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El Catoblepas, número 78, agosto 2008
  El Catoblepasnúmero 78 • agosto 2008 • página 8
Historias de la filosofía

Moderato de Gades

José Ramón San Miguel Hevia

El descifrador del enigma

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He nacido en la provincia romana de la Bética y allí conocí a ilustres ciudadanos, que viven ahora en Roma, en los años del imperio del César Nerón. Mi vecino Lucio Junio Columela, está escribiendo una obra de doce libros sobre el oficio del agricultor, al que los griegos miramos con cierto desprecio, pero que sin duda leerán con gusto los latinos, más aficionados al esfuerzo y al trabajo que a la ociosa contemplación. Según cuenta en sus epístolas ha conocido y hecho amistad con el ministro y filósofo Séneca, hijo del retórico Marco Anneo, hermano del procónsul Galión y tío del jovencísimo y precoz poeta Lucano todos salidos de Córdoba, colonia patricia y la ciudad más ilustre de nuestra provincia. También conoce a Marco Ulpio, un ciudadano nacido de linaje senatorial en el antiguo asentamiento de Itálica, que ha seguido la carrera del gobierno y quiere ser origen de una saga de soldados.

Pero todos ellos representan la mitad de la cultura de Roma, pues escriben sólo en latín y dan lecciones prácticas, lo mismo cuando enseñan un oficio que cuando predican la filosofía como un arte de vida, tal como hace Séneca el estoico. En cuanto a su hermano Galión y Marco Ulpio, han cambiado la admiración por la lejana democracia de Atenas y la más cercana sabiduría de los monarcas alejandrinos por el respeto a la rigurosa y eficaz disciplina militar. Hasta el pequeño Lucano defiende en su epopeya las viejas instituciones republicanas frente a los emperadores, que se refugian en el poder, desde luego mucho más resolutivo, de las legiones.

Pero afortunadamente, en los tiempos que corren, la otra media cultura de Roma está representada precisamente por el último emperador, Claudio César Augusto Nerón. Olvidándose, no sólo de los usos republicanos, sino de la autoridad, por lo menos nominal, del Senado, Nerón imita el despotismo ilustrado de las últimas monarquías helenísticas. Su amor a Grecia, a sus artes, su idioma, su poesía y su filosofía es desde luego correspondido. Últimamente ha querido asistir a unas Olimpiadas, y a pesar de todo lo que siguen simbolizan do para los helenos, su entusiasmo por tener tan eminente espectador ha sido tal, que por primera vez en toda la historia, los cuatro juegos se han unificado para tan gran ocasión, y las ciudades no tuvieron inconveniente en renunciar a su protagonismo.

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Además, frente al genio práctico de los latinos, vuelve la filosofía griega más genuina, representada por Pitágoras –el primero que se declaró filósofo y espectador de las cosas– y sus discípulos. Pero esta actitud contemplativa no habría tenido porvenir en Roma, ni siquiera con el impulso del Augusto, sin la aparición de un personaje cuya vida es lo bastante espectacular para que todos tengamos noticia de ella. Apolonio ha nacido en Tiana, en el Asia Menor, y más que nadie contribuye a popularizar las enseñanzas de aquel maestro, y eso por una acumulación de circunstancias, que todas juntas le proporcionan una propaganda irresistible.

Ya antes de su llegada a la Roma de Nerón, venía precedido de una admiración universal, pues han recibido con veneración sus enseñanzas los señores de la India, los magos de Persia, y los sacerdotes de Egipto, mientras que los griegos orientales le declaran preceptor del género humano. Los latinos lo han acogido con expectación, tanto más cuanto que su filosofía teórica se prolonga en una moral verdaderamente llamativa, porque entre otros muchos mandamientos sigue una rigurosa dieta vegetariana, y se abstiene del vino y de las mujeres. Aparece además como un taumaturgo, capaz de realizar hazañas extraordinarias cambiando el orden natural de las cosas, y esto sí que ha dejado perplejos a los ciudadanos de la Urbe, que con infinitos trabajos durante largo tiempo sólo alcanzan objetivos limitados.

Apolonio ha sabido explotar magistralmente esta fama de hacedor de prodigios, poniéndola al servicio del Senado, la institución más venerable de Roma, relegada al segundo plano por la política del Emperador. Ha estado presente en la procesión que acompañaba el cuerpo de la hija querida de un senador, y cuando ante el asombro general la niña volvió a la vida en presencia de una multitud, se le atribuyeron poderes más que naturales, lo mismo si efectivamente los posee, a imitación del pitagórico Empédocles, que si su vecindad con el suceso, su fama de hombre divino y la forma de pensar del ciudadano común que prefiere dar entrada a los dioses antes que dejar sin causa un acontecimiento cualquiera, todo ello junto, no convenciesen a todos de la realidad del milagro. Desde entonces Apolonio, y por extensión Pitágoras son tan populares en Roma como los gansos del Capitolio.

