidos obreros y el miedo al bolchevismo hicieron que gran parte de las clases medias consideraran al fascismo «como un movimiento revolucionario propio que las permitiría afirmarse social y políticamente tanto contra el proletariado como contra la gran burguesía». Las élite política del fascismo perteneció igualmente a las clases medias, aunque con una característica que no podía ser subestimada, y es que «los jefes fascistas, muchos de ellos al menos, habían vivido dos tipos de experiencias particulares que a menudo se sumaban entre sí: habían militado en los partidos o en los movimientos de extrema izquierda en puestos de responsabilidad o habían combatido en la guerra». Se trataba de una elite que estuvo en condiciones de elaborar una ideología «revolucionaria y nacionalista que se adecuase a la psicología, a los resentimientos, a las veleidades y a las aspiraciones de las masas con cuyo concurso debía contar si pretendía alcanzar el poder». Y es que el fascismo intentó crear en las masas «la sensación de estar siempre movilizadas, de tener una relación directa con el jefe (que es tal por ser capaz de ser el intérprete y el traductor en los actos de sus aspiraciones) y de participar y contribuir no en una mera restauración de un orden social cuyos límites e inadecuación históricos todos comprendían, sino en una revolución en la que gradualmente nacería un nuevo orden social mejor y más justo que el preexistente». A ese respecto, De Felice creía que la alta burguesía nunca aceptó por completo al fascismo, tanto por factores psicológicos de cultura, de estilo e incluso de gusto como, sobre todo, por los temores que suscitaba, por la tendencia del Estado fascista a intervenir cada vez más en la economía, por la ambición de la elite fascista en transformarse en una clase política autónoma, por la política exterior mussoliniana cada vez más agresiva y que no correspondía a sus intereses. De ahí que la interpretación marxista clásica fuese indefendible, porque el fascismo no podía considerarse como «el momento culminante de la reacción capitalista y antiproletaria e, incluso, como una culminación inevitable del capitalismo correspondiente a la fase de su decadencia». La burguesía capitalista no tuvo una «posición unívoca» ante el fascismo, porque lo consideraba «una fuerza ambigua, potencialmente, aunque no básicamente, ajena al capitalismo mismo y que, aún hegemonizada, abrigaba riesgos notables y –como lo demostraron los hechos (en Alemania sobre todo, pero también en Italia)– perseguía objetivos que se habían hecho progresivamente más divergentes de los objetivos naturales del capitalismo; sin duda del capitalismo más avanzado, pero también de aquel que quería reforzarse y expandirse libremente». Los sectores de la alta burguesía que apoyaron, en un primer momento, al fascismo pretendían «sólo volver a la normalidad a partir de una situación de crisis política que se había hecho crónica y, por lo tanto, intolerable para ella»{74}.

En julio de 1975, De Felice, siguiendo esa línea interpretativa, publicó una de sus obras más polémicas, Entrevista sobre el Fascismo . Su interlocutor era el historiador norteamericano Michael Leeden, discípulo de George L. Mosse. La entrevista se publicó en un pequeño volumen de ciento veinticinco páginas; y tuvo la virtud de provocar discusiones sin cuento, que persisten todavía. De Felice negaba que el nacional-socialismo fuese una versión del fascismo, porque sus diferencias eran «enormes; son dos mundos, dos tradiciones, dos historias tan distintas que es difícil reunirlas en un análisis unitario». En concreto, el concepto de raza defendido por Mussolini y los fascistas no era biológico, sino espiritual. Al mismo tiempo, distinguía entre el fascismo como movimiento social y político y el fascismo como régimen. El primero podía conceptualizarse como revolucionario, ya que era «el aspecto de veleidad renovadora, de interpretación de ciertas exigencias, de ciertos estímulos, de cierta voluntad de renovación; es la cualidad de «revolucionario» que existe en el fascismo mismo y que tiende a construir algo nuevo». El régimen fascista, en cambio, era «la política de Mussolini, es el resultado de una política que tiende a hacer del fascismo la superestructura de un poder personal, de una dictadura, de una línea política que por muchas razones resulta ser la herencia de una tradición». Como ya había sostenido en sus obras sobre las interpretaciones del fascismo, De Felice insistía en el papel de las clases medias; de una clases medias no decadentes, no en vías de proletarización, sino «emergentes», que tienden a «realizar una política propia en primera persona», que «buscan participar y adquirir poder político». Por ello, el fascismo se presentó como un movimiento que proponía soluciones «nuevas», «modernas»: un cierto interclasismo, formas corporativistas de tipo moderno, «algo que no se puede liquidar considerándolo como un corporativismo de tipo medieval, o del renacimiento, de Toniolo o de los católicos». La llegada al poder de Mussolini fue el resultado de un compromiso entre el fascismo y la clase dirigente tradicional. Para ésta última y para los poderes económicos, el fascismo debía ser absorbido por el sistema. La visión del movimiento fascista era muy diferente; pretendía subvertirlo y eliminarlo, a partir de una política «totalitaria». Y es el que el fascismo no quería asemejarse a un régimen autoritario o reaccionario, que tendiera a la desmovilización de las masas. El régimen fascista, así como el movimiento, propugnó la movilización de las masas, la construcción de una nueva civilidad y la creación de un «hombre nuevo». De ahí que pudiera hablarse de «fenómeno revolucionario». El nacionalismo fascista no era, por otra parte, un nacionalismo clásico, sino un «nacionalismo de masas», «populista»; y su colonialismo tendía «a la emigración, que espera que grandes masas de italianos puedan trasladarse a aquellas tierras para trabajar, para encontrar posibilidades que no tienen en su patria». Siguiendo las tesis de Jacob Talmon sobre la democracia totalitaria, De Felice estimaba que su proyecto político tenía sus antecedentes ideológicos en la Ilustración, en Rousseau y la Revolución francesa, enlazando con «cierto radicalismo de izquierda», no de derecha, como en el nacional-socialismo. Y señalaba: «La idea de que el Estado, por medio de la educación, puede crear un nuevo tipo de ciudadano, es una idea típicamente democrática, clásica del iluminismo, una manifestación de carácter rousseauniano». A ese respecto, negaba que el régimen de Franco fuese un régimen fascista; se trataba de «un clásico régimen autoritario con injertos modernos y nada más que eso». Señalaba igualmente el historiador italiano que el régimen fascista disfrutó de un amplio «consenso» en el grueso de la población italiana sobre todo entre 1929 y 1936. En esa época, Mussolini sacó provecho de su aguda percepción acerca de los réditos de una situación nacional en la que la paz social se comparaba con la crisis que soportaban en esos años Francia e Inglaterra, especialmente, aunque también Alemania y los Estados Unidos. Incluso la guerra de Etiopía suscitó un «consenso» mayor y un momento de excitación nacional en el conjunto de la sociedad italiana. Sin embargo, De Felice insistía en lo precario de ese «consenso», que el propio Mussolini percibió. El «Duce» confiaba en la imagen de su política exterior; pero perseguía, al mismo tiempo, la «fascistización» de Italia, a través de la educación y la conquista de los jóvenes. La crisis con la Santa Sede en torno a la Acción Católica fue todo un símbolo. A juicio del historiador italiano, si el fascismo fracasó en esa empresa no fue por carencias de tipo técnico, sino por sus profundas insuficiencias en el plano de la cultura y de la formación humanista. Con respecto a la política exterior, De Felice estimaba que en los primeros años fue pendular. Mussolini osciló entre Inglaterra y Alemania hasta la guerra civil española y la guerra de Etiopía estrecharon demasiado el arco del péndulo. El «eje» Roma-Berlín no fue, a su juicio, un hecho inexorable, calculado desde el principio, por lo menos del lado fascista. Para Mussolini, el conflicto europeo era político y económico, no ideológico. La guerra se hizo ideológica después de la invasión alemana de la Unión Soviética. De Felice no creía en la resurrección política del fascismo. Los movimientos neofascistas apenas tenían algo que ver con el fascismo histórico. No se trataba de movimientos nacionalistas, sin europeístas. Sus personajes de referencia no eran Mussolini y sus seguidores, sino filósofos tradicionalistas como Julius Evola, políticos como Cornelio Codreanu o los nazis. En su proyecto político, no aparecía la idea de progreso, sino una tradición «mágico-mística, cosa que el fascismo italiano jamás conoció»{75}.

Hasta su muerte, Renzo de Felice continuó elaborando su biografía de Mussolini. A Mussolini, il rivolucionario , siguieron El fascista, 1921-1929, El Duce, 1929-1949 e Italia en guerra, 1940-1943. No llegó a culminar su gran proyecto; pero su exhaustiva biografía del «Duce» sobrepasó las siete mil páginas. Poco que ver, pues, con la bagatelas de Paul Preston. A menudo, algunos historiadores le acusaron de hacer una apología inteligente de Mussolini y del fascismo. De Felice no compartía esa opinión y se defendió elocuentemente: «Yo estoy convencido, en cambio, que si toda mi obra presenta a un personaje criticado íntimamente y a fondo (y en muchos aspectos destruido) tal personaje es precisamente Mussolini». Y significativamente señalaba: «Lo que fastidió a muchos,especialmente a los viejos, es lo que se define como mi imparcialidad, mi serenidad para juzgar a ciertos personajes y ciertos acontecimientos, como si se tratase de algo ocurrido hace dos o tres siglos»{76}. Historiadores como Nicola Tranfaglia, Franco Catalano, Lelio Basso, Claudio Pavone, Enzo Traverso, Denis Mack Smith, &c., criticaron acerbamente su obra, sobre todo Entrevista sobre el fascismo y los diversos tomos de su biografía de Mussolini{77}. Sin embargo, ciertos sectores de la derecha neofascista tampoco recibieron favorablemente el contenido de su obra{78}. En concreto Maurice Bardèche valoró la objetividad del historiador italiano respecto al fascismo; pero estimaba que su análisis interpretativo se encontraba excesivamente próximo al marxismo y no compartía su adscripción reaccionaria del nacional-socialismo{79}. El político comunista Giorgio Améndola coincidía con algunas de las tesis del historiador italiano y no creía que hiciese una apología del fascismo{80}. El filósofo católico Augusto Del Noce compartía su definición del fascismo y su caracterización de la figura de Mussolini{81}. Por su parte, Norberto Bobbio estimaba que De Felice «revalorizaba» históricamente el fascismo, pero no pretendía «rehabilitarlo». Negaba que el movimiento fascista hubiese sido revolucionario. Reconocía que existió, durante el fascismo, un «consenso de masas», aunque «emotivo», irracional{82}.

