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El Catoblepas, número 79, septiembre 2008
  El Catoblepasnúmero 79 • septiembre 2008 • página 9
Filosofía del Quijote

Las interpretaciones históricas del Quijote (II)

José Antonio López Calle

Don Quijote-Cervantes, símbolo histórico de España

En esta segunda parte del ensayo, ofrecemos una selección de las interpretaciones más representativas basadas en la tesis de que don Quijote es la personificación histórica de España, pero a través de su identidad con Cervantes, elaboradas por autores como Sánchez Albornoz, Américo Castro, Navarro Ledesma y Maeztu; y se cierra el ensayo con un examen crítico de los fundamentos de toda suerte de concepciones históricas del Quijote, tanto de las examinadas en la primera parte como en esta segunda parte del ensayo.

En las interpretaciones históricas del Quijote de esta guisa hay que distinguir dos tendencias. La primera de ellas utiliza a don Quijote como encarnación de la historia de España, un don Quijote que se identifica con el propio Cervantes, pero no es muy explícita a la hora de establecer paralelismos entre la vida del hidalgo alcalaíno y la historia de España, que suelen quedar sugeridas más que explícitamente desarrolladas. Sin embargo, desde el principio queda claro que detrás de don Quijote está la vida de su creador, inseparable de su marco histórico. En esta tendencia hermenéutica cabe situar a Sánchez Albornoz y a Américo Castro.

La segunda modalidad hermenéutica alimenta constantemente el simbolismo histórico de don Quijote a través de su identidad biográfica con la vida del propio autor. Quienes se sitúan en esta línea, tal como Navarro Ledesma y Maeztu, no ahorran el señalar frecuentemente las semejanzas llamativas entre la vida de Cervantes y la de su época y con ello se refuerza la tesis de que por su conexión con Cervantes, compendio de la España de su tiempo, que camina del expansionismo imperial a la decadencia, más que por sí mismo es como el protagonista de la novela se erige en la encarnación de la esencia histórica de España. Mientras en el caso precedente la analogía de la biografía cervantina con la de la historia de la España coetánea permanece difuminada, en el segundo caso se destaca y hasta es sistemáticamente planteada, como bien se ve sobre todo en Maeztu.

A. Don Quijote-Cervantes es símbolo histórico de España, pero este simbolismo se ejerce a través de la analogía rudimentariamente sugerida entre la vida de Cervantes y la historia de la España cervantina

Sánchez Albornoz

Sánchez Albornoz comienza declarando en Raíces medievales del Quijote, incluido en su Españoles ante la historia (1958), que aquél contiene un mensaje histórico. Y para descifrarlo echa mano de su condición de medievalista para proponernos una interpretación histórica original de la magna novela a partir de la historia social de la España medieval. La conclusión a la que llega es que el Quijote es una alegoría de la historia de España, pero no directamente de la España moderna, sino de la España medieval, en particular de la Castilla medieval emergente de hidalgos rurales y labradores libres y, en tanto, Castilla ha generado España, en la cual pervive el espíritu castellano, encarna también la España moderna en cuanto es fruto de la Castilla medieval, en particular de su peculiar constitución social. En otras palabras, don Quijote y Sancho personifican la esencia histórica de España a través de Castilla. Tal es, según él, el mensaje de resonancias históricas que alberga la magna novela.

Su interpretación es original no sólo por remontarse a la historia social medieval de Castilla para desvelar el sentido histórico-simbólico de la novela, sino además por personificar la esencia de España, contra lo que suele ser habitual, no tan sólo en don Quijote, sino también en Sancho. Como escribe Sánchez Albornoz, «Cervantes logró encarnar en los nombres de su inmortal pareja las mismas dobles esencias del alma de España». Y este resultado no es casual o una ocurrencia, sino que está predeterminado por la base social de la Castilla medieval, en la que tenían un papel decisivo los caballeros villanos o hidalgos rurales y los campesinos libres, los cuales prefiguran la pareja inmortal cervantina, un hidalgo rural y un labrador libre, que siguiendo la tradición guerrera y caballeresca de sus abuelos medievales, forjada en la lucha multisecular con los moros, se lanzan en busca de aventuras con la esperanza de gloria y recompensas, a la manera como sus antepasados castellanos batallaban con los moros esperando mejorar su fortuna tras cada victoria guerrera.

La singular pareja cervantina no podría haber nacido en la Italia renacentista presidida por la Roma papal, ni en la Francia en parte burguesa y sin campesinos libres, ni en la Inglaterra de aventureros de la mar y de labriegos de señorío. En suma sólo en las tierras de España, incluso más precisamente en Castilla, cabe imaginar un escenario verosímil de las andanzas de don Quijote y Sancho. Ni siquiera Aragón podría haber sido su patria, según Sánchez Albornoz, pues aunque allí había hidalgos aldeanos, los labradores, como Sancho, no eran libres, sino que estaban sometidos a la dura ley del señorío, cuyo quebrantamiento se castigaba severamente. En fin, sólo en la España hija de la reconquista multisecular, salida de la Castilla medieval, cabía presentar como algo verosímil a un hidalgo labrador enloquecido lanzándose en pos de aventuras caballerescas y a un tosco labrador libre, seducido por las promesas de señoríos e ínsulas de su vecino hidalgo, sin que ello discordase del orden social reinante. He aquí la brillante, insuperable manera como el ilustre historiador expone su tesis de que la pareja inmortal personifica la esencia histórica de España a través de la referencia de ésta a Castilla:

«¡Un caballero y un labrador! Sí, la inmortal pareja cervantina encarnaba ya a Castilla siglos antes de que el genio de Cervantes la hiciera caminar por las llanuras de la Mancha y de que encarnase en ella a España, para siempre. Lo he dicho y lo he escrito muchas veces: Castilla fue un islote de hombres libres pequeños propietarios en el mar del Occidente feudal y lo fue incluso dentro de la España cristiana, donde Galicia estuvo dominada por los grandes señores laicos y eclesiásticos. Aragón fue tierra de campesinos de condición servil o señorial y Cataluña vivió inclusa en la órbita del puro feudalismo franco. Porque Castilla fue desde sus orígenes un pueblo de pequeños propietarios libres se alzó pronto con la dirección política de España, pues en la historia siempre, siempre, siempre, han acabado por colocarse a la cabeza de los grupos humanos aquellos en que ha sido más densa la masa de quienes eran dueños de sus propios destinos en la vida de la economía y del derecho. Frente a los pueblos dominados por minorías oligárquicas, aristocráticas o urbanas... siempre han acabado por tomar en sus manos la función directriz los pueblos en que han sido mayor el número de hombres señores de sí mismos... Y por ello, porque la vitalidad de una nación... ha estado y estará siempre en proporción directa no sólo de la potencia creadora de las minorías directrices, sino de la densidad del ímpetu vital del pueblo todo, frente a la Galicia señorial, al Aragón de oligarquías aristocráticas y urbanas libres pero de campesinos siervos, a la Cataluña feudal y a la España musulmana sometida a despotismos orientales, triunfó la Castilla de libres villanos y llegó a constituirse en timonel de los destinos nacionales.» Españoles en la historia, Losada, 3ª ed. 1977, pág. 20.