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Hasta ahora he hablado poco de mí mismo y he preferido describir antes el lugar y tiempo de mi nacimiento y hablar un poco de los varones que me rodean, pues todas esas circunstancias, hasta tal punto condicionan la conducta y pensamiento de los hombres, que sin tenerlas en cuenta difícilmente me podría hacer entender. Estoy seguro de que si hubiese vivido hace dos siglos en la entonces incultísima Roma, no habría oído hablar de Pitágoras, y si por casualidad me llegaba alguna noticia de Platón, su doctrina quedaría oculta por la desviación escéptica de la Academia Nueva.

Nací en Gades, que es un foco cultural para todo el occidente del Imperio, y aquí estudié en una de las muchas escuelas donde se enseñan las letras helenas y se conoce su filosofía. Desde luego que he aprovechado bien esta enseñanza, pues estoy escribiendo en griego una obra que ya va por el octavo libro, y calculo que completará hasta diez o doce. Me he empleado en descifrar las doctrinas más enigmáticas de la lejana antigüedad, y cuando termine mi obra, pienso trasladarme a Roma, leerla en público y hasta abrir una escuela, aprovechando los grandes y numerosos amigos que tengo allí y que continuamente solicitan mi presencia. Por ahora seguiré en Gades, pues mi estudio es labor de solitarios y tengo miedo de que el tumulto de la gran ciudad me distraiga de la filosofía.

Mis libros, llevan por ahora el título escolar de Lecciones Pitagóricas. Antes he hablado extensamente de Apolonio, pues aunque los dos veneramos al mismo divino varón, en todo lo demás somos totalmente opuestos, hasta tal punto que conociendo la vida y enseñanzas de uno, un espectador sagaz puede conocer por contraste cómo serán las del otro. Pues mien tras él ha recorrido el mundo entero, siendo en todas partes objeto de admiración, yo permanezco en este último extremo del Imperio, y en vez de apariciones espectaculares, me contento con escribir largos libros, que sólo los verdaderamente iniciados pueden comprender, y en fin no hago alarde de una moral rigurosa y de un dominio más que natural sobre las cosas, sino que me dedico a la aburrida contemplación de las verdades más difíciles y ocultas.

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Alguno se reirá de mi pretensión de sacar a la luz pública, como anuncia el título de mis lecciones, las doctrinas de Pitágoras, y eso en una ex posición larga y cuidada que no quiere dejar de lado los detalles más insignificantes. Es cierto que el maestro no ha escrito nada, pues su palabra tenía tanta autoridad que el aútos epha sellaba su enseñanza, y es cierto también que los libros de sus discípulos se han perdido o sólo se conservan en unos pocos y aislados fragmentos. Pero en cambio sí han llegado íntegros hasta nosotros los diálogos de Platón, y entre ellos el que tiene por protagonista y portavoz al pitagórico Parménides, que ha sabido guardar y trasmitir todos los elementos de aquella primera escuela: el misterio de su enseñanza para los no iniciados, y su doble sentido, de donde han tenido origen, tanto la secta de los místicos, llamados acusmáticos, como la de los matemáticos, que consiguieron explicar por primera vez al mundo en clave numérica.

Para nadie es un misterio, aunque él nunca lo declara expresamente, que después de su primer viaje a Tarento y Sicilia, Platón toma como fundamento de sus obras de madurez, la enseñanza de los pitagóricos, cuando se ocupa largamente de la constitución de las ciudades y de la formación de sus gobernantes. En una ocasión diserta sobre la naturaleza –aunque aquello más que un diálogo parece una colección de apuntes de clase del viejo filósofo– pero en este caso aparece tan evidente la composición geométrica de las cosas, que no tiene más remedio que atribuir la obra a Timeo, un miembro real o fingido de la escuela.

En medio de toda esta claridad de los tratados físicos o políticos me sorprendía la conversación llena de misterio entre el gran Parménides y Aristóteles el joven y, cada vez que la leía, me hacía continuas preguntas, como quien se encuentra encerrado en un laberinto o enfrentado a un dificilísimo acertijo. Por lo demás estoy convencido de que Platón escribió su diálogo mientras estaba encerrado, después de su tercer viaje a Sicilia, en una prisión de lujo, descuidado de toda labor política y del estudio de a naturaleza, y como todos los solitarios nos parecemos, con frecuencia me trasladaba con el pensamiento desde el puerto de Gades al de Siracusa, y hasta imaginaba que la inexpugnable isla vecina es comparable a la fortaleza de Ortigia, y en fin tanto afán he puesto en descifrar aquella enigma que ya estoy terminando una larguísima disertación escrita sobre las hipótesis de Parménides y su clave pitagórica.