Lo cierto es que su valoración última de Mussolini no fue positiva. De Felice definió al «Duce» como «un hombre que busca», es decir, «un hombre político que contempla su ruta día a día, sin tener una idea clara de su punto de llegada». Un «hombre político» ciertamente «notable», pero no un auténtico «hombre de Estado», porque en los momentos cruciales de su vida le faltó la capacidad de decisión hasta tal punto que puede decirse que «sus decisiones tácticas fueron tomadas gradualmente, adaptándose a la realidad exterior»{83}. Falto de princicipios morales, sin una idea precisa a realizar, totalmente desprovisto de prejuicios, Mussolini, según De Felice, seguía en sus actos una «dirección fundamentalmete univoca, pero por otro lado largamente trazada día a día, fruto no de conocimientos y deseos precisos, sino, al contrario, determinado por una adaptación ulterior y su inscripción en una situación normal»{84}. La táctica mussoliniana era, para el historiador italiano, la consecuencia de una «mezcla de personalismo, de escepticismo, de desconfianza, de seguridad en sí y al mismo tiempo de desconfianza hacia el valor intrínseco de todo acto y luego a la posibilidad de dar a la acción un sentido moral, un valor que no fuera provisional, instrumental y táctico»{85}. En el fondo, De Felice creía que el Duce una víctima de su propio «mito»{86}.

No obstante, De Felice se mostró igualmente intransigente con algunos de los mitos más queridos del antifascismo. Entre diciembre de 1987 y enero de 1988, De Felice se mostró partidario, en una entrevista, de abolir las disposiciones de la Constitución italiana que impedían la reconstrucción del Partido Fascista, porque habían dejado de ser creíbles, al permitir las fuerzas antifascistas la existencia del Movimiento Social Italiano, que había «sobrevivido a todas las tempestades». Y opinaba, además, que el antifascismo no era una ideología «útil para instaurar una auténtica democracia republicana, una democracia liberal»{87}. En 1995, De Felice volvió a la carga. En su obra Rojo y negro , consideraba que la «vulgata» antifascista estaba política e intelectualmente muerta. Objeto preferido de sus críticas fue el «mito» de la Resistencia, un mito que «no suscita otros efectos que no sean el aburrimiento y el desinterés, o bien el deseo de oir otras voces». Y es que, tras la caída del muro de Berlín y el derrumbe de la Unión Soviética, se habían destruido muchas certezas. Era el momento de plantear históricamente el problema de la «legitimación popular» de la Resistencia. A su juicio, tanto ésta como la República Social Italiana fueron fenómenos minoritarios. Además, el antifascismo no podía constituir el único elemento discriminador para comprender el significado histórico de la Resistencia. El antifascismo no podía reemplazar a la «patente democrática»; pero la «vulgata» antifascista había sido construida «por razones ideológicas», es decir, para «legitimar la nueva democracia con el antifascismo», para «legitimar la izquierda comunista con la democracia». Según sus cálculos, el número de militantes activos en la Resistencia fue de unos treinta mil. El movimiento partisano se hizo multitudinario del final de la guerra, «cuando bastaba con lucir un pañuelo rojo al cuello para sentirse combatiente y desfilar con los vencedores». El deseo dominante en la mayoría de la población italiana fue la paz. No predominó el «rojo» o el «negro», sino «una gran zona gris». Por otra parte, el objetivo último de los comunistas siguió siendo la dictadura del proletariado». Por ello, De Felice daba relieve a la figura de Alfredo Pizzoni, dirigente de la Resistencia, pero anticomunista, al que consideraba un auténtico «patriota». Con respecto a los fascistas, De Felice opinaba que la entrada de Italia al lado de Alemania en la Guerra Mundial supuso «una imparable fuerza de deslegitimación»; y la vergonzosa derrota «deshizo la idea de nación como valor unificador de los todos los italianos». La fundación de la República Social Italiana fue el origen de «la guerra civil». Sin embargo, el historiador italiano estimaba que Mussolini retornó a la vida política, tras su caída en 1943, no por interés personal, sino por patriotismo; el suyo fue un verdadero sacrificio en el «altar de la defensa de Italia»: «Mussolini volvió al poder para «ponerse al servicio de la patria», porque sólo él podía impedir que Hitler transformase Italia en una nueva Polonia; para hacer menos pesado y trágico el régimen de ocupación». De la misma forma, destacaba el papel ejercido por el filósofo Giovanni Gentile, «el único que habló claro contra la práctica del terror»; y exhortó a la «pacificación de los italianos»; lo que le costó la vida. Otra figura positiva de la República Social fue Junio Valerio Borghese, el comandante de la X Mas; ejemplo de «aquellos que anteponían a la idea fascista la defensa del honor nacional y de las fronteras de la patria, contra todos los enemigos internos y externos»{88}. La obra fue objeto, nuevamente, de todo tipo de polémicas; e incluso unos extremistas de izquierda lanzaron contra la casa del historiador un par de botellas incendiarias{89}.

Renzo de Felice murió el 26 de mayo de 1996, a los sesenta y siete años, sin haber finalizado su biografía de Mussolini. No obstante, su obra historiográfica tiene pocos paralelos tanto en su patria como en el resto de Europa. Como ha reconocido un historiador de izquierda como Enzo Traverso, siempre crítico con sus planteamientos: «En cuanto a Renzo de Felice, su monumental investigación sobre la Italia fascista ha dado numerosas «revisiones» que son hoy en día adquisiciones historiográficas generalmente aceptadas, como, por ejemplo, el reconocimiento de la dimensión «revolucionaria» del primer fascismo, de su carácter modernizador o también el consenso obtenido por el régimen de Mussolini en el seno de la sociedad italiana, sobre todo en el momento de la guerra de Etiopía»{90}. Al mismo tiempo, De Felice fue el fundador de la prestigiosa revista Storia Contemporánea , en la que colaboraron, entre otros, George L. Mosse, Emilio Gentile, John F. Coverdale, Andreas Hillgruber, Klaus Hildebrand, Giorgio Améndola, &c.{91} Sus discípulos, en particular Emilio Gentile, se encuentran a la vanguardia investigadora del fenómeno fascista. Todo un legado.

3. George Lachmann Mosse: el revisionismo histórico-cultural

«(...) los estudios de Mosse sobre el grado de nacionalización de las masas son fundamentales y sirven para sacar a la luz las diferencias de fondo entre el nacional-socialismo y el fascismo»{92}. Así valoraba Renzo de Felice la labor historiográfica de George Lachmann Mosse. Sin embargo, la importancia de la obra del historiador judío-alemán no radica sólo en su indudable capacidad interpretativa y en su erudición enciclopédida. Mosse fue igualmente un claro ejemplo de buen talante historiográfico. Pese a lo accidentado de su trayectoria vital, y en ello incidiremos a continuación, Mosse insistió, a lo largo de toda su obra, en la necesidad de que el historiador experimentara el sentimiento de empatía hacia el objeto de su investigación: «He creído siempre que la empatía es la cualidad principal que debe cultivar todo historiador (...) Empatía significa poner a un lado los propios prejuicios contemporáneos para encarar el pasado sin temores ni favoritismos»{93}. Nacido en Berlín el 20 de septiembre de 1918, en el seno de una familia de la alta burguesía judía, George Lachmann Mosse siempre se sintió doblemente excluído por su condición de judío y homosexual{94}. Su padre era propietario de una importante casa editorial y de una cadena de periódicos. En 1933, con la llegada de Hitler al poder, la familia emigró a París. Mosse se trasladó, a su vez, a Londres, donde inició sus estudios de Historia en el Downing College de Cambridge. Por aquella época, se consideraba un auténtico antifascista, sobre todo tras el estallido de la guerra civil española{95}, si bien, con toda honradez, reconoció que apenas sabía nada de la realidad española, ni de las luchas de poder entre los diversos grupos revolucionarios. Además, los antifascistas resultaron ser tan antiliberales y homófobos como los propios fascistas. Sin embargo, Mosse guardó cierta gratitud al propio Mussolini. Y es que en 1936, él y su madre se encontraban en Florencia, cuando el Eje acababa de establecerse entre Alemania e Italia; lo que sembró el terror entre los exiliados judíos en la Península, que temían ser entregados a las autoridades nazis. La madre de Mosse decidió escribir al «Duce» para pedirle protección, tras recordarle el apoyo que su marido le había proporcionado a través de su cadena de periódicos antes de la llegada del fascismo al poder. La llamada telefónica que Mussolini hizo a su madre para tranquilizarla, fue un episodio que, según Mosse, arrojaba luz sobre «el carácter de Mussolini –al menos sobre su sentido de la gratitud–. No tenía necesidad de haber intervenido a favor de unos refugiados judíos indefensos»{96}.

En agosto de 1939, se trasladó a Estados Unidos, donde completó sus estudios en Harvard y luego comenzó a enseñar Historia en la Universidad de Wisconsin. Como historiador, Mosse se sintió influido por Friederich Meinecke y sus teorías sobre la «razón de Estado» y el poder; por Benedetto Croce y su concepto de Historia; por Johan Huizinga y su teoría de los mitos; y por su amigo George Lichtheim, que le familiarizó con la dialéctica hegeliana{97}. De esta forma, Mosse se convirtió en el portavoz de una nueva historia de carácter cultural, en la que las percepciones, los ritos, la liturgia, las ideologías tenían un papel de primer orden. En un momento de clara hegemonía de la historia económica y social, dominada por el marxismo y por el paradigma de la Escuela de los Annales, Mosse enfatizaba la importancia de las ideologías, como un factor fundamental del proceso histórico. A su juicio, el objeto de la historia radicaba en la comprensión del modo en que los seres humanos habían percibido e interpretado la sociedad, según la idea y los valores que eran propios de su época. En ese sentido, cultura era «un estado de la mente», «aludiendo a cómo percibimos la sociedad y el lugar que ocupamos en ella». Las fuentes de esta nueva historia cultural no podían ser, en ese sentido, sólo los grandes pensadores, escritores o artistas, sino los hábitos mentales difusos, ideales o modos de vida compartidos por las poblaciones. El historiador de la cultura, según Mosse, debe hacer suyo el método de una «antropología cultural retrospectiva, dirigiendo su atención a las ideas y prácticas populares, conectandolas «a los retos y dilemas concretos de la sociedad»{98}.