Fueron las necesidades generadas por la reconquista las que determinaron la singular estructura social de Castilla, en comparación con el resto de Europa y aun de España, caracterizada por la presencia de una débil burguesía y la hegemonía social de caballeros rurales y labradores. Las exigencias bélicas de la reconquista obligaron a los reyes a ennoblecer a los villanos poseedores de un caballo y dispuestos a prestar servicios de guerra en la lucha contra el moro, convirtiéndolos en hidalgos. A su vez, las necesidades de repoblar las tierras reconquistadas les forzaron a entregar a los labradores pobres lotes de tierra como propietarios libres, comprometidos en la guerra contra el infiel. Pero en el curso de la lucha multisecular contra los invasores, se fueron forjando unos valores, unos ideales y un espíritu, que, al tomar Castilla el timonel del destino de España, fueron transferidos a ésta. El alma guerrera, caballeresca, heroica e imperialista de Castilla, su catolicismo militante, conformados a lo largo de ocho siglos de batallar en que caballeros rurales y labradores habían combatido juntos unidos por los mismos ideales, pasaron a ser el alma de España, impresa a su vez en los españoles, que desparramados por América, Asia y todos los teatros de batalla de Europa, cual hidalgos o caballeros habituados a combatir sin descanso en aventuras de armas, conquistaron América y crearon un gran Imperio. Y esa alma es la que encarnan el hidalgo don Quijote y el labriego Sancho.

Pues don Quijote no es otra cosa en realidad, por su condición de hidalgo, que un sucesor o heredero del espíritu e ideales de los antiguos caballeros o hidalgos castellanos, cuyo auténtico ser estaba soterrado hasta que resurgió de nuevo al entrar en contacto con los libros de caballerías:

«Un caballero rural que vive en paz en la holganza aletargada de su alma y que, al perder el juicio, se convierte en lo que yacía soterrado en su ser esencial, en el caballero villano o en el hidalgo rural de Castilla, y se deja arrastrar por el deseo de seguir las sendas heroicas y caballerescas frecuentadas durante siglos por centenares y centenares de sus abuelos medievales...» Op. cit., pág. 22.

Y más adelante prosigue:

«En la trastienda de su intimidad espiritual no podía menos de alentar la multisecular tradición heroica y guerrera de su clase, la misma que había movido al propio Cervantes a luchar en »la más grande ocasión que vieron los siglos». Y por ello nada más natural que el despertar caballeresco del apenas soterrado yo esencial del hidalgo aldeano, tras la ruptura del beato encantamiento qua aprisionaba su auténtica razón. El caballero villano o el hidalgo rural de Castilla con cinco siglos de historia guerrera a las espaldas... resucita un día en don Quijote, al choque de su ser ancestral con las andanzas fantasmagóricas de los libros de caballerías.» Op. cit., pág. 23.

Del mismo modo, en el labriego Sancho perviven el alma y valores de sus ancestros campesinos libres de Castilla, cuyo verdadero ser se activa en contacto con su vecino el hidalgo Alonso Quijano:

«Por eso, porque muchos Sanchos castellanos habían escuchado durante muchos siglos el aldabonazo prometedor de la fortuna que brindaba bienestar y riquezas tras la magia de una victoria guerrera, el auténtico Sancho vecino del hidalgo rural que había visto despertar su auténtico yo ancestral al perder el juicio, se dejó seducir por las promesas de Alonso Quijano y consintió en salir con él en busca de aventuras. Porque muchos Sanchos castellanos habían presenciado muchas veces, al correr de los siglos, el milagro de trocarse en propietarios de casas y heredades en las tierras ganadas a los moros por sus amos y hasta habían llegado a gobernar las aldeas a donde su buena ventura les había llevado....Si al quebrarse los frenos de su razón, el caballero villano de la Mancha pudo encontrar su ser esencial soterrado bajo el liviano peso de una holganza aletargada, no fue precisa ninguna prodigiosa trasmutación de la mente del labriego destripaterrones, para que en ella se encendiera la llama de la codiciosa esperanza de lograr lo que sus abuelos habían conseguido en España o en América.» Op. cit., pág. 26.                 

Desde esta perspectiva, en que don Quijote y Sancho se yerguen como una personificación de la esencia histórica de España, la empresa americana y demás empresas españolas en el mundo, alentadas por el espíritu aventurero, caballeresco y heroico de Castilla y por su militante catolicismo, las interpreta Sánchez Albornoz como aventuras quijotescas, que sólo podían acometer los portadores del espíritu combativo de los caballeros villanos e hidalgos rurales castellanos, tan saturados de medievalismo como don Quijote. Lo único que diferencia de éste a los españoles derramados por todos los continentes en busca de empresas extraordinarias, arrastrados por su espíritu aventurero castellano, es que eran Quijotes de carne y hueso. Y el propio Cervantes no escapa tampoco de esta condición de Quijote, pues hijo de hidalgo y heredero del espíritu aventurero castellano, como luego haría su criatura, también se echaría al mundo en pos de aventuras de armas, como la batalla de Lepanto. Como don Quijote también Cervantes representa, pues, la esencia de España, cuyo espíritu y objetivos compartió y defendió. Cervantes es así modelo inspirador de don Quijote y Quijote él mismo, como lo fueron igualmente los españoles aventureros que en América o Europa acometieron empresas quijotescas.

Pero don Quijote-Cervantes no sólo representa los éxitos de España, sino igualmente sus fracasos. Los fracasos de don Quijote y Cervantes son análogos de los fracasos de España. Al igual que el noble hidalgo salió por los caminos de España tratando de hacer justicia en el mundo con la espada y con ello obtener honra y fama y como culminación de su carrera de armas, un reino que regir y Sancho algún señorío, en consonancia con el espíritu de sus abuelos castellanos, hidalgos rurales y labriegos libres, que buscaban la victoria sobre los árabes con la esperanza de adquirir tierras y riquezas; al igual que Cervantes, asimismo partícipe de la herencia esencial de la España de la Reconquista, se volcó durante años en la carrera militar participando en empresas bélicas de las que esperaba conseguir fama y mercedes, del mismo modo los españoles intentaron mediante la espada imponer la justicia y alcanzar fama y riquezas.

Pero a la postre, del mismo modo que fracasaron don Quijote, Sancho y Cervantes, España también fracasó en su empeño. Don Quijote fue derrotado y no consiguió señorío alguno que gobernar; Sancho, tras pasar penurias sin fin al lado de su enloquecido amo no obtuvo el soñado medro que tanto ansiaba; Cervantes no vio recompensados sus servicios como él esperaba y España, la desbordante España conquistadora del siglo XVI, finalmente perdió por la espada lo que por ella había conseguido. Así de expresivamente lo formula el ilustre historiador:

«¡A la honra, a la justicia y a la riqueza por la espada! He ahí una clara proyección o fluencia de nuestro medievo singular en nuestra singular modernidad. ¡Y España, Cervantes, don Quijote y Sancho fracasaron! He ahí la inevitable consecuencia del choque entre la herencia vital de nuestra peculiar Edad Media, que impone rumbos al idear y querer de los españoles en el siglo XVI, y las esencias mismas del mundo moderno.» Op. cit. pág. 28. 

Américo Castro

Como para Sánchez Albornoz, también para Castro, Cervantes es a la vez modelo inspirador de don Quijote y Quijote él mismo, y ambos símbolos de la historia de España. Coinciden ambos además en interpretar el sentido histórico del Quijote desde la perspectiva de la historia social de España, aunque difieran en el modo de entender la composición social de la misma. Y concuerdan asimismo en remontarse hasta la Edad Media española en busca de las raíces sociohistóricas de la España moderna de los siglos XVI y XVII, de la que la novela cervantina sería su expresión literaria en clave alegórica.