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Escribo mis libros para los matemáticos, tomando como principio y fundamento aquella afirmación de Pitágoras según la cual «las cosas son números», y dejo de lado la doctrina de los filósofos místicos, que bien conocidos son gracias a Apolonio y a casi todos los otros discípulos tardíos del maestro. La primera unidad de Parménides en su diálogo con el joven Aristóteles, ha de ser fundamento de lo numerable y por eso mismo principio de toda posible ciencia matemática. Y buscando un término que lo significase de una forma simple e intuitiva, encontré el de continuo, y en vez de usar la fórmula abstracta según la cual el uno es [sólo] unidad, puedo decir ahora sin forzar el lenguaje que el continuo es [pura] continuidad.

A continuación Parménides mediante la consideración de ese espacio continuo y siguiendo razonamientos seguros, va deduciendo sus propiedades. Es evidente que no tiene partes discretas, que rompan su continuidad, ni límites que la interrumpan, ni en consecuencia está encerrado en una superficie recta o circular que determinen su figura, y como no está en ningún lugar tampoco está afectado de desplazamiento o invariancia. Como no tiene ninguna relación interna –toda relación exige por lo menos dos términos y por consiguiente discontinuidad y definición– el continuo es totalmente indistinto con relación a sí mismo y a lo demás, pero además de no admitir distinción, tampoco hay dentro o fuera de él identidad. Así que es totalmente indiferente, es decir, ni semejante ni desemejante, y por consiguiente ni igual ni desigual.

Es fácil además deducir que la sucesión de acontecimientos no se pueden atribuir al continuo, que de esta forma escapa a toda determinación, no sólo espacial, sino temporal, o lo que es igual, ni tiene dentro de sí tiempo, ni está en el tiempo. Por consiguiente, en la consideración del continuo es imposible predicar que fue, es o será, así que está por encima de cualquier forma de ser. Tampoco hay ciencia ni sensación ni conocimiento ni se puede decir nada de él, al no tener ningún contenido. A pesar de todas estas condiciones negativas o precisamente por ellas el continuo es el fundamento de lo numerable y el primer principio de la matemática.

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Cuando, después de definir negativamente al espacio en su primera hipótesis, Platón a través de Parménides analiza un nuevo supuesto - que el continuo es -, me entró la tentación, ante sus retorcidos razonamientos, de considerar toda esta segunda parte como una sucesión de sofismas, y efectiva – mente eso parece a primera vista. Pero sería un contrasentido que el filósofo en los diálogos de esta época atacase muchas veces y de muchos modos a esos falsos científicos y todavía más falsos políticos, y al mismo tiempo apareciese como un modelo de sofista. Y. todavía me parecía más grave que esta condición de charlatán se atribuyese al gran Parménides, a quien veneraba como maestro de pensadores. Y me decidí a investigar si –como sucede en otros diálogos de Platón– por debajo de estas apariencias hay otro sentido tan oculto como verdadero.

Pronto me dí cuenta del acierto de mi determinación, y al propio tiempo del origen de todas las contradicciones que atraviesan la hipótesis, pues están en su simple enunciado. En la medida en el continuo se mantiene en su pura formalidad es una totalidad una, pero en la medida en que además tiene un contenido real –y esta es precisamente la novedad de la segunda hipótesis– es un agregado de unidades. Y como ninguna de estas unidades agota la noción de ser, forzosamente se han de multiplicar en una discontinuidad infinita. Razonando a partir de este supuesto –la unidad continua, afectada de una discontinuidad interna– forzosamente se llegará a conclusiones contradictorias, sin necesidad de acudir a la indeseable figura del sofista.

Después de haber fragmentado así el continuo real, Parménides pide al joven Aristóteles que en vez de considerar la cantidad en su composición se interese por las unidades más sencillas, distintas entre sí, que son sus primeras partes. Para darles un nombre que signifique la unidad, y que se diferencie de sus otros sentidos, se me ocurre el de mónadas y me parece además que en su mutua distinción esas mónadas son el principio de los números, o dicho de otra forma, que los números son un sistema de mónadas. El primer número es la unidad, pues por mucho que la cantidad disminuya no puede traspasar los límites de una mónada, el segundo la dualidad, en la medida en que dos mónadas se oponen entre sí y forman una pareja, y viene después la terna, cuando se suma al conjunto dual otra mónada. Finalmente del dos salen los pares, del tres los impares, y todos ellos entrando en relación forman la serie entera de los números.