No por casualidad, Mosse centró su interés, al menos en parte, en la ideología y cultura política del fascismo italiano y el nacional-socialismo alemán. Desde su juventud, se sintió fascinado por la parafernalia y la política de masas característica de los fascismos. Según confiesa en sus memorias, «rara vez lograba resistirme al entusiasmo de las multitudes». «Los actos fascistas que había presenciado de cerca me hicieron más fácil esa empatía». Incluso, en el desarrollo de sus investigaciones, no vaciló en relacionarse con antiguos jerarcas del III Reich como Albert Speer{99}. Y es que los fascismos, sobre todo el alemán, habían inventado «un estilo político nuevo», utilizando antiguas tradiciones y adaptándolas a ese objetivo. Ni el fascismo ni el nacional-socialismo eran movimientos políticos antimodernos. A pesar de sus críticas a la Ilustración y a la Revolución francesa, en el fondo eran sus herederos. El proceso revolucionario había creado una nueva cultura política, una nueva visión de lo sagrado y creado una verdadera religión civil, que podía percibirse en los escritos de Rousseau, basada en la idea de voluntad general del pueblo, y de la que los movimientos fascistas participaban. Así, Mosse sostiene: «El fascismo y la Revolución francesa, cada uno a su modo, se percibían como movimientos democráticos dirigidos contra los poderes establecidos. El fascismo en tanto que movimiento tenía un espíritu revolucionario e incluso llegado al poder...continuó utilizando una retórica hostil al establishment y dirigida contra la burguesía» . Siguiendo la estela revolucionaria francesa, los fascismos «democratizaron» las manifestaciones oficiales, el culto a los muertos, los desfiles, la liturgia, el servicio a la causa; y pretendían construir un nuevo tipo de hombre. El fascismo era, en fin, una «revolución fundada sobre la mezcla particular de doctrinas de izquierda y de derecha»{100}.

En su obra fundamental, La nacionalización de las masas, Mosse describe elocuentemente este proceso que llevó a la «nueva política», nacida de la Revolución francesa, proyecto que perseguía la participación activa del pueblo en «la mística nacional a través de ritos y fiestas, mitos y símbolos que dieran expresión concreta a la voluntad general». «La caótica multitud que constituía el «pueblo» se convirtió en un movimiento de masas que compartía la creencia en la unidad popular a través de una mística nacional. La nueva política proporcionó una materialización de la voluntad general; transformó la acción política en un drama supuestamente compartido por el propio pueblo». En ese sentido, el concepto de totalitarismo resultaba, a juicio de Mosse, engañoso, porque «implica la utilización del terror contra la población y la confrontación entre el líder y el pueblo»; suponía la presunción de que «únicamente el gobierno representativo puede ser democrático, una falacia histórica que ya debería haber dejado de lado no sólo la política de masas decimonónica, sino el sistema político de la Grecia clásica, porque fueron precisamente los mitos y cultos de los primeros movimientos de masas los que, además de dar al fascismo una base desde la que trabajar, lo capacitaron para presentar una alternativa a la democracia parlamentaria». «Millones de personas vieron en las tradiciones de que hablaba Mussolini una expresión de la participación política más vital y elocuente que la que representaba la idea «burguesa» de democracia parlamentaria. Eso únicamente podía ocurrir por la existencia de una larga tradición anterior, ejemplificada no sólo en los movimientos nacionalistas de masas, sino por los obreros, igualmente masivos». Fiestas populares, monumentos nacionales, sociedades gimnásticas, liturgias de tradición cristiana o pagana, «lugares sagrados», las operas wagnerianas, etc, contribuyeron, sobre todo en Alemania a partir de la unificación nacional, a la progresiva «nacionalización de las masas», que culminaría en el nacional-socialismo y el fascismo. A ese respecto, Mosse estimaba que el pensamiento político fascista no podía juzgarse sólo «en función de la teoría política tradicional», porque, en el fondo, era «una teología que proporcionaba un marco para el culto nacional». «Como tal, sus ritos y liturgias eran esenciales y constituían un elemento capital de una teoría política que no dependía del atractivo de la letra escrita»{101}. La ideología y el «estilo de los movimientos fascistas fueron deudores igualmente de la experiencia de la Gran Guerra, que condujo, sobre todo en Alemania, a «la brutalización de la política». La indiferencia ante la muerte en masa y el deseo de destruir totalmente al enemigo fueron factores principales de esa «brutalización» que se perpetuó en el período de entreguerras. Esta experiencia agravó la tendencia presente en todos los nacionalismos a imponer un rígido conformismo para integrar al individuo en la colectividad y agudizó «la mentalidad maniquea, afirmada en la neta e inequívoca distinción entre amigo y enemigo propia de los tiempos de guerra», favoreciendo la creación y exasperación de «estereotipos deshumanizadores». De otro lado, el mito de la camaradería y el culto a los caídos fueron creados para superar el horror de la muerte y de la guerra, al igual que los mitos del sacrificio y de la regeneración, reforzaron la concepción mística de la nación{102}.

Fascismo y nacional-socialismo no eran en modo alguno movimientos políticos idénticos, dado que el desarrollo de la ideología völkisch separó a Alemenia del resto de Europa. En el fascismo italiano, la ideología racista era sustituida por un neto nacionalismo estatal. Sin embargo, ambos movimientos se configuraron como religiones seculares, basadas en una nueva fe, con sus liturgias y elementos de esperanza, y que proponían soluciones propias a los problemas de la industrialización y la modernidad, a partir del nacionalismo, el corporativismo y la democracia antiliberal de masas{103}.

Con respecto al tema del racismo y del antisemitismo, Mosse veía en ambos un producto de la modernidad; y denunciaba la «ambivalencia del Iluminismo respecto a los judíos», recordando que la Ilustración «no había mejorado fundamentalmente la imagen del judío, sino que, en realidad, había contribuido sustancialmente a la creación del estereotipo». Los orígenes del racismo moderno se encontraban en la Europa del siglo XVIII, cuyas principales corrientes culturales, basadas en una concepción naturalística del hombre, tuvieron una «enorme influencia en sobre el fundamento del pensamiento racista». A ese respecto, era preciso distinguir entre el antisemitismo moderno, basado en la noción biológica de raza, y el antisemitismo cristiano, que carecía de fundamento racista y consideraba la conversión del judío como solución a la diversidad religiosa{104}.

Los estudios de Mosse fueron muy celebrados en Italia, sobre todo, como ya sabemos, por Renzo de Felice, cuya esposa, Livia, tradujo al italiano La nacionalización de las masas . De Felice hizo una introducción al libro, donde llegaba a la conclusión de que las tesis de Mosse sólo eran aplicables a la realidad alemana, no a la italiana{105}. Otros historiadores, como François Furet, no se mostraron, en un principio, tan entusiastas. En concreto, Furet rechazó publicar el estudio de Mosse sobre las relaciones entre fascismo y Revolución francesa, en un volumen colectivo dedicado a la herencia de 1789, alegando sus diferencias en torno a la interpretación de Rousseau y los jacobinos{106}. No obstante, el historiador francés, como tendremos oportunidad de ver a continuación, se aproximó bastante a las posiciones de Mosse y De Felice respecto a su interpretación del fascismo.

4. François Furet: de la Revolución francesa a la dialéctica fascismo/antifascismo

Existen múltiples paralelismos, salvadas las diferencias de escuela, entre la vida y la obra de Renzo de Felice y la de François Furet. Ambos militaron, durante su juventud, en el comunismo y se consideraron marxistas, evolucionando luego hacia posturas liberales. De la misma forma, hubieron de enfrentarse a la influencia política e intelectual del marxismo y de la izquierda en general. Casi al final de su vida, uno y otro mantuvieron una recíproca influencia intelectual e historiográfica. Nacido en 1927, Furet procedía de una familia de la alta burguesía de tradición republicana de izquierda y laica{107}. En su etapa de estudiante universitario, alrededor de 1949, se afiló al PCF, al que veía como representante de la Resistencia frente al nazismo, y que, además, había conseguido ligar a los intelectuales con la clase obrera. En estas posiciones latía, según algunos, una especie de complejo de culpa por sus orígenes sociales altoburgueses. Su compromiso comunista duró hasta mediados de los años cincuenta. El joven historiador rompió con el PCF por su desacuerdo con la política soviética respecto a Hungría y Alemania{108}. Miembro de la «tercera generación» de la célebre Escuela de los Annales, de Lucien Febvre y Fernand Braudel{109}, Furet, junto al historiador modernista Denis Richet, inició una clara y nítida ofensiva contra la interpretación marxista-leninista del fenómeno revolucionario francés, a partir de 1966, con la publicación de su célebre obra La Revolución francesa, reeditado en 1973; y luego en otro de sus libros más influyentes, Pensar la Revolución francesa. En estas obras, los autores diferenciaban tres revoluciones. La dominante era definida como una lucha de las elites –englobadas en esta noción la burguesía y la nobleza– a favor de las reivindicaciones liberales; mientras que a las otras dos revoluciones restantes –la del movimiento campesino y la de los artesanos y «sans-culots»– les atribuyen un contenido económico «reaccionario». La Revolución se desvió de sus objetivos burgueses iniciales, al interferir en ellos las otras dos revoluciones. Es la tesis del «dérapage». Lo que, en esencia, se construye en 1789 es la unidad nacional. La ruptura no se sitúa en el terreno económico-social, sino en el ideológico, en el nivel de la conciencia, en el «imaginario social». Frente al mito de la ruptura, Furet, apoyándose en Alexis de Tocqueville, sostiene la continuidad. Ésta se hace evidente en los hechos; mientras que la ruptura sólo tiene lugar en las conciencias. Continuidad incluso en el terreno político, porque lo que constituye el fundamento del nuevo orden, el Estado administrativo que gobierna la sociedad con una ideología igualitaria, había tenido su génesis en la Monarquía absoluta, antes de ser consumado por los jacobinos y por Napoleón. La Revolución consistió, así, en la aceleración de una evolución política y social anterior{110}.