Si, según Sánchez Albornoz, la peculiar composición social de Castilla, forjada entre fines del siglo IX y el XI en lo esencial, ha sido el factor determinante de la historia de la España moderna, en cuyos destinos tuvo un peso hegemónico Castilla, también, según Castro, ha sido la peculiar composición social de Castilla en particular y en general de España, conformada asimismo durante la Edad Media, desde el siglo X en adelante, la base sobre la que se ha organizado la sociedad española de los siglos XVI y XVII y que ha determinado el curso de nuestra historia en este periodo, incluso más allá de él hasta nuestros días. Pero lo peculiar de la sociedad española no es ahora la presencia dominante en ella de hidalgos o caballeros rurales y de campesinos libres como pequeños propietarios, sino su organización como una sociedad de castas, normalmente en conflicto, en cuyo seno la casta mayoritaria de cristianos viejos domina sobre las dos castas minoritarias de cristianos nuevos, la de los moriscos y la de los judeoconversos.

Pues bien, el Quijote, cuya interpretación histórica es, según Castro, una pieza importante en la concepción global de la historia de la civilización española, al margen de la cual y de su peculiar estructura social casticista, es incomprensible, sólo deviene inteligible en conexión con las circunstancias histórico-sociales de las que es un producto y reflejo. La novela es fruto de la forma intercastiza de vida de los cristianos nuevos judeoconversos, la del intercastizo Cervantes, cuya vida sería, pues, al menos tácitamente, un compendio de la vida española de la llamada por Castro «Edad conflictiva» o época de agudos conflictos castizos, que él data entre 1492, fecha de expulsión de los judíos, y 1609-13, fecha de expulsión de los moriscos. Y como, según ya vimos, don Quijote es, en el fondo, el propio Cervantes, podemos decir que la pareja don Quijote-Cervantes se erige como un símbolo perfecto de una España caracterizada por la convivencia y la pugna de tres castas y a la vez de la condena de esta España de castas.

Aunque admite momentos de convivencia armónica en el medievo, el rasgo más permanente de la sociedad española castiza, desde fines del siglo XV hasta comienzos del XVII, sería el conflicto, que es el aspecto de la misma que el Quijote dramatiza. Por ello la tesis fundamental de la interpretación histórica ofrecida por Castro es que la novela cervantina recrea literariamente la oposición entre don Quijote y la sociedad en torno, de tal modo que este conflicto del héroe con su sociedad es un reflejo a su vez del conflictivo enfrentamiento, no sólo social sino también ideológico, entre los cristianos nuevos y la mayoría de la sociedad compuesta de cristianos viejos (véase Cómo veo ahora el Quijote, pág. 340). En la novela es don Quijote, y con él Cervantes, quien representa a la casta de conversos judíos, sus aspiraciones, valores e ideales; y don Diego de Miranda, a la casta mayoritaria de cristianos viejos con su correspondiente ideario, mientras su hijo don Lorenzo, estudiante en Salamanca de las humanidades literarias, estaría del lado de don Quijote. Y Dulcinea, a quien Castro por razones pintorescas considera de origen morisco, viene a ser el símbolo de la casta neocristiana de este origen.

Castro llega a presentar a don Quijote-Cervantes y a don Diego como emblemas de concepciones contrapuestas de la cultura española: mientras éste último, ejemplo de señor bien acomodado, se erige como paradigma del conservadurismo cultural propio de la España cristiano-vieja, en cuyo seno los juristas y los teólogos acapararían la casi totalidad de las actividades culturales en el siglo XVII, don Quijote y don Lorenzo, por el cual toma partido el hidalgo manchego, constituyen un símbolo del progresismo cultural que Castro adjudica a la España cristiano-nueva de judeoconversos, una España culturalmente dinámica en la que prevalecerían las actividades culturales seculares, sin asomo de teología. No se ve muy bien cómo don Lorenzo, un cristiano viejo, se nos presenta como un valedor de la visión de la cultura cristiano-nueva; al hacer esto, Castro está invalidando su tesis sobre la existencia de las castas como grupos sociales homogéneos y disyuntos; por otro lado, no es verdad que don Quijote o Cervantes se inclinen por el punto de vista de don Lorenzo, cuyo desinterés por las leyes y la teología, en contra de los deseos paternos, no equivale, contra Castro, a desdén por estas materias, que don Quijote tampoco desdeña, sino que las ensalza en su discurso acerca de la ciencia de la caballería andante.

Como tantos otros, Castro descubre también en el Quijote un mensaje para la regeneración de España. Este mensaje contiene una doble vertiente, social y cultural, en consonancia con su concepción de la escisión de la sociedad española en castas disyuntas y conflictivas con sus respectivas actitudes y posiciones culturales. En lo social, el mensaje es esperanzador, ya que el Quijote contiene una condena de la sociedad casticista y la propuesta de un nuevo tipo de español, que, al igual que don Quijote-Cervantes, sea desdeñoso de los linajes y de la obsesión cristiano-vieja. Hasta Sancho apoyaría esta posición, pues, según Castro, a través del escudero se zahiere la presunción cristiano-vieja y la del antijudaísmo. Pero esto no es verdad, ni se zahiere lo uno ni lo otro a través de Sancho: don Quijote no censura a su criado cuando alardea de cristiano viejo o de antijudío.

En lo cultural, el mensaje no es menos esperanzador. Castro asigna a Cervantes un propuesta renovadora para España y una visión prometedora de su porvenir cultural. Frente a una España mal regida política y culturalmente, en la que la casta mayoritaria, la de don Diego, coloca en primer plano a abogados y teólogos, Cervantes, adalid de la dinámica actitud cultural cristiano-nueva, pugna, en cambio, por una España en que las profesiones más importantes sean las seculares, sin nada de teología, tales como la astronomía o las materias de Estado, que son las profesiones más gratas al cura (I, 47).

Hay un segundo aspecto de la posición de Cervantes sobre el futuro cultural de España que infiere Castro de la realidad histórica del reinado de Felipe II y del discurso de don Quijote sobre las armas y las letras, a saber: que la España felipista estaba inerte, estancada y las armas paralizadas por culpa del rey, frente a lo cual Cervantes aboga, según Castro, por la armonía entre las armas y las letras, de modo que las armas no se vean embotadas por las letras, como ocurriría durante el reinado de Felipe II, ni al revés. Pero nuevamente malinterpreta la novela cervantina: no es verdad que Cervantes abogue por la armonía entre las letras y las armas, sino por la supremacía de éstas, lo que ciertamente no tiene por qué entrañar el entorpecimiento de las otras.

B. Don Quijote-Cervantes es símbolo histórico de España y este simbolismo se ejerce a través de la analogía sistemáticamente trazada entre la vida de Cervantes y la historia de la España cervantina

Y pasamos ya a examinar a los principales representantes de la segunda variedad de la tendencia hermenéutica que parte del supuesto de que don Quijote es un símbolo de la historia de España a través de Cervantes, cuya vida es una recapitulación de la historia de su tiempo. Más que los autores precedentes, Sánchez Albornoz o Castro, Navarro Ledesma y, no digamos, Maeztu insisten sistemáticamente en la analogía sorprendente entre el curso vital del autor del Quijote y el decurso de la España del tránsito de la grandeza imperial a la decadencia. En ellos la interpretación biográfica se pone al servicio de la interpretación histórica del Quijote de esta laya. Don Quijote es, en el fondo, Cervantes, pero, supuesta a la vez la tesis de la asombrosa semejanza entre la vida de éste y el transcurso histórico de la España cervantina, tanto se pude decir que don Quijote es una encarnación simbólica de este periodo como que lo es el propio Cervantes.

Y puesto que, de acuerdo con esta interpretación, lo relevante es que el simbolismo histórico encarnado por don Quijote se canaliza, no independientemente de Cervantes, sino a través de su mediación, por ser su propia experiencia vital una reproducción a pequeña escala de la España que va del reinado de Felipe II al de Felipe III, ambos autores se ven obligados a realizar una doble operación orientada precisamente a poner esto último de manifiesto. La primera operación consiste en pintarnos un cuadro histórico en el que se pongan de relieve los hechos principales de la España cervantina que la estaban encaminando del apogeo al declive; y la segunda consiste en recorrer los hitos más importantes de la biografía cervantina con el doble fin de señalar cómo ésta sigue el esquema consabido del tránsito de los sueños idealistas de juventud a los desengaños de la vejez y cómo este esquema de desarrollo es similar al de la España de la época.