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Ahora ya puedo establecer con cierta seguridad la marcha de los razonamientos del maestro, y resumir en tres apartados la larguísima presentación de la segunda hipótesis. Por todo lo que acabo de escribir, el continuo que es El se puede considerar desde dos puntos de vista :como una totalidad continua o como un agregado de puntos discontinuos. Suponiendo que el continuo sea un agregado de partes, necesariamente estará contenido en la totalidad como en su propio espacio, pero suponiendo que sea una totalidad no estará contenido en una parte, ni por consiguiente en todas ellas. En el primer caso el continuo ha de permanecer invariante, encerrado en su propio espacio, pero en el segundo caso queda en libertad para desplazarse.

Parménides sigue, me parece a mí, deduciendo las propiedades del continuo y terminando en una paradoja, una vez que lo analiza desde todos los puntos de partida posibles. Como no hay nada fuera de la totalidad continua y de la agregación de discontinuos, y como todo cuanto existe ha de estar dentro de una realidad, es forzoso que el continuo sea menor que la serie de discontinuos en que está contenido, y que a la inversa, el agregado de discontinuos sea menor que la totalidad continua que los abarca. Pero como además hay una correspondencia de parte a parte entre el continuo y los discontinuos que se miden mutuamente, los dos conjuntos forzosamente han de ser iguales. Resumiendo, el continuo es igual, menor y mayor que los discontinuos, que por su parte son iguales, mayores y menores que el continuo.

Las paradojas más brillantes aparecen al final de esta segunda hipótesis, cuando Platón considera al continuo como una sucesión que va desde un antes a un después, o como dice el gran Parménides en su lenguaje críptico, desde o más joven hasta lo más viejo en el tiempo. Suponiendo que la sucesión es una suma de discontinuos y razonando desde este supuesto, resulta que cada uno de los elementos de ese agregado es anterior a la totalidad continua, que sólo aparece al final de la serie. Pero en cambio suponiendo que la sucesión es, desde el primer al último paso, una totalidad continua en la que están potencialmente contenidos cada uno de sus instantes, esa totalidad es anterior a los discontinuos. Desde un tercer punto de vista, tanto el continuo como los discontinuos se corresponden, y al no ser ninguno anterior ni posterior al otro son simultáneos en la sucesión.

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Textos de Moderato de Gades

«Algunos filósofos demostraron que la Mónada es principio de los números y el Uno el principio de lo numerable, y dijeron que el cuerpo se puede cortar indefinidamente. Así que lo numerable se distingue de los números en la misma medida que los cuerpos se distinguen de lo incorpóreo. Mientras los pensadores más recientes introducen la mónada y la díada como origen de los números, los pitagóricos exponen las sucesivas definiciones de donde surgen los pares y los impares.» (Stobeo I cap 2)

«En una palabra, el número es una asociación de mónadas, es decir, una formación progresiva de la cantidad a partir de la mónada, y una reducción de dicha cantidad hasta llegar a la mónada. Así que la mónada es causa de la cantidad y al mismo tiempo es el último residuo que queda cuando la cantidad se reduce por la resta de los números. Así que la mónada es duradera y estable, pues cuando la cantidad disminuye no puede traspasar el límite de la mónada. De forma que la mónada o permanece siempre en el mismo estado, o está totalmente separada de la cantidad.» (Stobeo, I cap. 2)

«Moderato el pitagórico define al alma como un número, pues mantiene constante una proporción. Podemos considerarla como una armonía matemática independiente de los cuerpos, llamando armonía a lo que anula cualquier desacuerdo. De esta forma el alma lo organiza todo de forma proporcionada y unida.» (Jámblico, Sobre el alma)

«Así que han nombrado Uno a la razón de la unidad, de la identidad y de la igualdad, al principio del acuerdo y armonía del universo, y de la conservación de cuanto es siempre idéntico. Porque el Uno de las partes es unidad en la medida de que produce su unión y es causa primera de su acuerdo mutuo.» (Porfirio, Vida de Pitágoras)

«La razón universal, para dar nacimiento a todos los seres, se privó de sus formas y sus ideas, y dio lugar a la cantidad… Esta cantidad, separada por privación de la razón universal que contiene en sí misma las razones de todos los seres es la materia de todos los cuerpos, a la que, tanto los pitagóricos como Platón llaman cantidad, pero no la cantidad ideal, sino (una cantidad) sin forma y sin unidad, dividida y dispersa… En cuanto extensión es objeto de conocimiento de su dimensión, y en cuanto dispersión es objeto de la distinción numérica.» (Simplicio, In Phys.)

 

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