Más allá de los problemas concretos de la interpretación del fenómeno revolucionario francés, Furet puso en tela de juicio la propia validez de la teoría marxista-leninista de la historia. Furet estimaba que la historiografía marxista sufrió una profunda y negativa desviación a partir de 1917, cuando buena parte de su esfuerzo tuvo como objetivo la legitimación de la Revolución bolchevique. En ese sentido, no era más que en parte heredera de la tradición marxiana. Karl Marx era muy superior intelectualmente a sus supuestos epígonos, sobre todo por su capacidad inquisitiva y de autocrítica. No obstante, Furet acusaba al propio Marx de mecanicismo y simplismo en sus análisis de la Revolución. Su teoría de la «revolución burguesa» era incapaz, por su linealidad, de dar una explicación convincente de la diversidad de las formas políticas y a los acontecimientos que revelan el desarrollo de los acontecimientos de 1789. Su visión de la Francia revolucionaria era deudora de su filosofía de la historia, muy simplificadora que intentaba reducir «las formas políticas a su contenido clasista», negando la autonomía y sustantividad de la historia de las ideas y de la política. De esta forma, la interpretación marxista era puramente deductiva de los apriorismos de su filosofía materialista de la historia, que, en la mayoría de los casos, se caracterizaba por «la inexistencia casi total de referencias empíricas a la economía y a la sociedad francesa antes de 1789»{111}. A ese respecto, el historiador francés contraponía Hegel y Tocqueville a Marx. El esquema hegeliano, con su insistencia en factores de orden institucional y, sobre todo, ideológicos, era, a su juicio, mucho más rico que el marxista. Y lo mismo podía decirse de Tocqueville, que, a diferencia del filósofo de Tréveris, había sido capaz de separar el concepto de Estado democrático del de sociedad capitalista y burguesa, y comprender, en consecuencia, las implicaciones de la igualdad política para el porvenir de las sociedades modernas{112}. Junto a Hegel y Tocqueville, Furet revalorizó la obra del conservador católico Agustín de Cochin, cuyos estudios sobre el jacobinismo y las «sociedades de pensamiento» consideraba de suma importancia, a la hora de calibrar las transformaciones que en el imaginario colectivo comportó la idea democrática{113}. De la misma forma, alabó a Edmund Burke, cuyas críticas al desarrollo de la Revolución consideraba lúcidas y dignas de tenerse en cuenta: «Burke se percató del vínculo secreto que puede unir la democracia revolucionaria y el despotismo: la emancipación de los individuos respecto a los vínculos tradicionales que los ligaban a sus comunidades, superiores, anteriores a ellos, no suponía una disminución de la autoridad ejercida sobre ellos, sino su desplazamiento y ensanchamiento bajo la figura del Estado soberano». Bien entendido que Furet, con razón, interpretaba a Burke como un liberal-conservador y no como un representante de la contrarrevolución: «La contrarrevolución francesa no compartió con Burke ni su sentido de las libertades, ni su concepción jurisprudencial del tiempo y menos aún el supuesto valor ejemplar que otorga la historia inglesa»{114}.

Su adhesión al liberalismo no fue ajena a la influencia que ejerció sobre su pensamiento social y político el sociólogo y politólogo Raymond Aron, cuya obra contribuyó a la recuperación de la figura de Alexis de Tocqueville y a la crítica sociológica y filosófica del marxismo-leninismo. Para Furet, Aron representaba, frente al optimismo del siglo XIX, el «agnosticismo del siglo XX», lo que se reflejaba en su lúcido y descarnado realismo político y económico{115}. Su célebre ensayo «Tocqueville y el problema de la Revolución francesa» fue publicado, por vez primera, en el volumen colectivo Science et Conscience de la Societé. Mélanges en l´honneur de Raymond Aron, en 1971{116}. Aron fue un intelectual insobornable, que, a través de su labor crítica, había sido capaz de «domesticar a todos los monstruos del siglo XX con los argumentos de la razón»{117}.

Su adhesión al liberalismo y, sobre todo, sus críticas a lo que denominaba «el catecismo revolucionario», cuyos principales defensores fueron Claude Mazauric y Albert Soboul, le valieron las críticas permanentes del conjunto de la izquierda intelectual e historiográfica. En concreto, Mazauric no sólo le acusó de «revisionista» –en el sentido leninista del término–, sino de «antipatriota»{118}.

En sus últimos escritos, Furet se ocupó del tema de las relaciones entre la idea comunista y la interpretación de la historia de la Revolución francesa y de la dialéctica entre fascismo y antifascismo. Para sus estudios, le fue muy útil la lectura de las obras de Renzo de Felice, al que consideraba «el más grande historiador del fascismo italiano». Furet aceptó, en general, la tesis del biógrafo de Mussolini. A su entender, el fascismo era «un movimiento a la vez nacionalista y revolucionario». En su opinión, no podía «comprenderse ni la relación del fascismo con la modernización política y económica ni la atracción que ejerció sobre gran número de contemporáneos». Igualmente, aceptó la diferenciación entre nacional-socialismo y fascismo{119}. Furet denunciaba el antifascismo como «una posición política a la vez inteligente, laudable y necesaria» que se había convertido, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, en la «máscara de otra tiranía», identificándola con la democracia, como se había demostrado en la Italia de la posguerra{120}. Su obra El pasado de una ilusión supuso la continuidad de sus reflexiones sobre estos temas. El libro pretendía dar respuesta a los grandes interrogantes del siglo XX. ¿Cómo fue posible una recepción tan entusiasta y duradera en Europa de la Revolución rusa? ¿Cuál fue la razón del atractivo suscitado por el comunismo entre los intelectuales europeos? En opinión de Furet, la génesis de estas actitudes políticas e intelectuales se encuentra en la «pasión revolucionaria» que caracteriza a las sociedades europeas desde 1789, como consecuencia de la debilidad de las nuevas capas dirigentes de ascendencia burguesa. A diferencia de la nobleza, la burguesía es un grupo social «sin categoría, sin tradición fija», que no suscita adhesión ni respeto, y que, por lo tanto, se ve permanente amenazado en sus fundamentos económicos, sociales y políticos. Esta «pasión revolucionaria» y antiburguesa es el origen tanto del fascismo como del comunismo. La Gran Guerra y la subsiguiente entrada de las masas en la vida política provocó, no un refuerzo de la democracia liberal, sino de la «pasión revolucionaria». Por ello, el estallido de la Revolución bolchevique fue de una importancia trascendental. Unido a la permanente «pasión revolucionaria», se afirmó, sobre todo en Francia, la tesis de la «solidaridad ontológica» entre 1789 y 1917. Un tercer factor fue el de la aparición del fascismo, y de las reacciones se suscitó en la opinión liberal y de izquierda, reacciones que sirvieron de coartada política e intelectual para el comunismo soviético. En ese sentido, Furet no creía, como ya sabemos, que el fascismo, tanto italiano como alemán, fuese un movimiento de carácter conservador o reaccionario. Basándose de la aportaciones de Renzo de Felice, el historiador galo interpretaba el fascismo como un movimiento de inequívoco signo revolucionario, cuya pretensión era ser «posmarxista y no preliberal». Su originalidad radicaba en la apropiación del «espíritu revolucionario, poniéndolo al servicio de un proyecto antiuniversalista», basado en la nación o en la raza. El antifascismo se forjó ideológicamente a través de la tesis de la «solidaridad ontológica» entre las revoluciones rusa y francesa. A ese respecto, la idea de «democracia revolucionaria» sirvió «para ocultar las ambigüedades de un antifascismo a la vez liberal y antiliberal, defensivo y conquistador, republicano y comunista». Dentro de esa lógica, el fascismo era identificado, erróneamente, con la contrarrevolución. La guerra civil española permitió al antifascismo incrementar su resonancia internacional. Furet opina, sin embargo, que «ni la política internacional ni la situación española se deben por completo a la oposición entre fascismo y antifascismo». El bando acaudillado por el general Franco podía ser conceptualizado como conservador, no como fascista. En el otro bando, la influencia del comunismo soviético puso a prueba «la técnica política de la «democracia popular» tal y como florecerá en la Europa centro-oriental después de 1945». Furet dedica, en esta obra, un extenso capítulo a describir los contenidos de la cultura antifascista, que permitió «atraer, al menos provisionalmente, las pasiones liberales y las pasiones antiliberales por igual». La Segunda Guerra Mundial y su desenlace no harán sino aumentar la influencia y fascinación por el comunismo soviético, que, desaparecido el fascismo, ser convirtió en monopolizador de la «pasión revolucionaria». Por ello, la victoria rusa fue mucho más «la victoria del antifascismo que la de la democracia». Lo más importante fue la influencia lograda por los comunistas en las sociedades liberales europeas. Cualquier ataque el régimen soviético fue calificado como «concesión al fascismo, cuando no un paso a su rehabilitación». De ahí que la decadencia del comunismo soviético, desde la muerte de Stalin, no fuera percibida ni en su dimensión real, ni bien recibida por los intelectuales europeos, que eran en su mayoría antifascistas, pero no antitotalitarios. Por ello, en vísperas de la estrepitosa caída del socialismo real, «el anticomunismo es sin duda más universalmente condenado en Occidente que en los buenos tiempos del antifascismo victorioso». A ese respecto, la perestroika de Mijail Gorbachov no fue más que «una síntesis ficticia entre los principios del bolchevismo y los principios liberales». Finalmente, Furet consideró al comunismo como un movimiento completamente anacrónico, que, tras los acontecimientos de 1989, terminó en «una especie de nada»{121}. Es de nuevo a Furet en su correspondencia con otro de los representantes del revisionismo histórico: Ernst Nolte.

5. Ernst Nolte: de la fenomenología del fascismo a la guerra civil europea

A diferencia de Mosse, De Felice o Furet, Ernst Nolte no procedía de la izquierda; sus orígenes ideológicos fueron conservadores. Nacido en Witten el 11 de enero de 1923, era miembro de una familia católica. Como diría en su correspondencia con Furet: «En mi familia no éramos deutsch-national, y cuando yo era niño mi primer amor fue para la reina oprimida María Teresa, y mi primera aversión para el agresivo rey de Prusia, su enemigo. Hicieron falta muchos acontecimientos para que yo pudiera verme llevado a tomar partido por Federico II»{122}. Sus recuerdos infantiles son los del «asombro atemorizado de un niño de la comarca del Ruhr ante el desarrollo de los movimientos del comunismo y del nacional-socialismo durante los años inmediatamente anteriores a 1933». No obstante, su memoria se centra igualmente en la figura de Martín Heidegger, de quien fue discípulo, señalando su fascinación «por el gran pensador que pareció ser el último metafísico y fue capaz de poner en duda la metafísica con mayor profundidad de lo que lo habían hecho los escépticos y pragmatistas»{123}. La influencia del autor de Ser y tiempo en Nolte es manifiesta, incluso en el estilo literario. La prosa de Nolte resulta, con frecuencia, oscura, confusa, conceptista y zinzagueante. Su historiografía no es empírico-sociológica como la de Furet o De Felice; tampoco culturalista, como la de Mosse; es, en gran medida, filosófica. En no pocas ocasiones, el historiador alemán se ha mostrado ecléctico, contradictorio y perplejo.