Navarro Ledesma

La puesta en práctica de la primera operación conduce a Navarro Ledesma en su El ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra (1905) a destacar cómo la España heroica de Carlos V, en continua expansión imperial, empieza a dar señales, ya en tiempos de Felipe II, de estar despeñándose por la pendiente. El fracaso del proyecto de la Armada Invencible y el asalto y saqueo de Cádiz por los ingleses en 1596 apuntan en esta dirección. En el reinado de Felipe III los indicios de decadencia se acumulan: sustitución de la política personal del rey, tras la muerte de Felipe II, por la política personal del valido, que puso el gobierno en manos de políticos ineptos como el duque de Lerma; incremento del poder de la Iglesia, sobre todo de los frailes y predicadores, quienes, según Ledesma, se entrometían demasiado en las casas, domeñando así la sociedad, de la que desterraron la alegría y le hicieron perder la confianza en sí misma; la escasez de personalidades superiores, de individualidades poderosas; la frivolidad de la Corte entregada a fiestas, espectáculos teatrales, juegos, saraos y diversiones, que por cualquier motivo se celebraban; el deterioro moral de la España de Felipe III, en la que la trampa, la componenda y la corruptela comenzaron a tener un papel importante en la vida española, así como el recurso al engaño y la práctica de la hipocresía; y por último, la decadencia de las clases sociales: la burguesía propendía a ser medrosa, apocada y mezquina, de la que sería un modelo el Caballero del Verde Gabán; y los nobles, perdidos sus ideales, se entregaban al juego, a los toros y cañas.

En fin, el autor nos traza un cuadro en que al tiempo del heroísmo y de los altos ideales, que toca a su fin con la muerte de Felipe II, pasa a suceder el tiempo del imperio de las medianías, en que los ideales y el heroísmo ya no tienen cabida, de lo que sería un símbolo la derrota de don Quijote en Barcelona a manos de Sansón Carrasco, personificación del sentido común y de los medianos, que consideran la lucha por nobles ideales como una locura.

En medio de este cuadro nos coloca a Cervantes, de manera tal que el lector pueda presenciar su vida como una reproducción a escala biográfica del macrocosmos de la historia general de España, como si su vida fuese, al menos en sus rasgos esenciales, la de la propia nación, como si su pulso y latido fuesen los de ésta: «El estado del alma de Cervantes, escribe Navarro Ledesma, era el de la nación»(op. cit. pág. 180). Su alma fue la de España cuando como valiente soldado combatió en Lepanto; cuando como comisario de abastos de la Armada Invencible, pues ya no estaba en condiciones de luchar como soldado, aprobó el proyecto, colaboró en él como aprovisionador y enardeció el ánimo bélico de los marinos españoles; cuando, tras la derrota, se dolió por las desdichas de los derrotados y exhortó al Rey a que organizase una nueva expedición contra los ingleses; y su estado anímico siguió siendo el de su país, cuando, ya desilusionado en su vejez, es testigo de la decadencia española durante el reinado de Felipe III, toma nota de ello y da expresión literaria en el Quijote a ese periodo que va de los años heroicos de Felipe II al presente caricaturesco de Felipe III, a horcajadas de los cuales transcurrió su propia existencia.

Establecido el paralelismo entre los principales hitos de la biografía y la historia de la España cervantinas, Navarro Ledesma procede a interpretar el Quijote como la recreación en clave alegórica de tal paralelismo, incluso identidad entre ambas. Don Quijote es a la vez Cervantes y España, pero es lo segundo en tanto las aventuras y desventuras del hidalgo alcalaíno son las mismas o parecidas aventuras y desventuras de España. Las hazañas heroicas de don Quijote se interpretan como encarnación del heroísmo de su creador y a la vez de las grandes empresas de España, de manera que la trinidad formada por don Quijote-Cervantes-España viene a funcionar como una unidad. Las aventuras de Cervantes son tan quijotescas como cervantinas son las de don Quijote, lo que le permite describir a aquél como quijote y leer las aventuras de don Quijote como saturadas de heroísmo cervantino; de igual modo las aventuras de España o de los españoles en su acción en la historia son tan quijotescas como henchidas del espíritu heroico español están las de don Quijote. Lo primero le permitirá contemplar a los conquistadores españoles, al igual que tantos otros autores, como acicateados por el heroísmo quijotesco; y lo segundo le llevará a ver, en la manera como el caballero andante manchego acomete al león en el episodio del mismo nombre, el alma heroica de Lepanto o el espíritu aventurero de los Hernán Cortés, Pizarro, Alvarado, Valdivia, etc., metido en su armadura.

El itinerario de don Quijote es el mismo que el del par Cervantes-España: a la manera como Cervantes y España pasan del tiempo del heroísmo y del entusiasmo por altos ideales políticos, morales y religiosos a la progresiva caída de los mismos, don Quijote sigue la misma línea de desarrollo, del heroísmo desplegado en la lucha por el ideal a la derrota, que es la derrota de España. La aventura del caballero de los Espejos y, sobre todo, la de los leones, constituyen, según Navarro, la cima del heroísmo quijotesco, en cuanto tal símbolo del heroísmo español y de la España conquistadora del siglo XVI y de sus grandezas; en cambio, don Diego de Miranda y Sansón Carrasco representan la España decadente del inepto Felipe III, en que ni el heroísmo ni la lucha por el ideal tienen ya cabida.

En las conversaciones y actitudes de don Quijote y don Diego de Miranda quiere ver el autor el contraste entre la España heroica y la nueva España, que ya no quiere héroes, dominada por mediocres y apocados que está a punto de suceder a la primera. En las palabras que dirige el caballero andante a don Diego, antes de acometer la aventura de los leones («Váyase vuesa merced, señor hidalgo, con su perdigón manso y con su hurón atrevido y deje a cada uno hacer su oficio: éste es el mío y yo sé si vienen a mí o no estos señores leones»), percibe el autor una crítica despreciativa del pusilánime y medroso Caballero del Verde Gabán y de la sociedad burguesa que representa, desdeñosos ambos de cualquier señal de heroicidad, como la que don Quijote está a punto de emprender. Sansón Carrasco es incluso peor que el burgués y pacífico don Diego, pues comprende el valor de la lucha por los nobles ideales, pero se inclina por la diversión y la burla; y la mejor diversión para él y los que son así consiste precisamente en ver el idealismo derrotado y al idealista apaleado y caído al suelo. Por ello es menester que el Caballero de los Leones sea vencido y que su vencimiento llegue en una ocasión solemne. La derrota de don Quijote por Sansón Carrasco es así la de la propia España y el último mensaje de la gran novela es que la época del heroísmo ha pasado y que la del imperio de las medianías, como Felipe III o su privado el duque de Lerma, está en marcha.

El autor cree hallar, no obstante, un mensaje regeneracionista en el Quijote. De la analogía que establece entre el ánimo esperanzado con que Cervantes había superado sus vicisitudes y el ánimo similar con que España, «la resucitada eterna», ha salido victoriosa tantas veces de sus apuros, infiere que la novela deja abierta una puerta a la esperanza, pero en qué consista ésta es algo que no se esfuerza en clarificar o definir, quedando así flotando como algo vago e impreciso.

Maeztu

En cuanto a los fundamentos hermenéuticos, la interpretación histórica del Quijote elaborada por Ramiro de Maeztu es del mismo tenor que la de Navarro Ledesma, cuyo libro sobre el tema cita, por cierto, elogiosamente, como el más importante escrito en 1905, con ocasión del tercer centenario de la publicación de la magna novela cervantina, junto con Vida de don Quijote y Sancho, de Unamuno. Pero Maeztu, al igual que ya sucedió con la interpretación autobiográfica, también ha formulado y desarrollado, sin duda, con más brillantez, claridad, contundencia y sistematismo que ningún otro autor los principios del enfoque histórico del Quijote. Ya vimos allí cómo el autor alavés nos presentó a un don Quijote, que, en lo esencial, era Cervantes; ahora nos va a presentar a un Cervantes, cuya vida es la imagen misma en miniatura de la vida de la España de su época, y, supuesto que don Quijote es Cervantes, don Quijote es símbolo de España a través de la vida del ilustre escritor: «El sentido esotérico del Quijote está en la vida de Cervantes. Su grandeza, en que su vida fue simbólica de la magnificencia de nuestro siglo XVI. Este es el fondo del cuadro» (Don Quijote..., pág. 81). La interpretación biográfica de la novela queda así supeditada a la interpretación en clave histórica: las aventuras del noble hidalgo manchego son las de Cervantes y éstas a su vez la de la propia España, las de la monarquía española, en sus pretensiones de universalidad política y católica.

Así que el Quijote es símbolo de la vida de Cervantes y ésta a su vez lo es de la vida de España. En unos términos parecidos se expresa más adelante: «Los sueños de don Quijote nos harán pensar en los de Cervantes cuando joven, y como el soldado de Lepanto es representativo del siglo XVI, en los de toda España, en el ápice de su grandeza» (op. cit., pág. 85).

Estas citas podrían hacer pensar, por su referencia a la magnificencia y grandeza de la España heroica y conquistadora del siglo XVI y al soldado de Lepanto, que Maeztu nos propone una visión del Quijote según el cual éste es el libro del apogeo de España en su plenitud imperial. Pero no es así: debe tenerse en cuenta que la dimensión heroica y emprendedora del joven Cervantes y de la España del XVI pasa a ser meramente el sueño o ideal de don Quijote, un ideal, que al igual que el noble hidalgo se revela incapaz de realizar, de modo semejante la España de comienzos del siglo XVII, que ha iniciado su declive y que es cuando un Cervantes desengañado y cansado escribe su gran novela, también se muestra impotente para llevarlo a cabo. El Quijote no es por ello el libro de nuestra grandeza, salvo como un pasado que permanece como un ideal que ha devenido utópico, ni siquiera (y en ello se diferencia la concepción de Maeztu de la de Navarro Ledesma y muchos otros) el libro que retrata el tránsito del apogeo al ocaso, sino simplemente el libro de nuestra decadencia. Tal es la tesis fundamental del ensayo de Maeztu Don Quijote..., redactado en 1925 y publicado al año siguiente.

En realidad, esta tesis no era una novedad en ese momento, pues ya había sido adelantada por el autor poco más de veinte años antes, con motivo de los preparativos para la conmemoración del tercer centenario del Quijote, en dos artículos, «Ante las fiestas del Quijote» y «Don Quijote en Barcelona», con lo que provocó un escándalo, publicados a fines de 1903 en la revista Alma Española (consúltense el Nº 6, 13-XII-1903, págs. 2-4, y 7, 20-XII-1903, págs. 9-10) . En el primero declaraba, y lo repitió en el segundo, que el Quijote era «un libro de abatimiento y decadencia» y despachaba los festejos con que se iba a conmemorar el centenario de su aparición tildándolos de «apoteosis de nuestra decadencia», lo que acabó de suscitar una reacción de hostilidad contra él. La gente entendió en sentido peyorativo el calificativo de «decadente», como si quisiese decir enfermizo, nocivo, corruptor y eso encendió más los ánimos desencadenando una polémica. Como reconocerá el propio autor en su ensayo de madurez, en aquellos breves escritos de juventud él tuvo alguna responsabilidad en el malentendido, pues, debido a la inmadurez de su pensamiento en aquel entonces, no dejaba claro si el Quijote era simplemente la expresión de la decadencia política de España o más bien la causa de la misma, que es lo que muchos entendieron, a causa de la confusión del propio Maeztu.

Veintitrés años después, el autor vascongado, ya en la madurez de un pensamiento conformado, proclama que el Quijote es «el libro ejemplar de nuestra decadencia», pero ahora se encarga de dejar bien claro que no ve en él la causa de nuestro ocaso histórico, como ya lo había escrito Byron, sino sólo la expresión literaria del mismo. No es al poeta inglés sino al historiador portugués Oliveira Martins al que considera el auténtico predecesor de su tesis hermenéutica, pues en su Historia de la civilización ibérica (1879), al tiempo que anticipa la tesis de la identidad esencial entre la biografía de Cervantes y la historia general de la España de su tiempo, presenta la novela cervantina como expresión de nuestra decadencia (véanse, op. cit, Seminarios y Ediciones, 1972, págs. 300-1).

Por otro lado, a diferencia de Navarro Ledesma, que atribuye a Cervantes la percepción consciente de los primeros síntomas del comienzo de la decadencia, Maeztu no llega a tanto; por el contrario, entiende que el simbolismo histórico del Quijote que él pretende desvelarnos es inconsciente. Es más, incluso se inclina por pensar que Cervantes murió fiel a los ideales histórico-políticos y religiosos de la monarquía española, lo que así le sugiere la veneración de Cervantes hacia Felipe II, tal como se percibe en el segundo poema que escribió a propósito de la derrota de la Armada Invencible: «Felipe, señor nuestro/ segundo en nombre y hombre sin segundo,/ columna de la fe segura y fuerte», aunque sospecha que el tercer Felipe no debió de inspirarle el mismo entusiasmo que su padre.

Pertrechado de esta visión del Quijote como expresión simbólica, pero inconsciente, de la decadencia de España, se dispone en «La España de Cervantes» a esbozarnos, a la manera de Navarro Ledesma, un cuadro histórico del estado de una nación que, en el momento de concebirse a don Quijote, estaba tan cansada, después de más de un siglo de despliegue incesante de una energía imperialista que parecía inagotable, como el propio Cervantes. Nos ofrece un panorama histórico en que el autor contrasta los grandes hechos del Imperio español en su fase más expansiva con los que marcan el inicio de la caída, para así resaltar más el efecto de decadencia y la gravedad de la misma. Por lo que respecta a esa España en expansión rebosante de energía, el autor nos dibuja la imagen de una España movida por un universalismo político y católico que proyecta convertirse un una monarquía universal y católica: «Un Monarca, un Imperio y una España», escribe Maeztu. Esto es, nos presenta una España cuya acción se desplegó en la realización de grandes empresa político-militares, de un lado, y religiosas, de otro, entrelazándose muchas veces lo uno y lo otro.

De acuerdo con este esquema, de una España dedicada a batallar y a evangelizar, primero hace un resumen de la colosal energía desplegada por los españoles, movidos por un idealismo generoso, en el orden político y militar desde fines del siglo XV, enumerando las principa= les gestas realizadas en todos los continentes, sobre todo en Europa y América. Luego, nos describe los hechos más importantes que tienen que ver con la proyección religiosa del Imperio español, con la defensa y expansión de la fe católica, en que los españoles actuaron, dentro y fuera de España, animados por una religiosidad militante, intensa y fervorosa. Pero en medio de todo esto Maeztu nos va señalando los primeros síntomas de que tanta actividad desarrollada en tantos frentes podía arruinarnos: las quejas de Felipe II, siendo Príncipe Regente, a su padre sobre los elevados impuestos con que se gravaba a los castellanos, y de las propias Cortes de Castilla; la derrota de la Armada Invencible o el fracaso en impedir que la Cristiandad se escindiese.