En 1964, Nolte pasó a ocupar la cátedra de Historia Contemporánea en la Universidad de Marburgo. Su labor investigadora sobre los movimientos fascistas comenzó aproximadamente a finales de los años cincuenta. En 1963, publicó su obra más célebre, El fascismo en su época , al que luego siguieron La crisis del sistema liberal y los movimientos fascistas, El fascismo. De Mussolini a Hitler, &c. El conjunto de estos libros constituye la primera parte de la producción noltiana, centrada en la interpretación genérica del fenómeno fascista. Según Nolte, considerado en su aspecto más profundo, como fenómeno transpolítico, el fascismo sería una disposición de «resistencia a la trascendencia», expresión en la que no hay que entender la trascendencia religiosa, sino lo que podríamos denominar la trascendencia horizontal, es decir, el progreso histórico o espíritu de la modernidad. El enemigo para el fascismo, en todas sus formas, debería ser visto en la «libertad hacia lo infinito». Este enemigo, se identifica con las dos corrientes que, en el ámbito del pensamiento filosófico y la acción política, han ejercido mayor influencia en la historia europea: el liberalismo y el marxismo. Para el historiador alemán, el fascismo, rechaza la esperanza en un «más allá» redentor con la misma fuerza que combate la idea de una emancipación inmanente que aspira a la liberación terrena del hombre. Así, Nolte define al fascismo como una «tercera vía» radicalmente antitradicional y antimoderna, por la que discurrirá una «época» de la historia europea; o, dicho con mayor precisión, el fascismo cuestiona tanto la existencia de la sociedad burguesa como la sociedad sin clases marxista. En ese sentido, Nolte cree que debería hablarse de una esencia común que tendría diferentes formas en los países europeos según las diversas situaciones políticas, sociales, económicas y culturales. Nolte describe, en ese sentido, una línea unitaria de desarrollo, donde el primer peldaño estaría representado por Charles Maurras y su Acción Francesa; el segundo por el fascismo italiano; y el tercero por el nacional-socialismo. A su entender, el fenómeno fascista podría ser caracterizado sobre la base de algunos elementos fijos: el terreno de origen, representado por el sistema liberal; su autoritarismo; la combinación de elementos ideológicos nacionalistas y socialistas; el antisemitismo; el sustrato social mesocrático. Además, los diferentes fascismos tenían en común el principio jerárquico, la voluntad de crear un «nuevo mundo», la violencia y el pathos de la juventud, conciencia de elite y capacidad de dirección de masas, ardor revolucionario y veneración por la tradición. Por último, el fascismo es un antimarxismo, que intenta destruir al enemigo mediante la elaboración de una ideología contrapuesta, aunque limítrofe, porque utilizaba medios casi idénticos, Era, en fin, un fenómeno de difícil clasificación, «a un tiempo progresivo y reaccionario, minoritario y encandilador de las masas, favorable a los empresarios y capitalismo de Estado, piadoso y blasfemo»{124}.

La interpretación de Nolte no suscitó el consenso del resto de los historiadores revisionistas. De Felice nunca compartió los planteamientos del historiador alemán; y consideraba «inaceptable» su tesis sobre el prefascismo de Maurras y Acción Francesa. Tampoco le convencía el concepto de «época fascista»: «Si lo tomamos en el sentido de Nolte y de los noltianos, es decir, en un sentido rígido, entonces no tiene ningún significado. Si, en cambio, lo tomamos en un sentido lato, tiene cierto valor, sobre todo referido a Europa»{125}. Mosse manifestó igualmente sus discrepancias con Nolte, porque, a su entender, el fascismo no podía ser considerado como un «antimovimiento», una reacción al marxismo, producto de la Gran Guerra; lo que significaba negar su especificidad ideológica, cuyos orígenes intelectuales se encontraban ya en los movimientos culturales y políticos del siglo XIX. Mosse consideraba El fascismo en su época un «libro abstruso», que venía a negar el propio dinamismo fascista, que no era reductible a un mero antimarxismo{126}. Como tendremos oportunidad de ver, Furet mantendrá una correspondencia con Nolte, donde expresó sus discrepancias con las tesis del alemán.

A partir de los años ochenta del pasado siglo, Nolte abandonó, al menos en parte, su interpretación del fascismo genérico para adopta la teoría del «totalitarismo» como una alternativa a la hora de explicar los paralelismos entre las formas de actuación de la Alemania nacional-socialista y la de la Unión Soviética. La nueva perspectiva defendida por Nolte se encuentra relacionada con el nuevo contexto político-social inagurado por la caída del Muro de Berlín y la reunificación de Alemania. Nolte participó en el célebre «Debate de los Historiadores», que ocupó una buena parte de la opinión pública alemana desde 1989 a 1993 –y a la que tampoco fue extraña la polémica en torno a la filosofía de Heidegger y su relación con el nacional-socialismo–, y que enlaza, en primer lugar, con las distintas interpretaciones de la historia contemporánea alemana y, sobre todo, el papel que en ella tiene el fenómeno nazi; así como, más tarde, con el problema suscitado por la reunificación de Alemania. Frente al filósofo Jürguen Habermas, que condenaba todo intento de rectificar los términos más o menos consagrados de la acusación lanzada por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial contra el pueblo alemán, Nolte, y otros historiadores como Andreas Hillgruber y Klaus Hildebrand, protestaron, reclamando libertad de investigación. En concreto, Nolte se mostró partidario de integrar el momento que representó el nacional-socialismo dentro de la historia alemana, ofreciendo al pueblo alemán una visión global de su pasado que le permitiese estar orgulloso de su aportación a la cultura occidental. Otros, como Hans Rosemberg o Eberhard Jäckel seguían las léna del nazismo como consecuencia directa de la historia alemana desde la unificación{127}.

A juicio de Nolte, los acontecimientos de 1989 ponían en cuestión, no ya al comunismo como sistema social y político, sino algunas convicciones tan viejas en la cultura europea como «el sentido de la historia», con el cual el marxismo había intentado legitimarse, e incluso el concepto de modernización, característicos de la ciencia social norteamericana. Por ello, el historiador alemán se mostraba partidario de una visión «trágica» de la historia, tal y como la habían defendido Hegel y Weber, es decir, una historia que ilustre sobre la perpetua dialéctica entre valores. A partir de tal concepción, el fenómeno nacional-socialista adquiría una nueva dimensión explicativa. Perdida la dimensión trascendente de la idea de «progreso» en que se encontraba instalada la alternativa política plasmada en el marxismo-leninismo, Nolte afirmó que el nacional-socialismo no estuvo privado totalmente de «racionalidad». En su ideología, existía un «núcleo de racionalidad». El nacional-socialismo fue «una forma extrema del nacionalismo alemán» e igualmente, y sobre todo, «una forma extrema de antibolchevismo»; una reacción contra el marxismo-leninismo y la amenaza de exterminio que éste suponía para un importante sector de las poblaciones de la Europa occidental{128}. Así, el período comprendido entre 1917 y 1945 fue, en su opinión, el de la llamada «guerra civil europea», en el cual el bolchevismo y el nacional-socialismo estarían ligados por un doble filo; el segundo por ser un reverso del primero, la reacción sigue a la acción, la contrarrevolución; la catástrofe después de la catástrofe. Para Nolte, la idea de exterminio de la burguesía como clase por los comunistas señaló el camino al genocidio de los judíos por Hitler y sus partidarios. El Gulag fue anterior a Auschwitz. Nolte se esfuerza, en ese línea, en intentar comprender el antisemitismo de los nacional-socialistas. Para Hitler y sus partidarios, el judaísmo era sinónimo de bolchevismo; y ello en razón de que veía la génesis intelectual del marxismo en el mesianismo propio del pensamiento judío{129}. Por otra parte, el historiador alemán niega el carácter antimoderno del nacional-socialismo. Su concepto de planificación biológica era, en el fondo, «un desarrollo coherente de la idea de planificación social»; un adelanto de la idea de planificaciçón genética y de sus técnicas. La condición «previa inevitable» de su triunfo en Alemania fue la humillación sufrida en 1918 y el desastroso «dictado» de Versalles, unido, claro está, a la amenaza bolchevique. A ese respecto, el nacional-socialismo pudo tener parte de razón en su antibolchevismo y en su rebeldía frente al Tratado de Versalles. Sin embargo, no fue un «antibolchevismo limpio» e internacional, capaz, por lo tanto, de encabezar la lucha mundial contra la Rusia soviética. La raíz de esa incapacidad se encontraba en su racismo y en su consiguiente antiuniversalismo. Por otra parte, su análisis del momento histórico partía de un error capital, como era el de la incapacidad de la democracia liberal para contrarrestar la ofensiva ideológica, política y social del marxismo. Profecía que, finalmente, se mostró errónea{130}.

Nolte veía, ahora, en Nietzsche el precursor intelectual del nacional-socialismo y de la reacción antibolchevique desatada por éste. El filósofo alemán «previó la época de las grandes guerras» y se convirtió, aunque no sin contradicciones, en el precursor del «partido de la vida» frente al «partido de la guerra civil» encarnado en Karl Marx. Nietzsche y Marx fueron «los ideólogos más importantes de aquella guerra civil que cuajó en una decisión bélica»{131}.

Con respecto a la problemática española, Nolte niega, como habían hecho De Felice y Furet, el carácter fascista del régimen de Franco, «puesto que la unificación forzada de la Falange con los tradicionalistas carlistas, los requetés, decretada por Franco el 19 de abril de 1937, fue más allá de lo que un partido fascista puede soportar en síntesis; por la misma razón, el partido estatal de la España franquista no puede contarse entre los partidos fascistas». Además, la España de Franco se inscribía, a juicio de Nolte, en un contexto social y político distinto al que dio vida a los movimientos fascistas. Se trataba de una sociedad en la que se daba una especie de equilibrio inestable entre los tradicionalistas y los revolucionarios, y donde la democracia liberal carecía de fuertes raíces sociales. En ese sentido, Nolte estimaba que el régimen de Franco hubiese sido, en aquellas circunstancias, «el mejor para todas esas zonas de Europa todavía (relativamente) deseuropeizadas»{132}.