Pero es ya a comienzos del siglo XVII, precisamente en los años en que se engendra el Quijote, cuando, debido al desgaste causado por tan ingente actividad creadora, se produce el decaimiento, manifestado en despoblación y empobrecimiento, y agotamiento de España, que no desea ya sino descansar de tanta fatiga acumulada. Maeztu exagera algunas de las señales de decadencia al mentar una España extremamente despoblada: no es verdad, como dice, que España había perdido sólo en el reinado de Felipe II nada menos que dos millones de almas; es impensable que la pérdida de población ascendiese a tanto en tan corto periodo de tiempo, ni aunque sumemos a las bajas en los campos de batalla y a las muertes por la epidemia de peste que azotó a Castilla entre 1596 y 1602 la emigración a América, la cual arrastró consigo durante todo el siglo XVI, no sólo en el reinado de Felipe II, a unas doscientas mil personas, de las que cuarenta mil eran mujeres. Sin duda el descenso del número de habitantes fue grave, pero no tanto como lo pinta Maeztu.

Por otro lado, relaciona el Quijote como libro de la decadencia con hechos que ocurrieron varias décadas después de su publicación: la derrota en la Guerra de los Treinta Años, la insurrección de Nápoles, el levantamiento de Cataluña, la independencia de Portugal y la emancipación de los Países Bajos. Como Galdós, a quien trae a colación en este punto, se imagina incluso a los españoles que combatían en los diferentes frentes que tenía abiertos el Imperio español leyendo el Quijote, sintiéndose ellos mismos quijotes que luchaban por unos ideales políticos y religiosos --la monarquía universal y la unidad católica-- que España, quijote ella misma, no tenía ya fuerza para defender y mantener, y enterándose a través de la magna obra de que su nación caminaba hacia el ocaso, de que la derrota de don Quijote y de sus ideales caballerescos no era sino la derrota de España y de ellos mismos y de los ideales que les animaban.

El Quijote no retrata, pues, la España heroica y conquistadora del siglo XVI en su grandeza imperial, como sucedía en Navarro Ledesma y otros autores. Esta España sólo aparece en la novela a través de los ideales caballerescos de don Quijote, que Maeztu interpreta como símbolo de los ideales históricos de España y la burla o parodia cervantina de aquéllos constituye un símbolo del desengaño de los ideales tanto de Cervantes como de los españoles coetáneos, en los que quizá todavía seguían creyendo, pero reconociendo su impotencia para ponerlos en práctica. La expresión literaria de la gran epopeya española del siglo XVI queda fuera de la obra, de la cual sólo quedan en ella los ideales de un hidalgo casi viejo, sin fuerzas ya para defenderlos y necesitado de reposo, como la España por la que viajaba en busca de aventuras de las que sale malparado. A diferencia de Navarro Ledesma, que veía en la aventura de los leones un emblema del heroísmo español, Maeztu la encuentra tan paródica como las demás.

El Quijote es, pues, sólo el libro de la decadencia, del fracaso del sueño de la Monarquía española que quería ser un Imperio universal y católico y que ya a principios del siglo XVII da señales de cansancio y derrota. Ahora bien, el que merezca calificarse de decadente por ser la descripción de un modo alegórico del ocaso de la epopeya española, no debe entenderse como un reproche, sino como la definición o descripción realista del estado de España en aquel tiempo. Se puede decir que la obra es derrotista en el sentido de que nos ofrece un cuadro de una España en declive; pero tal era, según el autor, la realidad histórica española. Pero no es derrotista en el sentido de que anime al desánimo; por el contrario, el mensaje de la novela es que hay que recuperar el ánimo. En este sentido la obra tiene una sana función terapéutica pues su moraleja última viene a ser una recomendación de descanso para recobrarse y lo mejor que puede hacer un país, al igual que un hombre, cuando está cansado es reposar.

En el contexto histórico de una España agotada y cercana a la derrota, no se puede afirmar, por tanto, que el Quijote fuese moralmente nocivo, sino un libro sano, que advertía de los graves riesgos que suponía seguir batallando en nombre de unos ideales sin la energía que la empresa requería. Como dice Maeztu, «había que desengañar, por su bien, a los españoles de aquel tiempo»(ibid., pág. 85), para impedir que terminasen todos como quijotes apaleados y crucificados. Es más, si en vez de invitar a descansar a una nación exhausta, el Quijote hubiese sido una obra de esperanza e ilusión que animase a la acción, no habría podido cumplir la función histórica que en esa coyuntura histórica era menester que desempeñase, a saber: la de preparar el ánimo de los españoles para abandonar las empresas que ya no estaban en condiciones de acometer y regresar a su patria para descansar en su casa solariega, al igual que don Quijote, luego de ser vapuleado y finalmente derrotado, se retira a su aldea para reposar.

Ahora bien, el mensaje moral del Quijote, válido para la España de aquel entonces, no lo es para la España del presente desde el que escribe Maeztu, pues las circunstancias han cambiado. En el siglo XVII el problema de España era que había perdido la iniciativa histórica y en tal situación la llamada de la obra cervantina a descansar era útil; en la actualidad, el problema de España es, en cambio, después de haber descansado durante trescientos años, el de recobrar la iniciativa, por lo que la moraleja de la novela de ponerse a descansar, de replegarse al interior para ocuparse de las tareas domésticas, funcionalmente adecuada en el marco descrito, no es aplicable ya en el actual momento histórico de nuestra nación.

Crítica general de los fundamentos de las interpretaciones históricas

Hasta aquí nos hemos ocupado de clasificar y exponer las más diversas tendencias dentro de las interpretaciones históricas del Quijote y para ilustrarlas hemos seleccionado los portavoces más representativos o influyentes de cada una de ellas. Ello permite comprobar la enorme repercusión que en el ámbito cultural español han tenido las interpretaciones de esta laya. Naturalmente, nos hemos visto obligados a excluir, dada la imposibilidad de atender a todos, a autores importantes, entre los cuales vale la pena mencionar a algunos, como Ricardo Macías Picavea, Lucas Mallada, Luis Morote, Manuel Azaña, etc., aunque sin entrar ya en el análisis de su contribución. El prestigio de esta clase de interpretaciones de la gran novela llega hasta el punto de que muchos historiadores profesionales, españoles y extranjeros, la han asumido en sus rasgos esenciales, de manera que se ha convertido en un tópico el dedicar algún espacio en sus escritos históricos a utilizar el Quijote como emblema de sus concepciones sobre la grandeza y decadencia de España. Quizás el primero en hacerlo fue Oliveira Martins, pero después otros lo han seguido, como Pierre Vilar en su artículo «El tiempo del Quijote» (1956) o John Elliott en La España imperial, 1469-1716 (1965).

Advertido esto, nuestra última tarea, antes de pasar al siguiente asunto, va a consistir en examinar críticamente las premisas fundamentales sobre las que se cimentan los comentarios del Quijote de orientación histórica. No entramos en el análisis del contenido específico de las diversas interpretaciones expuestas, lo que nos llevaría demasiado lejos y nos obligaría a entrar en interminables debates históricos. Nos limitamos exclusivamente a evaluar los fundamentos hermenéuticos comunes a todas ellas. Y estos se reducen a dos tesis básicas:

1ª. Que hay una llamativa semejanza entre la vida ficticia de don Quijote y la historia de España, ya sea de un tramo de ésta o de toda su historia moderna hasta el presente, y que, por tanto, don Quijote es la encarnación simbólica de España como realidad histórica. Esta primera tesis es común tanto a las modalidades hermenéuticas que hemos clasificado bajo la rúbrica de «don Quijote, símbolo histórico de España» como bajo la de «don Quijote-Cervantes, símbolo histórico de ésta».

2ª. Que hay una no menos sorprendente semejanza entre la trayectoria biográfica de Cervantes y la historia de España, particularmente la de la España de su tiempo, y que por tanto, su vida es una especie de microcosmos que reproduce a escala biográfica el macrocosmos histórico de España, lo que invita a ver, supuesta la identidad entre Cervantes y don Quijote, a don Quijote-Cervantes como encarnación simbólica de España, esto es, ahora el simbolismo histórico de don Quijotes se ejecuta a través de la vida de Cervantes como imagen microcósmica de la macroscópica vida española. Esta tesis es específica de las variedades interpretativas clasificadas bajo el epígrafe de «don Quijote-Cervantes, símbolo histórico de España».

Por lo que respecta a la primera tesis, impugnamos la supuesta existencia de una estrecha similitud entre don Quijote y España como realidad histórica. De acuerdo con su formulación más habitual, don Quijote es un símbolo del tránsito histórico de España de la grandeza a la decadencia, lo que entraña suponer que la vida del noble hidalgo sigue la misma pauta de evolución para que se dé la analogía en que se funda el alegorismo histórico. Pero este último supuesto es falso: don Quijote no tiene un pasado heroico y grandioso que progresivamente decae hasta la derrota final. Es desde el principio un fracasado, un derrotado. ¿Cómo un personaje que carece de una carrera de empresas exitosas puede ser símbolo de una nación que ha realizado grandes empresas históricas? Sin embargo, la mayoría de los comentaristas no reparan en esta dificultad. A lo sumo, algunos, como hace Navarro Ledesma, al menos tácitamente, parecen ser conscientes de ello, pues le buscan un currículo de aventuras heroicas. Pero la búsqueda de Navarro Ledesma resulta infructuosa, pues la aventura del Caballero de los Espejos o la de los leones, en realidad carecen de heroicidad, siendo completamente paródicas, como ya comprobamos en el comentario de las mismas en la entrega del mes de Marzo del año en curso.

Ante esto, cabe una salida airosa: presentar a don Quijote sólo como símbolo de la decadencia de España, en cuyo caso ya no hay necesidad de buscarle al personaje unos antecedentes heroicos. Tal es la ingeniosa estrategia de Maeztu, quien, admitiendo que Cervantes se burla constantemente de las aventuras caballerescas de su criatura, se da cuenta de que don Quijote no puede ser a la vez emblema de la grandeza y decadencia españolas, sino únicamente de ésta última. El Quijote se nos presenta así como un retrato simbólico de la decadencia de una España agotada y derrotada, que a principios del siglo XVII, en el momento en que Cervantes escribía la primera parte de la obra, se acercaba a su ocaso. Para consumar su estrategia, a Maeztu no le hace falta atribuir al noble hidalgo una ejecutoria de grandes proezas de la que carece; le basta simplemente con que éste persiga unos altos ideales, símbolo de los del propio Cervantes en su heroica etapa de juventud y de España en su ascenso y apogeo imperiales, para que el simbolismo funcione: un viejo y débil autoproclamado caballero andante repetidamente derrotado en su afán de defender unos ideales sin la energía exigible para acometer tales empresas será ahora el perfecto símbolo de una España cansada, decadente, e impotente para defender su ideario

Sin embargo, la solución de Maeztu, ingeniosa sin duda, no escapa a su vez a sus propias dificultades. Para empezar, aun en el supuesto de que aceptemos que España estaba ya en decadencia en los años en que Cervantes escribe la primera parte de su magna novela, no se mantiene la analogía simplemente dotando a don Quijote de unos altos ideales. La España que precedía a la decadencia, la que va desde el reinado de los Reyes Católicos hasta comienzos del XVII, no se reducía a los ideales, planes y proyectos en la cabeza de sus gobernantes, sino que la nación desplegó una colosal energía para ejecutarlos llevando a cabo mil empresas exitosas que encumbraron a España como el primer gran Imperio europeo de la época moderna, el único Imperio pentacontinental de la historia y destinado a ser el de más larga duración en comparación con los demás imperios europeos posteriores, a excepción del portugués. Aquí desaparece la analogía: España tuvo un grandioso pasado imperial dirigido por uno ideales plasmados en planes y proyectos exitosamente realizados y sólo cuando empezó la decadencia se reveló incapaz de defenderlos como había hecho hasta entonces; en cambio, don Quijote sólo tiene como bagaje sus ideales, pero sin base sobre los que sustentarse.

En otras palabras, el Imperio español en declive, como nos lo pinta Maeztu, era todavía un Imperio, que aunque no era capaz de mantenerse íntegro o expandirse como había hecho en su apogeo, fue capaz de perdurar, gran parte del mismo, durante más de doscientos años, contando desde el momento en que Maeztu cuenta el comienzo de su decadencia. Un Imperio, en suma, que, si bien no llegó a alcanzar la plenitud de poder de la España conquistadora del siglo XVI, seguía siendo una potencia considerable capaz de realizar nuevas empresas e incluso de incrementar su extensión en América. Don Quijote, en cambio, es desde el principio un ser débil, sin sustancia heroica propia que le permita movilizar fuerzas para realizar hazañas. La España decadente de Maeztu era una realidad histórica dotada de suficiente potencia como para emprender todavía empresas y conservar gran parte de su Imperio; don Quijote no cosecha, en cambio, más que derrotas; los ideales de España no son puros sueños, los de don Quijote no son otra cosa.

En segundo lugar, el Quijote no puede ser la descripción simbólica de la decadencia española a principios del siglo XVII, porque sencillamente, en los años en que se engendra, antes de 1605, España no está en plena decadencia según la pinta Maeztu con tintes sombríos; no se ha llegado, como dice él, al fracaso de la monarquía universal y al final de la epopeya peninsular. Es posible que la España de Felipe III no fuese tan poderosa como lo había sido la España de hacía unas décadas, pero seguía siendo la nación más poderosa del mundo, cuyo Imperio no había sufrido aún ninguna pérdida territorial.

Es cierto que había sido vencida la Armada enviada contra Inglaterra, episodio en que tanto énfasis ponen Navarro Ledesma y Maeztu como señal de inicio del declive, pero ese revés se vio compensado al año siguiente, en 1589, con la derrota de los ingleses, que bajo el mando de Drake, se proponían asaltar La Coruña y Lisboa; y años más tarde, en 1595, la gran expedición inglesa enviada por la reina Isabel I para atacar al Imperio español en aguas americanas, mandada por los mejores marinos de la reina, Hawkins y Drake, fue derrotada en las costas mexicanas, después de haber sufrido continuos reveses en las Palmas de Gran Canaria, en Puerto Rico y en Cartagena de Indias, donde fueron rechazados, lo que probaba que el Imperio español tenía el poder de devolver los golpes, incluso de vencer en la guerra en el mar, donde la marina inglesa era ya superior a la española. Y en tierra el ejército español seguía siendo el más poderoso de Europa en la época cervantina.

El poder de España era aún tan fuerte que la Inglaterra de Jacobo I firmó la paz en 1604 con ella; en 1598 Francia había hecho lo mismo con la Paz de Bervins; y en 1609 comienza la Tregua de los Doce Años con Holanda. De manera que en el periodo en que se concibe y se escriben las dos partes del Quijote, el Imperio español, lejos de ser un fracaso o ser decadente, como nos lo pintan Navarro Ledesma y Maeztu, aún constituía un poder formidable y temible para sus rivales, que hasta mejor ocasión preferían estar en paz con él a guerrear, y la España de Felipe III pasaba por uno de los momentos más pacíficos de la historia de España de los últimos tiempos, en los que los españoles no habían hecho otra cosa que batallar sin apenas tregua.