Tras la publicación de El pasado de una ilusión, Francois Furet mantuvo una interesante correspondencia con Nolte, cuyo tema principal era su interpretación del fenómeno fascista y el contenido de la polémica entre los historiadores alemanes. Fallecido el historiador francés el 11 de julio de 1997, la revista Commentaire –fundada por Raymond Aron- hizo público el contenido de aquella correspondencia, luego publicada en un libro titulado Fascismo y comunismo . En ella, Nolte defendía sus planteamientos, mientras que Furet matizaba o criticaba alguno de sus contenidos. En primer lugar, el historiador francés agradecía a Nolte su valentía a la hora de romper «tabús» historiográficos sobre las relaciones entre fascismo y comunismo, lo mismo que las falacias del «antifascismo historiográfico». Sin embargo, juzgaba molestos y falaces algunos argumentos noltianos; y los relacionaba con «ese fondo de nacionalismo alemán humillado que sus adversarios reprochan a Nolte desde hace veinte años, y que constituye uno de los motores existenciales de sus libros». «Sin embargo, incluso en lo que tiene de cierto –añadía Furet– no puede desacreditar una obra y una interpretación que se encuentra entre las más profundas que haya producido este último siglo». Como De Felice, Furet no veía en el fascismo únicamente «reacción» a la revolución comunista; a su juicio, ambos movimientos son «figuras potenciales de la democracia moderna, que surgen de la misma historia», y que se encuentran relacionados en la crítica al «déficit político constitutivo de la democracia moderna». Existía, además, «un cuerpo de doctrina fascista o fascistizante ya más o menos constituido antes de 1914», lo que debilitaba «considerablemente las tesis de un fascismo meramente reactivo al bolchevismo». Por otra parte, Furet negaba que existiese un «núcleo racional» en el antisemitismo hitleriano. Menos defendible aún le parecía la tesis noltiana del prefascismo de Maurras y de Acción Francesa: «Sin duda más que usted, yo tendería a ver el fascismo no como contrarrevolucionario, sino, por el contrario, como agregando a la derecha europea el refuerzo de la idea revolucionaria, es decir, de ruptura radical con la tradición (...) hasta el fascismo, la política «antimoderna» se encuentra en el atolladero de la contrarrevolución. Con Mussolini recupera su encanto, su magia ante las masas populares. A mi juicio, en el fascismo existe una idea del porvenir, totalmente ausente de la ideología y la política contrarrevolucionaria del siglo XIX». Y añadía: «Podría completarse la argumentación con un exámen de las filosofía respectivas: la filosofía del fascismo está basada en la afirmación de las potencias irracionales de la vida , la de Maurras está hecha de un racionalismo positivista, extraído de Augusto Comte». Por último, Furet terminaba su correspondencia con Nolte con una lúcida llamada a la humildad que debía ser la característica esencial del trabajo historiográfico: «Hoy menos que nunca debemos jugar a profetas. Comprender y explicar el pasado ya no es tan sencillo»{133}. La correspondencia entre Furet y Nolte marcó el culmen del revisionismo histórico europeo.

Conclusión.

Renzo de Felice, George L. Mosse, François Furet y Ernst Nolte han contribuido, cada uno a su modo y desde su particular metodología, no sólo a una ingente y conflictiva labor de revisión histórica, sino al cambio de nuestra percepción de toda la época contemporánea europea. Su influencia historiográfica ha sido enorme, tanto en los países europeos como en Norteamérica. Ahí están para demostrarlo las obras de Zeev Sternhell, Karl Dietrich Bracher, Stanley G. Payne, Klaus Hildebrand, Emilio Gentile, etc, &c. Puede decirse incluso que ese cambio en la manera de percibir el pasado más reciente, nacido de sus críticas a los supuestos de ideológico-historiográficos del marxismo-leninismo, propició, en alguna medida, importantes cambios políticos y culturales en sus respectivas sociedades. Sin embargo, la sociedad española ha permanecido ajena a ese proceso de «revisión» histórica. Incluso el término «revisionismo» ha sido –y es– utilizado en un sentido negativo e incluso abiertamente peyorativo. Que personajes como César Vidal o Pío Moa, cuya producción que tiene que ver más con el agit-pro mediático que con la investigación histórica, hayan podido ser conceptualizados como «revisionistas» es tan sólo un reflejo de esta anómala situación. Resulta significativo que las obras de Renzo de Felice apenas hayan sido editadas en España. Las interpretaciones del fascismo y La entrevista sobre el fascismo fueron traducidas en Argentina; tan sólo Rojo y negro lo fue en una editorial española, y con escaso éxito. Las traducciones españolas de Mosse han sido muy tardías. En concreto, hasta 2005 no apareció en español La nacionalización de las masas, aunque gran parte de sus obras eran conocidas por la élite académica. Igualmente tardía fue la traducción de La revolución francesa, de Furet y Richet, publicada por Rialp en 1988, si bien el historiador francés ha tenido más suerte que sus homólogos italiano y alemán. Ernst Nolte ha sido más afortunado en la recepción española de su obra, que fue traducida relativamente pronto al español. Este conocimiento tardío y desigual no ha beneficiado en nada a la historiografía española. A la altura de 1969, el gran historiador católico Jesús Pabón decía, haciéndose eco de la biografía de Mussolini realizada por De Felice, que la contribución española al estudio del fascismo «no constituye en general motivo de orgullo»{134}. En ese sentido, muy poco ha cambiado desde que Pabón emitiera tal juicio{135}. Y es que mientras De Felice, Mosse, Furet o Nolte escribían y publicaban sus obras más polémicas y decisivas, en España todavía hacían furor, incluso entre los sectores académicos, las obras de Nicos Poulantzas, Ernest Mandel, Daniel Guérin, Enzo Colloti, Erich Fromm, Roger Bourderon, Wilhelm Reich, Barrington Moore, etc, &c. De ahí que obras tan discutibles como El fascismo en la crisis de la II República, de Javier Jiménez Campo; Antifalange , de Herbert R. Southworth; En busca de José Antonio, de Ian Gibson; Los orígenes del fascismo en España , de Manuel Pastor; La naturaleza del franquismo , de Sergio Vilar; Prietas las filas , de Seelahg Ellwood, o El fascismo en los comienzos del régimen de Franco , de Ricardo Chueca, hayan podido ser tomados en serio. La madurez de la historiografía italiana frente a la española y a ciertos representantes del hispanismo anglosajón se puso de manifiesto en unas Jornadas sobre Fascismo y Franquismo celebradas en Roma a comienzos de 2001, donde intervinieron Emilio Gentile, Giuseppe Conti, Giuliana Di Febo, Fulvio De Georgi, Renato Moro y Mariaccia Salvati, por parte italiana, y, por la española, Javier Tusell, Antonio Elorza, Josep Maria Margenat, al lado del hispanista británico Paul Preston. Mientras los historiadores italianos, seguidores en buena medida de las enseñanzas de Renzo de Felice y George L. Mosse, mostraron, en líneas generales, una gran solidez en el método y claridad de ideas, los españoles, y el hispanista anglosajón, no pasaron de un empirismo banal y de los tópicos políticamente correctos, al tratar sobre el régimen de Franco.{136} En este mediocre panorama, sólo han destacado los dispersos estudios de Juan José Linz, buen conocedor de las obras de Renzo de Felice y de Gorge Mosse.{130} Esta pobreza intelectual tiene su reflejo en el contenido de la actual polémica sobre la «memoria histórica» y sobre la naturaleza del régimen de Franco. Por decirlo en términos de Renzo de Felice, ni en el nivel político ni en el nivel histórico hemos pasado todavía los españoles de un esquemático franquismo/antifranquismo, «que es inaceptable en una cuestión de este género, y que sólo es válida en las plazas o en los comités»{138}. En ese contexto, el conocimiento y la profundización en las obras de los historiadores revisionistas podría dar un impulso a la racionalización de la vida cultural e historiográfica española. Pero esta recepción e interpretación no debería llegar con la cejijunta y embobada beatería tan al uso en la vida intelectual española, sino con la ayuda de ese soberano principio vital de la inteligencia que, además libra al elogio de cualquier bochornosa apariencia de lisonja: el espíritu crítico.

Notas

{1} Pedro Carlos González Cuevas, «Imperativo de selección», en El Catoblepas nº 63, mayo de 2007, pág. 14.

{2} Véase Temas para el Debate nº 147, febrero 2007, pág. 71. Algo que resulta incomprensible, dado de Beevor es un liberal de izquierdas, no un marxista como parece creer Moa; y que, en su obra hace referencia al «Gulag de Franco» y compara su régimen con la Rumanía de Ceaucescu (Antony Beevor, La guerra civil española. Barcelona 2006, págs. 611 ss, 682).

{3} Pío Moa, La quiebra de la historia progresista. Madrid 2007, págs. 35-37.

{4} Benedetto Croce, Materialismo storico et economia marxística. Milan-Palermo, 1900, p. 31.

{5} Véase Lorenz von Stein, Movimientos sociales y Monarquía. Madrid 1981.

{6} Joseph A. Schumpeter, «Marx el maestro», en Capitalismo, socialismo y democracia. Barcelona 1984, p. 91.

{7} Pío Moa, La quiebra de la historia progresista. Madrid 2007, págs. 37, 49, 263 ss. El ensayo de José María Marco, La libertad traicionada, cuya primera edición data de 1997, ha sido reeditado recientemente, con los mismos errores de perspectiva y de datos. Por poner un ejemplo palmario, Marco sigue sosteniendo que Canovas defendía el sufragio universal, al que el político malagueño siempre criticó, porque veía en la igualdad política la antesala del comunismo. Y sostiene, además, una opinión tan estrambótica como que criticar la Restauración equivalía a un ataque «a la vez a España y a la libertad» (José María Marco, La libertad traicionada. Siete ensayos españoles. Madrid 2007, págs. 15-17).

{8} Véase José Varela Ortega, Los amigos políticos. Madrid 1977. Mercedes Cabrera (dir.), Con luz y taquígrafos. Madrid 1998.

{9} Véase Francisco Comín, Hacienda y Economía en la España contemporánea (1800-1936). Volumen II. Madrid 1989, págs. 503 ss, 697 ss.

{10} Juan Pablo Fusi, España. La evolución de la identidad nacional. Madrid 2000, págs. 165 ss.

{11} José Alvárez Junco, Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. Madrid 2001, p. 13 ss. Fusi, op. cit., pág. 173 ss.