Esta paz, que desgraciadamente no fue bien aprovechada, por un rey tan holgazán y débil como Felipe III y un valido tan inepto y corrupto como el duque de Lerma, para sanear la economía, recuperar energías y prepararse para afrontar futuras eventualidades, terminó en 1618 con el inicio de la Guerra de los Treinta Años, pero para entonces Cervantes ya había muerto. Una guerra, por cierto, en la que España no iba de derrota en derrota, como cabría esperar desde la perspectiva de Maeztu de la decadencia española, sino que durante gran parte de su curso España y su aliada Austria iban de victoria en victoria, cosechando los tercios españoles victorias tan célebres como la de Nordlingen, en 1634. Hasta comienzos de la década de 1640 iban ganado los españoles y sus aliados austríacos, pero en 1643 el curso de la guerra empezó a dar un vuelco con la victoria francesa en Rocroi, una fortaleza fronteriza a las Ardenas, donde por vez primera en su historia los tercios españoles fueron derrotados, no sin quebranto de la tropas francesas que hubieron de retirarse a la región francesa de la Picardía, y la guerra finalmente se perdió cayendo la victoria del lado de Francia y sus aliados protestantes.

Con la Paz de Westfalia de 1648 y la de Münster, del mismo año, firmada separadamente por España con Holanda y por la cual se reconoció su independencia, perdiendo así una parte, más bien exigua y un semillero de problemas, de su Imperio europeo, sí que se puede hablar de decadencia, decadencia ratificada con la firma de la Paz de los Pirineos (1659) con Francia, por la que se admitió la superioridad militar francesa con la pérdida del Rosellón, una parte de la Cerdaña y de varias ciudades flamencas; no obstante todo esto, el declive no se debe exagerar, pues se logró conservar la mayor parte del Imperio europeo (cuya joya era Italia --el reino de Nápoles y Sicilia, y el ducado de Milán-- y no daba los problemas que Holanda) hasta la firma del tratado de Utrecht en 1713, y el Imperio ultramarino, prácticamente intacto, durante casi dos siglos más. Pero dado que el decaimiento que trajo consigo la participación española en esta guerra es varias décadas posterior a la publicación del Quijote, no es legítimo, como hace Maeztu, enumerar los fracasos de España a partir de 1640 como prueba de que la genial novela es una obra de la decadencia de principios del XVII. El error de Maeztu, como de tantos otros, estriba en retratar la España del Quijote con los sombríos colores de los aciagos acontecimientos políticos y militares para España acaecidos unas décadas después.

En cuanto a la segunda tesis, no es menos impugnable que la precedente, aunque tiene una parte de verdad. Es cierto que en parte la vida de Cervantes, a diferencia de la de don Quijote, se parece a la de la España de su tiempo, con cuyas principales aventuras estuvo comprometido, bien como soldado en primera fila (así la batalla de Lepanto), bien como comisario de abastos en retaguardia de la marina española en vistas de la operación de la Armada contra Inglaterra. Cervantes sí que tuvo una fase heroica en su vida que guarda analogía con la de España. Pero desaparece la analogía cuando comparamos el final de su vida en la del reinado de Felipe III, pues, mientras durante éste España inicia la curva descendente de su poderío político, sin que quepa, no obstante, hablar de decadencia o fracaso de España en el sentido fuerte o exagerado en que lo sostienen Navarro Ledesma y Maeztu, Cervantes llega con la publicación del Quijote a su máxima plenitud creativa y alcanza un rotundo éxito literario nacional e internacional.

Además, dado que no cabe mantener la identidad entre don Quijote y Cervantes, como hemos establecido en la crítica de las interpretaciones autobiográficas, tesis que se necesita sostener para poder afirmar q= ue don Quijote simboliza a España en su historia a través de Cervantes, esta tesis se derrumba. Si no hay analogía simbólica entre el itinerario vital de uno y otro, don Quijote no puede ser la encarnación literaria de España, porque para ello es menester a su vez que don Quijote sea personificación simbólica de Cervantes.

Una tercera crítica, ya no dirigida contra las dos tesis examinadas que, como hemos visto, constituyen la base sobre la que se construyen las concepciones históricas del Quijote, sino globalmente contra éstas es que no ofrecen un análisis sistemático de la obra. Meramente nos presentan un enfoque programático, mejor o peor esbozado, pero no miden su rendimiento enfrentándose al texto literario capítulo por capítulo, en cuyo caso mucho nos tememos que sus adalides se verían con muchos apuros para hacerlos casar con su programa de exégesis histórica. En todas ellas, las referencias al texto literario son escasas, fragmentarias, seleccionadas ad hoc y con frecuencia sacadas de contexto.

Se podrían poner muchos ejemplos, pero, por mor de la brevedad, centrémonos en la forma de proceder de Navarro Ledesma. Recuérdese que para atribuir a don Quijote un historial heroico que le permita convertirlo en símbolo de Cervantes y de España, trae a colación dos episodios de la segunda parte, el del Caballero de los Espejos y el de los leones, que parecen acomodarse bien a su propósito, pues en ellos el hidalgo parece salir victorioso. Pero ¿y los demás episodios, la inmensa mayoría, donde sale malparado, anteriores y posteriores a éstos dos? El sinfín de aventuras precedentes y posteriores a ésas en que el sedicente caballero andante termina derrotado impide construir la imagen de un personaje cuya carrera discurre desde un pasado heroico a un futuro decadente, que es lo que Navarro Ledesma necesita para que su simbolismo histórico sea verosímil.

Por otro lado, su adhesión a la concepción romántica de don Quijote como un auténtico caballero andante, como un héroe de veras, no le deja ver el carácter burlesco de ambos episodios, auténticas caricaturas extraordinariamente cómicas de las pretensiones andantescas del hidalgo manchego. Por el contrario, ve en ellos, sobre todo en el de los leones, la cima del heroísmo quijotesco, cifra, nada menos, que del heroísmo español. Remitimos al lector a nuestro comentario de estos dos episodios para que vea su carácter satírico de las aventuras caballerescas y que en nada muestran la condición heroica del hidalgo manchego, sino más bien los extraviados derroteros a que le conduce su locura. Tan sólo recordemos ahora que ya en la primera reacción del autoproclamado caballero andante, al tener ante sí el carro que transportaba los dos leones, en la manera como se dirige al leonero: «¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas?» podemos advertir cómo el autor se está chanceando de su desquiciada fanfarronería. Todos los detalles de la narración de la aventura, incluso los previos a ella y los inmediatamente posteriores confirman el sentido cómico y paródico de la misma. 

Hasta aquí nos hemos ocupado de formular críticas específicas. Pero también cabe alegar críticas genéricas contra los enfoques históricos, en las que incurren en general las aproximaciones simbólicas, desde la interpretación del Quijote que hemos ofrecido como novela cómica de carácter paródico, que sin duda consideramos la más acertada. Nos limitaremos, muy sucintamente, a plantear una doble objeción. Desde nuestra perspectiva, un primer error muy importante de las interpretaciones históricas de todo tipo es que ignoran el carácter satírico del género caballeresco de la magna obra, con lo que no se cuenta o como mucho pasa a ser algo secundario, por lo cual se desnaturaliza, a nuestro juicio, la cabal comprensión de la misma; y el segundo fallo es que la novela queda reducida a un documento histórico, de suerte que su naturaleza literaria resulta difuminada, prácticamente borrada. Se habla mucho de historia, pero poco o nada de sus contenidos y logros artísticos, que naturalmente se dan por supuestos.

 

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