{12} Charles S. Maier, La refundación de la Europa burguesa. Estabilización en Francia, Alemania e Italia en la década posterior a la I Guerra Mundial. Madrid 1988. Fernando del Rey Reguillo, Propietarios y patronos. La política de las organizaciones económicas en la España de la Restauración. Madrid 1992. Francisco Villacorta Baños, Profesionales y burócratas. Estado y poder corporativo en la España del siglo XX. Madrid 1989.

{13} Gabriel Maura, Dolor de España. Madrid 1932, pág. 50.

{14} Pío Moa, La quiebra... , pág. 130 ss.

{15} Véase Emilio Gentile, Il fascismo in tre capituli. Roma-Bari 2006, págs. 114-115 ss.

{16} José María Gil Robles, El Derecho y el Estado y el Estado de Derecho. Salamanca, 1922, págs. 15, 44, 46 ss.

{17} Ángel Herrera Oria, «Régimen político y forma de gobierno» (1928), en Obras selectas. Madrid 1963, pág. 5 ss.

{18} «Teoría y práctica», El Debate , 23-VII-1929.

{19} Andrés de Blas, El socialismo radical en la II República. Madrid 1976. José Manuel Macarro Vera, Socialismo, República y revolución en Andalucía (1931-1936). Sevilla 2000.

{20} Véase José María Gil Robles, Oliveira Salazar. Santander 1997.

{21} José María Gil Robles, No fue posible la paz. Barcelona 1968, págs. 145 ss, 364 ss.

{22} Gil Robles, No fue posible... , págs. 518 ss.

{23} Francisco Espinosa, «El fenómeno revisionista y los fantasmas de la derecha española», en Contra el olvido. Historia y memoria de la guerra civil. Barcelona 2006, págs. 236.

{24} Alberto Reig Tapia, Anti-Moa. Barcelona 2006, pág. 61.

{25} En presunto rasgo de humor, Vidal, en una entrevista concedida a Libertad Digital , dijo, como respuesta a mis críticas, que al señor González Cuevas no le conocía nadie, salvo en su casa a la hora de comer (Libertad Digital, 15-V-2007). En realidad, yo tampoco conozco a Vidal. Oigo por las tardes a un señor de voz engolada en el programa La Linterna , de la COPE., porque me divierte, como los payasos en el circo. Pero quien firma tantos y tantos libros es para mí un desconocido; ignoro quien es o, mejor dicho, qué es. No creo que sea un individuo; más bien el nombre de una Sociedad Anónima. Como profesor de la UNED, tampoco conocí nunca a un señor del mismo nombre que decía ser profesor en esta Universidad. En fin; será mejor escribir «César Vidal» que César Vidal. Insisto: creo que es un colectivo, no un individuo.

{26} Alberto Reig Tapia, Revisionismo y política. Pío Moa revisitado. Madrid 2008, pág. 184.

{27} Francisco Espinosa, Contra el olvido... , págs. 195 ss, 299 ss.

{28} Francisco Espinosa, La columna de la muerte. El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz. Barcelona 2007, pág. 408.

{29} Ibidem, pág. 404.

{30} Citado en Renzo de Felice, Entrevista sobre el fascismo con Michael Leeden. Buenos Aires 1979, pág. 10.

{31} Al señor Reig Tapia parece haberle molestado que yo le calificara de «jacobino» en mi respuesta a Moa (Véase Pedro Carlos González Cuevas, «Imperativo de selección», en El Catoblepas nº 63, mayo 2007); y destaca mi «escasa capacidad de hermeneuta» a la hora de interpretar sus opiniones (Alberto Reig Tapia, Revisionismo y política. Pío Moa revisitado. Madrid 2008, págs. 258-259). Siento, de veras, haberle ofendido. El párrafo que yo aduje para mostrar su jacobinismo es el siguiente: «No es un problema de censura, es un problema de higiene cultural no permitir el uso del espacio público a estos provocadores sociales y delincuentes culturales. Es una cuestión meramente sanitaria, preventiva para evitar epidemias mentales y/o políticas mucho más peligrosas que otras que asustan tanto al común» (Alberto Reig Tapia, Anti-Moa. Barcelona 2006, p. 111). En el fondo, el contenido de este párrafo resulta abiertamente contradictorio. Por un lado, su autor afirma que no se trata de un problema de censura; pero, por otro, pide que no se permita el uso del espacio público a los supuestos «revisionistas». ¿Cómo se logra esto último sin recurrir a la censura, ya sea abierta o solapada? Además, el señor Reig Tapia no parece calibrar las consecuencias últimas de sus planteamientos. Desde su definición del «otro», que no es ya de mero adversario, sino de enemigo público, lo normal es llevar a Moa a los tribunales. Si éste y sus secuaces son «provocadores sociales» y «delincuentes culturales» –conceptos enormemente peligrosos en la vida intelectual y política–, lo lógico sería, en primer lugar, organizar un Comité de Salud Pública, luego instaurar la censura y, finalmente, la denuncia de Moa ante los tribunales. Así lo interpretaron hace unos meses los promotores de la acción judicial colectiva contra el polemista gallego por un presunto delito de injurias. Todo lo demás es pura retórica. En ese sentido, reitero mi defensa de la libertad de expresión para el señor Moa y para todo el mundo. Como Pierre Vidal-Naquet, me opongo a cualquier ley que restringa la libertad de crítica y de investigación (Véase Pierre Vidal-Naquet, La Historia es mi lucha. Valencia 2008, págs. 96-97 ss).

{32} Alberto Reig Tapia, Franco. El César superlativo. Madrid 2005, págs. 316, 337.

{33} Karl R. Popper, Búsqueda sin término. Madrid 1977, págs. 54 ss.

{34} Reig Tapia, Franco... pág. 24.

{35} Véase Alberto Reig Tapia, Memoria de la guerra civil. Los mitos de la tribu. Madrid 1999.

{36} Reig Tapia, Franco..., págs. 296, 216. Dos opiniones que han sido sometidas a crítica por historiadores en modo alguno simpatizantes del régimen de Franco, como Santos Juliá. Para este autor, que el conjunto de los combatientes contra Franco defendieran la democracia republicana no pasa de ser «un anacronismo sin relación con la historia». Igualmente, expresa su preocupación por la posibilidad de que las victimas de la represión frentepopulista sean olvidados (Santos Juliá, «El franquismo: historia y memoria», en Claves de Razón Práctica nº 159, enero-febrero 2006, pág. 13.

{37} Ibidem, págs. 315, 174.

{38} Reig Tapia, Franco... , pág. 333.

{39} Renzo de Felice, Rojo y negro. Barcelona 1996, págs. 128-129.

{40} Reig Tapia, Franco... , págs. 49, 66. Gonzalo Fernández de la Mora, «Franco, ¿dictador?», en El legado de Franco. Madrid 1993, págs. 165-182. Fernández de la Mora cree que la dictadura de Franco fue «comisaria». Personalmente, creo que se equivoca y que fue «soberana»

{41} Reig Tapia, Franco... , pág. 76. Véase Quentin Skinner, «La idea de un léxico cultural», en Enrique Bocardo Crespo (ed.), El giro contextual. Cinco ensayos de Quentin Skinner, y seis comentarios. Madrid 2007, págs. 173-174.

{42} Alberto Reig Tapia, Franco..., págs. 78. Anti-Moa, págs. 129.

{43} Reig Tapia, Franco... , págs. 62-63.

{44} Ibidem, pág. 275.

{45} Ibidem, págs. 213, 216.

{46} Ibidem, pág. 182.

{47} Véase Emilo Gentile, La religión della política. Fra democrazie e totalitarismi. Roma-Bari 2007, págs. 212 y 240.

{48} Andrés de Blas Guerrero, Escritos sobre el nacionalismo. Madrid 2008, pág. 157.

{49} Alberto Reig Tapia, Anti-Moa. Barcelona 2006, pág. 150.

{50} Pierre Vilar, Sobre 1936 y otros escritos. Madrid 1987, págs. 12, 24, 37, 57, 63, 113 ss.

{51} Alberto Reig Tapia, Revisionismo y política..., págs. 207. Anti-Moa, págs. 83, 107.

{52} Alberto Reig Tapia, Franco. El César superlativo. Madrid 2005, pág. 154.

{53} Herbert R. Southworth, Antifalange. Estudio crítico de Falange en la Guerra de España: la Unificación y Hedilla, de Maximiano García Venero. París 1967, págs. 15 ss, 26, 27, 80, 95, 96.

{54} Alberto Reig Tapia, Franco. El César superlativo. Madrid 2005, págs. 46, 49-50.

{55} Enrique Moradiellos, «Francisco Franco. Crónica de un Caudillo casi olvidado», en Claves de Razón Práctica nº 57, noviembre de 1995, p. 3. Repite esa opinión en su obra, Francisco Franco. Crónica de un caudillo casi olvidado. Madrid 2002, pág. 19.

{56} Enrique Moradiellos es, sin duda, el gran experto en el tema de las relaciones hispanobritánicas durante la guerra civil y el primer franquismo. Además, es autor de una interesante, aunque apologética, biografía del doctor Juan Negrín. Y de la obra 1936. Los mitos de la guerra civil , una obra muy útil y objetiva sobre la contienda española, desde una perspectiva de izquierda liberal. No obstante, su defensa del esquema «triangular» a la hora de describir y catalogar a las fuerzas sociales y políticas existentes durante la II República me parece escasamente operativa. Moradiellos hace referencia a las tres erres: Reforma, Reacción y Revolución. La reforma se identificaría con los liberales y socialdemócratas occidentales, que en el caso español tendría sus equivalentes en los republicanos de izquierda y en el sector reformista del PSOE. En la reacción, el autor mezcla a conservadores autoritarios y fascistas; lo que, al nivel de la historiografía actual, resulta muy discutible. Además, el mismo concepto de «reacción» es ambiguo, excesivamente convencional; y, en realidad, no explica nada. Ningún historiador conceptualiza hoy a los movimientos fascistas como «reaccionarios». Y la revolución estaría representada por bolcheviques y anarquistas (Enrique Moradiellos, 1936. Los mitos de la guerra civil. Barcelona 2004, págs. 46-48 ss). El esquema deja fuera al Partido Radical de Lerroux, a los republicanos conservadores de Alcalá Zamora y Maura, al Partido Agrario, a la Lliga Catalana y al conjunto de los partidos nacionalistas periféricos. Resulta discutible conceptualizar al PNV como «democristiano», ya que, por entonces, se encontraba dividido en varias facciones.

{57} Paul Preston, Franco. «Caudillo de España». Barcelona 2006, págs. 448ss, 455, 457 ss, 459 ss.

{58} Ibidem, págs. 540 ss, 631 ss.

{59} Ibidem, pág. 27.

{60} Véase Leszek Kolakowski, Las principales corrientes del marxismo. II. La edad de oro. Madrid 11982, págs. 101-117 ss.

{61} Francois Furet, «El antisemitismo moderno», en Fascismo y comunismo. México 1998, pág. 103.

{62} Ernst Nolte, «Sobre el revisionismo», en op. cit., pág. 89.

{63} Renzo de Felice, Rojo y negro. Barcelona 1996, pág. 25.

{64} «Contra el revisionismo histórico», El País, 11-XII-2005.

{65} François Furet, Fascismo y comunismo. México 1998, pág. 105.

{66} Robert Faurisson, Las victorias del revisionismo. Barcelona 2006, pág. 12 ss. El conocido historiador David Irving es considerado por Faurisson como un «semirevisionista» (Ibidem, p. 57. Irving, al menos en su libro La guerra de Hitler, no niega la realidad del genocidio judío; pero sostenía que el Führer no sabía nada de la «solución final» (David Irving, La guerra de Hitler. Barcelona 1978, pág. 14); lo que fue muy criticado por numerosos especialistas.

{67} Véase Paolo Simoncelli, Renzo de Felice. La formazione intellettuale. Firenze 2001, pág. 19 ss.

{68} Véase Emilio Gentile, Renzo de Felice. Lo storico e il personaggio. Roma-Bari 2003, pág. 4 ss.

{69} Renzo de Felice, «La historiografía sobre la época contemporánea en Italia después de la Segunda Guerra Mundial», en La Historiografía italiana contemporánea. Buenos Aires 1993, pág. 38.

{70} Véase Simoncelli, op. cit., págs. 77-125. Gentile, op. cit., págs. 40-47 ss.

{71} Renzo de Felice, Entrevista sobre el fascismo con Michael Leeden. Buenos Aires 1979, págs. 11-12.

{72} Renzo de Felice, Storia degli ebrei italiani sotto il fascismo. Torino 1988.

{73} Renzo de Felice, Mussolini, il rivoluzionario. Torino 1965, pág. XXV.

{74} Renzo de Felice, El Fascismo. Sus interpretaciones. Buenos Aires 1976, págs. 30-33, 330-361.

{75} Renzo de Felice, Entrevista sobre el fascismo con Michael Leeden. Buenos Aires 1979.

{76} Ibidem, págs. 134-135.

{77} Véase Fiorenza Fiorentino, «Bibliografía di e su Renzo de Felice», en Luigi Goglia e Renato Moro, Renzo de Felice. Studi e testimonianze. Roma 2002, págs. 385-389 ss. Véase igualmente VVAA, Interpretación su Renzo de Felice. Milano 2002.

{78} Véase VVAA, Sei riposte a Renzo de Felice. Roma 1976.

{79} «Des fascismes ou le fascisme», en Défense de l´Occident nº 137, avril 1976, págs. 8-25. Véase también Julius Evola, Más allá del Fascismo. Barcelona 2005, p. 32.

{80} Giorgio Améndola, La lucha antifascista. Entrevista a cargo de Pietro Melograni. Barcelona 1980, pág. 15 ss.

{81} Augusto Del Noce, «Reflexions pour une definition historique du fascisme», en L´époque de la secularisation. París 2001, págs. 152, 160 ss.

{82} Norberto Bobbio, Ensayos sobre el fascismo. Buenos Aires 2006, págs. 81, 93 ss.

{83} Renzo de Felice, Mussolini, il rivoluzionario..., pág. XXII.

{84} Ibidem, pág. 460.

{85} Renzo de Felice, Mussolini, il fascista. La conquista del potere, 1921-1925. Torino 1966, pág. 472.

{86} Renzo de Felice, Musolini, il Duce. Lo Stato Totalitario, 1936-1940. Torino 1981, p. 330.

{87} Véase Gentile, op. cit., págs. 28 ss.

{88} Renzo de Felice, Rojo y negro. Barcelona 1996.

{89} Gentile, op. cit., pág. 25.

{90} Enzo Traverso, El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política. Madrid 2007, pág. 98.

{91} Véase Giuseppe Parlato, «De Felice operatore di cultura», en Giovanni Albert e Giuseppe Parlato, Renzo de Felice. Il lavoro dello storico tra ricerca e didattica. Milano 1999, págs. 136-137.

{92} Renzo de Felice, Entrevista sobre el fascismo , pág. 110.

{93} George L. Mosse, Haciendo frente a la Historia. Una autobiografía. Valencia 2008, págs. 11 199.

{94} Ibidem, págs. 11-12. Véase también Stéphane Audoin-Rouzeau, «George Mosse», en Les historiens. París 2003, págs. 210-225. Emilio Gentile, Il fascino del persecutore. George L. Mosse e la catastrofe dell´uomo moderno. Urbino 2007.

{95} Mosse, Haciendo... , pág. 117 ss.

{96} Ibidem, págs. 120-121, 122, 125.

{97} George L. Mosse, Intervista sul nazismo a cura de Michael Leeden. Bari 1977, pág. II ss.

{98} George L. Mosse, La cultura europea del siglo XX. Barcelona 1997, pág. 3. Emilio Gentile, Il fascino del persecutore... , págs. 16 ss, 38-39.

{99} Mosse, Haciendo... , págs. 125, 234-235.

{100} George L. Mosse, «Le Fascisme et la Revolution française», en La revolution fasciste. Vers una théorie generale du fascisme. París 2003, págs. 118, 120, 124, 125.

{101} George L. Mosse, La nacionalización de las masas. Simbolismo político y movientos de masas en Alemania desde las guerras napoleónicas al Tercer Reich. Madrid 2005, pág. 16, 18, 24.

{102} George L. Mosse, De la Grande Guerre au totalitarisme. La brutalisation des sociétés europénnes. París 1999, págs. 43-61, 181-205ss.

{103} George L. Mosse, La cultura nazi. La vida intelectual, cultural y social en el Tercer Reich. Barcelona 1973, págs. 12-13 ss. Gentile, Le facino..., págs. 66-67, 88 ss.

{104} Véase Gentile, op. cit., págs. 131-132 ss.

{105} Mosse, Haciendo frente..., pág. 205. Renzo de Felice, Introduzione a La nazionalizzazione delle masse . Bologna 1975, págs. 14 ss. Entrevista sobre el fascismo... , págs. 32 ss.

{106} Gentile, op. cit., págs. 191-193.

{107} Véase Moa Ozouf, «François Furet», en Les historiens. París 2003, págs. 284-300. Ran Halévi, L´experience du passé. François Furet dans l´atelier de l´histoire. París 2007, págs. 15ss.

{108} Ozouf, op. cit., p. 285. Halévi, op. cit., pág. 55 ss.

{109} Véase Peter Burke, La Revolución historiográfica francesa. La Escuela de los Annales, 1929-1989. Barcelona 1993, págs. 68 ss.

{110} François Furet-Denis Richet, La Revolución francesa. Madrid 1988. Véase también François Furet, Pensar la Revolución francesa. Barcelona 1980, págs. 95 ss.

{111} François Furet, Marx y la Revolución francesa. México 1992, pág. 58.

{112} François Furet, Pensar la Revolución francesa. Barcelona 1980, pág. 90.

{113} Ibidem, págs. 220 ss.

{114} Fraçois Furet, La Revolución a debate. Madrid 2000, págs. 103, 106.

{115} François Furet, «Raymond Aron, professeur d´une droite qui ne l´écoute pas», en Penser le XX siècle. París 2007, págs. 301 ss.

{116} Francois Furet, Pensar la Revolución francesa. Barcelona 1980, págs. 168-208.

{117} François Furet, «Quand Aron raconte notre histoire», en Penser le XX siècle. París 2007, pág. 361.

{118} Halévi, op. cit., págs. 76-77.

{119} François Furet, «Sur l´illusion communiste», en Penser le XX siècle. París 2007, págs. 573-474.

{120} Ibidem, pág. 474.

{121} François Furet, El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX. México 1995.

{122} Ernst Nolte, Fascismo y comunismo. México 1998, págs. 111-112.

{123} Ernst Nolte, Heidegger. Política e Historia en su vida y pensamiento. Madrid 1998, pág. 11.

{124} Ernst Nolte, El fascismo en su época. Barcelona 1969, págs. 25 ss. El fascismo. De Mussolini a Hitler. Barcelona 1975, págs. 126 ss. La crisis del sistema liberal y los movimientos fascistas. Barcelona 1972, pág. 15 ss.

{125} Renzo de Felice, Entrevista sobre el fascismo con Michael Leeden. Buenos Aires 1979, pág. 106.

{126} Véase Emilio Gentile, Il fascino del persecutore. George L. Mosse e la catastrofe dell´uomo moderno. Roma 2007, págs. 66, 88 ss.

{127} Véase Devant l´Histoire. Les documents de la controverse sur la singularité de l´extermination del Juifs par le regime nazi . París 1988.

{128} Ernst Nolte, Después del comunismo. Aportaciones a la interpretación de la historia del siglo XX. Barcelona 1995.

{129} Ernst Nolte, La guerra civil europea, 1917-1945. Nacional-socialismo y bolchevismo, 1917-1945. México 1994, págs. 15ss. Después del comunismo. Aportaciones a la interpretación de la historia del siglo XX. Barcelona 1995, págs. 45 ss.

{130} Nolte, La guerra civil europea... , p. 175 ss. Después del comunismo... , pág. 75 ss.

{131} Ernst Nolte, Nietzsche y el nietzscheanismo. Madrid 1995, págs. 55 ss.

{132} Ernst Nolte, Después del comunismo..., pág. 14.

{133} François Furet, Fascismo y comunismo. México 1998, págs. 19-20, 41, 61, 64, 66, 133, 137.

{134} Jesús Pabón, Cambó. Tomo II. Barcelona 1969, pág. 497.

{135} Especialmente deficiente fue el libro de un exfranquista como José Luis López Aranguren, ¿Qué son los fascismos? Barcelona 1976.

{136} Véase Javier Tusell/Emilio Gentile/Giuliana Di Febo (Eds.), Fascismo y Franquismo. Cara a cara. Una perspectiva histórica. Madrid 2004.

{137} Juan José Linz, «Fascismo: perspectivas históricas y comparadas», en Obras Escogidas. Tomo I. Madrid 2008.

{138} Renzo de Felice, Entrevista sobre el fascismo... , pág. 35.

 

El Catoblepas
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